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Alfonso Zapater. El eterno aprendiz

20 de febrero de 2014 08:29:29 CET

 

Juan José Verón -a la sazón presidente de la Asociación de Periodistas de Aragón-, con motivo de la entrega a Alfonso Zapater del premio de honor a toda una trayectoria periodística en el año 2006, un año antes de su muerte, dijo de él que era “un maestro del periodismo aragonés”; sin embargo, Zapater siempre se consideró “un eterno aprendiz”: “Continúo teniendo sueños e ilusiones permanentemente. Por eso sigo diciendo que nazco cada día que amanece. Si no se soñase, no merecería la pena vivir”, declararía en una entrevista concedida con motivo del mencionado premio, pues él siempre se vio como “el hombre que era de niño”,  por lo que en todo momento le acompañaron los recuerdos de su infancia y una perenne mirada infantil con la que escudriñaba la vida y el  mundo con esa insaciable curiosidad de niño adulto en la que todo, cada día, está aún por descubrir.

Alfonso Zapater fue uno de esos periodistas de casta, de los de antes, de los que se pateaban las calles, alternaban en los bares y conocían la intrahistoria de su ciudad - Zaragoza- al dedillo.  Escribió hasta el mismo día de su muerte, incluso jubilado iba todas las tardes al Heraldo a redactar su columna y supo adaptarse como un chiquillo a la revolución informática y a su velocidad de vértigo: “tú dime cómo entro a escribir y ya está”, le pedía a su joven compañero de trabajo, lo demás ya lo ponía el escritor de raza que llevaba dentro, por eso murió con las botas puestas o la pluma en ristre, escribiendo hasta el final y manifestando en cada línea de sus artículos, con cada una de sus palabras, el amor que siempre sintió hacia su tierra: “Que la personalidad de los pueblos permanezca intacta sin temor a perderla un día, por culpa del descenso de habitantes…”, con este párrafo a propósito de la Asociación Cultural El Hocino de Blesa, terminaba su última crónica de El Solanar dos días antes de morir, palabras que demuestran, por un lado, su enorme capacidad de trabajo, y por otro, resumen la constante temática más importante de su legado creativo: su profundo amor por Aragón.

Sin duda, aunque a él no le gustara reconocerlo, fue un gran maestro del periodismo, un buen novelista, un poeta de mérito, pero ante todo fue un enamorado de su tierra, un aragonés de los pies a la cabeza, digno heredero del pensamiento de Costa, al que tanto admiró y sobre el que tanto escribió.

 

La patria de un escritor: su infancia y adolescencia

Alfonso Zapater nació en Albalate del Arzobispo, en julio de 1932, pero a los ocho meses lo llevaron a Urrea de Gaén, donde su padre tenía el molino a orillas del río Martín. Así, su infancia la pasó entre Urrea y Albalate, localidades a las que consideró sus pueblos por igual.

La Guerra Civil, como no podía ser de otra manera, marcó su niñez y adolescencia. Gran parte de sus desagradables recuerdos de esos terribles momentos los rememoró en su obra Tuerto Catachán (Zaragoza, Mira, 1998), una autobiografía novelada en la que homenajea a su abuelo materno.

Su padre se exilió por un breve espacio de tiempo en Francia, pero pronto regresó y, aunque sufrió algunos meses de prisión, fue puesto en libertad sin cargos y volvió a ejercer su oficio de molinero en Aguaviva, muy cerca de Mas de las Matas, donde Alfonso Zapater va a la escuela y escribe con nueve años sus primeros versos. Allí tiene como profesor a José Miguel Balbín, un hombre fundamental en su formación por el que siempre mostró un profundo respeto y un tremendo cariño. Desde temprana edad se manifestó como un lector voraz, así a los 12 años ya se hizo con la colección Clásicos, de Barcelona, en la que leyó precozmente a Virgilio, Homero, Balzac o Rosusseau, entre otros muchos autores de la literatura universal.

 

Importancia de la jota

De niño se crió en un ambiente en el que la jota desempeñó un papel relevante en la vida familiar: su padre fue un bailador excepcional que llegó a ganar hasta en siete ocasiones el máximo galardón en Aragón, siempre con la misma pareja, Pascuala Sancho. Creó una escuela de folclore y dio clases durante muchos años, tanto en Albalate como en Urrea. También fue el creador de la popular Jota de Albalate, de la coreografía del “Rodat” y del bolero de Castelserás, enseñó a bailar a Conchita Piquer antes del rodaje de La Dolores, fue amigo íntimo del gran cantador José Oto y, como no, del “Pastor de Andorra”, quien a su muerte le cantó un padrenuestro en su funeral. Por eso no es de extrañar que en el mundo creativo de Alfonso Zapater la jota ocupe un lugar fundamental y le dedicara infinidad de artículos y una obra monumental, Historia de la jota aragonesa (Zaragoza, Aguaviva, 1988), en tres volúmenes, con prólogo de su paisano, Pedro Laín Entralgo, en los que recoge los cantadores y bailadores más destacados de cada uno de los pueblos de la geografía aragonesa.

En este sentido, también escribió una simpática biografía, plagada de anécdotas,  del gran jotero, amigo de su padre y suyo, José Iranzo, el Pastor de Andorra (Zaragoza, Diputación General de Aragón, 1993), que rezuma reconocimiento y sincera amistad.

 

Yo quiero ser torero o la reencarnación de Manolete

Coincidiendo con la muerte de Manolete en 1947, Alfonso Zapater cayó enfermo de pulmonía (fue el primero en el pueblo en recibir inyecciones de penicilina), en su larga convalecencia comenzaron a consolidarse sus inquietudes futuras, como reconoce en una entrevista en el año 2006 a su compañero del Heraldo, Juan Dominguez Lasierra: “Padecí de niño una pulmonía y tuve que guardar cama mucho tiempo. Allí, en aquella cama, se fraguó todo: los toros, la literatura, el teatro, el periodismo.” El médico le regaló un libro sobre toros y leyó durante su convalecencia todo lo que se escribió sobre el diestro, por lo que llegó, según relata, a convencerse de que el matador se había reencarnado en él. Su decisión estaba tomada: iba a ser torero. Así comenzó a prepararse recibiendo clases de toreo de salón y visitando diferentes tentaderos por toda la geografía nacional.

A los 17 años se vistió el traje de luces y debutó como novillero en la plaza de toros de Orduña (Vizcaya), luego en Graus, junto a Braulio Lausín –el hijo del famoso torero aragonés en cuya biografía colaboraría activamente Alfonso Zapater casi cincuenta años más tarde, Braulio Lausín, “gitanillo de Ricla”. Un león en los ruedos (Zaragoza, Diputación Provincial, 1998)- y José Luis Alaiza, le siguieron Albalate, Híjar, Alcañiz, Barcelona, Valladolid, Castellón, Cáceres, Plasencia, Trujillo, etc., en suma, más de treinta novilladas compartiendo cartel con figuras reconocidas y relacionándose con nombres del toreo nacional de primera fila, llegando a ser amigo íntimo de Paco Camino o de Luis Miguel Dominguín y de su familia, en especial de su hermana Carmen, a la que acompañaba al cine con frecuencia.

Fruto de esta experiencia torera y de su afición por los toros fue la que quizá aún hoy en día siga siendo la obra más completa sobre este mundo en Aragón, nos referimos a los tres volúmenes de Tauromaquia aragonesa (Zaragoza, Urusaragon, 1998), con más de 600 protagonistas presentes en sus páginas.

 

El torero poeta

Su actividad taurina lo llevó a Madrid, donde hizo el servicio militar como voluntario en el Ministerio del Ejército. Compaginó esta situación con el mundo del toro y con su afición por la escritura, por lo que recibió el apodo del “torero poeta”, pero pronto abandonó sus veleidades toreras (“Yo nunca tuve miedo a los toros. Los toros son lo único noble de la fiesta. Me retiró el ambiente, la trastienda”, dijo al respecto) para dedicarse por completo a escribir.

Su vocación literaria pudo más que la taurina y acabó imponiéndose. En principio continuó escribiendo poemas y en 1954 vio la luz su primer libro, titulado Tristezas (Madrid, Ediciones Ensayos), publicado por Pablo Antonio Panadero en Ediciones Ensayos, editor con el que mantuvo una gran amistad y con el que incluso llegó, según relata en sus Memorias (breves escritos que se publicaban los domingos en el Heraldo, en los que repasaba de manera anárquica, sin demasiado orden, circunstancias de su vida, recuerdos familiares, amigos, anécdotas, etc., siempre acompañados de una foto ilustrativa), a formar una sociedad dedicada a la venta de relojes a plazos. A este primer poemario le siguieron en esa misma editorial, Dulce sueño eterno (1954),  Julio (1954) –dedicado al mes de su nacimiento- y Ramillete (1955). Nunca dejaría ya de escribir poesía, sin duda algo más que una afición juvenil, pues en 1973 conseguiría el accésit de la Flor de Nieve de Oro de la X Fiesta de la Poesía de Huesca y poco después obtendría el premio de sonetos del certamen “Amantes de Teruel”. De igual forma, en 1975 ganaría el Premio San Jorge de Poesía por su obra Hombre de Tierra, publicada al año siguiente por la Institución Fernando el Católico.

Poco después, en 1976, escribiría, en su afán de acercar la poesía al pueblo, Aragón para todos, espectáculo poético escenificado del que se dieron más de doscientas representaciones, y la venta del texto editado superó los 10.000 ejemplares, del que también se grabó al año siguiente un disco (Movieplay) con las canciones.

Su actividad poética perdurará a lo largo del tiempo y podemos afirmar que nunca la abandonó completamente. Así, en 1992 publicará Afirmación del ser (Zaragoza, Institución Fernando el Católico), un poemario influido por el pensamiento de Joaquín Costa, que incide en una de las constantes de la escritura de Alfonso Zapater, su inquietud social, y  en el que desnuda la palabra y los sentimientos.

Volviendo a los años cincuenta, su actividad poética la compaginaba con esporádicas colaboraciones en el diario Pueblo, dirigido por Emilio Romero, y la escritura de reportajes para el semanario Dígame, y con más continuidad con la elaboración de guiones para Radio SEU, luego Radio Juventud, donde llegó a tener un programa semanal, “Palestra universitaria”, en el que contó como colaborador con un jovencísimo Martín Villa, a la sazón estudiante de ingeniería industrial.

Ya en los medios, trabó amistad con grandes periodistas del momento como Tico Medina, Antonio D. Olano, Miguel Ors o su paisana Pilar Narvión. A partir de ese momento, combinará su periodismo de calle, sus entrevistas y reportajes, con la escritura de poesía, teatro y, casi con seguridad, novela. Al mismo tiempo,  vivía su particular bohemia literaria y asistía con frecuencia a las sesiones del Ateneo; a las del domingo por la mañana en el teatro Lara, escenario de “Alforjas de la Poesía”;  a las tertulias del sábado por la tarde en el Café Varela (allí conoció a Cela, quien luego le prologaría varias de sus obras), donde se recitaban poemas por sus propios autores; a las del Café Lisboa; a las de Perico Chicote; a los recitales de las Cuevas del Sésamo, etc.

En todas estas tertulias alternaba el mundo literario con el de la tauromaquia. En una de ellas conoció al escritor Kenneth Graham, natural de Redondo (California), quien le pidió que le prologara su novela, Don Quijote en Yankilandia, una obra muy popular en su momento con grandes dosis de humor en la que su autor resucita a Don Quijote (casualmente coincide su publicación con el comienzo del largo e inconcluso rodaje de la película de Orson Welles sobre la obra cervantina, con la que guarda ciertas similitudes) y lo revive en los Estados Unidos de los años cincuenta, para presentarlo como un viajero sui géneris, que visita asombrado las instituciones americanas –el Congreso, la Casa Blanca, la Universidad e, incluso, los estudios de Hollywood, donde participa en la grabación de una película con Marilyn Monroe-.

En esta época sufrió prisión durante un mes en Carabanchel por injurias al Jefe del Estado. Se ocupó de su defensa el por aquel entonces marido de Lola Gaos, gran amiga suya y actriz que colaboró con él formando parte, como luego veremos, de su compañía “El Corral de la Pacheca”, quien consiguió  sacarlo de la cárcel mediante fianza de 5.000 pesetas. En el juicio correspondiente fue absuelto con todos los pronunciamientos favorables. Parte de su experiencia carcelaria se recoge en la autobiografía novelada a la que ya hemos hecho referencia, Tuerto Catachán, que luego comentaremos con más detenimiento.

 

Autor teatral

Su afición por el teatro se manifestó a temprana edad. Así comentaba haber escrito en su niñez en Urrea un auto sacramental, un drama en verso y una nueva versión de Los amantes de Teruel. Ya en Madrid, a finales de los años cincuenta, acudía a todas las representaciones que le era posible y gustaba de relacionarse con todo tipo de actores y actrices.  Fue amigo de María Ladrón de Guevara y de su hija Amparo Rivelles, de Luis Prendes, Isbel Garcés, Carlos Lemos, Paco Rabal, Paco Martínez Soria, María Asquerino y un larguísimo etcétera, incluyendo artistas de revistas musicales como Lola Flores, Lina Morgan o Celia Gámez, con la que le unió -según relata en diferentes ocasiones- una gran amistad, pues en una ocasión quiso ser “boy” de uno de sus espectáculos y cuando se presentó y le dijo su apellido, ella le explicó emocionada que en Argentina había tenido un novio apellidado también Zapater, de origen español, que le pagó su primer viaje a España, al que le estaba muy agradecida. Al final resultó que el tal Zapater era un tío del padre de Alfonso.

De esta forma, resurgió en él su infantil afición por el teatro y el 16 de febrero de 1958, estrenaba su primera obra en el teatro María Cristina, Noche de pesadilla. La puso en escena el Grupo Recreativo Talía, bajo la dirección de Carlos Lang. En los programas de mano, el propio autor advertía: “Es una comedia de intriga policíaca, aunque no me atrevería a encuadrarla dentro del género. Me he propuesto solamente, a través de la brevedad de sus tres actos, mantener el interés tanto en el diálogo como en la acción, de manera que al final podamos todos sentirnos satisfechos”. 

Su siguiente obra, La chavola, fue dirigida por José Franco y estrenada en sesión matinal en el Lara el 1 de julio de 1958   por “El Corral de la Pacheca”, su propio grupo escénico, integrado en esta representación por José Luis Hernández, Carmen Martín, Paquita Fajardo, Conchita Álvarez, Anastasio de Campoy, Emilio Padilla, Braulio Crespo, y por la que fue su mujer, Pilar Delgado. Obra de fuerte crítica social, cuyo tema, el chabolismo y la marginación, fue consentido por la censura por tratarse de una pieza de las denominadas de cámara y ensayo,  en las que, dada su escasa repercusión, no solían meter las tijeras. Buero Vallejo lo felicitó personalmente mostrándole su extrañeza por haber burlado el filtro censor; sin embargo, la crítica del momento, incluido Alfredo Marqueríe, del ABC,  contrariamente a lo que años después recordará Alfonso en sus Memorias, no fue muy favorable. Así, por ejemplo, el citado crítico decía: “La chabola encierra en su tesis una buena intención laudable, moralizadora y ejemplificadora, pero adolece de los defectos propios de un autor novel, de técnica ingenua y primaria, tanto en lo que se refiere a la expresión dialogada artificiosa y poco natural, como a las entradas y salidas de los personajes, como a la falta de dosificación de los efectos bruscos y sin ritmo. Todo en La chabola, desde su asunto hasta la traza de los personajes –siempre de una pieza, sin matices, es decir, sin verdad ni humanidad- pasando por la escasa duración de los actos revela el aire de improvisación y de esquema de quien da sus primeros pasos titubeantes por el difícil camino del drama. Ahora que, por algo se empieza, aunque este “algo” encierre mejor propósito que realización y logro.” Tan solo salvaba de la representación a Pilar Delgado, de la que dijo es “actriz joven pero de soltura, voz y dominio envidiables y admirables.”

Poco después, el 23 de julio, en el teatro de Bellas Artes del Círculo Catalán, “El Corral de la Pacheca” estrenaba Llegaron a una ciudad, de Priestley, autor asimismo de la obra, reconocida mundialmente, Llega un inspector. Alfonso Zapater logró acceder a este escenario gracias a Alberto Insúa, y encargó a su amigo de Alcañiz, Sergio Ferrer de la María, que a la sazón estudiaba en la Academia de Cine y que poco después sería uno de los ayudantes de Luis Buñuel en Viridiana, la dirección de la misma. La comedia fue traducida y adaptada por Mario Antolín Paz, marido de la gran actriz María Fernanda d’Ocón. En el reparto intervinieron actores que más tarde alcanzarían renombre como Mari Luz Bautista, Sergio Mendizábal, Lola Gaos, Hebe Donay y Fernando Guillén.

Su siguiente obra, El farol,  fue estrenada también en el Teatro de Bellas Artes. Se trataba de una comedia amable y humana con su correspondiente carga de tristeza y nostalgia, que se desarrollaba en Nochebuena, y sus protagonistas eran vagabundos sin hogar ni familia para celebrar esa señalada fecha.. La acción transcurría en un espacio único, donde las sombras se mezclaban con las luces. Sus intérpretes fueron los mismos que  habían actuado en La chabola. El periodista José Antonio Alejos-Pita le hizo una entrevista para la revista Juventud, en la que le dedicaba grandes elogios: “Como puede verse, las aspiraciones de Alfonso Zapater son dignas de la mayor consideración. Pero opino que son dignas todavía de otra cosa mejor. Son merecedoras del apoyo y de la estimación de la juventud española, que tiene en estos muchachos un nuevo ejemplo de impulso y de valentía. Son muchas las dificultades que han de pasar para llegar a la meta que se ha propuesto… Merece hacerse notar la juventud que representa. La juventud que sabe lanzarse por cualquier camino sin asustarse por nada. ¡Y fijaos que meten miedo los críticos!”. El farol  se representó durante algunos años en el Ateneo de Zaragoza, que contaba con el escenario del Mercantil, cuando Alfonso estuvo al frente del Aula de Teatro de la Comisaría de Extensión Cultural de la Diputación a principios de los años sesenta como vamos a ver.

 

De regreso a Zaragoza

Por cuestiones personales y familiares regresó a Zaragoza en los años sesenta. Colaboró en Radio Juventud, con Pedro Ara y Alberto Albericio en programas como “Café, copa y puro”, en tertulias radiofónicas y escribió multitud de guiones. Al mismo tiempo colaboraba en el diario Amanecer, para el que hacía reportajes, aunque oficialmente estaba de corrector de pruebas y se convirtió también en corresponsal de Europa Press. Poco después, dejó Amanecer y entró en la redacción aragonesa del vespertino Pueblo.

Como hemos señalado, durante los primeros años de la década de los sesenta Alfonso dirigió el Aula de la Comisaría de Extensión Cultural. Tras reponer su obra El farol, el 28 de junio de 1962, cuando se conmemoraba el 550 aniversario del acontecimiento histórico del Compromiso de Caspe, estrenó una nueva obra, Crónica del compromiso, dedicada a esta efeméride. Con la colaboración de la Tertulia Teatral de Zaragoza y bajo la dirección de Manuel Muñoz Cabeza, esta primera versión en un acto fue una especie de conferencia escenificada. Algunos años más tarde, en 1975, la pieza se recuperó a instancias del Centro de Iniciativas y Turismo de Caspe  para representarse anualmente en la fecha  conmemorativa del Compromiso, con puesta en escena a cargo del Teatro “La Taguara”, bajo la dirección de Pilar Delgado. Alfonso revisó la obra dándole un corte más clásico y alargando su duración. De igual forma, la editorial Litho Arte, publicaría por esas fechas su versión escrita.

Fue a principios de los setenta, cuando su mujer, Piliar Delgado, de familia dedicada al teatro, que por estos años dirigía un interesante programa radiofónico, “Por los caminos de la poesía”, en Radio Nacional, fundó el teatro-escuela La Taguara (vinculada poco después a Publicaciones La Tagurara, que se dio a conocer con sus Premios de Poesía de 1973, única vez que se convocaron), que era el nombre de un bar en la calle Fita, en el que se hacían exposiciones.  Hacia 1974 se constituyó ya como compañía de teatro independiente. Su actividad teatral se centró fundamentalmente en obras de temática aragonesa, reivindicativas o de denuncia. Con La Taguara Alfonso estrenaría tres obras, las ya mencionadas, Crónica del compromiso y Aragón para todos, que consagraría de forma definitiva a la compañía (se llegó a estrenar en el teatro Alfil en Madrid en 1980), con la que recorrerían toda la geografía aragonesa, y su otro gran éxito fue, Resurrección y vida de Joaquín Costa, de la que incluso grabaron una serie para la Televisión Aragonesa y que luego comentaremos más por extenso.

 Otras piezas teatrales de Alfonso Zapater son Yo traigo la luz, Se fue al amanecer, Tio Títeres y Una mirada sobre Daroca. Escenificación del misterio, esta última escrita en colaboración con Juan Manuel Torrijo en 1965.

Volviendo a su actividad periodística, en 1966 entró a formar parte de la redacción de Heraldo de Aragón, que ya no abandonaría hasta su muerte, donde comenzó a escribir una página diaria, “Zaragoza al día”, en la que mezclaba el reportaje, la crónica, la entrevista y el comentario o la opinión. En suma, algo nuevo, distinto en el periodismo de la época. Su serie “Aragón, pueblo a pueblo” se convirtió en un impresionante fresco del panorama regional, en el que todos los municipios estaban presentes -1350 núcleos de población- y que fue publicada en 18 volúmenes, con prólogo de su amigo Camilo José Cela. En la memoria colectiva del pueblo aragonés también  sobrevive su beligerante reportaje sobre la inundación de Fayón, magistral trabajo de periodismo de investigación. Son igualmente destacables sus trabajos sobre el incendio del hotel Corona de Aragón, en 1979, en el que murieron decenas de personas.

 

Costista hasta la médula

En 1975, Alfonso Zapater, gracias a las facilidades que le concedieron los familiares de Joaquín Costa, pudo estudiar y analizar los documentos que se conservaban en las estanterías de su despacho de Graus, más de doscientos ochenta y tres legajos y carpetas. Asombra la capacidad de trabajo del intelectual grausino, pero también la de Alfonso Zapater, quien en dos semanas de estudio intenso escribe los más de doscientos folios de su primer libro sobre Costa, titulado Desde este Sinaí (Costa, en su despacho de Graus), en el que se resume el contenido –el pensamiento- de todo este material acumulado en el despacho del regeneracionista aragonés. Se trata de un ensayo fundamental en su producción, pues con él se inicia una constante en la misma que no habría de abandonarle ya nunca: su costismo militante, que no es sino una concreción intelectual del amor y el interés que el albalatino siempre tuvo por Aragón. Zapater trae al presente a Costa, lo hace vivir de nuevo y mediante un diálogo con él recupera lo fundamental de su pensamiento y de su personalidad: el trueno de su voz, su misantropía, la irritación que le causa su enfermedad, la desesperación por la secular sordera de Aragón y de España ante sus reflexiones, la justa ira por las razones desatendidas, desoídas y marginadas, etc. El despacho de Graus es un hervidero de ideas, opiniones y consejos. No existe una especialización concreta o una preferencia sobre determinados temas. Al polígrafo aragonés le preocupaba todo lo que afectara a España  y por ende a Aragón-, nacional e internacionalmente. Hay sed de justicia y hambre de libertad. Le interesa, en especial, “hacer libre al pueblo español, que no lo es a pesar de sus leyes aparentemente democráticas”; elevar la cultura, es decir, modificar la manera como se distribuye el presupuesto a favor de la educación, y establecer o crear una disciplina social que a todos obligue y a todos alcance”.  De alguna forma, Desde este Sinaí  encierra una obra de teatro centrada en el pensamiento de Costa, pero demasiado discursiva y densa.

Esta pieza teatral que anticipaba su ensayo anterior la va a escribir en 1978, Resurrección y vida de Joaquín Costa. Ideario dramático en dos partes (Zaragoza, Guara Editorial, 1979). A este respecto, Zapater señalaba en la introducción que su intención había sido la de llevar a Joaquín Costa  al teatro, aun siendo sabedor de que “es empresa arriesgada y mucho más si se pretende realizar teatralmente, de acuerdo con las exigencias del género. Hay tres vicios o defectos en los que, a primera vista, se puede caer fácilmente: el abuso del monólogo, el diálogo excesivamente discursivo y la sucesión de estampas sin la necesaria coherencia en la acción. De estos tres vicios o defectos, casi obligados en este caso —máxime conociendo la personalidad de Costa—, he intentado huir para dar al hecho teatral toda su fuerza apoyándome en personajes reales, de carne y hueso, como reales son también —fueron— los diálogos que se escuchan en escena”. Así pues, Zapater busca a Costa en su voluntario retiro de Graus -en su tierra, en su patria- para repasar, desde el escepticismo que le confieren los años y el lastre de su enfermedad, en conversación con sus íntimos (Manuel Bescós, “Sivio Kossti”, Carmen Viñas Costa, Ramón Auset, etc.)  su vida, sus ilusiones –desilusiones-, sus proyectos, etc. El preestreno de la obra se celebró en Graus, el jueves 8 de febrero de 1979, con motivo del LXVIII aniversario de la muerte de Joaquín Costa, y el estreno oficial en el Teatro Principal de Zaragoza, el día 15 del mismo mes, a cargo del Grupo de Teatro Independiente La Taguara, bajo la dirección de Pilar Delgado.

La pasión de Alfonso Zapater por Joaquín Costa le lleva a fabular sobre los aspectos más personales, íntimos, del personaje. Así, partiendo de un imaginario manuscrito -unas memorias apócrifas como reza el título, que en el fondo no son sino los documentos que Zapater consultó para escribir Desde este Sinaí- que ni los más tenaces investigadores han descubierto, y de un enigmático personaje que se considera la reencarnación de Joaquín Costa en el presente, Alfonso Zapater repasa la vida y la obra del regeneracionista aragonés en la novela titulada, El regreso de Moisés. Memorias apócrifas de Joaquín Costa, (Zaragoza, Mira Editores, 1996), pero centrándose de manera muy especial en aquellos aspectos que inciden en su vida sentimental, contribuyendo a potenciar la semblanza humana del montisonense-grausino, la cual para la mayor parte de sus estudiosos pasa desapercibida, y todo ello desde la convicción de que en esta vida, antes que genio no hay otra cosa tan difícil como llegar a ser hombre, de hecho, en su semblanza de Joaquín Costa si algo resalta por encima incluso de su pensamiento es su fisicidad, su necesidad de amor, de sexo, de que le quisieran como persona.

Como colofón, Alfonso Zapater escribirá también una biografía del montisonense en el año 2005, Joaquín Costa (Zaragoza, Delsán Libros, 2005), en la que aporta datos y recuerda anécdotas poco conocidas tanto del personaje público, como del privado, el que tuvo una hija secreta y se resistió durante mucho tiempo a reconocerla como suya. La presencia de Costa y de su pensamiento no se agota única y exclusivamente en la escritura de las obras reseñadas, sino que se manifiesta también, de una u otra forma como constante influencia, en toda la producción escrita del periodista.

 

Novelista

Durante su estancia en Madrid, Alfonso Zapater combina sus inquietudes poéticas y teatrales con las narrativas y escribe su primera novela, inédita por el momento, titulada Camelia, en la que según resume en sus Memorias se mostraba “ingenioso y humorista a la par”, en ella relataba una singular historia de amor, desde una “perspectiva diferente a la tradicional”. En este mismo capítulo de sus Memorias confiesa que es en “la novela donde más a gusto me siento, porque me da la oportunidad de fundir la realidad con la ficción, sin olvidar que todo tipo de narración va acompañada también de poesía y teatro. Es una visión más rica de la realidad y de la historia, por sus muchas posibilidades”, y así es, quizá junto con la periodística, sea la novela el género más destacado de Alfonso Zapater, como lo demuestran los múltiples premios que alcanzó.

Con su segunda novela, primera publicada, El hombre y el toro (Zaragoza, Litho Arte, 1976), consiguió el premio Padre Llanas, de Binefar, en 1975. Se trata de una novela simbólica y lírica, que remite con claridad meridiana a su etapa de novillero y que parece inscribirse dentro de esas obras de corte taurino que José María de Lera escribiera en los años sesenta dedicadas al mundo de los toros, nos referimos a Los clarines del miedo (1958), Bochorno (1960), Trampa para morir (1964) o Los fanáticos (1969), o a la de Camilo José Cela, El gallego y su cuadrilla y otros apuntes carpetovetónicos  (1949), pero en este caso se trata solo de un hombre y un toro, sin público ni orquestas, ni cuadrillas ni espadas, ni turistas ni picadores ni banderilleros que saben mucho, tan solo un hombre, un toro y una naturaleza inhóspita, que en una noche inclemente de cellisca se disputan una isla insignificante, un trozo de tierra que por capricho no se lo ha tragado el río. Se trata de una esplendida novela que, por encima de cualquier otra consideración, es una lección de fortaleza ante el infortunio y la desesperanza,  una demostración del valor que puede llegar a tener un hombre en una situación límite, pero también, al final, es una historia de amistad y admiración, de supervivencia animal. El autor no toma parte por ninguno de los dos, simplemente deja actuar a sus instintos animales. El hombre y el toro tiene  connotaciones de heroica epopeya. El frío y el mal tiempo en que la acción tiene lugar no son un recurso del escritor para añadir suspense o dramatismo al relato, que también, sino que fueron una realidad, el suceso no es ficción, verdaderamente un hombre y un toro, en unas condiciones extremas, como se explica en una nota, protagonizaron esa noche y los periódicos lo contaron en su sección de casos insólitos.

Imbuido del pensamiento costista, Zapater escribió Siembra (Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1978) y El pueblo que se vendió (Barcelona, Bruguera, 1978), dos magníficas novelas de realismo social rural, que conforman un díptico perfecto de la realidad de los pueblos de Aragón.

Con la primera, Alfonso Zapater ganó el Premio “San Jorge” de Novela 1978. En ella narra la rivalidad entre dos familias –de alguna manera se trata de una metáfora de la guerra civil-, las últimas que quedan en un pueblo: una, los Acines, compuesta por la viuda, Blasa Cenarbe Adiego, madre de tres hijos solteros “como tres castillos” –Cosme, Fermín y Doroteo-; otra, los  Artales, compuesta por el viejo Lorenzo Artal Sendino, su mujer Ramona Bielsa Martín, tres hijas, también solteras, Rosario, Ramona y Dolores, y Lorenzo, su hijo menor –el impotente-y la mujer de este, Cristina Berdún Larués. Dos familias enfrentadas en su soledad, dos bandos –los rojos y los azules, los pobres y los ricos- odiándose a muerte en una guerra sorda que a veces estalla en insultos y algaradas que llevan a la justicia a sentenciar el  destierro de la familia de los Acines por sus amenazas continuas a los Artales, por su tradicional malquerencia. La enemistad proviene de tiempos de la guerra, cuando el ahora viejo Lorenzo parece ser que delató a Cosme Acín Palomar, quien fue asesinado. A partir de ese momento el rencor anida en la familia de los Acines, con tres hijos, “como tres castillos, cualquiera nos tose”, sin atender a palabras, sin que el amor de reminiscencias shakesperianas  que surge entre los primogénitos de cada casa, Cosme y Rosario, logre el perdón, ni siquiera con la esperanza de futuro para el pueblo y de reconciliación para las familias que podría suponer esa nueva vida que crece en el vientre de Rosario; sin embargo, ya nada es posible, todo está perdido: la sangre de Caín sigue triunfando hasta adueñarse de ese pequeño microcosmos del solar patrio que es el pueblo.        

Con El pueblo que se vendió Alfonso Zapater ganó el premio Ciudad de Barbastro de 1978 y se anticipó a toda esa literatura de la memoria, de mundos que se acaban, tan propia de los narradores leoneses (Juan Pedro Aparicio, José María Merino o Luis Mateo Díez) y a libros de enorme popularidad como La lluvia amarilla, de Julio Llamazares, ambientado en el Pirineo aragonés. El pueblo que se vendió tiene ecos de la narrativa de Rulfo, en especial de Pedro Páramo, solo que en este caso son los vivos los que reclaman, los que dan voz a los muertos. La historia trascurre en Urbecia, un pequeño pueblo aragonés, que se va quedando sin habitantes, hasta que los últimos deciden vender sus propiedades y lo abandonan definitivamente, todos, incluidos los muertos que son trasladados a la localidad vecina para volver a ser enterrados. El lugar se acota y el casco urbano, para evitar el retorno de los antiguos habitantes, se convierte en un cercado protegido por un implacable patrón y por Damián, un terco lugareño aferrado a lo suyo que, aunque vendió sus propiedades, consiguió su usufructo y trabajar para los nuevos propietarios como guarda. La vieja tía Micaela ronda cada día las alambradas, para reclamar los huesos de su difunto, los cuales no fueron exhumados en su momento con los del resto de la población y que ahora ella necesita recuperar para descansar en paz junto a ellos. El capataz no puede soportar su presencia, le deniega una y otra vez su petición y amenaza con matarla si la ve merodear por el vallado. Damián comprende su reclamación y poco a poco va robando los restos  para devolvérselos a plazos a su legítima dueña, como si de una macabra deuda se tratara. Esta tarea reparadora le lleva a darse cuenta que el ciclo de la vida en Urbecia se ha roto de manera definitiva, ya nadie podrá pasar noticia de su muerte, de esta forma descubre a su alrededor toda una serie de males: la soledad, el paso inexorable del tiempo, la muerte y sus consecuencias más inmediatas: el pánico a morir solo y el miedo a convivir con los fantasmas del pasado. Así se desencadena toda una serie de sentimientos de culpa en su interior, en especial su falta de valor para declarar su amor a Orosia y haber luchado junto a ella contra la despoblación teniendo hijos; su dócil conformismo para aceptar la muerte de una manera de vivir y de su pueblo y, sobre todo, el de no mantenerse fiel a sus principios y a la memoria de los suyos y acabar abandonando la aldea como los demás. Para evitar esta situación, para no perder definitivamente la dignidad y como desagravio a los errores cometidos en el pasado se rinde al amor pasivo de la viuda Hortensia con la finalidad de tener hijos y de que la vida vuelva al pueblo, pero ya es demasiado tarde, con fatalidad de tragedia clásica, en un final tremendista, asistimos al asesinato del patrón. Al final los muertos imponen su muda ley a los vivos, ya no hay futuro y todo será olvido en Urbecia.

La novela impresiona, no solo por su calidad literaria, sino por la tristeza de saber que no hay solución posible. Su prosa es cruda, sin artificios, con un léxico vivo, preciso, autóctono, con el que logra crear un clima poético, en ocasiones casi lírico, que hace que el lector acompañe a Damián en sus meditaciones y remordimientos, en su soledad, convirtiéndolo en protagonista.

En 1980, Zapater conseguía con la novela Viajando con Alirio (Barcelona, Planeta, 1980) el Premio Ciudad de Jaca. En ella, Enrique, conductor que se gana la vida transportando mercancías por España con su furgoneta, es contratado para trasladar a su pueblo natal el cadáver de Alirio Pérez Lafita, un transporte ilegal que le llevará por los lugares  en los que transcurrió la vida del difunto en una suerte de casualidad-causal que lo va atrapando en la personalidad de Alirio. La novela se desdobla y en cada uno de los lugares que recorren, en primera persona, en un tono épico e intimista, el personaje principal relata en forma de memorias sus vivencias. Su vida fue singular, voluntariosa, aventurera, en ella Alirio manifiesta una clara voluntad de ser un hombre más natural que social –el modelo bien podría ser el del buen salvaje de Rousseau- que se adapta a los ambientes sucesivos sin que estos interrumpan el curso de su trayectoria que tiene a gala no volver sobre sus pasos, porque cuando lo hace es solo su cadáver quien recopila sus andanzas y vivifica su huella, sobre los seres que conoció, sobre los paisajes que holló, etc. Alirio de alguna manera es una especie de Pedro Saputo particular, un hombre con una filosofía personal que al cumplir la mayoría de edad decide enfrentarse a su “verdad desnuda”: el hecho de ser hombre en absoluta libertad, sin ataduras de ningún tipo, sin perseguir ningún fin en la vida, su único objetivo es el de vivir cada día como si fuera el primero de su existencia, anhelando lo inalcanzable (¡Cuánto del propio Zapater en este personaje!).

La novela pues, presenta la vida de Alirio como una sucesión de peripecias, de estructura itinerante –modélo clásico picaresco, pero sin picaresca, en modo alguno Alirio es un pícaro-. Alirio, como Pedro Saputo, es hijo de sus  obras, de su talento natural y de su voluntad de aprender y saber: Alirio abandona su casa y se lanza a recorrer mundo sin destino y sin metas: primero conoce el amor en una venta con una mujer madura  y trabaja durante algunos meses en la restauración de una iglesia como peón de albañil. Aquí nace su amor por el arte, lo que le lleva a aprender la profesión de alfarero,  hasta que  es hecho preso por desertor del ejército. Tras pasar dos años cumpliendo con la Patria, donde aprende a tocar maravillosamente bien la guitarra, entra a trabajar de camarero y su carácter emprendedor le lleva a asociarse con el dueño y a montar un complejo hotelero en el que instruir a los profesionales del gremio. Pronto se enamora de Martina, la hija de su jefe-socio y esto un tiempo después provoca que tenga que abandonar el negocio, pues su padre no ve con buenos ojos la relación. Alirio se retira al desierto para reencontrarse consigo mismo (capítulo muy filosófico que habla del transcurrir del tiempo, del ser, de la libertad, de la esclavitud actual. Se reintegra a la sociedad, rescatado del desierto como si de un salvaje se tratara, pero poco a poco recupera sus habilidades e instruye a todo un pueblo en ellas. Sigue su peregrinar y llega a unas cuencas mineras donde ayuda a los mineros en su esfuerzo por mejorar sus condiciones sanitarias y consigue un hospital. Vuelve a la ciudad y se alcoholiza. Sale de esa situación y ya sin esperanza de conseguir su ansiada libertad, se prepara para morir y escribe-ordena sus pensamientos. Contrae matrimonio con una mujer a la que no ama, pero que le da cobijo hasta su muerte. Al final, su cadáver, como el de los héroes míticos, desaparece.

En 1981, Alfonso Zapater quedó finalista del Premio Nadal de Novela con su obra, El accidente (Barcelona, Ediciones Destino, 1983), tras la gijonesa Carmen Gómez Ojea, una licenciada en Filosofía y Letras, ama de casa con cinco hijos, que se definía como una “cocinera que escribe o una escritora que fríe huevos”, ganadora con la novela fantástica y de aventuras titulada Cantiga de agüero. Resulta paradójico que la novela de Zapater rezume un profundo feminismo al que la misma ganadora parece renunciar, pues se declara escritora por afición, escribe por las noches, después de cumplir como ama de casa.

Alfonso Zapater escribió  El accidente en dieciséis días, durante su veraneo en Sitges, si bien había madurado la idea durante más de un año. Basada en un hecho real que cubrió como periodista de El Heraldo, narra la despedida de soltero de cuatro amigos en la montaña –Candanchú- que concluye a su regreso con un fatal accidente, en el que mueren al permanecer 14 horas sin recibir socorro. Atrapados en los restos del coche, el novio trata de sacar a sus acompañantes la verdad sobre su futura esposa. Así, El accidente es la crónica de los últimos instantes de vida de cuatro hombres, conducida in crescendo –como una tragedia griega, en la que el coro lo forman las gentes del pueblo que acuden a la orilla del río Aragón para ver como sacan los cadáveres- con breves y elusivos diálogos, y sus correspondientes monólogos interiores, para dejarnos en la duda de si tal accidente no es sino colectiva y voluntaria anulación (el parecido con El Jarama es solo instrumental). Novela realista, no exenta de toques líricos presentes en el ritmo de la prosa y numerosos elementos simbólicos (la montaña, el río, la noche, la tortuosa prisión de hierros retorcidos en que se ha convertido el chasis del coche, una especie de simbólica tela de araña en la que se encuentran atrapados, etc.), narrada desde los diferentes puntos de vista de los cuatro personajes: Antonio, Ramiro, Pedro y Carlos. Sobre ellos gravita la sombra de la auténtica protagonista, ausente, pero siempre presente en el recuerdo de cada uno de ellos: Mercedes. Novela feminista en la que se reivindica la libertad sexual absoluta de la mujer.

En 1983, Alfonso Zapater vuelve a presentarse al premio Nadal con su novela Los sublevados (Zaragoza, Heraldo de Aragón, 1983. Nueva edición en la Editorial Certeza, 2005). En ella novela con rigor histórico la epopeya de la sublevación republicana de Jaca a cargo de los capitanes Fermín Galán y Ángel García.

En sus páginas se recrea de forma casi cinematográfica la aventura vivida por estos capitanes, que se sublevaron el 12 de diciembre de 1930 en Jaca y proclamaron en esa ciudad la República. Tras hacerse con la capital jacetana formaron un convoy de camiones con cientos de soldados con el objetivo de tomar Huesca, pero fueron rechazados y ambos militares fueron fusilados tras un juicio sumarísimo.

Las cincuenta y siete horas y diez minutos que duró la aventura republicana, desde el 12 de diciembre de 1930, al toque de diana, hasta el día 14 a las tres y diez, son revividas por toda una serie de personas que participaron en los diferentes acontecimientos, testigos de la fallida asonada que, reunidos muchos años después, tratan de reconstruir los hechos y de revelar-descubrir la verdad de lo ocurrido, complicada tarea que deja algunas importantes preguntas sin contestar: ¿fueron utilizados en realidad los sublevados por los políticos de Madrid para medir las fuerzas de la monarquía?, ¿fueron sacrificados de forma consciente?, ¿cuál fue la verdadera actuación de Casares Quiroga?, etc. Paradojas de la vida, cuatro meses después de su fracaso y fusilamiento, se produjo la caída de la monarquía y la llegada de la II República sin el menor derramamiento de sangre, si bien las muertes de los capitanes no fueron en vano, pues se convirtieron en símbolo de la lucha por unos ideales.

La novela rezuma emotividad, admiración por la figura de Fermín Galán, al que se considera un mártir de la causa republicana, conocimiento de los paisajes de la acción y una documentación muy trabajada de los hechos narrados.

En 1992, Alfonso Zapater publicó su novela La ciudad infinita (Zaragoza, Mira).Se trata de una novela urbana, caleidoscópica, comprometida, de crítica social, implacable con la burguesía, en la que se denuncia la existencia en las ciudades de un ámbito marginal, de una capa social oculta y relegada, si bien la obra está recorrida de un humor constante desdramatizador. Escrita con un lenguaje sencillo. Como aconsejaba Celaya, Zapater escribe “como quien respira”. El protagonista es colectivo, de temática urbana. Con los característicos personajes representativos de su clase o grupo social, no hay argumento propiamente dicho, pues se disuelve en las peripecias de su acontecer diario: Felipe el Patapalo, Nicasio, Agustín Méndez el Poeta, Jorge Bescós el Galaxias, Dolores Velasco Heredia, la Pitonisa, etc., toda una caterva de pobres, menesterosos, putas, videntes, tullidos, en definitiva, una troupe de personajes alucinados, con su particular idiosincrasia  cultural, filosófica, de vida, etc., empeñados en crear un sindicato, el SILIPOPE –Sindicato Libre de Pobres de Pedir-, que defienda sus derechos como mendicantes y los reconozca como clase; sin embargo, a lo largo de la novela no consiguen nada, tan sólo ser el centro de atención, de sospechas de la desaparición de dos niños, que luego uno de ellos, Agapito, encuentra, así como también ser los máximos sospechosos de toda una serie de incendios de entidades bancarias que se están produciendo en la ciudad. Esta serie de incendios, parece ser que causados por el Sardineta, un pobre justiciero que atenta contra un capitalismo injusto, que no solo los mantiene en una situación inaceptable, sino que también los considera sospechosos de todo tipo de males. Junto con el realismo (son muy importantes las descripciones, en especial de lugares, calles, bares, locales de alterne, ríos, puentes, etc. de Zaragoza, que se convierte de esta forma en la gran protagonista), presenta otro nivel de lectura simbólico, así los ataques incendiarios o incluso el final, la muerte y entierro del Poeta., tienen una lectura más trascendente.

En 1995 y también en la editorial Mira, publica su novela Yo falsifiqué el Guernica, una reflexión sobre el arte, sobre su originalidad, sobre el amor,  la guerra civil española y la política de nuestro país (incluido el terrorismo vasco) en los años ochenta, todo ello construido sobre una intriga mínima en la que se deja entrever que el “Guernica  que regresó a España y se contempla en el Casón del Buen Retiro podría ser falso, debido a la mano de un experto falsificador”.

En Tuerto Catachán, autobiografía novelada del propio Zapater que ya hemos mencionado con anterioridad, va alternando la mirada de un niño que vivió la guerra civil y la inmediata posguerra, con sus padecimientos, odios, venganzas, prisiones y fusilamientos, a las que como es lógico no escapó su familia, con la mirada de un adulto, un periodista -el mismo Zapater-, quien es recluido en la cárcel de Yeserías (en realidad, como hemos dicho fue en Carabanchel), acusado de injurias al Jefe del Estado, situación que se prolonga durante poco más de un mes, y que supuso una terrible experiencia que le llevó a  conocer las cloacas del régimen franquista y a descubrir que la celebrada victoria de los vencedores y los sucesivos años de paz que le siguieron eran un espejismo, pues existía en España una guerra no declarada de odios, venganzas y muertes que infligían los vencedores sobre los vencidos y que él mismo sufrió en sus propias carnes durante su encarcelamiento.

En líneas generales, podemos concluir que su estilo narrativo es, sin duda, de corte periodístico: claro, sencillo, preciso y conciso (no es un fin en sí mismo, sino un medio para contar una historia), pero con fuerza, con imágenes y símbolos telúricos, con ritmos muy marcados basados en su mayor parte en repeticiones de nombres y sintagmas, con profundidad de pensamiento en sus reflexiones. Incluso, la mayoría de sus novelas tienen su origen en una noticia y fueron escritas en poco, muy poco tiempo, con esa inmediatez creativa tan propia del Zapater periodista, ansioso de comprobar la recepción del público. En todas sus novelas la muerte está presente, pero, paradójicamente, casi siempre se erige en fundamento de vida, como no podía ser de otra forma en alguien que tuvo verdadera pasión por la vida. Otra constante en ellas es Aragón (agua, tierra, viento y sol). El paisaje no es un decorado, es un personaje, en muchas, incluso,  el principal.

 

Biógrafo

Una de las facetas más desconocidas de Alfonso Zapater es quizá la de biógrafo (en este trabajo ya hemos mencionado las dedicadas al matador Braulio Lausín, al jotero José Iranzo y la de Joaquín Costa), si bien hay que significar que se trata de un estudioso un tanto sui géneris, poco paciente para reunir toda la información relativa al biografiado y poder así abarcarlo en su totalidad; es decir, más que un investigador al uso que trata de acotar una personalidad desde todos los puntos de vista posibles, él aborda la misma desde aquellos aspectos que le son más próximos y accesibles, por eso sus biografías no se pueden considerar totales y ni mucho menos definitivas –no sé si se ha escrito alguna-, pero, sin embargo, todas son simpáticas, más anecdóticas que profundas, más humanas que rigurosas, pues están hechas desde la amistad con el personaje o con aquellos que lo conocieron y lo trataron en su vida diaria o, incluso, en la intimidad, ya que las biografías de Zapater son más bien un conjunto de entrevistas, de conversaciones ordenadas que dan una idea parcial de la vida de una persona más que de una personalidad relevante.

Un claro ejemplo de todo lo anterior lo encontramos en la biografía que le dedicó al Rey, Juan Carlos, hombre (Zaragoza, IberCaja, 1990), un trabajo que ilustra la vida  de nuestro monarca durante su estancia en Zaragoza como cadete de la Academia General Militar. Sus páginas nos descubren a don Juan Carlos como una persona “sencilla, abierta y afable” en su trato con los compañeros de promoción y con el personal de la Academia. El peluquero del centro de enseñanza del Ejército de Tierra rememora sus frecuentes visitas a la barbería: “’Aféitame’, me decía, y yo le contestaba. Pero ¿cómo le voy a afeitar, Alteza, si no tiene barba?” En este sentido, Camilo José Cela, que escribió el prólogo del libro sobre un ejemplar de un ABC, al no tener a mano un papel en blanco, resalta que “Don Juan Carlos fue un hombre: cabal, templado y como Dios manda, con el pulso latiéndole en su sitio y la mirada abierta al mundo…”, incluso en la presentación del mismo, que oficio como maestro de ceremonias, dijo que “antes y después de Rey fue un hombre que jamás volvió la espalda al tiempo que le tocó vivir y al papel que le correspondió representar.” Así pues, la obra es un conjunto de entrevistas a personas que tuvieron la oportunidad de convivir con él: la limpiadora de su habitación, el conductor del tranvía que enlazaba el centro de Zaragoza con la Academia, etc. Se trata inevitablemente de una biografía impresionista y subjetiva, si se quiere, pero no por ello menos apasionante e interesante, necesaria y reveladora de la honda personalidad de Don Juan Carlos.

Otra biografía importante es la que dedica al pintor de su pueblo, Juan José Gárate. Recuerdos y vivencias, a quien el abuelo de Zapater, el “Tuerto Catachán”, conoció bien, Zapater tan sólo en sus últimos días, pero con eso y la colaboración de sus familiares y paisanos que lo trataron en la cotidianeidad en Albalate, reconstruye su vida de forma amena y repasa su producción artística.

Un compendio de micro biografías es su trabajo en cuatro volúmenes, Líderes de Aragón siglo XX (Zaragoza, 2000), una especie de who is who de nuestra Comunidad.

En este apartado de su producción también cabe mencionar el guión escrito para televisión a finales de los años ochenta dedicado al famoso pianista aragonés, Luis Galve: Tres cuartos de siglo al piano, interpretado entre otros por Mariano Anos y  Pilar Delgado. Así como el trabajo sobre el escritor aragonés, Ildefonso Manuel Gil, El poeta que vio nacer un pueblo.

 

Aragón en el corazón

Junto a su producción poética, teatral, novelística y biográfica, su obra comprende también una serie de libros de crónicas y reportajes periodísticos que se inician con Venezuela, paso a paso (Zaragoza, Tipo-Línea, 1971), fruto de un largo viaje por aquellas tierras hermanas, y que se centra fundamentalmente en Aragón: sus gentes, su paisaje, su riqueza cultural y patrimonial, etc. Andar, ver y contar es la máxima de Zapater, en el decidido empeño de recuperar las señas de identidad de nuestra Comunidad. En unión de su esposa Pilar y de la Taguara recorren hasta el último rincón de su tierra. Alfonso no pierde el tiempo y aprovecha para empaparse de todo, de su paisaje y de su historia, sus gentes y problemas.  Así en 1975 escribe Aragón, ruta de la sed (Zaragoza, Institución “Fernando el Católico”), con prólogo de Ramón J. Sender; Esta tierra nuestra (Zaragoza, Librería General, 1981-1986, VI tomos) y Aragón pueblo a pueblo (Zaragoza, Aguaviva, 1986, X volúmenes), introducida por Camilo José Cela, obra enciclopédica, en doce volúmenes, que acoge todos los núcleos de población aragonesa en plásticas semblanzas, casi como sonetos de una obra poética monumental, y que compendia la experiencia del autor a lo largo de muchos años de visitar todos y cada uno de los pueblos de nuestra geografía.

En este capítulo deberíamos mencionar también los múltiples guiones que escribió para la elaboración de videos sobre recorridos por tierras aragonesas (De la montaña a la ribera, Del Jiloca al Ebro, etc.), con producción de Pilar Burillo y dirección de Rajko Rutar.

Con Aragón como motivo central del libro encontramos también su obra de explícito título, Aragón 1900 (Madrid, Silex, 2002), en el que Zapater presenta una semblanza de los hechos más relevantes acaecidos en nuestra comunidad –en especial en Zaragoza- a finales del siglo XIX y primer tercio del s. XX: situación política, resumen de las ideas de Costa, la situación agrícola, el urbanismo, los regadíos, la exposición Hispano-Francesa de 1908, los periódicos y revistas, el ferrocarril del Canfranc, una sucinta presentación de aragoneses ilustres, el mundo del espectáculo, del deporte, la sublevación de Jaca, etc.

Digno de mención es también en este apartado su estudio titulado Don Quijote en Aragón en el que a analiza pormenorizadamente la obra, desde las menciones iniciales de Aragón en la primera parte, hasta llegar a la segunda, y más concretamente en la tercera salida del famoso hidalgo, cuando nuestro territorio cobra capital importancia, especialmente los treinta y un capítulos  (del XXIX al LX) que dedica fundamentalmente a la provincia de Zaragoza.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Villalba Sebastián

Fantasmas

20 de febrero de 2014 08:20:56 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

Me pasé cuatro años intentando descubrir

a quién me recordabas

a quién evocaba

cuando te amabs

cuando te decía te quiero

o iba contigo al cine.      

Nada muy profundo

simplemente una sospecha

el síndrome de Rebeca

alguien que está detrás de otra persona

de una manera tan leve

tan sutil que nunca llega a la conciencia. 

La otra noche

después de una lectura de poemas

firmaba ejemplares

de mi último libro

una mujer se acercó

la reconocí     

había estado una sola noche con ella

ni siquiera una noche completa

ni siquiera una noche muy buena

yo había huído vergonzosamente

de su locura

la reconocí     

esa mirada un poco desequilibrada

(el descontrol entre los ojos y la boca

que expresan cosas diferentes

hasta opuestas)

la sonrisa sádica y a veces masoquista

el temblor de las manos     

entre la omnipotencia y el desamparo

una belleza herida

una belleza dolorida

nos saludamos

(ah esa nueva sumisión que yo no conocía

y se debía exclusivamente al hecho

de que yo había escrito el libro) 

le firmé el ejemplar

pero ahora yo había hecho un gran descubrimiento

ahora sabía a quién me recordabas vagamente

te parecías a ella

de una manera personal e intransferible

de una manera que estaba en mi cabeza 

sólo

que cuatro cinco años atrás

la noche en que me acosté con ella

lo hice porque me recordaba a otra

a otra mujer a la que había amado

diez años antes

y no nos fue muy bien 

pero aquella otra mujer

-a la que amé hace diez años-

me recordaba a otra anterior

a la que había amado intensamente

y ahora estaba enferma de cáncer 

una cadena de replicantes 

los eslabones de una biografía de amor         

llena de espectros

que conducen de una mujer a otra

como los afluentes de un río

que va a dar al mar

que por supuesto, es el morir.  

Salvo que aquella mujer que amé

intensamente en mi juventud

fuera alguna otra

que no puedo recordar.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Cristina Peri Rossi

La droga del café Gijón

19 de febrero de 2014 14:40:39 CET

El Gran Café de Gijón es como una taberna de pueblo pero en fino, con grandes ventanales por donde asoman la jeta, en los veranos, los famosos y los que tienen ganas de serlo. Esta taberna ilustre navega entre militares, chulos roñosos, ciegos de vara en mano, travestís, modistos, cuentistas, ladrones de corbata, marchantes incultos, borrachos de prestigio y mil profesiones inclasificables. Al Café Gijón van los catetillos para ver de cerca las lumbreras del país, los actores, más pochos en verdad que por la tele, para olismear de reojo las rancias tertulias. Al Café Gijón van las ancianas para gastar su pensión en lentas meriendas, vestirse de colorines –en un sitio donde las apedrean- y untarse potingues rosados en sus mofletes de gelatina. Los chaperos hacen como que mean en los servicios, se acicalan la pringue del pelo, toman leche y engatusan a los maduros en la barra. Alfonso, el cerillero, renquea su reúma entre la cocina, los lavabos y el puestecillo con la radio colgada a la oreja. Una aguja inquietante, en la primera fila de mesas, controla desde la negrura de sus gafas la fácil alegría del imbécil. Cristino Mayo es más serio que un cólico de madrugada. Cristino Mayo odia a los mariquitillas que mueven el culín por el Gijón, no los puede ver y monta cirios propios de su edad gruñona, con la consiguiente escandalera de los afectados, que se ríen ante el oscuro escultor. Me cuenta José Lucas cómo uno de estos niñatos se acercó a Cristino para pedirle fuego –Cristino, como siempre, estaba fumando sus puritos negros-. Pero el señor artista, sin inmutarse, contestó: no tengo fuego. El mariquita, alucinado, se dio media vuelta sin dar crédito.

 

El Café Gijón es una taberna de pueblo donde todos se conocen, se critican, se alaban, odian, bendicen y maldicen, arreglan el país ante una taza pestosa repleta de colillas. Hay clanes, familias, separatas, juntatas, tribus, fronteras, policías y ladrones. El relumbrón y prestigio del Gran Café encubre la mediocridad de mucho pintor, poeta, escribidor, teatrero, que ventosea su aburrimiento al terciopelo rojo de las cultas sillas. Los pones a las puertas de sus casas, les tapas los ojos y a la media hora están roncando tras las ventanas del chiringuito de Recoletos. El Café Gijón es una droga. Da mono si no pasas por allí y estrangula la creatividad. Hay que ir a diario, o casi. A Pepe, el dueño, le viene como dios. Es un sebo hortera y suculento para un país mitómano, como dice Manuel Álvarez Ortega, el poeta solitario, en vida y en obra, de este antro de madera y mármol. Sólo el Banco sabe los cuartos que el señor Pepe amarra al cabo del día, porque el chorreo de gente no para desde que levantan la escotilla hasta que dan el cerrojazo con un corte de mangas los camareros.

 

Famosa por machacona después de mil años de citarla, reportajearla, retratarla y así hasta y pico de veces es la tertulia literaria de este café. Espigas como don Camilo antes de ser tonel académico, avispas gerardas de repentino talante y garcilasos anietados eran, entre otros sesos de brillo desigual, algunos de los comunión diaria en esta capilla de santones entrañables. Ya no no podemos oír la flauta niña y culta, chilloncilla, hiriente y espigarda de Enrique Azcoaga. Nos ha puesto los cuernos con otra tertulia, a la cual todos estamos invitados. Enrique, venenoso y cachondo, brillante prosa, olvidada, en las paredes de este Café. Enrique Azcoaga haciendo chistes con su muerte en un día de paseo. Caminábamos José Lucas, él y yo por Recoletos cuando empezó a llover. Y Enrique dijo: meteros las manos en el bolsillo, que llueve menos. Son teorías de la edad, ya próximo el ataúd. Era junio de 1984. Un año después, sin cumplirse, aquella gracia se cumplió. Sí se puede ver y oír a Ramón de Garciasol, grave y docto, catedrático en esta esquina de la Tierra donde venden café charlado, sosiego a los oídos. Algunas tardes baja, desde la calle Augusto Figueroa, Francisco García Pavón. Y se sienta, y escucha y mira este cuento de la vida, retrepado mansamente en la esquina del asiento. Vivaracho, pendiente, con la antena puesta, listo, enganchado por amor al tren antiguo con vocación de meteorito futurista, el pintor José Lucas, varias veces mentado en esta droga que se llama Gran Café de Gijón.

 

A esta droga acuden, también, una mollera calva, fresca y lúcida cola del naranjero Manuel Vicent; una barba brava y combativa como la de Álvaro de Luna; una rubia nueva como Blanca Andreu; yo que sé, mucha gente: Ramón Akal, el editor, Patricia Lanzaco, Ana María Navales par quedar con la gente. Francisco Umbral iba por allí hasta que alguien le quitó el resuello por no se qué artículo. Antonio Quirós, de pronto, también dejó de ir. El Café Gijón, de pronto, se aturdió sin sus cenas en esa primera fila. Fue Antonio Quirós quien me abrió la puerta de esta casa presentándome a la gente que había que conocer. En Londres moría este pintor montañés que contaba historias fantásticas, que nada tenían que ver con los apaños del arte. Antonio, el bigote de esparto y nicotina más creíble de las noches de Madrid.

 

Las tripas del Café son una catacumba de madera y alfombra roja, donde cuelgan sus vanidades los poetas y pintores que por aquí pasaron. Una  galería de famosos que, enmarcados, contemplan al personal llenado las barrigas con merluzas, vacas, calamares o potajes. Es el secreto lujoso de esta droga cara, vedada para los chulos, navajeros y borrachos sin título, para los artistillas con carpeta ilusionada bajo el sobaco. El Gran Café de Gijón es un gallinero histórico que estuvo a punto de llevarse entre las llamas, de haberse prendido la gasolina que alfombró sus suelos, las vísceras de las viejas con oros en la pechuga ajada, los riñones del contertulio ilustre, el cerebro carbonizado del escritor de moda, el pellejo del actor famoso y hasta el mismísimo pirómano que quería salvarse y salvar las almas de los descarriados en un acto de iluminación ígnea, pero el sonoro estacazo en el cráneo del iluminado, que propinó el camarero de turno, puso fin al harakiri colectivo y todo el país aplaudió la heroicidad. Después de unas horas el trajín de viejas, artistas, mariquitas selectos en busca de carne vallecana, solteronas con bolsos Loewe y poetas delicados era tan semejante a otros días que nadie se percató del tráfico de tila que entraba a la cocina para reanimar al héroe de la tarde. Todo había terminado. El Café Gijón era otra vez el gallinero cutre y refulgente de las tardes de modorra y somnolencia que siempre fue, el sitio de encuentro obligado, el primer pulso de la noche, la primera copa y el chismorreo viperino y verdulero.

 

Escrito en Lecturas Turia por Cipriano Torres

Ortiga de Bucarest

19 de febrero de 2014 08:19:24 CET

 

NO todo podía ni tenía porqué ser una fiesta en Bucarest. Dos o tres días después de la presentación de mi novela en la sede del Instituto Cervantes, me llamó el director del Centro Cultural Español, Pedrito Ortigosa, alias Petrisor o más comúnmente, Urzica, esto es ortiga, como le llamaban casi todos los rumanos que habían tenido la desgracia de tratar con él, incluidos los que eran untados en plan limosneo, “con un dinerillo”, esto es, con dinero negro procedente del jugoso racket empresarial que se conoce con el nombre de “Patrocinio” y hasta “Mecenazgo”, y que da pie a pintorescas intervenciones congresiles del género: “Cultura y Empresa, dos mundos y un solo objetivo: el Bienestar de la Humanidad”. Urzica, pues. Fue muy desagradable.

        A Urzica los rumanos también le llamaban, no sin retranca, Petrisor. No era un diminutivo afectuoso, sino que se refería a su envergadura de trasgo.

Urzica había aparecido en Rumanía de la turbia mano del PC en tiempos de Ceaucescu, dato este que el interesado ocultaba con cuidado, como el que su connivencia con la Securitate de Ceaucescu había sido clara. Pero el fondo real, según se decía, porque estas cosas son “según se decía”, como en tiempos del maestro, es que en realidad era un infiltrado, uno de los incontables informadores de la policía española de los años sesenta y setenta, algo que en España es un tema tabú que no ha tocado nadie, porque está todo enjuagado. Amnistía del 77. Para todos.

En el mundo del arte, las letras, la universidad, los sindicatos, la política hay antiguos confidentes de la policía secreta franquista a quienes nunca, nadie, ha inquietado. Y no pasa nada. Ni pasará. ¿Qué va a pasar, qué van a encontrar a estas alturas? ¿La instancia en la que el bellaco de turno se ofrecía a ser chivato de la policía a cambio de que le pagaran una carrera universitaria y poder así escapar del pueblón o del convento al que estaba condenado? ¿Cuántas instancias de esas se habrían escrito en aquella España cochambrosa? ¿Estarán destruidas? La destrucción de documentos comprometedores ha sido un clamor.

¿O es que acaso van a encontrar copia de los informes redactados de denuncia (...)

        Richard me había prevenido contra el mundo cultural español, del embajador para abajo, y hasta contra los policías y los agentes secretos preceptivos, unos golfantes que pululaban por los alrededores de la embajada y que con copas en la mano se jactaban de redactarles  constituciones por encargo “a los negros”.

Pero en especial me había prevenido contra Ortigosa, el director del Centro Cultural Español. En su opinión era un intrigante peligroso. Aunque es difícil definir a una criatura así. Urzica más que un novelista necesitaría un policía que tuviera acceso, que todavía nadie tiene, a los archivos donde duerme la verdadera historia de España o, en su defecto, un veterinario, tal vez un zoólogo especializado en los “galgos raros” de los que hablaba Jonathan Swift para explicar las raterías domésticas.

Ortigosa se me presentó como un listillo de caricatura. No había  chanchullo que se le escapara y lo tenía que contar, en público o en privado, para demostrar lo listo que era.

Bien, bien. El caso es que Ortigosa, el director de aquella zahúrda que atendía por el nombre de Centro Cultural Español, me citó a comer en un restaurante italiano de la parte del mercado Amzei, en Il Calcio, no Il Cazo, pero podía serlo por varias razones y la primera de ellas sería su cabeza.

El director del CCE era un funcionario de los antiguos sindicatos verticales, pasado luego por las agregadurías laborales, sanitarias, educacionales, de las embajadas, desde las que, entre otras muchas cosas, había hecho de intermediario entre proxenetas españolas y rumanos y clubes de alterne de la costa levantina. Eso rumoreaban los rumanos a su espalda, esto es que la información no es contrastada, sino “según se decía en Bucarest”. Pinta de avispa y sonrisa de rata, sí tenía, pero eso igual no era culpa suya. Se llevaba muy bien con los de las agencias de cazadores y con los de las inmobiliarias, con todo negocio a donde fueran a parar españoles o italianos. Era, es mejor dicho, el intermediario eterno, siempre dispuesto a sacarse “un dinerillo”, que era una de sus expresiones favoritas, ese porcentaje famoso por gestión de negocios ajenos.

A pesar de la pringosa compañía, fue una comida memorable. Como estaba inapetente, Urzica se apretó unos fettuccine con caviar, “como a mí me gustan, ya saben ellos, yo vengo aquí muy a menudo no sé si sabes”: un auténtico platazo.

Yo, para no ser menos, pedí una ración de mozzarella de búfala con prosciutto y un carpaccio con Gorgonzola, nueces y rúcula que estaba estupendamente. Las raciones eran de esas con las que no se puede engordar a nadie. El estilo ante todo.

“¿No bebes?”, me preguntó. Estaba muy interesado en que lo hiciera.

“No. Prefiero la San Pellerino”.

Me echó una mirada condescendiente y se pidió una botella de tinto siciliano de la que solo se bebió un vaso, pero se llevó el resto para casa.

El día de la presentación de mi libro se me había acercado y estirándose de las solapas de la zamarrilla macarril de cuero que no se quitaba ni a sol ni a sombra y sacando la cabeza de avispa hacia delante, los ojos medio tapados con unas gafas no del todo ahumadas, de diseño tipo antifaz de golfo apandador, me había preguntado de manera brusca a ver por qué no le había ido a visitar. Según él, era mi obligación para con España, su lengua y su cultura, hacerle una visita “en el Centro”. El jebo me tenía que dar el visto bueno de español en Bucarest y para eso había que hacerle el rendez-vous, había que andar de chichisbeo.

“Aquí no se mueve nada sin que yo lo sepa”, dijo. Estaba muy satisfecho de aquel difuso control de los españoles que pasaban por los alrededores, algo que le permitía hacer llegar insidias a la embajada, como la adscripción política non sancta de algunos de los que habían pasado por allí. Tenía costumbre. Era un tipo de mala entraña, de mucho matarla a la chita callando, cosa que saben que es verdad quienes lo padecen.

Cada vez que le mentaba a Juan Goytisolo se sobresaltaba. No lo quería ver ni en pintura. No quería nada que pudiera resultar ni remotamente conflictivo.

Para Ortigosa la literatura española estaba representada por una banda de cucos amantes del esteticismo y los arrobos lelos, la patraña de la resistencia silenciosa y de la memoria recuperable. Urzica sacaba la cara los fascistas que era un gusto, a Eliade el primero, no por nada, sino porque le convenía. Conforme le oía hablar iba sintiendo un asco invencible.

Me contó su vida. Los rumanos me contaron otra cosa, que tal vez no fuese la auténtica, pero era la que habían visto.

Se las daba de ser un conocedor absoluto de la literatura rumana. Le cité las Memorias de un antisemita, de Gregor Von Rezzori. No lo conocía. “Será italiano”. “No, es rumano, de la Bucovina” “Ah”. Y luego me habló de un libro de Sebastian del que había edición francesa.

“¿Cómo se titula?”, le pregunté.

Me contestó algo que no entendí bien.

“¿Cómo dices? ¿Me lo puedes anotar?”, y le tendí mi taccuino legendario. Y Urzica escribió, con dos de esos: “Depuis 2.000 années”.

Alguien que escribe y publica esto no sabe francés y no ha visto jamás la cubierta del libro del que habla, pero eso, en su calidad de genuino español, no le impide dar lecciones.

A propósito de su “legendario don de lenguas”, empezó a insultar al escritor Jesús Pardo porque no se había dejado hacer. No sería aquella la única ocasión en que denigraba a un escritor español de los que habían pasado por Bucarest.

“Joder el tío que quería que le pagara un bocadillo, no te jode”, dijo con la boca torcida.

Daba escalofríos estar cerca de un tipo así. Se notaba que podía hacerte daño. Cuando le dije que tenía buena amistad con Pardo se calló. Entrecerró los ojos con odio. Suele pasar entre la gente que busca secuaces.

“Yo he aprendido el griego por Asimil”, dijo.

“¿Profundo?”, le pregunté, y es que no pude contenerme. Son bromas de estas las que no te perdonan.

Pero Ortigosa, hombre a fin de cuentas de mundo, me rió la gracia. Le iba la marcha guarra. Iba a tener ocasión de comprobarlo.

Me explicó que si estábamos comiendo allí era porque él detestaba la comida rumana, que le daba asco. No sería esa la única vez que se lo oyera. En realidad, salvo la lengua rumana, todo le daba asco y eso porque la lengua era un negocio de campeonato.

Para Ortigosa, Bucarest era un tablero de Monopoly en el que se podía sacar tajada a casi todo, explotando a los rumanos, toreándolos, prometiéndoles dádivas, negocios a los que se llevaba la mejor parte, conejeando por los resquicios y las grietas de la administración, tratando con funcionarios rumanos corruptos... Su especialidad era el racket, esto es la extorsión pura y dura a la que los poderes públicos, famosos, famosos (...), someten a las empresas que pueden pagar las conmemoraciones culturales. Estas son un negocio, un negocio de primera en beneficio de cuatro cucos y un catálogo, unas comilonas, unos viajes y unos puros, que no falten los puros, aunque te los tengas que fumar fuera, en la puta calle que es el lugar que debería ser el suyo si la ley que impera no fuera la de los mediocres, los nulos, los farsantes.

Los que pagan  se llaman Patrocinadores, pero nadie tiene los huevos de oponerse a semejante racket, porque no moja, rediós, no moja, y hay que mojar, sobre todo hay que mojar. Y además, para qué vamos a engañarnos, es una minucia comparada con el monto de los beneficios y hasta puede dar empaque, publicidad, te abre las puertas de los salones de las embajadas, te permite codearte con la jijelife o con esa parte de la clase dirigente a la que solo robando puedes acceder, te permite, a ti empresario rastacuero que te has hecho a ti mismo, saber de qué va al cosa y hasta arrimar dineros para partidos políticos. Ya te dirán ellos cómo se hace para que no os pillen.

Robando, palenqueteando, distrayendo, pasando por ahí, por donde hay que pasar, conejeando, espadeando –¡qué hermoso que Espada sea sinónimo de delincuencia común, pero así es maco!– ya digo, abriendo horizontes a los penalistas de nuevo cuño que creyendo que todo estaba estudiado, se han dado cuenta de que no, que será erróneo, pero es mucho más rotundo que un simple que no. Con ese delito no te ponen ni un cero en conducta, que aunque no sea del autor, rima, conjuga, queda.

Se conocen entre ellos. Las empresas conocen a los visitantes, viajantes estatales, los de los restaurantes de los alrededores del Bernabeu también. Van mucho por el Frontón, pero a pelotazo limpio y no precisamente a azul o a colorao.

Y en todo ese barullo de proyectos, informes, papeleos, reuniones, era fácil quedarse con una pasa, por gestión de negocios ajenos más que nada. Había dinero en el aire, bastaba con poner la mano en el momento oportuno. Como el mendigo que sabe cuando cae dinero del cielo y saca la mano, ni antes ni después, en el momento justo.

Hábil, astuto con el franquismo y franquista hasta las cachas, astuto y hábil con los felipistas y con el aznarato, Pedrito Ortigosa había encontrado en Rumanía el paraíso de su prejubilación. Una finca particular intocada, un lugar en el que invertir lo robado, perdón, digo lo honradamente ganado en los aledaños del funcionariato, en los atajos del BOE, en las inversiones que el sistema alienta, participando de la economía de mercado y del bienestar patrio. Eso sí, pagando lo menos posible, si es posible nada, y en negro, mejor que mejor. La riqueza y el bienestar de la mayoría pasa por esos cauces.

De manera muy temprana se había dado cuenta de que al amparo de las embajadas, de las cámaras de comercio, de lo servicios exteriores de los ministerios, de sus enjuagues y porquerías, podía hacerse rico, y se había aplicado a ello. Se estaba haciendo de oro traduciendo papeles de negocios, participando en los encuentros empresariales donde cobraba a doblón, sabía todos los corredores, los intersticios, los atajos y alcorces de la administración española, el mercado de los chollos reservados a los funcionarios, y también el de la rumana, donde la corrupción era virguería pura, encaje de bolillos. Pero sobre todo con sus inversiones inmobiliarias.

Urzica no hablaba de arte, no hablaba de Literatura, hablaba de comprar y vender casas, apartamentos, de meter dinero en promociones inmobiliarias, en la española Propufinsa en ese momento, que era la que pitaba en Bucarest. Había que verle hurgarse los dientes con un palillo y chuperretear el resultado de la pesquisa y comentar el estado de la cuestión, las alzas y bajas del mercado de los chollos. La Cultura Española, así, con mayúscula, lo tapaba todo, porque era un negocio, como la lengua, y no precisamente de buey a la Sainte Menehulde.

Nadie le había investigado y nadie le iba a investigar. Lo hacían otros jubilados por qué no él, que lo era, por tener la edad reglamentaria. Él se sentía protegido por su pasado de chivato de la policía. De ahí el servilismo grotesco que gastaba con el embajador y sus adláteres, de las mejores familias, como Moreno de Murguía, amigo de la familia Andía, que también zascandileaba lo suyo por cuenta de la cultura, haciendo gala de historiador especializado, pero aficionado, como tantos otros, en Historia del País Vasco.

Hacía buenas, qué digo buenas, excelentes migas con un traductor profesional del rumano, visitante asiduo de los chiringuitos de los tribunales, que alargaba las traducciones que se le encargaban porque cobraba más en castellano. Su especialidad eran los aldeanos medio analfabetos que tenían problemas con la Administración española, en sus muy diferentes campos. Si los julais caían en sus garras de traductor estaban perdidos, perdidos, los desplumaba, les orientaba dulcemente a un laberinto de papeles y gestiones inútiles y luego se jactaba de ello. Era un intermediario eficaz con toda suerte de contratadores levantinos de plantaciones basura. Cobraban por lo fino.

Te enteras de muchas cosas en Bucarest. Basta con escuchar, con dejarles hablar, en la noche, a mediodía, en la calle, a puerta cerrada, en el antro de turno, en el cafetín posmoderno de Smardan,  en el bar del hotel Ramada o en el del Howard Johnson, en la pastelería de la calle Lipscani, a la vera del pope que bebía una botella detrás de otra de cerveza Ursus, mientras escribía con fruición, festejando lo que escribía, con pequeños aplausos a él dirigidos. Basta con dejar que tu interlocutor se explaye, que se exhiba, que largue, que busque tu complicidad. Basta ponerles cara de admiración y asombro. Me enteré de cosas hasta en la barbería, pero no lo vamos a traer aquí porque aunque lo merece, no estamos, nos, la cátedra, seguros de que la literatura de creación, verdá, esta, eh, la de la novela que es invención pura, verdá, sirva para dar testimonio de la indignidad humana.

El tipo hablaba y hablaba, en contra del separatismo, del indigenismo americano, de los progres que apoyaban a Evo Morales, de su chompa, como si los bolivianos le hubiesen hecho algo, de la Alianza de Civilizaciones, de los rumanos inmigrantes en España, de los ecuatorianos, de los moros, a los que “había que echarlos a todos antes de que sea demasiado tarde”: un demócrata de tomo y lomo, defensor a ultranza de la Constitución y sus ventajas “convivenciales”. En su opinión “los indios solo sirven para siervos”. Eso dijo. No me invento nada. Para qué. Es uno entre muchos.

No podía ocultar una mirada de antipatía, al ver que yo me encogía de hombros y no contemporizaba en nada. No podía callar. Estaba embalado y yo no decía nada, comer, observarle, hacerle elementales preguntas como ese “¿por qué?” que saca de quicio al más pintado.

        Me puso pingando a la directora del Cervantes, su competidora directa en el arrebuche cultural.

        Me consuela tener la certeza de que desde el primer momento la antipatía fue tan instintiva como mutua. Urzica era de esa gente hacia la que no podemos sentir simpatía alguna, aunque nos lo propongamos y con la que el empleo de la elemental cortesía producía náuseas.

Tenía aire de rata malhumorada, quiero decir de las ratas de dibujos animados, porque las ratas rabiosas son otra cosa. Hociquito quitagustos, y mucha manicura, mucha.

Urzica debió de notar que le miraba las manos porque él mismo se las miraba mucho, admirado de sí mismo, y es que exhibía unas uñas como de zorroncillo, de mozoputa en su caso, largas, alunadas, pulidas hasta el brillo:

“¿Qué te parece mi manicura a la turca?”

Eso dijo, sí. No supe que contestarle. Nadie habría sabido. ¿Qué hacía yo en Bucarest escuchándole a un pavo hablar de su manicura “a la turca”? Todavía no sé lo que es eso, pero lo que sí sé es que Urzica se me apareció como un genuino y acabado representante de la España democrática: ávido, gorrón, descuidero, un progresista sin tacha, sin otra tacha que su ficha en los servicios secretos, desde el SECED de Carrero Blanco a los del presente, a la tropa de bandarras que chulean bajo el nombre de Observadores Internacionales, en el que hay desde bragueteros hasta asesinos, ambos profesionales, pasando por estafadores y hasta por puetas. Con razón que Petrisor estaba al tanto de los crímenes de Montejurra, como que estoy seguro de que, por mor del servicio, habría conocido a sus autores directos. Si no los hubiese conocido, no me habría hablado de la agencia de Viajes Transalpino, de Madrid, donde se realizaron las reuniones para la Operación Reconquista, y la agencia Oltremare italiana, relacionada con la embajada española o de Aseprosa, para la que había trabajado. Era de los que están convencido de que el paso del tiempo lo absuelve todo y que nada tiene importancia, salvo la cuenta corriente.

El chorro de demencias que puede llegar a escuchar en Bucarest es como el aliviadero de un pantano en época de riadas, algo imparable, aterrador.

Ay, Petrisor, Petrisor, qué mugre de alma tienes. No te la limpias ni con salfumán. Qué digo salfumán, con el saco mierda que eres ni la cal viva puede contigo. Claro que ni intención tienes, mientras el español y sus culturas sean un negocio y la especulación inmobiliaria a él aparejada en un ambiente de corrupción generalizada, tú a lo tuyo, y luego a Costa Rica, donde decías que no se ve la pobreza. Muá, muá, pitxón tú también. Y deja en paz la literatura que no te ha hecho nada. Claro que te resultaba negativa la picaresca, ahora me lo explico, y lo que tu llamabas la España Negra, porque era lo tuyo, porque es la más explícita denuncia de los que tu especie y del sucio país que representas.

        Es para mí un enigma como un jebo de esa clase dirige un Centro Cultural Español, aunque no es mucho decir, porque el merdellón torreoncete con el que me tropecé en Santiago de Chile, era igual, si no peor, aunque fuera de la carriére, por no hablar de la jeba de Buenos Aires que me negó una conferencia pagándome yo el hotel y el viaje hasta allá. La conclusión que he sacado es que no hay que arrimarse, no hay que dejarse comprar, ni con el señuelo de ver mundo. Para eso mejor la Legión. La de antes, verás mundo muchacho.

Urzica, además de repulsivo, era un misterio. Qué complejos, de inferioridad claro, qué necesidad de ser desagradable, de imponer una autoridad necia entre las empleadas de aquel Centro Cultural Español que sospechosamente se dedicaba a transmitir a todos los que se acercaban a él las ideas políticas del gobierno del Partido Popular y solo estas. España era eso, la propaganda negra, la venta de Navarra. ¿Qué hacía aquel bobo hablando en Bucarest de la venta de Navarra? Lo ignoro. Pero era algo que se llevaba, sin más, y del perverso nacionalismo separatista vasco, asunto que les importaba un carajo a propios y a extraños, si no, no se hubiese convertido en santo y seña de la españolidad. Un hispanista que no defendiera la Sagrada Unidad de España iba dado, sencillamente dado, no cogía toro. No había otra España que la pergeñada por la derecha española y a su servicio. Amén y amén y a tus brazos otra vez, y aquí seguimos, hechos unos campeones, y declamando en la noche bucarestina ¿ ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de decir lo que se siente? Y el no he de callar y el ¿No ha de haber un espíritu valiente? ¡Bah! Todo depende del dinero que se tenga, de lo que ingreses y de quién te aplaude y de en dónde.

        Me parto el culo de la risa, me lo parto, de veras que me lo parto, caballero, Auf Pferde! de aquellos, Auf Pferde! Auf Pferde! y toda la faramalla, Wohlauf, Kameradem, auf’s Pferd, auf’s Pferd!,¡A caballo! ¡A caballo!, sí, y toda la faramalla de los asesinos del tiempo ido que proyecta su sombra en este, sin olvidar la mandanga del Bosque de la Malandanza y el Caballero de los Espejos o el otro o el de más allá, caballerías fules, para encubrir gatillazos, la madre que los parió a estos, Auf Pferde!, y no hay otra, solo que te vas de jinete solitario, de escuadrón diezmado, desmontado, Jinete Solitario, qué bien queda, qué poético, como aquel minga de gabacho, un auténtico minga, y catolicón por si fuera poco, de esos que se apuntan a las sectas de los ricos p’a rezar mejor, p’a ver con suerte a la virgen sentada en la rama de un árbol, Chevalier seul, y bien del periplo celeste y bien de todo, lobo solitario, jinete solitario, navegante solitario, anónimo peregrino enterrado en una cuneta, despojado de identidad, solitario a secas, Solitario, sí, como buen poeta, pero siempre en el borbor, en el barullo, en la querulancia, Auf Pferde!, quiá, ni montados en el asno del tendero lima pesas, del fraile hambrón, del rebaña limosnas. Y frente a los caballeros, los pícaros, hambrones hidalgos hijos de nadie, hijos de puta, desarraigados, expulsados, forajidos por fuerza, pródigos sin retorno, dignos, indignos... En esa letanía andaba mecido mientras que Urzica hablaba y hablaba.

        Un extraño “Me gusta mucho tu poesía completa. Es valiente y misteriosa”, me hizo regresar a lo que estábamos celebrando.

        La comida ya había durado demasiado y aquel elogio último y desmedido de mis poemas que dijo conocer, me desarmó.

        “¿Allanamiento de morada, también?”, acerté a preguntarle.

        “Sí, y si quieres puedes dar una lectura en el Centro. Claro que no podemos pagarte porque andamos cortos de fondos”.

Estaba claro que no había leído ese último libro de versos desgarrados que pocos conocen porque habían sido publicado en el comienzo de la cuesta abajo a la que había sido ajeno.

        “¿Por qué no?”, pensé, suelo ir a donde me invitan. Al circo, al circo, si hay que hacer de rey mago, lo hago, lo que sea con tal de que no crean que juego a maldito, y con la percha que tengo, de Hugo Boss no me llamarían, pero si lo hicieran de La Boutique del Abuelo para publicitar sus productos, me prestaría: bastones, atriles, meaderos, camas mágicas y tú, dentro, de escritor demediado, con gorro de dormir o sin él, eso es lo de menos, Gepetón.

        Urzica no había leído mi libro y aquella invitación tenía trampa. Porque el colmo era que el fenómeno se había embarcado en escribir una letra para el himno de España. Quería que la leyera y que le ayudara en la empresa, que si ganaba, de lo que estaba seguro porque tenía mano, me daría un porcentaje. No era la primera vez que alguien me decía que “tenía mano” en un jurado. También me lo dijo en 1990 uno con el Premio Azorín para que retirara una novela mía de un premio provinciano y así poder darle este a un amigo suyo que se presentaba a este, como así fue, claro. Lo que no salió fue lo del Azorín. Con el tiempo el que ganó el premio ni siquiera lo citaba en su ridículum.

Estaba orgullosísimo de participar en aquel patriótico concurso.

 Había invitado a dar unas lecturas a unos caraduras, neoespañoles, que es lo que se llevaba, y en su compañía comprada sentía que aquel arrebato patriótico le absolvía de su pasado así como comunista, de aquel insensato (ahora) canto a las tierras y pueblos y lenguas y lenguas de España, citando a Tovar, cómo no, como si fueran federales de Cartagena. Se sentía orgullosísimo. Se sentían fundacionales. Y Viva España, alzad los brazos hijos del pueblo español, nostalgia de brazos alzados, olvido de todo, olvido de las esquelas, olvido de las peticiones de apertura de fosas, de anulación de procesos canallescos, de un mínimo de reparación histórica, olvido, a mansalva, la nueva España, el cara al sol que más calienta regresaba y estaba allí, porque nunca, jamás, se había marchado del todo. Hasta de la órbita del nacionalismo vasco regresaban los falanges.

        Le dije que la poesía ya no era lo mío, después de haber aceptado ir a leer unos versos a su covachuela. Quería salir de allí cuanto antes. No pagó la comida, pagamos a medias y se quedó con la cuenta para lo de los gastos “ya sabes”. 

        “A propósito, el día 19 de marzo organizamos una pequeña fiesta en el Centro, pásate, habrá falla”, me dijo. Y la hubo. Menuda falla.

“¿Tú para donde vas?”, me preguntó cuando salimos a la calle. Apenas pude señalarle con un gesto de la mano la dirección del mercado.

“Pues yo por aquí”, dijo y me dejó plantado en la acera. Se fue con su botella de tinto en el regazo. Me di cuenta que para entonces había que acostumbrarse a sus maneras de ortiga.

 

 

(Fragmento de la novela, en elaboración, Pícaros en Bucarest)

Escrito en Lecturas Turia por Miguel Sánchez Ostiz

Hoy la desnudez

17 de febrero de 2014 08:56:57 CET

Finalmente vi mi desnudez.

Acepté que la piel piensa,

que hay una mancha de óxido en el espejo,

que la quebradura nace en el centro,

que detrás me oculto,

que de exponerme al sol

me llago,

me ampollo y escarapelo,

que todo silencio es desnudez,

que el espejo es habla,

que lo lamo,

que lo acaricio,

que las más de las veces distorsiono,

que su pátina es la voz

que dice

Soy.

 

Hoy acepté que el espejo es 

alguien más

que

habla

oye

calla

triza

infiere

confiesa

anula

desdobla.

Hoy

el espejo frente a mí ha escrito la palabra

DESNUDA

sin martirio

sin sangre

sin dolor

sin nada

estoy

con las palabras que callan

cuando miro

el mundo

en los labios de los otros

en las bocas de los muertos

 

NADA

es  

la escrituración de la vida

y no es la vida lo que importa

lo que dice la voz de la otra voz

la sustancia que impregna de nada el espejo

 

que huye como potro en la colina

que se pierde si la llamas

que la sustancia de la voz

es

 

DESNUDEZ

la casta superficie

ama y busca ser amada

hierba sin olor

flor intacta

carne sin piel

luz de otra sombra

azoro de los ricos

la miseria

la nuda desnudez

SOY

espejo distante en el deshielo

una mano sin guante contra el viento

un corazón vacío de amor

la herida

cuando escucha el primer llanto

 

LA MISMA HERIDA

fe

abierta

a otros ojos

que se cierran

donde sea que se encuentren

en la casa sin calle

en la ciudad sin puertas

en donde los cerros son el límite de una misma angustia

en donde la angustia y los bordes son

 

DIALOGO

LA MÚSICA DE ESTA HABITACIÓN

los lunes frente al piano

la banca solitaria

la visita de la muerte

la vez que su mano

en mi hombro dijo

estoy

 

CIEGA

no significa nada

no dice que no hables

la cuchara el cuchillo el tenedor te escuchan

la ventana abierta hacia afuera

la cortina cerrada hacia dentro

la sangre enterrada en tu cuarto

bajo la alfombra

en el secreto más seguro

en la segura ternura de la voz

que calla cuando miras a través

de cada astilla cada gota cada luz apagada

cada botón de un seco abrigo

su mancha

en lo blanco

la mesa puesta

la botella   

la sal

buscando un sitio en el reposo de las horas

 

Hoy la desnudez

finalmente ha visto mi desnudez

en su límite

donde el brillo de la navaja

colma de sentido

lo que has callado

el dolor que escondes

la mano que se alza contra el grito

el violento cuchillo en la garganta

tú sin voz

tú sin nombre

con toda tu necesidad por delante

como si fuera

leche 

derramada

y nadie sabe cómo ni en qué momento comer.

                                          

                                                  

Escrito en Lecturas Turia por Jeannette L. Clariond

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