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Configurar sentido descendente

Gabriel García Márquez, o contar para vivirla

31 de marzo de 2014 09:11:40 CEST

Transcurridas cuatro décadas desde su aparición, Cien años de soledad conserva intacta la magia de ese mundo centrado en Macondo, con el prolongado y laberíntico proceso que lo lleva desde la inocencia de sus orígenes a una prosperidad precaria y luego a un final apocalíptico, a la vez que asiste al ascenso y a la caída de la estirpe de los Buendía, marcados por la obsesión y el temor del incesto. Su éxito extraordinario guarda relación sin duda con la visión maravillosa y maravillada de la realidad y de la historia de América Latina que proponía y aún propone, y que Gabriel García Márquez ha resaltado en declaraciones como las que recordaban que a fines del siglo xix un explorador norteamericano vio en los territorios amazónicos “un arroyo de agua hirviendo y un lugar donde la voz humana provocaba aguaceros torrenciales”, y que en la costa argentina de la Patagonia los vientos se llevaron un circo entero para que las redes de los pescadores capturasen al día siguiente “cadáveres de leones y jirafas”. Esa atmósfera propicia a lo insólito se acentuaría en el ámbito de su Aracataca natal, en esa geografía del Caribe donde Cristóbal Colón pudo encontrar plantas fabulosas y seres mitológicos, donde arraigó la magia traída desde África por los esclavos negros y discurrieron las andanzas de piratas “capaces de montar un teatro de ópera en Nueva Orleans y llenar de diamantes las dentaduras de las mujeres”[1].

Esa imagen de la América Latina, alimentada durante décadas por una cultura europea que se decía en decadencia y se mostraba ávida de maravillas, para 1967 ya había arraigado hasta constituir un factor determinante a la hora de trazar los perfiles de una identidad cultural esquiva a los numerosos esfuerzos que los intelectuales hispanoamericanos habían dedicado a su búsqueda. Cien años de soledad surgía de tales planteamientos y los llevaba hasta sus últimas consecuencias: en sus páginas Latinoamérica parecía revelarse para siempre como territorio de lo mágico y legendario, de lo maravilloso y lo fantástico, como un mundo irreductible a los modelos racionalistas y a la represión de los instintos y de la imaginación que se consideró característica de la civilización occidental. García Márquez había encontrado el procedimiento preciso para narrar esa realidad: nadie había conseguido ni conseguiría una conjunción más lograda de ingredientes míticos y folklóricos para transformar lo cotidiano en inverosímil y para acercar la fantasía a la experiencia ordinaria, ni una voz más adecuada a tal propósito que ésa que él asoció a la de su abuela cuando le contaba las historias de fantasmas que habían inquietado su niñez, la voz de un narrador imperturbable que entreveraba sin estridencias lo familiar y lo increíble[2].

Si su éxito extraordinario hizo Cien años de soledad el hito en el que parecía culminar el largo proceso de la literatura hispanoamericana del siglo xx, cabe imaginar también que las ficciones precedentes de García Márquez habían constituido una insistente búsqueda de esa meta. Hacia ella se encaminarían los pasos iniciales del fracasado estudiante de Derecho que trataba de sobrevivir como periodista a la vez que escribía y publicaba sus primeros cuentos en la prensa de Bogotá, de Barranquilla o de Cartagena de Indias[3], aunque en apariencia poco perduraría después de aquellas inmersiones en territorios de insomnio y de pesadilla, de aquellas alucinadas fantasías obsesionadas con la muerte, con la vida más allá de la muerte y con la presencia de la muerte en la vida. Cuando en 1955 publicó La hojarasca, García Márquez ya mostraba un cambio de rumbo, orientado hacia la configuración de un mundo “real”, aunque basado en la elaboración libre de las vivencias y los recuerdos del autor. Alternando los monólogos de un viejo coronel, de su hija Isabel y de su nieto, en un presente fechado con precisión el 12 de septiembre de 1928, aquella primera novela presentaba ese ámbito llamado Macondo, entonces un pueblo al que, como otros refugiados, el abuelo había llegado a principios del siglo huyendo de los azares de la guerra, y que por algún tiempo había de ser el escenario de una efímera prosperidad, ligada a las actividades de una compañía bananera, para sumirse después en una decadencia incesante. Ligada a ese proceso había discurrido la vida del enigmático médico que ahora se había ahorcado y a quien el coronel, en cumplimiento de la palabra dada, decidía enterrar contra la voluntad de los vecinos, que lo habían sentenciado a permanecer insepulto diez años atrás por negarse a curar a unos heridos al término de una sangrienta jornada electoral. Una cita de Antígona de Sófocles servía de epígrafe inicial, lo que animaba a encontrar una dimensión simbólica en esa fábula sobre la violenta historia colombiana ―tan semejante a la tragedia de la joven tebana que decide enterrar el cadáver de su hermano Polinice contra lo dispuesto por Creonte― que parecía insistir en la fatalidad que regía los acontecimientos y las conductas, como si todo obedeciera “al natural y eslabonado cumplimiento de una profecía”[4] o de una voluntad superior, mientras al hilo del relato aparecían referencias a guerras civiles pasadas y personajes ligados a esas guerras como el duque de Marlborough o el coronel Aureliano Buendía, destinados a reaparecer con insistencia en relatos posteriores. 

En busca de la versión definitiva, García Márquez había eliminado de La hojarasca distintos fragmentos, uno de los cuales fue “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, donde la hija del coronel rememoraba días interminables de lluvia, de tristeza y de desamparo, cuando se encontraba embarazada de su hijo. El futuro permitiría comprobar que esos personajes u otros similares, entregados a ilusiones inútiles o protagonistas de experiencias fracasadas en una atmósfera de algún modo impregnada de violencia, ejercían una fascinación ineludible para el escritor colombiano. Esa fascinación pareció imponerse a la búsqueda de soluciones técnicas novedosas ―tras las voces directas y alternas de La hojarasca estaban sus lecturas de James Joyce y de William Faulkner― cuando, ya en París, García Márquez redactó El coronel no tiene quien le escriba[5], una breve novela que narraba la historia un coronel que desde quince años antes y a los setenta y cinco de su edad esperaba junto a su mujer enferma la pensión que el gobierno le prometiera como veterano de la guerra civil, mientras ambos se planteaban la posibilidad de vender el gallo de pelea que constituía su única posesión de valor y un recuerdo de su hijo muerto a balazos por distribuir información clandestina, en una atmósfera enrarecida por el toque de queda, los recuerdos de la represión aún reciente y los rumores sobre la resistencia armada que se extendía en el interior del país. Inquietudes semejantes determinarían después La mala hora[6], novela donde se recreaba el clima de violencia creciente que agitaba la vida de un pueblo innominado ―el mismo en que se ambientaba El coronel no tiene quien le escriba, a juzgar por los nombres de algunos personajes― desde el crimen pasional provocado al principio por la aparición de pasquines que divulgaban los secretos más íntimos de sus habitantes, hasta culminar en un clima político enrarecido que obligaba a evocar estallidos de odio aún recientes y a prever otros para el futuro inmediato. Resultaba evidente que el relato se hacía eco de la represión que el partido conservador había desatado en Colombia durante décadas, en un clima de violencia política extrema que al final dejaría en segundo término el asunto de los pasquines, aunque fueran una manifestación más de ese clima irrespirable. García Márquez había de insistir en ese modo de acercarse al presente real de un país que no dejaba de vivir episodios turbulentos, y donde morir de muerte natural podía parecer una anomalía.

Los cuentos reunidos en 1962 en Los funerales de la Mamá Grande participaban de esa misma atmósfera. Algunos, como “La prodigiosa tarde de Baltazar”, “La viuda de Montiel” y “Rosas artificiales”, parecían aprovechar materiales desechados de La mala hora, y recurrían a su escenario y a sus personajes; otros desarrollaban episodios apenas aludidos allí, como “Un día después del sábado”, ocupado en la lluvia de pájaros muertos de la que el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Moreno informó a su obispo, o “Los funerales de la Mamá Grande”, donde el narrador relataba a los incrédulos del mundo entero la verídica historia de María del Rosario Castañeda y Montero, “soberana absoluta del reino de Macondo, que vivió en función de dominio durante 92 años y murió en olor de santidad un martes del septiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo Pontífice”[7]. El mundo de Macondo crecía y se desarrollaba en ellos en un sentido que se podría identificar sobre todo con el despliegue de una imaginación sin límites, y ése fue el camino que llevó hasta Cien años de soledad, la mejor concreción literaria de la realidad maravillosa de la América Latina. El éxito logrado con esa novela animó a García Márquez a insistir en la fórmula, pero los relatos que en 1972 conformaron La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada revelarían pronto los riesgos de abundar en aquella fantasía delirante, incluso cuando se trataba de ampliaciones de episodios apuntados en Cien años de soledad, como en el caso del cuento “El mar del tiempo perdido” y el de la novela breve que daba título al volumen: esa fantasía parecía perder su eficacia en cuando se alejaba del tono narrativo que antes había conseguido arraigar en la realidad una atmósfera mágica difícil de repetir. Por otra parte, en “El ahogado más hermoso del mundo” y “El último viaje del buque fantasma” empezaba a manifestarse un nuevo lenguaje caracterizado por frases que se prolongaban y ramificaban indefinidamente, anticipando los monólogos entreverados de distintas voces que habían de constituir el lenguaje característico de El otoño del patriarca, novela sobre la desmesura del poder y de la soledad que García Márquez publicó en 1975. En ella resultaba evidente la fascinación del autor ante el producto más característico de una realidad insólita: “El dictador es el único personaje mitológico que ha producido la América Latina, y su ciclo histórico está lejos de haber concluido”[8], había de explicar, y esa convicción anima a ver en esa obra otra manifestación de ese realismo mágico que pretendió ser una indagación literaria en la identidad latinoamericana e incluso la concreción artística en que esa identidad quedara de manifiesto.

Pero durante los años setenta se irían diluyendo las convicciones que habían estimulado la fascinación ante esa realidad diferente, esa fascinación exigida por la necesidad de regresar a la magia y al mito de los orígenes, por la voluntad de encontrar una dimensión atemporal ajena a las desventajas de la civilización y de la historia. Como adivinando el futuro, Cien años de soledad ya había conjugado la propuesta del realismo mágico con su cuestionamiento: al respecto merece especial atención el momento en que Aureliano Babilonia descubre que los manuscritos del gitano Melquíades refieren toda la historia de los Buendía hasta en los detalles más triviales, y comprende que Macondo, esa “ciudad de los espejos (o los espejismos)”, será “arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres” en el mismo instante en que él acabe de descifrar los pergaminos[9]. En consecuencia, Cien años de soledad no es otra cosa que la lectura de los manuscritos de Melquíades, lo que no sólo habla de la fatalidad que rige la historia de una estirpe condenada a cumplir un destino preescrito; también insinúa que esa insólita realidad latinoamericana mostrada en el relato no tiene otra existencia que la que le proporciona la literatura.

En el volumen Doce cuentos peregrinos, que en 1992 había de reunir relatos breves escritos a partir de 1976, pueden encontrarse pruebas de que lo real y a la vez maravilloso de América no era un venero inagotable y de eficacia ilimitada. Los de fecha más antigua, “El rastro de tu sangre en la nieve” y “El verano feliz de la señora Forbes”, demostraban que la imaginación de García Márquez derivaba con naturalidad hacia la literatura fantástica en cuanto prescindía de los escenarios latinoamericanos propios del realismo mágico. Por otra parte, la publicación de Crónica de una muerte anunciada, en 1981, permitía comprobar que el autor de Cien años de soledad y de El otoño del patriarca, dedicado ahora a recomponer con su relato “el espejo roto de la memoria”[10], ya no estaba interesado en proponer imágenes de Latinoamérica ni en indagar en una identidad que por entonces parecía volverse de nuevo esquiva para los escritores, asediados por problemas más graves o cansados de un empeño cuyos logros no podrían nunca sobrepasar el ámbito de la escritura. Esa impresión se confirmaría en 1985 al aparecer El amor en los tiempos del cólera, donde unos amores contrariados eran el tema fundamental. Además, en relación con esas últimas novelas resultaba obligado reparar en lo que con frecuencia el propio García Márquez señaló: en la precisa estructura policial de Crónica de una muerte anunciada[11], y en el parentesco de El amor en los tiempos del cólera con el folletín o la novela rosa, con lo que ambas ficciones parecían sumarse al aprovechamiento de opciones narrativas antes desdeñadas por la literatura más ambiciosa, tendencia que se juzgó característica de esos años en que los escritores hispanoamericanos trataban de encontrar salidas renovadoras que en alguna medida constituían un alejamiento y una crítica del realismo mágico. En 1989, en su condición de novela histórica, El general en su laberinto había de constituir otra manifestación de una narrativa “de género”, que además, al recuperar los últimos y decepcionados días de Simón Bolívar, constituía una reflexión desencantada sobre el pasado histórico y plena de significación en ese tiempo contemporáneo que parecía asistir al fin de las utopías. La creaciones de García Márquez contribuían así da manera decisiva a conformar un proceso que llevaba a los narradores a enfrentarse con la dura realidad de América Latina, a distanciarse del mito para acercarse a la historia, no sin dejar en evidencia que a veces la fantasía podía haber sido utilizada también para ocultar las carencias y justificar las derrotas.

No había de alterar ese proceso Del amor y otros demonios, novela publicada en 1994 y en la que García Márquez asoció los recuerdos de Sierva María de Todos los Ángeles, desenterrada en el cementerio del convento de Santa Clara de Cartagena de Indias en 1949 ―el 26 de octubre de ese año él mismo había podido ver los veintidós metros con once centímetros de su espléndida cabellera, según aseguraba en el prólogo― y los de una marquesita de doce años que en uno de los relatos de su abuela “había muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro, y era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros”[12]. El resultado fue la recuperación de un pasado colonial en el que Sierva María, hija del marqués de Casalduero, era a la vez o sobre todo María Mandinga, como resultado de su convivencia continuada con esclavos africanos. Enriquecido esta vez con ingredientes que resaltaban sus aspectos transgresores o demoníacos, el relato era sobre todo una nueva historia de amor. No sería la última: en 2004, García Márquez habría de ofrecer en Memoria de mis putas tristes otra más, aderezada de un vago erotismo senil. Además, mientras sus ficciones describían el proceso señalado, había publicado también La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile (1986), donde reconstruía los meses de 1985 que ese escritor y cineasta chileno había vivido bajo la dictadura que sufría su país, y Noticia de un secuestro (1996), sobre el dramático presente colombiano, atormentado por el narcotráfico, la guerrilla, la violencia militar y paramilitar y, desde luego, la corrupción o la complicidad de una democracia incapaz de actuar contra la miseria y la injusticia. Eran reportajes que volvían a plantear la relación de la novela con ese género tan ligado a sus actividades como periodista, relación que siempre le había interesado[13], y que reforzaban la impresión de que se producía la mencionada deriva desde el mito hacia la difícil historia pasada o reciente.

Entre las últimas obras de García Márquez merece especial atención Vivir para contarla, esas memorias a las que precedió la advertencia de que “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”[14], y que concluían con el día de julio de 1955 en el que tomó el avión para Ginebra, el día en que escribió su primera carta formal a quien habría de ser su esposa, Mercedes Barcha, y en el que empezó a esperar la respuesta que pronto había de recibir en la ciudad suiza, determinando su vida para siempre. Para su biografía literaria resulta aún más significativo que esas memorias comenzaran con el viaje iniciático en el que acompañó a su madre hasta Aracataca para vender la vieja casa familiar en la que había pasado los primeros ocho años de su vida, en compañía de sus abuelos maternos, Tranquilina Iguarán y el coronel Nicolás Márquez. Ese viaje tal vez tuvo lugar en febrero de 1950, tras dejar Cartagena de Indias y los estudios de Derecho para trasladarse a Barranquilla e iniciar su trabajo de periodista en El Heraldo, y marca un antes y un después en su trayectoria creativa. El antes puede asociarse con las referencias a los cuentos publicados hasta entonces, con el recuerdo de la circunstancia que inspiró algunos de ellos, como “La noche de los alcaravanes”, y con la negativa valoración que a la distancia le merecieron esos “acertijos kafkianos” redactados con retórica primaria por alguien que “no sabía en qué país vivía”[15]. El después, con que el viaje a Aracataca lo habría salvado de ese abismo, entregándolo para siempre a la nostalgia de un pasado que inicialmente construiría sobre todo en torno a Macondo, nombre extraño de una finca bananera conocida desde la niñez y que ahora adquiría resonancias poéticas o mágicas.

Esa experiencia resultaría así decisiva para que iniciara el rescate de un mundo cuyas primeras imágenes se plasmaron tal vez en La hojarasca, donde resultaba evidente la voluntad de encontrar procedimientos narrativos eficaces y novedosos para contar una historia que le llegaba desde su infancia. Si tardó en percibir la relación de su novela con el mito de Antígona ―según su testimonio fue Gustavo Ibarra, en Cartagena, quien le hizo consciente de ella, lo que determinó la inclusión del epígrafe “reverencial” mencionado―, fue porque más que las referencias literarias le preocupaba el tiempo perdido que empezaba a concretarse en ese ya mítico Macondo, en cuya recreación aquellas referencias habían de integrarse con naturalidad. Con la utilización de la memoria heredada o de la propia cabe relacionar después los cadáveres del cementerio que flotan en las aguas de “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, recuerdo de cuando los sistemas artificiales de regadío de la United Fruit Company provocaban el desmadre de las aguas al llegar las lluvias; o la conjunción de una mujer de luto y una niña con un ramo de flores mustias bajo el sol infernal en “La siesta del martes”, que evocaba a la mujer y a la hija del ladrón muerto por María Consuegra en Aracataca; o la interminable espera de El coronel no tiene quien le escriba, que era la espera que había desesperado al abuelo Márquez desde que el gobierno colombiano promulgara una ley de pensiones de guerra que nunca se cumplió; o los pasquines de La mala hora, tan semejantes a los que alteraron la vida de Sucre cuando García Márquez estudiaba en el Liceo Nacional de Zipaquirá. Desde luego, el lector de Vivir para contarla puede comprobar una vez más el decisivo papel que los recuerdos jugaron en la elaboración de Cien años de soledad: puede saber que José Arcadio Buendía dio muerte a Prudencio Aguilar como el coronel Márquez se la había dado a Medardo Pacheco, que las fantasías y los presagios de la abuela se materializaban en las noches aterradas del futuro escritor, y que fue él mismo quien un día remoto conoció el hielo cuando acompañaba a su abuelo, de compras en el comisariato de la compañía bananera. Puede constatar que ésa era la consecuencia final de aquella visita a Aracataca que fue un viaje hacia el pasado y una despedida, pues la destrucción de la ciudad de los espejos y de los espejismos no era otra que la prevista por la nostalgia de Isabel en La hojarasca, al ver su casa “sacudida por el soplo invisible de la destrucción” y creer inminente la llegada de “ese viento final que barrerá a Macondo, sus dormitorios llenos de lagartos y su gente taciturna, devastada por los recuerdos”[16].

Desde luego, en Vivir para contarla no faltan referencias a las novelas posteriores a Cien años de soledad en relación con ese incesante ejercicio de la memoria: García Márquez recordó que a su madre “nadie le había conocido novio alguno cuando se casó contra la voluntad de sus padres con el telegrafista del pueblo”[17], germen de El amor en los tiempos del cólera, y que a principios de 1953, en Sucre, era asesinado Cayetano Gentile, “médico inminente, animador de bailes y enamorado de oficio”, a quien apuñalaron contra la puerta de su casa, que su propia madre había cerrado creyéndolo dentro y a salvo[18], lo que con el tiempo daría lugar a Crónica de una muerte anunciada; y volvió a dejar constancia de su deuda con Clemente Manuel Zabala, jefe de redacción de El Universal que en Cartagena de Indias le dio ocasión de ver la cabellera de la niña sepultada en el convento de Santa Clara, imagen de la que había de nacer Del amor y otros demonios. Al insistir en las relaciones de esas ficciones con los recuerdos del autor, Vivir para contarla, que en su condición de memorias inevitablemente ya era un esfuerzo para recuperar un tiempo perdido y personal, contribuía decididamente a resaltar la significación individual e íntima de estos relatos, con los que García Márquez se acercaba a la preferencias mostradas por buena parte de la narrativa hispanoamericana de las décadas más recientes. Pero, precisamente porque revela la capacidad de Cien años de soledad para tolerar y aun proponer nuevas significaciones, más relevante aún resulta que Vivir para contarla insista en relacionar el propósito de esa novela con el deseo del autor, reiteradamente declarado, de dejar “constancia poética” de su infancia, trascurrida “en una casa grande, muy triste, con una hermana que comía tierra y una abuela que adivinaba el porvenir, y numerosos parientes de nombres iguales que nunca hicieron mucha distinción entre la felicidad y la demencia”[19]. Lo que en los últimos años sesenta fue la mejor concreción literaria de la realidad maravillosa de América puede verse así, cada vez más, como un esfuerzo para rescatar desde la desolación y la nostalgia el ámbito mágico de un pasado perdido que fue el de García Márquez y puede ser hoy el de sus lectores.

 



[1] Gabriel García Márquez, El olor de la guayaba. Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza, Barcelona, Bruguera, 1982, pp. 49 y 74.

 

[2] “Me contaba las cosas más atroces sin conmoverse, como si fuera una cosa que acababa de ver. Descubrí que esa manera imperturbable y esa riqueza de imágenes era lo que más contribuía a la verosimilitud de sus historias” (El olor de la guayaba, cit., p. 41).

 

[3] En su mayoría, los que dio a conocer entre 1947 y 1952 fueron reunidos en el volumen El negro que hizo esperar a los ángeles (Montevideo, Ediciones Alfil, 1972), título que abreviaba el de uno de ellos, “Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles”, publicado en El Universal de Barranquilla en 1951. A ellos se añadieron “La noche de los alcaravanes” (1953) y “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo” (1955) para conformar Ojos de perro azul (Barcelona, Plaza & Janés, 1974), título de un relato publicado en Crónica de Barranquilla en 1950.

 

[4] La hojarasca, Bogotá, Ediciones S. L. B., 1955, p. 104.

 

[5] Apareció en Bogotá, en la revista Mito, año IV, número 19, mayo-junio de 1958. En 1961 se publicaría por primera vez como libro en Medellín (Aguirre Editor, 1961) y en Buenos Aires (Americalee).

 

[6] García Márquez desautorizó por “españolizada” la edición inicial de La mala hora (Premio Literario Esso 1961), Madrid, Gráficas “Luis Pérez”, 1962. La edición autorizada apareció por primera vez en México, Ediciones Era, 1966.

 

[7] Véase Los funerales de la Mamá Grande, Madrid, Ediciones Alfaguara, 1979, p. 165.

 

[8] El olor de la guayaba, p. 125.

 

[9] Cien años de soledad, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1967, p. 351.

 

[10] Crónica de una muerte anunciada, Bogotá, Editorial La Oveja Megra, 1981, p. 13.

 

[11] Véase El olor de la guayaba, cit., p. 89.

 

[12] Del amor y otros demonios, Barcelona, Mondadori, 1994, p. 13.

 

[13] Al menos desde que en 1955 publicó en El Espectador de Barranquilla, por episodios y con gran éxito, un reportaje sobre la aventura de un marinero que había sobrevivido en una balsa a la deriva en aguas del mar Caribe, reportaje que años después se editaría como libro con un título menos acorde con su contenido que con lo que se esperaba del autor de Cien años de soledad: Relato de un náufrago que estuvo diez días a la deriva sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre (Barcelona, Tusquets Editor, 1970).

 

[14] Gabriel García Márquez, Vivir para contarla, Barcelona, Mondadori, 2002, pág. 7.

 

[15] Ibídem, p. 437.

 

[16] La hojarasca, cit., pp. 133-134.

 

[17] Vivir para contarla, cit., p. 14.

 

[18] Ibídem, pp. 459-460.

 

[19] El olor de la guayaba, cit., p. 103.

 

Escrito en Lecturas Turia por Teodosio Fernández

Guardagujas

28 de marzo de 2014 08:17:07 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Algo ocurre en las ciudades

de lo que nadie me informa.

El tren de las diez y treinta

demora su llegada desde hace meses.

El penúltimo viajero que pasó por aquí

huyendo en calma

-lo supe en sus ojos, en sus ropas fatigadas -,

traía un temblor inconcreto entre las manos

y un amargo rumor en la boca

acerca de nuevas guerras en las regiones del sur 

 

he regado la parra virgen que sobrevive a poniente,

he abierto para que entre el aire limpio

las ventanas que dan al norte,

he estirado con descuido las mantas del camastro

que acoge y repara mi cansancio

en cualquier momento del día

o de la noche

 

desperezando sus alas y sus hambres,

los milanos trazan espirales

en este confuso azul que no conoce mar alguno

 

en pie sobre las traviesas los observo

mientras estrangulo el tedio con las agujas del cruce,

moviendo a un lado y a otro

el horizonte paralelo y de hierro 

 

en esta llanura solitaria,

donde el camino es siempre el mismo

y conduce a idénticos vacíos,

el telégrafo teclea una escueta noticia,

una orden concisa y seca:

trenes

rigurosamente

vigilados

 

igual que me quedé solo,

se me van agotando los víveres

vigilando trenes que no están

mientras espero a nadie

 

el último pasajero de este día

tampoco tardará en marcharse

 

cumplo con el rito macabro y doliente

de besar el retrato de su ausencia 

 

Escrito en Lecturas Turia por Elías Moro

Aforismos

27 de marzo de 2014 08:14:49 CET

Leer en el escaparate de una librería los títulos de los libros puede ser una manera muy interesante de leer.

 

Cuando se ha conocido a una mujer en el sentido bíblico, siempre queda en la relación algo del Cantar de los cantares.

 

Los libros también son jónicos, dóricos o corintios.

 

La lascivia unida a la belleza nos deja estupefactos.

 

Esas cartas que nos alegran hasta tal punto que tenemos que abrir la ventana.

 

Aplaudir por miedo es patético.

 

Fabuloso don el de saber entablar relación con desconocidas.

 

Toda amistad se basa en la tensión que puede hacer que se rompa.

 

Algunos dan la mano como si te quisieran tomar el pulso.

 

El sentido moral se adquiere en la infancia al repartir la merienda con los hermanos.

 

La honestidad intelectual suele desembocar en el humor.

 

Los escritores no sirven para nada, excepto para dar sentido a las cosas.

 

Hay que mirar detenidamente el rostro fotografiado de un escritor, como quien hace crítica literaria.

 

Cuando se sube a una tarima para hablar en público estaría bien tener algo que decir.

 

Cuando la impertinencia del periodista que pregunta se junta con la vanidad del que responde, surge una entrevista periodística.

 

Cuando se viaja en automóvil se echa en falta no saber más de botánica y geología.

 

Todo Sansón acaba encontrando su Dalila.

 

A partir de cierta edad, cuando nos roban una tarde, nos enfadamos como si nos hubieran robado la cartera.

 

A todo escritor, si se descuida, se le escapa un haiku.

El deseo es un pirata.

 

Los pescados en las pescaderías parecen filósofos pesimistas.

 

Hay que ser muy claro, pero nunca demasiado.

 

Uno nunca se arrepiente de haber sido feliz.

 

En la vida hay que llevar la cabeza bien alta, pero no tanto que nos salga tortícolis.

 

En el mes de Agosto en España sorprende la ausencia de camellos.

 

La valentía consiste en enfrentarse a fuerzas superiores ligeramente aterrorizado.

 

Manipular nuestro propio pasado hasta que quede presentable es una tarea intelectual que se llama escribir la autobiografía.

 

Haber sido de niño el rey de la casa te convierte para siempre en un rey en el exilio.

 

Hay que ser un poco canalla para que te quede bien el sombrero.

 

Cuando vemos el cuerpo humano diseccionado en un atlas de anatomía resulta asombroso el deseo físico.

 

Con el racismo sólo pueden acabar los extraterrestres.

 

Un desayuno magnífico debe tener café, pan tostado con mantequilla, mermelada, zumo de naranja , y dos o tres periódicos que hablen de uno mismo.

 

El carácter se forma los domingos por la tarde.

 

Haber tenido una infancia feliz es un serio obstáculo para el resto de la vida. Sólo se puede ir a peor.

 

No dejes que la tristeza te gane la partida.

 

Algunas personas resultan tan verosímiles que parecen personajes de ficción.

 

La bondad es una especie de inteligencia superior.

 

Algunos versos son tan malos que resultan inolvidables.

 

Conocía muy bien esa mezcla de dulzura y sadismo  con la que algunas chicas imitan a los ángeles.

 

Sin darse cuenta se había convertido en un señor con abrigo.

Escrito en Lecturas Turia por Ramón Eder

Jueces

25 de marzo de 2014 10:43:57 CET

Iré al combate sólo si tú vienes;

sólo si me acompañas al combate.

Por el mayo paciente y demorado,

iré al combate sólo si tú vienes.

Pues no hay Jerusalén si tú no vienes;

sin ti, sin la mitad de luz del alma,

sin la mitad aún viva de mi alma,

sin la mitad que salvas de mi alma.

Has sido recaída reiterada

y también mi insistencia en la pureza;

si esa fidelidad se tiene en cuenta,

si es pureza insistir en la caída.

Eva la reiterada, mi derrota.

Porque en Jerusalén nada más puro,

nada que tú no seas, nada mío,

porque en Jerusalén nada me vale

de todos los errores que no fuiste.

Eva la reiterada, mi alegría,

nada podía protegerme, nada.

Avasallaste la mitad del alma

y la mitad del alma ardió en la culpa

mientras la otra mitad se iluminaba

reflejando las llamas de ese incendio.

Esa luz era pura y era tuya,

venía de esas llamas y era pura;

aunque viniera de ellas era pura,

porque al menos allí faltó mi orgullo.

Eva de la derrota y la alegría,

tú serás quien me lleve a la victoria,

si en estas condiciones hay combate,

si hay para la victoria condiciones.

 

Escrito en Lecturas Turia por Julio Martínez Mesanza

¿Contarse a sí mismo? Sí, pero, ¿cómo? La forma importa tanto como el fin y Paul Auster lo sabe muy bien. Diario de invierno es ante todo una obra literaria de forma inédita. Es de esos escritores que aborrecen que la obra se quede limitada a la vida. Paul Auster usa la segunda persona del singular, ese «tú» que hace que el lector se sienta tan próximo y nos permite convertirnos en aquel chiquillo solitario que soñaba con el cine y con escribir mientras veía en televisión los partidos de beisbol, sintió pasión por la lengua francesa y la traducción merced a uno de sus tíos que traducía a los poetas latinos, se embarcó en un carguero, eligió Francia para que fuera su tierra de acogida, vivió en buhardillas parisinas y, después, en casitas de Provenza, que volvió a Nueva York sin un céntimo, fracasó muchas veces en el intento de escribir la primera novela, se divorció y pensó que su vida había terminado, conoció a la mujer de su vida (la novelista Siri Hustvedt), volvió a ponerse a escribir dos semanas después de la muerte de su padre, triunfo en Francia y en Europa antes de que lo aplaudiesen en su país, hizo sus pinitos en el cine (Smoke, Brooklyn Boogie…), publicó novelas espléndidas (Ciudad de cristal, El país de las últimas cosas…) y relatos personales conmovedores (La invención de la soledad, El cuaderno rojo, A salto de mata). A los 65 años, Paul Auster parece tener más fuerza que nunca. Ya no se le ven esas huellas de febrilidad y angustia cuya marca llevaba en la cara y en lo que decía y en lo que escribía en la última década (esa que vio cómo los atentados del 11 de septiembre ensombrecieron Nueva York, su ciudad).  Cierto es que las últimas páginas del presente libro —las más hermosas— narran un caminar que recuerda al de Quinn, el protagonista de Ciudad de cristal, por el puente de Brooklyn, en ausencia de lo que fue el repulsivo símbolo de la ciudad-papel que el escritor ha inventado y vuelto a inventar libro tras libro. Esta entrevista se celebró en un estudio de radio de France Inter. Paul Auster sonríe. Bromea. Como si haber escrito este libro (primera entrega de un díptico, cuya continuación esperamos con impaciencia, dedicado a su aventura anímica e intelectual) le brindase una segunda juventud.

— Diario de invierno[1] es un libro sorprendente. ¿Autobiográfico?

-  No, en realidad no. No es ni una autobiografía ni unas Memorias. Tampoco es un relato. Es una obra literaria. La componen una serie de fragmentos autobiográficos que adoptan la estructura de una obra musical. El libro va saltando de un año a otro. Tan pronto tengo 4 ó 5 años como, en el párrafo siguiente, tengo 60…

— ¿Cómo nació este texto?

— Me cuesta acordarme. Llevaba dentro esa idea desde hacía mucho, Quería escribir algo acerca de mi cuerpo. Escribí este libro en un plazo muy breve, de unos pocos meses nada más.

— Y eso no es lo habitual en usted, ¿verdad?

— No, suelo ser mucho más lento normalmente Pero en este caso tenía ya el libro en la cabeza. Es algo muy curioso.

— No es la primera vez que recuerda partes de su vida: están La invención de la soledad[2], de 1979, su primer libro, y luego El cuaderno rojo[3] y A salto de mata[4]

— Efectivamente, esos tres libros son obras declaradamente autobiográficas, incluso aunque la forma de abordar el asunto no sea muy tradicional. Diario de invierno es la cuarta entrega de esa progresión en los temas personales.  En los últimos doce años he escrito muchas novelas en un lapso de tiempo muy breve. Creo que quería respirar un poco. Ver las cosas de otra manera. Recuperar energía e ideas nuevas

— Ha escogido la segunda persona del singular. ¿Por qué se llama de tú a sí mismo?

— Empecé a escribir instintivamente en segunda persona. No me lo anduve pensando, empecé así. Cuando llevaba alrededor de treinta páginas, me paré y me hice esa preguntan que me ha hecho usted: ¿por qué estás haciendo así este libro? Tradicionalmente, los libros como éste se escriben en primera persona. Pero eso del «yo» me parecía demasiado excluyente. Se trata por supuesto de la historia de mi vida, pero yo tenía otra idea acerca de lo que tenía que ser este libro. Habría podido usar la tercera persona del singular, «él».  Que es, por cierto, la persona que uso en la segunda parte de La invención de la soledad; escribía acerca de mí, pero me llamaba «A» en vez de «yo». A de Auster. Así que, ¿por qué me llamo de tú en este Diario de invierno? Seguramente porque quería que este libro nuevo nos lo repartiéramos el lector y yo, por decirlo de alguna forma. Debo decir que no siento interés por mi persona: no es un tema que me fascine, ni mucho menos. Pero conozco bien mi historia, al menos las cosas que consigo recordar. Lo que quería era escribir un libro sobre qué es el ser humano, sobre la sensación de estar vivo. Y por eso cuento accidentes, heridas, cómo descubrí mi vida sexual. La esperanza que tengo es que las cosas que cuento puedan traerle al lector reflexiones personales y contribuir a que afloren sus recuerdos propios. El «tú» hace que el lector se sienta muy implicado y le permite volver a reflexionar sobre su vida.

— El tema importante de este libro es también el cuerpo: la forma en que los estados afectivos elementales son el vehículo, en realidad, de las ideas y los amores. ¿Por qué ocupa el cuerpo un lugar tan importante?

— Noto que nuestra vida procede en primer lugar de los cuerpos. Pensamos, por supuesto. Pero los pensamientos no vienen de ninguna parte. Afloran de un «yo físico», de nuestros cuerpos. Nunca he leído libros como éste: no sé si el resultado es un buen libro o un mal libro, pero es una manera diferente de enfocar las cosas. Así veo la vida: entramos en su día en un cuerpo, todo empieza con nuestro cuerpo y todo concluirá cuando ese cuerpo muera. Somos nuestros cuerpos.

— ¿Nuestra historia se reduce a la de nuestro cuerpo?

— La del final de la vida, sí. Muchas veces llegamos al final de la vida sin la capacidad de pensar o la de hablar. Somos sencillamente carne y hueso. Piense en el caso de la enfermedad: cuando estamos sanos, no pensamos en el cuerpo; pero, en cuanto caemos enfermos, toda la vida gira en torno a los problemas del cuerpo.

— También están los placeres físicos.

— También. Mire, todo empieza con el cuerpo. He pasado mucho tiempo creyendo que la sexualidad era el mayor placer que existía para el cuerpo. 

— Intenta usted calar en el misterio de la atracción amorosa. ¿Quién decide: el cuerpo o la mente?

— ¡Pues los dos! La atracción por otra persona resulta muy difícil de explicar, nadie la entiende de verdad. Pero ves a alguien, a una mujer que te parece guapa, y enseguida surge una atracción. O a lo mejor es la forma en que esa persona camina, se encoge de hombros, frunce el ceño… todos esos gestos menudos que pueden resultar tan atractivos y tan encantadores. ¿Belleza? No, a lo mejor la belleza no cuenta. Todos los días vemos a muchas mujeres bellísimas y no sentimos atracción sexual por esas bellezas. Creo que todo empieza por la mirada. Es decir, por el cuerpo. Lo que hay al principio es algo físico. Pero la mirada es también el alma, que sale del cuerpo a través de los ojos. Si hay que zanjar a favor de una cosa o de otra, limitémonos a recordar que los ojos son partes… del cuerpo

— Escribe usted que uno de los momentos más extraordinarios y más dichosos de su vida fue aquel día en que, en París, cuando era un estudiante pobre y sin un céntimo, se vio en los brazos de una prostituta que le recitaba a Baudelaire. ¿Y eso por qué?

— Aquella mujer fantástica, joven, desnuda encima de la cama, tan guapa y que, de pronto, empieza a recitar un poema de Baudelaire con mucho sentimiento, con mucha exquisitez. ¡Es desde luego uno de los mejores momentos de mi vida! Pero no me invento nada. ¿Por qué inventar algo así? Sería ridículo. A lo que está obligado un escritor cuando empieza a escribir un libro como éste es a ser tan honrado como pueda, sacar a la superficie de la forma más clara posible los recuerdos; y, cuando no se acuerda, que lo diga claramente. Es algo que digo en varias ocasiones en ese libro: no consigo acordarme.  

— El cuerpo brinda placeres, pero también cosas desagradables. Por ejemplo ese ataque de pánico que pudo con usted en 2002. ¿De que fue síntoma ese ataque de pánico?

— Fue una revelación. No sabía que el cuerpo podía hacerle algo así a uno. Me quedé de lo más sorprendido. Ocurrió en un momento muy difícil. Se acababa de morir mi madre. De repente. Aunque no padecía ninguna enfermedad. Mi mujer, Siri, no estaba conmigo. Se había ido a ver a sus padres a Minnesota, a miles de kilómetros, para organizar el octogésimo cumpleaños de su padre. Estaba sólo en Nueva York. Me llamó por teléfono la señora que iba a limpiar a casa de mi madre un día a la semana: entró con su llave y se encontró a mi madre tendida en la cama. Llegué en el acto y me la encontré muerta, encima de la cama.  Fue un momento durísimo. La miré y lo primero que pensé fue que mi propia vida había empezado en ese cuerpo que yacía ahí, sin vida, y que no existían lazos más fuertes que los que hay entre el hijo y la madre. Luego me ocupé de todas esas cosas que hay que hacer cuando se muere alguien. Tareas prácticas. Vino una prima a ayudarme a hacerlo todo. Pasé la noche en su casa, en Nueva Jersey. Como no podía dormir, me puse a beber whisky. Un vaso, dos. Y luego, pues, bueno, seguí hasta las tres o las cuatro de la mañana. Me bebí toda la botella. A la mañana siguiente había que hacer más gestiones administrativas: ir al depósito, decidir dónde la iban a enterrar, etc. Mi madre no había dejado testamento. Luego me volví a mi casa, en Brooklyn. Y volví a pasar en vela la noche siguiente y abrí una botella de whisky. Acabé por meterme en la cama, agotado y borracho. Pero, a eso de las cinco de la mañana, cuando llevaba dos horas durmiendo, me despertó el teléfono. Ya estaban cantado los pájaros; estaba agotado y me dije: «Tienes que dormir diez o doce horas, si no no vas a poder con tu alma», pero, como un tonto, descolgué el teléfono. Era otra prima, con quien había tenido anteriormente relaciones muy conflictivas, sobre todo cuando publiqué aquel libro sobre mi padre, La invención de la soledad. Me quedé escuchándola y empezó a decir cosas durísimas de mi madre, muy perversas Yo estaba muy, muy irritado. Concluyó la conversación y me di cuenta de que me había puesto en un estado tal que no podía volver a acostarme y seguir durmiendo. Me hice un café muy cargado. Luego, otro. Y otro más. Al tomarme el cuarto, con el estómago vacío, el cuerpo empezó a reaccionarme de una forma muy rara. Me oí ruidos extraños en la cabeza.  El corazón empezó a acelerarse y, de repente, no podía respirar. Entonces me asusté mucho. Quise ponerme de pie, pero me caí al suelo. Y noté que me dejaba de correr la sangre por las venas. Era como si los brazos y las piernas se me volvieran de hormigón. Pensé que llegaba la muerte, que me subía cuerpo arriba. Y me invadió el espanto. El espanto absoluto. Eso es, un ataque de pánico. Y éste fue tremendo.

— Cuando murió su padre, escribió casi enseguida La invención de la soledad. ¿Por qué ha dejado pasar diez años entre la muerte de su madre y este libro, Diario de invierno, que le está dedicado en buena parte?

— Sí, dos semanas después de que muriera mi padre empecé lo que iba a convertirse en La invención de la soledad. Mientras que dos semanas después de la muerte de mi madre y de aquel ataque de pánico no sabía que llegaría el día en que escribiera sobre esto, sobre mi madre. He de decir que las relaciones con mi padre fueron siempre muy complejas y turbulentas. Con mi madre, era todo muy sencillo. Estaba a gusto conmigo y yo estaba a gusto con ella. No teníamos problemas. No era una carga para mí. Así que, efectivamente, han tenido que pasar nueve años antes de que notase por dentro el deseo de escribir acerca de ella. Pero la muerte de mi madre es una parte del libro, no es el tema del libro.

— Dice que no llora cuando pierde a una persona próxima, siendo así que reconoce que se le humedecen los ojos cuando lee determinados libros o cuando ve determinadas películas. ¿Cómo lo explica?

— Me cuesta mucho entenderlo. Con frecuencia he padecido la sensación de duelo. Como todo el mundo. Pero cada vez que me comunican la muerte de alguien, me pongo tieso como un palo. Creo que es algo así como una forma de defenderme. Hay algo en mí que se queda vacío. Preferiría llorar. 

— ¿Se escribe porque no se llora?

— No... Porque si no se llora entran ataques de pánico.

— ¿Por qué escribe?

— ¿Conoce a ese escritor norteamericano especializado en deportes? Red Smith. Ha dicho: «Escribir es sencillo: hay que abrirse las venas y dejar correr la sangre». Los artistas son personas a quienes no les basta el mundo. Personas heridas. Si no ¿por qué íbamos a encerrarnos en una habitación para escribir? Intentamos sacarles partido a nuestras heridas para devolverle algo a ese mundo que tan maltrechos nos ha dejado.

— ¿El tiempo cicatriza esas heridas?

— A veces, sí; y a veces, no.

— ¿Y la escritura cicatriza esas heridas?

— Pensé que sí mucho tiempo. Ahora sé que no es ése el caso. Escribí mi primer libro, La invención de la soledad, pensando que a lo mejor me podía curar. Mientras lo estaba escribiendo, notaba perfectamente que estaba ocurriendo algo doloroso. Pero cuando acabé el libro, todo estaba igual, no había cambiado nada.

— ¿Sabría explicar que razones lo impulsaron a escribir?

— No. Sé que empecé a leer libros muy en serio siendo muy pequeño, y que empecé a escribir de muy pequeño también. Tenía 9 años. Escribía poemas e historias espantosamente malas. tan estúpidas que dan apuro incluso hoy. Pero había algo que valoraba en el hecho de escribir. Era la sensación de la pluma en el papel. La sensación de la escritura. Me hacía sentirme más vinculado al mundo. Y en ese vínculo con el mundo me sentía mejor.  A los 12 años, escribí lo que llamé «mi primera novela» Era probablemente un manojo de alrededor de treinta páginas.  Se la enseñé a mi profesor y le gustó; me propuso que le leyera a la clase un trocito cada día. Fue mi primera experiencia de escritor, de lectura. Pero ¡si a los otros alumnos les gustaba eso que yo había escrito era sobre todo porque, mientras les leía yo mi obra, ellos podían estar sin hacer nada!

— ¿Qué fue de esa «primera novela»?

— ¡Se perdió! Afortunadamente. Pero me acuerdo de que la escribí con tinta verde.  

— ¿Cómo escribe usted?

— De diferentes formas. Hay novelas que me han exigido diez años de reflexión antes de poder escribir una frase. Otras salieron en pocos meses. Todos los proyectos son diferentes. No tengo un sistema. Cada vez que termino un libro me quedo vacío y me parece que se acabó, que no volveré a escribir nunca más. Y luego, poco a poco, ocurre algo y quiero volver a escribir. 

— ¿Qué es ese «algo» que ocurre?

— La música del libro. La oigo en la cabeza. Es una tonalidad. Y, en mi caso, es la tonalidad la que crea los personajes. Luego, los personajes crean las situaciones. El origen de un libro está en esa música de la lengua. En la actualidad, incluso con alrededor de veinte libro a la espalda, sigo con la misma sensación de ser un principiante, un aficionado, cuando empiezo un libro nuevo. Como si en todos estos años no hubiera aprendido nada. Seguramente porque el libro nuevo es muy diferente de los anteriores y que, como nunca había escrito ese libro antes, tengo que instruirme según lo voy componiendo. La escritura, en mi caso, está muy relacionada con la música. Y con el hecho de andar. Con el ritmo del cuerpo, por lo tanto. Por lo demás, la música es eso: el ritmo del cuerpo. Cuando ando doy con ritmos que me ayudan a hacer frases y párrafos. Primero siento esa melodía, o esa cadencia, llámelo como quiera, en el cuerpo. Luego se convierte en palabras en cuanto tengo una pluma en la mano. Suelo citar con frecuencia esta frase espléndida de Ossip Mandelsta: «Me pregunto cuántos pares de sandalias gastó Dante escribiendo La divina comedia». Mandelstam sintió ese ritmo del caminar en la escritura y la poesía de Dante. Por lo demás, al hablar de versificación se habla en pies, ¿o no?

— ¿Y usted cuántos pares de zapatos ha gastado desde que empezó a escribir?

— ¡Miles! 

— ¿Tiene una musa?

— ¿Una musa? A lo mejor… Si tengo una musa, será Siri, mi mujer. Siri es el centro de mi vida. Me salvó la vida.

— ¿Le salvó la vida? ¿No es un poco exagerado?

— Sí, me salvó la vida. Cuando la conocí. Seguro. Siri me cambió la forma de ver el mundo. Yo estaba solo, divorciado, triste, sin ninguna esperanza importante. Sin aquel encuentro, por casualidad, en Nueva York, sin ella, estos últimos treinta años habrían sido completamente diferentes. Yo era un necio con las mujeres, no sabía lo que hacía, no dejaba de tomar decisiones estúpidas. Ahora Siri es mi primera lectora.

— ¿Cree en la inspiración?

— No, creo en el inconsciente. Eso es lo que me sirve de guía. Pero para hallar algo dentro de uno, en el inconsciente, hay que tener determinado estado de ánimo: muy abierto y sin prejuicios. Entonces dejamos que las cosas broten. Cuando escribimos, hay que dejar que las cosas ocurran y no censurarse nunca: no hay que censurarse, no tenemos derecho a censurarnos. Además hay que saber parar. Quiero decir que, cuando estoy escribiendo un libro y he terminado la jornada de escritura, hago todo lo posible para no volver a pensar en él el resto del día. Si trabajas mucho, empiezas a quedarte seco.  Así que me voy a casa —nunca trabajo en casa, sino en un estudio, a pocos minutos andando—, salgo, cierro la puerta y intento olvidarme de todo lo que he escrito. Vuelvo a la vida de verdad.  ¿Qué vamos a preparar Siri y yo para cenar? ¿Vamos a ver una película, o vamos a salir, o vamos a ir a ver a unos amigos, o a ir un rato de compras, o cualquier otra cosa? Muchas veces me voy del estudio, del sitio en que me paso el día escribiendo, con un problema que no he conseguido resolver. Me vuelvo a casa, vivo, me voy a dormir, me despierto por la mañana, voy a pie el estudio, y cuando llego, ya sé cómo resolver el problema de la víspera. Ha ocurrido durante el sueño. Vale más dejar que vengan las cosas y no forzarlas. En eso es en lo que creo para escribir. Cuando estoy escribiendo un libro, no puedo decirle en qué estado físico me encuentro: es como si el cuerpo entero fuera una llaga sin cicatrizar... Está uno tan abierto a todo cuanto sucede por la calle, en el cielo, en todo cuanto tienes alrededor que metes todo eso en el libro que está en marcha. Un libro es también algo así como una improvisación. Muy curioso, ¿verdad?

— ¿Qué ha cambiado con el tiempo y la experiencia?

— Sólo ha cambiado una cosa. Cuando estás escribiendo un libro te quedas bloqueado de vez en cuando. No sabes cuál va a ser la siguiente frase. No encaja bien. No sabes qué idea va a llegar. No sabes dónde vas… A veces, estoy perdido. Entonces, lo dejo. Un día. Una semana. Un mes si es necesario. Para hacerme a la idea de en qué va a consistir la siguiente etapa. ¡Y funciona! Sirve para que desaparezca todo el bloqueo. Eso es algo nuevo. Antes, cuando era un escritor joven y llegaba a un momento de ésos, me decía: «¡Estoy acabado! No va a salir bien… Nunca conseguiré acabar este libro…». Y me quedaba bloqueado. Ahora, ya entrado en años, me digo: si este libro debe escribirse, si debe escribirse de verdad, entonces encontraré la forma de resolver el problema. Y, a la espera de que eso suceda, me paro...  

— ¿Así que usted no tiene manuscritos abandonados?

— Pues… sí. Sí tengo proyectos abandonados. En dos o tres ocasiones he empezado novelas y no estaba muy satisfecho que digamos de lo que llevaba escrito. Alrededor de cien páginas a veces. Pero sabía que desde el principio había ido mal encarrilado y que no había esperanza alguna de sacar aquello adelante.

— ¿Hubo algunas novelas más difíciles de escribir y que dejaron huellas o cicatrices más penosas que otras?

— Ésa es una buena pregunta. Cuando era joven, es decir entre los 19 y los 22 años, intenté escribir dos o tres novelas y no tenía capacidad, por entonces, de escribir esas cosas tan ambiciosas que quería hacer. Creo que tengo alrededor de mil páginas de prosa de novelas sin acabar. Y esas novelas inconclusas son el origen de otras novelas que escribí quince años después: El palacio de la luna[5], El país de las últimas cosas[6] y Ciudad de cristal[7]. Esos tres libros los concebí de joven y no era capaz de escribirlos. Pero creo que ese tiempo de frustración no fue tiempo perdido. Era un aprendizaje que llevé a cabo en silencio y nadie vio cómo lo hacía.

— ¿Qué lugar ocupa el cine en su vida?

— Siempre sentí adoración por el cine. Cuando tenía 20 años y vine a Francia a estudiar creía que quería ser director de cine. Ya escribía poemas, estaba intentando escribir novelas y, de pronto, me entraron ganas de hacer cine, Quería matricularme en el Idhec, pero rellenar los impresos era tan complicado que desistí enseguida… Por entonces era muy tímido. Me costaba muchísimo hablar delante de otros. Si había más de dos personas en un recinto me quedaba mudo. Así que me dije que el cine no era lo mío. ¿Cómo habría podido dirigir en un plató? Pero el interés que sentía por el cine no fue a menos. Cuando empecé a publicar novelas fue cuando empezaron a acercárseme los cineastas para pedirme que colaborase en este o aquel guión. Conocí a Wayne Wang en 1991 e hicimos Smoke en 1994. Entonces descubrí que hacer una película era un placer inmenso. Pero también un trabajo inmenso. Y en equipo. A un escritor, que es esencialmente solitario, le resulta muy difícil. También es una alegría tremenda.

— ¿Qué soporte le permite expresar mejor lo que lleva dentro?

— La escritura, por supuesto. Soy un escritor a quien le gustan todas las formas de contar una historia, y el cine es una de esas forma. Las mejores películas son tan buenas y tan importantes como los grandes libros.

— ¿A qué llama las mejores películas?

A Cuentos de Tokyo de Ozu o a La gran ilusión de Renoir, películas que rebosan humanismo, que tienen cierto parecido con los grandes novelistas de finales del siglo XIX o de principios del siglo XX.  Podemos comparar a Satyajit Ray, en la trilogía de Apu, con Tolstoi. El mundo de Apu es posiblemente mi película preferida.  Hay que verla tres, cuatro o cinco veces antes de entender del todo qué ha hecho el cineasta. Pero si se la ve como hay que verla puede aportar toda la complejidad y toda la satisfacción de una gran novela. La mayoría de las películas son de entretenimiento, pero también lo son la mayoría de los libros… En los niveles más altos, hay que reconocer que el cine y la literatura son casi lo mismo...

— Smoke fue ya una obra con connotaciones autobiográficas, ¿verdad?

— Aparecía un escritor que se llamaba Paul Benjamin, el pseudónimo con que publiqué mi primer libro, una novela policiaca que escribí para ganar dinero a finales de la década de 1970. Pero Benjamin es también uno de mis nombres. Me llamo Paul Benjamin Auster. La película fue un encargo: el New York Times me pidió un cuento para las Navidades y Wayne Wang propuso hacer una película con él.

— ¿Cuál es para usted el papel del escritor?

— En cualquier caso, no es andar teorizando. Nunca. Un novelista no es un filósofo. Aunque eso no le impide la reflexión, claro. He leído mucha filosofía, pero no quiero escribir libros de filosofía. Sólo quiero intentar mostrar, hacer notar en qué consiste el hecho de estar vivo. Ésa es mi misión de escritor. Y nada más. La vida es maravillosa y espantosa a la vez y la tarea que me corresponde es capturar esos momentos.

— ¿La biografía de un escritor nos proporciona aclaraciones sobre su obra?

— No hay reglas en ese asunto. Todo depende del escritor. Y todo depende de la forma en que se enfoque esa biografía.

¿Y en su caso, ya que se encarga usted, en libros tan diferentes como La invención de la soledad, A salto de mata o Diario de invierno, de contar episodios de su vida?

— En mi caso, creo, efectivamente, que algunos episodios de mi biografía pueden aclarar algunos puntos de mis libros. Incluso aunque mis novelas no tomen nunca nada prestado de la realidad: son ficción, pura ficción. Algunos novelistas son cronistas de su vida. y su ficción no es sino una ficción muy leve. En esos casos, no cabe duda de que es importante estar al tanto de la historia de su vida y comparar, entender, investigando o merced a la biografía de una tercera persona. Yo tomo algunas cosas de mi vida, como es lógico, igual que todos los escritores, pero no de forma esencial.

— ¿Es aficionado a las biografía de escritores?

— Sí, me encanta leer esa clase de libros. Y observo que la primera parte del libro es siempre más interesante que la segunda. La infancia. La juventud. Antes de que el escritor o el poeta se conviertan en sí mismos. Eso es lo que más me interesa. Luego, cuando ese hombre o esa mujer ya son escritores, sólo se habla de publicaciones, de críticas, de viajes, de medallas: no tiene gran importancia. Pero enterarse de las cosas menudas de la juventud, eso… La biografía de Samuel Beckett que escribió James Knowlson, por ejemplo, me ayudó a valorar a Beckett, su forma de ser, su familia.

— ¿Quiénes son para usted los maestros de la autobiografía?

— El escritor en quien estaba pensando mientras escribía Diario de invierno, el que me acompaña, de toda la vida, cuando escribo acerca de mi vida es Montaigne. Montaigne inventó otra forma de pensar. Es la primera vez en que alguien, tomándose a sí mismo como asunto, brinda una forma atractiva y profunda de entender al hombre. ¡Y qué estilo! ¡Que energía en la prosa! Leo a Montaigne una y otra vez. Pero, ¡ojo!, que no es autobiográfico. No se le olvide que son Ensayos, una forma que inventó él, por lo demás. También me parece muy interesante Rousseau. En un registro diferente. Descubrí las Confesiones de Rousseau a los 22 años. Lo que más me impresionó es que sabemos que está mintiendo. Pero confiesa cosas tan feas que nos escandaliza: cómo abandonó a sus hijos, por ejemplo… La parte en que Rousseau, en un bosque, le tira una piedra a un árbol diciendo, como un niño, «si le doy es que mi vida entera va a ser maravillosa», esa parte es excepcional. ¿Sabe la historia? Rousseau tira la piedra y no le da al árbol. Se acerca, vuelve a tirar una piedra y falla otra vez. Da un paso más, tira otra vez la piedra y tampoco atina. Hasta que está pegado al árbol, lo tiene al alcance de la mano; y entonces tira la piedra y, claro, le da al árbol; y Rousseau exclama: «¡Ahora tendré una vida perfecta!» En mi novela La música del azar[8], uno de los personajes, Nash, lee Las confesiones.  

— Y en El libro de las ilusiones[9], a otro personaje, David Zimmer, lo obsesiona Chateaubriand... Tras Montaigne y Rousseau, es otra forma de contar la propia vida.

— ¡Ah, las Memorias de ultratumba! Chateaubriand es una maravilla. De entrada, escribe bien. Para mí fue un descubrimiento. Tardío. Leí por primera vez a Chateaubriand a los 45 años y fue una revelación. Y, además, cuenta algo así como una historia doble: mezcla el presente y el pasado de forma muy interesante. Pero, de todos ellos, el que más me llega hasta dentro sigue siendo Montaigne.  

— ¿Qué relación mantiene con la verdad?

— Absoluta. Rousseau, al contar su vida, miente. Yo no. Sino todo lo contrario. Hay que ceñirse cuanto sea posible a los recuerdos. Y decir claramente de qué nos hemos olvidado. Las cosas que ya no recordamos. 

— Es cuanto alguien escribe acerca de uno mismo y de los suyos aparece el tema de la traición. Hablaba usted antes de esa prima con la que riñó, después de que se publicase La invención de la soledad, porque hablaba de su padre, de los secretos familiares… ¿Hasta dónde le parece lícito llegar?

— Ésa es una pregunta muy difícil. En Diario de invierno hay nombres que no menciono. No doy el nombre de la mayoría de las personas que aparecen en este libro. Ni siquiera menciono a esa prima, que hoy en día ya ha muerto. Recordé, en La invención de la soledad ese asesinato de 1919, cuando mi abuela mato a mi abuelo de un disparo de revólver. Era un secreto familiar. Nadie hablaba de él. Pero existía un archivo público de ese suceso. ¡Salió en todos los periódicos de la época! Mi familia no quería hablar de eso, desde luego, pero era algo que existía, sucedió igual que lo conté, no me inventé nada. ¿Es una traición? Escribí en 1979, cuando ya habían pasado sesenta años del hecho. Creía que, después de tantos años, ya tenía derecho a hablar de ello. Que era un período suficiente para     que no fuera ya un insulto para nadie.

— ¿Siente nostalgia?

— ¿De qué? ¿De la infancia? No, no mucho. Lo pasado ya está perdido. Pero cuantos más años cumplo más me acuerdo de mi juventud. Me fascinas las primeras veces. La primera vez que supe montar solo en bicicleta, la primera vez que supe atarme solo los cordones de los zapatos... Son las marcas de la independencia, de la fundación de uno mismo, de la construcción de uno mismo. Acabo de concluir mi siguiente libro, que se va a llamar Report from the Interior: es algo así como un compañero de este libro de ahora, la historia no de mi cuerpo sino de la formación de mis ideas, de la aventura anímica e intelectual que corrí siendo más joven.  Cuento en él que, en toda mi vida, a los seis años fue cuando más sentí más dichoso, porque a esa edad descubrí que podía vestirme solo, atarme los zapatos solo y que, por lo tanto, era independiente. Antes de aquello lo único que hacía era existir. Después, sabía que existía. ¡Y la diferencia es tremenda! 

— ¿Qué relación tiene con su propia muerte?

— ¡Pues que espero que ocurra lo más lejos posible del día de hoy! Es todo lo que sé…

— Y eso es lo que le deseo. ¿Qué le dice esa frase de Joseph Joubert que cita en Diario de invierno: «Hay que morir amable (si se puede)»?

— ¡Es una frase extraordinaria! Todo reside en ese «si se puede», claro.  Joubert es para mí una referencia permanente, lo vuelvo a leer continuamente. Es un escritor completamente desconocido, incluso en Francia, me parece. Traduje algo de él cuando era joven. Un escritor que nunca escribió un libro. Increíble, ¿no? Pero dice unas cosas tan lúcidas… Me gusta mucho también esto otro, que le traduzco de memoria: «Las personas que nunca se rinden se quieren más de lo que quieren a la verdad». ¿A que es profundo?

— ¿Usted cuántas veces se ha rendido?

— Muchas. Hay que cambiar de opinión. Es peligroso ser de pensamiento rígido. Pero también es peligroso ser demasiado flexible. Admiro a quienes tienen el valor de cambiar de opinión de vez en cuando acerca de las cosas y de las persona. Es una auténtica fuerza.

 

(Traducción de María Teresa Gallego Urrutia)

 

 

Esta entrevista fue publicada originalmente en el número de marzo de 2013 de la revista francesa Lire. Es un extracto de la versión integral que su autor, François Busnel realizó para su programa de radio “Le Grand Entretien”, de France Inter. Turia agradece a François Busnel su autorización a reproducirla en español.



[1]                La traducción de esta obra al castellano es de Benito Gómez Ibáñez. Anagrama, Barcelona, 2012.

[2]              Traducción al castellano de, María Eugenia Ciocchini Suárez. Anagrama, Barcelona, 2011.

[3]              Traducción al castellano de Justo Navarro. Anagrama, Barcelona, 2007.

[4]              Traducción al castellano de Benito Gómez Ibáñez. Anagrama, Barcelona, 1998.

[5]              Traducción al castellano de Maribel de Juan. Anagrama, Barcelona, 1996.

[6]              Traducción al castellano de María Eugenia  Ciocchini Suárez. Anagrama, Barcelona, 1999.

[7]              Traducción al castellano de Maribel de Juan. Anagrama, Barcelona, 1997.

[8]              Traducción al castellano de Maribel de Juan. Anagrama, Barcelona, 1997.

[9]              Traducción al castellano de Benito Gómez Ibáñez. Anagrama, Barcelona, 2003.

Escrito en Lecturas Turia por François Busnel

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