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Una novia en San Francisco

7 de enero de 2014 08:35:16 CET

            Mierda, pensó Sergio cuando notó la vibración del móvil en el bolsillo de la camisa, al principio de la clase.

El mensaje de Patricia tenía un tono amenazador: “¿Puedes quedar esta tarde? Tengo que hablar contigo. Un beso”. Sergio llevaba tres días aplazando la cita, así que le contestó y le dijo que podía, pero poco rato, y apagó estúpidamente el móvil, como si eso fuese a evitar que llegara la respuesta. Pero la contestación de Patricia le pareció todavía más inquietante: “Tranquilo, no pienso entretenerte mucho rato”. A continuación proponía un lugar y una hora; mientras respondía un lacónico “Ok” y tomaba el tercer café de máquina de la tarde, Sergio pensaba que nunca debería haberla invitado a esa última copa.

            En los últimos tres años, Patricia y Sergio se habían acostado una veintena de veces. Se conocieron durante el primer año de carrera de Sergio, cuando Patricia ya llevaba tres o cuatro años en la Facultad, a raíz de una revista universitaria que publicaba los cuentos de Sergio y los ensayos de Patricia sobre literatura española del siglo XX. Iván, el novio de Patricia, un tipo muy simpático, también colaboraba con algún artículo. Iván no acudió a una de las presentaciones, y Sergio y Patricia se enrollaron en la parada de taxis, cerca de la estación de autobuses. Se vieron con regularidad durante varias semanas. Después Sergio empezó a salir con una chica de clase, y Patricia siguió con Iván, que teóricamente no sabía nada, pero que empezó a tratar a Sergio con más frialdad.

            El año siguiente Patricia consiguió una beca para hacer el doctorado en Berkeley. Ella y Sergio se escribían emails con cierta frecuencia y se veían cuando Patricia volvía de vacaciones: Sergio pasó un año en Inglaterra, pero tras su regreso continuó viviendo en un barrio residencial de Zaragoza. A Sergio le divertían las historias del departamento y San Francisco, y le gustaba hablar con ella de literatura y temas académicos. Quedaban en un bar irlandés, bebían unas cuantas copas y a las once Sergio cogía un autobús que lo llevaba de vuelta a su barrio; Patricia se burlaba y lo llamaba Cenicienta.

Patricia le proporcionaba referencias bibliográficas para sus trabajos y leía sus cuentos. Normalmente quedaban solos, pero, como pensaba que los amigos de Sergio eran un poco primitivos, siempre le ofrecía que saliera con los suyos: un grupo que había estudiado en el colegio Británico, que tenía aspiraciones culturales y a veces esnifaba cocaína.

            Patricia era guapa, alta y se parecía las mujeres que más le gustaban. Le atraía su punto de vista científico y desapasionado sobre la literatura, y siempre estaba dispuesta a quedar. Pero había algo que lo distanciaba de ella, que hacía que no quisiera ser su amante y que, de una manera que no acaba de entender, porque era muy bonito tener una novia en San Francisco, prefiriese la amistad. Lo contrario significaba entrar en un círculo del que era muy difícil salir: Patricia había encontrado trabajo para dos de sus mejores amigas en California, y el curso anterior, había convencido a Sergio e Iván de que pidiesen dos becas de doctorado en UCLA, e incluso inició las gestiones para que los dos compartieran piso en América. Quedó con ellos en Navidad –en esa época estaba rompiendo con Iván- y les ayudó a resolver el papeleo. Pero la situación hacía que Sergio se sintiera incómodo: al final no presentó todos los materiales y continuó sus estudios de Filología en Zaragoza.

            A veces se equivocaba y rompía sus propias reglas. Una noche de semana santa se había despedido de Patricia con un beso en los labios. Ese tipo de cosas le hacían pensar que tenían una cuenta pendiente. Y unas semanas atrás, a finales de agosto, quedaron en el bar de siempre, y Sergio perdió el autobús. Mientras el coche se alejaba, preguntó a Patricia si le apetecía tomar una última copa, y la besó en la misma esquina donde se habían besado por primera vez.

            Mientras caminaba hacia el bar donde siempre se encontraba con ella, y en el que había quedado con muchas chicas en una época más promiscua, Sergio pensaba que había sido un desliz estúpido, pero que a continuación había cometido un error más grave. La llevó al piso vacío que su familia tenía en el centro. Empezaron a follar sin condón, y ella le dijo:

            -Espera un momento.

            Patricia abrió su bolso y sacó un preservativo.

            -Perdona. Creía que tomabas la píldora.

            -Ya no. Ha pasado mucho tiempo.

            Aunque follaron varias veces esa noche, y aunque Patricia, a diferencia de otras ocasiones, se había quedado con él hasta el día siguiente, Sergio creyó que había un reproche en sus palabras.

            Quizá fuera ese reproche la razón por la que no la había llamado. Pero también es cierto que ella se había ido a América para arreglar unos papeles, y  que él le había enviado un sms de cortesía. Y, sin embargo, ahora todo había salido peor de lo que había esperado.

            La había dejado embarazada.

            Era el momento más inoportuno, porque estaba saliendo con otra chica; porque no tenía dinero para pagarle un aborto ni ganas o ánimo para acompañarla a una clínica. Se había acostado pensando que no significaba nada, y ahora estaba en un lío tremendo por culpa de una imprudencia de adolescente.

            Seguramente, Patricia consideraría un aborto la mejor opción: ellos ni siquiera eran novios, y vivían en dos continentes distintos. Era probable que se empeñara en pagar la intervención. Pero, desde el punto de vista de Sergio, eso sería rehuir su responsabilidad. Tampoco sabía lo que pensaría ella: aunque cualquier educador sexual explica que pueden escapar unas gotas de semen antes de la eyaculación, no dejaba de ser una negligencia técnica, algo que se le podía echar en cara, como parecía indicar el tono de los mensajes de Patricia. Y, aunque todo saliera bien, su relación habría dejado de carecer de consecuencias.

           

           

            Patricia sonrió cuando Sergio entró en el bar. Estaba sentada en una banqueta, había una copa de vino junto a ella. Se dieron dos besos y Sergio pidió una cerveza.

            -¿Qué tal?

            -Harta –dijo Patricia-. Estoy harta de Valle-Inclán.

            Sergio sintió un poco de alivio: Patricia preparaba una tesis sobre las novelas que Valle-Inclán había escrito acerca de las guerras carlistas.

            -Y además, tengo que quedarme aquí este otoño. Seguro que en Berkeley hace mejor tiempo.

            Sergio se quedó con la boca abierta. Hasta entonces, no se había dado cuenta de que las dificultades que planteaba una relación, o incluso compartir unas responsabilidades, servían para ponerle las cosas fáciles. Pero ahora ella iba a pasar el otoño en Zaragoza. Y él, por supuesto, le había dicho que no tenía novia la noche del incidente.

            -Me han dado seis meses de fiesta para investigar –dijo Patricia-. Así que estaré yendo de aquí para allá, a Madrid y a Galicia –hizo una pausa. Le daban un semestre sabático sin tener una plaza fija: Sergio pensó que no había dios que se creyera eso-. Pero en realidad creo que es lo mejor.

            Sergio tragó saliva.

            -Dice Arcadi Espada que Valle-Inclán es el segundo mejor escritor nacido en Villanueva de Arosa, después de Julio Camba.

            Patricia sonrió y Sergio le dijo que antes de llegar se le había quedado atascada la cremallera del abrigo, y que había entrado en el baño de una cafetería para quitárselo.  No era cierto, pero le había pasado hacía un par de días y le apetecía contarlo. Ella soltó una carcajada. Se quedaron callados.

            -Necesitaba hablar con alguien. Por eso te he mandado los mensajes.

            Sergio la miró a los ojos un momento y comenzó a liar un cigarrillo.

            -Es sobre un chico que conocí en Madrid este verano, en el congreso sobre Valle-Inclán. Y no sé qué hacer. Estoy histérica, y pensaba que tú podrías entenderlo.

            -Cuéntamelo.

            -He dicho que es un chico, pero debe tener 35 años o así. Da clases en Santiago. Escribió una tesis sobre las vanguardias. No es especialmente guapo pero tiene su punto. Y se lo sabe todo. El caso es que lo conocí en junio. Empezó a escribirme emails, a contarme que estaba muy mal con su mujer. Y en agosto, cuando fui a Galicia, nos vimos y nos liamos. Su mujer estaba fuera. Yo no estoy acostumbrada a estas cosas.

            -Y se enamoró de ti, claro –dijo Sergio, que no entendía qué tenía que ver esa historia con su problema.

            -No, para nada –se rió-. Creo que no. No dio señales de vida en un mes. Pero hace un par de semanas le mandé un email porque había leído un artículo suyo. Me contestó al día siguiente. Me decía que está muy deprimido, que tiene insomnio, que quiere verme. Y llama a mi casa a cualquier hora. Le dije que pasaría aquí el otoño y quiere que me vaya a Galicia. Dice que ya no vive con su mujer.

            -¿Y tú qué quieres hacer?

            -No lo sé. Me parece todo una locura. Yo me vuelvo a ir dentro de poco.

            -No parece una persona muy equilibrada, ¿no?

            -No. ¿Quieres leer sus mensajes?

            -No. Me los imagino.

            -Bueno –Patricia respiró hondo-. ¿Qué te parece?

            -Es una historia bonita. Pero no sé qué decirte. De todas formas, por lo que cuentas te aconsejaría prudencia, como en las negociaciones con los terroristas. Eso de que de repente te empiece a mandar mensajes, después de no haberte dicho nada en un mes…

            -Sí, es muy raro –dijo Patricia-. Pero estoy mucho mejor después de contarlo.

            -También es bonito que te pase, ¿no?

            Pidieron dos copas más. Patricia contó más cosas del profesor de literatura, de su conversación en el congreso, a la salida de una ponencia sobre Tirano Banderas, y de su primer encuentro sexual. Decía que la historia le parecía tan disparatada que no se atrevía a compartirla con sus amigas, y Sergio pensó que, desde que se conocían, Patricia no le había hecho confidencias personales. Seguro que había tenido amantes en Berkeley después de romper con Iván, y quizá se veía con alguien en Zaragoza. Después volvieron a hablar de la literatura y la Universidad, del multiculturalismo y la política internacional. Hicieron chistes malos y se rieron bastante. Con algo de melancolía, Sergio descubrió que no sentía ni rastro de nerviosismo.

Aunque ella no se lo pidió, acompañó a Patricia hasta su portal. Llegó a la parada del autobús con un cuarto de hora de tiempo y se entretuvo observando en la calle los primeros signos del otoño.

           

           

Escrito en Lecturas Turia por Daniel Gascón

La esperanza cóncava que se forma

7 de enero de 2014 08:28:37 CET

la esperanza cóncava que se forma

al mear sobre nieve,

mapas, genomas

            de territorio,

vemos en el alma cristal,

materia pulida,

 

pero es rugosa y en sus crestas

radica incandescente

el espectro radiante de lo que se avecina,

 

            los valles tampoco eres tú,

 

            un átomo emite un electrón

           y reordena el mundo

         

                                               [repetimos]

 

un átomo emite un electrón

            y reordena el mundo,

 

aún no se entiende cómo el tiempo

sepulta ciudades para igualarlas,

para que tengan como único ser vivo

el vector de fuerza gravitatorio F=GMm/r2

que tira de los fósiles

hacia el centro de la tierra,

 

vinimos a esta casa bajo cero a ver si el frío soldaba relojes y pieles, jugabas con nieve, caminamos sobre la piscina helada, espejo hiperplano allí al fondo, te lanzabas, pero ese fósil de agua acumulaba manzanas, preservativos de mármol, caparazones de insectos esperando su reconversión animal, ciertas tardes oyendo I´ll be your mirror en el páramo de un LP, ya la luz venía entonces barajada entre sombras y oblicua, y bajo aquella masa helada, auditorio inverso, público interpretando a los actores, echamos wynn´s al motor en la gasolinera de otro páramo que nos gustó tanto como todos los páramos, te dije lo raro que es que todas las estaciones de servicio estén en los lugares donde más sopla el viento, donde hace más frío, donde los meteorólogos fracasan, cruce de vectores oscuros y fósiles llegados en camiones que advierten “inflamable”, y allí te dejé, construyendo tu libro del frío,

 

por la temible Red Secundaria

de Carreteras del Estado,

 

al destierro de  puro aburrimiento,

 

nieve, CDs, un cigarro,

 

el yo poético pincha una rueda

 

y no lleva repuesto,

 

la infancia es un átomo que emite

la partícula ã hasta que morimos            

 

 

 

(fragmento de un poema-río en preparación; sin título)     

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Fernández Mallo

Clima húmedo

26 de diciembre de 2013 08:50:49 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Regresé del Sur hace unos años

Olvidé la humedad en un armario

Lo cerré a cal y canto,

igeramente desmemoriado.

 

Del aire seco hago ahora

riguroso calendario

que observo con atención

aunque el cierzo lo desmienta

de tanto en tanto.

 

Trastorno de la emoción

que me procura su soplo inesperado

confluencia de vientos sin gobierno

que descienden por el valle del Ebro

para morir en una esquina de Montevideo.

 

Pampero y cierzo

¿Ha sido mi destino estar sacudido

(tan luego)

por estos vientos?

 

Idéntica fase inicial,

la ráfaga intensa

descenso brusco de temperatura

el modo que tienen ambos de enervarnos

impaciencia del gesto con que los soportamos.

 

Mas luego aquel lejano Pampero llena de vapor el aire

asciende la presión atmosférica

se diferencia en húmedo o seco

y se pierde en nubes de polvo

o en la esperada lluvia,

en el mejor de los casos.

 

Éste

—el viento cercio de la Hispania Citerior descrita por Catón el Censor—

reseca el aire.

Lo dicen activo y animoso,

aunque irrita su persistencia

el duro quemar de las plantas su temprano brote.

Lo dicen perecedero, aunque el poeta David Mayor nos asegura

el cierzo “nunca huye:

a los días silba de nuevo por los ribazos,

depredador con la tez del desierto encima;

a limpiar las costumbres vuelve;

el itinerario de los viajeros cambia”.

 

Con los años lo prefiero

me aguza el ingenio el frío que provoca.

Lo siento en Zaragoza, lo respiro en Oliete

(¿Se llama esto integrarse o es pura resignación?)

 

Del clima húmedo añoro la empalagosa omnipresencia

de su agobio y cristales empañados

el sudor con que acompañó mi juventud de ventanas abiertas al Río–mar

el cuerpo desnudo sobre la sábana tibia del verano

el frío penetrante de un invierno de bombillas  callejeras

oscilando  en una esquina mal iluminada

donde se pierden amigos y recuerdos

y adonde acudo ahora buscando desentrañar su esencia

antes de que la niebla del olvido lo disuelva todo.

 

(De Clima húmedo, de próxima publicación)

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Aínsa

Atrévete y sucederá

26 de diciembre de 2013 08:46:25 CET

Imagina la oscuridad.

El horror dispara sus minutos a la velocidad de la metralla.

Las sirenas crecen como aullidos de chacales,

los gemidos retumban entre los escombros, clavan sus esquirlas.

Imagina tus lágrimas como bayonetas,

desahuciadas de todo consuelo, de toda piedad.

Refugios rebosando de miedo, temblando de miedo

mientras los cadáveres elevan sus montañas,

mientras los bombarderos gotean constelaciones en las aceras.

Imagina el aire entrándote, invadiéndote de muerte.

Se pulverizan árboles y bibliotecas;

se desgarran cuerpos y muros,

se mutilan recuerdos y palabras;

se siembran minas, terrores y esqueletos de pájaros.

Imagina la orfandad de las cosas. El llanto de las cosas.

Imagina cómo los héroes se envuelven en capas escarlatas.

Cómo los verdugos despliegan alfombras escarlatas.

Cómo las víctimas se ahogan en manantiales escarlatas.

Y cómo el espanto, la venganza y el odio

ganan batallas en tu corazón sobrecogido.

Estás en medio del recinto inexpugnable del pánico.

Y eres tú quien orquesta los crímenes. 

Porque has sido tú.

Tú, que eres capaz de imaginar,

de sentir todo lo que imaginas,

de fabricar todo lo que sientes,

de construir realidades con los sueños

quién ha dado vida al horror.

Por eso, atrévete a cambiar la estructura

del  mundo

y donde dices temor di esperanza

porque las lágrimas también son de alegría.

Porque la sangre también es nacimiento.

Porque la belleza también es sobrecogedora

y el amor un potente estallido.

Por eso, atrévete.

Apacigua tu mente,

ilumina tus ojos,

imagina justicia.

Imagina consuelo.

Imagina bondad.

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana Rossetti

Crimen ejemplar. Homenaje a Max Aub

23 de diciembre de 2013 10:17:31 CET

Maté a la anciana porque se me hizo insoportable su presencia. Si lo sé, no le hubiera dicho que había abandonado mis estudios universitarios y que venía a la capital a buscarme la vida. Todo me pasó por tratar de ser atento, por condescender a su insoportable locuacidad. También fue mala suerte que me hubiera correspondido sentarme a su lado, y que no quedase ni una plaza libre en el autocar. Así, ella no hubiera ido dándome la matraca con eso de que debía retomar mis estudios y aplicarme, que luego, cuando concluyese la carrera, lo tendría mucho más fácil para alcanzar una buena posición. Yo no sé en qué mundo vivía aquella vieja, ni qué puñetera posición podría alcanzar yo con mis estudios de Filología Clásica. El caso es que una y otra vez me ponía de ejemplo a sus propios hijos, que disfrutaban, según ella, de una envidiable posición. Y mientras me restregaba el éxito de sus vástagos, de vez en cuando se pasaba la lengua por las encías superiores, haciendo que su bigote, mal depilado y lleno de pliegues, ondulase como el lomo de un reptil. Lo que yo no acababa de entender, mientras me reconcomía por dentro, era cómo esos hijos, si de verdad les iba tan bien, no ponían a disposición de su madre un coche particular, con chófer y todo, en vez de hacerle recorrer el país en un vehículo proletario.

Como de costumbre, el autocar efectuó una parada técnica en un área de servicio. Ya habían bajado todos los viajeros y sólo quedábamos la vieja y yo: ella en el asiento del pasillo, revolviendo en su enorme bolso, y yo, mientras, acorralado en la butaca correspondiente a la ventanilla. Su demora se debía, según dijo, a que necesitaba echar mano de unas tijeras, aunque no me aclaró para qué demonios precisaba en aquel momento semejante utensilio.

Diez minutos después, el conductor, que ya se disponía a ocupar su asiento, la encontró espatarrada en medio del pasillo, con las dichosas tijeras hundidas en el gaznate. Según manifestaron algunos testigos, todavía agonizaba, pero poco se pudo hacer por ella. Si no fuese porque me retorcí el tobillo, al saltar aquella zanja, dudo que los de la Benemérita ?tan oportunos? me hubiesen echado el guante.

 

Zombi

Yo nunca quise ser enterrado. Me estremecía la idea de una muerte aparente y un posterior despertar bajo tierra. Imaginar la descomposición de mi cuerpo, al que siempre he cuidado y alimentado con esmero, tampoco me resultaba agradable. Y pensar, asimismo, que, en un futuro más o menos distante, arqueólogos, antropólogos, o cualquier otra especie de profanadores de tumbas, pudieran entretenerse removiendo mis huesos y especulando sobre su condición, me incomodaba una barbaridad.

Yo prefería que mi cuerpo fuera entregado sin contemplaciones al fuego  purificador y definitivo. Así lo he manifestado siempre. Y también, que mis cenizas fuesen aventadas a la orilla del bravo mar que me vio nacer. Pero mi repentino fallecimiento no me permitió dejar este asunto debidamente estipulado mediante el documento pertinente. Y la bruja de mi mujer, que conocía mis angustias mejor que nadie, llegado el momento nada hizo por que se cumpliera mi voluntad; al contrario, me encerró en esta húmeda y pútrida sepultura, adquirida a propósito para fastidiarme. A la muy zorra no le fue suficiente con verme muerto, y aún hoy continúa atormentándome. La pérfida, siempre que viene a traerme sus hipócritas flores ?suele hacerlo una vez al mes?, aprovecha para insultarme y para menoscabar al máximo mi orgullo. Por ejemplo, no hay visita en la que no me refiera de forma minuciosa los excesos sexuales que perpetra con sus jóvenes y vigorosos amantes, a los que recluta en los sitios más indecentes y sufraga con mis suculentos ahorros. Pero ella aún no se imagina el craso error que ha cometido no respetando mi anhelo. Aunque lo sabrá pronto: cualquier noche de éstas, cuando pase a visitarla.

 

Una aventura micológica

            El día anterior había llovido, así que, a media tarde, me puse la ropa y el calzado apropiados, tomé el bastón, la canastilla de mimbre y la navaja, y me fui al bosque próximo a mi domicilio a buscar setas.

                         Después de un comienzo infructuoso, detrás de unos arbustos descubrí una colonia inmensa, con magníficos ejemplares individuales (Lactarius deliciosus), pareados (Boletus aereus) y adosados (Boletus edulis). Su peculiar disposición, no sé por qué, me recordó a las macro urbanizaciones de hoy en día.

                         Inmediatamente, me arrodillé, navaja en ristre, dispuesto a apoderarme de los mejores especímenes; pero, antes de que pudiera echar mano a ninguno de aquellos hongos tan estupendos, del interior de los mismos comenzaron a salir seres diminutos: docenas y docenas de duendecillos y duendecillas. Por sus gestos y gritos amenazadores, rápidamente deduje que lo que pretendía aquella encolerizada marabunta era recriminar e impedir mi propósito recolector. Entonces salí corriendo despavorido y no paré hasta caerme por el terraplén del que, horas más tarde, fui rescatado ?con pérdida del conocimiento y traumatismos de diversa consideración? por una pareja de excursionistas que me trasladó hasta el hospital. Mis salvadoras, pues se trataba de dos chicas, fueron muy amables: durante el tiempo que estuve en observación, permanecieron siempre a mi lado, pendientes de mi evolución. Así y todo, algo en ellas me resultaba inquietante. Aunque no podía distinguirlas bien, porque soy miope y en el percance me había roto las gafas, cuando les mostré mi agradecimiento, las dos parecían bastante turbadas; me dio la impresión, incluso, de que sus mejillas adquirían, de repente, ese rubor tan atractivo que lucen las amanitas más deletéreas.

Escrito en Lecturas Turia por Fermín López Costero

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