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Tres poemas

6 de marzo de 2014 09:27:46 CET

 

I

 

Aquí comienzan los días nuevos,

tienen uñas blancas y son impacientes;

puedes nombrarlos despacio

y reconocer en ellos su locura.

 

Comienzan cuando decides ahogarte en una mesa de cristal

llenando tu garganta de amapolas;

y a nadie le sorprende el temblor de tus labios

en la lenta hermosura de cada suicidio.

 

 

II

 

 

Han sido tantas

las horas que pasé sin detenerme

apretando el paso,

firme en mi decisión de no sentirte,

 

que ahora

no conozco el camino de regreso

a mi pequeña casa,

 

a la sombra azulada de todos los momentos

que guardé entre los dientes de la risa

cuando no eras la voz de este silencio

 

 

III

 

 

Siempre aparecen rincones imposibles

para que nunca me quede allí

y tenga que marcharme con congoja,

sin apenas haberme despedido.

 

Tu casa era infinita por los huecos

que llenamos de desorden y de risas;

pero estabas atado a tiempos inciertos

y me tuve que ir.

 

Ahora cuando recorro tu calle,

y Madrid se vuelve lluvioso,

me paro en el portal y pienso

que tu casa es demasiado pequeña

para los grandes viajes.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana Merino

La luna yace...

6 de marzo de 2014 08:23:22 CET

                                                                   

 Sant Quirze del Vallès, San Juan, 2006

 

La luna yace en el horizonte, como un absceso de luz. Ha engordado: es un agujero de oropimente en el cráter sin bordes de la noche [los meteorólogos dicen que se trata de un efecto óptico, pero no saben explicarlo: la ciencia es un vademécum de metáforas. Hacía dieciocho años que no coincidían la luna llena y el solsticio de verano, puntualizan, como si eso aclarara algo]. Las calles no existen; nosotros las creamos: se dilatan a nuestro paso, goteantes de negrura, y luego se extinguen, engullidas de nuevo por la inconcreción. Luces estridentes abren, en un laberinto de nadas, simas instantáneas, que boquean con avidez y se suman a la nada.

 

Suenan estallidos acolchados en los jardines y los vertederos. Una bolsa de plástico, laxa como una medusa, emborrona el aire [como en American Beauty, cuando el protagonista, Wes Bentley, le enseña a la chica su filmación de una bolsa revoloteando en una calle desierta, y le pregunta: «¿Has visto jamás algo más hermoso?». Y tiene razón: sus imágenes son de una belleza inexplicable]. Una lata ya eventrada vuelve a pulverizarse, bajo los efectos de más pólvora [una pólvora domesticada, por más que mañana los periódicos se llenen de noticias sobre quemaduras de niños y amputación de dedos (y así ha sido: siete heridos graves, señala la prensa del veinticinco)]. Hay desperdicios chinos en los suelos manchados, y cielos doblemente ennegrecidos: las lentejuelas de la pirotecnia oscurecen lo oscuro.

 

Deflagra un manojo de luces. Se dispersan los esputos ardientes en la gruta del cielo. El estruendo se deshilacha en ruidos oleosos. Se oyen ráfagas hambrientas.

 

Bebo. Hablo. Río. Comparte la cena una pareja de amigos de nuestros anfitriones, con sus dos hijos. Su simplicidad me fascina y, a la vez, me repele; lo elemental me resulta asfixiante. Al marido, cuando nos quedamos solos en el jardín, mientras los demás se afanan en traer bandejas, le digo que uno se aleja sin remedio de sus aficiones juveniles, y que así me ha sucedido con la verbena y los petardos, y con el fútbol, cuyo atractivo ha palidecido, hasta casi desaparecer, con los años. [Lo mismo me ha pasado con la poesía, añado ahora: cada vez se me hace más difícil encontrar una lectura placentera o escribir un poema satisfactorio; quizá por eso recurro a la prosa, aunque sea en verso]. Me responde que, en su caso, no ha sido así: todavía le gusta lo mismo que le gustaba de niño. ¿Ah, sí?, pregunto yo. ¿El qué? Las motos, responde. Y añade: «Llegué a tener cinco a la vez, aunque luego las fui vendiendo. Ahora me vuelve a apetecer tener una». Qué espanto, pienso, pero a él le brillan los ojos de entusiasmo [parecen dos hongos luminosos en un cráneo despoblado]. Al despedirnos, pondera con legítimo orgullo las virtudes de su flamante Scénic. Sí, es un coche magnífico, convengo yo, sin saber nada del Scénic ni de coches.

 

Pretendemos ver luego una de las hogueras del pueblo, delante de la biblioteca municipal. Por suerte no la harán en la biblioteca, bromeo. Ardería de perlas, responde mi anfitrión: sospecho que su chascarrillo no es una broma. Recorremos las calles iguales de la urbanización, un laberinto de cónyuges y gotelé. [La homogeneidad de las formas ha de conducir necesariamente a la del pensamiento]. Pero la hoguera no está: en el descampado sólo hay un avispero de niños y un tableteo rubio. [Recuerdo las hogueras de mi infancia: montañas de madera y escay, sobre el asfalto torturado, del que emergía una lengua indócil, que repartía lametazos anaranjados. En el calor sobrenadaban pájaros turbulentos. Había olores a gato y a moho, lentitudes de níspero y de metacrilato, transparencias. El salitre se pegaba a los minutos].

 

Los niños se duermen. S., la hija de los anfitriones, descansa en un sofá con la despreocupación de la niñez y la plenitud auroral de la adolescencia. El pecho ya convexo empuja un corpiño insuficiente. Tiene los labios entreabiertos y los pómulos de cera.

 

Penetramos en la noche. Una gasolinera chorrea resplandores fucsias. Aún hay algún estallido, asordinado por la distancia. Creo que un Scénic está repostando.

 

Me tomo el somnífero.

 

 

 

[Poema VI de Bajo la piel, los días, inédito]

 

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Moga

Epigramas

4 de marzo de 2014 08:19:26 CET








Tabaco y alcohol

 

Me dicen que ahora debo quitarme del tabaco.

A mi edad es absurdo pero insisten: más fácil

que dejar la bebida como hiciste hace años.

No dejé la bebida; ella me dejó a mí.


No lo repetirás

 

Volvería otra vez a romperte los labios

si estando yo delante bromeas o escarneces

a Juan: porque no sólo por hermano le apoyo

sino por escritor; por su pluma insumisa.


El diablo blanco

 

Asomado a la Plaza bendiciendo a sus fieles

semeja hacer vudú en ceremonia haitiana

pero es mucho peor: en países de hambre

besa los aeropuertos y cena con los déspotas.


Resaca inolvidable

 

Nunca vista a esa chica ni conoces su nombre

pero está aquí desnuda durmiendo en una cama

de hotel. ¿Pero en qué hotel y en qué ciudad te encuentras?

Te vistes y escapabas maldiciendo el alcohol.


Democracia infectada

 

Ya muerto el dictador hubo elecciones libres

y el General dejó tras de sí corrupción

cohecho y ambiciones. La Democracia trajo

más libertas: es cierto. Pero llegó infectada.


No pierdas tal prestigio

 

No has escrito en tu vida ni has leído siquiera

ni narración ni poema ni Historia ni teatro.

Dicen que ahora practicas Crítica Literaria

en tertulias: te aceptan. ¡Pero no escribas nada!

 

(Del libro en preparación Cuadernos de El Escorial)

Escrito en Lecturas Turia por José Agustín Goytisolo

La obra literaria de Simone de Beauvoir

3 de marzo de 2014 08:13:14 CET

Dejando de lado los libros dedicados al ensayo político, al ensayo feminista y los volúmenes  que recogen su peculiar experiencia como viajera atenta e infatigable, la obra literaria de Simone de Beauvoir (1908-1986) comprende dos géneros (las Memorias y la novela) que, a nuestro personal entender y en el caso de esta autora, no podemos revisar por separado ya que, al tiempo que se complementan, constituyen un mismo universo si no lingüístico sí ideológico, anecdótico y humano.

 

“Escribir siempre ha sido la gran preocupación de mi vida”, repitió Simone de Beauvoir en varias ocasiones. Al acabar sus estudios, mientras preparaba oposiciones y decidía empezar a escribir, anotó en su diario: “Mi vida sería una historia maravillosa que se volvería verdadera a medida que yo la fuera escribiendo. Conocerse a uno mismo sólo es posible narrándose uno mismo”. Y, de hecho, no hizo sino narrarse a sí misma y narrar su vida y su pensamiento: de un modo directo, dirigiéndose al lector abierta y sinceramente, en sus Memorias; y disfrazándolos con los recursos propios de la ficción, en sus novelas. Sin embargo, a pesar de este intento de disfrazar la realidad vivida y los personajes que la cruzaban, no existe en casi toda la obra narrativa de Simone de Beauvoir un tema, un argumento, una preocupación, una idea, un personaje importante, etc. De los que no hallemos copia exacta en sus Memorias. De ahí que, al hablar de la obra literaria de Simone de Beauvoir, se inevitable hablar de su vida. En realidad, su escritura y su vida son inseparables. Y no consideramos oportuno reprochárselo, como hicieron algunos críticos de su época, argumentando que tal fusión se debía a la falta de imaginación creativa, sino que nos inclinamos a considerar dicho paralelismo entre vida y obra como el producto lógico de la concepción que de la literatura tenía Simone de Beauvoir. “Hay que hablar del fracaso –escribió-, del escándalo, de la muerte, no para despertar a los lectores sino, al contrario, para intentar salvarlos de la desesperación… Una desgracia que encuentra las palabras para ser dicha ya no es una exclusión radical. El lenguaje nos reintegra a la comunidad humana”. Esta función del lenguaje, y por lo tanto de la palabra, implica una concepción de la literatura muy determinada y muy discutida, que los teóricos de los últimos veinte años han echado por los suelos, pero que fue esencial en las literaturas europeas durante los años que siguieron a la segunda guerra mundial. Una concepción de la literatura como medio de reintegrarse a la comunidad humana comportaba una valoración de los hechos humanos y de la realidad a los que el pensamiento y la palabra del escritor no podían, en absoluto, resultar ajenos y que conducía, directamente, a la militancia de la realidad, al compromiso ético, moral e intelectual.

 

En su histórico libro El segundo sexo, Simone de Beauvoir escribió: “La mujer no nace, se hace”, frase por la que se convirtió en el motor de toda la literatura feminista posterior. Del mismo modo, y parangoneando a nuestra autora, “el escritor no nace, se hace”. Y, en sus libros de Memorias, explica Simone de Beauvoir cómo se hace una escritora, cómo se va haciendo una escritora y cómo se van gestando los libros que esta escritora escribe. Aparte de esta cuestión esencial, estas Memorias constituyen un documento excepcional sobre una época, sobre unas gentes, sobre una generación legendaria y sobre las relaciones que estas gentes, y sobre todo la autora, establecían con el mundo. Se trata de un documento extraordinario destinado, creemos, a ser leído, durante mucho más tiempo del que sospechamos, por los practicantes de la sociología de la literatura, y, a la vez, es una obra literaria de gran magnitud escrita con una dinámica esencialmente narrativa que admite una lectura novelística. O quizá sería más exacto decir que la exige por el hecho de narrar historias, situaciones y anécdotas a partir de ideas, y por conseguir otorgar a los personajes reales, que atraviesan el relato, la fuerza propia que caracteriza a los personajes de las grandes obras de ficción. El talento narrativo de Simone de Beauvoir consigue, en sus Memorias, literaturizar la realidad por medio del lenguaje. En cambio, en sus novelas realiza la operación contraria, y quizá sea ésta la causa de que elementos argumentales, personajes e ideas no consigan despojarse por completo de la realidad anecdótica de la que el lenguaje las ha tomado prestadas. De ahí, nuestra personal preferencia por su obra memorialística.

 

El ciclo de Memorias de Simone de Beauvoir comprende Memorias de una joven formal (1958), La plenitud de la vida (1960), La fuerza de las cosas (1963), Final de cuentas (1972) y cabría añadir La ceremonia de los adioses, publicado después de la muerte de Jean Paul Sartre, en 1981.

 

El primer volumen, Memorias de una joven formal, abarca desde el nacimiento de la autora, en París, en el año 1908, hasta 1929, fecha en que ha terminado sus estudios de Filosofía, ha conocido a Sartre y se dispone a marchar a provincias para dar clases en un instituto. En esta primera entrega de lo que serían sus Memorias, Simone de Beauvoir retrata de manera espléndida su infancia y adolescencia, y analiza con profundidad casi escalofriante el mundo familiar, burgués, y las experiencias afectivas e intelectuales vividas hasta los veinte años. Los padres, Georges y Françoise de Beauvoir, de situación económica acomodada –que perderán- pertenecían, ambos, a familias de formación y vocación burguesa tradicional, y, por consiguiente, sus dos hijas estaban destinadas a ser burguesas, francesas y católicas. Hasta los diez, o doce años, Simone de Beauvoir estaba más o menos de acuerdo con este destino y gozaba de una infancia etéreamente feliz. La madre, fervorosa creyente, la educó religiosamente mientras el padre, muy aficionado a la literatura y al teatro, incentivaba la formación intelectual de la hija. Aunque, eso sí, dentro de un orden. Es decir, estimulaba su afición a los libros y al teatro, pero sólo le permitía leer los títulos que consideraba adecuados a la edad infantil., hecho que enfurecía a la adolescente Simone. Primera de la clase, en el colegio Desir, era la admiración de los padres y de toda la familia. Simone de Beauvoir se sentía, pues, satisfecha con la imagen que los adultos le daban de sí misma y de la imagen que ella tenía de sus mayores, a pesar de la insatisfacción que arrastraba desde sus primeros años: senegaba a ser tratada como una niña y consideraba que semejante trato limitaba su libertad. Y, ya sea para demostrar que era una persona adulta, ya sea debido a la curiosidad natural de los niños hacia su entorno, empieza a observar y a estudiar el mundo que la rodea. Escribe: “Leía libros pueriles; pero incluso esto me permitía entrever lo que interesaba por encima de todo: las posibles variaciones de la condición humana y de las que la gente mantiene entre sí”. La observación de los adultos la induce a pensar que ni el mundo ni el ser humano son tan perfectos y maravillosos como le han inculcado y se siente estafada. Son los años de la primera guerra europea y los posteriores a la contienda. El fanatismo de los franceses y el nacionalismo furibundo de su padre la aterran. La falta de libertad impuesta por la madre, controlando cuanto lee y piensa, crea en ella un sentimiento de rebeldía que ya no la abandonará nunca. Las injusticias que observa a su alrededor (pobreza, miseria, guerra, mentira, sumisión de personalidades débiles a las reglas autoritarias y absurdas impuestas por la sociedad, etc.) la conducen a dejar de creer en Dios, hecho que deberá ocultar a la madre creándole un sentimiento de culpa que rarifica las relaciones familiares y que arrastrará durante años. Empieza a rebelarse contra las costumbres y los valores burgueses que predominan en su entorno y, al final de una adolescencia tormentosa y torturante, acaba saliendo por las noches, a escondidas de los padres, para beber y emborracharse por los bares de Montparnasse en un intento típicamente adolescente de conocer el mundo que le ocultan. Tal sentimiento de rechazo hacia el universo reglamentado según las normas establecidas se acentuó vivamente a raíz de la historia de Zaza, una compañera del colegio Desir, por quien Simone de Beauvoir siente una adoración que pervivirá a lo largo de toda su vida. La familia de Zaza, más burguesa, más rica, más religiosa que la suya, es la fuente de la rebeldía adolescente y juvenil de Simone de Beauvoir. Juntas, Zaza y ella, planean un futuro de estudios, de viajes, de amigos comunes, de lecturas… La madre de Zaza, que conoce el ateísmo de Simone de Beauvoir y de su padre, hace cuanto puede para impedir la amistad de las jóvenes, para intentar que Zaza deje de estudiar y, sobre todo, para convencer a Zaza de que lo que debe hacer ella en la vida es conseguir un buen marido. Más tarde, cuando Simone de Beauvoir ya se ha graduado y conoce a Sartre, a Herbau y a otros amigos de la Sorbonne, Zaza se enamora de uno de ellos: Pradelle. La madrede Zaza impide las relaciones por considerar que el amigo de Sartre no es un buen partido para su hija y Zaza muere de unas fiebres médicamente inexplicables. Simone de Beauvoir vive la tragedia como un crimen cometido por la falsedad y el fanatismo de la burguesía. “La cultura burguesa –escribe- es promesa de un universo armónico en el que se puede gozar sin escrúpulos de los bienes de este mundo, garantiza valores seguros que se integran a nuestra existencia y proporcionan esplendor a una Idea. En nombre de esta idea, de estos valores, la burguesía mata”.

 

Simone de Beauvoir intentó escribir la historia de Zaza en repetidas ocasiones, pero, según sus propias palabras, nunca salió airosa de la empresa. En La plenitud de la vida, segundo volumen de sus Memorias, cuenta que viviendo ya en Rouen, en cuyo instituto da clases, escribe una primera novela, que rompe, donde narra la historia de Zaza. Después escribe los relatos Cuando predomina lo espiritual, que ella y Sartre dan por publicables, pero que el editor rechaza. Este libro no apareció hasta el año 1979 y contiene cinco novelas cortas en las que, leídas después de las Memorias, encontramos las experiencias más definitorias vividas hasta entonces, hasta los veinte años, por la autora. “Quería mostrar, a lo largo de historias privadas, lo que las superaba: la profusión de crímenes minúsculos y enormes que encubren los engaños espirituales”. En el primer relato describía cómo una amiga suya, Lisa, se marchitaba bajo el peso del misticismo y de las intrigas del Instituto Saint-Marie mientras una sensualidad reprimida la atormentaba sordamente. El segundo relato versa sobre la personalidad de una muchacha que conoció en Marsella: Renée encarna la relación que, en los juegos infantiles de la propia autora, existía entre el masoquismo y la piedad. Y a este tema le añade la historia de una tía suya, muy religiosa, que por las noches se hacía azotar por su marido. También en este relato satiriza los equipos sociales a los que perteneció en sus tiempos de estudiante utilizando un tono irónico, falsamente objetivo, con el que imitaba a John Dos Passos. La figura femenina del tercer relato es una profesora del Instituto donde Simone de Beauvoir ejercía la docencia, que falsifica su personalidad para mejorar su imagen ante dos alumnas que la admiran y a las que conduce al desastre. El cuarto es la inevitable historia de Zaza /que casi cuarenta años más tarde aún resucitaría en Las bellas imágenes, que sería su última novela), y la quinta narración es una sátira de su propia juventud, la infancia en el colegio Desir y las vivencias experimentadas a raíz de su crisis religiosa.

 

La plenitud de la vida, segundo volumen de las Memorias, está dividido en dos partes. La primera abarca desde 1929 a 1939, decenio durante el que la autora da clases de filosofía en los institutos de Tours, de Marsella y el de Rouen, mientras Sartre cumple con la misma profesión en Le Havre. Son los primeros tiempos de una relación que durará más de cincuenta años. A pesar de dedicarse a la enseñanza en diferentes ciudades, se ven cada semana. Viajan continuamente de Tours a Le Havre, o de Le Havre a Marsella, y pasan los días libres en París donde se encuentran con el grupo de amigos de Sartre, grupo al que Simone de Beauvoir se integra de inmediato y del que forman parte, entre otros, Raymond Aron, entonces socialista; Nizan, ya militante del Partido Comunista francés; Colette Audry, troskista; Pierre Paignez; Bost; Camille, ex amante de Sartre, actriz, pintora y dramaturga; Charles Dullin, el famoso director de teatro, etc. También es la época de apasionantes lecturas que marcan, de un modo u otro, la narrativa de Simone de Beauvoir. Aparte de las lecturas filosóficas que conducen a Sartre hacia la fenomenología, leen autores ingleses y norteamericanos: John Dos Passos, Faulkner, Hemingway, Whitman, Blake, Yeats, Sean O’Casey, Virginia Woolf, Henry James, Dreiser, Sherwood Anderson, Sinclair Lewis, Dashiel Hammet… Tanto Simone de Beauvoir como Sartre hallan en la gran corriente de la novela realista norteamericana una nueva manera de narrar mediante la utilización del diálogo y la voluntad, por parte del autor, de saber menos cosas y de pensar menos que los personajes desde cuyo punto de vista se narra la historia. Todo cuanto llega de Norteamérica (obras de los autores citados, cine, jazz, novela negra, canción…) les deslumbra aunque empiezan a sospechas que Estados Unidos no es el paraíso que Europa cree. Hay que tener en cuenta que, durante estos años, Simone de Beauvoir y Sartre viven aún de espaldas a la política. Conscientes de sus orígenes burgueses, se consideran intelectuales enfrentados a su propia clase social, una especie de intelectuales rebeldes, anarquizantes, que buscan el absoluto de la Bella, del Arte y de la Vida, con mayúsculas. Colocan la literatura y la filosofía en lo alto de un pedestal, como un medio para lograr crear un hombre nuevo, pero completamente al margen de los asuntos políticos. Hay que señalar, para hacerse una idea de cómo pensaban en aquel entonces, que en el año 36, cuando el Frente Popular ganó las elecciones, se congratularon sinceramente, pero ninguno de los dos había acudido a las urnas para votar. En realidad, empezaron a interesarse por la política al estallar la guerra civil española. Habían viajado por España, país que les maravilló, y se indignaron porque el gobierno francés, socialista, no enviaba armamento a los republicanos españoles mientras Alemania e Italia mandaban abundantes refuerzos en ayuda de los ejércitos franquistas. Corre el año 1936 y la amenaza de la expansión del nazismo aterra a gran parte de los amigos de Simone de Beavoir y a la izquierda francesa. Sin embargo, la escritora no cree que la guerra sea posible ni tampoco que el nazismo suponga un peligro real. Es Sartre quien se alarma y empieza a pensar que han vivido de espaldas a la realidad y que es absolutamente necesario adoptar alguna posición pragmática. Pero ya es tarde. Será la guerra (que Sartre pasa en el frente y en un campo de concentración, y Simone de Beauvoir en París, como explica en la segunda parte de La plenitud de la vida) la que les obligará a cambiar, radicalmente, el concepto que tenían de la literatura, del arte y del intelectual.

 

Pero, antes de adentrarnos en esta cuestión, volvamos a la primera parte de La plenitud de la vida. Viviendo en Rouen, Simone de Beauvoir conoce a una muchacha, Olga, que se convertirá en una de las protagonistas de su primera novela publicada, La invitada. Al iniciar sus relaciones, Simone de Beauvoir y Sartre establecen lo que ellos llaman un “pacto” que se proponen cumplir durante dos años y que, transcurridos esos dos años, renuevan con vistas a los próximos treinta. No se casarán ni tendrán hijos, ya que ninguno de los dos necesita complementarse con la imagen de una reencarnación que les represente sobre la tierra. Vivirán separados, con intención de no malograr su relación sometiéndola a la mediocridad que caracteriza la unión de las parejas burguesas; cada cual será libre de mantener relaciones con otras personas pero de manera que tales relaciones no destruyan, en ningún sentido, su unión. Terceras, e incluso cuartas personas, las hubo a lo largo de la vida de la pareja y, según los casos, aceptaban el pacto durante un tiempo más o menos largo: el que tardaban en comprobar que este “pacto” entre Simone de Beauvoir y Sartre era, en verdad, indestructible. La primera “tercera persona” de la historia fue Olga, a quien Simone de Beauvoir conoció en Rouen. A Olga, más tarde, sucedió Lise, de características tan similares como la situación que creaban: chica joven, incomprendida por la familia, inteligente, sin saber qué hacer en la vida pero dotada de una gran sensibilidad y con acentuado afán de conocimientos y poseedora de una clara vocación rebelde enfrentada a los valores burgueses, intima con Simone de Beauvoir que la protege, se la lleva a París, inicia una relación fuertemente afectiva con ella, que después se hace extensiva a Sartre. El “pacto” de libertades ha de mantenerse, pero la situación se torna cada vez más neurotizante. Es el argumento de La invitada, donde Simone de Beauvoir exagera, dentro del mundo y las reglas de la ficción, los sentimientos y controversias de este primer triángulo sentimental narrado en sus Memorias. Ni Olga era, en realidad (al menos en la realidad memorizada en La plenitud de la vida), tan compleja ni malintencionada como la Xavière de La invitada, ni Simone de Beauvoir, Françoise en la novela, llevó sus celos hasta el extremo de traicionar a Xavière y, finalmente, matarla.

 

Aparece, en esta novela, un tema muy característico de la obra de Simone de Beauvoir y del existencialismo: se trata de la problemática generada por el Otro como poseedor de la imagen de uno mismo y, por tanto, como testigo eterno de los actos que cometemos y de la interpretación que este Otro les da pudiendo alterar, con su mirada, nuestra conciencia y nuestra identidad. Para destruir esta imagen, creada en el conciencia del Otro, sólo hay una solución: la muerte del Otro, el crimen. En la novela, Pierre, el protagonista masculino, a quien la autora convierte en director de teatro, es una mezcla evidente de Sartre (la escritora pone en boca de Pierre frases de Sartre que se hicieron famosas) y de Dullin, el director de escena amigo de ambos. Por lo que a técnica narrativa se refiere, Simone de  Beauvoir pone en práctica los recursos antes citados al hablar de los autores norteamericanos: el escritor no sabe, respecto a lo que sucede en la novela, más que lo que sabe el protagonista desde cuyo punto de vista se desarrolla la narración, y el diálogo tiene una importancia esencial.

 

La fuerza de las cosas, el tercer volumen de las Memorias, empieza al término de la segunda guerra mundial y finaliza con el desenlace de la cuestión argelina que enfrentó a la izquierda francesa con el gobierno. Antes de terminar la guerra, Sartre lucha en la resistencia como miembro del grupo “Socialismo y  libertad”. Después de la contienda, a pesar del desprecio que el Partido Comunista Francés manifestaba contra los intelectuales de origen burgués, Sartre decide que, a fin de seguir una línea de acción política contraria a la del poder dominante, no hay más remedio que apoyar las propuestas comunistas. Dentro de esta línea de acción política e intelectual que tanto Sartre como Simone de Beauvoir ya no abandonarían nunca, a lo largo de toda su vida, entra la creación de una revista que tuvo una importancia capital para los intelectuales de izquierda de toda Europa durante más de veinte años: Temps modernes, cuyo primer consejo de redacción estuvo formado por Raymond Aron, Leiris, Merleau-Ponty, Albert Olliviers, Paulhan, Sartre y Simone de Beauvoir. Camus, que frecuentaba el grupo y que colaboró en la revista, no formó parte del consejo de redacción porque sus funciones como director del diario Combat se lo impedían.

 

Finalizada la guerra, Simone de Beauvoir publicó La sangre de los demás, novela sobre la resistencia que la crítica tachó de excesivamente moralista. Después siguió Todos los hombres son mortales, historia de Fosca, un hombre inmortal que nace en el siglo XIII, vive diversas etapas de la historia, conoce el esplendor y las intrigas de las cortes italianas del Renacimiento, las luchas religiosas que sacuden Europa posteriormente, es consejero de Carlos I, explora las costas del nuevo continente, reaparece bajo la figura de un noble francés, es conspirador republicano y, cuando la autora lo presenta al lector, es un ciudadano cualquiera del siglo XX. Fosca, en el siglo XIII, elige la inmortalidad para conseguir al gloria del reino de Carmona. Pero este privilegio, la inmortalidad, sólo le aporta la terrible capacidad de ver la destrucción de su país y el fracaso de todas las empresas que ve aparecer sobre la tierra con la intención de salvar y mejorar la humanidad, desde que nace hasta el siglo XX, y que siempre acaban en guerras, violencia y crueldad. La tesis de la novela se resume en la siguiente reflexión: “Fosca, el protagonista verifica que el universo no existe, sólo existen las individualidades. Es imposible hacer algo en favor de los hombres, los hombres sólo dependen de sí mismos y de sus actos”.

 

En 1954, Simone de Beauvoir obtuvo el prestigioso premio Goncourt con una de sus novelas más conocidas: Los mandarines. Se trata de un relato en clave que gira en torno a la ideología y a los problemas políticos de la intelectualidad francesa de la posguerra. Problemas que ocupan buena parte de La fuerza de las cosas y que, en esta obra de ficción, están representados y encarnados por las figuras de los dos protagonistas masculinos, Henry Perron y Dubreuil que no son sino Camus y Sartre, y la historia, alterada, de su amistad truncada. Henry Perron (Camus) es un escritor que dirige  un periódico (Combat, en la realidad, L’Espoir, en la novela), que ha luchado en la resistencia, contra el poder establecido, desde su diario independiente de izquierdas, y, ya cansado y sin vocación para la política activa, rechaza cualquier alianza con el Partido Comunista con el fin de lograr salvar la situación económica de su periódico y, también, colaborar en una línea de acción más efectiva. Vive continuamente tentado por volver al ejercicio de la literatura, actividad que considera muy por encima de la política. Dubreuil  (Sartre) mantiene la posición contraria: la lucha política no puede ser una actividad ajena a la literatura y, dada la situación, es preciso colaborar con el Partido Comunista como fuerza más representativa y activa de la oposición al mundo capitalista y burgués. A pesar de no estar de acuerdo con los hechos que están sucediendo en la URSS y que hacen referencia a la existencia de campos de trabajo donde reformar el pensamiento disidente. Un hecho que Sartre y sus compañeros de Temps modernes tienen conocimiento durante los años 50 y que dudan entre hacer público o silenciar. Esta polémica (que fue tan larga como dura) es trasladada por Simone de Beauvior a a Los mandarines. Naturalmente, Henry Perron (Camus) es partidario de publicr los informes que denuncian la existencia de campos de concentración en la URSS, mientras Dubreuil (Sartre), que condena esta realidad, no acepta, al principio, publicarlos para no favorecer, al atacar a la Unión Soviética y al Partido Comunista, a las fuerzas de la derecha y a los intereses ideológicos de los Estados Unidos. En Los mandarines, que se convirtió pronto en un best-seller, aparecían otros elementos argumentales que escandalizaron a la crítica: los personajes –escritores, pintores, intelectuales, gentes de tetro, etc.- se mueven por los ambientes nocturnos habituales de la vida cotidiana de Sartre, de Simone de Beauvoir y de sus amigos, beben, se emborrachan, tienen amantes que no ocultan a su pareja… representan una nueva moralidad que nunca, antes, había hecho acto de presencia en las páginas de la novela francesa. La propia Simone de Beauvoir (Anne, en la novela, casada con Dubreuil) narra su relación amorosa con el escritor norteamericano Nelson Algren (Lewis en la ficción).

 

La obra literaria de Simone de Beauvoir se complementa con Una muerte muy dulce (1962), sobrecogedor relato de la agonía y muerte de su madre; Las bellas imágenes (1966), un nuevo ataque contra las costumbres burguesas, y La mujer rota (1967). Quedan, aparte, los libros de viajes (sobre todo, los dedicados a Norteamérica, Rusia y China) y los de ensayo filosófico y político (El pensamiento político de la derecha), feminista (El segundo sexo) y el espléndido estudio dedicado a la tercera edad, La vejez, de los que sólo citamos los títulos por considerarlos objeto de análisis para otra ocasión que, a buen seguro, no ha de faltar. El tiempo nos irá acercando (a unos) y devolviendo (a otros) la obra total de esta autora para quien las voces críticas de los últimos decenios no fueron del todo justas.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana María Moix

El sargento en la nieve

3 de marzo de 2014 08:08:07 CET

 

Recuerdos de la retirada de Rusia

 

Primera parte

El reducto

 

          Tengo aún impregnado en la nariz el olor que dejaba la grasa en la ametralladora candente. Retumban aún en mis oídos y en mi cabeza los crujidos de la nieve bajo las pisadas, los estornudos y las toses de los centinelas rusos, el rumor de la hierba seca que batía el viento en la orilla del Don. Retengo aún en mi retina el cuadrado de Casiopea que contemplaba todas las noches en el cielo y los palos que sostenían el búnker y que veía encima de mí en las horas diurnas. Y rememoro siempre el terror de aquella mañana de enero, la primera vez que la katiuska nos lanzó sus setenta y dos proyectiles.

          Antes de que los rusos empezaran con sus ataques, en el reducto pasamos unos días tranquilos.

          Nuestro reducto se hallaba en una aldea de pescadores a orillas del Don, en tierra de cosacos. Las posiciones y las trincheras estaban excavadas en el escarpe que llegaba hasta el río helado. A derecha e izquierda, el escarpe acababa en sendas playas cubiertas de hierbas secas y de cañizares que despuntaban espinosos entre la nieve. En el lado derecho estaba emplazado el reducto de Morbegno; en el izquierdo, el del teniente Cenci. Entre nosotros y Cenci, en una casa derruida, se encontraba el escuadrón del sargento Garrone, con una ametralladora pesada. Enfrente de nosotros, a menos de cincuenta metros, al otro lado del río, se hallaba el reducto ruso.

          En las casas de la aldea, que a buen seguro había sido pintoresca, lo único que seguía en pie eran las chimeneas de ladrillo. En el ábside de la iglesia, también devastada, se había instalado el mando de la compañía; servía asimismo de atalaya y tenía una ametralladora pesada. Teníamos que hacer terraplenes en los huertos de esas casas arrasadas, y al remover la tierra y la nieve encontrábamos patatas, coles, zanahorias, calabazas. A veces estaban comestibles y hacíamos sopa.

          En la aldea solamente habían quedado gatos. Ni el menor rastro de gansos, perros, gallinas, vacas: gatos y nada más que gatos. Unos gatos enormes y hoscos que deambulaban entre los escombros de las casas en busca de ratones. Los ratones no formaban parte de la aldea, sino de Rusia, de la tierra, de la estepa: estaban por doquier. Había ratones en el refugio del teniente Sarpi, excavado en una pared calcárea. Cuando nos acostábamos se metían debajo de las mantas, buscando nuestro calor. ¡Ratones!

          En Navidad quería atrapar un gato, comérmelo y hacerme una gorra con su piel. Preparé un cepo, pero eran listos y no se dejaban pillar. Si lo hubiera pensado antes, lo habría podido matar de un tiro. Se ve que estaba empeñado en atraparlo con un cepo, y por eso nunca comí polenta con gato ni me hice la gorra con su piel. Cuando acabábamos la guardia molíamos centeno: así entrábamos en calor antes de acostarnos. El molino se componía de dos troncos cortos de roble, sujetos, en sus puntos de unión, por dos largos roblones. Se colaba el grano por un agujero situado en el centro, y por otro agujero, en línea con los roblones, salía la harina. Giraba con una manivela. La polenta caliente estaba lista por la noche, antes de que salieran las patrullas. ¡Qué polenta! Era dura, al estilo bergamasco, y humeaba en un caldero auténtico que había hecho Moreschi. Seguro que era más sabrosa que la que se hacía en nuestras casas. A veces venía a comerla el teniente, que era marquesano. Decía: “¡Esta polenta es excelente!”, y devoraba dos trozos gruesos como ladrillos.

          Y como nosotros teníamos dos costales de centeno y dos molinos, en la vigilia de Navidad mandamos un molino y un costal al teniente Sarpi, con nuestros mejores deseos para los soldados de nuestro pelotón encargados de las ametralladoras pesadas que estaban en el reducto del teniente.

          En nuestro búnker estábamos bien. Cuando llamaban al teléfono y preguntaban: “¿Quién habla?”, Chizzarri, el ordenanza del teniente, respondía: “¡Campanelli!”. Ésa era la contraseña de nuestro reducto y el nombre de un soldado de Brescia que había muerto en septiembre. Al otro lado de la línea contestaban: “Aquí Valstagna: habla Beppo”. Valstagna es un pueblo sobre el río Brenta que dista del mío diez minutos de vuelo de águila, mientras que aquí se refería el mando de la compañía. Beppo era nuestro capitán, oriundo de Valstagna. Era como si estuviésemos en nuestras montañas y oyésemos a los leñadores llamándose entre sí. Sobre todo de noche, cuando los de Morbegno, que estaban en el reducto situado a nuestra derecha, iban hasta la orilla del río a poner alambradas y llevaban mulas por las trincheras y gritaban y blasfemaban y plantaban palos con mazos. Incluso llamaban a los rusos a voces: “¡Paisanos! ¡Vamos! ¡Disparadnos!”. Los rusos, boquiabiertos, se limitaban a oírlos.

          Pero nosotros también acabamos familiarizándonos con las cosas. Una noche de luna salí con Tourn, el piamontés, a buscar algo entre las casas derruidas más alejadas. Nos metimos en los hoyos que hay delante de cada isba, donde los rusos guardan las provisiones para el invierno y la cerveza en verano. En uno interrumpimos los requiebros amorosos de tres gatos, que salieron con tanto ímpetu y echándonos miradas tan fueguinas que nos dieron un susto de muerte. Encontré una cesta de cerezas secas y Tourn dos costales de centeno y dos sillas; luego, en otro hoyo, un espejo grande y bonito. Queríamos llevarnos todo a nuestro refugio, pero había luna, y el centinela ruso que estaba al otro lado del río nos empezó a disparar porque no quería que nos apropiáramos de sus cosas. Puede que le asistiera razón, pero él no las habría podido usar, y las balas nos rozaban silbando, como si nos dijeran: “Dejadlo todo donde está”. Hicimos tiempo detrás de un camino hasta que una nube ocultara la luna, luego, saltando entre los escombros, llegamos al refugio, donde nuestros compañeros nos estaban esperando.

          Era maravilloso sentarse en una silla para escribir a la novia, rasurarse delante del espejo grande o beber, de noche, el jarabe de cerezas secas hervidas en agua de nieve.

          Lo que lamentaba era no poder atrapar un gato.

          Había que ahorrar aceite para los quinqués. Además, no podía faltar un poco de luz en los refugios para las situaciones de emergencia, aunque las armas y las municiones las teníamos siempre al alcance de la mano.

          Una noche que nevaba crucé con nuestro teniente las alambradas y llegamos a la playa abandonada que nos separaba de los de Morbegno. No había nadie. Sólo vimos montones de chatarra, los restos de algún vehículo, entre los que rebuscamos por si se podía aprovechar algo. Encontramos un bidón de aceite, y pensamos que podía valer para los quinqués y para engrasar las armas. Así pues, una oscura noche de tormenta volví con Tourn y Bodei. Hicimos ruido cuando colocamos el bidón en una posición que nos permitiera vaciar su contenido en los recipientes que habíamos llevado. El centinela disparó, pero la noche era tan negra como el borde del caldero de la polenta. Disparó al azar, por calentarnos las manos. Bodei blasfemaba en voz baja para que no lo oyeran. Estábamos más cerca de los rusos que de los nuestros. Tras varios viajes, conseguimos llevar al refugio unos cien litros de aceite. Le dimos un poco al teniente Cenci y otro poco al teniente Sarpi. Pero luego nos pidió el capitán, y también el escuadrón de exploradores, y el mayor que estaba al mando del batallón. Al cabo, hartos de que todo el mundo nos pidiera aceite, dijimos que ya no nos quedaba más. Así, cuando nos dieron la orden de replegarnos, les dejamos algo también a los rusos. En nuestro refugio había tres lámparas hechas con latas de carne vacías. Para las mechas usábamos trozos pequeños de cordones de zapatos.    

 

          Para nosotros la noche era como el día. Recorría los terraplenes e iba de un centinela a otro. Me gustaba caminar sin hacer ruido y pillarlos desprevenidos. Cuando, atolondrados, me pedían la contraseña, yo les respondía: “Ciavhad de Brexa”[1]. Luego, en voz baja, les hablaba en bresciano, les contaba algún chiste y decía obscenidades. Como soy veneciano, les daba risa oírme hablar en su dialecto. En cambio, cuando iba a ver a Lombardi guardaba silencio. ¡Lombardi! No puedo recordar su cara sin estremecerme. Alto, taciturno, melancólico. Era incapaz de sostener mucho rato su mirada y cuando sonreía, lo que hacía muy rara vez, me partía el corazón. Daba la impresión de vivir en otro mundo y de saber algo que no podía contar a nadie. Una noche que estaba con él apareció una patrulla rusa y las balas de una ametralladora empezaron a rozar el borde de la trinchera. Yo agaché en seguida la cabeza y miré por la aspillera. Lombardi, en cambio, se mantuvo erguido, con el pecho fuera, sin moverse un ápice. Temí por su vida y me sonrojé, avergonzado. Después, una noche, cuando los rusos nos atacaron, el sargento Minelli vino a decirme que Lombardi había muerto con una bala en la frente mientras disparaba una ametralladora de pie, fuera de la trinchera. Entonces recordé lo taciturno que había sido siempre y lo mucho que su presencia me intimidaba. Era como si ya llevara la muerte dentro.

 

            Cuando teníamos que llevar alambradas hasta la trinchera parecía que estábamos de guasa. Había un soldado pequeño, inagotable, la barba hirsuta y rala, excelente tirador, del escuadrón de Pintossi. Lo llamaban “el Duce”. Tenía una forma de insultar muy suya y un aspecto ridículo porque vestía un sobretodo blanco que le llegaba hasta debajo de los tobillos, de modo que al andar siempre se le enganchaba con las botas y soltaba una sarta de burradas en voz tan alta que llegaban o oírlo los rusos. También se enganchaba con las alambres de espino que llevaba con su compañero, y entonces lanzaba insultos sin cuento, contra el servicio militar, las alambradas, el puesto militar, los emboscados, Mussolini, su novia, los rusos. Oírlo resultaba más divertido que estar en el teatro.

 

          Llegó el día de Navidad.

          Sabía que era el día de Navidad porque la noche anterior el teniente había venido al refugio a decirnos: “¡Mañana es Navidad!”. También porque había recibido de Italia un montón de postales con árboles y niños. Una chica me había mandado una postal con el belén en relieve, y la clavé en los palos de sostén del búnker. Sabíamos que era Navidad. Aquella mañana ya había visto a todos los centinelas. Había recorrido por la noche todos los puestos de vigilancia del reducto y en cada cambio de guardia había dicho “¡Feliz Navidad!”.

          También a los terraplenes, a la nieve, a la arena, al hielo del río, al humo que salía de los refugios, a los rusos, a Mussolini, a Stalin, a todo le deseaba feliz Navidad.

          Era de mañana. Estaba en la posición más avanzada del río helado y contemplaba el sol que salía tras el bosque de robles, donde estaban emplazados los rusos. Miraba todo el curso del río helado, desde el recodo por el que asomaba en la montaña hasta el otro por el que desaparecía en la parte baja. Miraba la nieve y las pisadas de una liebre en la nieve: iba de nuestro reducto al de los rusos: “¡Me gustaría capturar esa liebre!”, me decía. Miraba cuanto me rodeaba y decía: “¡Feliz Navidad!”. Hacía demasiado frío para seguir ahí, así que volví por el terraplén y cuando entré en el refugio de mi escuadrón dije: “¡Feliz Navidad! ¡Feliz Navidad!”

          Meschini estaba moliendo café en su casco con el mango de la bayoneta.

          Bodei hervía piojos.

          Giuanin estaba acurrucado en su yacija, cerca de la estufa.

          Moreschi remendaba sus medias.

          Los que habían hecho los últimos turnos de vigilancia dormían. Dentro había un olor intenso: olor a café, a camisetas y calzoncillos sucios que hervían con los piojos, y a muchas cosas más. A mediodía, Moreschi mandó a buscar los víveres. Pero como ese rancho no era propio de un día de Navidad, decidimos hacer polenta. Meschini reavivó el fuego, Bodei fue a fregar la cacerola en la que había hervido los piojos.

          Tourn y yo estábamos empeñados en tamizar la harina, y un buen día, no sé cómo ni dónde, Tourn encontró un cedazo. Sin embargo, entre salvado y grano molido, en el cedazo se quedaba más de la mitad, así que decidimos por mayoría no tamizar más. Nos salió una polenta dura y sabrosa.

            Era la tarde de Navidad. El sol ya empezaba a ocultarse y nosotros estábamos en el refugio al calor de la estufa fumando y charlando.

 

 

(Fragmento del libro El sargento en la nieve. Recuerdos de la retirada de Rusia, de Mario Rigoni Stern, que traducido por César Palma será próximamente publicado por la Editorial Pre-Textos).



[1] Puñeteros brescianos (n. del tr.)

Escrito en Lecturas Turia por Mario Rigoni

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