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Configurar sentido descendente

Reglas de la madriguera europea

13 de marzo de 2014 08:08:12 CET

En un angustioso relato llamado “La construcción”, Franz Kafka nos narra la historia de un innominado animal —¿un topo?, ¿un ser humano?—, obsesionado por construir bajo tierra una guarida inexpugnable frente al mundo exterior. Lo trágico del asunto reside en que cuanto más segura se siente esta criatura en su confortable madriguera, más se cierra toda posibilidad de salida. ¿No es esta una buena metáfora del espacio político de Occidente y de sus gobernantes, obsesionados por seguir construyendo “casas” (patrias o Estados–nación) que la historia ha convertido en trampas mortales? Al final, cuando se trata de la seguridad, el interior de la madriguera no es mucho mejor que el exterior, y no se puede trazar una línea clara separándolos por mucho que se intente.

No es ninguna casualidad que esta sugerente metáfora kafkiana aparezca comentada  en Europa, una aventura inacabada, obra que originalmente vio la luz en el año 2004 y que es, hasta el momento, una de las últimas obras —junto con Ética posmoderna (Siglo XXI)— de Zygmunt Bauman traducidas al castellano. Un ensayo, cuando menos, oportuno, aunque a decir verdad también sirva al sociólogo polaco para reformular o ampliar algunas de sus viejas tesis acerca de “la modernidad líquida”, el uso político del miedo (“El miedo se ha convertido en el perpetuum mobile del mercado de consumo y, por tanto, de la economía mundial”), la hospitalidad o los contraproducentes peligros de la obsesión por la minimización de riesgos. Una idea esta última que se repite insistentemente en casi todos los libros de Bauman. Y un proceso que Europa ha llevado hasta sus últimas al abrigo del proceso de modernización y en detrimento de su propia herencia cultural de cuño ilustrado. De ahí la recurrente contraposición entre las visiones contrapuestas de Hobbes y Kant (eso sí, muy pasado por la “turmix” habermasiana) que atraviesa la obra. El desafío de Europa hoy, escribe Bauman, pasa por cambiar ese mundo cerrado hobbesiano en el que “el hombre es un lobo para el hombre” en otro inspirado en Kant en el que la Humanidad pueda asociarse pacíficamente a través de asociaciones más justas.

Evidentemente, a la hora de hacer política Bauman es decididamente más partidario del modelo europeo kantiano de la paz perpetua que del hobbesianismo norteamericano. Como buen jardinero, para él el mundo no es una jungla donde reina la violencia y se necesita urgentemente introducir orden, sino una especie de invernadero universal donde la política constituye el arte de crear un clima común en la medida de lo posible. El pacifismo teórico de Bauman rechaza, pues, de plano todas esas posiciones que, como las de Robert Kagan, defensor del unilateralismo realista estadounidense, consideran que el viejo continente sigue soñando en un paraíso poshistórico idílico de paz y relativa prosperidad. Una argumentación que defiende la necesidad de ejercer el poder en un mundo anárquico en guerra en donde las leyes y normas internacionales no son fiables y la seguridad, defensa y promoción del orden liberal todavía dependen de la posesión y el uso de la fuerza militar. Frente a esto, replica Bauman, los beneficios que obtendrán los jugadores de ese combate continuo serán endémicamente inseguros, “sin apuntar en la suma el precio que en vidas humanas que se está pagando en nombre de su defensa”.

 Al hilo de esta preocupación por la extensión de la lógica del estado de excepción como panacea de la seguridad, tampoco es raro que Bauman, avanzado el libro, deje progresivamente en un segundo plano el problema concreto del futuro ideológico de la construcción europea para reflexionar sobre algo que sin duda le preocupa mucho más: la paulatina pero al parecer irrefrenable erosión del Estado del bienestar en el mundo de la globalización. Dadas estas premisas, siguiendo su análisis, en nuestras sociedades el lenguaje del derecho pasa a ser relegado a un segundo plano en beneficio de la paranoia de la seguridad. Por ello puede comprenderse la preocupación de un “judío errante” como él respecto a la actual crisis de valores de la actual construcción europea. Como se afirma en Europa, una aventura inacabada, la locomotora europea no puede impulsarse meramente por políticas económicas o burocráticas forjadas desde el valor absoluto de la seguridad y el miedo, sino por una estrategia cultural de grandes miras siempre consciente de sus raíces, de su rica herencia y de sus expectativas universalistas y mediadoras. Bajo este prisma puede afirmarse que Europa ejemplifica el dinamismo movilizador de la nueva sociedad “líquida”: durante dos mil años no ha dejado de progresar, de realizar su autocrítica, transcendiéndose por medio de la exploración y la experimentación.

Bauman coincide aquí con otros diagnósticos recientes, como el de Peter Sloterdijk en Si Europa despierta, en interesarse más en comprender la idea europea como un laboratorio experimental de diversidad, transferencias y traducción que como una identidad fija. En lugar de reconstruir sus raíces perdidas en el tiempo, ambos se preguntan por los criterios utópicos que han movido a Europa a actuar como unidad en la historia. Y si algo ha definido al espíritu europeo, según Bauman, ha sido su inveterada creencia en formas políticas alternativas a la autoafirmación de la supervivencia nacionalista, al miedo o al estado de excepción. En los momentos de mayor desconcierto Europa no ha dudado nunca en reflexionar sobre su identidad. Todavía Husserl, como funcionario de la Humanidad, apelaba a la idea de Europa como cabeza rectora y a la reconstrucción de un proyecto universal de racionalidad. Hoy para Bauman la irrefrenable emergencia del multiculturalismo, la paulatina erosión interna de los valores fundamentales europeos y la preponderancia militar y cultural de Estados Unidos obligan al viejo continente a realizar un inédito inmisericorde ajuste de cuentas con su pasado. Una difícil encrucijada en la que el futuro sólo puede atisbarse a través de una revisión sosegada de sus pilares ideológicos.

Aunque el diagnóstico de Bauman deja entrever un cierto optimismo por el futuro, también señala que, lamentablemente, en el paso de la modernidad a la posmodernidad, Europa ha cedido con gusto su papel de protagonista en el guión universal y, en esa medida, perdido su vieja misión de universalidad cayendo en la abulia o, casi peor, en una complaciente autoculpabilización masoquista. Si en algo se ha especializado Europa a lo largo de su historia ha sido en ofrecer soluciones globales para los problemas sociales locales. Tampoco hay que olvidar que los intentos de definir Europa, de convertirla en problema, surgen en el momento en el que este sistema de Estados se observa a sí mismo no ya como un marco cerrado geográfico, sino como una unidad móvil de traducción de la diversidad. “Fue en Europa, donde los seres humanos se distanciaron por primera vez de su propio modo de ser-en-el-mundo y por tanto lograron autonomía de su propia forma de humanidad”. Europa, como se dice también en otro momento del ensayo, inventó las naciones; ahora es el momento de inventar la Humanidad. Una aspiración, podrá convenirse, muy alejada del escenario actual, donde, desgraciadamente, por decirlo en palabras del propio Bauman, “la lógica del atrincheramiento local” prima sobre toda “lógica de la responsabilidad-aspiración global”.

 

Bauman, Zygmunt, Europa, una aventura inacabada, traducción de Luis Álvarez-Mayo, Madrid, Losada, 2006.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Germán Cano

La natación y el aire

11 de marzo de 2014 08:10:54 CET

En eras primitivas,

cuando el verbo aguardaba sumergido,

los peces respiraban a través de una vesícula

que era a la vez timón, brújula y bronquio,

fuente del equilibrio natatorio

y del aire disperso por el agua.

Hoy perviven, mermadas en las profundidades,

unas pocas especies que la emplean.

 

En nosotros también resiste un testimonio:

¿quién no ha sentido, en sueños, que volaba

como si diera brazas en el mar?

Al dormir, respiramos con el órgano

extraño que los peces han perdido,

el mismo que alza a flote las imágenes

y el ritmo del pulmón decide el vuelo

-su altura, su sentido, sus virajes-

y sudamos en busca de un líquido remoto

y levamos el cuerpo como quien muta en pájaro.

 

Mientras esto suceda, mientras haya

sueños y voluntad de reflotarlos,

memoria y reflexiones abisales,

fusiones de elementos y de ciclos,

vivirá la poesía. En el futuro

volar será nadar con más conciencia.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Andrés Neuman

Siete inviernos

10 de marzo de 2014 11:58:00 CET


 

Recuerdos de

una infancia dublinesa

 

 



EL CUARTO DEL BEBÉ

 

Mi habitación infantil de la Plaza Herbert, el cuarto de estar que tenía debajo y el comedor de la planta inferior bañaban en la acuosa luminosidad que desprendían los reflejos del canal. Llenaba la casa, durante la mayor parte del día, el zumbido cantarín del aserradero del otro lado del cauce, acompañado del olor a madera recién cortada. Por encima de la valla baja y alquitranada que recorría el ribazo en la orilla opuesta sobresalían pilas de leños que aguardaban la sierra. Las gabarras que avanzaban lentamente arriba o abajo del canal, y que desaparecían en las esclusas para emerger después de ellas, abastecían el depósito de madera. No pasaban demasiados coches por delante de nuestra puerta, pero de uno y otro extremo de la Plaza Herbert llegaban, intermitentes, el sonido de la campanilla y el rumor sordo de los tranvías al cruzar los puentes.

La Plaza Herbert miraba al este: para el mediodía el sol de invierno había barrido ya las habitaciones de la fachada, abandonándolas a los reflejos verdigrises y a la luz de la lumbre, que ganaba en resplandor a medida que caía la tarde.

Mi habitación ocupaba toda la anchura de la casa. Ésta, al encontrarse en la parte de arriba, tenía ventanas bajas, y se habían colocado unos barrotes que las atravesaban para evitar que me cayese. De las paredes, de un azul grisáceo, colgaban algunos cuadros, y de dos de ellos me acuerdo claramente —eran portillos a una segunda y más amenazadora realidad—. El primero, creo yo, tuvo que haber sido escogido por su tema heroico en los tiempos en que mi madre aún esperaba tener un Robert: era Casabianca enfrentado al fuego.* El muchacho se mantenía de pie, extasiado, en el puente en llamas. En el otro, un bebé en su cuna de madera flotaba sonriente en una inmensa riada mientras tendía las manos a un gato que montaba guardia sentado muy tieso sobre la colcha a los pies de la cuna. De la solitaria extensión de agua sobresalían a su alrededor únicamente las puntas de los gabletes, las chimeneas y los árboles. La serenidad del gato y del niño pretendía descartar de la escena, supongo, toda idea de desastre. Pero a mí me provocaba una ansiedad constante —¿qué sería de la cuna en un mundo en que todos habían perecido ahogados?—. De hecho, esos dos cuadros me imbuyeron un larvado temor a los desastres —incendios y avenidas—. Tenía miedo a quedar aislada en un edificio alto, y, a mis ojos, la certeza de que las aguas muy pronto correrían crecidas echó a perder el hermoso sonido de la lluvia. Atenta siempre al instante fatídico, solía trepar a una ventana para cerciorarme de que aún no estaba sucediendo nada. (Más tarde, cuando vivía junto al mar en Inglaterra, padecí igual pavor a un golpe de mar.) Por lo demás no era yo una niña nerviosa —y de haber adivinado mi madre que aquellos cuadros excitaban mi imaginación no hay duda de que los habría retirado.

Aparte de Casabianca, que estaba allí para espolear mi audacia —pues mi padre y mi madre, como todos los angloirlandeses, entendían la valentía al margen del contexto, como un fin en sí misma—, mi habitación había sido planeada para inspirar sosiego. Y quietud destilaban ciertamente «Los ángeles anunciadores» desde su marco dorado y negro —una nube de serafines que surcaba un paisaje nevado, iluminando los alzados semblantes de los pastores—. Recorría la habitación, bajo los cuadros, un rodapié con escenas de canciones infantiles. Yo espiaba las figuras a través de los barrotes de mi cuna, y mi madre me decía sus nombres. Mi madre se mostraba desenvuelta al tararear la musiquilla de las rimas para niños, pero reservada al relatar cuentos de hadas. No quería, explicaba, que creyese en las hadas por temor a que las tomara por ángeles. De ese modo, cuando oía hablar de hadas por otras fuentes, yo pensaba que eran frívolas y ostentosas y (vaya usted a saber por qué) de origen alemán. De las hadas irlandesas no supe nada de nada. Los temores de mi madre a que yo quedara confusa eran bastante infundados, ya que tras haber visto imágenes, tanto de hadas como de ángeles, yo distinguía a las unas de los otros por la forma de las alas —las alas de las hadas eran siempre como las de las mariposas, mientras que las de los ángeles tenían la hechura y el plumaje de las de las aves—. La sonriente, embriagadora y emplumada presencia de los ángeles me era constantemente sugerida —si me hubiera dado por girarme lo suficientemente rápido quizá hubiera sorprendido tras de mí a mi propio Ángel de la Guarda—. Mi madre deseaba que sintiera cariño por los ángeles, y en efecto me atraían.

No obstante, me alegraba no molestarles, cosa que pensaba que ocurriría si lograba verles. Me contentaba con lo que ya me resultaba posible ver —el aire a mi alrededor no estaba surcado por seres sobrenaturales, sólo por pájaros—. Los gorriones de Dublín permanecían juntos unos instantes, con brioso y estremecido porte, en los barrotes de mi ventana. Eran pájaros de invierno, con el plumaje tan redondamente alborotado que necesariamente debían contar con plumas extra para protegerse del frío. (En la casa de verano, en el condado de Cork, aprendí los nombres de las aves canoras, pero se pasaba por alto a los gorriones.) Otra diferencia invernal de la Plaza Herbert era que las gaviotas recorrían el canal en vuelo raso y pasaban como un relámpago por delante de los cristales de mi ventana. Oí decir que las arrastraban tierra adentro las tormentas que les enfurecían y encrespaban el mar. «Pobres gaviotas» —aunque no parecían pasarlo mal: posadas en parejas y tríos sobre las pilas de leña abrían y cerraban gallardamente las alas.

Si hubiera podido ver los muelles de Dublín como por fuerza debí verlas a ellas tendría más recuerdos de gaviotas. Sin embargo, entre las verjas del Trinity College y el punto en el que surge del puente la calle Sackville hay una opacidad o laguna en mi memoria. Apenas diviso, a través de un velo de niebla, la columnata del Banco de Irlanda, que un día fuera nuestro Parlamento. Nunca me desagradó la vista de la calle Sackville, pues me habían dicho que era la calle más ancha del mundo. Igual que el parque Phoenix, verdigrís en la distancia, más allá del Zoo, era el mayor parque de la Tierra. Estos superlativos me gustaban casi demasiado: mi primer orgullo de casta se vincula a ellos. Y la muy endémica vanidad que me inspira mi propio país se fundó, durante algunos años, en un error: mi mal oído para las vocales y la mal articulada y precipitada forma angloirlandesa de hablar hicieron que las palabras «Irlanda» e «isla» me parecieran sinónimas.* De ese modo, todos los demás países completamente rodeados de agua habían tomado (al parecer) su nombre genérico del nuestro. Resultaba bonito vivir en un país que era un prototipo. Inglaterra, por ejemplo, era «una Irlanda» (o una sub-Irlanda) —una imitación—. Después me enteré de que Inglaterra no era siquiera «una Irlanda», ya que no había conseguido desprenderse de los flancos de Escocia y Gales. Vagamente, como niña unionista, imaginé que nuestra cortesía con Inglaterra tenía que ser una forma de conmiseración.

En este mismo sentido, tomé a Dublín por modelo de ciudades, del que había, dispersas por el mundo, distintas imitaciones.

 

 

 

[NOTA BIOGRÁFICA]

 

Elizabeth Dorothea Cole Bowen, nacida en Dublín, Irlanda, el 7 de junio de 1899 y fallecida el 22 de febrero de 1973, hija única de padres protestantes —descendientes de la seudoaristocracia creada por Oliver Cromwell tras la guerra civil inglesa—, es una escritora de impecable estilo que destaca por sus penetrantes y delicadas descripciones, llenas de ternura e ironía.

Se educó entre la alta burguesía angloirlandesa, principal destinataria de sus escritos. Su infancia, descrita como un «friso de mármol blanco» por su tersa pulcritud, se ve zarandeada no obstante por el ingreso de su padre en un hospital psiquiátrico de Dublín a consecuencia de una depresión nerviosa, de la que no se recuperaría hasta 1912, y por el fallecimiento de su madre ese mismo año, víctima de un cáncer, episodios ambos que agravarían el acentuado tartamudeo de Elizabeth y marcarían su vida futura.

Tras casarse con Alan Cameron se instala en Old Headington, cerca de Oxford, en cuyos círculos literarios trabará amistad con Virginia Woolf y Rosamund Lehmann. Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó en el Ministerio de Información inglés, vicisitud que trasluce en The Heat of the Day (1949). Al morir su marido, tras casi treinta y cinco años de matrimonio —cuya solidez no se vio afectada por las infidelidades de ella, que tuvo, según declaración de su biógrafa Renee C. Hoogland —en A Reputation in Writing (1994)—, una serie de aventuras «principalmente con hombres, pero ocasionalmente también con mujeres»—, publicará A World of Love y se dedicará a recorrer mundo, en particular los Estados Unidos.

En 1971 se le diagnostica un cáncer, del que morirá dos años más tarde, dejando inacabada una autobiografía —Pictures and Conversations, que se publica en 1974.

Su carrera literaria, de contenidos marcados tanto por el amor y la sexualidad como por el impacto de las dos guerras mundiales, había arrancado en 1923 con la publicación de un primer libro de relatos cortos (Encounters, donde se recogen sus colaboraciones en la gaceta del Saturday Westminster), pero se afirmó como novelista cuatro años más tarde con The Hotel, cuya fuente de inspiración fueron sus impresiones como institutriz de sus primos, aún niños, durante una estancia en un parador italiano. A estas obras les seguirían muchas otras (To the North (1932), The Cat Jumps (1934), The House in Paris (1935), y The Death of the Heart (1938), cuya refinada trama de inocencia traicionada vertebra la que se considera una de sus mejores novelas. Cabe citar también Ivy Gripped the Steps (1946), The Heat of the Day (1949, una novela de espionaje), y las tardías The Little Girls (1964) y Eva Trout (1969).

 

(Fragmento del libro Siete inviernos. Recuerdos de una infancia dublinesa, de Elizabeth Bowen. Traducido por Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar, será publicado por la editorial Pre-Textos)



*              El 1 de Agosto de 1798 se libró en la bahía de Abukir uno de los episodios más famosos de las Guerras napoleónicas: la «Batalla del Nilo», en la que el almirante Nelson obtuvo una decisiva victoria sobre las tropas francesas comandadas por el almirante Brueys d’Aigalliers. A las diez de la noche, en lo más furioso de la refriega, explota el Orient, buque insignia francés al mando del comodoro Casabianca, tras haber llegado a la santabárbara las llamas provocadas por los cañonazos. La deflagración siega la vida de un chiquillo de diez años, atónito ante el espectáculo: el hijo de Casabianca. Poco después, la poetisa inglesa Felicia Hemans (1793-1835) conmemoraría esa cándida heroicidad en una balada —«Casabianca»— cuyo primer verso es justamente la frase con la que Elizabeth Bowen recuerda la fascinación del chico. (N. de los t.)

*              «Ireland» y «island» se pronuncian casi igual. (N. de los t.)

Escrito en Lecturas Turia por Elizabeth Bowen

El aleteo de la piedra

10 de marzo de 2014 08:59:09 CET

Sala en negro. Día de examen. En algún lugar invisible se sortean las preguntas. La secuencia se repite cada vez que el tribunal plantea la pregunta clave. Esto es lo que sucede bajo el foco que de pronto se enciende:
El jardín está dispuesto sobre una bandeja que el gigante de la noche sostiene con ambas manos. Sus musculosos brazos son como  dos montañas negras, como dos hitos que lo sostienen y lo enmarcan al mismo tiempo.
En mitad de su frente, el único ojo del gigante es un nido de luz que se deshace, una espiral de estrellas. Y la espiral mira al jardín envolviéndolo en un hechizo.
Bajo el encantamiento, las piedras que forman el jardín son presencias huérfanas, aisladas unas de otras.

Entonces, la espiral del ojo se pone a escribir, el viento de la visión empuja las letras y las piedras se convierten en libros. Sobre la bandeja, los elementos del jardín forman una espiral invertida.

El gigante deposita la bandeja sobre la superficie de la mesa. Alrededor de la tabla de madera se reparten los altos taburetes a cuyas cimas los examinandos hemos trepado. El gigante se aleja y nos quedamos a solas con el silencio del jardín.
Nos miramos los unos a los otros, y después a las piedras.
Nuestras piernas cuelgan de los taburetes muy lejos del suelo, aunque el jardín de la bandeja es demasiado pequeño para que nuestros pies caminen por él. Nos encontramos en una escala intermedia, entre el gigante y las piedras del jardín.
Sacamos las lentes de sus fundas, y hacemos una pequeña inclinación de cabeza como señal de respeto antes de comenzar nuestro trabajo.
Nos damos cuenta de que las piedras desprenden una luz tenue. El ojo del gigante ha depositado en su interior una semilla. Las piedras desprenden luz y palpitan levemente.

Cada piedra es un libro, y hay un libro para cada uno de nosotros.
Leo en mi piedra el texto que el ojo de luz me ha asignado.

La lectura es lenta, muy lenta, cada letra es un acontecimiento. El sentido nace a través de la caligrafía, y las letras, las palabras no están escritas en la piedra, ni se inscriben en la piedra, vienen, como la luz, de su interior. La piedra contiene una escritura, de igual modo que la piedra susurra.
Puedo escuchar el dictado de la piedra, al borde del acantilado del taburete. Hay una leve resistencia en el sonido que debe cargar con el peso de las palabras, con un significado lejano. El sentido de las palabras debe cruzar el firmamento de la piedra que nosotros escrutamos con ayuda de nuestras lentes.
Llegan oleadas de texto que enseguida se extinguen.

El sonido del libro equivale al viaje de la palabra. Estiro el brazo y palpo la piedra con el dedo corazón de la mano derecha. Para leer mejor, cierro los ojos.
La palabra es en la piedra una veta de temperatura y la ceguera se convierte en aliada del tacto. La piedra contiene otra piedra en su interior, un corazón de piedra pulida por una cadena ininterrumpida de latidos: sentido en el interior del sentido.
Leer este libro es realizar un largo, larguísimo viaje.

Las páginas de la piedra se pasan con ligereza, despertando fragancias a su paso. Todas las que ha absorbido la piedra para llegar a serlo y que quedaron atrapadas en su campo de gravedad.

Se pasan con ligereza, sin embargo el miedo se refleja en los rostros de mis compañeros de mesa.

Parecen decir: no hay tiempo, va a sonar la campana.

Para saberlo todo, sólo me queda masticar la piedra.

La imagino ya en la boca, con la luz, con las palabras, con el sentido del libro y el polvo de estrellas, cuando el gigante vuelve a la gran sala abovedada.
Antes incluso de que pueda separar los labios, la lectura queda interrumpida de golpe.
Conozco la expresión del ojo del gigante: viene para llevarse la bandeja, dice que el tiempo ha terminado.

Nunca hay tiempo, nunca el tiempo es suficiente para leer el libro. Sólo un atisbo de significado. La primera página del sentido.

El gigante toma en sus manos negras los extremos de la bandeja y vuelve a levantarla de la mesa.  Se lleva el jardín que no ha podido echar raíces sobre el tablero.
Nos miramos las manos, miramos el espectro dejado por las piedras. Ejercitamos la memoria en palabras que parecieron significarlo todo y que ahora están muertas, como nuestros muertos en nuestros cementerios.
El gigante se aleja, dejando tras de sí un cementerio de palabras en nuestros oídos.
Descendemos de los altos taburetes ayudados por cuerdas. Nos descolgamos por el acantilado y nos parece que nunca tocaremos fondo.
Caminar por la sala abovedada es soportar el peso de los ecos que nos devuelve; salir de la biblioteca, encontrar el escalofrío de la ciudad.
Fuera de la biblioteca de los libros de piedra, están los otros libros, las bocinas de las casas, las sirenas en pie de dolor, las hogueras de las máquinas en las que arde el examen.

¿De dónde han brotado todas estas palabras? ¿Ha sido un sueño? ¿Una visión? ¿Un acto de magia? ¿Un acto de magia en el interior de un sueño? ¿Una visión en el interior de una visión? ¿Un sueño en el interior de un sueño? 
“Para el profeta toda la vida es un sueño dentro de un sueño”, decía el maravilloso místico árabe Ibn Arabí.

Las palabras están muertas, sí, y los sentidos apagados se muestran impotentes para reproducir lo que acabamos de vivir. No podemos volver a la temperatura, al color, al temblor.

Nuestro libro de piedra ha dejado de palpitar, ha perdido su luz y ya no somos capaces de extraer de ella sonidos, ni de leer en su caligrafía: la piedra en el interior de la piedra.

Nos encontramos ante un osario de palabras.

 

Imaginemos una nueva secuencia:

Un cuentagotas cargado de tinta pende sobre un vaso de agua. Unos dedos presionan en el extremo de goma y una gota cae en el agua.
La gota de tinta se deslíe en el agua. La vemos primero como una explosión de agua negra, luego deshilacharse en un lento e informe remolino, hasta que desaparece totalmente diluida en el agua, tiñéndola levemente.
Ahora se produce un gran silencio. Se diría que la gota se ha perdido para siempre en el océano del vaso.

Entonces, como un milagro, asistimos a una completa inversión de lo que acabamos de ver, regresamos a la infancia del suceso: el agua gris forma un remolino que camina marcha atrás, se forman hilos negros de agua, volvemos a ver la rotura de la gota  y su formación. Hasta que la gota de tinta vuelve a pender sobre el vaso del agua.

De ese negativo de una epifanía sólo puede dar cuenta el lenguaje poético. Sólo este lenguaje es capaz de expresar la disolución en la unidad y conoce los misterios del silencio recién creado, sólo él puede desandar un camino avanzando, y avanzar sin moverse del sitio.

«De verdad a mí se me dijo una palabra escondida, y como a hurtadillas recibió mi oreja las venas de su susurro» (Job 4, 12-16).

El lenguaje poético por el que transita la noche oscura del alma, el lenguaje de la palabra escondida, y que también está presente en el nacimiento de un ángel de celuloide; en una miniatura de tinta que se agiganta; en la paleta de color de un cuadro que vibra en las coordenadas de un tiempo diferente; en la representación del deseo, el dolor o el vértigo; en la cuchilla con la que una artista caligrafía su propia piel; en el mapa de un reino ininterrumpido de fuego o de hielo.

Porque el lenguaje abrasado, el de la palabra que arde de los místicos,  alimenta también el de una pantalla en la que un hombre entra en combustión ante nosotros y desaparece tras el telón de las llamas. 

El artista comprometido con el silencio, con la música callada, deberá desandar el camino de la piedra, con el lenguaje en el que mejor discurra su experiencia de silencio, en el que mejor exprese su experiencia de los bordes del sentido. Pondrá ojos, boca u oídos, donde nos los había.

«Las condiciones del pájaro solitario son cinco: la primera, que se va a lo más alto; la segunda que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente. Las cuales ha de tener el alma contemplativa: que se ha de subir sobre las cosas transitorias, no haciendo más caso de ellas que si no fuesen; y ha de ser tan amiga de la soledad y silencio, que no sufra compañía de otra criatura; ha de pner el pico al aire del Espíritu Santo, correspondiendo a sus inspiraciones, para que, haciéndolo así, se haga más digna de su compañía; no ha de tener determinado color, no teniendo determinación en ninguna cosa, sino en lo que es voluntad de Dios; ha de cantar suavemente en la contemplación y amor de su Esposo». Así escribía san Juan de la Cruz en sus Propiedades del pájaro solitario. Otro gran místico, el sufí Suhrawardi, describía un pájaro similar: «todos los colores están en él, pero él es incoloro». Aprender el lenguaje de los pájaros, tarea del místico. El gran ucello de Leonardo da Vinci, vive del aire y, para estar más a salvo, «vuela sobre las nubes y encuentra un aire tan sutil que no puede sostener a los pájaros que lo persiguen».

Y nos cuenta Attar en su Conferencia de los pájaros la historia de un largo y penoso viaje, el que deben realizar las aves para llegar hasta el  Simurg, al rey de los pájaros. Un viaje tan largo y difícil como el que otros místicos realizan hacia el corazón de una piedra. Los pájaros peregrinos deben cruzar siete valles para encontrar al Simurg: el valle del Amor, el valle del Entendimiento, el valle de la Separación, el valle de la Unidad, el valle de la Unidad, el valle del Asombro y finalmente, el valle de la Privación y el valle de la Muerte. Los siete valles de Attar, las siete moradas de Teresa de Jesús, los siete palacios de siete moradas del misticismo judío, las siete cabezas de la bestia del Apocalipsis, los siete grados de amor de san Juan de la Cruz que podrían ser siete valles de piedra. Símbolos de una experiencia de unidad.
Y ese símbolo, experiencia mil veces plegada sobre sí misma,  se despliega en la lectura de un poema, en la lectura de un cuadro o en la lectura de una talla de piedra.

El mismo san Juan de la Cruz, que escribió las propiedades del pájaro solitario, dibujó al Cristo en la Cruz, hablando del vuelo con un lenguaje diferente. No se esforzó san Juan por reproducir con realismo la imagen de un cuerpo clavado a una cruz, y, de todas las encarnaciones matéricas del mundo invisible con las que el arte ha dotado al Cristo crucificado -el sufrimiento, el dolor, la soledad o el abandono-, eligió el vuelo.

Al contemplar este dibujo, vuelven a nosotros las propiedades del pájaro solitario, escuchamos casi un aleteo, porque también aquí, hay un pájaro que remonta el vuelo desde el madero.

Pájaro que otro artista talló en piedra, capaz de volar con sus plegadas alas de mármol, y que habla del vuelo místico a través de la reverberación poética.
Porque en el mundo de la mística los libros de piedra que el gigante de la noche traía en su bandeja, y nos ofrecía a examen, eran libros alados también. Porque en ese espacio umbral, espacio indiferenciado en el que cohabitan todas las metáforas, una piedra y un pájaro son la misma cosa.

Escrito en Lecturas Turia por Menchu Gutiérrez

Sobre la tumba del poema

7 de marzo de 2014 08:20:30 CET

Cuarenta y cinco años después de la aparición de su primer libro, Leopoldo María Panero (Madrid, 1948 – Las Palmas de Gran Canaria, 2014) es —a pesar de no haber recibido ningún reconocimiento oficial en forma de premio literario por ninguna institución pública, en un país como el nuestro, tan dado a organizar saraos y a conceder prebendas de ese tipo— un poeta esencial, una voz que desde el margen y la heterodoxia ha conseguido convocar a un nutrido grupo de lectores que ha encontrado en su escritura un llamamiento a la insubordinación y la rebelión permanentes. Un poeta que —sin haber contado con el apoyo del establishment de la crítica literaria y sin haber sido objeto de la atención de la academia— ha logrado que las tiradas de sus libros superen con creces la media de las ediciones poéticas que ven la luz por estas latitudes. En poesía, a veces ocurre que el público lector responde con su atención cuando se dan condiciones de singularidad, y en este caso así ha sucedido. Por lo demás, habría que recordar que una editorial ocupada desde hace décadas en la construcción de la historia de la literatura española y sus procesos de canonización, Cátedra (con su colección Letras Hispánicas), ya prestó interés por este poeta al encargar a Jenaro Talens la edición de la antología Agujero llamado Nevermore (Selección poética 1968-1992); corría 1992 y con ese volumen la colección citada abría sus puertas a la generación novísima (de hecho, Panero fue el primer poeta nacido tras la guerra civil en reunir en dicha colección una muestra significativa de su obra publicada hasta ese momento).

Y ahora, en Visor —una editorial que desde 1979, año en que se publica Narciso en el acorde último de las flautas, uno de sus mejores libros, ha prestado una atención regular a nuestro poeta— ve la luz Poesía completa (2000-2010) (2012), volumen que es continuación de Poesía completa. 1970-2000 (2001), ambos editados al cuidado del mejor conocedor de esta escritura, Túa Blesa, un scriptor que ha demostrado su autoridad en la materia en diversos ensayos, entre ellos el fundamental Leopoldo María Panero, el último poeta (1995). A estas alturas, es una obviedad —al menos, para cualquier lector mínimamente relacionado con esta poesía— señalar el hecho de que nos encontramos con un alquimista de la palabra, un poeta que ha convertido el lenguaje en un motivo recurrente, casi obsesivo, a lo largo de su ya amplia y consolidada trayectoria literaria y ensayística, una trayectoria iniciada en 1968 con la plaquette Por el camino de Swann y que hoy continúa abierta (con más de sesenta libros en su haber, la inmensa mayoría de poesía, a los que hay que añadir algunos otros de narrativa, ensayo y unas traducciones).

Aquel acontecimiento editorial de 1992, primero, y después los análisis de algunos lectores han contribuido sin duda ninguna a la canonización de un poeta al que las solapas y contracubiertas de sus libros —y luego una crítica a menudo acrítica, reacia al rigor, amiga de la interpretación más simplona y partidaria del encasillamiento y el epíteto más espectacular— han etiquetado con frecuencia como marginal, maldito y heterodoxo, cuando la realidad parece indicar otra cosa y los editores —conscientes de que se trata de un escritor con un considerable tirón comercial— no cejan en el intento de conseguir un nuevo inédito suyo (y nuestro poeta, desde hace ya algunos años, todo hay que decirlo, no resulta muy difícil de convencer).

El volumen que aquí se reseña, Poesía completa (2000-2010) (2012), recoge, como señala el responsable de la edición, además de la escritura poética referida al período indicado en el título, un poema de 1979, “Isidoro Isou, o la gramática del subnormal”, y un libro de 1999, Abismo, dos textos que por diversas circunstancias no entraron en la recopilación de 2001. Tal como se indica en la nota a la edición, el editor se ha volcado en una labor de recuperación y limpieza de una escritura que, en sus soportes originales —manuscritos y mecanoescritos del poeta—, presentaba enormes dificultades (errores en la mecanografía y en la transcripción de citas ajenas, tomadas de memoria del español y de otras lenguas, tachaduras, evidentes faltas de ortografía, etc.); en esas circunstancias, y al calor de la consigna académica “limpia, fija y da esplendor”, parecía obligado ese trabajo de higienización que permitiera la lectura de los textos de la manera más clara posible, y ello sin excederse en el ámbito de las estrictas competencias editoriales y sin traicionar la voluntad del poeta.

Aunque con diferente intensidad y con desigual acierto crítico a lo largo de su obra, Panero, en ocasiones verborrágico, no ha dejado de construir un lenguaje en las fronteras de la literatura, traspasando con frecuencia sus contornos, como si la institución literaria dibujara un paisaje demasiado angosto, sus límites le resultaran insoportables y tuviera la necesidad de experimentar constantes intentos de fuga, y ahí quizás radique alguna de las razones por la que esta poesía no ha sido institucionalmente reconocida ni distinguida con ningún premio de alcance nacional en una sociedad como la española, en la que sin embargo los premios literarios son —como recordábamos más arriba— moneda común, tratándose, sin embargo, de una poesía que es una y otra vez contestada con la respuesta de la lectura, el mejor, sin duda, de los premios posibles.

Así, a lo largo de libros como Teoría del miedo (2001), Buena nueva del desastre (2002), Danza de la muerte (2004), El hombre elefante (2005) o, entre otros, Escribir como escupir (2008) Panero ha ido desarrollando a lo largo de todos estos años un lenguaje poético entendido a la manera de un virus capaz de hacer saltar por los aires su propio sistema inmunológico, dentro pero también al margen de ese mismo lenguaje, en un territorio donde la razón, la verdad y la belleza presentan rostros anómalos, asimétricos, extraños, diferentes de los habituales, un lenguaje que supone un duro y pesado aldabonazo en las conciencias. Por añadidura, las deliberadas faltas de ortografía, la frecuente utilización de un léxico considerado habitualmente por la crítica como apoético (cuando no vulgar o, directamente, soez) y la constante recreación de ámbitos temáticos ignorados por actitudes artísticas conservadoras hacen de este poeta un ejemplo paradigmático de eso que en otros lugares he denominado estética de la otredad.   

Ajeno a todo tipo de consignas basadas en la inspiración o la revelación, Panero no ha dejado de apuntalar un lenguaje poético sobre la lectura, la confluencia de diferentes voces y registros, la intertextualidad, el esfuerzo y el trabajo permanentes, un lenguaje concebido a la manera de un barreno —la metáfora es de Joaquín Marco— dedicado a perforar el centro de la realidad y acercarse así lo más posible a ese núcleo oscuro e inquietante que revela la palabra poética, una palabra orientada hacia la pensée du dehors foucaultiana, un pensamiento en el que el sujeto que habla ya ha sido desplazado por su propio discurso y en el que la literatura se entiende como el espejo que nos devuelve una realidad insoportable. He ahí, quizás, uno de los objetivos prioritarios de este poeta, incumplido, me temo, puesto que el panorama poético español contemporáneo responde más a las leyes de la mercadotecnia que a las de la estética, continúa prestando más atención a los nombres que a las propuestas de escritura, más a los fuegos de artificio y las anécdotas protagonizadas por los personajes —las máscaras— en el siniestro circo mediático de las relaciones sociales que a los propios textos literarios, más a las listas de éxitos y los cánones que intentan construir unos suplementos literarios cada día más plegados al servicio de determinados intereses comerciales que a las vías a menudo subterráneas por las que transcurre con frecuencia la poesía, al menos cierta poesía, como es el caso de esta que aquí nos ocupa.

 

Leopoldo María Panero, Poesía completa (2000-2010), edición de Túa Blesa, Madrid, Visor, 2012.

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Saldaña

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