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Configurar sentido descendente

Contar para sobrevivir

13 de mayo de 2020 12:59:38 CEST

El siglo XXI cargado de posibilidades multidisciplinares ofrece nuevas perspectivas en la narrativa hispanoamericana que, con diferentes puntos de vista, se acerca a conceptos tradicionales, evita la renuncia a la tradición, o se adapta a un presente con esa docilidad que posibilita una nuestra singular de los vicios en cualquiera de los ámbitos literarios; y si concretamos el espacio geográfico en México una generación nacida en los setenta acusa en sus textos un costumbrismo con visos de crítica, muestra una abulia formal, o un exceso de provincianismo, aunque voces disidentes orientan su literatura hacia tramas que reproducen atmósferas opresivas, situaciones de extrema violencia, odio y abominaciones que se concretan y fundamentan en el valor mismo de la palabra. Gerardo Sifuentes (1974), Luis Felipe Lomeli (1975) y Antonio Ortuño (1976), liderarían esa denominada “generación del apocalipsis mexicano”.

 

            Antonio Ortuño (Zapopan, Jalisco (México), 1976) ha publicado las colecciones de cuentos, El jardín japonés (2007), historias que recurren a la ironía, la violencia, la sátira y se cargan de melancolía como resultados de una estrategia narrativa que provocan un sentimiento aditivo en el lector. La Señora Rojo (2010) que se divide en dos apartados de una profundidad textual: “La carne”, ocho cuentos de variada extensión, y con un distanciamiento irónico donde la crueldad aflora por doquier;  y un segundo, “El mundo” de contenido más metafórico, incluso paranoico, bastante ambicioso; propone otros temas de ámbito americano: la represión, el nacionalismo, el heroísmo, o la Historia y sus maneras de ser abordada, en el mejor ejemplo de los regímenes totalitarios. Y la antología personal Agua corriente (2015), trece cuentos, muchos breves: historias sobre padres e hijos, matrimonios en declive, o acerca el mundo de la enfermedad. Crítica social y política, realismo frente a elementos fantásticos, en urbes reconocidas y espacios inciertos, como en un Oriente mítico. Y con cada cuento, Ortuño proporciona una sorpresa, e insiste con esa intención de renovarse con cada historia. La vaga ambición (2017), su última y cuarta entrega, ha obtenido el V Ribera del Duero. Una vez más, Ortuño demuestra que conoce y maneja el microcosmos de la condición humana y ambienta sus historias en escenarios controlados, donde la gravedad se manifiesta con mayor o menor intensidad, en un considerable abanico de grandezas y de miserias, de ilusiones o frustraciones que despiertan nuestro interés lector. La prosa de Ortuño transita por diversos registros, heredero de la corriente latinoamericana clásica, concreta su exploración en un contexto individual, y así concibe una proyección más universal, afirma su compromiso político e histórico, y resalta esa inequívoca identidad de una considerable responsabilidad. Completan su visión narrativa, el ejemplo de sus novelas, El buscador de cabezas (2006), Recursos humanos (Finalista Premio Herralde, 2007),  Ánima (2011), La fila india (2013), Blackboy (2014), Méjico (2015) y El rastro (2016).      

 

            La vitalidad que subyace en los cuentos que componen el volumen La vaga ambición desemboca en auténticas tragedias pese a la irónica visión que Ortuño presta a sus relatos porque el tono que el mejicano contempla en sus historias es de un finísimo humor negro, o de la sátira más descarnada porque la crueldad y la malicia están presentes en los seis cuentos que componen el volumen y esa innegable amargura que el narrador explota desde su misma infancia, “Un trago de aceite”, hasta que se convierte en un escritor cuarentón, actitud que compensa el microcosmos ensayado para constatar la suma de calamidades que conlleva el difícil oficio de escribir, según manifiesta su protagonista Arturo Murray. La creación del personaje le permite a Ortuño transcribir experiencias propias y hacer que estas complementen el significado literario de su vida, aunque en ocasiones se trate de lejanas y olvidadas anécdotas de verano, problemas familiares, o la mayor de las aversiones a la insensatez de toda una vida. Estos cuentos ofrecen una especie de ejercicio terapéutico que permite a su personaje principal sobrellevar las múltiples humillaciones que la sociedad le adjudica, sobre todo cuando el escritor pretende cierto renombre de un selecto club de destacados profesionales, o la petición del Ayuntamiento de su ciudad natal de nombrarle ciudadano notable, y la admiración de una actriz de un popular show nocturno; todo un listado de vanidades que un Murray “atrapado” constata como si el éxito literario conllevara el quebrantamiento de ese espíritu benefactor que siempre lo animaba a escribir. Y es así como su carrera literaria se convierte en un entramado de trampas y de equívocos.

 

            La cohesión de los cuentos, de una calculada extensión, conforma una sólida unidad que obliga a leer el libro en su conjunto, como capítulos aislados de una biografía doliente, auténticos apólogos de la formación de un escritor, o de su perseverancia para sobrevivir en el difícil mundo de la literatura, y constatan el rencor acumulado que lleva a la venganza, como en el relato “El caballero de los espejos”, con un final inmisericorde asociado al éxito literario y la posibilidad del desprecio; o como si el escritor fuese tildado de un auténtico títere en esas presentaciones, “El príncipe con mil enemigos”, donde Murray advierte que nadie de los presentes “tenían la menor idea de mi obra o de mi existencia” e, incluso, “el organizador compartía su ignorancia”. Antonio Ortuño ha sido capaz de diseccionar ese terrible mundo de los egos literarios, de soberbia y cinismo que acompaña al mundo de la creación literaria, porque su finalidad es constatar la ironía misma con esa mirada visceral que conlleva la suma de hábitos de los autores, sus fobias y sus manías que de la mano del mejicano se convierten en una observación tan tierna como demoledora. El mejor ejemplo, “La batalla de Hastings”, una historia sobre un autor saturado que enseña a escribir y parafrasea para sus alumnos las verdades y las mentiras de la literatura,  y se resume cuando al final del mismo les pide a sus alumnos que “mientan y engañen”, que “mientan más” porque, él mismo, después de tan extenuante sesión lo que hará es “sentarse, respirar hondamente, y mentir y mentir”.- Pedro M. DOMENE.

 

 

Antonio Ortuño, La vaga ambición, Madrid, Páginas de Espuma, 2017.  V Premio Ribera del Duero.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pedro M. Domene

En ausencia de Luis Izquierdo

6 de mayo de 2020 09:58:14 CEST

Fue un compañero de facultad, a principios del curso de 1996 y en el patio de letras de la Universidad de Barcelona, quien primero me habló de Luis Izquierdo, diciéndome que era poeta y que en sus clases no se ceñía tan sólo al programa sino que hablaba de otros escritores europeos, como Hofmannsthal o Kafka. A pesar de que yo cursaba entonces otra filología y aburrido como estaba de aquella facultad en tantos aspectos decepcionante, decidí acudir de oyente a una de sus clases sobre poesía contemporánea. El inmediato deslumbramiento me llevó a matricularme en todas las asignaturas que dio aquellos años –sobre novela española o hispanoamericana, tanto daba, puesto que sus clases, aunque teóricamente adscritas al departamento de filología hispánica, discurrían en el ámbito de la Weltliteratur, de la literatura universal, a cuyo cosmopolitismo se plegaba mejor su temperamento.

            Aunque los aplicados las llamaban caóticas, sus lecciones eran sólo digresivas, atentas a los autores obligatorios pero con puntuales excursiones a otros países y a otras disciplinas, principalmente a la pintura, la arquitectura o el cine. Era evidente su gusto por las vanguardias y su predilección por la cultura urbana, a cuya expresión, tanto en arte como en novela o en poesía dedicó buena parte de su estudio. La seducción que ejercía en tantos de nosotros se debía seguramente a su inagotable capacidad asociativa. Recuerdo el día en que nos descubrió a Wallace Stevens, a propósito de unas versiones que Jorge Guillén había hecho de algunos de sus poemas, convirtiendo una clase sobre la generación del 27 en un ejercicio de verdadera crítica literaria. Siempre generoso con sus pasiones, sabía contagiarnos su inquietud intelectual, provocándonos a menudo. Acostumbrados a la monótona prédica doctoral de aquellos años, nos encantaba y nos divertía que un profesor se atreviera a argumentar sus reticencias, con autoridad y sentido del humor, sobre poetas intocables como Juan Ramón Jiménez o Vicente Aleixandre. El legado más útil, político en un sentido lato, que puede dejar un profesor quizá sea el de haber despertado el sentido crítico en sus alumnos.

            Físicamente, Luis se parecía un poco al último Yeats, con esa pelambrera grisácea siempre un tanto despeinada. Más tarde supe además que el poeta irlandés era uno de sus predilectos. “My King a lost King, and lost soldiers my men” (“Mi rey, un rey vencido y soldados muertos mis hombres”), solía citar a menudo para ilustrar el cometido básico de la poesía, cantar lo que se pierde. Con su atuendo oxoniense –la pipa, el maletín y las corbatas de lana– recordaba también a un profesor europeo exiliado en algún campus norteamericano, una caracterización que se avenía muy bien con su formación ecléctica y su nobleza de espíritu. Aunque siempre reivindicaba sus orígenes humildes –su padre, a quien perdió siendo muy joven, había sido peluquero en el Paseo de Gracia–, Luis tenía un porte aristocrático, inducido por la destreza con que manejaba su castellano materno y por esa mueca sardónica –a grin, en inglés, palabra tan precisa como intraducible– que a menudo acompañaba sus comentarios y en general su actitud ante la vida.

             Luis era un outsider en el departamento de hispánicas, reclutado en la filología más por necesidad que por vocación. Después de dejar la carrera de derecho, había estudiado filosofía y letras, en la especialidad de germánicas, licenciándose con una tesina sobre La muerte de Virgilio de Hermann Broch, un autor al que nunca dejó de volver. Amplió luego estudios de alemán en Rothenburg ob der Tauber y en la Universidad de Tübingen, donde conoció a Claudio Magris, con quien siempre mantuvo una buena amistad. En sus conversaciones solía recordar el impacto que le habían causado las conferencias de Ernst Bloch. Yo creo que el mundo germánico era el fundamento de su cultura, luego matizado o enriquecido por la aportación anglosajona, sin olvidar su afición, muy propia de todos los de su edad, por la literatura francesa, adoptada como compensación de nuestras carencias. Seguramente su único maestro reconocido fue José María Valverde, con quien, además de la vocación comparatista, compartía un sentido ético de raíz cristiana.

            En 1961, Luis se casó con Anna Ramón, madre de sus tres hijos. Hay en la vida pocas experiencias tan gratas y humanamente reconfortantes como conocer a un matrimonio feliz y bien compenetrado. Anna y Luis eran, para los demás, más ellos mismos cuando estaban juntos. Su constelación de buenos amigos –en Madrid como en Barcelona–, la variedad de sus intereses culturales, la seriedad de su compromiso político o su célebre hospitalidad –en el piso de la calle Girona como en la casa de Sant Vicenç de Montalt– eran un reflejo de esa armonía interior de la pareja que ni siquiera la enfermedad de los dos, en los últimos tiempos, pudo empañar. Recién casados, se fueron a vivir a Estados Unidos, en lo que fue uno de los períodos más intensos y enriquecedores de su vida. Gracias a Xavier Rubert de Ventós, que le recomendó en el puesto, Luis pudo dar clases de literatura española contemporánea en Cincinnati (Ohio) y en Washington, una experiencia que siempre recordaba con nostalgia y gratitud. Huir de la sacristía franquista, disfrutando además del refugio que la cultura europea había encontrado en las universidades norteamericanas después de la segunda guerra mundial, fue un privilegio y un estímulo, una gran suerte. Luis siempre recordaba una conferencia de Harry Levin –no sé si en Cincinnati o en Washington– sobre Shakespeare. “Era como escuchar música”, decía. A su paso por Nueva York, por iniciativa de Anna, fueron a visitar en su apartamento a Hannah Arendt, que les recibió muy amablemente. Arendt era entonces presidente de los exiliados españoles republicanos en la ciudad, según me contó Luis. Y estuvieron hablando, sobre todo, de Hermann Broch, a quien Arendt había conocido y sobre quien había escrito estupendos ensayos.

            Los años en Estados Unidos convirtieron a Luis en una especie de eterno ciudadano mental de Nueva York. De alguna manera, hizo suyo el mundo de Hannah Arendt, de Mary McCarthy y Edmund Wilson, de Auden y de Joseph Brodsky, del New York Review of Books, revista a la que estaba suscrito. Los autores por los que siempre se interesó son prácticamente los mismos que estudia Wilson en El castillo de Axel (1931), con la excepción de Kafka, a quien Wilson no entendió y cuya obra era para Luis como un breviario. De Baudelaire y Flaubert hasta Yeats y Eliot, sus reflexiones literarias transcurrieron siempre dentro de lo que Cyril Connolly llamó el movimiento moderno, lo mejor que dio la literatura europea más o menos entre 1850 y 1960. Recuerdo, por ejemplo, una clase suya en la que analizó la escena de los comicios agrícolas en Madame Bovary que nunca olvidaré, por la fruición con que comentaba cada uno de los detalles. O una conferencia que dio en el Institut d’Humanitats de Barcelona, del que era vicepresidente –gracias a la generosidad y el sentido de la jerarquía de Jordi Llovet, otro gran maestro–, sobre Lolita de Nabokov y que ya está para siempre asociada a mi lectura de esa novela.

            A su regreso de Estados Unidos y gracias a su amigo Joaquim Marco, Luis entró en la universidad de Barcelona. Como aún no existía un departamento de literatura comparada –lo crearía Llovet, contra viento y marea, muchísimos años después–, Luis se doctoró en hispánicas con una tesis sobre José Moreno Villa. Por aquellos años, compaginó su labor docente con trabajos editoriales, lo que le permitió conocer a poetas como Joan Oliver y Joan Vinyoli, correctores a sueldo, o a Carlos Barral en su última vida como editor. De todos contaba siempre anécdotas muy divertidas. En 1988 ganó finalmente una cátedra de literatura española contemporánea, de la que se jubilaría en el año 2007. En un gesto típicamente suyo, se negó a ser catedrático emérito por lo excesivo de la burocracia que exigía el honor. 

            Pero más que catedrático o crítico literario, Luis era sobre todo poeta. Para él la poesía era una forma insustituible de pensar, hasta el punto de que realmente pensaba en verso. En los últimos años, no era raro que sus amigos recibiéramos sobres con tres o cuatro poemas improvisados –ripios, los llamaba él– sobre algún político impresentable, la Iglesia o sobre cualquier libro que acabara de leer, desahogos y divertimentos que ilustraban hasta qué punto la poesía era para él un fenómeno mental que le ayudaba a respirar. Así como su prosa crítica es para mi gusto demasiado envarada y conserva  poco de la vivacidad y el humor de su conversación o de sus clases, su poesía es la justa estilización de su habla y de su inteligencia. Recuerdo perfectamente el impacto que me produjo el primer poema suyo que leí. Estaba en una librería de Barcelona y di por casualidad con Señales de nieve (1995), entonces su título más reciente, publicado en Pamiela gracias a nuestro común amigo Ramón Andrés. Abrí el libro y empecé a leer el primer poema, titulado “Letanías profanas”:

 

                                   He querido escribir un poema

                                   de amor un claro vastísimo

                                   poema de amor

 

                                   Durante muchos días con sus (ojos

                                   de lince) noches he

                                   querido escribir este amor

                                   sus melódicas piernas y sus labios

                                   encendidos y

                                   sus pechos sosegados

                                   elocuentes cadenciosos

                                   que he custodiado (celoso,

                                   por supuesto)

                                   sin otras concesiones

                                   que no fueran las de la pasión

                                   más desordenada

                                   que atravesé rozando las salmodias

                                   Rosa Mystica Turris Eburnea

                                   Speculum Maiestatis

                                   […]

 

Desde entonces me lo sé de memoria y ha quedado ahí, como una parte de mí mismo, como sólo ocurre con los pocos poemas o fragmentos de poema que se convierten en carne propia. Sigo creyendo que “Letanías profanas” es uno de los mejores poemas de amor de la segunda mitad del siglo XX, de una especie de amor, además, a la que pocas veces atiende la poesía, más acostumbrada a cantar la exaltación del enamoramiento o a lamentar su extinción. Como “Pandémica y Celeste” de Jaime Gil de Biedma, pero con una propuesta ética y vivencial muy distinta,  “Letanías profanas” habla del amor largo, del amor de muchos días, difícil y sostenido en el tiempo. El final es de una elevación genuinamente eliotiana:

 

                                   Y hasta el olvido en que arderá el deseo

                                   trasunto de nosotros sin historia

                                   te dirá en toda piedra y en el blanco

                                   que efunde el sol eterno de los cuerpos

                                   resueltos a unidad cuánto mi amor

                                   te quería sin fin y te tenía

                                   y te quería

                                   como quieren los astros silenciosos

                                   y el diamante de arcilla que quemamos.

 

 

Señales de nieve sigue siendo a mi juicio su mejor libro, el que contiene un mayor número de poemas excelentes y en el que uno puede hacerse una idea más cabal del tipo de poeta que era. De alguna manera, ese poemario intensifica las virtudes y corrige los defectos de los tres anteriores, Supervivencias (1970), El ausente (1979) y Calendario del nómada (1983). Desde el punto de vista del oído, no hay en Señales de nieve ni rastro de la tendencia al sonsonete que a veces le perdía, por su talento para la versificación fácil. Y todas sus influencias están ahí ya bien integradas y domesticadas. Tanto su gusto como su dicción se habían educado con Antonio Machado y Pedro Salinas, un bagaje al que luego fue incorporando algo de la poesía alemana –de Brecht y Gottfried Benn, principalmente– y bastante de la anglosajona, sobre todo de Robert Frost, Wallace Stevens, Auden o Philip Larkin. Con respecto a sus contemporáneos, Luis fue un poeta sin generación que en realidad pertenecía al grupo del 50. Ninguno de su edad supo asimilar mejor algunos aspectos de la poesía de Carlos Barral, de Jaime Gil de Biedma o de Gabriel Ferrater, cuya descripción de Barcelona, en lo moral como en lo social, estudió muy de cerca. Recuerdo siempre una clase que dedicó a comentar “Barcelona ja no és bona o mi paseo solitario en primavera”, el poema de Gil de Biedma, admirando el virtuosismo técnico y compositivo (“es una pieza flaubertiana”), el ensamblaje de lo íntimo y familiar con lo histórico y político, la administración de los silencios. Fue para mí un precedente inolvidable.

            No es fácil, su poesía. El tono casi siempre meditativo tiende a sintetizar la reflexión y a proyectarla en las imágenes que la acompañan, en un trasunto de su pensamiento en acto que muchas veces prescinde de la aclaración al lector. Y ahí es donde mejor se aprecia la influencia de Barral o de Ferrater, menos preocupados que Gil de Biedma por evidenciar la anécdota que inspira el poema. Algunos de sus asuntos recurrentes son la lectura, el padre ausente, el amor conyugal, los viajes, por supuesto la ciudad, la pintura y el cine. Quizá sea frente a los cuadros, entre los libros y estando de viaje donde su verso adquiere mayor profundidad y mayor encanto. Hay por ejemplo una écfrasis en Señales de nieve, titulada “Vue de Genève”, sobre una pintura de Jean-Étienne Liotard, que es sencillamente magistral, por la manera en que logra describir a un tiempo el cuadro, el pensamiento que genera, su recuerdo y el viaje que hizo al lugar en el que se exponía. Y sin duda su mejor comentario sobre su autor predilecto está en “Franz Kafka y el desierto”, un poema de No hay que volver (2003), el primer libro que le publicamos en Lumen.

            Muchos de sus poemas tienen también una dimensión política y demuestran que la poesía, a través de la resistencia de la memoria, ha sido a menudo el último refugio contra el totalitarismo. Es la “conciencia de los incurables”, de la que habló en su poema sobre Brodsky, también en No hay que volver. Anna y Luis tuvieron desde muy jóvenes un agudo sentido de la justicia y de la solidaridad. Ya en la democracia, pertenecieron a los círculos socialdemócratas de Barcelona, reunidos en torno a la familia Maragall –Jordi Maragall i Noble, el pater familias, fue como un segundo padre para Luis– y en el que también estaban el rector Josep Maria Bricall, Joan Raventós o José Antonio González Casanova, representantes todos ellos, cada uno en su ámbito, de una sociedad posible que fue marginada por el pujolismo y que ahora ya ha sido aniquilada por el independentismo. Como había dicho Juan García Hortelano –tan querido por Luis– de los poetas de la generación del 50, todos ellos fueron “convictos de pertenecer a un país bárbaro”.

            Cuesta mucho, parafraseando a Saul Bellow, entregar a la muerte a un ser humano como Luis Izquierdo. Ni siquiera cuando enfermó de cáncer dejó de dar muestras de generosidad y de atención, de gratitud y de bondad. Luis tenía una cualidad que he visto en muy pocas personas –otra de ellas fue su amiga Carmen Balcells– y era la capacidad limpia de admirar. Aunque también sabía denostar con sarcasmo y malicia, si algo le entusiasmaba corría a felicitar al responsable y avisaba de ello a todo su círculo. Releyendo una carta que me envió cuando estábamos editando el que sería su último poemario, La piel de los días (2013), encuentro unas líneas que definen perfectamente su talante: “haber vivido y respirar todavía, compartirlo y viajar con Anna, no perder hijos y ganar amigos –tampoco demasiados– me parece un privilegio    –y lo es– que no merezco, pero estoy por ello muy reconocido”.

            En una de las comidas que hacíamos a menudo con amigos –con Jordi Llovet, con Ana María Moix– recuerdo que le comenté cómo me había impresionado una reflexión de Walter Benjamin en Dirección única. Dice Benjamin –el fragmento se titula “A media asta”– que cuando perdemos a un ser querido sufrimos una serie de transformaciones que sentimos la necesidad de comunicarle a esa persona, hasta que nos damos cuenta de que esos cambios sólo han sido posibles gracias a su ausencia. Y al final, dice Benjamin, le saludamos en una lengua que ya no entiende. Nunca olvidaré el gesto de íntimo reconocimiento que hizo Luis al escuchar esas palabras. Ahora pienso que debió identificarse por completo con esa observación, pues toda su poesía fue de algún modo un diálogo póstumo con su padre ausente, al que quiso mucho. Alguna vez me había comentado que cuando conducía por una carretera marítima de la costa catalana, al pasar por una determinada curva, le parecía ver la figura de su padre, saludándole. Siempre le decía que tenía que escribir un poema sobre eso, pero, claro, nunca había dejado de hacerlo. Desde que murió, cada vez que paso en coche por una curva al filo del mar, no importa dónde, soy yo quien imagina a Luis saludándome, hasta que me doy cuenta de que ahora somos nosotros quienes le hablamos en un idioma que ya no entiende.

 

Andreu Jaume

 

 

           

 

Escrito en Lecturas Turia por Andreu Jaume

La plaga

6 de mayo de 2020 09:51:41 CEST

                                                                                                                                     El médico establece mi periodo de cura

y sólo soy capaz de hacer extrañas muecas.

Frágil la palabra cuando estoy lejos de casa.

 

Un vestido blanco tejido con hilos bendecidos

cubre el cuerpo ajeno que me nutre y me palpita.

Me santiguo mojando los dedos en mi propia sangre.

 

Me mantengo en la silla tambaleante pero firme

encima de un suelo lleno de pestañas de desconocidos

que rasgan la planta de mis pies y duele.

 

Bebo del líquido tóxico de cada una de las máquinas

que soportarán a los padres de mis padres,

y a mis padres, posponiendo la tierra en la cara.

 

Toco la piel virgen tras saltar la costra

y reto a cada desamor a presentarse

para decir que sí y rasgarla de nuevo.

 

El médico establece mi periodo de cura

y dudo de cada uno de los motivos:

 

Pues señor médico,

una flor con pulgón

acaba siendo sólo enfermedad.

Escrito en Lecturas Turia por Dalila Eslava

Coronada de moscas

La oficina principal de las librerías del Fondo de Cultura en Perú está ubicada en Miraflores en una casa estilo tudor, con un frente amplio, en una de las calles más comerciales llamada Berlín. Blanca Varela durante los años 70 y 80 llegaba todos los días, subía las escaleras que aún ahora crujen tenebrosamente, y se instalaba en su parco escritorio solo invadido de colores por una pequeña escultura de un Árbol de la Vida mexicanísimo. Una de esas mañanas se descubrió que en el terreno baldío al lado vivían una caterva de niños indigentes. Blanca llegaba a la oficina y ante el bullicio y la presencia de la policía se impresionó. Y la vio: era una niña algo mayor, el cabello recortado casi con hachazos, la mugre pegada al cuerpo. Vivía con una docena de niños de todas las edades. Llevaba un embarazo avanzado, de unos siete u ocho meses, y una mirada brumosa, como perdida. Una mujer mayor, quizás la madre de alguno de esos niños que por las noches se drogaban con pegamento, quiso golpear a la niña, pero el vecindario entero la protegió: “podría describirla / ¿tenía nariz ojos boca oídos? / ¿tenía pies cabeza? / ¿tenía extremidades? // sólo recuerdo al animal más tierno/ llevando a cuestas como otra piel/ aquel halo de sucia luz… […] ¿era una niña un animal una idea? // ah señor /qué horrible dolor en los ojos […] a mi lado / coronada de moscas / pasó la vida…” (Ternera acosada por tábanos).

Esa es una clara forma en que la injusticia y el requerimiento ético trasuntan con urgencia a la poesía, procesados de alguna manera inconsciente como un chorro de dolor, pero muy contenido y muy elaborado, a través de la fineza del lenguaje. Ese es el mejor ejemplo del estilo de la poesía de Blanca Varela: el uso de un lenguaje parco para dar un golpe certero como el de un garfio en la pulpa del corazón del lector.

La poesía de Varela puede describirse como una implosión: demasiados significados concentrados en tan pocas y exactas palabras. Personalmente he leído sus poemas de forma constante, los he aprendido de memoria, los he estudiado y casi he cometido el sacrilegio de diseccionarlos para intentar descubrir cómo, por qué, de qué manera. ¿Cuál es el mecanismo por el cual la poeta logra hincar cada palabra con el rigor de un entomólogo y extraerle toda su esencia posible? Nunca se me han revelado, por el pretendido método científico, nada más que algunas pistas cercanas a mis propias intuiciones pues frente a poemas de tal intensidad, como “Ternera acosada por tábanos”, solo es preciso presentarse como una lectora desnuda ante el simple fulgor de la palabra.

 

Tu voz persiste

La poesía de Blanca Varela es una de las grandes aventuras literarias latinoamericanas. No se trata solo de poemas bien escritos o textos rigurosos de medidas exactas y dimensiones precisas, estamos hablando de una autora cuya característica principal es el riesgo y esta estrategia, en un espacio tan susceptible como el poético, puede convertir al poeta en un productor de fuegos artificiales sin más fondo que la oscuridad de la nada. Varela, en cambio, se conecta con cada una de sus obsesiones, de sus trabajos anteriores y de su propia trayectoria para, en cada uno de sus libros, plantear una propuesta estética diferente, radical, incluso contradiciendo a su obra anterior y, por lo tanto, completándola en un audaz juego de antítesis. Esta forma de encarar el trabajo poético es el producto de un encuentro frontal con la vida, de una honradez artística sostenida a través de los años, de una lucha inflexible con eso que algunos llaman estilo.

Si “Camino a Babel” o “Valses” son poemas que apuestan por la imagen sobre la metáfora, por la extensión prosística frente a la contención, “Casa de Cuervos” recorre alegóricamente el tema de la maternidad desde una entrada no tradicional y “Concierto Animal”, concentra sus pliegues en la agudeza del dolor y del silencio frente a la muerte de lo más amado: el hijo.  El último libro de Varela, "Falso Teclado", regresa sobre la contención de las palabras para darles un retruécano más y volverlas inequívocamente atroces y exactas.

Este comedimiento con el lenguaje, al final de su vida, se trasladó a su cuerpo: debido a una embolia que le produjo un derrame cerebral fue perdiendo poco a poco la capacidad de nombrar, perdió totalmente el habla. En los últimos años Blanca Varela solo "nombraba la palabra" al leer poesía en voz alta, porque la rectitud de lo escrito le permitía transitar por ese laberinto de imágenes y significados que debe haber sido, desde siempre, su sinapsis y sus razonamientos.

 

Blanca una tarde de octubre del 2006

Recuerdo que en el año 2006 le llevé tres libros de jóvenes poetas limeñas. Ella, que ya no quería conversar, leyó varios poemas en voz alta como si hubiera recuperado el sonido a través de otras voces. Esa tarde, en su departamento frente al mar, una epifanía nos devolvió ese sonido exasperadamente lento de su voz Caminaba despacito y estaba sobriamente vestida, con un pantalón kaki y una chompa de color camel. Ella siempre se vestía así: colores oscuros o ceniza, lacres, piezas tono sobre tono, ropa holgada, zapatos de taco bajo o cinco centímetros. Esa sobriedad que la distinguía en la poesía, esa elegancia de las palabras justas, la vivía a diario con su estilo corporal y en el minimalismo de su casa que era también un reflejo de su personalidad.

Ella era una escritora insular y una persona insular, un poco distante y muy discreta, más bien recluida en su extraña y poderosa casa de Barranco, junto al mar, acompañada de cuadros de Fernando de Szyszlo, de colores azules y gélidos, gustos de una personalidad más que introvertida francamente esquiva. Esta forma de evadir a los otros, por supuesto, nunca desdijo de su generosidad y honestidad intelectuales a prueba de fuegos, tornados y tormentas variopintas.

Pienso que ese día de octubre de2006 mipresencia fue el acontecimiento del día. Quizás pueda ser mi narcisismo, mi estúpida manera de creerme una persona cercana, pero me esperaban para llevarla a la sala. Así que la acompañé y nos sentamos frente al malecón, mirando la tarde de una primavera que no terminaba de cuajar. No podía hablar con la locuacidad de antes. Y yo, anonadada, escuchaba como ella iba repitiendo la última palabra que yo pronunciaba. Me sentí perturbada. Entonces, solas en medio de ese silencio de plomo, le pregunté si quería leer poesía. Y abrió las alas.

Pudo leer y pronunciar perfectamente los poemas de los libros que le llevé (Cecilia Podestá, Victoria Guerrero, Romy Sordómez) e incluso repetir aquellos que le habían llamado más la atención. Le gustó más el libro de Podestá, como lo suponía, por las referencias bíblicas y el tempo lento del ritmo de su poesía. Y luego conversamos un poco de esto y aquello, del premio Lorca, y de la imposibilidad de hacer un viaje al otro lado del Atlántico, y por lo mismo, de dejar en manos de su hijo Vicente el atravesar la burocracia de una ceremonia de tal índole. A Blanca no le gustaban las ceremonias. Yo me atreví cambiar de tema a boca de jarro:

 

—¿Estás escribiendo algo? — le pregunté

—No, no, no— repetía.

—¿Y el libro sobre tu madre?

—No, no, no salió— me dijo, pero sin pena, sin frustración, simplemente como acontece.

 

En una reunión de algún tiempo antes, en casa de la poeta y crítica literaria Ana María Gazzolo —en donde compartimos cous-cous preparado por la misma mano de la anfitriona— Blanca nos contó que estaba pensando escribir un libro en homenaje a su madre, Serafina Quinteras, muerta meses antes. Ese vacío la había golpeado. Ella siempre habló de su madre como una persona muy alegre, dicharachera, una mujer que había sido el símbolo de un criollismo de salón limeño, y a pesar de que en este punto disentían tremendamente, su madre le había enseñado que a la vida hay que tomarla por las astas. “Ya tengo el nombre” nos comentó esa vez “se va a llamar Rimmel, porque mi madre era tan coqueta”.

No lo escribió. Tampoco pudo corregir una novela que, muchos años antes, pergeñó en unos papeles blancos. Porque Blanca corregía mucho, era tremendamente exhaustiva y sumamente autocrítica. Y poseía una lucidez especial para decir basta también a la corrección (porque tanta poda, a veces convierte al árbol en arbusto). 

Esa tarde no pude ver la muerte del sol, se nos escapó, no nos dimos cuenta. Ella como siempre muy amable, me preguntó por mi hija y por lo que yo hacía, por mis amores y mis desamores. Algo pude decirle, pero la noté agotada. Quería moverse del sitio y yo pensé que era hora de partir… pero me cogió la mano. Quería seguir escuchando, quería mantener ese momento del día. Entonces le conté que por el Premio García Lorca había competido con Benedetti, con Cardenal, con Cisneros, y ella sacando el filo de luz de esos ojos siempre agudos, sonrió y me dijo: "y les he ganado".

 

Un poco de su vida: Lima, Paris, Nueva York, Lima

No es solo un dato el que Blanca Varela haya nacido en Lima (10 de agosto de 1926) porque su vida y estilo estuvieron muy vinculados con esta ciudad tan evanescente. Hija de una de las más prestigiosas compositoras de valses criollos, Serafina Quinteras[1], durante toda su vida Varela luchó contra esa herencia criolla para instituirse en una modernidad que, junto con la Generación del 50, pretendía ser secular, laica, innovadora, democrática, política en el mejor sentido, y alejarse de la sensibilidad mediadora de esa cultura criolla producto de la discriminación colonial. Por eso escondió entre sus memorias más ocultas todos esos momentos en que, junto con su madre, participó de concursos radiales declamando poesía cuando era niña. Blanca Varela renegó de la declamación y cuando leía su propia poesía solía hacerlo sin adornos, sin artificios, sin entonaciones especiales, solo la simple voz limpia contra el silencio.

Varela, en un mundo masculino y misógino como lo fue el intelectual peruano durante la II Guerra Mundial, decidió ingresar en 1943 ala Escuela de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la universidad pública, en cuyos claustros pudo encontrar a una generación de poetas, escritores, autores de teatro, intelectuales que compartirían sus preocupaciones. En el Patio de Letras de la Casona de San Marcos, Blanca Varela conocería a Jorge Eduardo Eielson, a Javier Sologuren, a Mario Vargas Llosa pero, sobre todo, a Sebastián Salazar Bondy, el gran líder de esa propuesta de modernidad, cuyas ideas marcaron a toda su generación y fueron posteriormente convertidas en el famoso ensayo Lima, la horrible.      

Varela participó activamente de las propuestas de esta generación de intelectuales peruanos escribiendo artículos y participando de las tertulias del café Pancho Fierro al que también asistía en esa época el escritor José María Arguedas, Emilio Adolfo Wetphalen, Sérvulo Gutiérrez, las hermanas Bustamante, entre otros escritores y pintores indigenistas y surrealistas. La amistad que tuvieron Varela y Szyszlo con Arguedas fue determinante para su sensibilidad artística: precisamente fue el autor de Los Ríos Profundos quien invitó a Varela a la famosa casita de playa en Puerto Supe, en donde encontró “un lecho ardiente en donde lloro a solas”.

Es por esos años que Varela escribe diversos poemas que no circulan sino en copias manuscritas entre los amigos de su círculo. Recién será en 1957 que Salazar Bondy y el poeta Alejandro Romualdo incluyeron dos poemas de Varela en su famosa Antología de la poesía peruana. La nota que precede a los textos presenta un primer libro llamado "Primer baile", pero al parecer el título fue luego descartado por el de Puerto Supe que, a su vez, fue descartado por el de Ese puerto existe. El 18 de marzo de 2014 se publicó la versión facsímil del cuaderno manuscrito Puerto Supe con viñetas de Fernando de Szyszlo. En esa ocasión en la Librería El Virrey de Lima, Mario Vargas Llosa leyó el poema “Ternera acosada por tábanos” que no se encuentra en ese libro sino en Ejercicios Materiales (1993). Vargas Llosa fue un amigo inseparable de Blanca Varela, se conocieron en la universidad y mantuvieron contacto y encuentros frecuentes hasta el final de sus días. “Lo impresionante del poema es la conmiseración, tanta ternura, la compasión, la piedad, la solidaridad que nos contagia sobre este indefenso animal […] Al final del poema uno descubre que ese animal no es un animal, sino un símbolo de la condición humana… de la vida” dijo el Premio Nobel en aquella ocasión.

En 1949 Varela viaja a Francia recién casada con el pintor Fernando de Szyszlo, en un largo viaje en barco. Llevaban en sí la aventura por el clásico sueño parisino de todos los intelectuales latinoamericanos del siglo XX. Se establecen en París en el momento de mayor apogeo del existencialismo, compartiendo cafés y vino en el Café Le Flore con sus principales representantes: Albert Camus y Simone de Beauvoir, el mismo Sartre, así como con Octavio Paz, Elena Garro, Carlos Martínez Rivas, entre otros. Precisamente fue Paz quien, al leer algunos de poemas sueltos de Varela, la anima a organizarlos bajo la forma de un libro. Bajo el calor de las discusiones de esos años, los poemas que ya tenía escritos y otros que va decantando con paciencia, forman Ese Puerto Existe (“Aquí en la costa escalo un negro pozo, / voy de la noche hacia la noche honda, / voy hacia el viento que recorre ciego/ pupilas luminosas y vacías”).

Blanca Varela publica su primer libro tardíamente en comparación con sus contemporáneos de la Generación Poética del 50 en el Perú. Auspiciado por Octavio Paz, quien escribe el prólogo, Ese Puerto Existe, se edita bajo el sello de la Universidad Veracruzana en 1959. “Blanca Varela es una poeta que no se complace en sus hallazgos ni se embriaga con su canto” advierte Paz a los lectores sobre esta radical propuesta de sospechar de la propia obra. Y esta sospecha, al mismo tiempo, permite a Varela una búsqueda ética dentro de sus propuestas estéticas: no arruinar la palabra detrás de pretensiones megalómanas, de silencios cómplices o de baratijas al servicio del mercado. Escuchar la poesía de los otros, trabajar en silencio la realidad, aún en su sordidez, y evita el ruido, eso la ha caracterizado durante toda su vida.

Pero es Octavio Paz quien, a su vez, pretendiendo hacerle un favor, “saca” a Varela del espacio infravalorado de la poesía femenina, calificando su condición como la de “un poeta, un verdadero poeta”, en ese prólogo que aún hoy marca el derrotero androcentrado de la crítica: “nada menos ‘femenino’ que la poesía de Blanca Varela; al mismo tiempo, nada más valeroso y mujeril” sostiene Paz (Ese Puerto Existe, 1959: p. 13). Al respecto, Blanca Varela solía señalar que cuando vivía en París con Szyszlo se sentía “asexuada como los ángeles” y asume racionalmente su identidad femenina con el nacimiento de sus hijos, Vicente y Lorenzo.

Desde 1958 hasta 1960 Blanca Varela se establece, junto con su esposo, el pintor Fernando de Szyszlo, en Washigton D.C., donde escribe algunos de los poemas que luego formarán parte de Luz de Día (Lima, 1963), Valses y otras falsas confesiones (Lima, 1972) y Canto Villano (Lima, 1978). Es en Washington donde Varela reflexiona sobre la lejana Lima, en un poema a dos estilos que comentaremos más adelante.

Desde la década del 60, Blanca Varela vive en Lima dedicándose al periodismo cultural en diversos semanarios y colabora constantemente con la famosa revista Amaru, dirigida por su amigo Emilio Adolfo Westphalen. Es en esta revista y en diarios de circulación nacional que, bajo el seudónimo de Cosme, escribe críticas de cine. Hace poco en Lima se realizó un homenaje a Varela cinéfila con una programación de sus películas italianas favoritas. En la década del 70 y durante los aduros años 80 del conflicto armado peruano, Varela dirige la filial del Fondo de Cultura Económica en Lima, y durante 20 años seguidos, así como algunas de las secciones del PEN Club Internacional, como un favor especial a Vargas Llosa que era su presidente. Desde 1978, y a pesar de la publicación de dos antologías (Camino a Babel, Lima, 1986 y Poesía Escogida Madrid 1993) y de un libro con su poesía reunida (Canto Villano, Poesía Reunida 1949-1983, México, 1986), no publica un libro nuevo. Ejercicios Materiales sale publicado después de quince años de silencio en 1993 bajo el sello de Jaime Campodónico.

Aquí quisiera detenerme brevemente porque considero este libro como uno de los magníficos poemarios de Varela: se trata del reconocimiento de la animalidad el ser humano a través de la constatación de los límites de los corporal, incluyendo el mundo de adentro: vísceras, fluidos y elementos escatológicos. Ejercicios Materiales es una vuelta de tuerca a la mística ignaciana: no se trata del espíritu en juego con lo sagrado sino con lo corporal. La muerte se presenta como un encuentro con una divinidad cruel que espera la entrega del cuerpo como si se tratara de una res que se entrega al camal para ser sacrificada: “enfrentarse al matarife/ entregar dos orejas/ un cuello/ cuatro o cinco centímetros de piel/ moderadamente usada/ un atadillo de nervios/ algunas onzas de grasa/ una pizca de sangre/ y un vaso de sanguaza/ sin mayor condimento que un dolor/ casi humano…”. El poema que le da título al libro, con sus violentos encabalgamientos, nos presenta la necesidad de “cortar” con las diferencias del adentro/afuera del cuerpo para habitarlo no como una prisión platónica sino como una forma de constitución del espíritu: “lo exterior jamás será interior/ el reptil se despoja de sus bragas de seda/ y conoce la felicidad de penetrarse/ a sí mismo…” Solo el aprendizaje del deterioro del cuerpo, del cadáver en potencia que somos, en esta réplica fisiológica de los ejercicios espirituales es la constatación de la fuerza de la materia como forma de predisponernos al escarnio de nuestra carne en permanente estado de descomposición: “he dejado la puerta entreabierta/ soy un animal que no se resigna a morir” (Escena Final). Blanca Varela reconoce al cuerpo como el espacio del menoscabo y la reflexión, del daño y la plenitud, del quebranto y la resistencia.  

El mismo año de la publicación de Ejercicios Materiales, Varela publica en Madrid El Libro de Barro (Ediciones del Tapir, 1993), una serie de poemas en prosa que siguen incidiendo en la insularidad de la identidad del sujeto pero esta vez desde los paisajes clásicos de la poesía vareliana: el mar, la arena, las islas sin pájaros, la ola sobre la ola. Concierto Animal se publica simultáneamente en Madrid y Lima (Pretextos/Peisa, 1999) luego de un acontecimiento que produce un quiebre, tanto en la historia personal como en la poesía de Varela: la muerte en un accidente aéreo de su segundo hijo Lorenzo. Concierto animal es un aullido en silencio.

El Falso Teclado, su último libro, se publicó en Madrid como parte de la edición del libro Donde todo termina abre las alas (Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, 2001) una recopilación de toda su obra poética. Premonitoriamente la última línea del libro dice: “y oler lo ya vivido/ y dar la vuelta/ sencillamente/ dar la vuelta” (Nadie nos dice).

Blanca Varela, en un intento de continuar con la tradición de la famosa antología Laurel, junto con José Angel Valente, Andrés Sánchez Robayna y el crítico uruguayo Eduardo Millán, editaron una polémica antología de poesía hispanoamericana titulada Las ínsulas extrañas, antología de poesía en lengua española (1950-2000). Fue la única vez que Varela ejerció, de cierta manera, como crítica literaria.

Recién en el año 2001 la gran poeta Blanca Varela recibe un primer premio por su obra reunida, el Premio Octavio Paz de Poesía y Ensayo. Ese mismo año el gobierno peruano le otorga la Orden del Sol por su trayectoria intelectual. En el año 2006 gana el III Premio Lorca que otorga la ciudad andaluza de Granada y en 2007 se le otorga el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, uno de los más prestigiosos de la lengua, auspiciado por el Patronato Nacional de España y la Universidad de Salamanca. Tras algunos años de silencio por un severo problema de lenguaje y una enfermedad cardiaca, Varela muere en su casa de Barranco en marzo de 2009. No hay una tumba donde recordarla: sus restos fueron cremados en una ceremonia íntima.

 

Los críticos

Al principio algunos pocos críticos leyeron y comentaron la poesía de Blanca Varela con mayor profundidad que las simples reseñas periodísticas: son de alguna manera textos fundacionales que significaron, para quienes vinimos después, puertas de entrada a la recepción de una poesía compleja, abstracta, aparentemente fácil, pero de significaciones múltiples, densa y, a veces, oscura. Además del prólogo de Octavio Paz, estos textos son trabajos pioneros de José Miguel Oviedo, Roberto Paoli, Ana María Gazzolo, James Higgins, Adolfo Castañón, y David Sobrevilla. A su vez, el poeta Javier Sologuren, publicó una antología de la poesía de Blanca Varela titulada Camino a Babel en las ediciones populares que fomentaba la Municipalidad de Lima bajo el régimen socialista de Alfonso Barrantes. El libro significó la difusión a nivel popular de una autora que, en ese entonces, comienzos de la dura década del 80, empezaba a considerarse como una poeta “de culto” entre los poetas jóvenes y los estudiantes de literatura.

En el año 2007 junto con mi colega Mariela Dreyfus pudimos concluir un largo y deseado proyecto: un libro con un conjunto de ensayos críticos sobre Blanca Varela, además de fotos inéditas, poemas escogidos por la autora y una bibliografía bastante completa a la fecha. El libro lo habíamos comenzado a organizar ocho años antes y conforme avanzábamos con los ensayos, encontrábamos que más admiradores de Varela, estaban entusiasmados en participar. Por supuesto que contamos con el entusiasmo tímido de la propia Blanca quien, desde su desinterés tradicional por sus propios asuntos, nos permitió el acceso íntegro a su archivo personal y fotográfico. Nadie sabe mis cosas. Ensayos en torno a la obra de Blanca Varela recuperó críticas iniciales como las de Paz, Oviedo o Gazzolo, aquellos que la nombraron cuando el resto de antologadores y críticos preferían invisibilizarla, hasta textos de jóvenes y enérgicas poeta y críticas literarias como Victoria Guerrero o Susana Reisz. Queríamos que el libro sea un homenaje del Perú a Varela: fue publicado en una hermosa edición por el Fondo Editorial del Congreso del Perú y, además, Blanca Varela recibió la Orden del Congreso, en una ceremonia a la que asistió, pero en silencio.

 

Propuesta estética: el doblez

La poesía, a contrapelo de la idea vulgar que se tiene sobre ella, no es el resultado de un ejercicio ocioso o un producto para las elites; muy por el contrario, desde los poetas anónimos de los harauis quechuas hasta César Vallejo y pasando, por cierto, por la intensidad y fortaleza de los poemas de Blanca Varela, la poesía ha significado una agencia cultural que fortalece la identidad de las naciones. En efecto, los diversos premios obtenidos por Varela casi al final de su vida son también la afirmación del ejercicio literario de una poeta rigurosa, descarnada, sincera y cuya fuerza se distingue de la retórica común de la poesía contemporánea. Sin embargo, también son un reconocimiento de la crítica a una propuesta literaria que se fortaleció en el grupo, entre sus pares, tanto de la Generación del 50, como con las voces coetáneas más jóvenes. Blanca Varela, huyendo de las academias —rechazó ser miembro de la filial peruana de la RAE— ha urdido una obra lúcida y estoica, cuyo propósito fundamental es transmitir al lector el aprendizaje de la muerte en medio de la voracidad de la vida.

Con sólo siete libros publicados en toda su vida, Blanca Varela ha logrado concentrar la densidad de la experiencia vital y estética en pocas y preciadas palabras. Cuando tuvo que callar prefirió el silencio a la vocación rutinaria de repetir un mismo estilo. Sus propuestas poéticas son muy variadas: en toda su poesía la autora lucha contra sí misma en momentos previos, y luego vuelve a reconciliarse con sus expresiones, pero rearmadas, deconstruidas, relocalizadas.

Tienen sus versos tonos pictóricos; un tempo lento por momentos, grave en otros; sus temas varían desde la experiencia mística (aunque distante y seca) hasta los diversos e insospechados retruécanos de la maternidad, pasando, como lo hemos señalado, por la reflexión sobre el cuerpo y la muerte. Varela logra transmitir a sus lectores la exacta sensación de lo que fuimos y tal vez un vago acercamiento a la experiencia sensible de lo que seremos: “la belleza final es cruenta y onerosa/ inesperada como la muerte/ bala tras el humo de la zarza” (Ejercicios Materiales). En cada uno de sus poemas, además, hay una invitación al lector a que se abisme más allá de toda sólida y aburrida certeza, a través de caminos alternos, entrecruzados, oscuros pero empapados de brillo e intensidad. Ha dialogado vivamente con la pintura —el caso de la obra de Chirico y del mismo Szyszlo— y con autores como Simone Weil, la mística laica, de quien siempre admiró su templanza y resistencia. Como sostiene Ethel Barja en el epílogo a la última edición de Canto Villano (2017): “Por eso el énfasis de su poesía en el cuerpo sufriente, condenado a una inmolación inexplicable”. Varela ha logrado mantener la distancia poética necesaria para escribir alegorías sobre el despojo, sobre la pobreza, sobre la maldad o sobre el hambre.

Concierto Animal, su penúltimo libro, concentra sus recursos en un trabajo con los desplazamientos iniciando un camino áspero hacia una propuesta poética visionaria (Bousoño) sobre la agudeza del dolor y del silencio (“si me escucharas/ tú muerto y yo muerta de ti/ si me escucharas [...] viva insepulta de ti/ con tu oído postrero/ si me escucharas” 19). Se podría señalar que ante la poesía de Varela nos encontramos con un proyecto estético que usa “el doblez” como la forma de apartarse de los cómodos nichos simbólicos. El doblez en el sentido que lo plantea Gilles Deleuze, es decir, como la continuidad del derecho y del revés, de tal modo que el sentido en la superficie se distribuya en los dos lados a la vez. Digamos que se trataría de una poética que da la vuelta a lo ya dicho, expresa la experiencia por dentro, busca en el revés de las cosas para voltearlo hacia afuera y presentarlo de las dos maneras a la vez. Esa ha sido la forma de caminar entre el precipicio de las palabras y el silencio sin resbalar ni caer: asumir las obsesiones temáticas de su obra anterior e irlas anteponiendo, estilísticamente, a las mismas formas con las que fueron escritas.

Como alimento de esta “estrategia del doblez” Varela insiste en escuchar la poesía de los otros, leer a los poetas y a las poetas jóvenes y, sin embargo, trabajar en silencio y muchas veces con cierta distancia a las corrientes poéticas de moda. Varela siempre fue reticente a participar de recitales o conversatorios sobre poesía. Por esta razón, durante la década del 80 en que no publicó nada, cada vez que leía en público era un acontecimiento, al que intentábamos asistir los jóvenes de ese entonces, por ejemplo, el célebre recital que dio en el Instituto Peruano Soviético, organizado por el poeta proletario Cesáreo Martínez. Varela estuvo más allá de la insubstancial discusión entre poetas puros y poetas sociales de todos esos años.

 

No sé si te amo o te aborrezco: Lima y la patria

Para mostrar la fuerza y la originalidad de la poesía de Varela propongo al lector o lectora acompañarme en el análisis de un poema que cruza experiencias vitales, estéticas, posiciones en torno a la propia poesía (prosa poética o verso), discursos sobre la modernidad y las experiencias percibidas por la autora como pre-modernas (lo criollo), así como la nostalgia por la ciudad natal que se deja (Lima), la urbe descabellada y desolada que se habita (Washington) y los amores desgarrados hacia la propia madre. El poema es “Valses” y se inicia con unos versos que recuerdan un bolero: "No sé si te amo o te aborrezco..."

Algunas investigadoras, como la crítica literaria argentina Susana Reisz, consideran que una de las estrategias más sugestivas de las poetas en América Latina es la resemantización (cargar de nuevas significaciones) de las canciones populares como el bolero, el vals, la ranchera, el tango o la murga. Se trata de una forma de reapropiación irónica de “géneros menores”. Considero que esta "resemantización" puede servir de marco para entender este poema que forma parte del libro Valses y otras falsas confesiones (1971). La autora inicia el libro con “Valses”, poema en el que, utilizando la tradicional forma de baile popular en Lima y a partir de una lectura descarnada de la realidad, parodia el sentimiento de nostalgia de la migración a otras tierras para describir sus recuerdos incluyendo elementos atípicos y la descripción de su entorno a través de una mirada dura y cáustica. Se trataría de una de las pioneras en resemantizar este género menor que es el “vals peruano”. Plantea una parodia del vals pero no para proponer, desde la esfera de lo literario, una nueva forma de canto ni una manera criolla de escribir lírica, simplemente se ensaya una manera diferente de asumir la nostalgia —sentimiento muy presente en los valses y las canciones populares en general— distante de la tradición, como propuesta estética, apropiándose de los postulados de la modernidad.

El poema, que tiene cuatro páginas de extensión, está construido en dos instancias: las estrofas impares están vinculadas con el “tono” del vals y las pares con el “tono” de la poesía vanguardista, sobre todo, de la poesía coloquial. En las primeras estrofas encontramos los referentes clásicos melodramáticos del vals, pero en ese contexto, de inmediato producen una lectura irónica en el lector. “No sé si te amo o te aborrezco/ como si hubieras muerto antes de tiempo/ o estuvieras naciendo poco a poco/ penosamente de la nada”. Las estrofas pares, por el contrario, están escritas en prosa y contienen diálogos y frecuentes referencias espaciales de una ciudad considerada como la encarnación de lo “moderno”: Nueva York. El contrapunto entre ambas secciones del texto, así como del propio contenido narrado en él, esto es, la historia de una Lima que se deja y la vivencia de una ciudad cosmopolita que se sufre (con su Bronx, sus suicidas y su indiferencia), proponen finalmente una ruptura esencial: cortar con la tradición criolla e instaurar una propuesta ética y estética que surja de la modernidad para “hablar de lo propio”.

“Aparentemente todo el mundo cree que yo me burlo de los valses cuando escribo un vals; es una especie de nostalgia y de transposición, y de ascenso también, de esos sentimientos. Yo creo que al vals traté de darle otro valor. Yo no escribo valses, pero el vals es indudablemente algo que ha marcado particularmente a la gente de Lima...” señala Blanca Varela al explicar precisamente la génesis de este poema, cuyo protagonista principal no es el yo poético sino el referente de la pertenencia: Lima la horrible, Lima la neblinosa, Lima la falsa. Y Lima como metáfora de mujer, por otro lado, vincula el texto con un componente especial que se encuentra, digamos, fuera de él: la filiación directa con una de las más representativas autoras de valses criollos: su propia madre. “No sé si te amo o te aborrezco/ porque vuelvo sólo para nombrarte desde adentro (...) impúdica/ amada a la distancia/ remordimiento y caricia/ leprosa desdentada/ mía”. 

Este poema no es un vals: estamos ante un juego poético que busca expresamente crear una ruptura y desenmascarar la falsedad de lo criollo. Pero inesperadamente la afectividad de lo criollo se cuela entre los significantes creando nuevas significaciones. En el poema el contraste entre Lima y Washington salpica a todo el texto de afectividad. La racionalidad de los intelectuales de la generación del 50 es limitada por esta impronta: “lo he dicho ya, la mujer se atreve a mirar los rincones, las manchas de las paredes, la suciedad, el dolor pero de otra manera” comenta la autora. La vitalidad de la mujer permite una reconciliación con las otras formas del sentir, con la intuición, con el plano de lo afectivo sin “lágrimas”, sin sentimentalismo.

 



[1] Serafina Quinteras (Lima, 1902-2004) fue el seudónimo de Esmeralda Gonzales Castro, periodista y catautora, compositora de numerosos valses criollos entre ellos el famoso “Muñeca Rota”.

Escrito en Lecturas Turia por Rocío Silva Santisteban

Principio del tiempo

23 de abril de 2020 13:19:29 CEST

 Verano [ Picnic House]

1

El sol perla detrás de las nubes repujadas

Humus del cielo & aquí en la grama del viento

Agrada la mañana de luz & rayos estrellados

 

No hay otro tema sino la brisa tan feliz

Corriendo por estas landas ya iluminadas

Por un dorado verdor cuyas briznas se

 

Baten en las pequeñas ráfagas súbitamente

Stronger  calma del amor lejano planeo del

Ave sobre la límpida bóveda intimidad

 

Que en la sombra de la orilla se aposenta

& provoca un Caribe particular línea es

Pléndida fotografiada en la memoria

 

Tan clara que ha roto el mantón de nubes

Con el disco quemando a todo dar la dicha

De las aguas rebrillando superficie impoluta

 

Que sólo ha de tocar tu cuerpo de ninfa

India en el collage del poema marcado

Por la ausencia del amor salvaje incrus

 

Tándose en furtivos horarios limensis hoy

Divina musa que me dicta estos versos

Recreándose sin fin entre los sauces

 

       Humedecidos de la orilla

 

 

 

2

 

Vientos fuertes recorren la realidad

Mientras deambulo por los repletos

Bordes del río rebalsándose desde

 

Ayer por la tormenta frente a mí

Se desbordó la corriente anegando

Los jardines perpetuos donde ahora

 

Reina el agua & los destellos son

Estrellas instantáneas flotando

Bellamente en la tersura solar

 

El espectáculo del río es fascinante

Poderosa su visión acaudalada en

La amplitud de su dominio total

 

Pero Amor corroe mi alma esta

Mañana más que otras horas

Perdidas en el tiempo azul

 

De mi sola escritura recogida

En estos vientos rebeldes tras

La sombra de una perfección

 

Que se desvanece & me ahueca

El corazón ribera llorada e in

Finita cuyos juncos se remecen

 

Pero quedan erguidos ante mi

 

                 Canción

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Roger Santiváñez

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