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Configurar sentido descendente

El hombre palo

5 de junio de 2020 12:14:31 CEST

 

Estos insectos utilizan su forma de rama como camuflaje, una técnica que les sirve para mantenerse a salvo de los predadores, lee Eder en el panel de información del insecto palo. Luego tarda un poco en descubrirlo en su jaula de cristal. Si no tuviera hijos no habría vuelto a pisar un zoológico, un acuario o un parque de insectos como en el que está ahora. Los animales ya no le inspiran nada. La última vez que vio un perro muerto en una carretera, con las tripas aún frescas, se dio cuenta de que esa misma imagen que lo conmovía hasta hacía unos años, no era más que una de esas fotos de nuestro álbum sentimental que puede extraviarse sin dramas.

Recuerda cuando era pequeño y atrapaba todos los insectos que encontraba en el jardín trasero del chalé de sus padres. Metía moscas sin alas, cucarachas, arañas, chanchitos, tijeras y lombrices en un tarro de cristal, esperando que las leyes de la naturaleza desencadenaran una matanza. Sonríe por primera vez en la mañana. Nunca pasaba nada, pero él siempre volvía a intentarlo, metía más tijeras y arañas creyendo que su leyenda de insectos asesinos sería suficiente para provocar una pelea. Como último recurso prendía fuego a un trozo de papel periódico y lo tiraba dentro. Los insectos trataban de escapar. Las moscas y los chanchitos, siempre las moscas y los chanchitos, morían achicharrados. El fuego se apagaba al tapar el tarro. Otras veces, aburrido de la apatía de su ejército animal, llenaba el tarro de agua y lo enterraba en el jardín. Si bien se sentía como un director de cine fracasado, su fama de torturador lo recompensaba. Con el asco que le dan las cucarachas, trata de imaginar cómo hacía para capturarlas. ¿Le darán asco a sus hijos? ¿Extinguirán alguna especie de bicho cuando repitan las salvajadas de su infancia?

Su hijo mayor estira los brazos para que lo cargue, no alcanza a distinguir al insecto palo desde abajo. Su mujer carga al menor. Se llevan menos de un año de diferencia. Eder y su mujer son hijos únicos y no querían que su primer hijo creciera de la misma manera, sin un compañero de juegos real, o sea alguien casi de su misma edad. ¡Cómo les hubiera gustado tener mellizos! Tiene grabada en su cabeza la hora en que su mujer rompió aguas la primera vez: 5:28. Se ducharon juntos y salieron a tomar una taxi. Conducía un rumano que activó su GPS porque no sabía el camino. Aquella madrugada Eder se dio cuenta de lo poco que se había interesado por el embarazo de su mujer, sólo le preocupaba que el niño no naciera con ningún retraso, porque un niño con Síndrome de Down u otro problema podía ser peor que pagar una hipoteca de por vida. Del segundo parto no recuerda la hora a la que su mujer rompió aguas, pero sí que llamaron un taxi y ella se fue sola.

El hijo mayor le saca media cabeza al menor, es un niño grueso, tierno y violento. Eder teme que haya heredado su incapacidad para controlar sus impulsos. Lo levanta y sus dolores de espalda despiertan, siente como si fuera una planta a la que están arrancado de raíz. Esta temporada su equipo de fútbol no se apuntó a ningún torneo y desde entonces se ha lesionado tres veces los gemelos de las piernas, dos jugando pachangas y la otra empujando el cochecito de sus hijos cuesta arriba. Cree que la falta de ejercicio provoca sus males. Si al menos entrenara dos veces por semana estaría en forma para cargar a sus hijos. ¡Dónde está!, pregunta su hijo mayor pegando la nariz a la jaula de cristal. Eder señala los insectos palo. A ver, dice el niño, no veo, papá. A Eder le encanta la cadencia en la voz de su hijo, cómo estira la última sílaba y se queda con la lengua fuera. Si la paternidad estuviera compuesta de escenas para contemplar como cuadros en un museo, pasaría por alto ese dolor de espalda que sólo alivia tumbándose en la alfombra del salón.

Entonces, como suele ocurrir desde que alguien celebró la gracia, su hijo le pega un manotazo en la cara. ¡Mierda!, grita Eder sin vergüenza, sujetando fuerte las dos manos del niño, que empieza a llorar. Su mujer se acerca con el hijo menor zafándose de sus brazos. ¡Contrólate!, le pide entre dientes. Y empieza una discusión en la que Eder sabe que lleva las de perder, pero se defiende repitiendo otra vez que un día de estos el niño le va a sacar un ojo, como a ese escritor con todos sus hermanos escritores al que su hijo le provocó un desprendimiento de retina. Ella lo llama exagerado, le recuerda que se trata de niños que no son conscientes del peligro, su intención no era hacerle daño y debería pedirle perdón a su hijo. El escritor con todos sus hermanos escritores tuvo que permanecer cuatro meses boca abajo en cama para que la retina volviera a su lugar. Eder reconoce que el argumento resulta inútil con el niño llorando y tratando de estirar sus manitas presas hacia su madre, y calla. Su mujer le quita al niño y vuelve a decirle que a esa edad no son conscientes de lo que hacen. Luego lo repetirá un par de veces más, como es su costumbre, aprovechando que hay gente alrededor y que él no la mandará a callar en público.

El siguiente bicho es el insecto hoja, que también aprovecha su forma para camuflarse en los árboles. Desde que una mariquita se metió por la ventana de la cocina a su piso, sus hijos se volvieron fanáticos de los insectos. Tienen tres años, pero pronto el mayor cumplirá cuatro. El mes siguiente empieza el colegio. Eder y su mujer prefieren no mirar el calendario, es verano en Madrid y los días son una cadena perpetua de comidas infantiles. El tiempo se mide por bocados, ya no por las páginas que lee. El cansancio también. Si por lo menos comieran solos no gastarían tanta energía en enfadarse.¿Cuándo fue la última vez que pudieron ver una película de corrido en el salón? Una noche él le habló de Las Hurdes, el documental de Buñuel del que siempre había escuchado hablar a un compañero de trabajo. Ella lo descargó, desconfiada como suele serlo con sus recomendaciones cinematográficas. Y su desconfianza se reconfirmó. Aquello era un inframundo. Cuando llegaron a la escena del niño muerto ella paró el documental. No necesitaba ver esa mierda, ¿acaso no sabía que desde que había sido madre todo lo que tuviera que ver con niños maltratados, desnutridos o muertos la afectaba más que cualquier cosa? Sí, claro que lo sabía, le dijo Eder, recordándole esa tarde en una terraza del barrio, cuando una yonqui se acercó a contarle la historia de sus desgracias con una bebé sin nada que comer.

-Le diste los cinco euros que nos quedaban.

-Al menos me quedé tranquila.

-Y ella más, con el chutazo que se metió.

Es domingo, el único día de descanso para Eder. Trabaja de lunes a sábado y a veces los domingos según el turno que se le antoje a los jefes. Su mujer trabaja por las mañanas de lunes a viernes. Fue ella quien tuvo la idea de visitar El Escorial y en el camino han parado en el Insectpark al verlo desde la carretera. Cocinó a última hora la noche anterior y por la mañana se encargó de alistar todas las cosas. Siempre lo hace, dice que si Eder tuviera que hacer la maleta de los niños para un viaje o la comida para un picnic, lo más seguro es que faltaría la mitad de lo necesario. Eder no se queja. Es cómodo delegar y esa clase de críticas las aguanta sin problema. Otras no.

La mayoría de los visitantes son familias con hijos pequeños y alguna pareja joven. Eder se fija en las familias. Ninguna tiene niños de la edad de los suyos, o son muy pequeños para andar y aún van en su cochecito, o ya son grandes y no necesitan que los carguen en brazos para ver mejor a los insectos en las jaulas. Se compadece de los que tienen que seguir empujando el cochecito. Este verano ellos se lo quitaron de encima. El día que lo dejaron en la calle abrieron una botella de vino blanco para celebrarlo. El plan era follar como si se acabaran de conocer, esa época en la que se emborrachaban sin importar el día de la semana, pero después de la primera copa se dieron cuenta de que sus bostezos eran más grandes que sus ganas y lo aplazaron para la noche siguiente.

Su hijo mayor le pide que lo cargue otra vez. Los niños no son rencorosos, olvidan con la misma velocidad con la que él pierde la paciencia si llega de trabajar por la noche y encuentra la cocina sin recoger. Su cabeza es una olla a presión que va a explotar. Limpia la mesa donde comen sus hijos, barre la comida que ha caído al suelo y luego pasa la fregona. ¿Por qué siempre hay comida en el suelo cuando su mujer les da de comer? ¿Por qué no puede hacer las cosas como él, con el mismo cuidado para que el otro no tenga que limpiar después? Se lo pregunta a ella. Sabe que hacerlo es prender la mecha de una noche que acabará excitada como un animal salvaje por los reproches y las amenazas. Sabe que la tapa de la olla a presión va a salir volando y va a hacer daño, mucho daño. Antes, arrepentido por la malas horas durmiendo sin rozarse siquiera después de discutir a gritos, se preguntaba por qué no le había dado unas cuantas vueltas a lo que iba a decir si sabía de antemano las consecuencias. Ahora se pregunta por qué ya no le importan los gritos y el sinsabor de la mañana siguiente con la boca agria y el estómago revuelto. Eres un maltratador, le dijo ella la última vez. ¿Cómo puede un maltratador ser un hombre que juega con sus hijos persiguiéndolos por los parques aullando como un lobo? ¿Cómo puede un maltratador limpiar su casa hasta desaparecer toda huella de caos y preparar la comida y decirle a su mujer que se tome la tarde libre porque él se encargará de los niños?¿Cómo puede un maltratador abrazar a su mujer mientras miran fotos de sus hijos y ríen al recordar sus primeros pasos y tratan de imaginar cómo serán en el futuro y se quejan porque dentro de nada ya no podrán cargarlos en brazos ni achucharlos como bebés? ¿No dicen siempre los vecinos que el maltratador era una buena persona?

Hay unas hormigas gigantes que le gustaría tener en casa como decoración. Las visualiza en su jaula de cristal encima de la estantería pequeña donde coloca sus cómics. Su hijo apenas le deja observarlas, quiere pasar rápido a la siguiente jaula y así casi corren de una a otra. ¡Mira!, dice el niño con voz gutural, señalando a una tarántula. Eso enternece a Eder. Los gestos de sus hijos y los nombres que inventan como chichisauro, lo hacen sentir peor que a la mañana siguiente de pelear con su mujer, se avergüenza por ser incapaz de controlar la furia que desata una estupidez como la cocina sucia. A veces, solo en casa, ha pensado que la única forma de eliminar esos arranques es desapareciendo él mismo. Siente otra vez que le arrancan un pedazo de la espalda igual que si fuera una planta. El dolor se expande como una crema que, en vez de curar, mata. Ruega porque esa noche sus hijos no exijan con lloriqueos que los saque en brazos a los dos juntos de la bañera.

¿Por qué las otras familias parecen alegres? Nadie le avisó que su vida dejaría de pertenecerle cuando nacieran los niños. Al comienzo intentaban hacer planes para verse con los amigos, pero de repente la fiebre llegaba y los condenaba a pasar la tarde en Urgencias, así que renunciaron a parte de su vida social y empezaron a quedar sólo con padres para compartir sus virus y miserias. Eder se ríe cada vez que suena en su cabeza la voz de la matrona de las clases de preparto: “Los primeros meses son como entrar en un túnel hasta que llega el momento en el que por fin se ve la luz”. Lo repetía siempre en cada sesión. Pero cómo explicarle a esa señora que el túnel es él mismo.

 

***

 

Mientras su mujer saca los platos, los baberos y las cucharas, Eder vigila que sus hijos no se pinchen los ojos jugando con unas ramas. El resto de familias han montado un banquete sobre sus mesas si las compara con la suya. Ni siquiera tiene una lata de cerveza para refrescarse, sólo agua para los niños. Su hijo mayor va desechando cada rama que recoge por una más grande. ¡Este es palísimo!, grita al encontrar una que apenas puede levantar. El menor corre a ayudarlo. Su mujer los llama a comer. Esa especie de bosque que el Insectpark ha acondicionado para los visitantes se parece mucho al club campestre al que Eder iba con sus padres. El club pertenecía a la empresa estatal para la que trabajaba su viejo. Nunca llevaban comida, había varios restaurantes alrededor en los que iban probando porque el del club sólo vendía bebidas, patatas fritas, galletas y caramelos. Le cuesta convencer a los niños para que se sienten a comer. El mayor no ha soltado la rama y chilla cuando Eder pretende quitársela. Forcejean y Eder vence al dar un tirón. El niño llora fuerte. Su mujer lo increpa, qué le pasa, por qué tiene esas reacciones. ¿No lo entiende?, es su único día libre, ella no sabe lo que es descargar cajas, agacharse a cada rato y aguantar los comentarios de los jefes casi siete horas durante seis días a la semana, y que esa rutina no tenga un final a la vista. Es su excusa, le echa la culpa de su mal carácter al trabajo. Pero esta vez elige decir sólo que está agotado, para qué más explicaciones inútiles. Me lo hubieras dicho antes y nos quedábamos en casa, replica ella. ¡Te lo dije!, estalla Eder, y enumera las veces que ella insistió el sábado para que hicieran un paseo en familia. Su hijo menor lo mira con la cabeza agachada. ¿En qué se ha convertido?

Deja, ya les doy yo de comer, dice su mujer, vete a dar una vuelta.

Eder abraza a su hijo mayor, quiere consolarlo. Cuando el niño se enfada a la hora de comer golpea la mesa como lo ha visto hacer a él. Siempre creyó que sería un padre más comprensivo y dedicado que los otros que ha visto gritando y maltratando a sus hijos en la calle, en las tiendas, en el metro. ¿Es que la paternidad transforma a los hombres en monstruos? No, él siempre ha sido un tipo violento, acostumbrado a resolver sus problemas por la fuerza. Estarían mejor sin él.

Voy a la gasolinera a comprar una cerveza, ¿te traigo una sin alcohol?, pregunta a su mujer antes de darle un beso a sus hijos.

 

***

 

Eder bebe una cerveza a la entrada del Insectpark, aparcado bajo la sombra de unos árboles. Ha olvidado comprar una sin alcohol para su mujer. Es lo que suele pasar, que se olvida de las cosas, aunque tenga la lista de la compra en el bolsillo. Siempre se ufana de su buena memoria en el trabajo. Pero si supieran que es una desgracia en casa. Si supieran que a menudo pierde la paciencia con los niños y golpea la mesa con los puños para obligarlos a tragar la comida cuando ellos sólo hacen caso a sus dibujos animados. Si supieran que por las noches llora imaginando que pierde a su familia y que sus hijos ya adolescentes reniegan de él. Si supieran la verdad. Acaba su cerveza y abre otra lata. Baja del coche. Hace un día estupendo. No es el mismo calor de Madrid. Aquí refresca más, no se siente como un gato atropellado en la carretera, seco. Camina unos metros y logra ver a sus hijos esquivando las cucharadas de su mujer. Se siente como un soldado cobarde que, en vez de auxiliar a un compañero a punto de ser rematado, elige huir. Cuando él les da de comer la comida es una lucha que desgasta su amor o lo que sea que siente por ellos. Porque ya no lo sabe. ¿Cómo llamar a eso que cambia tan rápido del amor al odio? ¿Cómo llamar a un hombre que fantasea con desaparecer de la vida de su familia creyendo que es lo mejor para todos?

Recoge unas ramas y las tira de inmediato. ¿Por qué le gustan tanto a sus hijos? Sube al coche otra vez. Lo enciende y busca alguna emisora que ponga algo de rock. Antes vivía pendiente de las nuevas bandas extranjeras y se informaba sobre sus conciertos en Madrid. Quería ser el primero de sus amigos en verlas en vivo. Si se enteraba de algún concierto casi secreto sólo se lo comentaba a un par de ellos. ¿Qué imagen tendrán de él? Es el Hombre Palo. Como los bichos palo que se camuflan entre la arquitectura de los árboles, él lo hace entre gente buena confiando en que nunca perderá los papeles porque el miedo a la censura inhibirá sus descargas de violencia. Enciende el coche. Cambia de emisora buscando una señal divina que rescate su fe infantil, la misma a la que acudía de pequeño si no había estudiado para un examen o si el jefe de disciplina de su colegio lo pillaba en el baño faltando a clase. No encuentra ninguna canción conocida que él pueda interpretar como el mensaje salvador que apague su olla a presión. Aprieta el embrague y en un acto reflejo sube el volumen a la radio.

 

Escrito en Lecturas Turia por Sergio Galarza

La voz de Virginia Woolf. Un mundo de imágenes

5 de junio de 2020 12:11:54 CEST

Cándido Pérez Gállego ve la escritura de Virginia Woolf como stream of consciousness como la explosión de la conciencia, fruto de la desmedida angustia existencial de la autora (2006). Releo a Malcolm Bradbury y su visión del Modernismo con un compendio de obras que tienen como denominador común transcend, la transcendencia, la excelencia, la búsqueda de la perfección mediante el conocimiento, la búsqueda de verdad de la que habla Henry James en The Art of Fiction. Pienso en Harold Bloom y lo que él le pide a la escritura, que le ayude a paliar la soledad, a combatir los embates de la vida cotidiana_e intuyo que la rutina_con el placer de la obra bien hecha, el libro como objeto estético y de belleza. Recuerdo los comentarios de Max Weber cuando habla del poder inusitado que tiene el capitalismo y la necesidad del hombre de expresar su singularidad, su sentir en el mundo y hacer de ello una obra de creación. Thoreau construye su casa Walden, junto al lago del mismo nombre, próximo a Concorde (Massachusetts) y es una obra de creación, en palabras del crítico norteamericano Stanley Cavell, la construcción como el acto mismo de la escritura, y creo que el Romanticismo americano de Emerson renace a principios del siglo XX ahogado en el ambiente burgués_y bastante desorientado_de la ciudad.

Virginia Woolf era una niña bien, hija de un padre de fuerte temperamento, que se justificaba a sí mismo los arranques de ira porque pensaba que, en un genio, todo es disculpable. La idea la recoge María Lozano en su edición de Mrs. Dalloway en Cátedra. Angustiada o no, pienso sinceramente que a Virginia Woolf le preocupaba el conocimiento y hacia él se encaminó con una educación esmerada. Vive en el mundo en una época paralela a T. S. Eliot, se mueve en ambientes intelectuales y elitistas, y quiero pensar que se impregna del espíritu de la Crítica de Cambridge, porque uno se contagia del momento (también del momento literario) que le toca vivir.

T. S. Eliot busca y define el correlato objetivo, la idea de conseguir con relaciones de palabras la imagen o el sentir que más se ajuste a la visión del mundo que el escritor intenta transmitir. Ezra Pound lo buscó hasta la saciedad escribiendo palabras en todas las lenguas posibles_hasta en sánscrito_con el único fin de lograr la pureza del texto, la adecuación inmediata y esencial de pensamiento y texto. En su versión menos grata esto desembocó en Norteamérica en los New Critics, el Nuevo Criticismo, donde lo único que importaba era el texto; en su manifestación más apasionante y precisa, la poesía modernista de T. S. Eliot. A partir de ahí veamos dónde colocamos a Virginia Woolf.

Ralph Freedman la define dentro de novela lírica, un género a caballo entre la poesía y la novela argumental propiamente dicha. Recuerdo la preocupación de Raymond Williams en un interesante artículo sobre novela realista y sus consecuencias, que intuye la dirección atmosférica a la que se dirige la novela, al proyectar en exceso la obsesión subjetiva del personaje en la escenografía, en el mundo de ficción. Freedman alude a la forma de hacer de la escritora y la define como un modelo dinámico que intenta mantener el equilibrio entre el mundo de ficción y sus pernonajes, las distintas personae en que se desdobla la voz de la autora.

Según Freedman, Virginia Woolf es muy consciente de la relación mente y mundo como espacio físico; de hecho, dice que a ella le repele la forma de hacer de Joyce, demasiado enclaustrada en su pensamiento vital y sin tener en cuenta el mundo que le rodea.

Virginia Woolf se plantea la singularidad de sus personajes y cómo compaginar esa singularidad con la realidad del entorno, los puentes que establece y las actitudes al respecto; sensaciones, asociaciones, memorias, “El acto mental estalla en relaciones” (1972: 256). En Mrs. Dalloway y To the Lighthouse (El Faro) el mundo de ficción es más evidente y hasta retoma la tradición costumbrista de Jane Austen, aunque de un modo extremadamente personal. En Las Olas (The Waves, en el original inglés), en opinión de muchos su mejor obra, utiliza una voz cada vez más distanciada de la realidad física y encuentra en ella su expresión más excelsa y más pura.

Decía Thomas Mann que uno debe ser consciente del ambiente al que pertenece[1] y qué duda cabe de que a la escritora le preocupaba su adecuación al mundo y propone personajes que participan de él, que buscan en los otros paliar su propio desconcierto existencial y que se agarran a la imagen para buscar su base de sustentación y también por amor a esa existencia que, confusa o no, celebran y recrean. La voz de Virginia Woolf explota a cada instante en forma de estallido arrebatado que intenta entusiasmarse con la sucesión de imágenes que la rodean, su visión exquisita del mundo. El sentir de los personajes se proyecta en la elección de los objetos que se convierten en símbolos unidos unos a otros formando una relación intensa y entusiasta, un componer el mundo de acuerdo con su estar en él, un mundo de imágenes que ratifican el sentir interior y también, en último término, subraya los grandes símbolos que configuran la expresión del pensamiento de la autora, su dinámina interior.

En Mrs. Dalloway y To the Lighthouse su preocupación es compatibilizar el escenario costumbrista con la mente, en The Waves la voz se torna etérea, y también más pura. Me viene a la memoria la conocida reflexión de Ortega, “Yo soy yo y mi circumstancia” y la continuación de la frase, menos extendida popularmente “...y si no la salvo a ella no me salvo yo.” Me parece que a Virginia Woolf le preocupa salvar su circunstancia, delimitar el elemento de ficción con lexemas que a fuerza de relacionarse_incluso anárquicamente_unos con otros, den lugar a una forma estética, a un significado elevado y admirable. En palabras de Freedman en cuanto a novela lírica se refiere: “ Su objetividad radica  en una forma que fusiona el yo y el otro, un cuadro que separa al escritor de su persona en un mundo aparte y formal (1972: 15)”. En su definición se encuentra la clave y la voz de la escritura.

Virginia Woolf selecciona objetos exquisitos y los relaciones de la forma más sencilla posible, mediante and…and…and (y…y…y…) y compone con ellos un cuadro que ratifica la expresión mental y de sentimiento de las distintas personae que forman su narrativa. Esta configuración plástica de la realidad, en la intentión recuerda el correlato objetivo de T. S. Eliot y hasta la idea de Gertrude Stein de construir una prosa sencilla y natural. De fondo, se adivina la personalísima actitud de la escritora que busca entusiasmarse con las gentes y con las cosas con dos propósitos, uno, paliar su angustia existencial, su manifiesto vacío y otro, componer de forma muy visual mediante grandes símbolos y pequeñas imágenes su pensamiento y su sentir, de ella y con el mundo. El resultado es una expresión plástica de exquisita belleza, muy visual, un verdadero cuadro repleto de color, su concepción de la vida. Hablamos de literatura y pienso a la vez en música, por los tiempos, por la cadencia, y en pintura, por el color, por los objetos recreados en los que se advierte el tono nacarado a través de su voz. Veamos algunos ejemplos de todo ello.

En Mrs. Dalloway, correlatos objetivos estáticos y dinámicos surgen de su voz casi a borbotones concatenados por ese y (and): “Devonshire House, Bath House…y recordaba a Silvia, Fred Sally Seton_tal cantidad de gente; y bailando toda la noche; y los vagones traqueteando de camino al mercado; y volver en coche a casa por el parque (Woolf, 2003:155)”.[2]

Vuelvo al correlato objetivo, a T.S. Eliot, a Gertrude Stein, a Hemingway_salvando las distancias_en “Soldier´s Home”. En la emoción, en la contemplación del cuadro, en los y que se suceden para concatenar unas imágenes con otras y contagiar entusiasmo o nostalgia, una recuerda el cierre de “Goodbye, My Brother” (“Adiós, Hermano Mío”) de John Cheever).[3]

El color, el mundo de los objetos de que Virginia Woolf se rodea y que constituyen su ligazón al mundo, su expresión artística, su recreo y también su apreciación de la realidad, se ve precisado en múltiples ejemplos. La naturaleza adquiere aquí su expresión más doméstica, se convierte en una naturaleza de ciudad, más exquisita, más suave_también más atmosférica_, tonalidades irisadas, múltiple colorido: 

...y era el momento, entre las seis y las siete, cuando todas las flores_rosas, claveles, lirios, lilas_brillan; cada una de las flores parecen una llama que arde por su cuenta, suave y pura, en los arriates brumosos; y ¡cómo le gustaban las polillas blancogrís que en remolinos rondaban los heliótropos, las prímulas de la noche! (Woolf, 2003: 160)[4]

Con una imagen la escritura plasma una idea o un sentimiento, el matrimonio, los celos; y es de nuevo una imagen pictórica, de una determinada cadencia, una imagen animada, percibida casi para el cine. En Mrs. Dalloway, Clarissa Dalloway ve escrito en el bloc de notas junto al teléfono que Lady Bruton, invita a su marido a que la acompañe para comer, a su marido, no a ella; y los celos aparecen de inmediato: “…como la planta en el lecho del río se estremece al sentir la onda de un remo: tal fue su temblor, tal fue su estremecimiento (Woolf: 2003: 177).”[5]

Los personajes que elige, las distintas personas que animan en última instancia las ideas y sentimientos de la autora, no siempre evolucionan, algunas, como en el caso de Septimus, ejemplifican tendencias y constituyen en sí mismos verdaderos símbolos de la idea apuntada. Septimus es más una actitud ante el mundo que una persona compleja y paradójica, real. Con su descripción, configura de un solo trazo una actitud mental, un posicionamiento frente a la realidad en estado puro, casi un objeto estético en sí mismo, digno de admiración, de belleza, incluso digno de ser salvajemente amado: “Septimus Warren Smith…con sus zapatos marrones, y su abrigo raído y sus ojos castaños temerosos que provocaban temor a su vez en los ojos de los desconocidos. El mundo ha levantado su látigo; ¿dónde restallará? (Woolf, 2003: 162)”[6]. Septimus con sus dos apellidos, porque la autora subraya su personalidad defendida a ultranza, incluso en su poco adecuada vestimenta, pero sobre todo subrayando la idea de la marginalidad, la inadecuación al mundo, la vulnerabilidad; otras tantas facetas desdobladas de la personalidad de la escritora.

Creo ver en la voz narrativa de Virginia Woolf un cierto halo, la luz del faro y a la vez el faro como objeto amado, la imagen que da nombre a su obra To The Lighthouse, la casa de la luz, otra gran metáfora de su búsqueda de conocimiento, de claridad, de saber científico. Y con todo, la máxima expresión simbólica de su actitud ante el mundo, la imagen que mejor define, en mi opinión, la actitud de la escritora y su posición en la realidad, es la que cierra su novela Las Olas, The Waves  y que no me resisto a citar en estas páginas porque corresponden al más puro estilo Woolf, las olas, el renacer a cada rato y el morir como la máxima expresión artística del ser humano y su difícil andadura:

 “Y también en mí se alza la ola. Se incha, arquea el lomo. Una vez más tengo conciencia de un nuevo deseo, de algo que surge en el fondo de mí, como el altivo caballo cuando el jinete pica espuelas y después lo refrena con la brida. ¿Qué enemigo percibimos ahora avanzando hacia nosotros, tú, sobre quien ahora cabalgo, mientras piafamos en este pavimento? Es la muerte. La muerte es el enemigo. Es la muerte contra la que cabalgo, lanza en ristre y melena al viento, como un hombre joven, como Percival cuando galopaba en la India. Pico espuelas. ¡Contra tí me lanzaré, entero e invicto, oh Muerte!” 

Las olas rompían en la playa.[7]      (Woolf, 1983: 266)  

La imagen con la que la escritora termina Las Olas, constituye una visión estética de la vida llena de precisión y belleza, también la objetivación artística de la realidad, que refleja como en un espejo, su paso por el mundo. En palabras de Ana María Navales en su introducción a los Cuentos de Bloomsbury, “un momento de plenitud creadora” (1991: 6).

Me viene a la memoria Marina Tsvietaieva, ese terrible existir entre el sometimiento como garantía de supervivencia y la necesidad de arriesgarse, aunque el peligro nos conduzca a la muerte. En la introducción a su obra: “No la persona sino la necesidad de estar enamorada es lo fundamental. No la esencia… sino el ritmo, el ritmo intenso…” (21) y también: “el deseo…y la promesa…de…vivir para siempre en una eterna infancia, han de considerarse no como una prueba de inmadurez…sino de la lucidez con que desde sus primeros versos había visto la oposición entre su mundo de intimidad radical y armonía liberadora y la inaceptable ceguera de la exteriorización, limitación y monotonía del de los adultos.” “El deseo…de impedir la entrada en su vida del mundo prosaico de los adultos.” (12) [8]

Recuerdo a David Riesman en La Muchedumbre Silenciosa (The Lonely Crowd), los tres tipos posibles de personas, las tres tendencias ante el mundo, la persona tradicional, la introspectiva (tipo Hemingway) y la que busca en lo otro y en los otros, en el mundo, el sentido de uno mismo como conocimiento más sublime y supremo. Virginia Woolf pertenece en mi opinión a éste último y su búsqueda, por encima de su atormentada personalidad, es siempre científica, la expresión plástica del conocimiento, la voz transformada en imagen y la imagen amada, buscada, a la que recurre una y otra vez porque necesita estabilidad y también orden. John Irving dice en Las Normas de la Casa de la Sidra (Cider House Rules) que el huérfano necesita un sentido del orden y hasta de la rutina. Clarissa Dalloway, en su casa y en su matrimonio y a la vez, la imperiosa necesidad de escapar de todo ello.

 

OBRAS CONSULTADAS

 

Bradbury, Malcolm and McFarlane, James (ed.) (1991) (1976) Modernism. A Guide to European Literature 1890-1930. London: Penguin.

Elliot, Emory (ed) (1991) Historia de la Literatura Norteamericana. Madrid: Cátedra. 

Freedman, Ralph (1963) The Lyrical Novel _Studies in Hermann Hesse, André Gide and Virginia Woolf. Princeton: Princeton University Press. Trad.: Jose Manuel Llora (1972) Ralph Freedman. La Novela Lírica... Barcelona: Barral Editores. 

Navales, Ana María (1991). Cuentos de Bloomsbury. Barcelona: Edhasa.

Pérez Gállego, Cándido (2006) “Conversaciones con el profesor Dr. Pérez Gállego”, (25 octubre, 2006). 

Riesman, David (1961) The Lonely Crowd:A Study of the Changing American Character. New Haven. 

Tsvietaieva, Marina (1997) Antología Cien Poemas. Trad.: José Luis Reina Palazón. Madrid: Visor. 

Williams, Raymond (1992) (1985) “The Metropolis and The Emergence of Modernism” en Modernism/ Postmodernism. Peter Brooker (ed.). Singapore: Longman (1998) (1992 1ª ed.). 

Woolf, Virginia (1992) (1ª ed.: 1925) Mrs. Dalloway. Londres: Penguin Books. 

Woolf, Virginia (2003) La Señora Dalloway. Edición de María Lozano. Madrid: Cátedra. 

Woolf, Virginia (1963) (1ª ed.: 1931) The Waves. London: The Hogarth Press. 

Woolf, Virginia (1983)  (1ª ed.: The Waves, 1931) Las Olas. Traducción de Andrés Bosch. Lumen.



[1] Thomas Mann reproduce la idea en una travesía por el Atlántico donde escribe entre otros ensayos “Viaje por Mar con Don Quijote,” para las páginas literarias del  periódico de Zurich. 

[2] “Devonshire House, Bath House… and remembered Sylvia, Fred, Sally Seton_such hosts of people; and dancing all night; and the waggons plodding past to market; and driving home across the Park.” (Woolf, 1992: 9). 

[3] “El mar aquella mañana estaba iridiscente y oscuro. Mi mujer y mi hermana nadaban_Diana y Helen_y veía sus melenas al viento, negro y oro en el agua oscura. Las veía salir y veía que estaban desnudas, desinhibidas, hermosas, y llenas de gracia, y observé a las mujeres desnudas salir del mar.”  “The sea that morning was iridescent and dark. My wife  and my sister were swimming_Diana and Helen_and I saw their uncovered heads, black and gold in the dark water. I saw them come out and I saw that they were naked, unshy, beautiful, and full of grace, and I watched the naked women walk out of the sea. (23) En Stories de John Cheever, de 1978, New York: Ballantine Books, 1995.

[4] …and it was the moment between six and seven when every flower_roses, carnations, irises, lilac_glows; white, violet, red, deep orange; every flower seems to burn by itself, softly; purely in the misty beds; and how she loved the grey white moths spinning in and out, over the cherry pie, over the evening primroses! (Woolf, 1992: 14). 

[5]  “…as a plant on the river-bed feels the shock of a passing oar and shivers: so she rocked: so she shivered. (Woolf, 1992: 32)”.

[6] “Septimus Warren Smith…brown shoes and a shabby overcoat, with hazel eyes which had that look of apprehension in them which makes complete strangers apprehensive too. The world has raised its whip; where will it descend?” (1992: 15)

[7] “And in me too the wave rises. It swells; it arches its back. I am aware once more of a new desire, something rising  beneath me like the proud horse whose rider first spur and then pulls him back. What enemy do we know perceive advancing against us, you whom I ride now, as we stand pawing this stretch of pavement? It is death. Death is the enemy. It is death against whom I ride with my spear couched and my hair flying back like a young´s man, like Percival´s, when he galloped in India. I strike spurs into my horse. Against you I will fling myself, unvanquished and unyielding, O Death!” /The Waves broke on the shore. (Woolf, 1963: 211)

[8] El final de Las Olas recuerda los versos de Marina Tsvietaieva: “yo soy de la perecedera espuma del mar/Uno creado de carne, otra del barro del suelo_/a ellos tumba y lápida memorial…/en la pila del mar bautizada_y en el vuelo/soy_oleaje que estalla perennal.” Y también: “Desmembrada en rodillas de granito volvería,/ en cada ola voy_a resucitar./ Alabada sea la espuma,_la espuma de alegría_/ la elevada espuma del mar.” Corresponden al poema “Una Creada de Piedra y otra de Arcilla Fina” fechado el 23 de mayo de 1920. Su propia vida, su actitud ante el mundo recuerda la de Virginia Woolf. Marina Tsvietaieva nace en Moscú en 1892 y pone fin a su vida en 1941.

Escrito en Lecturas Turia por M.ª Rosa Burillo

Hombre al agua

29 de mayo de 2020 13:39:58 CEST

 El año 2010 empezó en París, con un vaso de plástico en la mano, bajo una torre Eiffel iluminada en un cegador azul eléctrico. Miles de personas fotografiaban el frío metálico y el efecto de los rayos láser sobre el hierro y el cielo, al tiempo que contra cada pared se alineaban decenas de jóvenes con buzos y pasamontañas para ser cacheados por la policía. En las calles aledañas ardían los coches entre sonidos de sirenas y charcos de champán. Al día siguiente hacía un frío inhumano. Bajo los copos de nieve que caían lentamente, estuve recorriendo una vez más el cementerio de Montparnase, deteniéndome en las mismas tumbas de siempre: Duras, Cortázar, Vallejo, Baudelaire, y también Serge Gainsbourg y Jeanne Seberg, la cazadora solitaria. Ponerme en cuclillas frente a cada una de ellas, rozar con los dedos las losas mojadas, indagar vagamente sobre el sentido y volverme a preguntar por qué mis deseos más hondos se formulan siempre entre signos de interrogación. Sentir el perfume de las rosas negras. Que París no era más que un bulevar de sombras, eso musitaba Moustaki al adolescente que fui desde un radiocassette de plástico rojo, y eso exactamente fueron para mí las calles hasta llegar al puente de Mirabeau. No sabía por cuál de los dos lados se había arrojado Paul Celan la noche del 19 al 20 de abril de 1970, de manera que decidí uno y estuve un buen rato allí mirando el agua. Mentiría si dijera que mis pasos me habían conducido hasta aquel lugar azarosamente. Asomarme por esa barandilla había sido el motivo principal de mi viaje a París. Es extraño cómo escogemos a veces los sitios donde obtener respuestas o bálsamo, a qué vencidos dioses les rogamos luz, de qué modo incomprensible vamos buscando en el mundo de reclinatorios e instantes sagrados, miradas que nos fotografíen desde un cielo roto. El caso es que, contemplando la corriente desde ese punto, imaginando el estruendo de un cuerpo que a peso desde la balaustrada a la hora en que todos duermen, pretendía yo averiguar si quería o no seguir viviendo, si iba o no a seguir viviendo. Para eso estaba allí aunque no sepa decir por qué, ni ahora ni entonces.

 

Hacía poco tiempo que me había separado. Mi estado afectivo era atroz, mi economía hacía aguas por todas partes y el cuerpo empezaba a pasarme factura, propenso a morir como siempre he sido, de los excesos de antaño y las noches de angustia de entonces. Hay sueños que te destrozan vivo, mil veces peores que cualquier insomnio, por sudoroso y taquicárdico que sea. Siempre, como lector o como observador de la vida, había sentido fascinación por las situaciones en que alguien tiene que volver a empezar de cero: presidiarios que salen con lo puesto, desterrados que regresan al viejo barrio, viudos extranjeros, gente que de la noche a la mañana cambia de costumbres y de pasaporte. En cambio, ahora que era yo quien me encontraba en un trance parecido, no podía quitarme de la cabeza la sensación de haber quedado varado en la cuneta, enfermo y sin fuerzas para nuevos capítulos. Se disparó, eso sí, mi vieja pulsión de huida, la misma que cada verano me había llevado a conducir horas y horas por las carreteras de España, sin rumbo ni destino fijo, escuchando country, parando en las gasolineras, anotando vaguedades en un pequeño cuaderno. Sólo que esta vez se disparó de una forma mucho más descontrolada y dolorosa porque el asunto ya no tenía que ver con emborronar mapas o buscar moteles desolados y cinematográficos donde pasar la noche. Todo lo que antes era mansa melancolía se había convertido ahoraen telaraña y temblor. Entre aquellas escapadas de miles de kilómetros y esta especie de fuga había más o menos la misma diferencia que entre un niño que juega a que le matan de un disparo y otro que se muere de verdad.

 

Pero hay algo de oscuramente placentero en quemar las naves y ver cómo arde sobre las aguas la posibilidad del regreso. Una vez que se ha pensado es difícil decir que no a la tentación de romper con todo, a la querencia de ceder ante el vórtice que tira de nosotros, y cortar los hilos y apagar las luces últimas, lanzar al mar retratos y ramos. Es como pegar a un hermano. Imposible detener esa vieja atracción por lo irreversible que viene acompañada de la autocompasión más dulce y de un vértigo como el que está detrás, por ejemplo, de los suicidios infantiles, o, sin necesidad de ir tan lejos, del impulso que nos lleva a pronunciar palabras del tipo “púdrete” o “no vuelvas a pensar mi nombre” o “para mí estás muerto”. Y hablando de estar muerto, qué sensación de ultratumba la que tuve al ver en el suelo mis zapatos cuando subí a mi antigua casa a recoger unas cosas. Había visto esa escena antes, de niño, en casas de familiares lejanos a los que íbamos a dar el pésame, y me había hecho pensar en todos los pasos que se quedaron sin dar y que el final verdadero de todo camino es siempre un par de zapatos abandonados.. De repente mi punto de vista se trocó y por un instante mis ojos fueron los de un familiar del finado que rebusca disimuladamente entre sus enseres ropas de parecida talla u objetos que puedan serle de alguna utilidad. Esos zapatos negros en el suelo, con una finísima capa de polvo, asomando por debajo de la mesilla de noche, constataban que alguien había muerto en esa habitación, hacía nada, y tuve el impulso de abrir las ventanas de par en par. Para irme, para poder terminar de irme. Contemplé, por así decirlo, mi ausencia desde fuera, cosa que me produjo un extraño mareo. Esa misma sensación de muerte propia he tenido al regresar a ciudades o barrios del pasado, lugares de donde me borré de golpe, y que han seguido su vida como si nada, el ajetreo de cada día, locales que cambian de dueño, tiendas que se cierran, calles que se ensanchan. No es difícil verse como un fantasma entre los vecinos que ya no nos reconocen, los escasos tenderos que siguen en su puesto, entrañables y envejecidos, los grupos de niños surgidos de la nada que regresan del colegio respirando la algarabía de coles hirviendo en cada ventana, corros de señoras hablando en la acera y el grito lastimero de iguales para hoy. Aquellos zapatos en el suelo de lo que había sido mi cuarto me hicieron comprender que, a todos los efectos, acababa de morir para mucha gente. Sin dolor, sin rito alguno, pero con exactamente el mismo resultado. Me venían a la mente los nombres de personas a las que ya no volvería a ver, salvo casualidad extrema, todas esos individuos que sin haber llegado nunca a ser verdaderos amigos constituían el paisaje humano en el que se desarrollaban mis días. Sin el foco de su mirada sobre mí, todo cobraba una tonalidad de pesadilla. ¿Qué es de la vida de uno cuando ya nadie la mira? Toda vida es un relato y todo relato necesita un lector. De lo contrario, la realidad circundante se diluye, no hay más que percepciones fragmentarias, instantes como islas, momentos inconexos. La verdadera orfandad se produce cuando se cierran o se evaporan los ojos que miraban tu vida.

 

Estuve viviendo en un noveno piso desde el que se veían varias cúpulas de la ciudad. Un lugar acogedor, con mucha madera y adornos japoneses. La calle estaba en cuata y los autobuses urbanos pasaban por abajo a toda velocidad. A veces, por la noche, su ruido se confundía con el de un barranco que se desboca. Algunos viernes vienen los niños. Llegan aquí con un montón de bultos a pasar el fin de semana. La nevera vacía, yo sin poder apenas pronunciar palabra. Lo miran todo a su alrededor, luego se miran entre ellos y por último a mí. Creo que la pregunta que flota en el aire es algo así como qué hacemos ahora, pero no referida a este preciso instante, sino más bien de ahora en adelante, qué vamos a hacer, cómo vamos a apañárnoslas si cuanto éramos se ha roto. Con todas esas maletas por ahí en medio, bolsas de viaje, mochilas con los deberes del colegio, abrigos amontonados, parecemos una familia de refugiados. Es como si su madre hubiera muerto en un bombardeo y los tres, antes de huir, hubiéramos visto su cuerpo asomar entre las ruinas, los labios blancos pegados a la tierra, la nube confusa de moscas y polvo. Me pregunto si tengo derecho a que respiren el aire de este mundo mío atormentado, si puedo darles algo que no sea dolor. Salimos a dar una vuelta. Camino con mi bufanda sin saber bien hacia dónde. Ellos vienen detrás, siguen a mamá pata. Al pequeño a veces le doy la mano y aprieto fuerte. Todo amor es llanto.

 

 

¿Cuánto tarda en morir un hombre que se tiende en la cama con esa idea, mirando al techo, decidido a no moverse ya del sitio, a no comer, a no contestar a timbres ni teléfonos?, ¿cuánto tardan en secársele las lágrimas del rostro?, ¿en qué momento justo dejan de brotar? La locura es una náusea negra que tiende a subir hacia el cerebro. A veces se produce a tal velocidad que adquiere la forma del arrebato. Eso es lo que les ocurre a los suicidas y también a algún que otro asesino de esos que se arrepienten en seguida y se preguntan qué han hecho y se comen a besos al cadáver tendido en el suelo y lo llenan de mocos y palabras. En mi caso es algo bastante más sereno, si puede utilizarse esta palabra. Nace en las tripas y avanza en oleadas lentas que so como de sobra, y luego se queda a anidar entre las grietas viscosas de los sesos, las convierte en verdaderos pozos de calaveras y recuerdos y mete en cada pensamiento la palabra muerte con todo su temblor. Y así no hay quien pueda levantar cabeza. A algunas mujeres, por ejemplo, no puedo dejar de verlas no como son el momento, sino como creo que serán cuando lleguen a ancianas. Por debajo de la piel actual, veo asomarse ya a una vieja que suspira agotada en la cola del supermercado y a la que alguien, quizá yo mismo, le deja preparadas las medicinas sobre la mesilla de noche. Algunas arrugas incipientes anticipan un rostro que aún no es pero que a mí se me impone de manera irremediable, y afecta también a su aliento, a su modo de moverse y de estar callada. En el caso de Alba, la cosa iba todavía un poco más allá: me era imposible estar a su lado sin pensar en su calavera y en la tumba a la que irían a parar todos esos huesos, la pelvis que a veces luchaba contra la mía, los fémures que me rodeaban la cintura, la quijada que en la noche atacaba mi boca.

 

El cuerpo sin vida de Paul Celan fue recogido once kilómetros Sena abajo, en un remanso del río. Yo me sentía ya a mitad de camino de un recorrido semejante. Sólo me faltaba esperar a ver en qué rama cercana a la orilla se enredaban mis piernas. Seguramente se desprendería un zapato que continuaría su rumbo, como un pequeña embarcación fúnebre, hasta el Atlántico. Pensaba en alguien recogiendo el cadáver y en la posibilidad de una bocanada de aliento que me resucitase. Esa noche me acosté temprano en el Hotel du Nord, mientras seguía cayendo aguanieve en el patio interior al que daba mi habitación y los informativos de la televisión ponían todo el tiempo las mismas imágenes de coches incendiados la noche anterior. Recuerdo que tras cerrar los ojos me acariciaba el pelo imaginando que mi mano de era de otra persona, de cualquiera. De alguien que sabe que mi corazón está lleno de pozos amargos a los que no quiere asomarse, y me dice mientras llega el sueño que hay ciudades en el mundo en las que ya es de día y que poco a poco iré reuniendo los pedazos para componer, con lo poco que quede, algo parecido a un ser humano. Y me voy quedando dormido a pocas manzanas de un río, bajo un cielo roto, en un cuarto donde nadie sabe que estoy, en un bulevar de sombras y coches calcinados. Descansar significa que nadie me vea.

 

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Castán

Sol menor

29 de mayo de 2020 13:37:36 CEST

Fue en mitad de uno de los fireworks de Haendel que tenían que interpretar tres veces por semana durante todo el verano. Se equivocó de nota, en mitad de una fanfarria, menos mal, porque si hubiese sido un solo de oboe se habría notado como se nota un gallo en un tenor. Tan solo, si acaso, podría haberlo notado el fagot, siempre detrás de ella, respirándole en la nuca. Pero el fagot era un caballero inglés incapaz de decirle a una dama que se había equivocado. 

Daba igual. Aunque solo lo supiese ella, aunque al astuto Breshkovski, el director, se le hubiera pasado por alto en mitad de los petardos. Pero a Violeta no le preocupaba haberse equivocado, esas cosas pasan. Era posible incluso que, como Violeta era más alta que la media, los músicos la hubieran visto incluso sonrojarse. Lo que le preocupaba era el modo. Estaba muy pendiente de la partitura, era un Mi mayor nada forzado, veía complacida cómo sus dedos seguían la fuga con suavidad, pero con la misma delicadeza, como si formase parte de una conexión exclusiva entre las notas negras y las yemas de los dedos, había dado un Sol menor. El error no era desliz. Había que cambiar de posición todos los dedos de ambas manos para cometerlo. Era una falsa orden, un despiste de los dedos, del cerebro, de lo que fuera, pero no suyo.

El error no volvió a aparecer en toda la gira de verano. A Violeta le seguía costando pensar que lo hubiera cometido ella. El error se cometió a sí mismo y, por absurda que resultase, esa era la única explicación convincente que se le ocurría. No hubo sobresaltos, pero le costaba mucho más esfuerzo. Ya no se atrevía a tocar sin partitura por más que se la supiese de memoria. Desconfiaba de la relación que se había establecido entre sus ojos y sus dedos, de manera que rehabilitó al cerebro en sus funciones de vigilancia, y aún tuvo que hacer un esfuerzo suplementario para que tanta concentración no afectase al fluir de la música, no la empastase ni la sincopase sino que siguiera siendo la que era cuando no necesitaba tanta atención.

Habían empezado los ensayos de la temporada de otoño, los programas triples con los que exprimían a los miembros de la Windsor Baroque, las giras por barcazas inestables, las piezas de cámara y la ópera Dido y Eneas como broche final a mediados de octubre, en Londres, en la Royal Opera House. La ópera no estaba prevista, porque las partituras originales de Purcell no incluyen oboes, pero Breshkovski había decidido incorporarlos en detrimento del protagonismo del violín, y Violeta terminaba los ensayos tan exhausta como un corredor de fondo que se hubiera visto obligado a ser consciente de los movimientos de sus piernas. De hecho había retrocedido hasta el terreno vulgar en el que no cabe hablar de una interpretación sino de una reproducción. Atrás quedaron esos trinos casi involuntarios que sus compañeros de la sección de viento aplaudían por su frescura. Todo era según decía la partitura reescrita por Breshkovski, según el cerebro administraba las tareas, según los dedos obedecían sin rechistar.

Quizá por culpa del cansancio los efectos volvieron a reproducirse a finales de septiembre, a tres semanas escasas del estreno de la ópera. En mitad de una sonata de Zelenka que estaban interpretando en un college de Oxford, volvió a confundirse aparatosamente, y esta vez el público quizá no se dio cuenta (el resultado no había sonado mal y Zelenka es un músico desconocido), pero sus cuatro compañeros elevaron las cejas o abrieron los ojos, casi por instinto, como si el error hubiese sido un codazo, o un mal recuerdo.

Después, en el pub, tuvo que sincerarse. “No sé por qué he dado ese Sol menor, será que estoy cansada”. Pero luego, en la soledad de su apartamento de Londres, se arrojó en brazos de la obsesión. Leyó todo lo que fue capaz sobre enfermedades asociadas a la distonía, la bestia negra de los músicos de viento, capaz de arruinarles la carrera e incluso de condenarlos a una silla de ruedas para el resto de sus días, si no a efectos devastadores en su equilibrio mental y emocional. Si la distonía era el problema, podía empezar a despedirse de la música. 

Se fijó un plazo, hasta el estreno del Dido y Eneas. Según como fueran las cosas para entonces, tomaría algunas decisiones: acudir a un neurólogo, someterse a una terapia o, si fuera necesario, abandonar la profesión. Siempre podría tocar en orquestas que no abusasen de ese modo de sus músicos, en Alemania, en Italia o en España, en alguna banda municipal, en alguna charanga de pueblo, en algún tanatorio. La música seguía estando por encima de todo.

Durante los ensayos no se volvieron a cometer los errores pero era imposible librarse del miedo a cometerlos. Los compañeros empezaron a darse cuenta, no tanto por el resultado de sus interpretaciones sino por su actitud personal. Ya no tomaba la pinta de después de los ensayos en el Steel’s con el fagot inglés, prefería pasear con la flautista japonesa en los descansos entre los árboles de Regent’s Park, o sola, sin nadie que le hiciese pensar. En su casa comía cualquier cosa y se pasaba el tiempo ejercitando con mancuernas los músculos del labio y practicando yoga. De vez en cuando, un par de veces por semana —tampoco podía permitirse más—, contrataba a un fisioterapeuta que le relajase los músculos del cuello.

Si al tiempo de recuperarse le sumaba el tiempo de ensayar por su cuenta y el de dormir lo necesario, no le quedaba un minuto para dejar el cuidado de su cuerpo y dedicarse un poco a sí misma. Pero había notado que solo en un punto concreto de la tranquilidad, poco antes de entrar en la despreocupación pero todavía consciente de todo, era donde menos esfuerzo le costaba mantener los dedos a raya, ordenarles sus movimientos e incluso, en ocasiones de especial seguridad, dejarse llevar como antes.

El precio era bastante alto, pero ya llegarían las vacaciones. Los fines de semana permanecía en casa, estudiando, y cuando el fagot inglés o la flautista japonesa o el clarinetista búlgaro la llamaban para salir, para cenar, ir al cine o pasear por la campiña inglesa, ella estaba siempre ocupadísima, había venido de Madrid su madre a verla y tenía que enseñarle Londres. En parte, solo en parte, era verdad, porque su madre iba una vez al mes —tampoco podía permitirse más— y le fregaba la casa. Rara vez salían. La madre ya sabía dónde estaba el supermercado y le hacía la compra del mes, de modo que ella podía reproducir un sábado el horario de un martes sin la más mínima perturbación. Cualquier perturbación empeoraría las cosas.

Para cuando Breshkovski, el director, le pidió que fuese a su despacho, Violeta sintió un cierto alivio. Era el final. El meticuloso Breshkovski estaba a punto de poner fin a esa consciencia tormentosa. Cuando el director, un tipo calvo, muy moreno, georgiano del mar Negro, ancho y chaparrudo, con bigotazo, llamaba a alguien con esa mueca de servilismo, era para decirle que no lo estaba haciendo bien. Nada más terminar el Dido y Eneasmedia orquesta tenía que renovar contrato, incluido el propio Breshkovski, que había sido contratado para un año con opción a otro. Su perfeccionismo metálico, soviético, y su oído de gato montés captaban los más mínimos deslices del último violín, y solía corregirlos en privado. Cada día, al terminar la última sesión, había media docena de agraciados que debían esperar turno para ir a su despacho. Si lo hubiera hecho en medio del ensayo, como todo el mundo, no habría sido tan humillante. Los que repetían dos días seguidos, algunos de sesenta años, músicos magníficos la mayoría, jugaban a burlarse de la situación haciendo como que eran niños pequeños a los que el maestro había castigado, pero otros lo pasaban mal. 

Violeta era del grupo —bastante amplio, por otra parte— de músicos a los que Breshkovski no había llamado nunca la atención. Cuando escuchó su nombre, sintió en el hombro la mano de Adam, el fagot inglés, no estaba claro si de ánimo, de solidaridad o de condolencia; seguramente con la mejor intención. Era un hombre más o menos de su edad, cerca ya de los cuarenta, exageradamente inglés, con el pelo rubio ondulado, color rosa pálido, gafas muy gruesas y piernas muy largas, que más de una vez la había invitado a fotografiar los amaneceres de Morgate sin que Violeta mostrase demasiado interés.

El suplicio duró casi cuarenta y cinco minutos, los que tardaron en entrar y salir del despacho de Breshkovski el chelo italiano, la trompa checa, el clave portugués y la flauta argentina, que fueron pasando delante de ella, la oboísta española. Los ingleses nunca eran llamados a capítulo. Eran los tiempos del Brexit, un largo sábado de incertidumbre.

Cuando entró al despacho, Breshkovski se deshizo en agasajos y la invitó a que se sentase con una sonrisa de dientes enormes que Violeta no había visto nunca. Para su sorpresa, no la había llamado para recriminarle nada sino para felicitarla por su trabajo. Violeta no daba crédito. ¿De veras no había notado nada? ¿Tan metalúrgico era su sentido de la perfección que no había notado siquiera una leve merma en la fluidez interpretativa? Con su inglés estropajoso, Breshkovski dijo que, si decidiera quedarse al frente de la orquesta el año siguiente, cosa que ya le había propuesto el consejo de administración de la Windsor Baroque, y que él aún tenía que estudiar porque había sobre su mesa ofertas muy interesantes de las orquestas de Delaware, Mónaco y Qatar, no dudaría en ascenderla al puesto de primer oboe, porque el repertorio en el que estaba pensando se ajustaba más a la sobriedad precisa de Violeta que a la inclinación a la filigrana del oboísta primero, de origen vietnamita. ¿Y no me podía haber dicho eso sin ponerme en la cola de los tontos?, pensó Violeta, pero ni se le ocurrió decirlo. 

Al final de tanto piropo sospechoso salió el peine. Breshkovski le dijo que su hija había venido a pasar unos días a Londres, que él estaba muy ocupado con los preparativos de la ópera (el contratenor irlandés le llevaba por la calle de la amargura, la mezzosoprano rumana era un desastre) y que le haría un gran favor, ya que eran más o menos de la misma edad, y ella, Violeta, era una mujer simpática y muy responsable, “como todas las españolas”, si sacaba un poco a su hija del hotel, a que le diera el aire.

En un mundo de relaciones laborales justas Violeta le habría dicho que no, le habría recriminado la vejación pública y le habría amenazado con demandarlo por chantaje. Pero los músicos de la Windsor Baroque, al menos los extranjeros, dependen de los informes de los directores. Violeta salió de allí más indignada que otra cosa. Se tenía que arrastrar, perder horas de estudio, de ejercicio y de relajación, perturbar su sistema nervioso para mantener un puesto de trabajo que la estaba volviendo loca y que amenazaba con dejarla paralítica.

Natalia no resultó ser tan antipática como su padre. Todo lo contrario. Era una muchacha tímida y generosa, menuda en comparación con la envergadura de Violeta, una de esas chicas altas y cabizbajas que si va deprisa tiene andares caballunos.  Cada vez que veía que estaba en su mano hacer algo por Violeta, no lo dudaba un momento. Violeta se preguntaba si es que en el mar Negro se confunde buena educación con servilismo, como en España, porque a todas horas Natalia estaba dándole las gracias por haberla llevado a un sitio tan bonito, o a un teatro, casi como si Violeta fuera la actriz principal de la comedia, o a una exposición de arte, como cuando fueron a la Tate Modern y Natalia empezó a reírse de puro entusiasmo al ver la instalación de Ai Wei-Wei en la Sala de Turbinas, el suelo cubierto por millones de pipas de girasol hechas de cerámica y pintadas a mano, una por una, por otro millón de artesanos chinos, o como cuando la llevó a pasear por Candem y cada vez que entraban en una tienda Natalia iba cambiando de aspecto, ahora con unas botas Doctor Maertens, luego con un piercing en la nariz, más tarde con una camiseta negra de Sex Pistols, por no hablar de cuando preguntó a Violeta de qué color debería teñirse el pelo, aquel castaño suyo del mar Negro, y no dudó un momento, cuando encontró el frasco adecuado, en comprar un tinte del color de la madera del oboe, que también era violeta.

Le hizo perder bastantes horas de ensayo, y cuando acabó el primer fin de semana de turismo londinense Violeta no había dedicado ni un minuto a la partitura del Dido y Eneas. Llegaba tan cansada de las inacabables excursiones con Natalia que caía redonda en la cama. El ensayo del lunes fue un desastre, no estaba concentrada y en un par de ocasiones los dedos interpretaron lo que les dio la gana, no lo que su cerebro les había ordenado. Breshkovski no la llamó a capítulo, pero sus compañeros de la sección de viento, sobre todo los que formaban con ella el cuarteto, se alarmaron considerablemente. El único que trató de quitar hierro al asunto, cómo no, fue el fagot, que se ofreció a acompañar a Violeta hasta su casa y en el camino le propuso un fin de semana en Morgate.

Violeta no sabía si estaría disponible, tenía que recuperar el tiempo despilfarrado el fin de semana anterior, volver a sus asanas, sus mancuernas, su cúpula de nieve artificial. Pero fue imposible. Nada más llegar a casa, sonó el timbre y era otra vez Natalia, dulce y sonriente, lista para visitar un par de galerías del Bricklane que no cerraban hasta tarde. Violeta no pudo hacer nada para impedirlo: Natalia era joven, fresca, entusiasta, era muy agradable charlar con ella en esa lengua franca que es el inglés básico. A pesar de su peinado punki, Violeta se la imaginaba con un pañuelo a la cabeza, trabajando en el sovjoz. Era delgada y fibrosa, de ojos muy claros y piel muy blanca. Ni siquiera los labios eran oscuros, como si toda ella estuviera cubierta por una veladura de bondad. Era la primera persona en Londres con la que pasaba tanto tiempo seguido sin tocar un instrumento, divirtiéndose a pesar de la responsabilidad que la atenazaba, pero eso no lo hacía porque se hubiesen conocido en una exposición o montando en bicicleta, sino porque, por encima de todo, Natalia era la hija del director. No atenderla significaba caer en desgracia, pero atenderla también porque su capacidad de concentración estaba hecha jirones. 

De modo que Violeta se lió la manta a la cabeza y ni esa semana ni la siguiente dedicó apenas tiempo al estudio. No hubo ensayo en el que no se equivocase un par de veces, siempre fallos absurdos, notas ni remotamente parecidas a las que debía interpretar. Lo único que conseguía era no terminar de darlas, anticiparse a las consecuencias del error, y eso después de que, tras una sesión de Zelenka con el cuarteto en la que estuvo particularmente desafortunada, Violeta llegase a casa y, nada más abrirle la puerta a Natalia, cuando esta la abrazó y le preguntó qué le había pasado, por qué había estado llorando, liberó una cascada de lamentaciones que no cesó hasta bien entrada la noche. 

Esa noche Natalia se quedó a dormir en la casa, en el sofá cama que usaba su madre cuando venía a verla. Por la mañana, nada más despertarse, Violeta tenía un espléndido desayuno macrobiótico encima de la mesa. Natalia también le había preparado una fiambrera de plástico con un par de sándwiches para el almuerzo y un botellín de zumo de papaya, y mientras Violeta miraba, con más miedo que otra cosa, la partitura que había de ensayar esa mañana, Natalia se dedicó a darle masajes en las manos, a separarle los metacarpianos y relajar las articulaciones de las falanges, y aun antes de permitir que se fuese a duchar y arreglarse para el ensayo la hizo tumbarse encima de la cama y le dio un masaje en la columna y en el cuello. 

Ese día no hubo fallos, ni en la sesión de Zelenka con el cuarteto, en la que fue felicitada por Konstantin, el clarinete búlgaro, que aprovechó para besuquearla, y por Shizu, la flautista japonesa, con su sonrisa de cuento infantil, y no digamos por Adam, el fagot inglés, que se deshizo en halagos y en sonrisas; ni tampoco en el ensayo de Dido y Eneas, donde por fin pudo soltarse y no mirar como una gallina hipnotizada la evolución de sus dedos, sino concentrarse, si acaso, en la pasión de Dido, dibujarla, llevar el sentimiento al mismo grado de pasión desatada (era el primer acto), en intervenciones casi siempre secundarias, pero llenas de energía. Por primera vez en mucho tiempo tocaba sin miedo. 

Nada más salir del ensayo y conectar el teléfono llamó a Natalia. En su inglés sin opciones se felicitaron mutuamente y se dieron las gracias y cambiaron de planes y al final fue Violeta la que se acercó hasta el hotel donde Natalia vivía con su padre y le ayudó a hacer las maletas y a venirse a vivir con ella. Aquello lo propuso Natalia, y para Violeta fue otro gran alivio porque habría sonado un poco egoísta proponerlo ella, era como traerse al fisio a casa para no tener que caminar hasta la clínica. Pero Natalia estaba cansada de la vida de hotel y del sieso de su padre, que se pasaba el día encerrado en su cuarto, aporreando el piano y estudiando partituras. Con un solo día no tendrás bastante, Violeta, mejor me voy a tu casa. Esas fueron sus palabras, y Violeta lo aceptó encantada. 

Violeta lo recordaría después como la época más feliz de su vida. Natalia era un ángel venido del mar Negro que la había sacado del pozo, del trabajar por nada, de luchar sin más ambición que la de seguir luchando y contemplar el futuro como un territorio calcinado que ya se puede abarcar con la mirada. Sus habilidades fisioterapéuticas eran lo de menos. Lo importante era la voz común de sus conversaciones, como un único monólogo a dos voces, la confianza sin límites que se desarrolló entre ellas, el afecto sin reservas. Hablaba con Natalia más de lo que había hablado nunca con nadie, y siempre, al escoger las formulaciones más simples, el territorio compartido, daba con una idea mucho más clara de la que se podía extraer de las largas, poéticas y alambicadas páginas de su diario. Natalia le obligaba a reducirlo todo a términos reales, con tan exiguo vocabulario no había sitio para la mentira.

Con sus altibajos, porque una afección neuronal, por pequeña que sea, no desaparece de la noche a la mañana, Violeta llegó al estreno de Dido y Eneas en perfectas condiciones. Los conciertos de Zelenka fueron un éxito y también la ópera, y Violeta se había instalado en su nuevo régimen de vida como en el modelo de existencia que estaba dispuesta a seguir para siempre. Entre ellas todo fue tan natural que resulta imposible decir en qué momento la expresión del afecto ya podía considerarse relación íntima. El sexo llegó como la consecuencia natural de vivir en pareja, pocos días antes del estreno, después de un día agotador en el que los nervios habían vuelto a aparecer, nervios de alegría que sin embargo afectaban al dominio de sus dedos, cuando, después de cenar, Natalia dio a Violeta un último masaje antes de dormir y en otro movimiento impensado, cuando iba a decirle a Natalia que por favor le masajeara suavemente la zona del bulbo raquídeo, sus labios pronunciaron por su cuenta otras palabras, eres lo mejor que me ha pasado, que Natalia selló con un beso.

El día del concierto era divertido verlas salir de casa, Violeta de tiros largos, alta, grande, poderosa, con un vestido negro que habían elegido entre las dos, y Natalia con sus botas de militar, sus vaqueros rotos, su camiseta negra, su chupa de cuero y el pelo teñido de malva. Eran la princesa de la noche y la guerrera de Femén. No se separaron en los días que siguieron, durante las siete actuaciones que había previstas en la Royal Opera House hasta el fin de temporada. Violeta iba a las exposiciones remotas que Natalia visitaba como si estuviera buscando un tesoro escondido, y Natalia redoblaba sus artes terapéuticas, su afecto y su hablar apasionado, de ojos muy abiertos, como si le fuera la vida en todo pero nada fuera para tanto. La madre de Violeta vino a verla varias veces e hizo también muy buenas migas con Natalia, capaz de caer bien a cualquiera en cualquier circunstancia, por más que la madre de Violeta solo quisiera la felicidad de su hija, cuya sonrisa no había sido tan sincera desde que era niña.

Y era verdad. Si en ese tiempo sus dedos la habían desobedecido alguna vez, había aprendido a quitarle importancia. Si sus labios habían dicho lo que no querían, el error solo había sido motivo para la risa. Vivía en un mundo ingrávido, con frecuencia perdía el sentido del tiempo y se sorprendió en actitudes propias de mujer enamorada, en no avergonzarse de sus instintos protectores, en sentir admiración por las virtudes de Natalia y un inmenso cariño hacia sus defectos.

Cuando terminó la última representación en el Royal Opera House, Breshkovski reunió a los músicos para darles las gracias y pedirles perdón por su carácter exigente, y para anunciarles (si es que esto podía considerarse una buena noticia, dijo entre sonrisas) que la London Baroque había renovado su contrato para las próximas dos temporadas. Aparte de eso, les deseaba unas felices vacaciones. 

Hubo aplausos y hurras y protocolos falsos, y los cuatro compañeros de la sección de viento brindaron por el fin de temporada con unas pintas en Steel’s, y se alegraron de que Violeta volviese por fin a beber cerveza, aunque fuera poca. Pero cuando Violeta volvió a casa Natalia ya no estaba, ni ella ni sus pertenencias. No contestó a los mensajes ni mucho menos cogió el teléfono. Breshkovski ya no estaba alojado en el hotel, y por más que intentó localizarlo fue completamente inútil. Esa noche la pasó en vela, mirando al techo. No tenía fuerzas ni para ordenar la casa. El primer mensaje que llegó a su teléfono fue a las ocho de la mañana del día siguiente. Era un breve correo de la London Baroque en el que se le informaba de que había sido despedida.

En medio de un dolor que la desgarraba intentó pedir explicaciones a la junta directiva del London Baroque, aunque solo fuese para que le dieran un motivo. Después de algunas vacilaciones y secretismos de salón, lo único que consiguió fue que un directivo le confirmara en persona que los informes sobre ella eran desfavorables, el mismo que, antes de dar por zanjada la cuestión, le recomendó visitar a un buen neurólogo.

Violeta pasó algunos días más en Londres, deshecha, sin fuerzas para salir a la calle o hacerse la comida, desastrada, indiferente. Dio por hecho que todo había terminado, no solo su relación con Natalia sino su vida en Londres, porque no estaba dispuesta a presentarse a ninguna otra audición de ninguna otra orquesta. Con las pocas fuerzas que le quedaban decidió volver a Madrid y agarrarse a lo primero que saliese, aunque tuviera que guardar para siempre el oboe. Ad gloriam per insaniam, decía, en latín, un tatuaje que un oboísta italiano llevaba en el antebrazo. Violeta ya había pasado por la gloria. Ahora solo le quedaba la locura.

Una tarde, cuando estaba, a fuerza de sacrificio, resolviendo todas las cuestiones legales que la unían a Londres, los suministros de la casa, las direcciones postales, cualquier huella que quedase de su presencia, Violeta entró en la boca de metro de Belsize Park y después de bajar por largas escaleras mecánicas en una fila de gente silenciosa vio que por la escalera de subida iba ascendiendo lentamente la figura de Natalia. 

La vio sin verla. Natalia gritaba y gesticulaba desde el otro lado. ¿Dónde vas? Espérame abajo, le decía. Y Violeta quizá quiso entonces decir algo, acercase a ella, desandar la escalera para reunirse con Natalia. Sin embargo, lo único que salió de su cuerpo fue la orden de mirar al suelo. Las escaleras siguieron su curso y la voz de Natalia desapareció como un sonido incomprensible y lejano. Cuando llegó al andén incluso dudó de que la hubiera visto, pero no de que su cuerpo no le dejara emitir ningún sonido porque aún ahora era incapaz de pronunciar palabra o de gritar siquiera o de echarse a correr. Se sentó en uno de los bancos del andén y se recostó en la pared tubular. ¿Era ella? ¿Seguro que era ella? Y, si así era, ¿por qué no había vuelto a bajar por las escaleras? No, su cuerpo había hecho lo correcto. Poco a poco empezó a sentirse más tranquila, incluso pronunció en voz alta algunas frases que tampoco extrañaron a los vecinos de andén. Si por ella hubiese sido, habría bajado de dos en dos los pedaños y vuelto a subir los otros hasta encontrar a Natalia y gritarle o besarla o ambas cosas, llorar seguramente, pero en el momento de la humillación de la amante abandonada su cuerpo había dicho que no. Empezó a pensar entonces en todos los errores involuntarios que había cometido, y que el nivel que había alcanzado con Zelenka o con Purcell no lo había conseguido nunca antes, era como una esfera superior para la que no basta con ser un buen instrumentista, un lugar tan etéreo como los días que pasó con Natalia. De no haberse producido alguno de aquellos errores gruesos, lo más seguro es que no hubiese visitado el paraíso. Los mismos errores, su terrible amenaza, eran los que, si ella se dejaba llevar, la librarían del infierno. 

Tan solo aguantó dos paradas, entre Belsize Park y Hamstead Heath. Necesitaba respirar. Empezaba a sentirse muy débil y tenía que recordar dónde estaba igual que cuando los síntomas empezaron debía recordar a cada momento qué nota era la siguiente. Las palabras no se fijaban en sus circunstancias, y eran esas mismas circunstancias las que quedaban reducidas a una imagen sin significado. Si algo sirvió para despabilarla fue la conciencia de que iba a perder el sentido de un momento a otro, podía caer de bruces a un andén vacío, quedarse tirada en un banco hasta que un empleado la despertase a empujones, o un policía la detuviese.

Al salir al parque y ver el cielo gris y sentir la lluvia fina respiró hondo y trató de volver a la vida. El teléfono volvía a tener cobertura y en él solo había un mensaje del fagot inglés: “I’ve been fired”, me han despedido. Esas cuatro palabras, y el intercambio de mensajes que siguió a ellas, sirvieron al menos para recomponer las ruinas de su equilibrio. No solo Adam, el fagot inglés, sino también Konstantin, el clarinetista búlgaro, y a Shizu, la flautista japonesa. Después de amargarles la existencia metiendo vientos donde no los había, en la ópera de Purcell, ahora prescindía de un plumazo de toda la sección, casi seguro que para incorporar nuevos músicos traídos del mar Negro, o, más bien, que solo fuesen británicos, o que cobrasen menos. Adam, en este caso, había sido, según Konstantin, la coartada para que no pareciera un acto de xenofobia.

El final de la conversación fue, como casi siempre, una invitación a Morgate, “para lamernos las heridas”. Los dedos de Violeta teclearon la respuesta más precisa: “Ok”. Siempre había rechazado las invitaciones del fagot porque sabía que tarde o temprano aprovecharía para ir un paso más allá, pero esa vez Adam dijo que allí se reunirían con Shizu y Konstantin. A fin de cuentas se habían quedado todos sin trabajo, y Konstantin sabía de un bar donde solían contratar orquestas de cámara para amenizar los cielos de Turner. 

Una fila de trípodes aguardaba como una línea de ametralladoras la salida del sol. Sus dueños tomaban café en vasos de plástico y se frotaban las manos. Los cuatro músicos desayunaron, aún de noche, en la terraza del restaurante, y cuando el negro empezó a teñirse de azul apartaron un poco las sillas e interpretaron el adagio de la sonata 6 de Zelenka. Violeta sintió el calor de la madera cuando cogió la campana con la mano derecha, y el frío de las llaves cuando sostuvo  con la izquierda el cuerpo inferior. Su cuerpo giró para que encajasen las llaves y las espigas. Hacía frío, el cielo iba tomándose de rosa, en otros tiempos había sido un acto de lujuria sujetar con los dedos el tudel, cuando sentía en los labios el tacto de la caña, esa que, cínicamente, se llama estrangul. Sonaba Zelenka sin partitura, y fue como si no hubiera tenido más que acercar su cuerpo a un instrumento que necesitaba aire, como si hubiese abierto un grifo de agua tibia que a medida que soplaba iba derramándose por su interior. Tocaba sin miedo, le parecía imposible que alguna vez le hubiesen podido desobedecer los dedos. Esta vez era ella quien llevaba el primer oboe, y Konstantin el segundo, era ella la que ahora revoloteaba por las notas con delicadeza. El aire hacía vibrar las llaves, como una corriente diminuta que le acariciaba las yemas de los dedos. El cielo se tiñó de violentos amarillos y ella sentía firmes los labios, libres las vías. Era la rana feliz que hincha su cuello y ve los sonidos volar. Era la reina con su carroza, e iba levantando mariposas cansadas como un soplo de viento levanta los papeles, lentas alas desvaídas que al principio aleteaban apesadumbradas, hasta que una corriente de sonidos favorables les permitía un tupido aleteo de tonos alegres, brillantes, los profundos azules que escapaban a la luz del sol. Necesitaba el cuerpo entero para mover los dedos, otra vez, con unas torsiones que harían equivocarse a Adam, pero lo necesitaba para que fueran ellos, los dedos, los que se expresasen sin las dudas de su voluntad, y lo hiciesen con el tempo que necesitaba. Alargaba unas notas, acortaba otras, como si unas fueran rectas y otras girasen en pleno vuelo, y era veloz en los escaques y lenta cuando planeaba, y al final del movimiento replegó las alas y su mente se volvió a posar encima de aquel cielo manchado. Desde allí Violeta se vio respirar desmadejada, con el oboe derecho sobre el muslo, los labios entreabiertos y el cansancio satisfecho de los que han vuelto a vivir. 

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Castellote

Excursión con hijo adolescente

29 de mayo de 2020 13:34:33 CEST

 

A Pedro, a punto de cumplir 18 años

 

Porque abrieron el telediario con la noticia de que sufríamos

otra ola de calor en pleno mes de julio

te propusimos pasar la tarde en una playa artificial cercana.

Y, sorprendentemente, aceptaste.

Con el GPS del móvil, desde el asiento de atrás,

guiaste nuestro viaje. Sigue la nacional

y gira a la derecha en el próximo cruce.

Se deja un pueblo a un lado y se atraviesa otro.

La playa está al final, en las afueras.

Al volver una curva el agua del pantano

nos inundó los ojos.

El ambiente era alegre o estábamos alegres.

Los colores, los mismos que en las playas auténticas,

chiringuitos, tumbonas y sombrillas de paja.

Te hizo gracia que hubiera vendedor ambulante

de gafas y sandalias. Tú también

te pediste un café y comentaste

que de un tiempo a esta parte

te gustaba más bien solo y cargado.

Dijimos que te hacías mayor

y admiramos la playa de cemento y arena,

midiendo con los ojos la hondura de las aguas. 

Conversamos de pesca, de tus planes.

Prometimos volver algún fin de semana

y, mediada la tarde, nadamos hasta el límite

marcado por las boyas intentando ignorar

la dura realidad de los relojes.  

En el viaje de vuelta  

probamos a ensayar otro camino

y acabamos perdidos, cuando caía el sol,

por pistas asfaltadas en medio de canales

donde tu GPS no recibía datos.

En silencio pensé

que así ha de ser sin duda el paraíso:

retenerte, extraviados por siempre,

en cualquier carretera sin destino. 

 

Escrito en Lecturas Turia por Irene Sánchez Carrón

Paisaje con festín campesino

25 de mayo de 2020 09:35:40 CEST

                        

En compañía, Brueghel era divertido

 y le gustaba asustar a la gente o sus aprendices

 con historias de fantasmas y cientos de otras diabluras

Carel van Mander

 

El pintor despertó con la cabeza pesada. El sopor era como un mal vino, le enturbiaba la mente. Sentía el cuerpo impregnado todavía de un olor agrio. Sobre todo, lamentaba haber gastado dos monedas de esa forma. Ahora tendría que darse prisa en acabar otro cuadro en medio de la neblina de sus ideas. Se figuró que alguien le ponía los puños en las sienes y apretaba para hacerle daño. Las pinturas campesinas siempre se pagaban bien. Se sentó a pensar junto a la ventana. Veía incordiar las moscas allá en el cielo opaco del norte.   

El camino cruzaba entre campos de paja corta y enteramente dorada. Al caminar saltaban las piedrecillas en el suelo y volaba algo de polvo: un polvo sucio y blanquecino. La camisa del carnicero, limpia por la mañana, tenía lamparones a causa del vino, del sudor y del capricho de escupir continuamente al suelo. Además estaba su buen apetito: hiladas de la sopa de ajo y judías del almuerzo habían resbalado de su boca antes de gotear por la camisa.

Ya no era el calor del mediodía, pero aún cansaba el sol. Gemían los pasos. En el cielo firme, los pájaros cruzaban planos y melancólicos como hachas, abriendo surcos en el aire justo encima de los campos arados. La saliva se anudaba y se agarraba a la boca. La lengua en cambio estaba inmóvil como un sapo. Al fondo, poniendo oscuridad en los ojos, sobresalían las curvas alegres de unas colinas. Y no era sombra, sino el color de la tierra por la podredumbre y la humedad, el barro de hojas descompuestas y la penumbra, donde paseaban las arañas. Allí había encuentros al llegar la noche.

El carnicero era un bruto jovial que ya empezaba a echar carnes. Andaba animadamente y cantaba porque su voz hacía volver la cabeza a las mujeres de las granjas y seguirlo con ojos redondos y dóciles de vaca.

Bajo el sombrero de paja, su brillante pelo castaño se apelmazaba al cráneo. Si salía al paso algún perro, lo pateaba. Miraba las franjas rosadas del terreno y las moscas en las cintas de plata de las acequias. Respiraba con satisfacción. La primera bocanada de bruma le hizo mirar al cielo, donde se encendían los bordes de las nubes. En una de las casonas desperdigadas distinguió la superficie bruñida de dos culos. Los campesinos, arrimados a la ventana del cobertizo, charlaban y cagaban sobre la charca. Era alegre y plácido.

El carnicero quería acercarse a la feria anual de ganaderos para curiosear y ver a cuánto vendían las piezas. Al pueblo ya no llegaba esa misma noche, pero conocía una posada en el camino. Sería cuestión de madrugar la mañana siguiente con el alba.

En un lateral aparecieron los tallos cabizbajos de los girasoles que tanto abundan por la zona. El sol caía y los ruidos llegaban todos desde lejos, traídos por el airecillo del crepúsculo. Ya no se distinguían las cercas donde los perros ladraban y la silueta de los árboles se iba haciendo más y más negra. El carnicero solo vio a un tipo meando contra una cerca con los pies amordazados por los calzones. Pensó en acercarse y mear sobre él, pero llegaba ya a la posada y estaba de buen humor.

En las alforjas sonaban las dos monedas que dos jóvenes ignorantes le habían pagado esa mañana por diez onzas de carne podrida. Recordar el timo le hacía reír y cantar. El carnicero silbaba y gritaba a plena voz si se acordaba de la letra. Así se hace en la impunidad del campo. De rato en rato ponía los brazos en jarras, avanzaba ligero una pierna y brincaba. ¡Y con qué gracia! La gente solía opinar que era un buen y alegre muchacho.

En el cielo terminaron de apagarse los fuegos de la puesta. Las nubes formaban una cortina turbia colgando ante la luna; debajo, los campos llanos como la palma de una mano. Ahora, todos pálidos, se parecían poco al amarillo de hace unas horas. Gris y confuso, el paisaje llamaba a las lechuzas y sus largos gemidos.

El carnicero pensaba en alcanzar la posada para comer y beber, y en nada más.

Había llegado a los cuarenta años aún lleno de apetitos y fuerte. Degollaba a los animales de una sola cuchillada. En invierno, su último aliento era una niebla flotante cuando se derrumbaban. Además tenía un reñidero de gallos. Las calzas amarillas le caían bien todavía, a pesar de que engordaba. Siempre había estado orgulloso de sus muslos y por eso le gustaba enseñarlos a las mujeres después de meterles las manos tan a gusto por sus camisas de blonda.

El sombrero de paja estaba viejo y lleno de ventanas al cielo puro de la noche. El carnicero apretó la marcha por los campos lisos. Cielo, tierra y brotes eran como una mujer que pesa pero es agradable encima de uno. Las estrellas acariciaban el aire de terciopelo. Los hierbajos ya no se podían distinguir. Arañaban las pantorrillas del carnicero. Primero oía troncharse las ramillas de espino contra sus piernas, inmediatamente le trepaba un escozor bien placentero. No era oscuro el viento que hinchaba su camisa mugrienta, sino tibio como la tripa de un animal.

El horizonte se apoyaba en una celosía de arbustos y matas. Por fin, a un lado del camino descubrió la posada de piedra gris y remates de madera. A la entrada había un banco y en él un viejo arrodillado descansaba el pecho. Tenía los brazos abiertos como un crucificado y las mejillas descarnadas. Estaba quieto y muy pálido en su piadoso retiro. Si hacía penitencia o se había dormido no le importó al carnicero cuando le dio un puntapié en las costillas. Ululaban los perros. Entró.

Tres tipos estaban en una de las mesas, haciendo puñetas con las manos. El posadero y su ayudante cargaban unas angarillas llenas de comida. El dueño iba detrás con un cucharón de madera metido en el sombrero, que era de ala remangada. Se frotaba la mano en el delantal por un lado y por otro, y luego lo usaba para servir remetiendo el brazo y liándose la tela alrededor. Una cortina recia cerraba el paso a la cocina. Por la sala había jarras tumbadas e hilillos de vino corrían sobre la madera. El carnicero se sentó. Vio luz huidiza en las lámparas.

El primero en hablar fue un hombre con el sombrero y el traje guarnecidos de gamuza vieja. Llevaba barba, pero se afeitaba cuidadosamente los carrillos y el bigote. Era un negociante que también se dirigía a la feria de ganado.

–Amigo, ¿no habrás visto a un lisiado por el camino? ­–dijo.

El carnicero negó.

–Estamos esperando al Juanón, uno que lleva los pies a la espalda –añadió jocosamente el segundo, con bolsas en los ojos, afeitado casi hasta el cráneo y coronado de bocio. Era del pueblo–. Palabra que se arrastra como una culebra, de pechos en el suelo. Se quedó así porque le pasó un carro por encima. El desgraciado camina con una especie de caballetes que agarra con las manos. Pero te mueres de risa cuando menea los deditos por encima de la espalda, lo mismo que un gallo meneando las plumas del trasero.

–Le gusta beber ­­–terció el que quedaba, que tenía una costra negruzca en vez de dientes–. Solo que no sabe cómo sentarse a la mesa.

Enseguida comían y brindaban todos alegremente.

Para servir y ayudar en la cocina había, cómo no, una muchacha. Se sentaba aparte, con una jarra a los pies, por si alguno echaba de menos más vino. El vino lamía el interior de la jarra y sonaba como lengüetazos cuando ella la apoyaba sobre el vientre. Estaba sentada y se rascaba las piernas echándoles salivazos y untándose la piel con esa baba reluciente a causa de las luces. Era como poner miel en un pan de miga fresca. Con la cabeza reclinada, los mechones de un pelo negrísimo le tocaban el pecho y dos teticas finas asomaban al escote. Tenía en las uñas un arcoiris negro.

El carnicero le tiró un hueso al del bocio, y entonces se dio cuenta de que era tuerto.

–Una vez le jugué una buena a un cocinero, que iba a casa del conde nosequé en Namur. Como él tampoco se daba cuenta de que soy medio ciego, le aposté una partidita de tabas con un ojo tapado. Tres camisas le saqué –y con una reverencia muy seria, el tuerto canturreó “Perdone su señoría si el cocinero de su Gracia enseña la pelambre del pecho”.

Hubo buenas risas, toses y esputos de ave mezclada con el tinto. En la pared mancharon unas gavillas de trigo trenzadas para adorno.

La muchacha levantó unos ojuelos oscuros y picarones. Ante eso el carnicero fingió con muchísima gracia que se ruborizaba como una doncella, haciendo toda clase de melindres y tonterías. Finalmente le dedicó un guiño, con unas gotillas de grasa temblándole en la barbilla.

El tuerto era hablador: “Yo, si la señora me permite, es mi ocasión de mojar mis penas. Amigos, me he casado como un hombre de bien y no he visto hora buena desde entonces. No he sido más que un desgraciado sin un momento de alegría”. Se acabó la jarra de un solo trago.

El negociante dijo:

–Las mujeres son como animales y, a más viejas, más bestias –Guiñaba los ojos­–. Ved lo que pasó en mi hacienda. Tenía yo un criado fuerte y buen trabajador, pero como era feo de cara y algo simple, se daba el caso de que no encontraba esposa ¡Cuántas veces venía el pobre muchacho a quejarse! Es como si lo viera aquí mismo. Pues en esto que un día en el camino le dieron un alto unos salteadores y solo por divertirse, porque el desgraciado no llevaba nada encima, le cortaron la lengua y le saltaron encima de la cabeza. Al menos eso creímos entender por sus figuras de loco. Ni que decir tiene que se quedó tonto del todo, babeando y con las manos colgantes. Desde entonces, amigos, las criadas viejas y la despensera se lo llevan bajo los chopos prometiéndole cualquier chuchería, un dulce o cintillo, que cualquier cosa vale para servirse de él. “Como no habla y de nada se entera”, dicen, “no se hará lenguas del desliz.”

El de los dientes podridos añadió: “Eso es porque no les sirven idiotas a medias, los quieren enteros”.

Estaban tan congestionados que se reían sin voz, resoplando. Todos juraron a su turno que las mujeres se merecían mano dura y pocas contemplaciones. El tuerto prometía, en cambio, que él a su esposa no le pegaba nunca, salvo cuando estaba sobrio.

Las moscas se apareaban sobre el pan del cestillo. Rastros de tizne, huesos y cartílagos nacarados como ostras manchaban la madera de la mesa. Brillaba el pringue de la salsa. En la mesa las nerviaduras de la madera buscaban abrazarse.

El aldeano de dentadura podrida se rehundió en la silla y acurrucó la cabeza como un palomo. Bajo la camisa sobresalían sus piernas desnudas porque no vestía otra cosa. Él mismo descubrió sus vergüenzas colgando, y con sorpresa que era alegre y era también afectuosa, se las meneaba, solo por vérselas mover.

–Compañeros –musitó–, no os creáis otra cosa. Con el beber la amiga mea mucho, pero corre poco.

Al estallar en carcajadas, el carnicero sentía vértigo y se mareaba. También quiso contar una historia:

–En mi lugar hay una buena moza, redondita como una manzana. Quiso su padre casarla con un molinero, y el caso es que ella le tomó más afición al aprendiz de molienda que a las harinas y las barbas nevadas del marido. “¿A qué te vas ahora al molino?”, le decía el molinero al sinvergüenza del aprendiz. “Se atascó la corredera”, contestaba, o bien: “Es la tolva, que no quiero que se ciegue”. La esposa, que entre tanto esperaba en la tiniebla del molino, a poco no se contenía la risa que le daba el asno del marido. Y de verdad que era una mujercita muy fina y apetitosa.

El carnicero le hizo una galantería a la muchacha: le rindió un alerón de pollo que tenía agarrado en la mano y meneaba en el aire al hablar. Continuó:

–Un día desapareció el aprendiz, sin darle aviso siquiera a su anciana madre, con la que era muy afectuoso. Todos pensaron que el marido lo había ahogado como a un gato y que yacía enterrado en campo abierto. Hay que ver cómo lloraba la “viudita” y cómo cizañeaba la vieja: “¡Me han matado a mi hijito! ¡Justicia con el molinero!”. En éstas estábamos, y el viejo con un pie en la horca, cuando regresa el aprendiz, vivito y tan ufano. Una viuda de otro pueblo lo había querido para ciertos... útiles que necesitaba que le lubricasen, y el chiquillo acudió sin decir nada porque era de natural discreto y servicial. El caso es que el marido se puso tan contento de verlo sano y de salvar el cuello, que le decía: “ Juanillo, ven, que se me atascó la corredera”, “Juanillo, la tolva, que no me corre”. De ahí veis que para volver más llevadero el pecado, lo que hay que hacer es pecar más.

Los tres apreciaron el cuentecillo. “Hay que cobrarle caro el pescuezo a maese Pedro Botero”, terminó el de los dientes negros, que después de todo lo que había comido se acababa de encaprichar de unos huevos.

Brindaron.

Otro comensal, que llevaba un gorro verde y tenía una verruga surcada de venas, salió a mear, meneando las garrillas ligeras y murmurando: “que se me va, que se me va”. Los ecos de sus pasos sobresaltaron el patio. Era noche cerrada y en las acequias nadaban las estrellas. Un soplo fresco venido de fuera dobló las llamas de las velas y torció de golpe la luz. Se podía sentir un cierto tufo y opresión.

El carnicero vio acercarse las mejillas bailonas del tuerto. Le puso una mano en el hombro porque con la otra quería tener sujeta una jarra de vientre mellado. Respiraban asqueados uno muy cerca del otro. El tuerto abarcó al ausente con sus cejas: “Ahí donde lo ves, lleva gorro por un buen motivo”. Su tono tenía muchísima intención. Hasta la joven se inclinó, intrigada.

–Su madre sabrá lo que hacía con el porquero cuando se escapó un cerdo y le comió la oreja en la misma cuna.

El carnicero lo encontró una gran cosa: el mordisco de un marrano en la oreja.

–El cura resulta que cuando iba a estirarle de la oreja al crío, se encontraba con el muñón. ‘Ya tengo bastante castigo, padre’, le decía el muy tunante. Pero el señor padre, que había sido muy bruto en sus años jóvenes, le daba en la frente diciendo: “¡Ah, hi de puta puta!”.

Regresó el desorejado, y la alegría se diluyó un poco. El carnicero quería levantarle el gorro verde para ver el muñón de oreja. Vinieron los eructos vinosos, sobrevino una cierta pesadez. Los huevos se enfriaban en la fuente de barro: espumosos y tibios.

El carnicero empezó a mirar dentro de su jarrita de metal, irritándose porque su ojo se bañaba en las sombras perpetuas que había dentro. Mientras el carnicero la meneaba, la luz besaba el metal de la jarra. El tuerto inclinaba la cabeza y en cuanto al negociante, a ése se le caía la barbilla sobre el pecho. Tenía el rostro congestionado y los párpados blandos como la carne de una almeja.

El aldeano sacó una cajita de los pliegues de su ropilla. “Son frutas confitadas”, dijo, pero era más bien una baba de azúcar prendida del fondo de la cajita.

Se figuraron que la había robado.

A continuación el aldeano, con una cereza dulce entre los labios, llamó a la muchacha intentando en vano que se la tomase de la misma boca, porque había visto hacerlo a los pajarillos menudos del campo. Fruncía los labios y hacía como si le dedicase tiernos besos de ave. Sonreía con el pico inmóvil y agitando sus patitas de canario. Entonces asomaban los dientes negruzcos y sanguinolentos como las entrañas de un pez. Nadie pudo resistirse: era lo más repugnante que habían visto. Ante la indiferencia de la muchacha, el carnicero agarró el cráneo del aldeano con las dos manos y le dio de sopetón un sonoro beso. La juerga fue completa: hacía tiempo que no se divertían así.

Cuando el carnicero decidió acostarse, la joven le precedió para alumbrarle el camino. Llevaba una cinta que arrebujaba su falda bajo el culo. Cada paso suyo descubría unas pantorrillas firmes y tensas y hacía temblar un gran cerco de luz por los escalones. Las paredes, de piedra pobre, recibían sus sombras. Ante la puerta del cuarto los ojos de ella se reían y un mechón caído le arañaba la boca. El carnicero deseó acariciar con intensidad la medialuna de su cráneo hasta la nuca.

–Te daré dos monedas si pasas la noche conmigo –le dijo, y la besó de un modo tan inopinado que se dieron de narices y entraron en el cuarto riendo su torpeza y frotándose la cara con las manos.

Mientras la desnudaba, ella bostezó. En las aguas de su mirada acechaba una lejana expresión de cansancio.

Durante horas hicieron todas las malicias que conocían.

A través de un ventanuco les llegaba la voz de herrumbre del aire. Había vigas por encima de las paredes desnudas. Las velas columpiaban su luz. Faltaban tejas fuera, en el tejado. La primera vez que hicieron el amor, él le cantó varios sones, como “¿Dónde vas, bella muchacha?” o “El tamboril de mi Mariana”. Se había sentado sobre el jergón con las piernas largas y ella se fijó en que le crecían pelos como un remolinillo alrededor del ombligo y en los dedos de los pies, justo debajo de las uñas. Sonaron risas. Ella se enredó con sus mechones negros, que la acariciaban con mucha dulzura, como las plantas debajo del agua. El carnicero, mientras, le pellizcaba los carrillos del culo.

Cabalgaron, aguijaron, frotaron las carnes, se abrazaron, se persiguieron hasta dormirse uno en brazos del otro.

La mañana que siguió fue clara y desleída. Apenas al alba, él le susurró: “Amor mío, amor mío”, y la besó con ternura, pero a boca llena. Ella presentó un rostro contraído por el sueño. Con una mano detrás de las caderas él la mantenía cerca y con la otra mano totalmente abierta la palpaba, a ver si tenía firmes las carnes. “Corderita”, le decía, y en efecto la sujetaba como a las crías suculentas que degollaba a cuchillo. Una blancura vaporosa se posó en el aire, en la habitación casi vacía. Ella se desasió, lo besó, se acercó a un taburete de tijera y se animó al contacto del cuero tenso y curtido en su trasero. Empezó a vestirse.

El carnicero le pagó las dos monedas y aún la llamó “chiquilla”.

Cerró la puerta y se empezó a preparar él también para salir. El suelo estaba frío a pesar de la paja desperdigada. La cama y el taburete eran los únicos muebles. Las ventanas eran estrechas y el cielo no se abarcaba desde el triángulo que dibujaba la puertecilla de madera.

El comedor estaba despejado, algo oscuro y con trapos húmedos en el suelo. El carnicero se sintió a disgusto. Unas gallinas a medio desplumar se contoneaban a la luz lechosa y entre los reflejos de plata del agua en el suelo. Una de ellas picoteó el cuello de la otra. El carnicero pensó que la piel de las gallinas se parece a la de los tiñosos.

El posadero –cara ancha, nariz de rojo subido, manos serviles– le detuvo para pedirle el pago. Se sintió francamente a disgusto.

–¡Cómo, señor! Si le di dos monedas a la muchacha y ni siquiera me ha devuelto el cambio.

Todo se resolvió enseguida: llamaron a la muchacha, que no pudo esconder sus dos monedas y tuvo que entregarlas.

El carnicero salió al camino con el alma más ligera.

 

La mirada de Pieter Brueghel dejó de deambular por el paisaje al otro lado de la ventana. Empezó a pintar.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Irene Vallejo

Contar para sobrevivir

13 de mayo de 2020 12:59:38 CEST

El siglo XXI cargado de posibilidades multidisciplinares ofrece nuevas perspectivas en la narrativa hispanoamericana que, con diferentes puntos de vista, se acerca a conceptos tradicionales, evita la renuncia a la tradición, o se adapta a un presente con esa docilidad que posibilita una nuestra singular de los vicios en cualquiera de los ámbitos literarios; y si concretamos el espacio geográfico en México una generación nacida en los setenta acusa en sus textos un costumbrismo con visos de crítica, muestra una abulia formal, o un exceso de provincianismo, aunque voces disidentes orientan su literatura hacia tramas que reproducen atmósferas opresivas, situaciones de extrema violencia, odio y abominaciones que se concretan y fundamentan en el valor mismo de la palabra. Gerardo Sifuentes (1974), Luis Felipe Lomeli (1975) y Antonio Ortuño (1976), liderarían esa denominada “generación del apocalipsis mexicano”.

 

            Antonio Ortuño (Zapopan, Jalisco (México), 1976) ha publicado las colecciones de cuentos, El jardín japonés (2007), historias que recurren a la ironía, la violencia, la sátira y se cargan de melancolía como resultados de una estrategia narrativa que provocan un sentimiento aditivo en el lector. La Señora Rojo (2010) que se divide en dos apartados de una profundidad textual: “La carne”, ocho cuentos de variada extensión, y con un distanciamiento irónico donde la crueldad aflora por doquier;  y un segundo, “El mundo” de contenido más metafórico, incluso paranoico, bastante ambicioso; propone otros temas de ámbito americano: la represión, el nacionalismo, el heroísmo, o la Historia y sus maneras de ser abordada, en el mejor ejemplo de los regímenes totalitarios. Y la antología personal Agua corriente (2015), trece cuentos, muchos breves: historias sobre padres e hijos, matrimonios en declive, o acerca el mundo de la enfermedad. Crítica social y política, realismo frente a elementos fantásticos, en urbes reconocidas y espacios inciertos, como en un Oriente mítico. Y con cada cuento, Ortuño proporciona una sorpresa, e insiste con esa intención de renovarse con cada historia. La vaga ambición (2017), su última y cuarta entrega, ha obtenido el V Ribera del Duero. Una vez más, Ortuño demuestra que conoce y maneja el microcosmos de la condición humana y ambienta sus historias en escenarios controlados, donde la gravedad se manifiesta con mayor o menor intensidad, en un considerable abanico de grandezas y de miserias, de ilusiones o frustraciones que despiertan nuestro interés lector. La prosa de Ortuño transita por diversos registros, heredero de la corriente latinoamericana clásica, concreta su exploración en un contexto individual, y así concibe una proyección más universal, afirma su compromiso político e histórico, y resalta esa inequívoca identidad de una considerable responsabilidad. Completan su visión narrativa, el ejemplo de sus novelas, El buscador de cabezas (2006), Recursos humanos (Finalista Premio Herralde, 2007),  Ánima (2011), La fila india (2013), Blackboy (2014), Méjico (2015) y El rastro (2016).      

 

            La vitalidad que subyace en los cuentos que componen el volumen La vaga ambición desemboca en auténticas tragedias pese a la irónica visión que Ortuño presta a sus relatos porque el tono que el mejicano contempla en sus historias es de un finísimo humor negro, o de la sátira más descarnada porque la crueldad y la malicia están presentes en los seis cuentos que componen el volumen y esa innegable amargura que el narrador explota desde su misma infancia, “Un trago de aceite”, hasta que se convierte en un escritor cuarentón, actitud que compensa el microcosmos ensayado para constatar la suma de calamidades que conlleva el difícil oficio de escribir, según manifiesta su protagonista Arturo Murray. La creación del personaje le permite a Ortuño transcribir experiencias propias y hacer que estas complementen el significado literario de su vida, aunque en ocasiones se trate de lejanas y olvidadas anécdotas de verano, problemas familiares, o la mayor de las aversiones a la insensatez de toda una vida. Estos cuentos ofrecen una especie de ejercicio terapéutico que permite a su personaje principal sobrellevar las múltiples humillaciones que la sociedad le adjudica, sobre todo cuando el escritor pretende cierto renombre de un selecto club de destacados profesionales, o la petición del Ayuntamiento de su ciudad natal de nombrarle ciudadano notable, y la admiración de una actriz de un popular show nocturno; todo un listado de vanidades que un Murray “atrapado” constata como si el éxito literario conllevara el quebrantamiento de ese espíritu benefactor que siempre lo animaba a escribir. Y es así como su carrera literaria se convierte en un entramado de trampas y de equívocos.

 

            La cohesión de los cuentos, de una calculada extensión, conforma una sólida unidad que obliga a leer el libro en su conjunto, como capítulos aislados de una biografía doliente, auténticos apólogos de la formación de un escritor, o de su perseverancia para sobrevivir en el difícil mundo de la literatura, y constatan el rencor acumulado que lleva a la venganza, como en el relato “El caballero de los espejos”, con un final inmisericorde asociado al éxito literario y la posibilidad del desprecio; o como si el escritor fuese tildado de un auténtico títere en esas presentaciones, “El príncipe con mil enemigos”, donde Murray advierte que nadie de los presentes “tenían la menor idea de mi obra o de mi existencia” e, incluso, “el organizador compartía su ignorancia”. Antonio Ortuño ha sido capaz de diseccionar ese terrible mundo de los egos literarios, de soberbia y cinismo que acompaña al mundo de la creación literaria, porque su finalidad es constatar la ironía misma con esa mirada visceral que conlleva la suma de hábitos de los autores, sus fobias y sus manías que de la mano del mejicano se convierten en una observación tan tierna como demoledora. El mejor ejemplo, “La batalla de Hastings”, una historia sobre un autor saturado que enseña a escribir y parafrasea para sus alumnos las verdades y las mentiras de la literatura,  y se resume cuando al final del mismo les pide a sus alumnos que “mientan y engañen”, que “mientan más” porque, él mismo, después de tan extenuante sesión lo que hará es “sentarse, respirar hondamente, y mentir y mentir”.- Pedro M. DOMENE.

 

 

Antonio Ortuño, La vaga ambición, Madrid, Páginas de Espuma, 2017.  V Premio Ribera del Duero.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pedro M. Domene

En ausencia de Luis Izquierdo

6 de mayo de 2020 09:58:14 CEST

Fue un compañero de facultad, a principios del curso de 1996 y en el patio de letras de la Universidad de Barcelona, quien primero me habló de Luis Izquierdo, diciéndome que era poeta y que en sus clases no se ceñía tan sólo al programa sino que hablaba de otros escritores europeos, como Hofmannsthal o Kafka. A pesar de que yo cursaba entonces otra filología y aburrido como estaba de aquella facultad en tantos aspectos decepcionante, decidí acudir de oyente a una de sus clases sobre poesía contemporánea. El inmediato deslumbramiento me llevó a matricularme en todas las asignaturas que dio aquellos años –sobre novela española o hispanoamericana, tanto daba, puesto que sus clases, aunque teóricamente adscritas al departamento de filología hispánica, discurrían en el ámbito de la Weltliteratur, de la literatura universal, a cuyo cosmopolitismo se plegaba mejor su temperamento.

            Aunque los aplicados las llamaban caóticas, sus lecciones eran sólo digresivas, atentas a los autores obligatorios pero con puntuales excursiones a otros países y a otras disciplinas, principalmente a la pintura, la arquitectura o el cine. Era evidente su gusto por las vanguardias y su predilección por la cultura urbana, a cuya expresión, tanto en arte como en novela o en poesía dedicó buena parte de su estudio. La seducción que ejercía en tantos de nosotros se debía seguramente a su inagotable capacidad asociativa. Recuerdo el día en que nos descubrió a Wallace Stevens, a propósito de unas versiones que Jorge Guillén había hecho de algunos de sus poemas, convirtiendo una clase sobre la generación del 27 en un ejercicio de verdadera crítica literaria. Siempre generoso con sus pasiones, sabía contagiarnos su inquietud intelectual, provocándonos a menudo. Acostumbrados a la monótona prédica doctoral de aquellos años, nos encantaba y nos divertía que un profesor se atreviera a argumentar sus reticencias, con autoridad y sentido del humor, sobre poetas intocables como Juan Ramón Jiménez o Vicente Aleixandre. El legado más útil, político en un sentido lato, que puede dejar un profesor quizá sea el de haber despertado el sentido crítico en sus alumnos.

            Físicamente, Luis se parecía un poco al último Yeats, con esa pelambrera grisácea siempre un tanto despeinada. Más tarde supe además que el poeta irlandés era uno de sus predilectos. “My King a lost King, and lost soldiers my men” (“Mi rey, un rey vencido y soldados muertos mis hombres”), solía citar a menudo para ilustrar el cometido básico de la poesía, cantar lo que se pierde. Con su atuendo oxoniense –la pipa, el maletín y las corbatas de lana– recordaba también a un profesor europeo exiliado en algún campus norteamericano, una caracterización que se avenía muy bien con su formación ecléctica y su nobleza de espíritu. Aunque siempre reivindicaba sus orígenes humildes –su padre, a quien perdió siendo muy joven, había sido peluquero en el Paseo de Gracia–, Luis tenía un porte aristocrático, inducido por la destreza con que manejaba su castellano materno y por esa mueca sardónica –a grin, en inglés, palabra tan precisa como intraducible– que a menudo acompañaba sus comentarios y en general su actitud ante la vida.

             Luis era un outsider en el departamento de hispánicas, reclutado en la filología más por necesidad que por vocación. Después de dejar la carrera de derecho, había estudiado filosofía y letras, en la especialidad de germánicas, licenciándose con una tesina sobre La muerte de Virgilio de Hermann Broch, un autor al que nunca dejó de volver. Amplió luego estudios de alemán en Rothenburg ob der Tauber y en la Universidad de Tübingen, donde conoció a Claudio Magris, con quien siempre mantuvo una buena amistad. En sus conversaciones solía recordar el impacto que le habían causado las conferencias de Ernst Bloch. Yo creo que el mundo germánico era el fundamento de su cultura, luego matizado o enriquecido por la aportación anglosajona, sin olvidar su afición, muy propia de todos los de su edad, por la literatura francesa, adoptada como compensación de nuestras carencias. Seguramente su único maestro reconocido fue José María Valverde, con quien, además de la vocación comparatista, compartía un sentido ético de raíz cristiana.

            En 1961, Luis se casó con Anna Ramón, madre de sus tres hijos. Hay en la vida pocas experiencias tan gratas y humanamente reconfortantes como conocer a un matrimonio feliz y bien compenetrado. Anna y Luis eran, para los demás, más ellos mismos cuando estaban juntos. Su constelación de buenos amigos –en Madrid como en Barcelona–, la variedad de sus intereses culturales, la seriedad de su compromiso político o su célebre hospitalidad –en el piso de la calle Girona como en la casa de Sant Vicenç de Montalt– eran un reflejo de esa armonía interior de la pareja que ni siquiera la enfermedad de los dos, en los últimos tiempos, pudo empañar. Recién casados, se fueron a vivir a Estados Unidos, en lo que fue uno de los períodos más intensos y enriquecedores de su vida. Gracias a Xavier Rubert de Ventós, que le recomendó en el puesto, Luis pudo dar clases de literatura española contemporánea en Cincinnati (Ohio) y en Washington, una experiencia que siempre recordaba con nostalgia y gratitud. Huir de la sacristía franquista, disfrutando además del refugio que la cultura europea había encontrado en las universidades norteamericanas después de la segunda guerra mundial, fue un privilegio y un estímulo, una gran suerte. Luis siempre recordaba una conferencia de Harry Levin –no sé si en Cincinnati o en Washington– sobre Shakespeare. “Era como escuchar música”, decía. A su paso por Nueva York, por iniciativa de Anna, fueron a visitar en su apartamento a Hannah Arendt, que les recibió muy amablemente. Arendt era entonces presidente de los exiliados españoles republicanos en la ciudad, según me contó Luis. Y estuvieron hablando, sobre todo, de Hermann Broch, a quien Arendt había conocido y sobre quien había escrito estupendos ensayos.

            Los años en Estados Unidos convirtieron a Luis en una especie de eterno ciudadano mental de Nueva York. De alguna manera, hizo suyo el mundo de Hannah Arendt, de Mary McCarthy y Edmund Wilson, de Auden y de Joseph Brodsky, del New York Review of Books, revista a la que estaba suscrito. Los autores por los que siempre se interesó son prácticamente los mismos que estudia Wilson en El castillo de Axel (1931), con la excepción de Kafka, a quien Wilson no entendió y cuya obra era para Luis como un breviario. De Baudelaire y Flaubert hasta Yeats y Eliot, sus reflexiones literarias transcurrieron siempre dentro de lo que Cyril Connolly llamó el movimiento moderno, lo mejor que dio la literatura europea más o menos entre 1850 y 1960. Recuerdo, por ejemplo, una clase suya en la que analizó la escena de los comicios agrícolas en Madame Bovary que nunca olvidaré, por la fruición con que comentaba cada uno de los detalles. O una conferencia que dio en el Institut d’Humanitats de Barcelona, del que era vicepresidente –gracias a la generosidad y el sentido de la jerarquía de Jordi Llovet, otro gran maestro–, sobre Lolita de Nabokov y que ya está para siempre asociada a mi lectura de esa novela.

            A su regreso de Estados Unidos y gracias a su amigo Joaquim Marco, Luis entró en la universidad de Barcelona. Como aún no existía un departamento de literatura comparada –lo crearía Llovet, contra viento y marea, muchísimos años después–, Luis se doctoró en hispánicas con una tesis sobre José Moreno Villa. Por aquellos años, compaginó su labor docente con trabajos editoriales, lo que le permitió conocer a poetas como Joan Oliver y Joan Vinyoli, correctores a sueldo, o a Carlos Barral en su última vida como editor. De todos contaba siempre anécdotas muy divertidas. En 1988 ganó finalmente una cátedra de literatura española contemporánea, de la que se jubilaría en el año 2007. En un gesto típicamente suyo, se negó a ser catedrático emérito por lo excesivo de la burocracia que exigía el honor. 

            Pero más que catedrático o crítico literario, Luis era sobre todo poeta. Para él la poesía era una forma insustituible de pensar, hasta el punto de que realmente pensaba en verso. En los últimos años, no era raro que sus amigos recibiéramos sobres con tres o cuatro poemas improvisados –ripios, los llamaba él– sobre algún político impresentable, la Iglesia o sobre cualquier libro que acabara de leer, desahogos y divertimentos que ilustraban hasta qué punto la poesía era para él un fenómeno mental que le ayudaba a respirar. Así como su prosa crítica es para mi gusto demasiado envarada y conserva  poco de la vivacidad y el humor de su conversación o de sus clases, su poesía es la justa estilización de su habla y de su inteligencia. Recuerdo perfectamente el impacto que me produjo el primer poema suyo que leí. Estaba en una librería de Barcelona y di por casualidad con Señales de nieve (1995), entonces su título más reciente, publicado en Pamiela gracias a nuestro común amigo Ramón Andrés. Abrí el libro y empecé a leer el primer poema, titulado “Letanías profanas”:

 

                                   He querido escribir un poema

                                   de amor un claro vastísimo

                                   poema de amor

 

                                   Durante muchos días con sus (ojos

                                   de lince) noches he

                                   querido escribir este amor

                                   sus melódicas piernas y sus labios

                                   encendidos y

                                   sus pechos sosegados

                                   elocuentes cadenciosos

                                   que he custodiado (celoso,

                                   por supuesto)

                                   sin otras concesiones

                                   que no fueran las de la pasión

                                   más desordenada

                                   que atravesé rozando las salmodias

                                   Rosa Mystica Turris Eburnea

                                   Speculum Maiestatis

                                   […]

 

Desde entonces me lo sé de memoria y ha quedado ahí, como una parte de mí mismo, como sólo ocurre con los pocos poemas o fragmentos de poema que se convierten en carne propia. Sigo creyendo que “Letanías profanas” es uno de los mejores poemas de amor de la segunda mitad del siglo XX, de una especie de amor, además, a la que pocas veces atiende la poesía, más acostumbrada a cantar la exaltación del enamoramiento o a lamentar su extinción. Como “Pandémica y Celeste” de Jaime Gil de Biedma, pero con una propuesta ética y vivencial muy distinta,  “Letanías profanas” habla del amor largo, del amor de muchos días, difícil y sostenido en el tiempo. El final es de una elevación genuinamente eliotiana:

 

                                   Y hasta el olvido en que arderá el deseo

                                   trasunto de nosotros sin historia

                                   te dirá en toda piedra y en el blanco

                                   que efunde el sol eterno de los cuerpos

                                   resueltos a unidad cuánto mi amor

                                   te quería sin fin y te tenía

                                   y te quería

                                   como quieren los astros silenciosos

                                   y el diamante de arcilla que quemamos.

 

 

Señales de nieve sigue siendo a mi juicio su mejor libro, el que contiene un mayor número de poemas excelentes y en el que uno puede hacerse una idea más cabal del tipo de poeta que era. De alguna manera, ese poemario intensifica las virtudes y corrige los defectos de los tres anteriores, Supervivencias (1970), El ausente (1979) y Calendario del nómada (1983). Desde el punto de vista del oído, no hay en Señales de nieve ni rastro de la tendencia al sonsonete que a veces le perdía, por su talento para la versificación fácil. Y todas sus influencias están ahí ya bien integradas y domesticadas. Tanto su gusto como su dicción se habían educado con Antonio Machado y Pedro Salinas, un bagaje al que luego fue incorporando algo de la poesía alemana –de Brecht y Gottfried Benn, principalmente– y bastante de la anglosajona, sobre todo de Robert Frost, Wallace Stevens, Auden o Philip Larkin. Con respecto a sus contemporáneos, Luis fue un poeta sin generación que en realidad pertenecía al grupo del 50. Ninguno de su edad supo asimilar mejor algunos aspectos de la poesía de Carlos Barral, de Jaime Gil de Biedma o de Gabriel Ferrater, cuya descripción de Barcelona, en lo moral como en lo social, estudió muy de cerca. Recuerdo siempre una clase que dedicó a comentar “Barcelona ja no és bona o mi paseo solitario en primavera”, el poema de Gil de Biedma, admirando el virtuosismo técnico y compositivo (“es una pieza flaubertiana”), el ensamblaje de lo íntimo y familiar con lo histórico y político, la administración de los silencios. Fue para mí un precedente inolvidable.

            No es fácil, su poesía. El tono casi siempre meditativo tiende a sintetizar la reflexión y a proyectarla en las imágenes que la acompañan, en un trasunto de su pensamiento en acto que muchas veces prescinde de la aclaración al lector. Y ahí es donde mejor se aprecia la influencia de Barral o de Ferrater, menos preocupados que Gil de Biedma por evidenciar la anécdota que inspira el poema. Algunos de sus asuntos recurrentes son la lectura, el padre ausente, el amor conyugal, los viajes, por supuesto la ciudad, la pintura y el cine. Quizá sea frente a los cuadros, entre los libros y estando de viaje donde su verso adquiere mayor profundidad y mayor encanto. Hay por ejemplo una écfrasis en Señales de nieve, titulada “Vue de Genève”, sobre una pintura de Jean-Étienne Liotard, que es sencillamente magistral, por la manera en que logra describir a un tiempo el cuadro, el pensamiento que genera, su recuerdo y el viaje que hizo al lugar en el que se exponía. Y sin duda su mejor comentario sobre su autor predilecto está en “Franz Kafka y el desierto”, un poema de No hay que volver (2003), el primer libro que le publicamos en Lumen.

            Muchos de sus poemas tienen también una dimensión política y demuestran que la poesía, a través de la resistencia de la memoria, ha sido a menudo el último refugio contra el totalitarismo. Es la “conciencia de los incurables”, de la que habló en su poema sobre Brodsky, también en No hay que volver. Anna y Luis tuvieron desde muy jóvenes un agudo sentido de la justicia y de la solidaridad. Ya en la democracia, pertenecieron a los círculos socialdemócratas de Barcelona, reunidos en torno a la familia Maragall –Jordi Maragall i Noble, el pater familias, fue como un segundo padre para Luis– y en el que también estaban el rector Josep Maria Bricall, Joan Raventós o José Antonio González Casanova, representantes todos ellos, cada uno en su ámbito, de una sociedad posible que fue marginada por el pujolismo y que ahora ya ha sido aniquilada por el independentismo. Como había dicho Juan García Hortelano –tan querido por Luis– de los poetas de la generación del 50, todos ellos fueron “convictos de pertenecer a un país bárbaro”.

            Cuesta mucho, parafraseando a Saul Bellow, entregar a la muerte a un ser humano como Luis Izquierdo. Ni siquiera cuando enfermó de cáncer dejó de dar muestras de generosidad y de atención, de gratitud y de bondad. Luis tenía una cualidad que he visto en muy pocas personas –otra de ellas fue su amiga Carmen Balcells– y era la capacidad limpia de admirar. Aunque también sabía denostar con sarcasmo y malicia, si algo le entusiasmaba corría a felicitar al responsable y avisaba de ello a todo su círculo. Releyendo una carta que me envió cuando estábamos editando el que sería su último poemario, La piel de los días (2013), encuentro unas líneas que definen perfectamente su talante: “haber vivido y respirar todavía, compartirlo y viajar con Anna, no perder hijos y ganar amigos –tampoco demasiados– me parece un privilegio    –y lo es– que no merezco, pero estoy por ello muy reconocido”.

            En una de las comidas que hacíamos a menudo con amigos –con Jordi Llovet, con Ana María Moix– recuerdo que le comenté cómo me había impresionado una reflexión de Walter Benjamin en Dirección única. Dice Benjamin –el fragmento se titula “A media asta”– que cuando perdemos a un ser querido sufrimos una serie de transformaciones que sentimos la necesidad de comunicarle a esa persona, hasta que nos damos cuenta de que esos cambios sólo han sido posibles gracias a su ausencia. Y al final, dice Benjamin, le saludamos en una lengua que ya no entiende. Nunca olvidaré el gesto de íntimo reconocimiento que hizo Luis al escuchar esas palabras. Ahora pienso que debió identificarse por completo con esa observación, pues toda su poesía fue de algún modo un diálogo póstumo con su padre ausente, al que quiso mucho. Alguna vez me había comentado que cuando conducía por una carretera marítima de la costa catalana, al pasar por una determinada curva, le parecía ver la figura de su padre, saludándole. Siempre le decía que tenía que escribir un poema sobre eso, pero, claro, nunca había dejado de hacerlo. Desde que murió, cada vez que paso en coche por una curva al filo del mar, no importa dónde, soy yo quien imagina a Luis saludándome, hasta que me doy cuenta de que ahora somos nosotros quienes le hablamos en un idioma que ya no entiende.

 

Andreu Jaume

 

 

           

 

Escrito en Lecturas Turia por Andreu Jaume

La plaga

6 de mayo de 2020 09:51:41 CEST

                                                                                                                                     El médico establece mi periodo de cura

y sólo soy capaz de hacer extrañas muecas.

Frágil la palabra cuando estoy lejos de casa.

 

Un vestido blanco tejido con hilos bendecidos

cubre el cuerpo ajeno que me nutre y me palpita.

Me santiguo mojando los dedos en mi propia sangre.

 

Me mantengo en la silla tambaleante pero firme

encima de un suelo lleno de pestañas de desconocidos

que rasgan la planta de mis pies y duele.

 

Bebo del líquido tóxico de cada una de las máquinas

que soportarán a los padres de mis padres,

y a mis padres, posponiendo la tierra en la cara.

 

Toco la piel virgen tras saltar la costra

y reto a cada desamor a presentarse

para decir que sí y rasgarla de nuevo.

 

El médico establece mi periodo de cura

y dudo de cada uno de los motivos:

 

Pues señor médico,

una flor con pulgón

acaba siendo sólo enfermedad.

Escrito en Lecturas Turia por Dalila Eslava

Coronada de moscas

La oficina principal de las librerías del Fondo de Cultura en Perú está ubicada en Miraflores en una casa estilo tudor, con un frente amplio, en una de las calles más comerciales llamada Berlín. Blanca Varela durante los años 70 y 80 llegaba todos los días, subía las escaleras que aún ahora crujen tenebrosamente, y se instalaba en su parco escritorio solo invadido de colores por una pequeña escultura de un Árbol de la Vida mexicanísimo. Una de esas mañanas se descubrió que en el terreno baldío al lado vivían una caterva de niños indigentes. Blanca llegaba a la oficina y ante el bullicio y la presencia de la policía se impresionó. Y la vio: era una niña algo mayor, el cabello recortado casi con hachazos, la mugre pegada al cuerpo. Vivía con una docena de niños de todas las edades. Llevaba un embarazo avanzado, de unos siete u ocho meses, y una mirada brumosa, como perdida. Una mujer mayor, quizás la madre de alguno de esos niños que por las noches se drogaban con pegamento, quiso golpear a la niña, pero el vecindario entero la protegió: “podría describirla / ¿tenía nariz ojos boca oídos? / ¿tenía pies cabeza? / ¿tenía extremidades? // sólo recuerdo al animal más tierno/ llevando a cuestas como otra piel/ aquel halo de sucia luz… […] ¿era una niña un animal una idea? // ah señor /qué horrible dolor en los ojos […] a mi lado / coronada de moscas / pasó la vida…” (Ternera acosada por tábanos).

Esa es una clara forma en que la injusticia y el requerimiento ético trasuntan con urgencia a la poesía, procesados de alguna manera inconsciente como un chorro de dolor, pero muy contenido y muy elaborado, a través de la fineza del lenguaje. Ese es el mejor ejemplo del estilo de la poesía de Blanca Varela: el uso de un lenguaje parco para dar un golpe certero como el de un garfio en la pulpa del corazón del lector.

La poesía de Varela puede describirse como una implosión: demasiados significados concentrados en tan pocas y exactas palabras. Personalmente he leído sus poemas de forma constante, los he aprendido de memoria, los he estudiado y casi he cometido el sacrilegio de diseccionarlos para intentar descubrir cómo, por qué, de qué manera. ¿Cuál es el mecanismo por el cual la poeta logra hincar cada palabra con el rigor de un entomólogo y extraerle toda su esencia posible? Nunca se me han revelado, por el pretendido método científico, nada más que algunas pistas cercanas a mis propias intuiciones pues frente a poemas de tal intensidad, como “Ternera acosada por tábanos”, solo es preciso presentarse como una lectora desnuda ante el simple fulgor de la palabra.

 

Tu voz persiste

La poesía de Blanca Varela es una de las grandes aventuras literarias latinoamericanas. No se trata solo de poemas bien escritos o textos rigurosos de medidas exactas y dimensiones precisas, estamos hablando de una autora cuya característica principal es el riesgo y esta estrategia, en un espacio tan susceptible como el poético, puede convertir al poeta en un productor de fuegos artificiales sin más fondo que la oscuridad de la nada. Varela, en cambio, se conecta con cada una de sus obsesiones, de sus trabajos anteriores y de su propia trayectoria para, en cada uno de sus libros, plantear una propuesta estética diferente, radical, incluso contradiciendo a su obra anterior y, por lo tanto, completándola en un audaz juego de antítesis. Esta forma de encarar el trabajo poético es el producto de un encuentro frontal con la vida, de una honradez artística sostenida a través de los años, de una lucha inflexible con eso que algunos llaman estilo.

Si “Camino a Babel” o “Valses” son poemas que apuestan por la imagen sobre la metáfora, por la extensión prosística frente a la contención, “Casa de Cuervos” recorre alegóricamente el tema de la maternidad desde una entrada no tradicional y “Concierto Animal”, concentra sus pliegues en la agudeza del dolor y del silencio frente a la muerte de lo más amado: el hijo.  El último libro de Varela, "Falso Teclado", regresa sobre la contención de las palabras para darles un retruécano más y volverlas inequívocamente atroces y exactas.

Este comedimiento con el lenguaje, al final de su vida, se trasladó a su cuerpo: debido a una embolia que le produjo un derrame cerebral fue perdiendo poco a poco la capacidad de nombrar, perdió totalmente el habla. En los últimos años Blanca Varela solo "nombraba la palabra" al leer poesía en voz alta, porque la rectitud de lo escrito le permitía transitar por ese laberinto de imágenes y significados que debe haber sido, desde siempre, su sinapsis y sus razonamientos.

 

Blanca una tarde de octubre del 2006

Recuerdo que en el año 2006 le llevé tres libros de jóvenes poetas limeñas. Ella, que ya no quería conversar, leyó varios poemas en voz alta como si hubiera recuperado el sonido a través de otras voces. Esa tarde, en su departamento frente al mar, una epifanía nos devolvió ese sonido exasperadamente lento de su voz Caminaba despacito y estaba sobriamente vestida, con un pantalón kaki y una chompa de color camel. Ella siempre se vestía así: colores oscuros o ceniza, lacres, piezas tono sobre tono, ropa holgada, zapatos de taco bajo o cinco centímetros. Esa sobriedad que la distinguía en la poesía, esa elegancia de las palabras justas, la vivía a diario con su estilo corporal y en el minimalismo de su casa que era también un reflejo de su personalidad.

Ella era una escritora insular y una persona insular, un poco distante y muy discreta, más bien recluida en su extraña y poderosa casa de Barranco, junto al mar, acompañada de cuadros de Fernando de Szyszlo, de colores azules y gélidos, gustos de una personalidad más que introvertida francamente esquiva. Esta forma de evadir a los otros, por supuesto, nunca desdijo de su generosidad y honestidad intelectuales a prueba de fuegos, tornados y tormentas variopintas.

Pienso que ese día de octubre de2006 mipresencia fue el acontecimiento del día. Quizás pueda ser mi narcisismo, mi estúpida manera de creerme una persona cercana, pero me esperaban para llevarla a la sala. Así que la acompañé y nos sentamos frente al malecón, mirando la tarde de una primavera que no terminaba de cuajar. No podía hablar con la locuacidad de antes. Y yo, anonadada, escuchaba como ella iba repitiendo la última palabra que yo pronunciaba. Me sentí perturbada. Entonces, solas en medio de ese silencio de plomo, le pregunté si quería leer poesía. Y abrió las alas.

Pudo leer y pronunciar perfectamente los poemas de los libros que le llevé (Cecilia Podestá, Victoria Guerrero, Romy Sordómez) e incluso repetir aquellos que le habían llamado más la atención. Le gustó más el libro de Podestá, como lo suponía, por las referencias bíblicas y el tempo lento del ritmo de su poesía. Y luego conversamos un poco de esto y aquello, del premio Lorca, y de la imposibilidad de hacer un viaje al otro lado del Atlántico, y por lo mismo, de dejar en manos de su hijo Vicente el atravesar la burocracia de una ceremonia de tal índole. A Blanca no le gustaban las ceremonias. Yo me atreví cambiar de tema a boca de jarro:

 

—¿Estás escribiendo algo? — le pregunté

—No, no, no— repetía.

—¿Y el libro sobre tu madre?

—No, no, no salió— me dijo, pero sin pena, sin frustración, simplemente como acontece.

 

En una reunión de algún tiempo antes, en casa de la poeta y crítica literaria Ana María Gazzolo —en donde compartimos cous-cous preparado por la misma mano de la anfitriona— Blanca nos contó que estaba pensando escribir un libro en homenaje a su madre, Serafina Quinteras, muerta meses antes. Ese vacío la había golpeado. Ella siempre habló de su madre como una persona muy alegre, dicharachera, una mujer que había sido el símbolo de un criollismo de salón limeño, y a pesar de que en este punto disentían tremendamente, su madre le había enseñado que a la vida hay que tomarla por las astas. “Ya tengo el nombre” nos comentó esa vez “se va a llamar Rimmel, porque mi madre era tan coqueta”.

No lo escribió. Tampoco pudo corregir una novela que, muchos años antes, pergeñó en unos papeles blancos. Porque Blanca corregía mucho, era tremendamente exhaustiva y sumamente autocrítica. Y poseía una lucidez especial para decir basta también a la corrección (porque tanta poda, a veces convierte al árbol en arbusto). 

Esa tarde no pude ver la muerte del sol, se nos escapó, no nos dimos cuenta. Ella como siempre muy amable, me preguntó por mi hija y por lo que yo hacía, por mis amores y mis desamores. Algo pude decirle, pero la noté agotada. Quería moverse del sitio y yo pensé que era hora de partir… pero me cogió la mano. Quería seguir escuchando, quería mantener ese momento del día. Entonces le conté que por el Premio García Lorca había competido con Benedetti, con Cardenal, con Cisneros, y ella sacando el filo de luz de esos ojos siempre agudos, sonrió y me dijo: "y les he ganado".

 

Un poco de su vida: Lima, Paris, Nueva York, Lima

No es solo un dato el que Blanca Varela haya nacido en Lima (10 de agosto de 1926) porque su vida y estilo estuvieron muy vinculados con esta ciudad tan evanescente. Hija de una de las más prestigiosas compositoras de valses criollos, Serafina Quinteras[1], durante toda su vida Varela luchó contra esa herencia criolla para instituirse en una modernidad que, junto con la Generación del 50, pretendía ser secular, laica, innovadora, democrática, política en el mejor sentido, y alejarse de la sensibilidad mediadora de esa cultura criolla producto de la discriminación colonial. Por eso escondió entre sus memorias más ocultas todos esos momentos en que, junto con su madre, participó de concursos radiales declamando poesía cuando era niña. Blanca Varela renegó de la declamación y cuando leía su propia poesía solía hacerlo sin adornos, sin artificios, sin entonaciones especiales, solo la simple voz limpia contra el silencio.

Varela, en un mundo masculino y misógino como lo fue el intelectual peruano durante la II Guerra Mundial, decidió ingresar en 1943 ala Escuela de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la universidad pública, en cuyos claustros pudo encontrar a una generación de poetas, escritores, autores de teatro, intelectuales que compartirían sus preocupaciones. En el Patio de Letras de la Casona de San Marcos, Blanca Varela conocería a Jorge Eduardo Eielson, a Javier Sologuren, a Mario Vargas Llosa pero, sobre todo, a Sebastián Salazar Bondy, el gran líder de esa propuesta de modernidad, cuyas ideas marcaron a toda su generación y fueron posteriormente convertidas en el famoso ensayo Lima, la horrible.      

Varela participó activamente de las propuestas de esta generación de intelectuales peruanos escribiendo artículos y participando de las tertulias del café Pancho Fierro al que también asistía en esa época el escritor José María Arguedas, Emilio Adolfo Wetphalen, Sérvulo Gutiérrez, las hermanas Bustamante, entre otros escritores y pintores indigenistas y surrealistas. La amistad que tuvieron Varela y Szyszlo con Arguedas fue determinante para su sensibilidad artística: precisamente fue el autor de Los Ríos Profundos quien invitó a Varela a la famosa casita de playa en Puerto Supe, en donde encontró “un lecho ardiente en donde lloro a solas”.

Es por esos años que Varela escribe diversos poemas que no circulan sino en copias manuscritas entre los amigos de su círculo. Recién será en 1957 que Salazar Bondy y el poeta Alejandro Romualdo incluyeron dos poemas de Varela en su famosa Antología de la poesía peruana. La nota que precede a los textos presenta un primer libro llamado "Primer baile", pero al parecer el título fue luego descartado por el de Puerto Supe que, a su vez, fue descartado por el de Ese puerto existe. El 18 de marzo de 2014 se publicó la versión facsímil del cuaderno manuscrito Puerto Supe con viñetas de Fernando de Szyszlo. En esa ocasión en la Librería El Virrey de Lima, Mario Vargas Llosa leyó el poema “Ternera acosada por tábanos” que no se encuentra en ese libro sino en Ejercicios Materiales (1993). Vargas Llosa fue un amigo inseparable de Blanca Varela, se conocieron en la universidad y mantuvieron contacto y encuentros frecuentes hasta el final de sus días. “Lo impresionante del poema es la conmiseración, tanta ternura, la compasión, la piedad, la solidaridad que nos contagia sobre este indefenso animal […] Al final del poema uno descubre que ese animal no es un animal, sino un símbolo de la condición humana… de la vida” dijo el Premio Nobel en aquella ocasión.

En 1949 Varela viaja a Francia recién casada con el pintor Fernando de Szyszlo, en un largo viaje en barco. Llevaban en sí la aventura por el clásico sueño parisino de todos los intelectuales latinoamericanos del siglo XX. Se establecen en París en el momento de mayor apogeo del existencialismo, compartiendo cafés y vino en el Café Le Flore con sus principales representantes: Albert Camus y Simone de Beauvoir, el mismo Sartre, así como con Octavio Paz, Elena Garro, Carlos Martínez Rivas, entre otros. Precisamente fue Paz quien, al leer algunos de poemas sueltos de Varela, la anima a organizarlos bajo la forma de un libro. Bajo el calor de las discusiones de esos años, los poemas que ya tenía escritos y otros que va decantando con paciencia, forman Ese Puerto Existe (“Aquí en la costa escalo un negro pozo, / voy de la noche hacia la noche honda, / voy hacia el viento que recorre ciego/ pupilas luminosas y vacías”).

Blanca Varela publica su primer libro tardíamente en comparación con sus contemporáneos de la Generación Poética del 50 en el Perú. Auspiciado por Octavio Paz, quien escribe el prólogo, Ese Puerto Existe, se edita bajo el sello de la Universidad Veracruzana en 1959. “Blanca Varela es una poeta que no se complace en sus hallazgos ni se embriaga con su canto” advierte Paz a los lectores sobre esta radical propuesta de sospechar de la propia obra. Y esta sospecha, al mismo tiempo, permite a Varela una búsqueda ética dentro de sus propuestas estéticas: no arruinar la palabra detrás de pretensiones megalómanas, de silencios cómplices o de baratijas al servicio del mercado. Escuchar la poesía de los otros, trabajar en silencio la realidad, aún en su sordidez, y evita el ruido, eso la ha caracterizado durante toda su vida.

Pero es Octavio Paz quien, a su vez, pretendiendo hacerle un favor, “saca” a Varela del espacio infravalorado de la poesía femenina, calificando su condición como la de “un poeta, un verdadero poeta”, en ese prólogo que aún hoy marca el derrotero androcentrado de la crítica: “nada menos ‘femenino’ que la poesía de Blanca Varela; al mismo tiempo, nada más valeroso y mujeril” sostiene Paz (Ese Puerto Existe, 1959: p. 13). Al respecto, Blanca Varela solía señalar que cuando vivía en París con Szyszlo se sentía “asexuada como los ángeles” y asume racionalmente su identidad femenina con el nacimiento de sus hijos, Vicente y Lorenzo.

Desde 1958 hasta 1960 Blanca Varela se establece, junto con su esposo, el pintor Fernando de Szyszlo, en Washigton D.C., donde escribe algunos de los poemas que luego formarán parte de Luz de Día (Lima, 1963), Valses y otras falsas confesiones (Lima, 1972) y Canto Villano (Lima, 1978). Es en Washington donde Varela reflexiona sobre la lejana Lima, en un poema a dos estilos que comentaremos más adelante.

Desde la década del 60, Blanca Varela vive en Lima dedicándose al periodismo cultural en diversos semanarios y colabora constantemente con la famosa revista Amaru, dirigida por su amigo Emilio Adolfo Westphalen. Es en esta revista y en diarios de circulación nacional que, bajo el seudónimo de Cosme, escribe críticas de cine. Hace poco en Lima se realizó un homenaje a Varela cinéfila con una programación de sus películas italianas favoritas. En la década del 70 y durante los aduros años 80 del conflicto armado peruano, Varela dirige la filial del Fondo de Cultura Económica en Lima, y durante 20 años seguidos, así como algunas de las secciones del PEN Club Internacional, como un favor especial a Vargas Llosa que era su presidente. Desde 1978, y a pesar de la publicación de dos antologías (Camino a Babel, Lima, 1986 y Poesía Escogida Madrid 1993) y de un libro con su poesía reunida (Canto Villano, Poesía Reunida 1949-1983, México, 1986), no publica un libro nuevo. Ejercicios Materiales sale publicado después de quince años de silencio en 1993 bajo el sello de Jaime Campodónico.

Aquí quisiera detenerme brevemente porque considero este libro como uno de los magníficos poemarios de Varela: se trata del reconocimiento de la animalidad el ser humano a través de la constatación de los límites de los corporal, incluyendo el mundo de adentro: vísceras, fluidos y elementos escatológicos. Ejercicios Materiales es una vuelta de tuerca a la mística ignaciana: no se trata del espíritu en juego con lo sagrado sino con lo corporal. La muerte se presenta como un encuentro con una divinidad cruel que espera la entrega del cuerpo como si se tratara de una res que se entrega al camal para ser sacrificada: “enfrentarse al matarife/ entregar dos orejas/ un cuello/ cuatro o cinco centímetros de piel/ moderadamente usada/ un atadillo de nervios/ algunas onzas de grasa/ una pizca de sangre/ y un vaso de sanguaza/ sin mayor condimento que un dolor/ casi humano…”. El poema que le da título al libro, con sus violentos encabalgamientos, nos presenta la necesidad de “cortar” con las diferencias del adentro/afuera del cuerpo para habitarlo no como una prisión platónica sino como una forma de constitución del espíritu: “lo exterior jamás será interior/ el reptil se despoja de sus bragas de seda/ y conoce la felicidad de penetrarse/ a sí mismo…” Solo el aprendizaje del deterioro del cuerpo, del cadáver en potencia que somos, en esta réplica fisiológica de los ejercicios espirituales es la constatación de la fuerza de la materia como forma de predisponernos al escarnio de nuestra carne en permanente estado de descomposición: “he dejado la puerta entreabierta/ soy un animal que no se resigna a morir” (Escena Final). Blanca Varela reconoce al cuerpo como el espacio del menoscabo y la reflexión, del daño y la plenitud, del quebranto y la resistencia.  

El mismo año de la publicación de Ejercicios Materiales, Varela publica en Madrid El Libro de Barro (Ediciones del Tapir, 1993), una serie de poemas en prosa que siguen incidiendo en la insularidad de la identidad del sujeto pero esta vez desde los paisajes clásicos de la poesía vareliana: el mar, la arena, las islas sin pájaros, la ola sobre la ola. Concierto Animal se publica simultáneamente en Madrid y Lima (Pretextos/Peisa, 1999) luego de un acontecimiento que produce un quiebre, tanto en la historia personal como en la poesía de Varela: la muerte en un accidente aéreo de su segundo hijo Lorenzo. Concierto animal es un aullido en silencio.

El Falso Teclado, su último libro, se publicó en Madrid como parte de la edición del libro Donde todo termina abre las alas (Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, 2001) una recopilación de toda su obra poética. Premonitoriamente la última línea del libro dice: “y oler lo ya vivido/ y dar la vuelta/ sencillamente/ dar la vuelta” (Nadie nos dice).

Blanca Varela, en un intento de continuar con la tradición de la famosa antología Laurel, junto con José Angel Valente, Andrés Sánchez Robayna y el crítico uruguayo Eduardo Millán, editaron una polémica antología de poesía hispanoamericana titulada Las ínsulas extrañas, antología de poesía en lengua española (1950-2000). Fue la única vez que Varela ejerció, de cierta manera, como crítica literaria.

Recién en el año 2001 la gran poeta Blanca Varela recibe un primer premio por su obra reunida, el Premio Octavio Paz de Poesía y Ensayo. Ese mismo año el gobierno peruano le otorga la Orden del Sol por su trayectoria intelectual. En el año 2006 gana el III Premio Lorca que otorga la ciudad andaluza de Granada y en 2007 se le otorga el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, uno de los más prestigiosos de la lengua, auspiciado por el Patronato Nacional de España y la Universidad de Salamanca. Tras algunos años de silencio por un severo problema de lenguaje y una enfermedad cardiaca, Varela muere en su casa de Barranco en marzo de 2009. No hay una tumba donde recordarla: sus restos fueron cremados en una ceremonia íntima.

 

Los críticos

Al principio algunos pocos críticos leyeron y comentaron la poesía de Blanca Varela con mayor profundidad que las simples reseñas periodísticas: son de alguna manera textos fundacionales que significaron, para quienes vinimos después, puertas de entrada a la recepción de una poesía compleja, abstracta, aparentemente fácil, pero de significaciones múltiples, densa y, a veces, oscura. Además del prólogo de Octavio Paz, estos textos son trabajos pioneros de José Miguel Oviedo, Roberto Paoli, Ana María Gazzolo, James Higgins, Adolfo Castañón, y David Sobrevilla. A su vez, el poeta Javier Sologuren, publicó una antología de la poesía de Blanca Varela titulada Camino a Babel en las ediciones populares que fomentaba la Municipalidad de Lima bajo el régimen socialista de Alfonso Barrantes. El libro significó la difusión a nivel popular de una autora que, en ese entonces, comienzos de la dura década del 80, empezaba a considerarse como una poeta “de culto” entre los poetas jóvenes y los estudiantes de literatura.

En el año 2007 junto con mi colega Mariela Dreyfus pudimos concluir un largo y deseado proyecto: un libro con un conjunto de ensayos críticos sobre Blanca Varela, además de fotos inéditas, poemas escogidos por la autora y una bibliografía bastante completa a la fecha. El libro lo habíamos comenzado a organizar ocho años antes y conforme avanzábamos con los ensayos, encontrábamos que más admiradores de Varela, estaban entusiasmados en participar. Por supuesto que contamos con el entusiasmo tímido de la propia Blanca quien, desde su desinterés tradicional por sus propios asuntos, nos permitió el acceso íntegro a su archivo personal y fotográfico. Nadie sabe mis cosas. Ensayos en torno a la obra de Blanca Varela recuperó críticas iniciales como las de Paz, Oviedo o Gazzolo, aquellos que la nombraron cuando el resto de antologadores y críticos preferían invisibilizarla, hasta textos de jóvenes y enérgicas poeta y críticas literarias como Victoria Guerrero o Susana Reisz. Queríamos que el libro sea un homenaje del Perú a Varela: fue publicado en una hermosa edición por el Fondo Editorial del Congreso del Perú y, además, Blanca Varela recibió la Orden del Congreso, en una ceremonia a la que asistió, pero en silencio.

 

Propuesta estética: el doblez

La poesía, a contrapelo de la idea vulgar que se tiene sobre ella, no es el resultado de un ejercicio ocioso o un producto para las elites; muy por el contrario, desde los poetas anónimos de los harauis quechuas hasta César Vallejo y pasando, por cierto, por la intensidad y fortaleza de los poemas de Blanca Varela, la poesía ha significado una agencia cultural que fortalece la identidad de las naciones. En efecto, los diversos premios obtenidos por Varela casi al final de su vida son también la afirmación del ejercicio literario de una poeta rigurosa, descarnada, sincera y cuya fuerza se distingue de la retórica común de la poesía contemporánea. Sin embargo, también son un reconocimiento de la crítica a una propuesta literaria que se fortaleció en el grupo, entre sus pares, tanto de la Generación del 50, como con las voces coetáneas más jóvenes. Blanca Varela, huyendo de las academias —rechazó ser miembro de la filial peruana de la RAE— ha urdido una obra lúcida y estoica, cuyo propósito fundamental es transmitir al lector el aprendizaje de la muerte en medio de la voracidad de la vida.

Con sólo siete libros publicados en toda su vida, Blanca Varela ha logrado concentrar la densidad de la experiencia vital y estética en pocas y preciadas palabras. Cuando tuvo que callar prefirió el silencio a la vocación rutinaria de repetir un mismo estilo. Sus propuestas poéticas son muy variadas: en toda su poesía la autora lucha contra sí misma en momentos previos, y luego vuelve a reconciliarse con sus expresiones, pero rearmadas, deconstruidas, relocalizadas.

Tienen sus versos tonos pictóricos; un tempo lento por momentos, grave en otros; sus temas varían desde la experiencia mística (aunque distante y seca) hasta los diversos e insospechados retruécanos de la maternidad, pasando, como lo hemos señalado, por la reflexión sobre el cuerpo y la muerte. Varela logra transmitir a sus lectores la exacta sensación de lo que fuimos y tal vez un vago acercamiento a la experiencia sensible de lo que seremos: “la belleza final es cruenta y onerosa/ inesperada como la muerte/ bala tras el humo de la zarza” (Ejercicios Materiales). En cada uno de sus poemas, además, hay una invitación al lector a que se abisme más allá de toda sólida y aburrida certeza, a través de caminos alternos, entrecruzados, oscuros pero empapados de brillo e intensidad. Ha dialogado vivamente con la pintura —el caso de la obra de Chirico y del mismo Szyszlo— y con autores como Simone Weil, la mística laica, de quien siempre admiró su templanza y resistencia. Como sostiene Ethel Barja en el epílogo a la última edición de Canto Villano (2017): “Por eso el énfasis de su poesía en el cuerpo sufriente, condenado a una inmolación inexplicable”. Varela ha logrado mantener la distancia poética necesaria para escribir alegorías sobre el despojo, sobre la pobreza, sobre la maldad o sobre el hambre.

Concierto Animal, su penúltimo libro, concentra sus recursos en un trabajo con los desplazamientos iniciando un camino áspero hacia una propuesta poética visionaria (Bousoño) sobre la agudeza del dolor y del silencio (“si me escucharas/ tú muerto y yo muerta de ti/ si me escucharas [...] viva insepulta de ti/ con tu oído postrero/ si me escucharas” 19). Se podría señalar que ante la poesía de Varela nos encontramos con un proyecto estético que usa “el doblez” como la forma de apartarse de los cómodos nichos simbólicos. El doblez en el sentido que lo plantea Gilles Deleuze, es decir, como la continuidad del derecho y del revés, de tal modo que el sentido en la superficie se distribuya en los dos lados a la vez. Digamos que se trataría de una poética que da la vuelta a lo ya dicho, expresa la experiencia por dentro, busca en el revés de las cosas para voltearlo hacia afuera y presentarlo de las dos maneras a la vez. Esa ha sido la forma de caminar entre el precipicio de las palabras y el silencio sin resbalar ni caer: asumir las obsesiones temáticas de su obra anterior e irlas anteponiendo, estilísticamente, a las mismas formas con las que fueron escritas.

Como alimento de esta “estrategia del doblez” Varela insiste en escuchar la poesía de los otros, leer a los poetas y a las poetas jóvenes y, sin embargo, trabajar en silencio y muchas veces con cierta distancia a las corrientes poéticas de moda. Varela siempre fue reticente a participar de recitales o conversatorios sobre poesía. Por esta razón, durante la década del 80 en que no publicó nada, cada vez que leía en público era un acontecimiento, al que intentábamos asistir los jóvenes de ese entonces, por ejemplo, el célebre recital que dio en el Instituto Peruano Soviético, organizado por el poeta proletario Cesáreo Martínez. Varela estuvo más allá de la insubstancial discusión entre poetas puros y poetas sociales de todos esos años.

 

No sé si te amo o te aborrezco: Lima y la patria

Para mostrar la fuerza y la originalidad de la poesía de Varela propongo al lector o lectora acompañarme en el análisis de un poema que cruza experiencias vitales, estéticas, posiciones en torno a la propia poesía (prosa poética o verso), discursos sobre la modernidad y las experiencias percibidas por la autora como pre-modernas (lo criollo), así como la nostalgia por la ciudad natal que se deja (Lima), la urbe descabellada y desolada que se habita (Washington) y los amores desgarrados hacia la propia madre. El poema es “Valses” y se inicia con unos versos que recuerdan un bolero: "No sé si te amo o te aborrezco..."

Algunas investigadoras, como la crítica literaria argentina Susana Reisz, consideran que una de las estrategias más sugestivas de las poetas en América Latina es la resemantización (cargar de nuevas significaciones) de las canciones populares como el bolero, el vals, la ranchera, el tango o la murga. Se trata de una forma de reapropiación irónica de “géneros menores”. Considero que esta "resemantización" puede servir de marco para entender este poema que forma parte del libro Valses y otras falsas confesiones (1971). La autora inicia el libro con “Valses”, poema en el que, utilizando la tradicional forma de baile popular en Lima y a partir de una lectura descarnada de la realidad, parodia el sentimiento de nostalgia de la migración a otras tierras para describir sus recuerdos incluyendo elementos atípicos y la descripción de su entorno a través de una mirada dura y cáustica. Se trataría de una de las pioneras en resemantizar este género menor que es el “vals peruano”. Plantea una parodia del vals pero no para proponer, desde la esfera de lo literario, una nueva forma de canto ni una manera criolla de escribir lírica, simplemente se ensaya una manera diferente de asumir la nostalgia —sentimiento muy presente en los valses y las canciones populares en general— distante de la tradición, como propuesta estética, apropiándose de los postulados de la modernidad.

El poema, que tiene cuatro páginas de extensión, está construido en dos instancias: las estrofas impares están vinculadas con el “tono” del vals y las pares con el “tono” de la poesía vanguardista, sobre todo, de la poesía coloquial. En las primeras estrofas encontramos los referentes clásicos melodramáticos del vals, pero en ese contexto, de inmediato producen una lectura irónica en el lector. “No sé si te amo o te aborrezco/ como si hubieras muerto antes de tiempo/ o estuvieras naciendo poco a poco/ penosamente de la nada”. Las estrofas pares, por el contrario, están escritas en prosa y contienen diálogos y frecuentes referencias espaciales de una ciudad considerada como la encarnación de lo “moderno”: Nueva York. El contrapunto entre ambas secciones del texto, así como del propio contenido narrado en él, esto es, la historia de una Lima que se deja y la vivencia de una ciudad cosmopolita que se sufre (con su Bronx, sus suicidas y su indiferencia), proponen finalmente una ruptura esencial: cortar con la tradición criolla e instaurar una propuesta ética y estética que surja de la modernidad para “hablar de lo propio”.

“Aparentemente todo el mundo cree que yo me burlo de los valses cuando escribo un vals; es una especie de nostalgia y de transposición, y de ascenso también, de esos sentimientos. Yo creo que al vals traté de darle otro valor. Yo no escribo valses, pero el vals es indudablemente algo que ha marcado particularmente a la gente de Lima...” señala Blanca Varela al explicar precisamente la génesis de este poema, cuyo protagonista principal no es el yo poético sino el referente de la pertenencia: Lima la horrible, Lima la neblinosa, Lima la falsa. Y Lima como metáfora de mujer, por otro lado, vincula el texto con un componente especial que se encuentra, digamos, fuera de él: la filiación directa con una de las más representativas autoras de valses criollos: su propia madre. “No sé si te amo o te aborrezco/ porque vuelvo sólo para nombrarte desde adentro (...) impúdica/ amada a la distancia/ remordimiento y caricia/ leprosa desdentada/ mía”. 

Este poema no es un vals: estamos ante un juego poético que busca expresamente crear una ruptura y desenmascarar la falsedad de lo criollo. Pero inesperadamente la afectividad de lo criollo se cuela entre los significantes creando nuevas significaciones. En el poema el contraste entre Lima y Washington salpica a todo el texto de afectividad. La racionalidad de los intelectuales de la generación del 50 es limitada por esta impronta: “lo he dicho ya, la mujer se atreve a mirar los rincones, las manchas de las paredes, la suciedad, el dolor pero de otra manera” comenta la autora. La vitalidad de la mujer permite una reconciliación con las otras formas del sentir, con la intuición, con el plano de lo afectivo sin “lágrimas”, sin sentimentalismo.

 



[1] Serafina Quinteras (Lima, 1902-2004) fue el seudónimo de Esmeralda Gonzales Castro, periodista y catautora, compositora de numerosos valses criollos entre ellos el famoso “Muñeca Rota”.

Escrito en Lecturas Turia por Rocío Silva Santisteban

Principio del tiempo

23 de abril de 2020 13:19:29 CEST

 Verano [ Picnic House]

1

El sol perla detrás de las nubes repujadas

Humus del cielo & aquí en la grama del viento

Agrada la mañana de luz & rayos estrellados

 

No hay otro tema sino la brisa tan feliz

Corriendo por estas landas ya iluminadas

Por un dorado verdor cuyas briznas se

 

Baten en las pequeñas ráfagas súbitamente

Stronger  calma del amor lejano planeo del

Ave sobre la límpida bóveda intimidad

 

Que en la sombra de la orilla se aposenta

& provoca un Caribe particular línea es

Pléndida fotografiada en la memoria

 

Tan clara que ha roto el mantón de nubes

Con el disco quemando a todo dar la dicha

De las aguas rebrillando superficie impoluta

 

Que sólo ha de tocar tu cuerpo de ninfa

India en el collage del poema marcado

Por la ausencia del amor salvaje incrus

 

Tándose en furtivos horarios limensis hoy

Divina musa que me dicta estos versos

Recreándose sin fin entre los sauces

 

       Humedecidos de la orilla

 

 

 

2

 

Vientos fuertes recorren la realidad

Mientras deambulo por los repletos

Bordes del río rebalsándose desde

 

Ayer por la tormenta frente a mí

Se desbordó la corriente anegando

Los jardines perpetuos donde ahora

 

Reina el agua & los destellos son

Estrellas instantáneas flotando

Bellamente en la tersura solar

 

El espectáculo del río es fascinante

Poderosa su visión acaudalada en

La amplitud de su dominio total

 

Pero Amor corroe mi alma esta

Mañana más que otras horas

Perdidas en el tiempo azul

 

De mi sola escritura recogida

En estos vientos rebeldes tras

La sombra de una perfección

 

Que se desvanece & me ahueca

El corazón ribera llorada e in

Finita cuyos juncos se remecen

 

Pero quedan erguidos ante mi

 

                 Canción

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Roger Santiváñez

Langoy

17 de abril de 2020 09:33:38 CEST

 

  

Y va a llegar un demonio atómico y te va a limpiar

Héctor Lavoe y Willie Colón

 

 

 

 

 

 

 

 

Ya te lo he dicho, niña, no empieces...

 

Mejor ni le des más vueltas al asunto: acéptalo y agradece.

 

Hoy tuviste suerte. No, no te hablo de la suerte del casino o la del bingo, no. Es una suerte distinta. Algo mucho más místico, mucho más mágico y espiritual. Cosa de no creerse. Y es muy extraño que sea yo el que tenga que explicarte estas cosas, niña, pero no importa, aquí estoy, resignado y dispuesto.

 

Te sorprenderá por ejemplo saber que detesto las barriadas. Te preguntarás por qué, cómo es posible que no me gusten si aquí estamos ¿no? La respuesta es tan simple que asusta. Estoy aquí por ti, niña. Hice el esfuerzo de venir para verte pero no las soporto. ¿Por qué? Porque son sucias. Porque huelen a caca y están llenas de piojos y de putas. No sé si me explico.

 

El Centro de Lima, por ejemplo, sobre todo a estas horas, es casi un zoológico humano, solo le faltan las jaulas… No, espera... Humano, no, ¿eh?, humano no, ¡qué va! Este muladar, esta pocilga sin puertas no es otra cosa que un matadero de bestias, ¿te diste cuenta? Mira por la ventana si quieres: asómate y mira. ¿Los ves? ¿Ves a esa gentuza fea y maloliente? Detrás de ese vidrio que nos protege, niña, está el infierno. Pirañas. Cucarachas. Ratas. Chacales. Niños idiotizados por el terokal. Putas gordas y chancrosas. Maricones con tetas. Chusma animalizada, cochina, pestilente. En este Reino del Señor hay de todo, niña, porque Lima, la otrora Ciudad de los Reyes, no es otra cosa que la peste.

 

Te pongo un ejemplo. Piensa pues, digamos, en los turistas. Piensa en esos gringos hediondos con pelos en el sobaco que vienen a aparearse al Jirón de la Unión. Seguro que los viste. Están sonriendo con su camarita al pecho, haciéndose los cojudos con sus chuyos, sus ojotas y sus polos de Inca Kola, ¿no? Los muy cerdos. Vienen directito del Jorge Chávez al Centro, ¿para qué? ¿Para conocer las Catacumbas? ¿Para ver la Catedral? ¿Para chequear el cambio de guardia en Palacio? ¡Ja! ¡Las huevas! Esos ojetes vienen al Centro para levantarse indias; cuanto más apestosas, mejor. Seguro los viste. Con ellos desde luego, no es. A estos cojudos les encanta la caca —no, espera, no les encanta la caca: les fascina, los aloca, los desespera la caca, y revolcarse y contagiarse y alimentarse de ese ganado de monstruos que apestan a caca, ¿no?

 

Una vez… (¡ja!, no me lo vas a creer), una vez vino un colorado flaquito con cara-de-mongo a pedirme carrera. Estaba borracho y llevaba de la mano a una mocosa en minifalda y a un chibolo con pinta de piraña. «Quiero ir a un hotel decente», me dijo el cojudito. «Oye, sinvergüenza», le contesté bien serio, «¿adónde quieres que te lleve con ese guanaco con falda que traes contigo? ¿Al Sheraton o al Parque de las Leyendas?»

 

No entendió el chiste. Se quedó tieso, esperando algo. La que sí entendió fue la chibola que me quiso pegar. Arranqué nomás. ¡Za-za!, putita majadera, ¿o qué cosa quieren conmigo estas recuas? ¿A mí con cojudeces? No… Y mira, te digo niña, que si no me baje a pegarle fue porque iba apurado. Lo peor de todo, lo más odioso, es que luego manejando me dieron náuseas. Después de ese día me dije: ya no más, Wilmer, ni cagando, al Centro ni cagando, nunca, nunca, nunca más. 

 

Y es que yo ni de mocoso, niña, qué te puedo decir. Sencillamente no iba, ¡nunca iba! Ni siquiera conocía. ¿Qué iba a hacer alguien como yo metido ahí, dime? No era pues, no era... A ver, para que me entiendas: mi familia era de billete. Vivíamos en Surco, por Velasco Astete, una zona residencial con parques, piscina olímpica, juegos y canchas de tenis. Un lugar hermoso, segurísimo, con guachimán las 24 horas del día, con niñeras y jardinero y chofer y hasta dobermans entrenados para protegernos. ¿Qué mierda iba a hacer un chibolo-bien como yo en el Centro de Lima, dime? ¿Para qué? A mi viejita, de seguro, le hubiera dado un infarto. Y razón no le faltaba ¿ah? Mira nomás a la chola. Teníamos una chola allá en Surco y la muy mierda ja, ja, ja… ¿Sabes lo que hacía la muy mierda? Yo te voy a contar lo que hacía esta zorra pendeja. Se ponía los zapatos de mi hermana; unos zapatos finos, carísimos, italianos, te volteabas y ¡plum! la chola mosca se los guardaba y los domingos, calladita, se los llevaba a sus tonos chicha. Y mi hermana como una cojuda busca y busca los benditos zapatos y nada, y como esa huevona vivía todo el santo día drogada, después de cinco minutos se olvidaba. Ya aparecerán decía y el lunes ahí estaban los zapatos con la pezuña maloliente de la chola y mi hermana ni cuenta, años de años hasta que un día la agarro. Un domingo. Llega de noche, no sé lo que le pasó pero llegó de noche y yo estaba solo en casa. No soy ningún huevón te digo, ya le había manyado la jugada con esa carteraza negra que parecía mochila de tropa. ¿Qué mierda hace una empleada maloliente con esa bolsa de frutas en un concierto chicha, me puedes decir? Chola pendeja, pensé: aquí mancas. Le cerré el paso en la cocina, la serrana era grande, maceta, tetona, yo era chibolo, flaquito, fácil me tumbaba de un pedo pero no hizo nada. Déjeme pasar joven, por favor, me dijo, y ahí justito le jalo la cartera de un manazo y cuando cae se abre y ¿qué veo?, los zapatos.

 

Te imaginarás cómo se puso. ¡Te vas presa chola ratera!, le grité y empezó a chillar. No joven, por favor. ¿No joven por favor? ¿Tú-tás huevona oe? ¡O sea que piensas que le vas a contaminar los pies a mi hermana gratis! Yo, pues, aunque era medio ahuevonado en el cole había chequeado cómo la trataba mi viejita, peor que al perro, y me sorprendí, me salió súper natural: vamos a tu cuarto, le dije, vamos a tu cuarto y hablamos y si mamá se levanta por tu culpa te jodes doble. Le mentí y atracó. La muy pendeja. Eran las siete, mi viejita se dormía a las once y la pendeja lo sabía pero asintió. Abre la puerta de su cuarto (un asco esa huevada) y ni bien la cierra me dice: ¿no le va a decir a su mamá, no joven? Oye mamita, le digo, ¿tú crees que yo podría meter algo limpio en esa sarna-con-pelos que tienes ahí? Ya quisieras ya. No te voy a dar el gusto ¿o tú crees que he venido a premiarte? (No dije eso. En realidad no me acuerdo qué le dije. Fácil no le dije nada). Me la vas a chupar. Te me sacas la huevada esa espantosa de flores que traes encima también. Y cuando me venga en tu boca y en tus tetas me vas a decir «sí joven» o «más joven, más» y si te atoras mejor, por chora.

 

Aunque, de repente, no dije eso. A lo mejor solo lo pensé. A veces me pasa ¿sabes? Tengo esa rara virtud de creer que he dicho cosas que solo pienso. No importa. La cosa es que, desde ese día, me di cuenta, la pendeja esperaba a que mis viejitos salieran. O sea, le había gustado la vaina, ¿manyas? Digo… no te estoy contando esto para amenizarte el viaje, niña, no. Hay toda una filosofía muy interesante y compleja detrás. Una filosofía de vida. Te estoy hablando… ¿Cómo decirlo?... Te hablo por… debajo, no sé si me entiendes. Es como raspar las palabras, como deformarlas, como arañarlas para ver lo que encuentras...

 

¿Me oyes o no?

 

Sí, sí me oyes, claro que me oyes pero te haces la que no. Te haces la loca, la dormida, la zonza. No importa. Finge si quieres. Yo igual tengo una pregunta especial para ti. La pregunta del millón, espera... Tómala como quieras porque igual te la voy a hacer. Y es que me rompo el cerebro pensando, niña, me pierdo. A veces los pasajeros me hablan y me hablan pero yo estoy en otra, pensando, divagando, charlando solo, buscando un motivo, una fórmula, una respuesta lógica y… no pues... no llego, intento e intento y no me sale nada.

 

Por si acaso, te estoy hablando de la paridera aquí. No sé si me explico. De la compulsión esa que tienen ustedes para parir como bestias. ¡Qué necesidad esa de reproducirse por docenas, dime! De a cuatro y de a seis y de a diez y de a veinte y siguen y siguen carajo y no paran nunca. Se la pasan pariendo nomás. Pueblan y afean más esta fea ciudad pero con ustedes no es… Y es que cuando estaba el Chino, no sé si te acuerdas del Fuji pero el Fuji, ayayay mamita, ¡ese Fuji era la muerte! Te voy a decir lo que hizo: en dos patadas lo arregló toditito. ¿Cómo? Fácil: les cosió la papa. Así, de una, sin asco, a todas las mamachas que no entienden de condones y de pastillas, que ni leen las pobres, va el Chino y les opera la chucha gratis y les da su propina y los cholos felices porque ya pueden cruzarse tranquilos. Todo excelente, problema solucionado: no más pirañas, no más animalito suelto ensuciando las calles de Lima, no más sobras.

 

Ahora, esto es algo que yo vengo meditando desde hace un tiempo, no te creas que soy un improvisado en el tema. Incluso empecé un librito que había imaginado como un tratado, algo así como un ensayo sobre los peruanos modestos. El título es genial, espera que ya te lo digo… No quiero tampoco hablarte en difícil, niña, no; y lo de modestos es un eufemismo, claro, no sé si lo captaste pero mejor me anticipo: te toca preguntarme que qué es un ‘eufemismo’, y yo te lo diré porque tiempo hay de sobra, niña, aún no amanece.

 

Un eufemismo es decir una cosa por otra. O sea, es aludir a algo feo usando una palabra que suene educada ¿me sigues? Seguro que no. A ver: cuando, por ejemplo, los sociólogos peruanos, cuando estos pobres necios y pretenciosos hablan del cholo emergente, ¿de qué o de quién crees que están hablando en el fondo? Del serrano, del inmigrante animalizado que invade Lima para trabajar como mula, comportarse como mula y procrear como mula ¿Y cómo se les ocurre llamarlo a estos mierdas? ‘Cholo emergente’, que suena, pues, a emprendedor, a decente, a hard working class y no a lo que son. Porque cholo, digo... ¿Qué se creen estos huevones, que porque les ponen un adjetivo noble les están haciendo un favor? No saben, pues, nada y la pregunta es de una simpleza que ofende…

 

Quién, niña, dime por favor… ¿Quién mierda quiere ser cholo en Lima?

 

¡¿Quién?! Nadie, absolutamente nadie. Ni el presidente que es cholo y bruto y terco para concha. Ni siquiera ese pendejo quiere ser cholo aquí. Yo mismo he conocido a un par de esos barbones y te digo: ¿tú crees que estos cojudos que se gastan hojas de hojas hablando de lo lindas que son las mamachas, de lo auténticas que son sus polleras, tú crees que estos cínicos sinvergüenzas van a casarse con una? Anda, ve y mira a sus esposas: belgas o gringas que aprendieron quechua en Harvard y te hablan como-en-su-casa de la energía de la tierra y del poder cósmico de la raza y del karma andino mientras ahí, como sin querer, ya le están ofreciendo su culo rosado al inca más sarnoso del Cusco... Y es que, carajo, ¡cómo les encanta la mierda! No hay nada más seductor para estas cerdas que el sudor y las liendres de esos animalitos pelucones que les dicen mentiras en quechua…

 

A mí, pues, niña, como ya te habrás dado cuenta, me cuesta entender a la humanidad. Es así de angustiante pero no puedo por menos. De hecho, creo que la odio y eso lo comprobé por donde fui. Tú, claro, me ves blanco y pintón y aunque estoy sentado, se me nota grande ¿no? Mis ojos son azules, mi pelo no era blanco, no, ¡ja!... yo era rubio y bello como un angelito renacentista, era tan rubio que los gringos más mongos juraban que era alemán. Y he viajado mucho ¿ah? ¡U f, ni te imaginas! He estado largas temporadas en el extranjero, en países remotos que te sorprenderías que existen. Tú me ves ahora manejando este taxi y ni se te ocurre que tengo un doctorado gringo en Political Science y que lo perdí todo por mi honradez, por mis principios, por decirle la verdad a esa gentuza bruta, a esa caterva de infames y pajeros que solos se escuchan a sí mismos... Ah, pues, fue así. Y tengo esta anécdota para que lo entiendas mejor…

 

¡No te duermas, niña, escucha!

 

Yo iba para escritor ¿me oyes? Sí, escritor como el que más. Pasé una temporada en Europa escribiendo una novela que nunca se publicó. Le tenía mucha fe. Era una novelita decente y decidí postularla a uno de esos premios españoles que se saben amañados desde el principio. No tenía mucho dinero. Iba para Barcelona con mis manuscritos y una mochila y, como un pobre cojudo, pensé que ganaba.

 

Desde luego, no gané ni un carajo. ¡Qué iba a ganar si yo escribía sobre la realidad y gracias al puto de García Márquez todos esperaban vicuñas volando! No gané y dejé de escribir pero por ahí no va la cosa, niña; yo te decía que iba para Barcelona en uno de estos trenes rápidos ¿no? y ahí me hago amigo de esta hippie francesa medio narizona con su pelo cortado como hombre y pelos en el ala, ya sabes: una de esas vegetarianas-mal-cachadas que se creen importantes porque comen pasto y reciclan… y déjame aquí hacer un breve paréntesis para decirte que si tuviera que elegir entre asesinar a un nazi o a un hippie, yo los fusilo a los dos...

 

Bueno, ¿de qué hablaba?, ah, sí, de esta mujer que me cuenta un par de cojudeces de su arte lésbico y yo que escucho un poco por educación y otro poco porque no sabía qué mierda hacer en el tren, y como le digo que voy a Barcelona sin dinero y a probar suerte con una novela, la franchute se entusiasma y pensando en lo miserables que somos los artistas latinoamericanos, me invita a su casa.

 

Yo, pues, verdaderamente agradecido le dije que sí, ¿no? Pero ahora viene lo bueno, niña, porque la hippie me dice que vive en un piso con otra gente: dos italianos, un holandés y una sueca, todos hablando un español bastardo en una cocina mugrosa y yo preguntándome si existe algo más desagradable que eso. Y, para mi desgracia, sí que existía porque los mismísimos dueños de la pensión no sólo eran peruanos sino que además ¡eran cholos! ¿Te imaginas? No salen a saludar, no aparecen por ningún lado, les dicen que hay un peruano y sólo quieren que se largue como si peruano fuera sinónimo de lepra en España. Yo, pues, niña, prefería la hoguera antes que permitir que un cholo apestoso me dejase en la calle en Barcelona. No dije nada. Los europeos dialogaron con la vicuña gorda de la mujer y la vieja, asintiendo, se acerca a palmearme la espalda como si me estuviese dando caridad. Si hubiera tenido un machete, te lo juro, le parto el brazo.

 

Hay, pues, un hombre mayor que no sale de su habitación y yo adivino su historia. Fue el primero en llegar. Lustró los zapatos de los franquistas cuando la inmigración era bien vista y luego con la democracia se trajo a su ganado, una recua grosera de marrones que ya hablaban como españoles desde el Jorge Chávez. Te pregunto ahora: ¿tú crees que yo iba a permitir que ese cholo verraco hijo de la gran puta me hiciera el pare? Ese indio aberrante que en Lima limpiaría mi water, ¿iba a decidir mi suerte? Nooooo, niña, ¡JAMÁS! Duermo mal en el cuartito con pulgas de la francesa hombruna. Me levanto. Salgo a hacer mis cosillas para el premio y dejo mi mochila en la pensión. Cuando regreso, toco el intercomunicador y, a ver, ¿quién crees que me contesta? El viejo, que me alza la voz. «¿Quién ez uzted, qué oz ofreze?» me dice como si fuera un terrateniente catalán y cree que me asusta porque cecea cuando sé que del otro lado hay un esclavo que se piensa libre. No quiero, desde luego, perder mis cosas. Le pido por favor que me deje entrar, le ofrezco las disculpas más hipócritas que he dado en toda mi vida. Cuando abre la puerta, subo. Me fijo que no haya nadie pero una mocosa toda babeada juega en el pasillo. Me imagino que es retrasada mental pero yo a todos los veo iguales así que no sabría decirte. Estoy pues, niña, de nuevo frente al intercomunicador y ya tengo la mochila conmigo. Así que toco una, dos, siete, veinte veces hasta que el viejo furioso levanta el auricular queriendo atarantarme a gritos, ¿no? Oye basura, le digo, ¿tú crees que porque cruzaste el charco como mula y hablas como español vas a dejar de ser un serrano de mierda? ¿¡Ah!? ¡Tú y toda tu fauna de bestias nacieron para sirvientes y van a ser sirvientes toda su puta vida, y la próxima vez que me alces la voz juro que regreso y te mato a golpes delante de la mongolita de tu nieta!

 

El viejo se quedó mudo, yo me fui silbando y luego empecé a reírme solo y a exagerar mi risa sin saber muy bien por qué. Creo que me reía de su silencio. Imaginaba al anciano llorando frente a la nieta tarada y me sentía bien.

 

Y aquí pues, niña, justo aquí, tras esta historia, te descubro uno de los axiomas fundamentales de estos peruanos modestos.

 

Óyelo bien: el cholo odia al blanco pero odia más, muchísimo más, a otro cholo. En el fondo es una forma de decirte que el cholo se odia a sí mismo y que si se le abre un espacio para aparentar no serlo, para inventarse a un otro, será más abusivo que el blanco, y esto, niña mía, no es un defecto del cholo o del negro o del marrón o del chino sino de la humanidad entera que es odiosa y estúpida y merece lo que tiene... Sé que ahora me vas a preguntar que qué es un ‘axioma’ pero ya no puedo responderte, niña. El tiempo corre y estoy agotado de manejar. Tendremos que detenernos pronto.

 

¿Te digo mejor el título de mi obra? ¿Ah? ¿Te gustaría escucharlo? A ver… Mi libro se llama Langoy, adivina por qué… ¿Lo entiendes o no? Claro que lo entiendes, no te hagas la huevona. Tú sabes de sobra lo que es el ‘Langoy’: la comida de los cerdos, las sobras de los chifas, la basura que nadie quiere meterse al hocico, piensa: ¿no es esa una buena metáfora para hablar de ustedes? No me vengas ahora a joder con qué es una ‘metáfora’ porque me he quedado pensando en lo del axioma y ya encontré una manera muy simple de explicártelo.

 

A ver: aquí estamos los dos, en este taxi por la Panamericana y sin rumbo fijo ¿no?, y sabes que antes de subirte me observaste con esa desconfianza que no tuviste la primera vez que te cagaron…. yo sé pues, niña, yo sé muy bien la historia, me la sé todita, de Pe a Pa, no necesito preguntártelo... ¿A qué edad fue?, ¿a los siete, quizá ocho? Da igual, qué mierda importa, lo que importa es lo que pasó después. Déjame adivinar. Te volviste une pendejita cuando te fuiste de casa y al bastardo ese al que pariste seguro no le dijiste nada. Seguro ni siquiera sabe lo que haces con la concha por las noches. Seguro es hijo del perverso de su abuelo, no tengo dudas, y a lo mejor hasta también te salió retrasado el pobre miserable, futuro delincuente... Y es un poco como tú, ¿no niña?

 

¿O crees que no sé lo que llevas oculto en esa horrenda carterita de flores? ¿Me crees huevón? ¿Otro cojudito más al que puedes cagar? ¿Piensas que no sé de lo que eres capaz? ¿Crees que no sé lo que harías si pudieras moverte? Debiste pensar eso antes, niña, cuando me viste llegar pero no... ¿Sabes por qué? Por cojuda, por acomplejada, por ambiciosa, por puta y, sin ir más lejos, por chola... Tú dijiste el auto bonito, mis ojos azules, el señor buena gente. Tú viste guita, niña, viste billete y pensaste que los blancos en el Perú no hacen estas cosas. Y eso que era una verdad evidente para ti, eso que era un ‘axioma’ y te lo enseñó tu dolor, ya no es del todo cierto ahora que amanece y salimos de la autopista y estaciono en medio de esta nada que nos envuelve y empiezo en silencio a orar por ti, niña, escúchame, presta mucha atención, todavía queda un poquito de tiempo. Deja ya de temblar. No tengas miedo. Lo que llega de estas manos piadosas será menos doloroso. Ya te he dicho que hoy tuviste suerte. No le des más vueltas al asunto: acéptalo y agradece...

Escrito en Lecturas Turia por Diego Trelles Paz

Mujeres de América

17 de abril de 2020 09:29:55 CEST

Mujeres de América, mujeres de Manhattan, mujeres de Arizona, mujeres de Missouri, mujeres en Alaska, mujeres de Florida, mujeres de Alburquerque, de Chicago, de los Ángeles, mujeres de Vermont; son buenos tiempos, sí, para la épica. Son buenos, muy buenos tiempos ya. Porque es vuestro momento whitmaniano. Sin miedo sin pavor sin grilletes traídos de casa de papá sin cadenas de amor sin deudas ancestrales sin carritos de compra adosados al talle sin líquenes de lástimas sin tacones debidos la voz a mí debida- la voz a mí de vida. Hora en punto de cabalgar en larga expedición hacia un oeste intacto hacia el oeste que da al lejano oeste que da al mítico océano que da a los horizontes que da a la libertad que da a la proa altiva que cabalga las olas galopantes que da vueltas al mundo al universo que procrea submundos y satélites y lunas mutadoras como las fantasías que se anhelan cuando hay amor de mundos liberados amor que arranca pálpito y verdades de las fosas ignotas de las fosas copiosas de sirenas del plancton de los sueños de estrellas  de tritones de yeguas exultantes que surgirán del mar como pegasos verdes femeninos, libertad que da proa vigorosa y cortante hacia las cuevas mojadas donde la vida anhela renombrarse redecirse morir nunca desangrada degollada ante dioses iracundos la vida pide épica oh mujeres de América la épica de Frida galopando la épica de Emily alada como Ícaro la épica de Sontag la épica de Sylvia que desea volver y aspirar el olor de los campos inmensos sin deudas de amor viejo sin deudas extraídas de lápidas de viejas mecedoras ni de biblias de hojosas telarañas. Como yeguas aladas como centauras como arquitectas que deslaberintizan los confusos huertos abandonados tras las casas.

El tiempo es noble y vuestro, los relojes marcan para vosotras las horas vehementes del destino: es hora de vivir y de andamiar los sueños secundarios en los viejos programas, es hora de bajar la vía láctea a iluminar las calles de portal a portal, es hora de invitar a instalarse a la luz definitivamente en vuestros cuerpos y bocas y palabras.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Aurora Luque

Una geografía de la memoria

17 de abril de 2020 09:27:15 CEST

 

Curiosamente, en la muy interesante entrevista que para el número 803 (noviembre 2013) de la revista Ínsula mantuvieron dos profesores de instituto catalanes, Teresa Barjau y Joaquím Parellada, con Rafael Chirbes, éste se deja dar la vuelta como un calcetín, y habla con detalle de vida y literatura, de libros escritos y de lecturas, pasando de puntillas, como sin darle importancia, a hechos iniciales de su actividad literaria, el crítico literario que fue, su trabajo en librerías y ferias del libro, sus primeros rechazos literarios, esa novela anterior a Mimoum, su primer libro que le publicó Anagrama –algo habría hecho su gran amiga Carmen Martín Gaite-, una novela breve, para lo que acostumbra, que sitúa en Marruecos, donde vivió un tiempo como profesor, y que yo reseñé en su momento: acaso en la revista Cambio 16, pudo ser (lo que sí sé es que en las solapas de sus libros hasta hace poco aparecía a veces con la contundencia que utilizan los editores para estas “campañas publicitarias de animación a la lectura y a ese autor en cuestión”, un par de palabras mías, laudatorias, de aquella reseña, que por alguna carpeta de papeles propios tendré).

Lo cierto es que en los tiempos de la Santa Transición, en revistas libertarias –aquellos años- como Ozono o en la jesuítica Reseña (el adjetivo precisa pero no (des)califica: fue una estupenda revista cultural de entonces, donde había gente muy valiosa en la parte de reseñas de libros, que es lo que ahora me importa, lo mismo podría decirse del cine, al que los jesuitas siempre han sido tan aficionados, o del teatro: en libros, entre otros Francisco Solano y, desde luego, el nunca olvidado Santos Alonso, de cuya muerte en 2012 se hace eco en la entrevista citada Chirbes; y otros), Rafael Chirbes se hizo notar por la independencia y el rigor con que enjuiciaba sus reseñas, nada complacientes ni superficiales, habiendo adquirido, entonces, una justa fama de acerado crítico. O yo así lo recuerdo, al menos. Acerado y temible, en muchas ocasiones. Críticas que no ha recogido nunca en libro, como sí ha hecho con sus acercamientos a escritores que son de su agrado –empezando por nuestro común Max Aub-, y que originados para conferencias, que prefiere escribir para leerlas (y no improvisarlas, por tanto), o para encargos periodísticos ha ido recogiendo en algunos libros.

Pero a mí me toca hablar, en este número de Turia, de otra actividad que en Chirbes siempre me ha interesado mucho (su importante obra narrativa queda aparte: mi aprecio por sus novelas, como el valor a los militares en la frase hecha, se supone: como miembro del Premio de la Crítica he tenido la suerte de colaborar en darle el galardón en dos ocasiones por sus dos últimas novelas, aquellas por las que, quizás, estemos ahora hablando del Chirbes que es hoy en la narrativa española contemporánea; un Chirbes, desde luego, que no está tan alejado del narrador anterior, pero los parabienes empezaron, quizás, con Crematorio).

Me refiero al periodista de viaje, o si se prefiere (en mi caso así es) al escritor de viajes. Hubo a finales de los ochenta y hasta bien entrados los noventa, una revista de viajes, de vinos, de gastronomía y de literatura, soporte en papel de un club de selección de vinos: estuve abonado entonces, y me leía la revista, y me bebía los vinos del mes, y en ocasiones las viandas regionales ofrecidas: son buenos recuerdos aquellos, los de la mezcla de licores, viandas y literatura (estaban también Constantino Bértolo y Manuel Rodríguez Rivero, y otros que no recuerdo, pues apelando a la memoria me excuso de otros olvidos y saboreo o paladeo el momento: cada mes escribía un narrador un texto literario, e incluso uno mismo, y perdón por meterme en el extenso paréntesis, hizo un sobrio recuento de cómo se comía entonces, en pleno auge de la narrativa española actual, la de esos años primorosos, en algunas de las novelas de Pombo, Millás, Soledad Puértolas, y otros nombres del firmamento aquel: en las novelas españolas de entonces, y cierro, sí, cierro, se comía muy poco, había muy pocas descripciones de comidas o de cenas, al contrario, es sabido, de las series televisivas españolas donde se desayuna mucho, aunque solo se le dé un sorbo al vaso repleto de zumo de naranja, ¿lo han notado, no? Cierro).

La revista se llamaba Sobremesa y en ella Rafael Chirbes, en lo que uno considera no un forzoso ganapán, escribir de encargo, sino una suerte de iniciación a la escritura, de empezar a ser el escritor que ha llegado a ser, y que entonces ya apuntaba –también en esos encargos-, fue publicando numerosos y espléndidos reportajes o artículos de viajes, donde en una suerte de geografía de la memoria Chirbes iba contando lo que veía, lo que había leído y lo que aquello le evocaba, porque el viajero, como se etiquetaba para pasar desapercibido, para integrarse en el paisaje, nunca dejaba a un lado los temas, la ideología, sus gustos literarios, todo lo que ha ido conformando su obra narrativa. Sus aprecios, sus intereses, sus inquietudes, sus (acaso) obsesiones.

En su momento, mes a mes, en la revista Sobremesa leí aquellos relatos de viajes, de China a París, de lejos a cerca (Valencia: los paisajes de su infancia, los olores, los sabores de su niñez, y también sus sinsabores), los fui leyendo, muchos de ellos, casi todos, y los fui dejando inevitablemente orillados en mi propia memoria. Y fue entonces, en la primavera del 14 (es importante no sé bien para qué fechar las cosas), cuando el director de Turia, Raúl Maicas, acertó con el encargo: que me ocupara del Rafael Chirbes viajero nada sedentario (aunque ahora lo parezca varado en la tierra valenciana de su niñez, en aquel paisaje que protagonizan ahora sus novelas: ¿no son Crematorio y En la orilla un viaje al pasado reciente, al de la corrupción, al de la destrucción urbanística, al de la guerra y sus consecuencias mal enterradas? ¿No son sus otras novelas viajes sin retorno al tiempo de la transición, a los estertores de un tardofranquismo que alargó su agonía mucho más allá que la agonía real del Caudillo? ¿No es un viaje peligroso o audaz el que hizo en esas novelas del espejismo del 92 del pasado siglo? ¿No es siempre Chirbes escritor, un viajero permanentemente alerta, que no renuncia a ver, anotar y a contarlo después?).

Ese viajero, que reunió buena parte de esos relatos de viaje de la revista Sobremesa en dos libros (también en Anagrama): El viajero sedentario. Ciudades (2004) y Mediterráneos (2008); dos libros, debo confesarlo, que aguardaban a ser leídos, en formato libro, adquiriendo sentido en su conjunto (tiene razón Chirbes: en libro tienen otro sabor aquellos viajes de revista, saben de forma diferente: ganan al ser agrupados y más o menos maquillados para la ocasión), aguardaban, en mi biblioteca, digo, a que Raúl Maicas encargándome este texto me los hiciera desempolvar.

Y así ha sido.

Vayamos por partes. El libro más extenso es El viajero sedentario, subtitulado Ciudades. Efectivamente, reúne allí Chirbes algo más de cuarenta paisajes urbanos, unos agrupados geográficamente y otros por afinidades. Un conjunto será el de las ciudades orientales, comenzando en China, con Pekín y otras tres más, incluyendo Hong Kong para pasar luego a Bangkok y Sidney. Luego América, Canadá, México y Colombia (nada más). Dos ciudades nórdicas europeas (el resto del libro es Europa, con la excepción marroquí: no sé si fue una razón presupuestaria o una manifestación de eurocentrismo): Oslo y (entonces) Leningrado. Además los puertos hanseáticos, de Amberes a Hamburgo. Francia, claro, la de “el mal francés”, donde se muestra el viajero muy cómodo: un puñado de ciudades, elegidas al azar; me llama la atención especialmente el hermoso relato de Estrasburgo, y tres conseguidísimas miradas fragmentadas de otros tantos paisajes urbanísticos de París –París no cabe en una sola entrega, lo sabe cualquiera-. Acaso llevado por sus conocidos gustos literarios por la Mitteleuropa, aquí está un puñado de ciudades alemanas, austriacas, suizas y polacas: lo mejor de la casa (Berlín, no, Dresde, sí). No olvida la balsa ibérica de Saramago, por un lado Coimbra, Lisboa y Évora, por el otro lado, Madrid (pero solo ese gran Canal seco otrora navegable, en la invención de Rafael Reig en una de sus novelas y que es el eje de la Castellana), Salamanca, petrificada, la Ciudad Vieja de Barcelona y, claro está Valencia, “la malquerida” (de una y otra forma, el viajero esté donde esté,  en esta geografía de memoria hecha papel, siempre tiene una mirada hacia atrás hacia ese paisaje urbano de su infancia, esa mirada de niñez).

El viaje de papel prosigue por Italia, se asoma –el autor de Mimoum- a Marruecos y acaba, el viajero sedentario, en Ibiza, viendo ese mar color de vino, que diría Leonardo Sciascia, y que antes de todos lo dijo el autor de La Ilíada, pongamos que hablamos de Homero. Viendo desde una terraza lo que es –o en lo que se ha convertido- Ibiza y a lo lejos, en el horizonte, bañados todos por el mismo mar color de vino, lo que es su paisaje levantino, la tierra de su niñez.

Ese mar color de vino, esos mediterráneos, que acuden a estas páginas de Mediterráneos, un puñado de reportajes viajeros que no son muy diferentes de los del libro anterior pero que en este caso están atrapados por este viejo mar de culturas y de civilizaciones y que es un homenaje, con texto previo, a ese viejo libro que los universitarios de la generación de Chirbes –y antes y después- leíamos en los años de entonces: El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, del historiador francés Fernand Braudel, del que toma prestado, porque le viene como anillo al dedo, este párrafo: “Pero, por desgracia o por fortuna, nuestro oficio no tiene ese margen de admirable agilidad de la novela. El lector que desee abordar este libro como a mí me gustaría que lo abordase, hará bien en aportar a él sus propios recuerdos, sus visiones precisas del mar Interior, coloreando mi texto con sus propias tintas y ayudándome activamente a recrear esta vasta presencia”.

Ya digo, como anillo al dedo. Entiendo muy bien que a Chirbes le guste esta idea, pues quizás en este estupendo Mediterráneos Chirbes, sin dejar de ser el viajero, el periodista gastronómico que es, que fue –entonces: cuando escribió estos textos para la revista Sobremesa-, es más que nunca el escritor que –entonces- empezaba a ser y que es hoy. En los dos libros, no obstante, es viajero, narrador y protagonista, uno u otro le ponen el adjetivo feliz, la metáfora conseguida –ese río de bicicletas silenciosas, iluminadas por el sol que da paso a la calima, en el texto de Pekín, prefiere todavía, años noventa, escribir-, y uno u otro lo ve, disfruta de lo que ve –Chirbes es un viajero muy atento, que observa sin aspavientos, que reflexiona- y lo anota. El viajero, en uno u otro libro, compara, superpone lo que ve, lo que anota, con lo que vio, anotó, en otros viajes, en otros momentos de su vida, que en ocasiones, en más de una, desembocan en su niñez, ya está repetido. En los dos libros, en instantes diferentes, en ciudades diferentes, el viajero anota en su cuaderno, y este lector –viajero de sillón forzoso- anota a su vez: “el viajero infectado de melancolía”, “el virus de la melancolía”.

El viajero siempre tiene una mirada crítica, observa pausadamente lo que ve, pero no se deja engañar por falsos cantos de sirenas, esté en el viejo Mediterráneo o en otros mares más lejanos: observa bien el mundo que le rodea, lo que la historia aporta, lo que la historia esconde, lo que fuimos, a lo que hemos llegado. Unos, otros, hunos, otros. Se acaba de marchar de Amberes, ese emporio comercial, marítimo, ese burgo cargado de historia y anota: “una bella metáfora de la historia del capitalismo”. Pues eso.

Ya se ha insistido también en esta otra idea. El viaje que ha emprendido, del que apunta las cosas que le van a servir para el reportaje, en más de un ocasión le lleva a otros viajes, a otros recuerdos, a otras edades y es que -anota igualmente- “las ciudades recién conocidas avivan los recuerdos de las que se conocieron tiempo atrás”. Y los libros que se leyeron en otro momento, y el niño que fue, y que se fue. En esto insiste, sí: en Mediterráneos comienza en Creta y en Estambul (Estambul deslumbrante, y deslumbrante el texto), aquí en esta ciudad de cambiante nombre, de acumulación de civilizaciones se encuentra con un viejo restaurante demodé y con la dueña, viuda de un ruso blanco: solo unas pinceladas, unas líneas, pero daría para relato cosmopolita (no será, no, el estilo de Chirbes, pero el lector gusta de aparentar ser caprichoso). En Estambul, en un bazar le hacen ver, ante el paisaje de ensueño de las especias, que ya no existen las antiguas rutas de las especias, que ahora todo viene por el mismo sitio y en contenedor. Y al viajero le sienta como un tiro que se lo cuenten, que se le rompa el sueño de niño aventurero que todo viajero debe conservar. Desde la orilla de Génova, el viajero cree que el Mediterráneo es un mar agonizante que ya no es corazón de casi nada. Y eso que él, infectado del virus de la melancolía, el que aqueja a ciertos viajeros, en todas estas páginas no ha renunciado al consejo del historiador Braudel, ha coloreado este mar de color vino con sus propias tintas, y el resultado es excelente, sea el Mediterráneo u otros mares más lejanos, otras ciudades. Ahora pienso que prácticamente todas las páginas están atravesadas por el mar, sea el que sea, por uno o dos ríos, sean los que sean. Siempre el agua. Incluso cuando visita Lyon (quién no ha pasado alguna vez por Lyon, pero quién realmente ha ido ex profeso a Lyon, pregunta sin malicia, sino para situar a la ciudad en su geografía). Una ciudad que tiene, descubre -¿descubre?-, no un río, sino dos.

Escrito en Lecturas Turia por Javier Goñi

Marta Sanz es capaz de hablar de su propia escritura desde una posición teórica, como si ejerciera de crítica literaria de sí misma. Su capacidad de autoexploración, de autoconocimiento, es sorprendente y no habitual. En ella se percibe un don especial para leer a los demás y para leerse en el más amplio sentido. Nada escapa a la mirada de esta mujer de constitución liviana, vivaz, cercana, feminista y de izquierdas. La fragilidad de su apariencia física contrasta con la solidez de sus convicciones. La realidad se cuela por la ventana de su habitación propia cada día. En un retrato apresurado no puede faltar la mención a un sentido de la colectividad muy acusado, a una imperiosa necesidad de apresar con el lenguaje los movimientos del presente.

Lentamente, sin hacer grandes aspavientos, pero con paso perseverante, seguro, Sanz (Madrid, 1967) ha ido levantando una obra capaz de contar historias muy diferentes entre sí, pero que entablan intensos diálogos y comparten coordenadas. La poesía, el ensayo y la narrativa confluyen en una trayectoria fértil donde asoman títulos como La lección de anatomía, Daniela Astor y la caja negra, Farándula y Clavícula, entre otros. Su última publicación hasta el momento es Monstruas y centauras, un ensayo donde reflexiona sobre cuestiones cercanas a la última oleada feminista, la surgida en torno al Me too. Y está a punto de llegar a las librerías una nueva novela, Pequeñas mujeres rojas, en cuyas páginas entra el discurso retrógrado de la ultraderecha sobre las mujeres y la memoria histórica. Marta Sanz no necesita tomar una larga distancia para contar lo que quiere contar. Su literatura corre en paralelo a lo que observa, a lo que vive, a lo que intuye que se avecina.

Cuando se le plantea si para ella la escritura es una necesidad la respuesta es un sí rotundo. “Yo no sé lo que es la página en blanco y tengo unas ganas constantes de contar cosas. Esto probablemente es así porque siempre tengo las ventanas abiertas; porque siempre miro hacia el patio de luces; porque siempre observo dentro y fuera y quiero establecer el vínculo que une lo de dentro con lo de fuera”, argumenta con pasión. “Probablemente es así porque siempre estoy dándole vueltas a los libros que ya escribí y a cómo se me han quedado hilos pendientes de los que tirar, tramas tangenciales que hacen que unos puedan dialogar con los otros”, prosigue.

La inquietud permanente define a la escritora. Perfeccionista y meticulosa, disfruta buscando diferentes maneras de narrar, experimentando con el estilo una y otra vez. Cuesta entender cómo esta mujer encuentra el tiempo para sumergirse en la escritura entre sus múltiples ocupaciones: talleres en la Escuela de Escritores de Madrid; colaboraciones de prensa; asistencia a clubes de lectura y a institutos; giras promocionales... En más de una ocasión ha confesado sentirse una trabajadora autónoma sobreexplotada por las condiciones de precariedad de la cultura. Lo asume y dice estar encantada con todos los trabajos asociados a su oficio que le permiten desarrollarlo y que son síntoma de la aceptación de su papel en la comunidad. No le resulta fácil encontrar los espacios para sentarse a escribir, lo reconoce. Pero lo consigue. Sus publicaciones son la mejor prueba de que lo hace.


“Siempre he tenido muy claro que si quería desarrollar una obra literaria necesitaba persistencia, disciplina y muchísima voluntad”.

 

Por eso me atrevo a preguntarle cuántas horas duerme, pensando que tal vez ahí esté el secreto. He aquí su respuesta: “Procuro dormir siete y debo decir que padezco de insomnio. Pero esos insomnios no los utilizo para escribir, los utilizo para procurar relajarme, porque soy muy consciente de que el cuerpo y la mente deben descansar. ¿Secretos? Tengo la suerte de ser una mujer a la que el tiempo le cunde muchísimo. Debe ser que un hada madrina me ha dado ese don con su varita mágica. Y lo más importante: Siempre he tenido muy claro que si quería desarrollar una obra literaria necesitaba persistencia, disciplina y muchísima voluntad”.


- ¿Dónde surgió esa energía, ese tesón, tal vez en la infancia? En La lección de anatomía asoman las distintas edades de Marta Sanz. Se ve a la niña, a la joven, a la mujer madura. ¿Cómo eras de niña? ¿Cómo te recuerdas? En la novela hablas de los cines de verano, a los que ibas con tu tía, de profesoras castrantes...

- Bueno, pues te puedo contar, como anécdota curiosa, que un amigo de mis padres, Alfredo Castellón, que fue realizador de televisión y también escribía cuentos, cuando me conoció de pequeña, les dijo a mis padres: “esta niña está endemoniada” (risas). Lo dijo con cariño, refiriéndose a ese nervio o esa manera de ver las cosas que no era común en alguien de mi edad. Siempre fui una niña bastante precoz y esto tenía que ver con mis padres. Ambos, tanto él como ella, eran dos personas involucradas en todo lo que tiene que ver con la cultura y con la política. Los dos eran muy buenos lectores y tenían un carácter muy festivo. Yo viví en una casa en la que las puertas estaban abiertas para todo el mundo, en la que entraba y salía mucha gente. Tenía la suerte de estar en contacto con muchos adultos curiosos y divertidos. Y creo que eso me marcó de dos maneras diferentes. Por una parte me hizo ser permeable a todo ello sin darme cuenta y por la otra me despertó una cierta agresividad, porque lo que yo quería era ser normal. Quería ser una niña completamente normal.

 

“Soy la mujer que soy porque me formé en la escuela pública”

 

- En tus libros más biográficos haces referencia también a los cambios de ciudad, de residencia.

- Sí. Eso fue importante y tiene que ver con la sensación de la que hablaba de sentirme diferente a los otros niños y niñas y con un cierto desarraigo. Mis primeros años los viví en Madrid. A los tres años y medio, cuatro, nos fuimos a Benidorm y en mi adolescencia regresamos a Madrid. Ese desarraigo está muy presente, pero también hay otras cosas muy positivas, como el haber asistido a la escuela pública. Es una circunstancia a la que estoy muy agradecida. Creo que soy la mujer que soy porque me formé ahí, sin ningún tipo de privilegio, dentro de esa especie de buena medianía que se busca en las escuelas públicas.

 

- Hablas de la singularidad de tus padres. ¿A qué se dedicaban?

- Mi padre empezó su vida laboral como sociólogo urbanista. Luego se ha dedicado casi toda su vida a la política, como diputado en la Asamblea de Madrid por Izquierda Unida. Pero su condición de sociólogo fue lo que nos llevó a Benidorm. De hecho nos trasladamos allí de la mano de otro sociólogo muy famoso, Mario Gaviria, que acaba de morir. Fue justo en la época en que la ciudad estaba creciendo a marchas forzadas y se necesitaban estudios para regular su estructura, su retícula. Lo que ocurrió es que fuimos allí pensando que mi padre iba a hacer un trabajo de tres meses y el trabajo se prolongó ocho o nueve años. Fue un cambio de vida radical. En cuanto a mi madre, era ATS y asistenta social y formó parte de la primera promoción de fisioterapeutas en España. A lo mejor por eso, por su influencia, yo tengo esa conciencia del cuerpo tan grande y he escrito tanto sobre ello. Mi madre renunció a su carrera, en la que le iba maravillosamente bien, para que nos fuéramos juntos a Benidorm, para criarme a mí y para estar con mi padre. Y yo creo que esa renuncia también marcó mi manera de interpretar la vida y las relaciones. De alguna forma eso también se ha quedado dentro de mí.

 

“Siempre tuve la sensación de vivir en comunidad”

 

- Supongo que la condición de hija única también ha sido decisiva.

- Sí, pero una hija única bastante peculiar, porque, como te decía antes, mi casa siempre estaba llena de gente. Y no solo adultos, también había niños, primos, primas. Yo soy la mayor de todos los menores de mi familia. Por eso no tengo la impresión de ser una niña solitaria, sin amistades. Y en la escuela siempre me integré muy bien y tenía muchas amigas. No he tenido el síndrome, si es que eso existe, de la hija única, y del mismo modo tampoco he echado nunca de menos hermanos y hermanas, porque siempre tuve la sensación de vivir en comunidad.

 

- ¿Tenías una leonera donde refugiarte, como la protagonista de Daniela Astor y la caja negra?

- Sí, tenía una leonera donde refugiarme, pero fue antes de ir a Benidorm. Era en la época en la que vivíamos aún en Madrid y en la que mi madre iba a tratar, como cuento en La lección de anatomía, a niños y niñas con parálisis cerebral y otro tipo de enfermedades. Me dejaba al cuidado de mi abuela paterna en una casa de la que guardo recuerdos magníficos. Estaba en la calle de Gutenberg, en la zona de la Avenida Ciudad de Barcelona, y tenía un balcón donde me recuerdo corriendo. Entonces tenía la sensación de que el balcón era inmenso, pero para nada... Lo que pasa es que yo era muy pequeña. En ese piso había una habitación donde mi abuela me dejaba jugar y tirar todos los juguetes al suelo. Me decía: “alá, ya estás en la leonera” y eso era maravilloso.

 

“Fui una niña curiosa. Para mí escribir fue una forma de jugar”

 

- ¿También fuiste precoz literariamente? ¿Empezaste a escribir pronto?

- No. Fui una niña curiosa. Me gustaba bailar, dibujar y escribía para divertirme. Tenía conciencia, probablemente, de que manejaba el lenguaje mejor que otras niñas de mi edad, pero, como cuento en La lección de anatomía, lo que yo quería era ser cajera de supermercado, ladrona, bailarina... De pequeña jugaba con las palabras, me gustaba su sonido, entendía lo que es su sentido lúdico y memorizaba para los exámenes escribiendo determinados temas. Es verdad que mi madre tiene poemas guardados míos muy tempranos, pero creo que eran una forma de practicar la escritura casi mimética, imitando lo que veía en mi casa. Mi padre tenía cuadernitos Moleskine donde tomaba sus notas (siempre ha escrito sus poemas y le gustaba pintar cuadros). Y mi madre leía mucho y comentaba las lecturas. En Benidorm los dos formaban parte de un club de teatro amateur. Como te decía era una casa culturalmente muy viva y yo intentaba reflejar todo eso en lo que hacía. Para mí escribir era una forma de jugar. Recuerdo poemas que se titulaban Valentina tienes nombre de traidora y cosas mucho peores... Y también que me encantaban las redacciones del colegio. No me sentía nada castigada cuando llegaba el mes de septiembre y nos decían que escribiéramos un texto sobre las vacaciones. Eso me parecía lo mejor del mundo. Ya en la época del instituto no había cosa que me hiciera más feliz que hacer un comentario de texto y a poder ser de un texto barroco, abigarrado, del que yo pudiera sacar todas las figuras retóricas como quien disecciona un cuerpo y ve el hígado. Fue justo después, con las primeras relaciones sentimentales, cuando empezaron los poemas amorosos. Pero la idea de convertirme en escritora fue algo muy posterior. Y para eso fue muy importante el paso por la Escuela de Letras de Madrid, que se produjo cuando acababa de finalizar la carrera de Filología. Hasta entonces era una lectora y no escribía mucho más allá de esos típicos y malditos poemas de amor para purgar lo que ahora se llaman las relaciones tóxicas.

 

“En la Escuela de Letras empecé a forjar mi sentido crítico hacia los textos”

 

- Recordemos un poco esa etapa en la Escuela de Letras.

- Fue allí donde tomé verdadera conciencia de que escribir no es escribir bonito, de que las cosas que sistemáticamente a mí me habían gustado conectaban con una especie de conciencia kitsch de lo que puede ser la literatura o el arte. Ahí fue donde creo que empecé a forjar mi sentido crítico hacia los textos de los demás y hacia mis propios textos.

 

- ¿Con quiénes te encontraste, qué profesores o compañeros te influyeron especialmente?

- Bueno, fui muy privilegiada porque llegué en los inicios, justo el primer año en el que se montó la Escuela de Letras en Madrid, en una época en la que no había prácticamente este tipo de centros en España. Ahora levantas una piedra y hay 525. Pero aquella fue la primera, o de las primeras, y tuve la suerte de formar parte de un grupo de gente muy heterogéneo. Había personas muy jóvenes y otras de más de 60 años. Había gente con formación literaria y otra sin formación. Hombres y mujeres de Madrid, de Canarias, de todas partes. Era una oportunidad única. Nosotros estábamos experimentando, pero los profesores también. Para ellos era igualmente su primera vez. En el grupo fundacional estaban el escritor Alejandro Gándara, Juan Carlos Suñén, que era poeta, y Constantino Bértolo, que ejercía como editor. Eran los tres socios fundadores. Y luego había profesores invitados que venían a darnos lecciones sobre diferentes temas. Juan José Millás daba cursos de relato breve; José María Guelbenzu hablaba de poesía y también nos daba clases Rosa Montero. Los viernes teníamos invitados que impartían una especie de conferencia magistral. Normalmente eran escritores y escritoras muy escépticos respecto a las posibilidades de aprender a escribir. No puedo olvidar a Álvaro Pombo, que nos echó una diatriba crítica tan terrible que nos dieron a todos ganas de desmatricularnos en ese mismo instante. Y tampoco la suerte de asistir a una conversación entre Juan Benet y García Hortelano, que fue todo un lujo. Entre los momentos más destacables, recuerdo una charla sobre poesía de Clara Janés. Nos dejó a todos hipnotizados, en trance. Por ella como poeta, por su personalidad y su manera de leer, y también porque nos habló de poetas de los que no teníamos ni idea. Nos abrió un mundo nuevo y salimos todos de la sala como en estado de semi levitación. La Escuela de Letras fue una experiencia muy bonita. No solamente eran las clases, era lo que había fuera de las clases. Lo que hablábamos cuando nos tomábamos el café de antes de empezar o la cerveza cuando salíamos; las fiestas a las que íbamos, las discusiones, los vínculos que se establecieron. Fue una época absolutamente maravillosa de mi vida, en la que aprendí muchísimo y por la que nunca dejaré de estar agradecida tanto a los compañeros de la escuela como a los docentes.

 

“Es muy difícil encontrar a un editor que se implique realmente con el texto”

 

- ¿Tras la experiencia viste claro que querías dedicarte a la escritura?

- Sí. Y también reconozco que me lo pusieron muy fácil. Tras los dos primeros años de docencia, más o menos convencionales, el tercer año en la Escuela de Letras era el año de proyectos. Y en ese año yo empecé a escribir una novela de desamor, muy vinculada con mi experiencia personal, que se titulaba El frío. Mi tutor era Constantino Bértolo y mientras iba leyendo me dijo que me la iba a publicar en una colección de nuevos narradores en Debate, lo que luego pasó a ser Caballo de Troya. Tuve la inmensa suerte de estar escribiendo un libro que sabía que iba a ser publicado y eso marcó para mí una relación muy especial con Constantino Bértolo, que era al mismo tiempo mi editor y mi profesor. Es algo muy raro y en mi aprendizaje del oficio de escribir fue estupendo, aunque posteriormente tuvo su contrapartida. Siempre fui buscando ese tipo de conexión y es muy difícil encontrar a un editor que se implique realmente con el texto, más allá de decirte si encaja o no con su línea editorial. Solamente lo recuperé al aterrizar en Anagrama, cuando conocí a Jorge Herralde y ahora a Silvia Sesé, que es una mujer muy comprometida con los libros que publica.

 

- ¿Cómo surgió El frío? ¿Cómo fue el proceso de escritura de esa primera novela?

- Pues al mismo tiempo muy emocional y muy intelectual. Por una parte El frío es un libro que salió de lo más profundo de mi tripa, de la necesidad que tenía de curarme de un amor muy desgraciado y poner orden en el dolor. Y, por otra parte, como alumna que era de la Escuela de Letras, estaba en un momento en el que tendía a intelectualizar todo lo que tenía que ver con los procesos constructivos de la literatura. Esa mezcla define este artefacto narrativo en el que una voz rebota en otra voz que es extremadamente distinta. Cuando alguien lee esta novela se da cuenta de que hay algo que puede emocionarle, algo muy auténtico, muy de verdad, pero que está encerrado en una especie de caja, en una estructura narrativa muy sólida, pensada milimétricamente. Más adelante, en otros libros, consigo que esa simbiosis que tiene que existir entre lo emocional y lo conceptual, se logre de una manera más orgánica, más natural.

 

“Somos las propias mujeres las que tenemos el deseo de amar y ser amadas de una manera que algunas veces acaba con nuestra vida”

 

- Aquí hablas de un amor enfermizo, obsesivo, posesivo. El tema del amor vuelve a aparecer en Amor fou, que se puede entender como una prolongación. Como si se te hubieran quedado muchas cosas sin decir, sin tratar, o como si tu propia evolución te hubiese mostrado la otra cara del asunto. En realidad todos los libros de Marta Sanz se combinan unos con otros, por parejas, por tríos.

- Sí. Yo creo que todos los libros que he escrito se comunican unos con otros y que en ese sentido podemos hablar de una especie de orfeón donostiarra, o de donde sea. Pero sí creo que tienes toda la razón en que hay textos que dialogan más de tú a tú y en el caso de estas dos novelas es evidente. En El frío había una especie de necesidad de reflejar esa idea vampírica y posesiva del amor. Es algo que tiene mucho que ver con el concepto romántico del amor como sufrimiento; con el aprendizaje del amor a través de las fuentes culturales, que visto desde una mirada ya más feminista ha resultado devastador para muchas mujeres. En esta novela se muestra que somos las propias mujeres las que tenemos el deseo de amar y ser amadas de una manera que algunas veces acaba con nuestra vida. Cuando la escribí, en el año 1995, tenía esa intuición. Y lo que me parece más interesante de ella es que aprendí algo esencial mientras la desarrollaba. Aprendí que la responsable de mis temores no tenía nada que ver con el chico que me dejó, sino que era yo misma. Era yo la que estaba pidiendo y exigiendo esas ataduras y esa posesión enfermiza en la que había sido educada.

 

“Las mujeres estamos deconstruyendo toda una antropología de lo que tienen que ser las relaciones sentimentales, el amor, los cuidados. Y no es una tarea fácil”

 

- Amor fou es todo lo contrario, la superación de esa idea romántica y la reivindicación del amor basado en la complicidad y la igualdad de los dos miembros de la pareja.

- Sí. Podríamos decir que en Amor fou hay un intento de dibujar lo que sería el buen amor, no el buen amor desde el punto de vista del Arcipreste de Hita, sino en el sentido del compañerismo, del entenderse, de ser capaces de forjar un proyecto de vida común, una relación en la que tú de verdad te comprometas con el otro sin miedo, sabiendo que es alguien que te va a proteger sin invadirte. El frío y Amor fou son dos textos que dialogan en torno al amor, sí. Y también se puede incluir un poemario, Cíngulo y estrella. Es un cancionero donde lo que pretendo es desdecir los tópicos de esa ideología amorosa que nos ha hecho tantísimo daño desde Petrarca. Se trata de contraponerla a una ideología amorosa que tiene que ver con la cotidianidad: con el café que nos tomamos juntos, con hacer la compra, ver la televisión o leer juntos un párrafo de un libro... En fin, todas esas cosas anti románticas. Todo esto también tiene que ver con el hecho de que las mujeres estamos deconstruyendo, por utilizar la palabra más pedante, pero probablemente la más exacta, toda una antropología de lo que tienen que ser las relaciones sentimentales, el amor, los cuidados. Y no es una tarea fácil. Ya he contado muchas veces que yo siempre quise ser la musa, la vampiresa, la mujer fatal. Ser colocada en un altar para que un hombre me adorara me pareció durante un tiempo algo admirable, hasta que me di cuenta de que lo que tenía que hacer era tomar las riendas de mi propia vida, convertirme en sujeto de mis propias narraciones.

 

- Bueno, aquí hay algo que está muy presente en tus libros, el hecho de que ha sido la mirada masculina la que ha forjado la imagen, la identidad y los deseos de la mujer durante muchísimo tiempo.

- Sí, por supuesto. Es algo que forma parte de nosotras y de lo que tenemos que ser conscientes, con inteligencia y sensibilidad. Hay una frase de Adrienne Rich que dice: “es el lenguaje del opresor, pero lo necesito para hablarte”. Pues sí, resulta que el lenguaje del opresor es mi lenguaje y forma parte de mí. Y ante esto lo que toca es tener la suficiente conciencia crítica para saber cuáles de esas miradas nos hacen mal y cuáles podemos rentabilizar y reconvertir, complementándolas con visiones que han sido silenciadas, obviadas y pisoteadas a lo largo del tiempo, evidentemente las de las mujeres, que han sido permanentemente extirpadas del canon, porque lo universal siempre fue lo masculino.

 

- Lo que resulta llamativo es que a día de hoy estas miradas siguen presentes en las generaciones más jóvenes. Por una parte está la última oleada del movimiento feminista, que es muy potente y esperanzadora, y por la otra, hay movimientos conservadores, de reacción al cambio, muy evidentes.

- Bueno, esto es verdad, pero yo quiero quedarme con el lado optimista. El hecho de que haya una reacción tan beligerante ante la última ola feminista tiene que ver con el miedo a asumir cambios. Lo veo muchas veces cuando voy a dar charlas a institutos, por parte de mujeres y también de chavales jóvenes, que sienten que les están quitando un lugar que les correspondía por derecho. Ellos no se dan cuenta de que ese lugar es un privilegio histórico que ahora hay que cuestionar. En mi opinión es de ahí de donde parten esas reacciones tan encendidas y tan beligerantes. Son un indicador de que verdaderamente la mirada feminista tiene la posibilidad de cerrar todas las brechas de desigualdad. Eso está calando y hay gente que lógicamente tiene miedo. Yo quiero verlo así, aunque también sé que esa posición nos coloca a las mujeres feministas en el centro de una diana que es muy peligrosa.

 

“La violencia contra el cuerpo de las mujeres está directamente relacionada con la violencia que se ejerce económicamente”

 

- Las cifras de violencia de género no son nada alentadoras, ni la aparición de partidos de extrema derecha absolutamente retrógrados.

- Sí, pero, en cualquier caso, hay una cosa a la que me refiero en Monstruas y centauras y en la que me gusta insistir, que tiene mucho que ver con esa presencia constante del cuerpo en mi literatura. Creo que la violencia contra el cuerpo de las mujeres, que se puede ejercer desde un punto de vista sexual tanto dentro como fuera de la casa, y desde un punto de vista físico –te matan, te violan, te agreden– está directamente relacionada con la violencia que se ejerce económicamente contra nuestro cuerpo. Cuando digo esto me estoy refiriendo a las cifras de paro, a la desigualdad, a los techos de cristal... Yo no entiendo una cosa sin la otra. Creo que los feminicidios son un síntoma cultural, un síntoma sociológico de esa violencia económica que se ceba muy especialmente, y desde hace mucho tiempo, sobre el cuerpo de las mujeres. Si no lo entendemos así creo que nos estaremos equivocando.

 

- Como colectivo, como sociedad, no hemos sido capaces de avanzar, de dar ese paso que hay entre El frío y Amor fou. La no superación de esa idea de las relaciones como posesión, como dominio, es muy llamativa.

- No, no hemos sido capaces de avanzar, pero yo vuelvo a querer ser muy optimista, y pienso que el día en que las diferencias de las mujeres no sean desventajas, tanto en el espacio público como en el privado, ese día será cuando las mujeres y los hombres podamos decidir hacer en el ámbito de nuestra intimidad lo que nos dé la gana, sin que nadie pueda interferir. Porque si no has partido de esas desventajas básicas, si no has asumido la sumisión histórica, sí que estarás capacitada para decidir lo que te gusta, y esto lo digo porque en ocasiones al movimiento feminista se le acusa de inquisitorial, de puritano. No, no es puritanismo, no es inquisición. Se trata de que los múltiples géneros seamos verdaderamente iguales y a partir de ahí decidamos si somos partidarias de la violencia en el sexo o si somos partidarias de la castidad o de que nos toquen una oreja. Pero todo ello en condiciones de igualdad.

 

“La literatura que me interesa es esa en que la inventiva literaria tiene que ver con cómo se combinan las palabras, no solamente para iluminar la realidad sino para construirla”

 

- Otros dos libros que dialogan en tu obra son La Lección de anatomía y Clavícula. Ambos son libros con una gran cantidad de elementos autobiográficos y ambos nos llevan a otro tema clave en la narrativa de Marta Sanz: el cuerpo y el dolor. Sueles decir que el cuerpo es un texto en el que quedan marcadas todas las cosas que vivimos.

- Así es. Parto de la reivindicación de la palabra autobiografía frente a autoficción. El pacto que firmo con los lectores y lectoras no es un pacto con la verosimilitud. Es un pacto ambicioso que intenta iluminar la verdad, el conocimiento, a través de las posibles combinaciones del lenguaje. La literatura que me interesa es esa en que la inventiva literaria tiene que ver con cómo se combinan las palabras, no solamente para iluminar la realidad sino para construirla. Tanto en La lección de anatomía como en Clavícula sucede esto y por eso los reivindico como libros autobiográficos, no autoficcionales. En cuanto a la metáfora del cuerpo, me gusta mucho que establezcas ese tándem entre estos dos libros. En La lección de anatomía se activa esa comparación de que el cuerpo es el texto en el que se quedan impresos los momentos de la vida, los vividos y los no vividos, porque las frustraciones también se pueden quedar grabadas en el cuerpo. Mientras que en Clavícula lo que sucede es que el texto es el que funciona como un cuerpo roto. Ambas novelas son como el anverso y el reverso de la misma moneda.

 

- El punto de partida de una y de otra es muy diferente.

- Sí. La lección de anatomía es un texto narrativo más convencional. Empieza en el momento en que a una niña le enseñan a leer las manecillas de un reloj y en el momento del parto de su madre, y acaba en un desnudo integral, en esa etapa en la que, al cumplir 40 años, ya es posible realizar un ejercicio retrospectivo para analizar por qué eres la mujer que eres en función de los relatos cotidianos que han compartido generosamente contigo otras mujeres de tu entorno. Es la construcción de todo el cuerpo a partir del relato. Sin embargo, en Clavícula no hay ese proceso extensivo, sino que es una pieza intensa, una pieza que se concentra en un solo punto de la anatomía que es la clavícula. De alguna manera La lección de anatomía es un libro centrífugo, en el que lo que importa mucho no es la singularidad de una mujer, sino lo que esa mujer tiene en común con todas las mujeres de su generación, con el entorno social, con el entorno político. El escritor Javier Pérez de Andújar me llegó a decir que no era una lección de anatomía sino una lección de geografía e historia. Mientras que en Clavícula hay una especie de ejercicio centrípeto, donde a través de esa concentración desmedida en un dolor que no se entiende afloran todos los miedos, de nuevo sociales, políticos, económicos. Lo que he buscado aquí es indagar en la idea de que yo personalmente, como ser humano, no puedo desvincular mis miedos físicos, psíquicos, sociales y políticos. He dicho ser humano, y debería hablar de mis miedos como mujer; aunque debo reconocer que Clavícula es un libro que ha gustado a muchos hombres. Evidentemente hay cosas que compartimos en esta etapa de capitalismo salvaje en la que nos encontramos.

 

“Tengo una visión muy amorosa, muy fraterna de la palabra escrita. Creo que si no fuera así no escribiría”

 

- En el libro está la idea del dolor individual como reflejo del dolor colectivo. El dolor físico que sentimos no puede separarse del dolor por todo lo que acontece a nuestro alrededor. Es decir, cuando vemos tanta injusticia eso se refleja en el cuerpo. Y comentamos, por ejemplo: “Me dan ganas de vomitar”. - Esa sensación de que lo físico y lo emocional van de la mano, así como lo individual y lo colectivo, es muy interesante en Clavícula.

- Así es. Una de mis obsesiones siempre ha sido ver cómo se desdibuja el límite entre el dentro y el fuera. No puedo pensar en un texto sin pensar en su contexto. No puedo pensar en un ser humano individual desvinculándolo de las coordenadas del mundo que le ha tocado vivir. Eso está ahí. Esa empatía con el dolor que pueden experimentar otras personas con las que compartes un momento histórico está en mi obra y es muy importante. De algún modo creo que refleja una concepción de la literatura gramsciana. Me explico: yo soy muy pesimista respecto al diagnóstico, respecto a las cosas que pasan. Tiendo a ver la botella medio vacía, porque creo que es la única manera de ponerse en la tesitura de llenarla. Si la ves medio llena eso te conduce a la conformidad, a la complacencia... Esa mirada pesimista está en mí, pero, por otra parte, soy una gran entusiasta del optimismo de la voluntad. Me paso la vida escribiendo libros porque de verdad creo, sinceramente, que la palabra literaria, que los libros, sirven para intervenir en el espacio de lo real, sirven para construir una realidad alternativa y sirven para crear vínculos fuertes con los seres humanos, a los que necesitamos. Tengo una visión muy amorosa, muy fraterna y muy sorora de la palabra escrita. Creo que si no fuera así no escribiría. Si no tuviera esa conciencia comunicativa del relato, si solamente fuera por mi propio ombligo y por mi propia vanidad, no creo que lo hiciera.

 

- Todos tus libros son políticos, de una u otra manera. Frente a los que dicen no saber nada de política, habría que reivindicar también la idea de que la política está en todas partes, en todo lo que hacemos y vivimos...

- Bueno, sí, pero aquí yo quiero hacer un matiz en lo que se refiere a los artefactos culturales. No todos los libros, películas y demás actos creativos son políticos, pero sí ideológicos. Casi siempre pongo el mismo ejemplo: Cuando Harry encontró a Sally. Claramente no es una película política, pero sí fuertemente ideológica. Es evidente que está perpetuando un modelo de relación sentimental y afectiva que, además, está en conformidad con lo que es el sistema y las ideas dominantes. Si la comparamos, por ejemplo, con un trabajo como Z de Kosta Gavras, comprendemos lo que es cine político. Para que haya un artefacto cultural que se pueda calificar de político tiene que haber una intencionalidad de intervenir y de interferir en lo que es el discurso dominante, las frases hechas del poder, la ideología invisible que no vemos porque la tenemos naturalizada. Ahí están los textos políticos.

 

“Me revienta ese estereotipo de la mujer que puede con todo y no se queja por nada”

 

- En Clavícula también resulta muy interesante la defensa de la queja. Tenemos todo el derecho a quejarnos de nuestros dolores, por mínimos que sean, tanto físicos como sociales, pero cada vez es más frecuente escuchar que si vivimos en Occidente somos unos privilegiados, que no deberíamos quejarnos cuando en otros lugares hay tanta gente pasándolo mal.

- Efectivamente. Y en este caso he querido afrontar el derecho a la queja en clave feminista. Desde el punto de vista de género a las mujeres, y eso se dice explícitamente en el libro, siempre se nos suele dibujar en la cultura en polos antagónicos y excluyentes: la madre y esposa y la puta; la mujer fatal y la novia abnegada... Y con la queja pasa lo mismo: o la princesa guisante o la mujer que puede con todo y no se queja por nada y se sacrifica por sus hijos y es callada, modesta y estupenda. A mí ese estereotipo me revienta. Yo no me siento ni una cosa ni otra. Ni la princesa guisante, ni esa mujer que puede con todo y que por lo tanto puede ser sobreexplotada dentro de la casa, fuera de la casa y en el tramo que va de fuera a dentro de la casa. Me parece una cosa terrible.

 

“Las personas que verdaderamente tienen todos los motivos del mundo para quejarse no tienen voz y no podrán quejarse nunca jamás”

 

- Cuanta más pobreza y miseria hay alrededor, menos podemos quejarnos. ¿Cómo romper con esa idea que a la larga conduce a la sumisión, al conformismo?

- Exacto. Es muy significativo. Yo he ido a clubes de lectura a hablar de Clavícula y ha habido un cincuenta por ciento de mujeres que se sentían muy identificadas y querían quejarse, mientras que el otro cincuenta por ciento me llamaban pija. “Te quejas por cualquier cosa. Si tú hicieras lo que yo hago...”, me decían. Y yo les contestaba: “Pues precisamente, si yo me quejo por cualquier cosa, como tú dices, es para que tú te puedas quejar. En mi queja te incluyo a ti, que ni siquiera te lo permites”. Debajo del “tú no te quejes, que eres una privilegiada”, que tanto escuchamos, asoma algo estremecedor, el hecho de que las personas que verdaderamente tienen todos los motivos del mundo para quejarse no tienen voz y no podrán quejarse nunca jamás. Por eso en Clavícula está el poema La niña de Manila. Esa inclusión de la materia poemática tiene que ver con el hecho de que yo estoy segura de que esa niña jamás va a tener la oportunidad de abrir la boca y quejarse. Entonces me pongo a mirarla desde ese ojo occidental que se permite ser condescendiente, compasivo, caritativo, y que lo que tendría que hacer es intentar actuar políticamente para que no haya jamás en la vida niñas así. Y volviendo a la pregunta, creo que ya está bien. Yo estoy muy harta de que me digan: “No, como tú tienes una casa no te puedes quejar”. Perdona, ¿cómo que no me puedo quejar; el hecho de que yo tenga una casa y mi vida económica más o menos resuelta implica que no pueda tener sentido crítico? ¿Qué pasa? ¿Qué el hecho de que tengas unos mínimos de dignidad te invalida para la crítica, para la acción política, para la solidaridad? Pues va a ser que no.

 

“Todos tenemos cuentas pendientes con la Transición como un momento vital importantísimo en nuestras biografías porque no nos sentimos identificados con el relato oficial”

 

- Otro tema muy presente en tu obra es la Transición. Está en Daniela Astor, en Amor fou también... Seguramente aparece en otros de tus libros...

- Sí. En un libro anterior que se llama Los mejores tiempos, el penúltimo libro que edité con Debate.

 

- Es otra realidad de este país que no acabamos de superar. La Transición parece intocable. La Constitución no puede cambiarse. Es como una piedra en el camino, una especie de asignatura pendiente.

- A los escritores y las escritoras de mi generación es un asunto que nos preocupa. Estoy pensando en voces muy distintas, en diferentes ángulos desde los que se aborda el tema, desde Cercas hasta Cristina Fallarás, pasando por Orejudo, por Manuel Vilas, Clara Usón, Rafael Reig o yo misma. Somos la generación de los 60, de los “baby boomer”, los que en la época de la Transición éramos adolescentes o jóvenes. Funciona, y esto lo digo en Daniela Astor y la caja negra, la metáfora histórica ideológica que coloca en paralelo nuestros cuerpos en transformación, con sus miedos y sus esperanzas, con el cuerpo en transformación de un país que también estaba lleno de miedo a los militares, a todo ese fascio que había por detrás, y a la vez tenía esperanzas en el cambio. Todos estos autores que he citado, y muchos más, representamos a gran parte de la ciudadanía. Todos tenemos cuentas pendientes con la Transición como un momento vital importantísimo en nuestras biografías porque no nos sentimos identificados con el relato oficial, ese relato que, como decía Javier Pradera, es un crecepelo exportable que nadie se terminaba de creer. Desde la literatura, cada uno de nosotros, estamos levantando nuestro propio relato. Esa obsesión por intentar entender lo que pasó en aquellos años, desde diversos puntos de vista ideológicos, tiene mucho que ver con un discurso político, periodístico, histórico homogéneo en el que nadie termina de estar cómodo. En mi caso, el título de Los mejores tiempos ya dice mucho. El título es la ironía de que ni muchas infancias ya son los mejores tiempos ni la Transición, entendida en su globalidad, supuso los mejores tiempos para mucha gente que se quedó en la calle, en una manifestación, con una bala en la cabeza.

 

“No hay que tener miedo a los cambios”

 

- Es algo que ha caído en el olvido.

- Sí. Se ha extirpado de la Transición una parte trágica que naturalmente existió.  Hubo bastante gente que se dejó muchas cosas en el camino para llegar a una democracia de la que yo no abomino, pero que se puede perfeccionar en muchos aspectos. No hay que tener miedo a los cambios. Los mejores tiempos refleja todo esto y Daniela Astor y la caja negra mira a la Transición a través de unos ojos desde los que habitualmente no es contada, los ojos de las niñas que éramos adolescentes o púberes en ese momento. En esta novela lo que quería contar era como mi modelo de lo que era una mujer admirable estaba condicionado por las representaciones de mujeres admirables que me rodeaban en ese momento, que eran las musas de la Transición y las musas del destape. Todo eso se te queda y después tienes que ir intentando quitarte esa grasilla poco a poco. Ese proceso es el que se aborda en Daniela Astor.

 

“La literatura nos ayuda a aproximarnos a los acontecimientos históricos desde esa visión de que lo personal es político”

 

- Normalmente el argumento que se utiliza para no introducir modificaciones es el de que en esa época no se pudo hacer de otra manera. Pero, ¿ese pacto establecido tiene que durar eternamente?

 

- Bueno, lo que yo creo es que se ha producido una sacralización de la legalidad constitucionalista que obvia el hecho de que muchas veces para que se produzcan transformaciones progresistas dentro de una sociedad hay que cambiar las leyes. En el caso del pánico que produce cualquier tipo de reforma constitucional me parece que es absolutamente desmesurado y que se podría hacer sin repercusiones traumáticas para nadie, a no ser que la gente sea carpetovetónica en el peor sentido de la palabra. Lo terrible ahora en nuestro país es ese rebrote de una ultraderecha tremenda que está conectando, a nivel global, con un pensamiento hegemónico imperial trumpiano, con una derecha pragmática que lo relativiza todo y que fomenta los bulos y las mentiras, las denominadas “fake news”. Todo eso está aquí y se mezcla con nuestra particularísima derecha patria. Una derecha que tiene sus raíces en ese señor que ha salido recientemente del Valle de los Caídos, suscitando polémica, algo absolutamente impresionante. Se quiere vender la fantasía de que todos somos iguales y no, señores, no todos somos iguales. En este sentido me parece interesante insistir en que, cuando se aspira en la literatura y en las artes a lo universal, hay determinados temas que no se pueden abordar desde esa perspectiva. Si tú hablas desde una perspectiva universal de las guerras, las guerras ya sabemos todos que son malas; que hay muertos y hay sangre en un bando y en el otro; que los seres humanos se animalizan y sacan lo peor de sí mismos... Pero a mí lo que me interesa de las guerras no es lo universal. Me interesa quién las declara; quién las motiva y contra qué se rebelan; quiénes fueron los vencedores, quiénes fueron los vencidos... Me interesan las cosas particulares y creo que la literatura nos ayuda a aproximarnos a los acontecimientos históricos desde esa visión de que lo personal es político, desde esa visión intrahistórica que nos ayuda a interpretar y a entender las cosas más allá de la abstracción y de las vulgaridades.

 

“Me paso la vida escribiendo libros porque creo que sirven para construir una realidad alternativa”.

 

“La empatía con el dolor de otras personas con las que compartes momento histórico es importante en mi obra”.

 

Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

En la concha del caracol

20 de marzo de 2020 12:38:29 CET

 

“Nadie tiene derecho a tratar conmigo como si me conociera”: la afirmación intimida y pone a todo aquel que quiera intentar una aproximación al escritor suizo ante una difícil tesitura. Tal vez la solución sea precisamente conocerlo, metiéndose para ello en la concha de caracol desde la que siempre escribió y utilizando como él un lápiz, un sencillo lápiz como los que su padre vendía en la tienda de artículos de papelería y encuadernación que regentaba en Biel y que, visto en perspectiva, bien puede entenderse como una premonición de aquello que más tarde se convertiría en esencial para el sexto de los siete hijos de los Walser. El negocio en aquellos años funcionaba bien y la numerosa familia vivía de manera desahogada, aunque poco después, a finales de la década de los 80, la gran depresión acabaría con la práctica totalidad de los pequeños negocios, también con el suyo. Para obtener ingresos, la familia se vio obligada entonces a alquilar algunas habitaciones de su casa y, al final, acabó por trasladarse a un barrio más pobre de la ciudad. La madre, melancólica y con una marcada tendencia a las crisis depresivas y emocionales, que heredarían algunos de sus hijos (el propio Robert, además de Ernst, fallecido en 1916 en Waldau, donde estaba ingresado por una enfermedad psíquica, y Hermann, que se suicidó en 1919), nunca llegó a superar el fracaso económico, enfermó y murió pronto, en 1894. Lisa, la hermana mayor, se encargó de cuidarla durante los años de la enfermedad y también de llevar la casa mientras la situación económica empeoraba de día en día. Robert y su hermano Karl, el futuro dibujante, se vieron obligados a abandonar la escuela un año antes de terminar el bachiller, un brusco cambio de su situación vital que dejaría en el futuro escritor una huella indeleble, la cual revirtió en su escritura de manera singular, distanciándola, volviéndola casi esquiva a medida que intentaba alejarse cada vez más de un mundo que le resultaba ajeno, de un mundo en el que sus anhelos de vivir de la literatura se verían truncados una y otra vez, de un mundo en el que solo encontró protección en la distancia.

            Así fue como en 1892 Walser empezó a trabajar como aprendiz en la filial de Biel del Banco Cantonal de Berna. Los problemas económicos y la falta de cariño materno van creando un vacío en la vida del futuro escritor, que no se llenará ya nunca más. En realidad el trabajo en el banco no es más que un intento de encontrar una estructura para una biografía que ha empezado a tambalearse en sus cimientos, tal como puede comprobarse en los numerosos monólogos interiores que recorren la novela Los hermanos Tanner (1907), a través de los que Simon intenta dar forma a su existencia. Es Walser el que habla consigo mismo y este recurso, que le permite establecer una conversación solitaria, sin respuesta, será en todo momento el favorito de su escritura, la forma que, como su concha, lo protegerá del exterior. El trabajo no es para él un medio de vida, sino simplemente un papel que debe desempeñar, otro más de entre los muchos que representó siempre en casa, un disfraz, en el fondo, como los que utilizaba para estas actuaciones y de los que nos ha quedado un magnífico testimonio en un dibujo que su hermano Karl le hizo en el papel de Karl Moor, el protagonista de Los bandidos de Friedrich Schiller. El pequeño Walser parece encontrarse a gusto en este juego de papeles que, con el tiempo, se convertirá en una constante, pues los límites entre realidad y ficción se difuminan en su vida y en su obra hasta lo irreconocible, como si de una sola se tratara: “¿Quieres cambiar la vida real por la apariencia, el cuerpo por su reflejo?”, escribe en 1902. Pero a pesar de la atracción que siente por la escena, y a pesar también de la decepción que le supuso no haber conseguido un papel en una obra que se iba a representar en el Teatro Real de Stuttgart (su expresión era poco ágil), pronto se convence de que esa profesión no le ofrece la intimidad que necesita para llevar a cabo su juego con el otro. A la ciudad suaba había llegado en 1895, siguiendo a Karl, que aprendía allí a pintar interiores, aunque un año después, tras la fallida experiencia teatral y haber trabajado en una librería, decide regresar a Suiza, andando, para establecerse en Zúrich con el firme propósito de ser escritor.

Walser estaba convencido de que el torrente de emociones que podía expresarse a través del lenguaje y la mímica, la expresión lingüística en su totalidad, debia tener su mejor espacio de manifestación en el teatro. Pero no fue capaz de llevarlo a la práctica, pues los primeros intentos dramáticos no resultaron en textos comparables a su prosa posterior. No obstante, dan testimonio de un joven autor en busca de su identidad, que reflexiona a la vez sobre las numerosas posibilidades que ofrece la escritura, jugando incluso con los géneros, como puede verse en un cuento en verso, Cenicienta (Aschenbrödel, 1901), en el que trata de armonizar la anhelada fusión entre realidad y ficción, convirtiendo al género literario en un personaje más y desarticulando su forma clásica y su final feliz: la protagonista no pretende una vida de princesa, pues lo que el príncipe le ofrece no cuadra con sus ideales de emancipación. Junto a ello la defensa que aquí se hace del hecho de servir a otras personas, vista no como humillación, sino como resistencia frente a la común idea de actuación pasiva, hace de este breve drama una clave para la comprensión de la posterior obra walseriana. Algo similar es lo que ocurre con Blancanieves (Schneewittchen), publicada también ese mismo año, una continuación del cuento original que desarticula el texto clásico convirtiendo en pasión lo que en este es amor. Blancanieves no anhela otra cosa más que regresar a su mundo sin emociones de la casa de los enanos, pero, como no puede hacerlo, se inventa otro y, con él, un final conciliador. La moraleja del cuento es, por tanto, sospechosa, pues responde, en realidad, a una moral concreta con la que Walser nunca llegó a estar del todo de acuerdo: la del mundo burgués.

Y eso que cuando dio sus primeros pasos como escritor aún la aceptaba y respetaba sus convenciones, intentando lograr la aceptación de sus futuros lectores. Tiene solo veinte años en el momento en que sus primeros poemas ven la luz en un periódico local. Josef Viktor Widmann lo había hecho posible, y él mismo escribe una reseña en la que constata “tonos verdaderamente nuevos”. Al escritor Franz Blei le llamaron la atención y le introdujo en el círculo de la revista Die Insel, donde Walser publicaría sus textos a partir de entonces. Asimismo promovió su colaboración en otras revistas como Der blaue Vogel y Die Opale. Los círculos de escritores reconocidos van abriéndose para recibir al nuevo poeta: Frank Wedekind, Alfred Kubin, Marcus Behmer, los dos últimos también conocidos ilustradores. Pero Walser parece no sentir demasiado interés por relacionarse con estos representantes de una vida establecida, ante la cual, el poeta parece ahora asustarse. Necesita su autonomía, no como gesto de resistencia ante la moral burguesa, sino como requisito para la propia existencia. Las condiciones para dedicarse a la literatura son en Múnich más favorables que en ningún otro sitio, pero le siguen faltando los recursos económicos y regresa a Suiza. Los trabajos que desempeñará a partir de entonces serán muchos, pero también de corta duración: empleado en diferentes empresas, en una editorial, en una compañía de seguros, en un banco, ayudante de un ingeniero… Son espacios en los que escribe mientras simula trabajar, espacios que, al igual que sus constantes cambios de residencia, suponen un nomadismo existencial, una fuga constante, ya sea de alojamiento, ciudad, taberna u oficio, en un intento continuo de evitar “llevar una vida ociosa y angustiada junto a la estufa de casa”, en palabras de Jakob von Gunten. Durante la I Guerra Mundial prestó el servicio militar y, al final, trabajó también como bibliotecario. Pero lo más importante para él eran sus textos. Y así, tras una larga correspondencia con Rudolf von Poellnitz, entonces director de la editorial Insel, Los cuadernos de Fritz Kocher (Fritz Kochers Aufsätze) vieron la luz en diciembre de 1904. Se trata de una colección de redacciones escolares que un editor ficticio publica tras la muerte de su joven autor. El volumen trae consigo una nueva estética, la de la escritura sin un tema concreto, la que no tiene un contenido específico: “Me gusta escribir sobre todo sin diferencia alguna. No me atrae la búsqueda de una trama determinada, sino elegir palabras hermosas, delicadas”. Los textos no tienen un orden aparente y el estudiante va perdiéndose poco a poco en diferentes argumentos y reflexiones, que conforman el marco para las opiniones de un joven respecto de su entorno (la escuela, la familia, el bosque, la patria…), expuestas con esa aparente ingenuidad que oculta tras de sí la mordaz ironía walseriana.

Después de Los cuadernos y en un periodo de tiempo de escasos tres años, Walser escribe la trilogía de novelas que lo hará famoso: Los hermanos Tanner (Geschwister Tanner, 1907), El ayudante (Der Gehülfe, 1908) y Jakob von Gunten (1909). Compuestas durante su estancia en Berlín, son un recorrido por la temática inherente al conjunto de su obra, y que se convertirá con el tiempo en una categoría propia, la de la identidad, articulada en la línea del proceso de reflexión sobre el tema que domina de principio a fin toda su producción literaria. El papel dominante lo desempeña, en su caso, el juego irónico con la idea burguesa del yo inalterable del individuo, a través del cual Walser ofrece una visión desilusionante del proceso de formación y desarrollo, que conlleva a su vez una nueva visión de los conceptos de “individuo” e “identidad”, los cuales han ido variando su significado en el proceso histórico que ha contribuido a la transformación de la sociedad de clases. La identidad es ahora una tarea individual, aislada. Klaus Tanner, el médico establecido y de buena reputación, representa de forma más pura el modelo de identidad del siglo XIX, ese modelo ahora sin valor, que Walser describe con una ironía provocadora, como si de una caricatura se tratara. Su hermano Simon, el menor, se agota en numerosos intentos fracasados de conseguir formar parte de esa sociedad, presentados en una linealidad fragmentada que prefigura ya la nueva novela moderna. Y Kaspar, el artista, que ve su trabajo como la única posibilidad de una vida auténtica, fracasa igualmente en un entorno lleno de clichés, que no comprende que alguien pueda vivir una vida libre, sin ataduras sociales. Para evitar el fracaso, Klaus, el mayor de los hermanos, lo anima a ir a Italia, el único lugar donde, desde su punto de vista convencional, podrá conseguir la madurez necesaria para dedicarse al arte. Pero el mito de Italia se desmonta en esta novela a través de los ojos de este artista que no considera en absoluto que en ese país del sur puedan existir más bellezas que en cualquier otra parte. Interesante aquí es el hecho de que las conversaciones entre los hermanos, aunque contradictorias, responden, sin duda, al discurso modernista.

Walser había llegado a Berlín en 1905, pues la capital alemana le parecía el lugar más adecuado para desarrollarse como escritor. Berlín era el centro político de Alemania, pero también el centro de las ansias de poder y expansión del imperio alemán. Militarismo e imperialismo se respiraban en cada esquina. Allí estaba ya su hermano Karl, ahora un ilustrador famoso, con una reputación que posibilitó a Robert nuevos contactos, entre los que se contaba el editor Bruno Cassirer, quien le animó a escribir su primera novela. Pero la vida de la bohemia berlinesa tampoco parece ajustarse a él y, aun consciente de las posibilidades que se le ofrecen para dedicarse a la literatura, no está dispuesto a aceptar sus condiciones y entra en una escuela para mayordomos en un intento de escaparse una vez más de un entorno que le es ajeno y recogerse y diluirse en él hasta pasar totalmente desapercibido. Incapaz de adaptarse a las exigencias de la sociedad, se esconde ahora tras el uniforme de la escuela, desde donde no puede verse su escaso, o quizá nulo, instinto social. Y así, tras concluir su formación, entra en 1905 al servicio de la casa Dambrau en Silesia. La experiencia al servicio de otros resultaría después en una constante que dará forma a esa categoría “identidad” con la que nunca dejó de experimentar en sus textos. Tal vez porque el hecho de servir a otros ocultaba sus aspiraciones reales y le daba la oportunidad de perderse tras un yo en el que poder realizar actividades que de otra forma le hubiera resultado imposible llevar a cabo.

En la atmósfera berlinesa, en la que todo es grande y monumental, desarrolla Walser su amor por lo pequeño, por lo insignificante. Pero es un amor heredado. Heredado de la tradición helvética. Y será precisamente en el contraste con la gran ciudad, cuando Suiza empiece a revelarse como la auténtica concha de caracol, que dará refugio al poeta en todos los sentidos. Valora cada vez más el incógnito y, sin quererlo, hará de él uno de los motivos por excelencia de la literatura modernista: el papel del escritor que se oculta en sus palabras, sus posibilidades y perspectivas, se convierten en tema de reflexión en muchos de sus textos en prosa, tal como se refleja en El ayudante, su novela de mayor éxito. Publicada en 1908, las referencias autobiográficas son obvias, pues recogen las experiencias del autor durante el tiempo que trabajó como ayudante del ingeniero Carl Dubler en Wädenswil. El personaje de Joseph Marti es, sin duda, uno de los más representativos de la obra de Walser, tanto por su especial significado como testigo del ocaso de la conciencia burguesa como por el magnífico juego de perspectivas narrativas en el que se enmarca su historia y que hace de esta obra un paradigma de la modernidad. Nada cambia en la vida de Joseph desde que entra al servicio de Tobler, de forma que abandonará la casa exactamente igual que ha llegado, sin haber experimentado ningún tipo de evolución. Además, su incapacidad a la hora de escribir sus memorias niega, por otro lado, el significado de su propia persona, de su ser como individuo. Pero a partir de este momento, el ayudante, el sirviente que está a disposición de otros, se convierte en uno de los personajes definitivos en sus textos, aunque el hecho de “servir” no deja de ser, en realidad, más que una forma oculta de dominio que, precisamente en el contexto del fin de siglo, puede leerse también, en una dimensión filosófica, como una fórmula contraria a la postulada por Nietzsche. Sus jóvenes protagonistas centran todos sus esfuerzos en una única cosa, el cumplimiento del deber, la obediencia, pues creen que únicamente obedeciendo pueden escapar a la responsabilidad que conlleva la existencia, ya que, en realidad, no quieren ser nadie. La obsesión por la insignificancia que dominó al autor durante toda su vida encuentra aquí una de sus mejores expresiones.

Frente a la crisis de la identidad individual los personajes de Walser representan nuevas perspectivas para el yo: el Instituto que se describe en Jakob von Gunten, la tercera de las novelas, en sí un modelo de Estado autoritario, ve desmitificado su supuesto poder por la actitud de los personajes, caracterizados por la ironía inmanente a la propia obra, la más abstracta de la trilogía, y, sin embargo, la más valorada por Kafka: “Conozco Jakob von Gunten, un buen libro”. Siendo así, era de esperar que los lectores de aquel momento no lo entendieran del mismo modo. Y hasta el propio Walser supo siempre que su forma de narrar lo cotidiano sin añadir a lo narrado ningún tipo de emoción no se correspondía en absoluto con las expectativas del público de una época demasiado acostumbrada aún a los tonos realistas. Además, la novela supone una crítica radical a los fundamentos de la identidad moderna esto es, a la autonomía y a la autosuficiencia del individuo, que se ve obligado a renunciar al “yo” hasta hacerlo desparecer convirtiéndolo en un “encantador cero a la izquierda”, que no pretende otra cosa más que alcanzar el estatus de sirviente, socialmente despreciado a todos los niveles, situándolo en la más absoluta mediocridad y haciendo así que se diluya cualquier aspiración a tener un papel en la sociedad, a la que sirve con absoluto desinterés personal, libre del deseo de encumbrarse en ella.

Justo un año antes del estallido de la guerra, Walser abandona Berlín. Es probable que allí escribiera tres novelas más que acabó desechando y quemando. No se ha conservado ningún borrador, tal vez porque su despedida de la capital supuso también su despedida (por el momento) del género novelesco, con el que había estado obsesionado durante todo el tiempo de su estancia en la gran ciudad y que ya no se correspondía con la forma “pequeña y reducida” de Suiza. Se refugió entonces en lo que él denominaba como “la concha del caracol del relato breve”, un refugio que, aunque no lo protegía de la crítica, al menos sí lo hacía de cualquier tipo de comparación desmedida, y le permitía reducirse, desvanecerse, desaparecer. Fue también la despedida de su hermano Karl, a quien había seguido siempre que había podido y a quien admiraba sobremanera. De vuelta en la Confederación, en la buhardilla del hotel «Zum blauen Kreuz», en la que vivirá hasta 1921, Walser da forma a un breve relato, Vida de un pintor (Leben eines Malers), que verá la luz en enero de 1916 en la Neue Rundschau. Por primera vez desarrolla la forma en la que, a partir de ahora, dará expresión a nuevos textos: cuadros en prosa. El relato es un montaje de descripciones de diversos cuadros de Karl Walser, pintados todos en 1900 y expuestos en el museo Neuhaus de Biel, y que el narrador va describiendo al hilo de la historia del artista. No obstante, el personaje no desempeña aquí el papel principal, aunque posee un significado muy peculiar en tanto que los cuadros sirven de superficie sobre la que se proyecta la imagen de un artista poco seguro de sí mismo. Ese mismo año publica el relato Vida de poeta (Poetenleben), un relato que sigue manteniendo la estructura y el estilo en los que Walser parece encontrarse cómodo: la descripción de un retrato, una biografía con referencias claramente autobiográficas, que el narrador intenta esconder utilizando la forma del plural. En la obra, el uso del lenguaje administrativo que el poeta se ha visto obligado a utilizar en sus numerosos puestos de trabajo le otorga el anonimato tan valorado por Walser al tiempo que se convierte en el vehículo de expresión para el fracaso del propósito de la escritura: describrir una vida real. El modelo ya lo había perfilado en 1905 en el relato Vida de un escritor (Leben eines Dichters), donde recoge momentos concretos de la vida de un poeta y construye con ellos diferentes escenas que resultan en una biografía. Pero en una biografía fuera de lo común, ficticia, a través de la que el trabajo del poeta se convierte en la metáfora de otra forma de escribir, en la poética del propio Walser, reconocible aquí ya en todos sus contornos. Los retratos, en los que siempre habrá una relativa autorreferencialidad, se acumulan también a lo largo de los siguientes años: Kleist en Thun (1907), Brentano (1910), Dickens (1911), Lenz (1912), Kotzebue (1912), La huida de Büchner (1912), Lenau (I) (1914-15), Hölderlin (1915), Hauff (1917), por nombrar tan solo algunos, en los que Walser parece buscar sus modelos, sus referentes.

Los textos de este periodo ponen de manifiesto que se siente a gusto de vuelta en Suiza. El escritor recorre bosques y pueblos, y pinta cuadros, cuadros mentales, de las gentes con las que se encuentra. Pero también de la naturaleza. Sus Prosas breves (Kleine Dichtungen), publicadas en 1915 en la editorial de Kurt Wolff, son testimonio de la intensidad con la que observa su entorno, y con ellas ganará Walser el único premio que obtuvo en su vida. Fueron años productivos, durante los que escribió varios volúmenes de prosa breve y una narración de mayor extensión, El paseo (Der Spaziergang), publicada en su versión definitiva en 1920, en la que el relato se orienta a la forma del movimiento del paseante como vehículo de expresión y alimento existencial de una vida atormentada. Pero también son años en los que el autor conoce una cara más negativa de la vida: la del soldado de infantería. Walser es reclutado con cierta regularidad; a veces no le dan bien de comer, aunque vino no falta nunca en el sur de la Confederación. En cualquier caso, la situación no le agrada, pues no le deja tiempo para escribir. Los textos en los que refleja vivencias de este periodo ponen de manifiesto una situación inusitada: cómo el servicio militar puede llegar a ser un refugio para el individuo e incluso darle la oportunidad de tener un hogar. Porque, aunque el país no participa directamente en la guerra, la vida en Suiza experimenta cambios que se reflejan también en la situación política posterior al conflicto. Pero Walser prefiere seguir al margen, en su concha, pues las transformaciones políticas no le ofrecen ninguna garantía: “Lo político me aburre”, escribe en1919 a uno de sus editores. La situación repercute también en la vida cotidiana de los individuos: los alimentos se racionan y Walser se ve obligado con frecuencia a pedir ayuda a Frieda Mermet, la única mujer que, en este periodo en el que ha vivido tan solo, ha conseguido despertar su atención. La ha conocido en Bellelay, donde trabaja como regente de una lavandería. Con ella mantendrá una larga correspondencia, en la que hablará de amor e incluso de matrimonio; pero la perspectiva de futuro no resulta muy halagüeña debido a la falta de ingresos económicos con los que poder mantener una familia. También con Johanna Lüthy, que vivió en su mismo edificio en Zúrich entre 1896 y 1897, mantuvo Walser una estrecha relación que se refleja en reflexiones, personajes y escenas que recuerdan los meses que pasaron juntos. El sentimiento se cuela de este modo entre las líneas de sus textos, y así, tanto en cartas como en esbozos, el escritor deja hablar al amor que él concibe como algo tan poderoso, de tal grandeza, que es imposible vivirlo. Pero, al escribir sobre ello, Walser coloca a las mujeres en el centro de su creación, haciendo ver que, en cuestiones de amor, aunque sea con las camareras de las tabernas que frecuenta, incluso el fracaso conlleva felicidad.

Aunque durante este tiempo haya habido algún pequeño rayo de esperanza, los años de la guerra han dejado también su huella en el escritor. En 1917 Walser había dejado de utilizar la pluma como instrumento de escritura. La tinta no le otorga suficiente confianza, le parece sospechosa. Pero, en realidad, este cambio coincide con las primeras manifestaciones de ciertos trastornos psicosomáticos que le provocaron calambres en su mano derecha, y que él quiso atribuir a una animosidad inconsciente hacia el útil de escritura. El lapicero, que ya siempre le acompañará, trae consigo un cambio en su letra, pues hace que los rasgos de su grafía pierdan el contorno y se hagan más ágiles. Por otro lado, lo escrito a lápiz sugiere transitoriedad, parece perecedero y le ayuda en su voluntad de empequeñecimiento y desaparición en el entorno que lo rodea. La mala situación que atraviesa el autor repercute también en su físico. Walser, que nunca ha tenido en mucho su aspecto, continúa abusando del alcohol, sin prestarle ahora ninguna atención. Las experiencias límite que está viviendo desembocarán en una grave crisis. Su hermana Lisa le propone ingresar por un tiempo en la clínica de Bellelay. Durante el invierno de 1918 Walser vuelve a trabajar en una novela: Tobold. El manuscrito está listo en 1919 y lo envía a Rascher, el editor, pero también en el mundo editorial la guerra ha dejado sus huellas y nadie parece interesarse por el texto, de manera que no se sabe prácticamente nada de esta obra perdida. En 1922 vuelve a intentar conseguir un editor para otra novela: Theodor. Pero Walser ya no interesa. Tan solo consigue publicar unas pocas páginas al año siguiente en Wissen und Leben, la revista que dirige Max Rychner. De nuevo un texto en el que, con el topos de la búsqueda de un empleo como trasfondo, el protagonista ocupa un puesto secundario como secretario de una asociación de artistas y acaba siendo despedido por el rico comerciante con cuya esposa mantiene una relación.

A comienzos de 1921 Walser se traslada de Biel a Berna. Ocupa aquí un puesto como bibliotecario en el Archivo Municipal y, por fin, puede disponer de unos ingresos regulares. El ritmo de la vida en la capital no desagrada al escritor. Pero todo ha cambiado, y ahora tiene menos ideas y menos tiempo para escribir. El nuevo puesto, sin embargo, le da seguridad. Frieda Mermet sigue siendo su mejor amiga, su mejor corresponsal. También su mayor ayuda, pues le envía alimentos desde Bellelay y, a pesar de sus muchas quejas, lo cierto es que durante el tiempo que pasa en Berna Walser compone un buen número de textos. A pesar de no encontrar editor, consigue publicar en los suplementos de periódicos como la Neue Zürcher Zeitung o el Basler Nachrichten. Su trato con editores y redactores se vuelve cada vez más complicado, es desconfiado, cuidadoso, siempre preocupado por que le paguen lo que lo corresponde. Será su último gran periodo creativo.

En 1925 aparece el que será su último libro, La rosa (Die Rose), una colección de pequeños esbozos en prosa. Es el balance de su vida literaria: retratos de autores, de obras, recuerdos de infancia, de lecturas, impresiones de representaciones teatrales, todo ello expuesto sin ningún tipo de emoción, como siempre ha hecho. Aun siendo así, este volumen supone el autorretrato más lúcido de su autor, el retrato abstracto de una existencia solitaria que explica su rechazo a que nadie pudiera tratarlo como si lo conociera, su deseo de seguir refugiado en su concha. A La rosa regresan todos los temas que han configurado su obra y su vida, pero tan solo uno puede definirse como su auténtico leitmotiv: la búsqueda de una forma para seguir viviendo en las diferentes posibilidades de su identidad. La vida solo puede hacerse comprensible gracias a la abstracción, este es el programa de la colección, y tal vez por ello, al igual que Jakob von Gunten, resultó un absoluto fracaso en unos tiempos en los que el individuo necesitaba aferrarse a la realidad. Es evidente que Walser ha perdido el interés del público, y con él también el de los editores. Pero ello no le quita las ganas de escribir. Y, aunque parezca que sus textos no cesan de dar vueltas sobre las mismas cuestiones de antaño, sobre su identidad, en definitiva, por sus propios comentarios es posible intuir que la imagen que el autor tiene de sí mismo ha cambiado. Su estilo también es diferente, se ha vuelto más metafórico, más artificioso, más vanguardista. Sus largos paseos y sus viajes a pie (de Berna a Biel, incluso a Ginebra) aumentan en él la sensibilidad para percibir el paisaje, la naturaleza. Caminar, vagar, es su manera de vivir, su recurso ante las exigencias de la existencia, el necesario alimento para sus sentidos. Los colores y los sonidos se han convertido ahora en su cotidianeidad, las imágenes poéticas se vuelven más abstractas, los retratos se convierten casi en caricaturas de personajes mínimos, anónimos, seguramente porque la convivencia entre paseante y naturaleza incrementa la relación sujeto-objeto.

En 1926 empieza a trabajar en una nueva novela. Se trata en realidad de la descripción del proceso ficticio de configuración de un texto, o lo que es lo mismo, de una nueva reflexión sobre el proceso de escritura. Aunque conoce la forma, el resultado no es ahora el mismo. El marco para este nuevo intento es la vida en Berna, y a través de ella, en acumulaciones graduales, en la desarticulación de la estructura y el contenido, se prefigura ya la crisis que el género vivirá durante el siglo XX. La ilusión de la ficcionalidad desaparece y lo que se lee aquí no es más que la articulación de un texto literario sin más, el escritor situado frente al papel.

Pero la novela no verá nunca su fin y Walser comenzará paulatinamente a escribir menos, y también a retirarse definitivamente de la vida social. No escribe pensando en un posible lector y su escritura, igual que su persona, se reduce, se minimaliza, como si quisiera ocultarse incluso a sus propios ojos. Walser siente la necesidad de esconderse de todo lo que lo rodea disminuyéndose a sí mismo en la escritura, en una nueva escritura sin contornos, diminuta, imperceptible, en la que llevar a término su poética de la reducción. Los textos de los últimos años, escritos de manera micrográfica, no tienen contorno, pero sí estructura. No pueden ordenarse siguiendo modelos racionales, pero reflexionan sobre su propio proceso de composición. Son, en este sentido, mucho más radicales que los trabajos en prosa de los primeros años, y también su consecuencia lógica, la expresión de su peculiar individualidad, pues la propia biografía sigue siendo la fuente de la que el autor se abastece, aunque se oculte tras las máscaras más diversas. En los microgramas, para los que el autor utiliza todo papel que encuentra disponible (márgenes de pruebas, sobres, facturas, telegramas, formularios de impuestos…), juega con los géneros, con el lenguaje y se recrea en artificios y rimas que a veces confunden, pero los temas se repiten, aparecen una y otra vez configurando así una unidad temática en la que el quehacer literario en sí desempeña un papel fundamental. Walser vuelve a escribir una novela: El bandido (Der Räuber). Para ello utiliza, sin embargo, cuartillas escogidas, no cualquier papel que pueda tener a su disposición, y la cuidada caligrafía, toda una obra maestra, permite ver el interés que el autor tenía en la composición de este texto. La constelación de personajes y espacios es conocida: un entorno burgués en el que “el bandido” no tiene posibilidad alguna de supervivencia, situándose así en la estela dejada por sus predecesores Simon Tanner, Joseph Marti y Jakob von Gunten.

Pero poco a poco Walser va haciéndose cada vez menos perceptible, tanto a nivel personal como literario. A simple vista resulta imposible descifrar lo que escribe. El tamaño medio de su letra no supera los dos o tres milímetros. Esta desaparición progresiva de la visualización de sus textos supone en cierto modo también el inicio de una larga despedida. Aunque sigue clamando por una consideración digna como escritor, como si la ironía se personificase en sí mismo pretendiendo a un tiempo ser reconocido y pasar desapercibido como autor y como persona, Walser ha perdido a su público. Sus textos solo ven la luz en un periódico checo, la Prager Presse. Max Brod es uno de sus editores. Está ahora más solo que nunca. No sale demasiado, a veces al teatro, a veces a la ópera, aunque mantiene aún su correspondencia con Frieda Mermet, con su hermana Lisa, con algunos editores, e incluso inicia una nueva con la joven Therese Breitbach, quien se había puesto en contacto con él para hablarle de su hermano, el también escritor Joseph Breitbach. En sus cartas, quizá debido al anonimato que le da la falta de conocimiento personal, Walser habla abiertamente de cómo se siente y las descripciones de sus estados de ánimo permiten acercarse no solo a la vida interior de Walser, sino al sentir de toda una generación, a un ambiente que el escritor sabe describir hasta en sus más mínimos detalles. Contienen además numerosos recuerdos de su infancia y de los años pasados en Berlín, escritos con un tono de grata confianza, en realidad un testimonio más de la soledad que se había adueñado del autor.

Los recuerdos se convierten ahora en otra constante más que añadir al resto de motivos que pueblan sus textos. Walser ha cumplido 50 años y el paso del tiempo, la vejez, ocupan cada vez un espacio mayor en sus pensamientos. Quizá por ello en los microgramas hace a menudo balance de lo pasado como si de alguna manera previera un cercano final. Y, ciertamente, al año siguiente, en 1929, Walser experimenta una crisis aguda que los médicos del sanatorio de Waldau diagnostican como esquizofrenia. Aunque dice sentirse bien, ha ingresado allí por consejo de su hermana. La consecuencia inmediata del cambio de estado es el abandono de la escritura. Incluso las cartas, que ahora firma de manera decidida y reivindicativa como el “escritor Robert Walser”, empiezan a ser más escasas y su correspondencia cesará definitivamente, al igual que la escritura, cuando el 19 de junio de 1933 sea ingresado contra su voluntad en Herisau: “Es absurdo y cruel plantearme la exigencia de que escriba también en el sanatorio […]. ¿Para qué? Mi mundo fue destruido por los nazis”. Tan solo siete cartas se han conservado de los primeros dos años que pasó allí, pero el tiempo de escribir hasta quedarse sin fuerzas ha quedado definitivamente atrás. La última carta tiene fecha del 10 de julio de 1949 y está dirigida a Carl Seelig, su única compañía desde que lo conociera en la institución en 1936. Son los años de la guerra, los años del caos y el horror que Walser, sin embargo, vive de lejos, aunque empiezan a manifestarse en él ya síntomas claros de la enfermedad: alucinaciones, miedos, voces.

Seelig, editor y mecenas, se interesa por sus textos y quiere que se publiquen. Al principio Walser se alegra, pero rápidamente se da cuenta de que ello supondría un trabajo ímprobo y pierde toda esperanza de poder hacerlo. Seelig va a verlo con frecuencia y mantienen largas conversaciones, dan largos paseos. Hablan de recuerdos, de conflictos acallados tras el silencio de cada uno de los pacientes de Herisau, de comida, de literatura: adora los textos de Gottfried Keller y aprecia mucho el estilo de Conrad Ferdinand Meyer; sobre los colegas alemanes, Thomas Mann o Eduard von Keyserling, las opiniones no son tan buenas. Con el paso del tiempo Seelig se convirtió en su tutor, se ocupó de sus finanzas y consiguió siempre fuentes de financiación que evitaron al escritor una de sus mayores preocupaciones: depender de la caridad en el asilo de Teufen.

Como era su costumbre, también el día de Navidad de 1956 Walser salió a dar un paseo tras el almuerzo. Al empezar a subir una cuesta su corazón falló. Poco después unos niños lo encontraron tendido en la nieve. La policía hizo una foto de ese momento, reproducida hoy en numerosas ocasiones. Al verla, el lector de su primera novela recordará sin duda la imagen del cadáver del desafortunado poeta Sebastian, a quien Simon Tanner encuentra muerto sobre la nieve. Con otra premonición cumplida el círculo se ha cerrado, el círculo de una vida y una obra que discurrieron como si de una sola se tratara, al margen de un mundo hostil que llevó a ambas a ocultarse en el lugar en el que permanecieron hasta llegar a nuestros días para, contraviniendo el mayor de sus deseos (“No quiero felicidad, quiero olvido”) hablar ahora más alto y más fuerte que nunca: ese lugar íntimo que él llamó su “concha de caracol”.

 

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Escrito en Lecturas Turia por Isabel Hernández

Nietzsche

20 de marzo de 2020 09:25:35 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Y qué importa que se rían cuando nos ven bailar

borrachos de amor por las calles,

en los andenes del metro, sobre la pureza

de los sentimientos y la moral de los días auténticos?

¿Y qué importa que nos llamen locos?

No te des mal. Decía Nietzsche:

Ellos no pueden escuchar la música.

Somos radiografías sobre la nieve,

tal vez no hacemos más que disfrutar

de cosas que a los demás asustan.  

Ellos no pueden oír nuestra música,

disparan en las peceras y sospechan de todo.

Yuriko, yo te amo cuando cae la nieve

sobre nuestras radiografías y suena de nuevo

nuestra canción; la más hermosa e invisible

canción de un mundo misterioso que susurra:

si temes a la vida nunca la vivirás. 

Y entonces descubro que he ganado mi reino

bajo el sol, abrazado a un espejo con el que bailo

por las calles, borracho de amor.

 

(Del libro Buscadme en los columpios)

Escrito en Lecturas Turia por Ángel Petisme

El responsable

9 de marzo de 2020 13:45:30 CET

José González Bayas era uno de esos chicos listos de pueblo pequeño o aldea, que parecen tener la sensación de haber nacido y vivir en una tierra ajena y tener que esperar a que alguien venga a recogerlos, porque tampoco acompañan a quienes buscan un trabajo en la ciudad. Ellos esperan salir de aquí y, de ir a alguna parte, irían mejor a las Indias, como sus abuelos, que trajeron tanto oro; pero no en todos los pueblos de España existe, como un aire dorado, como polvillo de mariposa, que se pega desde generaciones a algunos elegidos y los marca para ser toreros y vestir oro y seda,  o ser señores de la sierra y los caminos por todas partes, como José María el Tempranillo que incluso hacía pagar al rey de España un derecho de paso para que las postas en las que iban los correos pudieran hacer su recorrido sin ser atacados por partidas de aquellos señores bandoleros. 

Pero este polvillo dorado no existía ya en toda España, y hacía años que venía alguien de la capital esparciendo periódicos y hojas volanderas o maestros oradores que hablaban de lo que nunca se había hablado en una aldea desde que se hablaba de los turcos o de los indianos: nada menos que de cambiar el mundo con ideas. Y buscaba hombres y mujeres jóvenes que tuvieran ideas y quisieran llevarlas a la práctica. 

Y así fue como  José González Bayas, el Rubio, a sus veintidós o veintitrés años, cuando estaba a punto de enterrarse en la bebida o de irse a la partida de los amos de los caminos, se fue a Madrid, y dejó del todo que su padre, que era quien sacaba adelante la pequeña labranza de su casa, con un criado más fijo que temporero, se arreglase como pudiese, aunque fuera cada vez de peor manera.

Unos años antes, cuando el maestro y el cura del pueblo habían dicho al padre del Rubio que a éste parecían llamarle la atención las cosas de la mecánica, y podía irse preparando con algún estudio, el Rubio no se negó a ello, y le enviaron a la capital de la provincia a alguna academia o con algún maestro mecánico, pero, o no puso el ahínco necesario en aprender, o estuvo picando en esto y en lo otro,  como abeja en muchas flores, y no se decidió por oficio alguno,  y a lo último hablaba de hacer oposiciones a cartero o telegrafista, preparándose desde el pueblo, y en una academia de Madrid por correspondencia.

Y entonces fue cuando, estando en ese aquel tiempo de dudas de no saber qué hacer o qué camino tomar,  comenzó a hacer amistad con un  fotógrafo y también apañador o componedor que vino por aquellos pueblos, y el Rubio  dijo un día, a su padre y a  quien quisiese oírle que aquel amigo le llamaba a Madrid, con una buena colocación en una imprenta; y. fuese verdad o no, lo que parecía cierto era que, por fin, se dedicaría a algún oficio en relación con las imprentas y los papeles impresos y periódicos,  e iba a ser, según le había enseñado ese retratista que también tenía el oficio de componedor, y no parecía sino que no había nada que no pudiera arreglar. 

-¡Pues, si se quiere, así se arregla el mundo, como estos chismes, y hasta más fácilmente! –dijo un día.

Luego callaba unos instantes, pensando quizás en lo que acababa de decir, y casi todos los del pueblo vieron entonces que el Rubio enderezaría por fin su vida y dejaría de ser un desaprovechado. Y el hecho fue que, pasados  tres o cuatro años, volvió el Rubio, muy bien vestido, y realmente hecho un señorito.

Pero lo que, luego, hablara con su padre, no se sabe, y tampoco lo que también habló con los maestros del pueblo, y el señor Francisco el ebanista, pero por lo que el Rubio se dejó caer, parece que  no sólo se había hecho socio de un negocio de imprenta, sino que estaba preparando con esos o con otros socios unas escuelas especiales en Barcelona, donde el negocio del periódico que tiraban en la imprenta tendría más clientes,  y el asunto de la enseñanza moderna estaba mejor mirado que en Madrid.

Y seguramente le fue bien en estos negocios porque el Rubio no volvió por allí hasta bastantes años después, y con una embajada que a todo el mundo le produjo extrañeza, porque vino a poner una imprenta en el pueblo, que era grandecillo, pero al fin y al cabo, en el que el Rubio mismo  debía de preguntarse cómo iba a vender la mercancía. Aunque enseguida se comprobó que la mercancía no la vendía, sino que la regalaba. Y ésta era  una  gran cantidad de papelotes ya impresos para pegarlos por la noche en las paredes del pueblo grande que estaba cercano, o para entregárselos a quienes venían por ellos hasta de la capital, y en los que anunciaba que iba a abrir allí una escuela moderna, aunque en pequeño, pero como la de Barcelona a la que irían a trabajar el Manco, que era primo del Rubio, y el Marianín, cuando hicieran por aquí el aprendizaje. Y así estuvieron las cosas poco más de unos seis  meses, hasta que un día se presentó allí  uno de los jefes de la Sociedad de Barcelona y dijo al Rubio que había que cerrar y deprisa, porque no había sido buena idea hacer esas tiradas de carteles ni podían pensar en abrir esas escuelas modernas por estas tierras.

Y el de Barcelona no dijo más, pero, inclinándose al oído del Rubio le susurró que no les vendrían mal allí un hombre tan discreto como su primo el Manco y este Marianín medio idiota, que sería incapaz de traicionar a nadie que le echara un trozo de pan de tiempo en tiempo. Y entonces fue cuando el Rubio los invitó, a los dos y luego llevó él mismo a Marianín a la Sociedad, le arrastró hasta ella y le forzó a entrar, llevándole  al centro directivo de aquella Sociedad que estaba en el piso de arriba de la taberna “Las tres cepas”, al que se subía tanto por la escalera de la taberna como por la de la casa de al lado que era el taller de un zapatero que se llamaba Alcibíades, y venía de una familia de federales. Al Centro de la Sociedad, que tenía dos entradas y salidas, podían acceder cómodamente a las reuniones los tres fourerieristas y los dos tolstoianos masones de entre los siete miembros directivos de la Sociedad, porque era un lugar acogedor y discreto,  y tal como le habían elegido no podría decirse que era un antro de envilecimiento del pueblo, porque no se despachaban bebidas espirituosas ni se fumaba, ni tampoco se comía carne. 

Y,  cuando el Rubio llegó allí con Marianín, los miembros de la directiva de la Sociedad que asistían y estaban sentados en torno a una mesa muy tosca, como las que se utilizaban en Castilla para matar los cerdos, con algunos papeles en las manos y dos carburos encendidos sobre la mesa.

- El compañero recadero está comiendo abajo - dijo el Rubio a los otros tres compañeros de la dirección, refiriéndose a Marianín -. Es completamente idiota, pero de buena pasta, y además es muy beato. Se le podría cargar con una bomba y enviarle a una iglesia con ella, sin que supiera lo que llevaba encima, y sin sospechar que, al explotar, se le llevaría a él mismo por delante.

- Pero no habrás pensado en serio, poner una bomba en una iglesia y sacrificando, además a un compañero ¿verdad Rubio? Pues que ni se te ocurra mentar algo semejante.

Y entonces bajó el Rubio al piso bajo de la taberna donde Marianín había acabado de comerse una ración de callos, le dijo que subiera un momento con él y que enseguida volverían a bajar y podría seguir comiendo.

- ¿Qué piensas comer ahora, Marianín?

- Más morcilla y más callos.

- Pero que no se te ocurra beber alcohol.

- Ya sabes que no bebo ni fumo.

- ¡Buen muchacho! Como debe ser.

Subieron Marianín y el Rubio hasta el primer piso, se acercaron a la mesa donde estaban sentados los otros directivos de la Sociedad, y dijo el Rubio:

-Este es el compañero Carriles, pero os obedecerá como si fuera yo mismo en lo que le mandéis, como si fuera yo mismo quien se lo mandara.

- Sí señores  - contestó Marianín. -

- Pues tanto gusto, y ya nos veremos en los próximos días   – dijo uno de aquello hombres.

Marianín ya no contestó, y el Rubio le tomó de nuevo del brazo, como cuando habían subido, bajaron la escalera y le volvió a llevar hasta la silla y la mesa de donde le había levantado antes, y le advirtió:

 - Ya está todo pagado; come lo que te dé la gana.

  Luego le dijo:

 - Me he enterado de que ha estado aquí en Barcelona mi primo el Manco a comprarse un brazo, una mano o una cabeza, y que has estado con él.

 Y así era, y había estado precisamente en la imprenta, y cuando preguntó el Rubio, por qué no se lo había dicho, Marianín contestó  que se lo había intentado decir, pero que en cuando había comenzado a informarle de  que el Manco había  venido porque una sobrina suya se hacía monja y ya no saldría del convento hasta que se muriese, le había dicho que no dijese tonterías, le había parado los pies de malos modos y no le había dejado hablar. Y el Rubio dijo finalmente:

  - ¡Bueno! Eso de no salir del convento sería según y cómo.

 Y lo dijo sonriéndose, con mucho retintín,  y dejando ver el colmillo que tenía cariado y casi negro. Y concluyó advirtiéndole a Marianín de que, en adelante, allí en la imprenta, no admitiese ninguna visita de nadie, o se le acababa su amistad con él y el trabajo allí, y él, y Marianín, tendría que ver cómo se buscaba la vida en Barcelona o arreglárselas para volver al pueblo a nada. Aunque lo que no sabía el Rubio es que al día siguiente Marianín iría a despedir al Manco a la estación y le contaría todo esto.

- Yo que tú – le dijo el Manco – me iría para el pueblo, y allí ya trataríamos cómo fuera de arreglarnos. Ya te digo yo que hasta el Rubio va a tener que volver un día, y con la cabeza bien baja, y ya puedes tener cuidado no sea que te contagie el Rubio su maldad de corazón, porque es malo, muy malo, Marianín.

Y esto último estuvo en un tris que se lo dijera también luego Marianín al Rubio, pero no abrió la boca, porque ya le había convencido el Manco de volverse al pueblo con él. 

 Pero el que volvió unos meses después fue ciertamente  el mismo Rubio. Y lo primero que hizo al día siguiente de llegar al pueblo, antes de que se enterase nadie de que había vuelto, fue encerrarse en la casa del Pinar Grande, y ponerse a malderretir, en una lumbre que encendió  en una especie de poza, los plomos de imprenta con los que había venido cargado, mientras al mismo tiempo machacaba las piedras litográficas que también había traído  hasta hacerlas arenilla. Y su primo el Manco le dijo:

- ¿Y para destrozarlo has venido con todo esto tan cargado hasta aquí? ¿Es que en Barcelona, en el barrio en el que vives, no hay un mal horno o, por lo menos, cerillas y unas tablas para hacer una lumbre, y un martillo para hacer harina las piedras? Yo creo que te hubieras evitado el venir tan cargado, y llamando la atención, o incluso suscitando las peores sospechas – dijo el  Manco

Pero él, el Rubio, no había ido allí con ningún saco a cuestas, como su primo decía, sino que en otras manos había dejado el asunto y ellas se lo habían entregado a domicilio, y lo que le aseguró al Manco fue que sólo le había llamado para decirle esa noche dos palabras, allí en aquella casa del Pinar Grande, que era del abuelo, y era simplemente una casucha para guardar unos aperos, unos arreos, un pico y una pala, cuatro herramientas más, y hacer un poco de lumbre los días muy fríos.

Hizo un silencio, como si estuviera recogiendo dentro de sí mismo las palabras que iba a decir añadió que, al fin y al cabo, de lo que se trataba era de que él, su primo el Manco, tenía que pensar él también y enseguida si se iba a buscar un escondite, pero que no pensase que el escondite iba a ser aquel lugar donde ahora estaban hablando, sino que el escondite estaba en un país de América y, antes del fin de la semana siguiente deberían estar en el barco con rumbo hacia allí.

- Y ¿por qué tengo que irme yo, Rubio?

- ¿Ah no? ¿Es que no te has enterado todavía que yo puedo decir que fuiste tú quien enzarzaste a Carriles para que se fuera a Madrid o a Barcelona, el mismo día que enterramos a su madre, y que fuiste tú quien le llevaste a Barcelona, y que puedo decir todo esto y mucho más, ahora que la justicia le ha ordenado fusilar y ya le deben de haber  fusilado?

- ¿A  un pobre idiota como Marianín, más bueno que el pan, le han fusilado, o le van a fusilar? No me lo creo, ¿qué ha hecho?, ¿qué ha podido haber hecho Marianín?

Luego calló, reflexionó un momento en voz baja, que seguro que había pagado por otros, y preguntó, muy serio, al Rubio.

- ¿Me quieres decir qué es lo que pudo hacer el pobre Marianín?

- Pues ni te lo puedes imaginar, pero el día de la Revolución que ha habido, aunque no te hayas enterado todavía por lo que veo, se puso a bailar tranquilamente en medio de una plaza de Barcelona con una momia, o sea con una monja desenterrada. ¿Me oyes lo que te digo?

Entonces hubo un silencio enorme que parecía llenar toda la pequeña casa rodeada de encinas y donde había cuatro sillas y una mesa  de madera sin cepillar, y el sol entraba por el único ventanuco que había porque aquél estaba ya muy bajo, y ésta era como su despedida del día, y el único momento que entraba en aquella caseta de labranza. Y entonces el Manco, tras echar una brazada de hojas secas de pino, se sentó y se retiró un tanto del hogar de la lumbre para poder aguantar la llamarada, y luego se dirigió a su primo, que buscaba algo en una de las dos pequeñas alacenas que había a uno y a otro lado del hogar.  

- No me vayas a decir, tú, ahora, que, si el Marianín hizo esa locura, no fuiste tú el que le mandó que la hiciera, al igual que  le obligaste a irse a Barcelona.

- ¡Hombre! Yo no le dije exactamente que bailara con una momia. Esto no se le ocurre más que a un idiota como Marianín.

- Ya me lo imagino. A nosotros tampoco nos decías, cuando por las noches teníamos aquí lo que tú llamabas “la clase”, que matásemos a nadie, sólo decías que había que eliminar a medio mundo o poco menos, cuando llegase la revolución. Y, por lo visto, ya lo habéis hecho, y ahora veo claro que nos llamaste a unos cuantos para ir de parapetos, por si salían mal las cosas; pero lo de desenterrar monjas ya es lo último.

Calló, pero antes de que el Rubio pudiera contestar, dijo el Manco todavía:

- Menos mal que entonces fue cuando alguien que lo tenía todo claro, al saber que me había negado a ir contigo, me dijo exactamente:

- Has hecho mal. ¡Has debido de ir allí y darle cuatro tiros y luego pisotearle la cabeza como se hace con una culebra!

- Sería el cura aquél que era tu vecino, y quien mandaba por todos estos contornos y en cien leguas a la redonda.

-¡Pues no! Te equivocas muchísimo, porque fue tu padre, mi tío, que parece que te conocía como nadie.

-¡Pues lo siento! Pero, ahora si te vienes, te vienes. Y, si no, hacemos cuentas ahora mismo, y cada uno por su lado.

Hizo un pequeño silencio el Rubio, se sentó frente al Manco y de lado al fuego del hogar y, como dispuesto a cobrarse esas cuentas atrasadas, preguntó:

 - No habrás traído ningún arma ¿verdad?

- ¿Para qué? Yo no soy un matón y tú no tienes ni una mala bofetada, Rubio.

- Por eso yo sí me he traído un arma. Te lo digo claramente.

- La trajiste, pero ya no la tienes, Rubio. Me lo imaginé en cuanto atravesaste el umbral de la puerta; pero te quitaste la chaqueta y ya no tienes la pistola; está en mi poder, pero no tengas ningún miedo porque, pase lo que pase, no pienso utilizarla. No te pegué dos tiros entonces, y no te los voy a dar ahora. Ahora ya es tarde, ya has hecho el mal y serán otros lo que te tuerzan el pescuezo.

- Pues prepara también el tuyo, porque tal y como son las cosas, tú también estás en la causa. Tu ibas a la imprenta de aquí con Carriles, y, en principio, aunque luego cambiaras de opinión, también querías ir a Barcelona, acompañándole.

Era una tal mentira que el Manco se calló un buen trecho de tiempo, y parecía que iba a estallar, aunque sólo dijo, con bastante tranquilidad:

- Lo único que siento es que no viva Marianín, y a lo mejor por mi culpa, porque fui yo el que fue a buscarle al convento de las monjas con el carro, cuando se murió su madre, para que viniera al entierro. Pero, ¿por qué se me ocurriría a mí ir a buscarle? Porque era su madre, naturalmente; para que la dijera adiós. ¿Y cómo iba yo a pensar que ese día precisamente te ibas a enroscar a él como una serpiente venenosa e ibas a llevártelo?

- Mira, primo Andrés, o  Manco si quieres que te llame así, porque para mí y para todo el mundo toda la vida serás “el Manco”. ¡Escucha, escucha! ¡Atiende y verás que, quieras o no quieras, estamos embarcados juntos en el mismo barco y, que si se va a pique, los dos nos ahogamos! Porque yo no voy a callarme, si me aprietan la garganta.

- Y ¿crees que no sé yo también que vosotros, tú o tu Sociedad le comprasteis a Carriles una peluca y les vestisteis de mujer, y que un día entró en una iglesia diciendo obscenidades a las mujeres que había allí? ¿Y crees que no sé que en Barcelona se le antojaron cabezas y piernas de maniquíes de mujer, y se las comprasteis? ¿Acaso no le queríais para cosas así o peores, como llevar dinamita y panfletos y, si le cogía la policía, allá por su cuenta? Aunque también sé que le cogió alguna vez, pero que, cuando descubrieron que era un idiota le dejaron. Y otra cosa hubiera sido, si él hubiera hablado; porque te hubieran echado mano a ti, y lo hubieras pasado muy mal, Rubio. Pero no habló.

- Pero tú tampoco lo vas a pasar bien, Manco; porque al Marianín le han fusilado, o le van a fusilar, como te digo y andan buscándonos a sus conocidos, amigos y paisanos.

- Pues yo, si te callaras un momento - dijo el Rubio -, a lo mejor te podía explicar por qué ahora, precisamente, a los dos meses de la que llaman “La Semana Trágica”, está el peligro encima, contestó el Rubio.

Porque el Manco no tenía ni idea de tal cosa, pero ya había empezado la represión y por eso había venido él al pueblo, a destrozar y enterrar lo que quedaba de la imprenta y a avisarle a él, al Manco, repetía el Rubio. Porque no creería que podía estar despreocupado el Manco sin saber a las claras lo que Marianín había dicho en el proceso si es que había dicho otra cosa que repetir, según un escribiente les había contado, que la momia de la monja con cuyo esqueleto había bailado era guapa, guapa, guapa.

- ¿Te estás enterando de lo que te digo, Manco?

- Sí, me estoy enterando de que ahora tienes miedo y quieres desaparecer.

- Sí, pero es el mismo miedo que debías tener tú, porque lo que no sabíamos nadie era que Marianín tenía papeles de los recados que había hecho que tenía que hacer antes de aquel día o después de éste, y esos papeles acaban de aparecer, y tanto a ti como a mí nos acusan de haber estado en la fabricación de octavillas y panfletos, y de guardar en diversos lugares de los barrios de Barcelona.

- Pues no sé qué te diga, pero a mí me da igual, porque yo hace tres años que no falto un solo día del pueblo, y es fácil de probar.

- Pero, Manco, ¿y antes? Porque es que no te has enterado, pero has estado ayudando en una imprenta, y guardando octavillas y planes y planos de los revolucionarios, creyéndote que hacíamos cartillas para enseñar a leer, porque no leías lo que repartías, que es el colmo.

- Sí, porque yo era demasiado joven y me engañaste como a Marianín, pero luego alguien muy cercano a ti me descubrió quién eras y me dijo que te diera cuatro tiros. Ya te lo he dicho. Pero ¿qué creías que había hecho Marianín en la Sociedad antes de que lo fusilaran? Pues, por lo pronto no hacer nada de lo que le encargaban, porque sabía que le engañabais, y al final estoy seguro de que fuiste tú quien le obligaste a bailar con la momia.

- Eres un traidor, Manco.

- Alguien tenía que decir las cosas claras, Rubio.

Entonces el Rubio se lanzó contra el Manco, y se inició una lucha entre ellos, que no duró mucho y concluyó con la victoria del Manco, que le dio al Rubio el plazo del tiempo que tardase en levantarse para irse de allí y no volver; si era que la Guardia Civil no estaba a la misma puerta de la casa y le detenía.

- ¿Y se puede saber por qué me has denunciado, Manco?

- ¿Dónde está Marianín? Te lo pregunto.

- Fusilado o a medio fusilar por imbécil. ¿Es que no era imbécil? ¿A quién se le puede ocurrir bailar con una momia más que a él? Seguro que el imbécil de él creía que eran carnavales. ¿Y quién le dominaba a Marianín, si se le metía algo en la cabeza? Tenía una fuerza como Hércules.

- Y ¿quién es ése Hércules?

- Tú, Manco, como eres el fruto de una educación clerical, dirías Sansón. Y el fruto de una educación clerical era también Marianín.

- Pero a vosotros os vino estupendamente la educación clerical, por lo visto. Y ahora te pregunto, Rubio,  qué es lo que hicisteis vosotros de él para que se pusiera a bailar con una momia de monja como dices. ¿A quién crees tú que podía arrimarse Marianín sino a una monja viva o muerta? -  dijo el Manco.

Y entonces se percató de que el Rubio tenía en sus manos la badila grande de la cocina, y al instante saltó sobre él, pero en medio del ruido de la caída de los dos y el golpe de la mesa que derribaron, creyeron oír la voz de Marianín, y se pusieron a escuchar.

Pero sólo eran el silencio, y el miedo. Y dijo el Rubio:

-¿Y por qué te importa tanto el Marianín que  no era nadie y nadie sabía si existía en el mundo?

Y cuando salían por la puerta de la casuca, todavía no había claridad, pero algunos gallos de las casas del pueblo ya la anunciaban. Y el frío de la madrugada les hizo a los dos que se les encogiera la espalda y el alma como en un calambre. Así que se subieron el cuello de las chaquetas y comenzaron a bajar del monte, mientras  el Manco repetía:

¡Cuánto siento no haberte matado como a una rata, según me decía tu padre, Responsable! Pero Marianín no me ha dejado, ¡ya le has oído!

 

 

                       

              

 

 

                                                           

Escrito en Lecturas Turia por José Jiménez Lozano

Los bolsillos del revés

6 de marzo de 2020 13:19:00 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hay un gesto que acecho en mis mujeres

desde que tengo en rabia el corazón. 

Tiene el peso del aire: lo respiran. 

Y es un gesto más hondo que la rueda,

tallado a dentelladas en el sílex   

de la palabra tribu. 

Tocan la ropa sucia igual que se hace el pan. 

Comprueban los bolsillos del revés

de los hombres que aman.  

¿Es amor si cuidamos más de lo que nos cuidan? 

¿Es amor si otras manos nos muestran lo que ocultan? 

No es amor porque limpie. 

Ni siquiera es amor porque se herede el gesto en los pulmones.  

Es amor si, pudiendo madriguera, elige

lo contrario a los dobleces.

 

Escrito en Lecturas Turia por Martha Asunción Alonso

Sociedades abiertas o guettos

18 de febrero de 2020 12:27:33 CET

           

Las oleadas migratorias han impactado el devenir histórico en el curso de los siglos, con carácter transcontinental o por movimientos de población en cada continente, como el efecto innovador que representó la penetración cultural germánica en la Europa oriental. En el curso del siglo XIX, la Irlanda de más de ocho millones de habitantes acabó –según el censo de 1961- con una población de tres millones. Este precedente no es excepcional sino un caso manifiesto de una inmigración de más del setenta por ciento en medio siglo. En este siglo XXI inicial, por el momento la inmigración ya ha alterado el mapa político de la Unión Europea y algo tiene que ver con la elección de Donald Trump. En Historia portátil del mundo (2016), Alexander Von Schönburg recuerda hasta qué punto las olas migratorias del primer milenio producen en Europa un notable mestizaje étnico en el que las cartas se barajan de nuevo: los bárbaros germanos se ponen toca y se adjudican títulos nobiliarios del antiguo Imperio Romano. Es así como surge la Europa moderna, consecuencia de la llegada de advenedizos y con el retroceso del Imperio Romano a favor de nuevos reinos y Estados, jóvenes y potentes. Actualmente, en la Europa comunitaria la obstinación en infravalorar los riesgos de una inmigración tan dilatada y creciente provino del buenismo de la socialdemocracia que, en sus zonas tangenciales con el progresismo irrealista,  tuvo acomplejado al centro derecha que a lo largo y ancho de Europea no quería ser acusado de xenofobia y racismo. La política de Estado cedió ante la política de las emociones en una Europa que envejece y desciende en natalidad. Tanto la elisión como la nostalgia de las lealtades nacionales, ¿habría avanzado al mismo ritmo sin el efecto migratorio de las últimas décadas? La relativización de las nociones de comunidad y arraigo proviene en parte de la cultura post-moderna, visiblemente hostil con la tan baqueteada identidad de las patrias y matrias, porque para el relativismo post-moderno toda identidad es sospechosa. Las élites desarraigadas y cosmopolitas han desestimado el valor de las lealtades a un paisaje, a los antepasados, a las costumbres o a vínculos que no se fundamentasen en la racionalidad ubicua, lo que deteriora -según las zonas de mayor intensidad inmigratoria- unos sistemas cohesivos ya de por si decrecientes. Es una constante histórica la necesidad periódica de un “juste milieu” en todas las expansiones o retracciones de la acción humana. En ese límite está Occidente, de una parte abierto al potencial que representa la inmigración y, por otras, desconcertado ante las consecuencias de una inmigración desordenada que genera zonas de saturación que fácilmente se configuran como guettos y provocan conflictos.


Del “gap” al pánico

Una pluralidad de pertenencias o identidades que no alcanzan a ser no ya compartidas sino complementarias distorsiona el sentido clásico de comunidad social y política. En realidad, según la demografía, el potencial cuantitativo de los impulsos migratorios aún tiene mucho trecho por delante. Difícilmente concebimos la dimensión que pueden llegar a tener las masas de inmigrantes que se agolpan en las lindes de Europa. Nuestra percepción puede ser tanto sobredimensionada como infravalorada y de ahí lo que algunos analistas consideran el “gap”  creciente entre las élites europeas y las clases con menor poder adquisitivo y menor movilidad social. Impactado en su línea de flotación, el orden post-guerra fría ensombreció con la amenaza del radicalismo islamista y, de modo si se quiere indirecto, por la gradual confusión de identidades en aquellas zonas en las que la saturación migratoria superaba el umbral de absorción. De ahí las tensiones actuales en Europa. Conviene precaverse de los dictámenes apocalípticos que facilitan nuevos despliegues de una demagogia que no aporta soluciones e incentivan los bajos instintos de las sociedades y provocan una polarización que a menudo no corresponde a la realidad sino a la una virtualidad amañada por el populismo. Eso es un riesgo para la democracia y para las libertades. La polarización tiene un “tempo” fulminante y en estos momentos su turborreactor es  la migración. Como dice Yuval Levin, estamos viviendo en una época de pánico político. Es deducible que Donald Trump tuvo muchos votos por su promesa de construir un muro para atajar la inmigración ilegal mejicana. Pero ahora, ya en la Casa Blanca sabe, si es que no  lo sabía, que esa era una promesa impracticable, aunque la verdad es que los Estados Unidos siguen afectados por el problema de cientos de miles de sin papeles.

 A principios de 2005, la crisis de los refugiados –también crisis de migración- sumaba factores complementarios: la guerra de Siria incrementó las peticiones de asilo; la mayoría de llegados eran musulmanes; los sistemas fronterizos de la Unión Europea se vieron desbordados a pesar de las previsiones. Como puerta de entrada, Italia y luego Grecia. Algunos países suspendieron temporalmente las normas fronterizas de Schengen. Las peticiones de asilo se multiplicaron por dos. Los inmigrantes querían llegar hasta Alemania o Suecia, preferentemente. Desde entonces, las estrategias de control fronterizo en el Mediterráneo tanto como la persecución de los traficantes –una industria altamente rentable- o la redistribución por cuotas, han paliado los efectos de 2005 pero con lentitud y sin suavizar el primer impacto que tuvo en Alemania. No siempre interactúan con fluidez las normas de Schengen, la Convención de 9151 y la muy posterior Convención de Dublin –de 1990 y de trazo exclusivamente europeo- como método para examen de las solicitudes de asilo. Esta Convención de Dublin ha sido criticada tanto por quienes la consideran insuficientemente protectora de los refugiados y lenta en su tramitación como por quienes –especialmente los países fronterizos, desbordados por las oleadas migratorias- la ven como excesivamente imprecisa e inoperante en su aplicación. De hecho, durante la crisis de 2015 con los refugiados sirios, países como Hungría o la República Checa decidieron su suspensión parcial. Luego vino el problema de las cuotas, todavía sin resolver.


Asilo y efecto llamada

Dada la carga emocional de las pateras a punto de fundirse, las escenas de Calais o de las ruinas bélicas de Siria,  la distinción entre inmigrante económico y solicitante de refugio ha pasado muy a segundo término, con una aceleración mediática que transcurre ajena a los esfuerzos de los países miembros de la Unión Europea en busca del “juste milieu”: es decir, inmigración sí, pero por vías legales y legítimo control de fronteras. Un rasgo definitorio de la crisis migratoria ha sido y es negarse a formular y asumir que el inmigrante económico y el extranjero con petición de asilo político no son la misma cosa. Es más: incluso a la hora de definir los parámetros de una política “ad hoc” para los refugiados los instrumentos no son los más adecuados, como se constata cada día al aplicar las normas de la Convención para los Refugiados aprobada por las Naciones Unidas en 1951. En aquel momento, se trataba de solventar en la medida de lo posible la situación europea de postguerra, con grandes masas desplazadas y sin identificación. La Convención, al definir la figura del refugiado no contempló, por supuesto, unas futuras migraciones del continente africano a Europa del sur, por ejemplo, ni la llegada de la emigración turca a Alemania, ni la saturación holandesa, el multiculturalismo británico o el debilitamiento de la identidad republicana en Francia. Si en las circunstancias de 1951 ya era difícil gestionar la Convención ¿cómo no iba a ser lo aún más cuando en los límites de la Unión Europea se hacinasen gentes en solicitud de un status de refugiado que era prácticamente imposible de certificar?  ¿Se puede hablar de la crisis de asilados como una disfunción elaborada? Lo más evidente es que no ha habido una revisión semántica del concepto de asilo, lo cual se sumaba a la incertidumbre ocasionada por la previa confusión entre inmigrantes económicos y refugiados políticos. En cualquier punto de llegada de inmigrantes en las fronteras europeas, dilucidar al recién llegado con derecho a asilo es una tarea de mucha complicación. La mayoría llegan sin documentación, -en algunos casos, con  documentación falsa- lo que se añade a la falta de intérpretes dada la dimensión del flujo súbito.

Tanto la posibilidad de acceder a los niveles de vida que la televisión da a conocer en todo el mundo como la necesidad de huir de Estados fallidos fue inicialmente acogida por políticas asistenciales humanitarias que luego, en la vida concreta, provocaron que amplios sectores de la población europea se sintieran amenazados en sus estilos de vida, en su seguridad, cohesión, oportunidades de trabajo y la incertidumbre de identidades nacionales que no han sido suplidas por sistemas de pertenencia que garanticen formas de vida en común. Aparece entonces el efecto de los vasos comunicantes, por el que el voto de la extrema izquierda acaba pasándose a la extrema derecha trucando la oportunidad de rigurosos debates sobre la inmigración y sus crisis.  Al margen del “dictum” de las élites tecnocráticas, franjas populosas de la sociedad europea comenzaron a tener miedo con la saturación migratoria y en países como Francia o Alemania está en curso un debate intelectual de altura sobre identidades y fronteras, mientras que en Estados-miembro como Hungría la reacción ha sido drástica. Es un debate intelectual cuyos manifiestos –sean razonados o panfletarios- han sido y sus “bestsellers” de larga duración especialmente dada la secuencia de atentados de Londres a Bruselas pasando por Barcelona o París. Algunas de las previsiones más sombrías parecen confirmarse. Sin el reconocimiento explícito de las consecuencias de la crisis de los refugiados y de las políticas migratorias laxas de cada vez se hará más difícil entender lo que pasa y eludir la ruptura entre las élites tecnocráticas y la gente de la calle. Es más, la puesta en cuestión de los procesos democráticos puede ser de cada vez más honda, algo más flagrante que la crisis de la política: el debilitamiento del sistema representativo.

Con lucidez periférica, Ivan Krastev, presidente del Centro para Estrategias Liberales de Sofía, en Después de Europa (2017) ha trazado una panorámica poco convencional de la Unión Europa actual. Es improbable que la inmigración –dice- provea a Europa con una solución para su debilidad demográfica porque para el inmigrante se trata de cambiar de país para tener un trabajo y prosperar, hasta el punto de que la democracia, en un sombrío cambio cualitativo, dejaría de ser un sistema inclusivo. Krastev supone que, desde el primer impacto de la recesión global de 2008, ni la crisis de la eurozona, el Brexit o Ucrania han sido tan determinantes como la inmigración, hasta el punto de convertirse intrínsecamente en la crisis paneuropea, por excelencia, en el corazón de la indeterminación existencial de Occidente. Otros intelectuales europeos rechazan la corrección política y advierten que el inmigracionismo –la ideología “sin papeles”, Europa como culpable de todos los males ajenos- está convirtiéndose en la última utopía buenista.

La reflexión occidental ha sido intelectualmente profunda pero los políticos o bien temer a verse acusados de xenofobia o se dedican a proponerla como solución. ¿Quiénes somos? ( 2004) del historiador Samuel Huntington habló abiertamente de desafíos a la identidad nacional estadounidense, a partir de la tesis de que, desde finales del siglo XX, el credo americano hasta entonces compartido se enfrentó al desafío de una nueva oleada de inmigrantes llegado desde Asia e Iberoamérica. En 2010, Thilo Sarrazin, miembro del Partido Social Demócrata alemán, publicó Alemania desaparece, afrontando polémicamente el espejismo de una inmigración integrada multiculturalmente.  El consenso buenista apartó a Sarrazin de los debates centrales pero, desafortunadamente, no pocas de sus advertencias han ido siendo corroboradas por la realidad, como puede comprobarse con la aparición del partido “Alternativa por Alemania”. En 2016, cuando Angela Merkel toma la arriesgada decisión de dar paso a los inmigrantes sirios que se habían ido aglomerando en la frontera húngara, Sarrazin advirtió que se daría una situación incontrolable y que la canciller -aunque alabada por el humanitarismo oficial- actuaba a contracorriente de todos los sondeos de la opinión alemana. Ilustraba el temor a la pérdida de identidad cultural al hecho de que –por ejemplo- un 25 por ciento de los bebés que nacen en Berlín son musulmanes.

La sangrienta barbarie de los atentados del Daesh y los jihadistas en Europa ha sido un nuevo elemento para que las poblaciones europeas sientan miedo y lo identifiquen específicamente con el Islam. A inicios de 2018, theglobalist.com presentaba un informe sobre el estado de la inmigración en los países de la Unión Europea. Según proyecciones demográficas, incluso con una disminución en el número de inmigrantes, el total de musulmanes irá en aumento en los próximos años. De modo complementario, el Pew Research Center daba tres escenarios posibles: si el influjo de los inmigrantes musulmanes persiste según el alto nivel que se dio entre los años 2010 y 2016, su presencia demográfica en 2050 irá del 4.9 al 14 por ciento en la conjunto de Europa –y en Alemania, del 6.1 al 20 por ciento. Incluso en caso de bajar el influjo, para  2050 la población musulmana alcanzará el 11.2 en la zona europea. Ese incremento aún en caso de mejor influyo va a ser consecuencia de la alta tasa del fertilidad de la mujer musulmana, en una Europa con tan bajas tasas de natalidad y un progresivo envejecimiento dadas las mayores expectativas de vida. Eso significaría un total de 36 millones de musulmanes en Europa. En otro escenario, de mantener el actual nivel de influjo, en Gran Bretaña, Alemania o Francia es previsible un promedio del 2O por ciento mientras que en Suecia pudiera ser de un tercio. Los efectos de tales influjos y permanencias en el Estado de bienestar, tanto como en la percepción de inseguridad y temor serían notables.

Tras los atentados del Daesh en Paris -2015- y Bruselas -2916- volvimos a hablar de Europa, año cero. Un año después, ocurrió el atentado en las Ramblas de Barcelona –insólitamente olvidado a causa la vorágine independentista-. El jihadismo, habiendo declarado una guerra global contra Occidente, no tendría un vínculo directo con los núcleos de inmigración musulmana en Occidente si no hubiese enrolado a inmigrantes de tercera generación, tanto para luchar en Siria, como para ejecutar masacres en grandes ciudades de Europa. La cuestión, simple, es que las sociedades abiertas no pueden defenderse como lo hicieron los sistemas totalitarios: en ese dilema moral, Occidente busca a tientas y a ciegas un “juste milieu” que algunos expertos dan por imposible. Los captados por las redes jihadistas en Europa en más de un 70 por ciento provienen de la clase media. A la espera de un Islam tolerante que no existe o teme expresarse, ¿qué otra actitud cabe que no tolerar la intolerancia?


La “Douce France” de Trenet

En 1992, Hans Magnus Enzensberger había publicado un breve ensayo, La gran migración, con argumentos premonitorios sobre los conflictos que desencadena cualquier migración: “Tanto el egoísmo de grupo como la xenofobia son constantes antropológicas previas a cualquier justificación, cuya difusión universal permite pensar que fueron anteriores a cualquier otra forma social conocida”. La consecuencia era que, a pesar de todo, los tabúes y los ritos de hospitalidad ideados para aligerar esos conflictos eran mecanismos que no suprimen el estatus de forastero sino que, al contrario, lo consolidan. En Francia, el debate intelectual sobre los efectos de la inmigración ha abierto en canal presunciones ideológicas que en el pasado se habían ido convirtiendo en el consenso políticamente correcto. Con los datos de una encuesta del Instituto Montaigne en 2016, un 20 por ciento de los musulmanes en Francia, con casi un 50 por ciento entre 15 y 25 años, han adoptado “un sistema de valores claramente opuesto al de la República”. Puede hablarse, salvo excepciones, de un Islam rupturista. En aquellos ayuntamientos en los que la presencia musulmana es más densa, los alcaldes –como Xavier Lemoine, alcalde de Montferneil- hablan de una tendencia a la organización de comunidades autárquicas y contrapuestas lo que daña significativamente –por ejemplo- el aprendizaje de la lengua francesa. Esa constatación parece contribuir a las tesis del riesgo multiculturalista del que ya habló Giovanni Sartori en La sociedad multiétnica (2001) al contraponerle los valores pluralistas de una sociedad abierta. Es un grave desafío para la tolerancia porque –decía Sartori- el pluralismo está obligado a respetar la multiplicidad cultural con la que se encuentra, pero no está obligado a fabricarla porque lo contrario entramos en procesos de desintegración y de guettos. En Francia los intelectuales más opuestos a la inmigración sostienen que la vida en los barrios periféricos y en zonas rurales transcurre empapada de un gran miedo: sentirse extranjero en su propio país. En Francia los innegables efectos de una inmigración ya concretó un efecto sociológico que ha traspasado los votos del partido comunistas al Frente Nacional. Eric Zemmour tuvo una gran éxito de ventas con El suicidio francés (2014) y una observadora de la integración, Malika Sorel-Sotter, de origen magrebí, habla de “descomposición francesa”. El dilema identitario es profundo y más aún después de los ataques jihadistas de los últimos tiempos.  ¿Qué ha pasado con la “douce France” que cantaba Jacques Trenet? Es como si de repente, buena parte de los intelectuales franceses hubiesen decidido que el añejo consenso buenista –por el que la izquierda podía acusar de racismo a un centro-derecha acomplejado- derivaba de falacias voluntaristas del todo alejadas del sentir de la “banlieu” cuya capacidad de absorción de inmigrantes había sido desbordada hacia tiempo, como ocurre en otros tantos países de Occidente. La  Francia republicana que consolidaba un zócalo de laicidad y cristiandad estaba siendo prejuzgada como xenófoba y excluyente.

Thilo Sarrazin detalla los tres criterios necesarios para actuar razonablemente cuando los inmigrantes piden entrada en un país de la Unión Europea. En primer lugar, sopesar las posibilidades del sistema de protección social. En segundo lugar, calcular que probabilidades tienen de encontrar un trabajo y desde este punto de vista las tasas de paro son muy determinantes. Y citaba el caso de Francia, con cerca de un 80 por ciento de parados de minoría étnica. Y luego, en tercer lugar, los inmigrantes se dirigen al país a donde previamente se han instalado sus familiares o conocidos. Es por tal razón que la ponderación eficaz –por ejemplo- de políticas de vivienda protegida o los ritmos del reagrupamiento familiar es fundamental para mantener los niveles de cohesión y de identidad. En el peor de los casos, una nueva crisis económica agravaría el recelo anti-inmigratorio de las clases medias bajas, con translación política súbita y de signo más que previsible según los últimos precedentes. Dada su falta de preparación profesional y en un contexto de paro o trabajo temporal, ¿cuántos inmigrantes tendrán la oportunidad de un trabajo? Esa es una gran incertidumbre que eleva el coste de las prestaciones del Estado de bienestar. Cada inmigrante incrementa ese coste, indefectiblemente, y mucho más si consideramos los índices de reagrupamiento familiar. Como todas las políticas que requiere de una concertación a la europea, tarda notablemente el proceso de diseñar para toda la Unión Europea una política común de asilo e inmigración. Avanza a un ritmo pausado  la organización de una policía europea fronteriza que complemente los esfuerzos de los países que lindan con zonas de entrada –sean terrestres o marítimas-.

La Unión Europea, con sus letargos y sus ventajas es la heredera de una Europa refundada después de la Segunda Guerra Mundial desde principios comunes como la paz entre naciones –modulación cualitativa de la paz de Westfalia de 1648 fundamentada en los soberanías nacionales-, la libre circulación del personas y bienes, el consenso del Estado de bienestar y el crecimiento económico, entre otros. Esos son los arquitrabes de la Unión Europea que la laxitud y descoordinación de las políticas migratorias están afectando, del mismo modo que ha trastocado los sistemas políticos nacionales. Para atajar los nuevos guettos, frente a la opción equilibrada, la ideología multiculturalista puede acabar siendo una nueva religión política que contribuiría –tan negativamente- a la versión culpabilizadora de Occidente, ya más allá de la relativización de sus valores. Es la paradoja de un Occidente próspero a pesar de la crisis, en paz a pesar de los conflictos regionales y libre en su estabilidad institucional pero al que el cuarteamiento multiculturalista convierte en elemento antagónico, al que hay que hostigar, con la desafección hermética o, en sus caso extremo, con el terror. Incluso las sociedades de mayor acogida pueden ser interpretadas como obstáculo para la multiculturalidad prospere, ajena a las normas y valores que son la energía y el legado de las sociedades abiertas. En Occidente, este factor está generando un exceso de autoflagelación.

Escrito en Lecturas Turia por Valentí Puig

César Vallejo, en nuestro presente

18 de febrero de 2020 12:24:37 CET

La ocasión que me brinda la revista Turia de escribir sobre César Vallejo, con el requerimiento de abordar la lectura que desde la actualidad podemos hacer de su obra, exige un esfuerzo de reflexión que permita plantear lo que en la actualidad Vallejo sigue transmitiendo a sus lectores. En este sentido, resulta fundamental recordar que ese mismo esfuerzo de actualización fue realizado por diversos poetas a lo largo del siglo XX, en textos a los que es interesante acudir para bosquejar una breve y selectiva historia ilustrativa de la significación de Vallejo en la posteridad. Me referiré a Mario Benedetti, que en 1967 escribió un artículo revelador sobre los dos grandes paradigmas poéticos de la literatura hispanoamericana del siglo XX, bajo el título “Vallejo y Neruda, dos modos de influir”; al poeta peruano Jorge Eduardo Eielson, autor del artículo “Actualidad de César Vallejo”, publicado en revista Debate, nº 69, en 1992; y, por último, a algunos fragmentos del poeta chileno Raúl Zurita, de su ensayo “Poesía y Nuevo Mundo”, compilado en el libro Sobre el amor, el sufrimiento y el nuevo milenio, del año 2000. Recoger algunas de las ideas principales vertidas en estos textos, así como realizar algunas calas en la obra de nuestro autor, me permitirá sugerir, desde la humildad de quien apostilla a estos grandes escritores en 2018, lo que significa “leer a César Vallejo, hoy”.

Comencemos por el texto de Benedetti. La segunda parte de su título, “dos modos de influir”, no debe interpretarse –como el texto revela después– únicamente en el sentido de influencia sobre los escritores posteriores, sino también sobre los lectores, entendiendo la influencia en este caso como la marca profunda que Vallejo introduce en su forma de leer, en su pensamiento y, finalmente, en su visión del mundo. Con la marca en la forma de leer me refiero a que Vallejo obliga a acostumbrarse a su “lenguaje seco a veces, irregular, entrañable y estallante, vital hasta el sufrimiento”, como acierta a definir Benedetti con palabras exactas. Precisamente una de las palabras de esta enumeración la escuché pronunciar a Raúl Zurita en conferencia sobre “poesía y holocausto” para referirse a nuestro poeta: “Vallejo hace estallar el lenguaje”, dijo al hablar del sufrimiento humano en la poesía universal y colocar a Vallejo en la cumbre de la poetización del dolor.

Esa cumbre tiene multitud de ejemplos en poemas paradigmáticos, como “España aparta de mí este cáliz”, que da título al poemario último de Vallejo, y que forma parte de sus poemas póstumos publicados en 1939 (Poemas humanos, 95 composicione, a las que se añaden las quince de España aparta de mí este cáliz). En este poema Vallejo exclamó, desde el dolor sentido ante la Guerra Civil española, el memorable verso: “¡Cómo vais a bajar las gradas del alfabeto / hasta la letra en que nació la pena!”. En este sentido, repetiré con el gran poeta peruano Eduardo Chirinos, que “Vallejo expresó mejor que nadie lo que significa proponerse hacer hablar al dolor en vez de hablar del dolor”[1]. Vida y dolor se alían en Vallejo a partir del yo personal, pero desde ese yo virará en dirección hacia el dolor universal, tal y como sucede en el poema “Los nueve monstruos”, en el que la imposible inversión del cómputo del tiempo intensifica la celeridad del dolor que asola al mundo y que es obsesión de Vallejo a partir del primer viaje a la Unión Soviética en 1928:

 

Y, desgraciadamente,

el dolor crece en el mundo a cada rato,

crece a treinta minutos por segundo, paso a paso.

 

Regresando al estallido señalado por Benedetti y por Zurita, que Vallejo produce en el lenguaje al doblegarlo y violentarlo, el poeta “se ha constituido –escribe Benedetti– en motor y estímulo de los nombres más auténticamente creadores de la actual poesía hispanoamericana”. Es en esa autenticidad en la que Benedetti cifra la diferencia con Neruda en cuanto al modo de “influir”: si el chileno produce imitadores, el peruano crea poetas auténticos, en el sentido de poetas que encuentran su propia voz, “una voz propia, inconfundible”, que para el uruguayo “revela la marca vallejiana”.

Más adelante, habla Benedetti de las vías por las que llega “el legado vallejiano” a sus destinatarios, una de las principales la que atañe al uso el lenguaje: el poeta –escribe– “lucha denodadamente con el lenguaje, y muchas veces, cuando consigue al fin someter la indómita palabra, no puede evitar que aparezcan en esta las cicatrices del combate”. Vallejo “obliga a la palabra a ser”, precisamente a través del sentido más medular del acto creador que implica el hecho poético, la poiesis (la creación). La palabra “es” en el poema en tanto que se nos presenta no como “lujo” sino como “disputada necesidad” –añade Benedetti–, y porque el artista la crea como algo nuevo, capaz de contradecir el diccionario para transmitir los sentidos más personales de un yo desde el que horadar en lo humano universal. Son esas cicatrices del combate con la palabra que se producen en el lector las que al tiempo originan su fascinación, pues desde ellas surge el “espectáculo humano (y no solo como ejercicio puramente artístico)” creado por quien es el máximo exponente de la poesía peruana y una de las más altas cumbres de la poesía en español del siglo XX.

La palabra fascinación, que Benedetti utiliza para referirse al lector de Vallejo en 1967, se refuerza en su texto con el contrapunto de otra palabra que aparece negada: no le “encandila”, porque “cada poema es un campo de batalla, es preciso ir más allá, buscar el fondo humano, encontrar al hombre, y entonces sí, apoyar su actitud, participar en su emoción, asistirlo en su compromiso, sufrir con su sufrimiento”. Es por ello que el amor al ser humano, a sus “hermanos hombres”, se expresa en su obra en la poetización del vivir como un sobrevivir desesperanzado, vía que Vallejo utiliza en muchos de sus poemas para transmitir su amor definitivo hacia el ser humano. El tan conocido poema “Considerando en frío, imparcialmente…” resulta paradigmático. En él, el tono frío e impersonal del lenguaje judicial que recorre parte del poema en sus gerundios repetidos (considerando, explicando, comprendiendo) es estrategia textual que va a dar finalmente en una exposición de “considerandos” con la que, por contraste, Vallejo logra la comunicación más radical sobre su sentido de lo humano: “Considerando en frío, imparcialmente,/ que el hombre es triste, tose y, sin embargo,/ se complace en su pecho colorado;/ que lo único que hace es componerse/de días;/que es lóbrego mamífero y se peina…”. El estilo enumerativo llega a la estrofa en la que el gerundio “considerando” es sustituido por un “examinando” que deviene en la aniquilación del hombre: “Examinando, en fin, /sus encontradas piezas, su retrete,/su desesperación, al terminar su día atroz, /borrándolo…”. Finalmente, el último gerundio, el “comprendiendo”, dará voz rotunda y definitiva a la expresión del amor al prójimo, hasta la emoción más intensa: “Comprendiendo /que él sabe que le quiero, /que le odio con afecto y me es, en suma, / indiferente…/ Considerando sus documentos generales /y mirando con lentes aquel certificado /que prueba que nació muy pequeñito…/le hago una seña,/ viene, /y le doy un abrazo, emocionado. / ¡Qué más da! Emocionado… Emocionado…”.

Como vemos, efectivamente Vallejo fascina y penetra, pero no encandila, por los motivos expuestos por Benedetti y por el tratamiento de temas que son universales y que son atemporales. De modo que leer a Vallejo, hoy, implica asistir a la emoción más desgarrada por el sufrimiento del hombre, de la que emana el radical amor a la humanidad que el vate nos sigue transmitiendo. Concluyamos con Benedetti afirmando que Vallejo “luchó a brazo partido con la palabra pero extrajo de sí mismo una actitud de incanjeable calidad humana, está milagrosamente afirmado en nuestro presente, y no creo que haya crítica, o esnobismo, o mala conciencia, que sean capaces de desalojarlo”.

Quince años después, en 1992, cuando se cumplía el centenario del nacimiento de Vallejo, Eielson publicaba el citado artículo “Actualidad de César Vallejo”. Resulta revelador traer a colación algunas de sus ideas, en tanto que nos permiten avanzar sentidos de esa afirmación de presente realizada por Benedetti que nos va a conducir hasta 2018. Eielson incide en la idea cardinal de la poesía de Vallejo: “Hay en Vallejo, más que un padecimiento físico, personal, individual, un padecimiento anímico, universal. El poeta siente al hombre —a la especie humana— a través de su propio pueblo, a través de la desventura peruana, que hoy es también la desventura latinoamericana y, por extensión, el drama del sur del mundo”. La expresión de ese drama tendrá su expresión más álgida en los poemas póstumos (escritos en su madurez parisina, después de tantos años de lucha política y poetización existencial), en los que dicho sentimiento, como señala Eielson, iría “compensado por un pensamiento utópico, fraternal, comunitario, gracias al cual la humanidad entera alcanzaría su salvación. Un primer paso debería ser, en este sentido, la redención del pobre sobre la tierra”.

El poema “Telúrica y magnética” es sin duda un texto cardinal para la construcción de este canto que nutre la idea de Vallejo según la cual la poesía es en esencia una expresión de humanidad (“¡Oh campos humanos!”, comienza la tercera estrofa). Es decir, una naturaleza que también aparece humanizada, descrita desde un punto de vista geográfico, que nos lleva por cerros, surcos, papales, cebadales y otros campos de cultivo, climas, etc. Por ellos llegamos en este poema hasta un “campo intelectual de cordillera”, que abunda en el sentido de los citados “campos humanos”: “¡Mecánica sincera y peruanísima/ la del cerro colorado!/ ¡Suelo teórico y práctico!/[…]  ¡Cuaternarios maíces, de opuestos natalicios, / los oigo por los pies cómo se alejan, / los huelo retomar cuando la tierra/ tropieza con la técnica del cielo! /¡Molécula exabrupto! ¡Átomo terso!/ ¡Oh campos humanos!/ ¡Solar y nutricia ausencia de la mar,/ y sentimiento oceánico de todo!/ ¡Oh climas encontrados dentro del oro, listos!”. Partiendo de esta humanización, nos encontramos ante la idea del canto a la humanidad, y al prójimo, que preside los Poemas humanos, pues no se trata solo de la “sierra de mi Perú”, sino del “Perú del mundo” y “Perú al pie del orbe” al que declara: “Yo me adhiero”. Es decir, un Perú universalizado con el que se identifica.

Regresando al planteamiento de Eielson, su argumentación deriva hacia esa “actualidad” propuesta en el propio título de su artículo: “Vallejo no ha podido ver con sus propios ojos el fin de la utopía comunista, pero ha sabido diagnosticar la dramática deshumanización de la sociedad actual, que amenaza hasta su propia integridad física”. Sin embargo, “es pues con el fin de la utopía que su voz se dilata más allá de todo límite social, político, temporal, histórico. Y esto porque su poesía no fue nunca deliberadamente política, en la medida en que no son políticos el padecimiento ni la felicidad humanas”. Eielson cifra esa dilatación de la voz vallejiana por encima de los acontecimientos históricos en su potencial para interpretar el mundo actual, sus perpetuas injusticias y desigualdades, reforzadas por las nuevas formas de opulencia y exhibición de la misma, en suma, por el afianzamiento del materialismo más radical sobre la miseria y el dolor humano: “¿Qué escribiría Vallejo, por ejemplo, de la abyecta, sórdida, violenta realidad de las grandes metrópolis contemporáneas? ¿Qué diría de tanta opulencia material exhibida por una parte, cuando las otras dos terceras partes de nuestro mundo se debaten en la miseria? ¿En dónde encontraría al «hombre nuevo» por él anunciado, sino entre los pobres del llamado Tercer Mundo?”.

Por último, quiero también rescatar del artículo de Eielson lo que denomina el “pathos vallejiano”, que pone en relación con los estoicos y los místicos castellanos (“Quevedo y Unamuno, hasta los grandes rusos de fin de siglo”), y también con ese uso del lenguaje que, una vez traspasada la etapa modernista de Los Heraldos Negros (1918), se construye sobre la invención “para mejor expresar tan dolorosa sustancia poética” en el periodo en que se interna en los caminos inaugurales de la vanguardia de Trilce (1922). Es allí donde la renovación del lenguaje comienza el derrotero apuntado, desde el hermetismo hasta el despojamiento de la palabra que será en Poemas humanos tan seca como intensa, tan nueva como clarividente: “Un lenguaje visual desnudo, escueto, corrosivo, sin ninguna concesión a las dulzuras terrenales, pero con una capacidad de síntesis que no excluye el más crudo realismo ni la más honda ternura”. Por fin, como lo hiciera Benedetti, concluye Eielson sobre la actualidad de Vallejo:

Una palabra, la suya, que nos llega desde su milenario pasado, atraviesa la lengua española, la desbarata y la renueva, y continúa dilatándose hasta ocupar el espacio planetario de nuestra época, unidos como estamos hoy —no por la solidaridad cantada en sus poemas— sino, más prosaicamente, por los mass-media imperantes. Justo a cien años de su venida al mundo, en esta fecha que coincide con el descubrimiento, la invasión, el encuentro, o como se quiera llamar a la llegada de Colón a tierras americanas, ojalá que su voz resuene más fuerte y sea de auspicio para una mayor generosidad y una vida más digna para todos.

De 1992 pasamos a las puertas del siglo XXI, para recoger lo escrito por Raúl Zurita sobre Vallejo en su ensayo “Poesía y Nuevo Mundo” (2000), en el que realiza un recorrido por los grandes nombres de la historia de la literatura hispanoamericana desde 1492. Vallejo tendrá un protagonismo indiscutible en esa historia, precisamente desde una perspectiva que afianza su actualidad:

La Historia general –se refiere a la del Inca Garcilaso de la Vega– termina con el relato de la ejecución del último descendiente del trono Inca en la ciudad del Cuzco. Esa muerte reúne en sí todas las muertes […]. Pero esas exequias serán sobre todo una condición futura y la ejecución relatada por Garcilaso significará también, trescientos años más tarde, el sacrificio de los poemas de César Vallejo.

Como vemos, Zurita lanza un vínculo iluminador desde el relato realizado por el Inca sobre el ajusticiamiento de Túpac Amaru I en 1572, hasta los poemas de Vallejo, en los que el dolor del Perú que se encuentra en la historia del Inca se actualiza y, finalmente, se universaliza.

Como hemos podido advertir en los poemas mencionados, si de actualidad de Vallejo hablamos, los Poemas humanos permiten la reafirmación de su anclaje en el presente en tanto que muestran lo que bien podemos denominar una amplia geografía del amor, como sentimiento cósmico que, en sus diferentes manifestaciones, puebla, vivifica, desgarra, entrelaza, compacta sus versos: desde el amor carnal y espiritual, al amor a la naturaleza; desde el amor al ser humano en general, a la expresión máxima y global del amor a la vida. Pero el sentimiento del amor siempre estuvo vinculado con el dolor, no solo como tema sino como raíz más profunda de toda su obra. Los sentidos que se derivaron de ello, y los modos en que se transmiten, poseen la dimensión de lo sempiterno que se cifra, asimismo, en la modernidad de un decir poético único.

 Y si hablamos de lo sempiterno, resulta fundamental comentar en este punto el tratamiento del amor a la mujer y el erotismo, por ejemplo en el poema “Dulzura por dulzura corazona”, en el que el erotismo más carnal de Los heraldos negros y de Trilce se transforma en el sentimiento del amor que apunta al sentido cósmico: “¡Dulzura por dulzura corazona!/ ¡Dulzura a gajos, eras de vista,/ esos abiertos días, cuando monté por árboles caídos!/ Así por tu paloma palomita,/por tu oración pasiva,/ andando entre tu sombra y el gran tezón corpóreo de tu sombra./ Debajo de ti y yo,/ tú y yo, sinceramente,/ tu candado ahogándose de llaves”. Versos con los que el poeta expresa la doble dimensión del ser, material y espiritual, esta última invisible y escondida “debajo” de la primera, acompañada de ese adverbio, “sinceramente”, que le aporta toda la carga semántica de la autenticidad, y cuyo sentido se remacha en el verso “tu candado ahogándose de llaves”, con el que expresa la carga erótica nunca eludida. De este pensamiento surge la imagen que sitúa, en un mismo nivel, lo material y lo espiritual –sexo y amor– identificados metafóricamente en la paloma y su vuelo: “Mucho pienso en todo esto conmovido, perduroso/ y pongo tu paloma a la altura de tu vuelo/ y, cojeando de dicha, a veces,/ repósome a la sombra de ese árbol arrastrado”. La fusión en el espacio poético de ambos extremos genera la exultación máxima, expresada en esa imagen superlativa, “cojeando de dicha”, con la que Vallejo materializa el peso de la felicidad hasta la cojera metafórica.

Por supuesto, en esta geografía del amor, el prodigado a la vida tendrá un protagonismo esencial. Unos versos del poema titulado “Los anillos fatigados”, perteneciente al primer poemario, Los Heraldos negros, nos dan la entrada perfecta: “Hay ganas de volver, de amar, de no ausentarse,/ y hay ganas de morir, combatido por dos/ aguas encontradas que jamás han de istmarse”. La imposibilidad de conciliar el deseo de vivir (a través del amor) y el de morir, se expresan en la imagen de “las aguas que jamás han de istmarse”, que concentra la imposibilidad más absoluta en tanto que esta es doble, pues la imposible fusión de las aguas se potencia con la utilización del motivo geográfico del istmo cuya esencia es terrestre.

Un poema en prosa titulado “Hallazgo de la vida” es también muy significativo para adentrarnos en esta idea, pues se trata de un canto a la vida que se presenta como un hallazgo absoluto e inédito: “¡Señores! Hoy es la primera vez que me doy cuenta de la presencia de la vida. ¡Señores! Ruego a ustedes dejarme libre un momento, para saborear esta emoción formidable, espontánea y reciente de la vida, que hoy, por la primera vez, me extasía y me hace dichoso hasta las lágrimas. Mi gozo viene de lo inédito de mi emoción. Mi exultación viene de que antes no sentí la presencia de la vida”. Y concluye categórico con la reaparición de la muerte que vivifica la vida: “Nunca, sino ahora, supe que existía una puerta, otra puerta y el canto cordial de las distancias. ¡Dejadme! La vida me ha dado ahora en toda mi muerte”.

Por este camino poético de vida, amor, muerte y dolor, como temas universales del poeta, llegamos hasta este 2018 en el que bien podemos reafirmar, con Benedetti, que Vallejo sigue “afirmado en nuestro presente”. A lo que cabe agregar el requerimiento de Eielson para que “su voz resuene más fuerte”, en aras de una mayor generosidad entre los pueblos y de la necesidad reivindicativa de la dignidad humana, presente asimismo en la reflexión de Zurita. Concluyamos, con todo, que Vallejo sintetizó su conmovido amor a la vida y a la humanidad con una llamada a la solidaridad y al diálogo entre los hombres, desde una poesía esperanzada ante el ser humano al que dedicó todo su esfuerzo de poeta comprometido en el sentido más profundo del término. Este le llevaría a convertirse en una de las voces más intensas, originales y definitivas de la poesía escrita en español en el siglo XX. Por ello, leer a Vallejo, hoy, sigue significando una puerta de acceso irrepetible al “sentimiento oceánico de todo”, a veces “cojeando de dicha”, las más, sintiendo en sus versos el dolor que sigue creciendo “en el mundo a cada rato”, que “crece a treinta minutos por segundo, paso a paso”, humanamente eterno.



[1]
                        [1] Entrevista a Eduardo Chirinos, por Jorge Eslava, “Vallejo, el poeta que nos eriza”. En file:///C:/Users/USUARIO/Downloads/1381-4896-1-PB%20(1).pdf.


 

Escrito en Lecturas Turia por Eva Valero

José María Conget: pura memoria

24 de enero de 2020 08:25:21 CET

“Sólo la niebla era real”, escribió José María Conget en La bella cubana. Llevamos tres días en Zaragoza sin ver el sol y la realidad de la niebla se ha impuesto sobre las demás realidades. A cuatro horas en AVE de la niebla zaragozana, en Sevilla, Conget responde a las preguntas y cuenta los días que le faltan para entrar en el quirófano. Van a operarle la rodilla y tardará meses en volver a Zaragoza, la ciudad a la que siempre acaba regresando.

  Si Luis Martín Santos escribió en Tiempo de silencio el Ulises de Madrid, Conget escribió, en Comentarios (marginales) a la guerra de las Galias y en Gaudeamus, el Ulises de Zaragoza.

 

Memoria de Zaragoza

- ¿Qué queda de tu Zaragoza?

- De mi Zaragoza, como tú dices, poco queda, o nada más bien. Es ya pura memoria y sospecho que desfigurada, como la mayoría de los recuerdos.

- Hace años que cerró el café Gambrinus y ahora ha cerrado el cine Elíseos. Pero Los Espumosos se han reproducido y extendido por toda la ciudad.

- Hay ciudades cuya estructura misma impide cambios radicales, como le ocurre a Manhattan. Toda gran urbe es un palimpsesto y el distrito estrella de Nueva York se reescribe sobre un plano que admite pocas transformaciones: cambian, sí, los establecimientos de comercio, algunos edificios, los hábitos de sus ciudadanos. Pero si una máquina del tiempo me transportara a 1925, pongo por caso, y me depositara en la calle 53 con la Octava avenida, donde yo vivía, no tendría ningún problema para ir caminando hasta el Village. Vale, tampoco me perdería en la Zaragoza de 1925 si quisiera ir desde mi casa hasta el Pilar, o quizá sí porque en 1925 donde se alza ahora mi casa había un descampado. Zaragoza ha crecido por barrios que me son totalmente ajenos. Para mí terminaba en el Ebro, o no, un poco después de cruzar el puente, donde abría el cine Norte, que de vez en cuando programaba películas perdidas. Ahora a cuánta gente le cobija el Actur, un barrio impersonal que sin duda ofrece buenos servicios pero que es similar a docenas de barrios en los extrarradios de Cuenca, Cáceres o Pamplona. Y no es que eche en falta la atmósfera zaragozana de los cincuenta, mi infancia, o de los sesenta, mi juventud: era una ciudad casposa, puritana, mediocre, inculta y dirigida por una clase patricia que concentraba toda la vulgaridad del franquismo, que ya es decir. La nostalgia, si existe, es por mi propia inocencia y por algunos lugares concretos que redimían -o eso creía yo- de la cutrez generalizada, el cine Elíseos, que tú mencionas por ejemplo, que con su marchamo selecto de Arte y Ensayo nos regalaba el espejismo de que por fin teníamos acceso al gran cine mundial y nos habíamos vuelto definitivamente europeos. Y luego hay que mencionar el apego afectivo a unas esquinas, unos rincones del parque, unos bares -todos desparecidos, de Los Espumosos, donde tomé mi primera cerveza (con limón) solo queda el nombre de una franquicia-, unas librerías, ciertas calles y plazas que se encierran en pequeñas burbujas de la memoria por estar asociadas a episodios que me conmovieron (o me destrozaron) en mi pasado. Zaragoza sale en todos mis libros -a veces de manera camuflada- como un impuesto sentimental que pago a la persona que fui, quizás en un intento ingenuo de no perder la frágil identidad. Pero la Zaragoza actual poco tiene que ver con la de mi recuerdo -aparte de mi casa, sigo viviendo en el edificio del Paseo María Agustín donde nací-, es mejor en muchos aspectos (como el resto del país, por otro lado), ya no te pueden llevar a comisaría por besar a una chica en un banco del Cabezo y los jóvenes poseen un nivel de información que, por razones obvias, nosotros no podíamos alcanzar; ahora bien, no consigo casi nunca la madeleine necesaria para conectarme con aquellos espacios que el tiempo ha devorado. Te acordarás de aquel soneto de Quevedo -o que tradujo Quevedo de un poeta siciliano que lo escribió en latín-, aquel de "Buscas en Roma a Roma, oh, peregrino"... y a Zaragoza misma no la hallas. El Ebro sigue ahí, es verdad.

- Los escenarios en los que suceden tus novelas y relatos son siempre urbanos. O casi siempre. En Comentarios y en Palabras de familia aparece un escenario rural: Borja.

- Soy un escritor de poca imaginación, sin capacidad para situar la acción de un relato en un lugar donde yo no haya vivido. Eso que los ingleses llaman spirit of place para mí no tiene que ver con la historia, el folklore, los monumentos de una localidad, o al menos no esencialmente, sino con lo que yo he captado a través de una cotidianidad sensorial: olores, sombras, formas, sonidos. He dicho en otras ocasiones que escribo de memoria y me refiero a eso, al intento de recobrar fragmentos de emociones del pasado. Y es cierto, soy muy urbano pero tengo recuerdos muy vívidos y numerosos de mis veranos infantiles en Borja. Mi padre trabajaba allí de oficial de notaría y los domingos se sacaba un modestísimo sobresueldo ejerciendo de secretario del ayuntamiento de Maleján; esos pueblos y enclaves aledaños, Ainzón, Agón, donde mi abuelo tenía una carpintería, el Santuario de Misericordia, están asociados a sensaciones muy intensas relacionadas con personajes -la tía Pedorra, el practicante Patricio, el enano violento, la muda que trabajaba en la fábrica de jabón-, terrores nocturnos, estampas fijas, en blanco y negro, de callejas y plazas, todo matizado por las fabulaciones de la memoria, como he podido comprobar después. El último verano que pasé allí fue el de mis nueve años, el verano de 1957. Borja aparece en alguna página mía autobiográfica pero sólo tú te has dado cuenta de que se inmiscuye en varias ficciones, yo ni me acuerdo.

 

“Le debo a Proust el hallazgo de caminos de la sensibilidad hacia la recuperación emotiva del pasado”

- Alguna vez he pensado que la carretera de Maleján, de la que hablas en Comentarios y en Vamos a contar canciones, es de algún modo tu camino de Swann. 

- Como tantos otros lectores, le debo a Proust el hallazgo de caminos de la sensibilidad hacia la recuperación emotiva del pasado. Pero no puedo identificar su mundo burgués, refinado y parisino con ningún aspecto de mi infancia en una familia de clase media baja, que vivía en un pueblo donde no había agua corriente y ni un solo libro abultaba un rincón de la casa de mis padres (años después sí tuvieron su pequeña biblioteca). Por la carretera de Maleján no se veía avanzar a ningún sofisticado Swann; la recorríamos los domingos mi padre, mi hermano y yo cantando a grito pelado cuando volvíamos a Borja, y no precisamente una melodía que se aproximara a un adagio de Vinteuil o similar. Es uno de mis emblemas de la felicidad. Sin mezcla de Swann ni de literatura.

- Uno de tus libros se titula El olor de los tebeos. ¿A qué te olían los tebeos cuando eras niño y a qué te huelen ahora?

- Tal vez porque me adorna un apéndice nasal considerable (parecido al del actor Karl Malden), poseo un olfato poderoso y sutil. De niño jugaba con mis hermanos a que era capaz, con los ojos cerrados, de adivinar la editorial a la que pertenecía la novela de Salgari (mi autor favorito entonces) que me acercaban a la nariz: las de Calleja se distinguían perfectamente de las más modernas de Molino, y no digamos de las chilenas Zig-Zag, a las que atribuía yo un aroma oceánico. Lo mismo ocurría con los tebeos. El Guerrero del antifaz y El Capitán Trueno, el Jaimito y el Pulgarcito no sólo representaban dos modos diversos de entender las aventuras y las historietas de humor -el estilo de la editorial Valenciana y el de la editorial Bruguera, tan diferentes para el lector como para el cinéfilo el look de una película de la Universal de otra de la Metro-, es que además, en razón del papel o la tinta utilizados, olían de manera distinta, por no hablar del olor peculiar de los tebeos mexicanos de Novaro, los más caros del quiosco y los de aroma más potente. Pero en mi libro el olor de los tebeos es el olor del tiempo. Y el tiempo no ha pasado por los tebeos actuales.

 

“Un olor feliz de la niñez es el de los cines de Zaragoza”

- Al comienzo de Comentarios se habla del perfume de la niñez. Toda tu obra está llena de olores, unos agradables, melancólicos, y otros no tanto. ¿Qué olores, felices e infelices, han marcado tu vida?

- Un olor feliz de la niñez es el de los cines de Zaragoza, el de los de estreno y también el de los de barrio -a pipas, chicle, orines-, y a su vez había muchos matices diferenciadores según las empresas. La casa de mis padres en la Rochapea de Pamplona no despedía un olor a desdicha sino a frío en invierno, el frío huele y los de mi quinta lo saben muy bien. Otro olor alegre es el del cuerpo de la persona amada, no el de su colonia o su perfume sino el olor inconfundible de su piel. Y un olor espantoso: el de la mili, y más si se tiene en cuenta que el cuartel donde la padecí albergaba cuadras de mulas y caballería.

- Con treinta y muy pocos años publicaste, en Hiperión, Quadrupedumque, la primera entrega de una ambiciosa trilogía novelística en la que había una voz, un tono (entre humorístico y melancólico), un ritmo sintáctico y una aglutinante manera de contar ya definidas. ¿Cuándo empezaste a escribir? ¿Qué habías publicado antes de Quadrupedumque? ¿Por qué caminos llegaste a la Trilogía de Zabala?

- Antes de Quadrupedumque no había visto impresa ni una línea de la que fuera autor, ni siquiera en la prensa local, y tenía treinta y tres años cuando Hiperión editó mi primera novela. Comparado con otros escritores de mi generación, fui un publicador tardío, pero escribía desde siempre; en ingreso de bachillerato parí una novela bélica que se titulaba El refugiado (la conservo, es muy graciosa) y con otros tres compañeros del colegio componíamos un tebeo, Los cuatro Rebeldes, cuyo único guionista -he sido siempre un torpísimo dibujante- era yo. Además durante el verano contaba cada noche a mis hermanos un cuento de aventuras que se continuaba hasta principios de octubre, cuando yo me volvía a Zaragoza. Creo que con esos relatos nocturnos, que plagiaban películas, tebeos y novelas juveniles, aprendí ciertas cosas sobre la narración oral a las que he vuelto de mayor. En la adolescencia me inventé un alter ego, Zabala, que protagonizó  sucesivas novelas cortas: Algo sobre Zabala, Algo sobre Zabala 2, Algo más sobre Zabala y así, me faltó sólo Zabala ataca de nuevo. En fin, cumplidos los veinte comencé un novelón que me llevó dos lustros de sudores; se llamaba Utis, título que remite, con ambición petulante, a cierto libro de Joyce de lejana inspiración homérica (el mío también transcurría en un día pero zaragozano en vez de dublinés). Al terminarla me di cuenta de que era infumable; las primeras páginas adolecían de una ingenuidad aplastante y, aunque mejoraba conforme avanzaba, carecía de unidad de estilo y hasta de propósito. Aparte de que yo había leído mucho más y la lectura me había vuelto humilde rebajando mis pretensiones. Luego ya vino Quadrupedumque, que escribí en nueve meses, un embarazo. El niño me salió tan pedante como el título. No pensaba que iniciaba una trilogía hasta redactar las últimas páginas, entonces me apeteció seguir con el personaje -al fin y al cabo había pasado toda mi vida alimentándolo- para trazar una especie de retrato generacional, algo que se acentuó en la tercera entrega, la más autobiográfica, que transcurre a lo largo del curso 1968-69 en la Universidad de Zaragoza. Había observado cómo mis contemporáneos estaban construyendo a posteriori un sesentayochismo heroico de lucha antifranquista -y algunos de verdad se jugaron el pellejo-, cuando yo había conocido a muchos de ellos en la Babia política, como yo mismo, que sólo en la mili tomé conciencia plena de lo que pasaba en mi país.

 

El ambiente universitario de finales de los años sesenta

- En Gaudeamus retrataste el ambiente universitario de la Zaragoza de finales de los sesenta. ¿Qué amistades y magisterios de entonces te ayudaron a forjar tu vocación? ¿Qué libros y películas y discos compartisteis y os marcaron para bien o para mal? ¿Cómo ves ahora, desde la distancia, aquellos años, aquellos sueños?

- Creo que a los dos meses de entrar en la universidad me había dado cuenta ya de que aquello era una gran tomadura de pelo. Había profesores ogro-fascistas, profesores gandules, profesores majaras y alguno alcohólico; lo difícil de encontrar era un catedrático que respondiese a la idea (platónica) de conocimiento, vocación docente y capacidad de transmisión del saber que yo esperaba ingenuamente de la profesión. Claro que recuerdo algún caso aparte, como el bondadoso señor Frutos, apegado todavía a la escolástica pero tolerante con los alumnos que íbamos por otros derroteros. Y tuve la suerte de que me impartiera un curso Mainer, que estaba iniciando su carrera y era ya un sabio en materia literaria. Empecé Románicas, me aburrí pronto y me pasé, sin saber inglés, a Filología Moderna, que me ofrecía un futuro en el que podría leer en original a muchos escritores que admiraba. En fin, iba al cine todos los días con Manuel Aguirre, amigo desde los seis años, y devoraba toda clase de libros, incluidos unos cuantos esotéricos por influencia de otro amigo, Luis Salete, que estaba entonces bajo la fascinación de un pintoresco gurú maño que "podía abandonar su cuerpo como nosotros dejamos la chaqueta". Más o menos fabulado, conté todo esto en Gaudeamus. Aprendí mucho más leyendo por mi cuenta y en las salas de cine que en las aulas. En cuanto a la música, yo era un chico raro. Nunca me interesó el rock, y ahí sigo, los Beatles me dejaban indiferente -ahora los oigo con la melancolía que proporciona la pátina del tiempo- y escuchaba sobre todo clásica, canción francesa y el folk angloamericano que empezaba a llegar, los Chieftains, Joan Baez, Pete Seeger, esas cosas. Tardé en aficionarme al jazz, debo mi apertura musical a Maribel. Los libros que significaron algo para mí... una lista interminable. Mi introducción a la literatura seria comenzó en la primera adolescencia con los narradores eduardianos -Chesterton, Wells, Kipling, que hoy continúo apreciando-, los novelistas rusos, Dostoyevski a la cabeza, la generación del 98 y los clásicos españoles, Cervantes, la Celestina, el Lazarillo…, que no dejan de maravillarme hasta ahora mismo, nada original, como ves. Y la poesía de los siglos de oro, por supuesto. No soporto, sin embargo, nuestro glorioso teatro nacional. Y allá por  el 67 o 68 el fogonazo deslumbrante de los latinoamericanos y el paulatino descubrimiento de nuestros exiliados. Y tantos más, toda la gran novela burguesa del XIX, Galdós, Dickens, Flaubert, Clarín...Ya no he vuelto a leer con aquella pasión, aunque recientemente he regresado a Rojo y negroAna Karénina y Little Dorrit y qué asombro y qué placer renovados.

 

Los collages que confecciona el recuerdo

- “El recuerdo confecciona collages peregrinos”, se lee en Comentarios. Tu obra está hecha de esos collages que confecciona el recuerdo y también has utilizado el collage como técnica narrativa. 

- Dices que he utilizado el collage como técnica narrativa. Pues no he sido consciente de ello. Es verdad que los capítulos de mis tres primeras novelas no se redactaron en el orden que se publicaron; yo los iba escribiendo según las apetencias del momento o las ganas de experimentar con un estilo determinado, a veces me proponía pastiches voluntarios y secretos (son fáciles de percibir) de autores que leía en la época, Benet, por ejemplo, o García Hortelano. Esa forma de componer produce un efecto  de collage, tienes razón. Luego me he sometido a unas estructuras narrativas menos aleatorias y que en realidad son más difíciles.  Aunque lo de los pastiches me tienta de vez en cuando. En La bella cubana hay uno de Cortázar; volví a leer Rayuela, que había sido un antes y un después en mi juventud, no me gustó casi nada y me dio tanta pena, porque a su autor le tengo un aprecio especial, que decidí compensar el desapego con una imitación. Tonterías con las que se divierte uno.

- También a ti, como al autor de la célebre novela de inspiración homérica, te marcaron los jesuitas...

- Fui a los jesuitas por el esnobismo de mi abuela. Pasaba con mis padres y hermanos el verano y las navidades, pero durante el curso vivía con mi abuela materna y mi tía, que dirigían un taller de alta costura de bastante prestigio en Zaragoza. Y mi abuela, sin duda deseando lo mejor para mí, me matriculó en el colegio adonde sus clientas, todas de la burguesía local, llevaban a sus retoños. De modo que yo compartía pupitre con los hijos de la clase dirigente que debían recibir una educación encaminada a que ocupasen con los años los puestos de sus progenitores. Fue un flaco favor, la verdad. Me sentí siempre como un infiltrado y aprendí a ocultar mi "inferior" condición social desde pequeño, me convertí en un disimulador. Por otro lado, si atendemos a lo académico, la formación era muy deficiente y en muchos casos oscurantista. ¡Y la obsesión de los curas por el pecado!..., o sea, por el sexo, que alcanzaba su culminación en los siniestros ejercicios espirituales de la Quinta Julieta, esos que mimetizó a la perfección el irlandés famoso. A la maldad de los directores de las congregaciones marianas -los Kostkas y los Luises en el lenguaje ignaciano- sólo les encuentro la excusa de la estupidez que luego percibí en ellos. Dos excepciones. En cuarto y sexto de bachillerato me dio clase de literatura un jesuita joven de superior inteligencia que me instó a que escribiera y con el que mantuve amistad y una correspondencia epistolar hasta su muerte; se llamaba José Joaquín Alemany y dentro del campo de la teología era una eminencia. Le guardo un cariño y una gratitud inalterables. Y tuve un magnífico y estrafalario profesor de Latín en Preuniversitario, el padre Garayoa, que me hizo traducir media Eneida y coger gusto por la poesía latina; también dirigía el coro del colegio con talante wagneriano, entusiasta e irascible.

 

“La conciencia del paso del tiempo es lo que me pone un nudo en la garganta”

- ¿Te ha ocurrido con algún director de cine lo mismo que con Cortázar? ¿A cuáles, por el contrario, vuelves siempre con "asombro y placer renovados”?

- Ojo, no me desencantó Cortázar sino Rayuela, y con todo hay capítulos de la novela que sigo disfrutando. Pero yo la había mitificado y por eso mismo me resistía a su relectura, me daba miedo descubrirle defectos a un libro que había supuesto mucho para mí. De cualquier modo su influencia fue beneficiosa. Y hay cuentos de Cortázar que he leído repetidamente y la magia permanece intacta. Con el cine es distinto. No sé cuántas veces he visto Shane (Raíces profundas se llamó aquí) o El tercer hombre y no dejan de conmoverme, pero no estoy seguro de que la emoción proceda de las películas mismas y no de  las emociones acumuladas a lo largo de los años, como si fuera la conciencia del paso del tiempo -de los yoes que he sido cada vez que las veía- lo que me pone un nudo en la garganta. Me pasa con unas cuantas más, con rtigo, por ejemplo, con Los paraguas de Cherburgo. Ya ves que hablo de títulos y no de directores. Es un campo en el que he sido muy fiel a los amores juveniles...y a mis fobias. Hombre, claro que hay épocas en las que valoras ciertas novedades que luego una perspectiva más amplia coloca en su sitio. Pienso en el cine de Almodóvar, que hizo visible en el mundo nuestra cinematografía y sólo por eso hay una deuda contraída con él. Pero he vuelto a ver sus primeras películas, que me parecían tan frescas, y aun juzgándolas más interesantes que lo que hace ahora, creo que han envejecido mal. O el que ha envejecido mal soy yo, todo puede ser.

- En Vamos a contar canciones, publicada en 1999, decías que Maribel y tú habíais contabilizado cerca de dos docenas de domicilios a lo largo de vuestra vida en común, número que, supongo, se habrá incrementado desde entonces. ¿De qué casas os ha costado más separaros?

- Hubo otro domicilio, en la rue de l'Université de París, pero ahí terminaron las mudanzas. De todas las ciudades donde he vivido me ha costado despedirme, bueno, de Glasgow no demasiado, era tan deprimente, pero la vivienda que más me apenó dejar fue la última que tuvimos en Londres, en el área de Notting Hill, a unos metros de Portobello. Y fue desgarrador marcharnos de Nueva York, no tanto por la ciudad, que por supuesto, como por separarnos de nuestra hija, que se quedó allá y sabíamos que no volveríamos a vivir juntos salvo en vacaciones o de visita, era un fin de etapa en más de un sentido y todo fin de etapa constituye un recordatorio del carácter pasajero de nuestra existencia, de que no hay billete de vuelta y que lo único que permanece es lo que cargamos en la memoria.

- Me da la sensación de que cada una de las ciudades en las que has vivido representa, dentro de tu obra, un estado de ánimo diferente.

- En el terreno personal yo diría que más que una diferencia de estado de ánimo hay una diferencia de edad. Y de circunstancias. A Glasgow llegué con 24 años y dejé París con 55. Nos presentamos en Perú sin trabajo y sin pensar que, una vez transcurrido el plazo de permanencia como turistas, seríamos ilegales; a otros países fui respaldado por contratos desde mi país. ¿Se refleja eso en mi obra? No sabría responderte. Los personajes masculinos de mis relatos suelen ser tipos frustrados, condenados a la soledad y pesimistas, vivan donde vivan. Sin embargo los textos de no ficción que he dedicado a las ciudades en las que he residido reflejan a una persona bastante mejor instalada en su realidad. Dejo a un aficionado al sicoanálisis la explicación de estas peculiaridades. Yo tengo la mía pero no es interesante.

 

Buscar la naturalidad de una forma expresa puede ser un impedimento para conseguirla”

- Me acuerdo de Félix Romeo, a la salida de la presentación en la librería Antígona de Espectros, parpadeos y Shazam! Estábamos en la terraza de un bar y Félix nos leía fragmentos de tu libro y, elevando su ya de por sí elevado tono de voz y aporreando la mesa con el libro, nos decía: "Así quiero escribir yo, con esta naturalidad". ¿Cómo se llega a escribir con naturalidad? ¿Y cómo se transmite esa naturalidad al lector?

- El inolvidable Félix ejercía la virtud, entre otras, de ser muy generoso con los amigos; él escribía como hablaba, no podía ser más natural. Yo empecé cultivando una prosa con tendencia a periodos sintácticos muy complejos, y con los años, sin que haya desaparecido del todo ese rasgo de estilo, me he ido aproximando a un registro coloquial culto, quizá como resultado de la oralidad impuesta a muchos de mis relatos, que se ciñen a historias que alguien cuenta a otra persona. Buscar la naturalidad de una forma expresa puede ser un impedimento para conseguirla; es como recomendar a alguien que, antes de una entrevista de trabajo o con vistas a seducir a un tercero, sea espontáneo, imposible ser espontáneo si tratas de serlo. En mi caso la supuesta naturalidad surge de otro planteamiento, el del punto de vista del narrador: si se renuncia a la omnisciencia, ¿quién cuenta el cuento y por qué? La mayoría de las novelas españolas que escogen la primera persona no justifican esa elección, aparte de la comodidad del escritor con ese yo narrativo. Por eso en mis libros los personajes escriben cartas o se enfrentan a un interlocutor y yo transcribo su conversación o monólogo. Lo que no deja de ser convencional asimismo, pero es un método que apacigua mis escrúpulos. Ahora bien, en los ensayos o artículos procuro expresarme como lo haría de viva voz, con la ventaja de que pueden evitarse los latiguillos o incoherencias.

 

“Ir al cine me gusta más que ver películas”

- El cine, una de las grandes pasiones de tu vida, está presente de un modo u otro en todos tus libros.

- En no sé qué novela mía el protagonista afirma que su verdadera patria es el cine. Tendría que haber dicho las salas de cine, que conforman una geografía internacional, multilingüística y sin fronteras. Ahora que el cine, como lo concebíamos, está desapareciendo y cada día cierran salas en todo el mundo, creo que ir al cine me gusta más que ver películas. Por muy grande que sea la pantalla doméstica y muy completa la oferta de cadenas de televisión a la carta, ver una película en casa carece del carácter entre misterioso y balsámico que para mí presenta el consultar la cartelera, salir a la calle, sacar tu entrada, esperar a que se apaguen las luces y sentir que los conflictos personales, las obligaciones enojosas, la discusión con el vecino quedan marginados durante un par de horas en las que ese refugium peccatorum te protege de la realidad. Así lo experimentaba de niño. "El cine es más hermoso que la vida", asegura Truffaut, o un personaje de Truffaut, en La noche americana. Yo ahora pienso lo contrario, aunque el cine continúa creando un grato paréntesis, con un tiempo distinto, en medio de las turbulencias del otro tiempo, el exterior.

 

“La literatura y el cine son dos lenguajes distintos y las influencias mutuas son referenciales”

- ¿Te has servido deliberadamente de técnicas cinematográficas para componer pasajes de tus novelas o algún relato?

- En efecto, mis libros están llenos de referencias cinematográficas, ahora bien, jamás he pretendido utilizar una técnica de cine porque, entre otros motivos, es imposible. En la década de los veinte del siglo pasado hubo una ingenua aspiración por parte de las vanguardias a reproducir en verso o en prosa travellings, primeros planos, fundidos, etc y se escribieron poemas cinemáticos y cuentos fílmicos (Jarnés, por ejemplo, publicó un par de ellos). Juegos infantiles, analogías que han servido para entretener a profesores y a mí mismo. Pero repito la perogrullada: la literatura y el cine son dos lenguajes distintos y las influencias mutuas son referenciales. Se dice que el montaje de Griffith inventó el suspense y luego los novelistas hemos aprendido, gracias al cine, a "montar" nuestras historias. Bien, Griffith se inspira de hecho en Dickens y ya en los folletines del XIX se utilizaba la técnica del suspense como método de enganche del lector. Lo que sí es cierto es que la fascinación por el cine ha llevado a algunos autores a tratar de plasmar con palabras ciertas imágenes que le conmocionaron en la pantalla, y así, cuando una página describe cómo un coche de ventanillas oscuras dobla una esquina, el lector avispado  percibe que el narrador quiere conseguir la misma reacción que sintió viendo  el coche de Bogart doblar una esquina, lo que no deja de ser un tanto pueril.

- ¿Nunca te ha tentado la idea de escribir un guión o de ejercer la crítica cinematográfica?

- No, nunca he escrito un guión de cine, ni siquiera lo he deseado. Tampoco he asistido a un rodaje cuando algún director me lo ha ofrecido. Sería como perder la inocencia. Durante unos meses tuve en prensa una columna semanal sobre cuestiones cinematográficas; sería abusar de la palabra "crítica" encasillar dentro de ese género periodístico las opiniones que yo vertía allí. Con los años he llegado a la conclusión de que nuestras reacciones estéticas son viscerales, aunque luego las embadurnemos de argumentos razonables; el gusto es una facultad arbitraria, por eso es absurdo querer convencer a alguien de que la película que le ha gustado es una porquería o viceversa. Entiendo que mucha gente inteligente se encandile con el cine de Lars Von Trier pero sus "razones" no me valen frente al rechazo que yo experimento hacia los productos de ese señor, y mis "razones" para rechazarlos son tal vez las que ellos esgrimen para ensalzarlos. Ya ves, soy un visceral escéptico.

 

“La poesía es el género literario más intenso”

- Rastreaste la huella del cine en la poesía española y editaste una preciosa antología: Viento de cine. Hay momentos, además, en que tu prosa adquiere una indudable intensidad poética. ¿Qué relación mantienes con la poesía?

- He sido lector de poesía toda mi vida, hasta hace unos años. Ahora leo muy poca, la que escriben los amigos y de vez en cuando retomo a los clásicos. No deja de maravillarme la abundancia nacional de líricos. Aquí, en Andalucía, levantas una piedra y sale un poeta, "como los escorpiones", que decía Quevedo, "y a pesar de todo hermanos en Cristo". Se leen entre ellos, se maldicen entre ellos, se cotillean entre ellos. Algunos no han perdido ese ridículo aire sacramental cuando leen sus versos en público. Quizás un empacho de poetas me ha alejado de los poemas. Pero es verdad, mi obra contiene citas y parafraseos de muchos poemas amados. A veces, sobre todo al principio, supuraba una especie de prosa poética que hoy me avergüenza. La poesía es el género literario más intenso y que puede emocionar más hondamente. La prosa también consigue a veces esa intensidad, sólo que para ello no debe utilizar las técnicas del verso; hay narradores que para lograr cierto ritmo escriben sin darse cuenta en endecasílabos, eso es un error y genera un estilo pastelero. Si alguna vez he conseguido en un texto parecidos resultados a los de un buen poema, me alegro, pero no convierte mi prosa en poética, Alá me libre.

 

“Me irritan los dogmas estéticos tanto como el canon, ese invento siniestro del gremio académico”

- Uno de los mejores relatos de la literatura española reciente se titula "Una investigación literaria" y forma parte de Bar de anarquistas. No es la única pieza magistral que hay en tus libros de relatos. ¿Cuál sería tu decálogo del cuento?

- ¿Te gustó ese cuento? Tengo la impresión de que mis libros de relatos pasan sin pena ni gloria y tampoco estoy seguro de que se merezcan una u otra. Durante años me resistí a publicar relatos cortos, tenía el objetivo contundente de la novela, a pesar de que en todas ellas introducía de polizón un cuento (o varios). Fui encontrando tanto placer en la brevedad que me impuse por fin el propósito de componer un volumen de cuentos; también ayudó que me bloqueé tras los primeros capítulos de una novela, La bella cubana. Ahora espero, si las musas no son hostiles, alternar las dos distancias narrativas. Y no, no tengo un decálogo. Hay escritores cuyo ars poetica, por llamarlo de algún modo, se corresponde exactamente a lo que ellos hacen. No es mi caso, mis gustos son muy católicos y disfruto igual con Nabokov que con Dostoyevski, a quien el primero detestaba, con Borges que con Galdós, al que el argentino supongo que despreciaba tanto que jamás lo nombra. Me irritan los dogmas estéticos (en cine el grupo Dogma me produce urticaria) tanto como el canon, ese invento siniestro del gremio académico. Aparte de que ya sabes que los decálogos se crean para transgredirlos.

 

“El maestro supremo del relato corto es Chejov”

- En algunos de tus cuentos asoman sus cabezas escritores como Borges, Cortázar o Monterroso y en otros se percibe el aroma de los maestros norteamericanos del relato breve. ¿Quiénes son tus cuentistas?

- Los tres latinoamericanos que mencionas, por supuesto, un grupo al que habría que sumar a Bioy y a Onetti. De los estadounidenses contemporáneos, Carver y Tobias Wolff, bueno, y Cheever, que queda un poco más lejos. Para mí el maestro supremo del relato corto es Chejov. Hay muchos otros, los americanos del XIX, Kipling cuando no hace propaganda del Imperio... Entre los españoles actuales me parecen excelentes Hipólito G. Navarro y Juan Bonilla; y lamento que Ignacio Martínez de Pisón se haya apartado un tanto de un género en el que consiguió logros magníficos. Quiero citar dos de mis cuentos favoritos porque me hicieron reír a carcajadas, y eso no tiene precio: "Teniente Bravo", de Juan Marsé; y "Muerte de Sevilla en Madrid", de Bryce Echenique.

 

Sobre la editorial Pre-Textos

- Publicaste tu primera, segunda y tercera novelas en Hiperión y has publicado en Alfaguara, en Xordica, en Renacimiento y en Point de Lunnettes, pero tu editorial es Pre-Textos. ¿Qué te une a ella?

- He publicado ocho libros con Pre-Textos y el noveno está en capilla, aparte de colaborar en el volumen colectivo que celebraba los 25 años de la editorial. Sus ediciones son casi artesanales de tan cuidadas, no contienen erratas, la atención a los aspectos materiales del libro es máxima. Y han depositado en mi obra -y en el talento de mi hijo Miguel, que ha diseñado las últimas portadas- una fe y una confianza dignos de mejor causa pues mis ventas no justifican que continúen publicándome. Hay otro aspecto que destaco: su independencia, ahora que casi todo está mediatizado por intereses ajenos a lo literario. Manuel Borrás, la persona que selecciona las publicaciones, no tiene que aceptar presión externa porque Pre-Textos no pertenece a un grupo multinacional o asociado a los media de prensa y televisión, y sus decisiones se basan en la honradez de su criterio, el de un hombre de extensa cultura y aguda sensibilidad literaria. Y vaya, no trato de ensalzar mi obra indirectamente sino de señalar una realidad objetiva y mi satisfacción por estar integrado en ella, o como diría Guillermo Brown, sólo hago constar un hecho. Ah, y tampoco me mueve la amistad personal; tengo un gran aprecio por el trío directivo de Pre-Textos pero a dos de ellos sólo les he visto un par de veces en tantos años, y con Borrás he coincidido en dos ocasiones más. Me publicaron sin conocerme, fue sugerencia del poeta sevillano Fernando Ortiz que les enviara una novela, Palabras de familia, y el resto es historia.                                                  

 

Maribel Cruzado, mi compañera

- Destinataria de varios de tus libros, Maribel Cruzado también es uno de los personajes principales de tu obra, y no sólo de la parte de no ficción.

- Maribel Cruzado es mi compañera desde que yo tenía veinte años. El único libro mío de ficción en el que aparece es La bella cubana. En la trilogía primera sirvió de modelo parcial para la protagonista femenina, pero hay un montón de detalles objetivos que las diferencian: la novia de Zabala rompe con él, no tiene hijos y su peripecia sentimental es bien distinta a la de mi mujer. El carácter, sobre todo eso que en Aragón llamamos rasmia, las identifica y cierta manera valerosa de enfrentarse a las dificultades, tal vez sea lo mismo. En La bella cubana salimos brevemente los dos con la intención, no sé si lograda, de crear distancia entre mi propia vida y la de los personajes principales, para evitar la tentación de las interpretaciones autobiográficas. En las obras de no ficción es normal que, si hablo de viajes, amistades, hábitos cotidianos, cumpla un papel la persona con la que comparto todo.

- ¿Qué opinas de las series de televisión? ¿Compartes el entusiasmo que despiertan algunas de ellas? ¿Crees que son, como se dice, el presente y el futuro del cine?

- La última serie de televisión que seguí fue Los intocables, a mediados de los 60 del siglo pasado, creo. Encendemos poco el televisor y por tanto no veo series. No tengo nada contra ellas salvo que, de engancharme a alguna, me quitaría tiempo para ir al cine. Es fácil imaginar un futuro no muy lejano en el que la gente se queda todas las tardes y noches en casa frente a una pantalla considerable, pues las salas de cine están condenadas a desaparecer, y ésa es para mí una imagen del apocalipsis de una época, y así lo traté de expresar en uno de mis relatos. Cada uno es hijo de su tiempo y yo lo soy del tiempo del cine, o mejor dicho, de los cines. Debo añadir que nuestro hijo, que es un experto en series, nos regaló Los Soprano completa, la fuimos viendo a lo largo de un año y estaba muy bien, aunque no es comparable a la capacidad de síntesis y la ausencia de otra clase de compromisos de El Padrino, por citar un ejemplo próximo a esa historia de mafiosos. También nuestra hija, que trabaja desde hace casi veinte años en la distribución de cine extranjero en Estados Unidos, nos insiste en que veamos otras series destacadas. Pero ya te digo, es un placer para cuyo disfrute no dispongo de tiempo.

 

“En mis clases no quería que asociaran la literatura con el estudio sino con el placer”

- Has trabajado muchos años como profesor. ¿Podría enseñarse mejor la literatura? ¿Cómo?

- No tengo certezas sobre los métodos más adecuados para enseñar literatura pero sí acerca de los negativos: los que se suelen utilizar en España, y me refiero a la enseñanza media, que conozco bien y que es donde se cuecen los rechazos de los chicos. Ocurre que en nuestro país no se enseña literatura sino historia de la literatura a base de memorizar manuales, sin que los adolescentes tengan un contacto directo con las obras y menos todavía con obras accesibles. Este verano me contaba una sobrina la preparación de Lengua y Literatura para la selectividad, donde sacó la máxima nota sin haber leído apenas y sin entender lo poco que había leído. Eso sí, se sabía perfectamente lo que el profesor les había dictado sobre el espacio y el tiempo en el Romancero gitano, que le parecía incomprensible. En mis clases yo prescindía de los libros de texto -un ahorro necesario para los padres- y no permitía a los alumnos que tomaran apuntes; proponía obras, las leían, las discutíamos, les obligaba a pensar, a expresar oralmente lo que pensaban y a escribir luego esas reflexiones, que yo corregía y comentaba minuciosamente. No quería que asociaran la literatura con el estudio sino con el placer. Por eso nunca suspendí a un alumno. Si al final Cernuda o Valle-Inclán les seguían resultando indiferentes -yo procuraba que no fuera así pero no siempre lo conseguía-, quién era yo para impedir que trabajaran de cajeros en un banco o estudiasen Químicas. Era una labor de seducción, y de seducción apasionada aunque no lo dejara traslucir. La práctica de esta materia no debería caer en manos de funcionarios con mentalidad de tales, sino en astutos donjuanes.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Julio José Ordovás

Onetti: vicio, pasión y desgracia

24 de enero de 2020 08:21:53 CET

Cuando estaba haciendo mis primeros intentos de escribir cuentos, hace más de treinta y cinco años, Onetti me atraía menos que Borges o Quiroga, que Kafka y Poe. Pero estaba allí, inquietándome a partir de su imagen vista en fotografías que lo mostraban serio, hosco y fumador, con algo fúnebre e indefinidamente melancólico instalado detrás de los lentes. Digamos que accedí a Onetti menos por lo que escribía que por su pinta de maldito, de turbio fraguador de la propia leyenda que lo precedía. Luego, a partir de la inevitable lectura de Bienvenido, Bob y El posible Baldi, la inquietud se consolidó, con el agregado de una sorda sensación de impotencia. Era posible disfrutar de la prosa borgeana sin sufrir la incapacidad de emularla; no era posible leer a Onetti sin ser agobiado por lo que no se ha de lograr. Probablemente, el aspirante a escritor que yo era entonces sufrió lo que Onetti ante Faulkner, con la diferencia de que el profundo Sur era algo lejano, crepuscular y extranjero, mientras que los habitantes del mundo onettiano andaban por ahí, a la vuelta de cualquier esquina montevideana o bonaerense.

Para el joven veinteañero que yo era, leer a Onetti significó un cataclismo y un prolongado padecimiento. También contribuyó, justo es decirlo aquí, un libro cuyo título me descolocó cuando lo ví: Las trampas de Onetti de Fernando Aínsa, editada por Alfa en 1970. Fue el primer ensayo que leí sobre el escritor –y el primero importante que alguien le dedicó- y en él encontré las claves de mi fascinación por Onetti a la par que me permitió decodificar no solo sus “trampas” – que Aínsa consignaba con rigor y lúcido abordaje crítico- sino los componentes humanos y el basamento existencial de su literatura. No obstante, lo más importante de ese testimonio de Aínsa estaba en la dedicatoria genérica de la obra: “A quienes, como Onetti, todavía creen en el destino propio de la novela”. Esa creencia todavía me habita.

Hoy, Juan Carlos Onetti es quizá uno de los autores uruguayos menos leídos en su propio país y no se cuántos jóvenes, aspirantes a escritores o simples lectores, pueden sentir lo que yo sentí cuando abrí por primera vez uno de sus libros. Onetti fue siempre poco leído, pero en vida su merecida fama de personaje hosco y de autor profundamente admirado por sus colegas, en especial los extranjeros, lo puso a salvo de las exigencias del mercado. Era lo que se dice un verdadero outsider, un frontera que vino a pisotear el jardín de lo establecido en el momento que aparece. Es fama que buena parte de la primera edición de su novela El pozo (1940) – la primera que publicó- tardó años en venderse y permaneció olvidada en los depósitos de la librería Barreiro & Ramos de Montevideo hasta que a comienzos de la década del 60 se pusieron a la venta 49 ejemplares en una liquidación. Si se entra a cualquier librería importante del Uruguay es difícil ver a primera vista ejemplares de las obras de Onetti exhibidos. Los que existen por lo general se apilan con discreción en algún sector de las mesas de autores nacionales, pero sin el lugar preeminente que merecerían. No disfrutan sus libros de la exposición de los de Eduardo Galeano o los del mismo Mario Benedetti, que hasta dispone para su vasta obra de exhibidores exclusivos en algún puto de venta. Las reediciones existentes de cuentos y novelas de Onetti son pocas –editores amigos me han comentado que es difícil la negociación de los derechos de reedición con su viuda y demás herederos- y más allá de la presencia de los excelentes tomos de sus obras completas, editadas por Galaxia Gutemberg y ofrecidas al desalentador precio de 75 dólares cada uno, la literatura de Onetti no merece espacios notorios para los libreros compatriotas. Ni que hablar de elementos recordatorios o promocionales como suelen ser fotografías, posters o un lugar destacado en vidriera. Esos espacios pertenecen a Paulo Coelho, J.K. Rowling, Ken Follet o, en lo doméstico, a cualquier crónica sobre hechos de la historia reciente, usos y costumbres de los uruguayos o las reiteradas biografías sobre gente que todavía vive. En las librerías uruguayas Onetti es invisible.

La cara opuesta de esta carencia es la venerada memoria de Onetti, que en Uruguay es custodiada por un grupo inorgánico de fieles intelectuales que, habiéndolo conocido y tratado o no habiéndolo visto nunca, asumen un conocimiento total sobre vida y obra del maestro, lo que emparenta su misión con la de guardianes de algo que podría definirse como la Santa Iglesia Onettiana. También están, por supuesto, los amigos que lo han sobrevivido y que celan del anecdotario o la correspondencia. En este año del siglo de Onetti, ellos habrán de ser sin duda los primeros en integrar las mesas de futuros coloquios que se realizarán en homenaje al maestro, para evitar desviación alguna en ese culto que ha determinado que Onetti sea prácticamente inabordable para los legos. Es cierto, Onetti es un autor arduo y que exige lectores atentos, por lo cual ha sido más admirado que leído, condición que comparte con Borges, por ejemplo. Pero si se sigue restringiendo la difusión de su obra –que en Uruguay no se consigue en su totalidad- a especialistas o fans y acotando el marco de participación del público a eventos puramente académicos para iniciados, el homenajeado seguirá siendo un agujero negro para las generaciones actuales de uruguayos.

En Uruguay el cine nacional está en auge y hasta gana premios internacionales, pero los cineastas uruguayos en general no encuentran en Onetti inspiración para los guiones de sus películas. Es notable que “Mal día para pescar”, largometraje basado en el cuento Jacob y el otro, dirigido por Alvaro Brechner, y que quizá se estrene este año, sea la primera obra de Onetti que se adapta al cine en territorio uruguayo. Hace diecisiete años, el realizador Pablo Dotta incluyó en El dirigible, referencias e imágenes de Onetti en un filme muy peculiar y personal pero que no se inspiraba en ningún cuento o novela del autor, pese a lo cual era una película indudablemente onettiana. Un poco antes, en 1980, el argentino Raúl de la Torre había filmado El infierno tan temido, con Alberto de Mendoza como protagonista. A comienzos de los 70, en México, una versión de El astillero quedó inconclusa ¿Es filmable Onetti? Claro que lo es y ofrezco dos ejemplos de historias que podrían ser magníficas películas en manos de directores inteligentes, capaces de captar toda la humanidad y ambigüedad de Bienvenido, Bob o Los adioses.

En Montevideo es escasa la presencia del nombre Onetti en el nomenclátor ciudadano. No existe una avenida o siquiera una calle que recuerde al gran acostado de nuestras letras. Apenas hay una plaqueta recordatoria en el legendario edificio de la calle Gonzalo Ramírez, donde Onetti vivió y escribió muchas de sus obras. Ignoro si hay algo similar en la casa de la calle Bonpland, última morada que habitó en Uruguay antes de marchar al exilio. Y consigno: Decreto Nº 31168: Plaza Juan Carlos Onetti; La Junta Departamental de Montevideo Decreta: Artículo 1º. -Desígnase con el nombre de Juan Carlos Onetti la plaza que se encuentra al Norte de la calle Santa Lucía y al Sur de la calle Emancipación, delimitada por la intersección de la calles Timote y Anagualpo. Artículo 2º.-Comuníquese.” El decreto está fechado el 24 de febrero de 2005 y en su municipal redacción suenan como bofetadas los nombres imposibles de esas calles, para nada onettianas salvo que hubieran cambiado de Santa y le hubieran puesto María. Confieso que no he pasado nunca por esa plaza ubicada en un remoto lugar del oeste de la capital, pero ojalá la Junta (que no Junta Larsen) mejore este año la recordación y le conceda al único Premio Cervantes uruguayo un espacio más señalado y visible.

Este breve inventario de la ausencia consigna una realidad: Onetti es nuestro héroe olvidado, nuestro más grande escritor no leído y nuestro gran misterio existencial. Como escritor uruguayo que creció a la sombra del autor de Un sueño realizado, reflexiono hoy sobre esa condición de olvido y desconocimiento que parece reducir la figura de Onetti a mito más que a autor bisagra en la literatura uruguaya y latinoamericana del siglo XX. Es sabido que ya a finales de la década del 40 Onetti era reconocido y admirado por un grupo de amigos e intelectuales que rápidamente advirtieron el peso específico de su escritura, en especial luego de publicar su obra maestra, La vida breve, novela que instala el mítico espacio de Santa María con la misma autoridad y contundencia que su maestro Faulkner había dado existencia al condado de Yoknapatawpha.

Lo que sobrevino luego fue la empeñosa construcción de un mundo literario propio y la creación – gestada a partir de la publicación de la nouvelle El pozo, diez años antes- de la moderna novela urbana rioplatense en comarcas dominadas hasta entonces por el costumbrismo y el criollismo. Por supuesto que en paralelo a esa travesía literaria, Onetti autor daría vida al otro Onetti: el personaje inolvidable, el seductor distante y manejador, el bebedor impenitente, el depresivo intratable, el implacable pesimista, el lector voraz, el indiferente profesional, el amante torturado y torturante, el tierno oculto debajo del cínico y del cruel, el lolitista confeso, el lúcido odiador de lo burgués, el padre distante, el testigo inmóvil y horizontal y, por supuesto, el exiliado por excelencia que ni con invitaciones presidenciales aceptó dejar su cama en la Avenida América de Madrid para regresar a la patria.

¿Por qué los uruguayos no leen a Onetti? Tal vez porque no quieren enterarse de que detrás de ellos no hay nada y que aquel famoso pasaje de El pozo que nos remite a “un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos” sigue teniendo la contundencia de una verdad devastadora. Porque su prosa es compleja y exige dedicación. Porque sus historias no implican un mensaje o la cómoda gramática del bienpensar pre masticado, que tanto nos ha abrumado desde el cliché del escritor comprometido. Porque no quiere agradar, ni ser ejemplar, ni enseñarnos nada. Tampoco leen a Rodó, que en el novecientos fue símbolo del escritor nacional por excelencia y hoy solo es visible en los billetes que estampan su efigie. No es casual que, al igual que Onetti, Rodó muriera lejos, en Palermo, Sicilia, mugriento y en el ocaso luego de haber iluminado el horizonte de Latinoamérica con el ideario contenido en su Ariel. A un siglo de nacido, Onetti marca un antes y un después en las letras americanas. Anterior al boom –que fue una creación editorial- no participó del esplendor de aquellas tiradas de miles de ejemplares que sus integrantes disfrutaron, pero, admirado y reconocido por varios de sus integrantes es quizá, junto con el otro Juan, Rulfo, el menos glamoroso y el más respetado a medida que pasan los años.

Para algunos autores uruguayos contemporáneos, Onetti sigue siendo un faro, un desafío y un antídoto contra las tentaciones de lo inmediato y la búsqueda del éxito fácil. Su manera de encarar el acto de escribir no reconoce otras razones para hacerlo que la del propio placer y una imperiosa necesidad de salvación por la imposible tarea de emular a Dios mediante la escritura. Inclinados ante su magisterio –enumero de manera arbitraria y sin autorización de ellos- algunos autores de mi país como Milton Fornaro, Hugo Fontana, Juan Carlos Mondragón –que además ha escrito una tesis doctoral sobre el maestro-, Omar Prego Gadea -que fue su amigo-, Henri Trujillo y quien esto escribe, en mayor o menor grado reconocemos en Onetti, más que influencias temáticas o de ambientes –ni siquiera rozamos su talento- una actitud ante el misterio de escribir que tiene mucho que ver con una ética. Suscribimos, sin duda, esta frase que Onetti estampó alguna vez en un artículo titulado Literatura ida y vuelta: “Cuando un escritor es algo más que un aficionado, cuando pide a la literatura algo más que los elogios de honrados ciudadanos que son sus amigos, o de burgueses con mentalidad burguesa que lo son del arte con mayúscula, podrá verse obligado en la vida a hacer cualquier clase de cosa, pero seguirá escribiendo. No porque tenga un deber a cumplir consigo mismo ni una urgente defensa cultural que hacer, ni un premio ministerial para cobrar. Escribirá porque sí, porque no tendrá más remedio que hacerlo, porque es su vicio, su pasión y su desgracia.” 

Pese a los libreros que no lo exhiben ni lo ofrecen –es más fácil vender autoayuda o prosa light a la moda- y a los lectores que se lo pierden por ignorancia o pereza, el monstruo todavía nos mira con esos ojos encapotados finales, desprovistos ya de los anteojos de armazón gruesa y oscura, hace un amago de sonrisa con la boca desdeñosa y amenaza mostrarnos un solo diente, brindar con el vaso abundante de whisky, mover un hombro para indicarnos que ya no importa o afirmar con indiferencia que lloverá siempre. El ha podido resucitar a Larsen, incendiar Santa María y hacer nacer a Díaz Grey con más de 30 años y sin pasado: puede hacer cualquier cosa porque, como ya dijo, en la escritura entran solo él y Dios.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Hugo Burel

Simone Weil: "la virgen roja"

24 de enero de 2020 08:18:20 CET

 

“El gran dolor del hombre, que empieza desde la infancia y sigue hasta la muerte, es que mirar y comer sin dos operaciones distintas”. Estas palabras de Simone Weil, contenidas en los Cuadernos, bien podrían servirnos de hilo rojo para evocar su pensamiento, una reflexión tensada al máximo entre el mirar y el comer, entre el desprecio a lo natural y la urgente perentoriedad del salto a la transcendencia, entre la animadversión frente a la voracidad del yo y la apertura generosa a una alteridad siempre despreciada o ignorada.

Comer o mirar, no había término medio para Weil, ciertamente. Se cuenta la anécdota de que Weil, teniendo apenas cinco años, no dudó en privarse voluntariamente de unas golosinas al ver a unos niños pobres que no podían comprárselas. Si el dato es cierto, habría una profunda línea de continuidad hasta su muerte. A causa del exceso de trabajo y su conducta ascética —se impone severas restricciones alimenticias como acto de solidaridad con sus conciudadanos franceses—, su estado de salud sufre un rápido deterioro durante los últimos años de su vida. Ingresada en el sanatorio de Ashford, muere exiliada en 1943 con apenas 34 años. Incluso en el hospital se negó a consumir los alimentos que su enfermedad requería. No es casualidad por ello que uno de los especialistas de su obra, Carlos Ortega, haya definido precisamente su figura en términos parecidos al “artista del hambre” de Kafka, “[…] un personaje que despierta un súbito interés no bien se conocen cuatro detalles de sus ‘capacidades’, y al que luego se olvida por la avidez de nuevos espectáculos o porque el interés se muda en ‘repulsión hacia el espectáculo del hambre’, mientras el artista adelgaza y adelgaza hasta lo insólito, hasta confundirse y ser barrido con la paja de la jaula en la que se le exhibe. Los dos exhalan la misma queja de que nadie vaya a recoger el legado de los secretos de su vocación”[1].

Sin embargo, aunque en cierto modo la trayectoria intelectual y biográfica de Weil, cuyo centenario se conmemora por estas fechas (1909-1943),  se asemeja a la lucha de un alma orientada a morar en las alturas y en pugna contra la gravedad de la tierra, esta ascesis no dejó de comprometerse nunca con la tarea de erradicar la miseria de este mundo. De ahí que su peculiar misticismo religioso conviva no sin fricciones con un planteamiento que si bien desborda el horizonte político tradicional también lo completa en algunos puntos fundamentales. La reciente corriente de pensamiento “impolítico” francesa e italiana (Agamben, Esposito, Nancy, Cacciari…) hunde aquí precisamente sus raíces. No en vano el peculiar cristianismo existencial y profundamente heterodoxo de Weil ha sido reconocido como una de las experiencias intelectuales más singulares del siglo XX. Para Susan Sontag su vida, un símbolo extremo de coherencia, representa el precio que tuvo que pagar el intelectual del siglo pasado por reconciliar vida y doctrina. También fue el modelo del que se sirvió Roberto Rossellini para realizar Europa 51, una de sus películas más conmovedoras. La película narra la historia de Irene, esposa de un diplomático extranjero en Roma, cuyo carácter frívolo se verá zarandeado a raíz del suicidio de su hijo de doce años. Desorientada ante esta tragedia, Irene busca un nuevo sentido a su vida, pero queda decepcionada con la política. Sólo su aproximación a los pobres y su contacto con la gente necesitada le abren un camino hacia una espiritualidad incómoda: su voluntad de entrega será incomprendida por el entorno, quien sólo percibe en su actitud extravagante indicios de locura. Examinada por los médicos, que no son capaces de comprender que sus actos son el fruto de una inaudita exigencia moral, acabará siendo internada en una institución psiquiátrica.

No pocas veces fue calificada Weil a lo largo de su vida de “demente”. Hasta el propio De Gaulle llegó a afirmar que “estaba loca” ante su extravagante propuesta de que la mandaran en paracaídas a la Francia ocupada. En Le bleu du ciel, Bataille empleaba términos parecidos para describirla: “Llevaba vestidos negros, mal cortados y sucios. Daba la impresión de no ver delante de sí, y con frecuencia se tropezaba con las mesas al pasar. Sin sombrero, sus cabellos cortos, tiesos y mal peinados, semejaban alas de cuervo a ambos lados de su cara. Tenía una nariz grande de judía delgada en medio de una piel macilenta, que sobresalía de las alas por debajo de unas gafas de acero. Te desazonaba: hablaba lentamente con la serenidad de un espíritu ajeno a todo; la enfermedad, el cansancio, la desnudez o la muerte no contaban para ella... Ejercía cierta fascinación, tanto por su lucidez como por su pensamiento alucinado”.

 

Nacida en París en 1909, Weil comenzará a estudiar filosofía e historia bajo el magisterio del brillante pensador Émile Chartier, más conocido como “Alain”, que le introduce en el estudio de Spinoza, a partir de ese momento una de sus grandes referencias filosóficas. Allí donde la ética spinoziana trataba de desprenderse de los lastres de una subjetividad tendente continuamente a recaer en el error y la imaginación Weil  buscará un espacio de pureza lejos de esa voracidad hambrienta del yo. Desde el año 1931 enseña en diversas escuelas francesas y, sin militar en partido alguno —instalada en la tradición libertaria Weil siempre abominó de la adaptación a las normas de cualquier organización burocrática—, se mueve siempre en ambientes próximos a la izquierda. En esa época, en la que se afilia al movimiento pacifista de la Liga de los Derechos Humanos e imparte clases en el marco de las organizaciones obreras parisinas, un tema brilla sobre los demás: el propósito de definir las “condiciones de una cultura obrera” a la luz de una reconsideración crítica de la categoría de trabajo. De un trabajo que es sólo alienante, puesto que ha perdido su vertebración humana y social. “La sociedad menos mala —afirmará en Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social— es aquélla donde el común de los hombres se encuentra más a menudo en la obligación de pensar al actuar, tiene las mayores posibilidades del control sobre el conjunto de la vida colectiva y posee mayor independencia. Además, las condiciones necesarias para disminuir el peso opresivo del mecanismo social se contrarían entre sí desde que se pasa cierto límite; así, no se trata de avanzar lo más lejos posible en una dirección determinada sino, lo que es mucho más fácil, de encontrar un cierto equilibrio óptimo”.

Aunque el tono y el marco de preocupaciones intelectuales de Weil pone de manifiesto una indudable continuidad temática, suele habitualmente destacarse en su obra dos etapas: una primera de contenido más político, que tendría lugar entre los años 1930 y 1937; y una segunda, más religiosa, aunque igual de heterodoxa, que abarcaría desde 1937 hasta su muerte en agosto de 1943. Aunque ella misma se sintió incómoda para definir su cambio de orientación con la expresión “conversión” al cristianismo, el pensamiento de Weil se acerca en esta etapa al campo de la mística: “[…] en un momento de intenso dolor físico, mientras me esforzaba en amar, pero sin creerme en el derecho de dar un nombre a este amor, sentí, sin estar en absoluto preparada para ello, una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano” (Pensamientos desordenados).

La razón de este giro se ha atribuido habitualmente a una serie de experiencias personales. Entre ellas, la insatisfacción ante la idea marxista de revolución y sus propias frustraciones en la Guerra Civil de España, a dónde viaja en 1936 para luchar brevemente como miliciana anarquista en el frente de la famosa “columna Durruti”. Años más tarde, un encuentro místico acaecido durante su estancia en el monasterio de Solesmes ahonda en su compromiso religioso, un lazo, dicho sea de paso, siempre heterodoxo: Weil nunca llegó a bautizarse ni a integrarse en el marco institucional de la Iglesia.

Los últimos años de la “virgen roja” —así era llamada despectivamente por uno de sus profesores de filosofía en el Liceo— siguen marcados por una alta exigencia espiritual, el sentido de la justicia y por su interés por la problemática social. A causa de la ocupación alemana se traslada, primero, a Marsella —periodo fructífero que abarca hasta 1942, y más tarde a Estados Unidos e Inglaterra, donde colabora con el “Comité nacional de la Francia libre”.

Sus escritos más importantes, en su mayor parte ensayos, diarios y anotaciones, se publicarán póstumamente bajo diversos títulos, entre los que destacan La pesanteur et la grâce [La gravedad y la gracia] (1947), L’Enracinement [Echar raíces] (1949), Attente de Dieu [A la espera de Dios] (1950), La connaissance surnaturelle [El conocimiento sobrenatural] (1950), La condition ouvrière [La condición obrera] (1951), Intuitions pré-chrétiennes [Intuiciones precristianas] (1951), Lettre à un religieux [Cartas a un religioso] (1951), Cahiers [Cuadernos] (1951), La source grècque [La fuente griega] (1953), Opprésion et liberté [Opresión y libertad] (1955), en la que se incluye el importante ensayo, redactado en 1934, “Réflexions sur les causes de la liberté et de l’oppression sociale” [“Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social”], Écrits historiques et politiques [Escritos históricos y políticos] (1960), Écrits de Londres et dernières lettres [Escritos de Londres y últimas cartas] (1957) y Pensées sans ordre concernant l’amour de Dieu [Pensamientos desordenados sobre el amor de Dios] (1964).

 

Gnosticismo y funesta gravedad

 

Acierta José Jiménez Lozano en definir la posición de Simone Weil como la de alguien que se sitúa irreversiblemente en el paisaje nihilista posnietzscheano de la “muerte de Dios”, esto es, en el escenario de “[…] la modernidad total, en la que ya no hay ni calvos ardiendo […], es alguien que se entrega a lo Real último, no ya ‘ut soi Deus non daretur’, sino ‘etsi Deus non datur’, y podríamos decir que estaba siendo expelido como humo en los crematorios de Auschwitz, y como materia orgánica en Gulag”[2].

En lo concerniente al problema del sentido, como es conocido, el mundo moderno se define cada vez más por la experiencia del declive del Dios Padre y su sustitución por un Dios todopoderoso y paulatinamente más distante del mundo. Weil, sin embargo, en este espacio gnóstico del pensamiento contemporáneo, marca distancias con toda tentación prometeica. Justo lo contrario de la tendencia más recorrida por el pensamiento del siglo XX. “Dios, al crear el mundo —sostiene Weil—, se retiró de él para venir solo como un mendigo, necesitado y sin fuerza. Pensar a Dios es, pues, pensar su ausencia, su silencio. En este mundo, Dios calla, o lo que es lo mismo, allí donde reina la necesidad, al bien le está como prohibido reinar directamente. Sin embargo, Dios no deja de llamar a los hombres, y un rayo de su luz llega a traspasar a veces la opacidad del mundo tocando a aquel que vacía su yo, que consiente y espera. Esta gracia de Dios no puede evitar la subordinación aplastante del mundo a la necesidad, a la gravedad y a la fuerza; pero puede hacer que el alma no ceje de amar”.

En un decisivo texto para comprender este paso gnóstico contemporáneo, “Imitación de la Naturaleza”[3], Hans Blumenberg analiza en cambio cómo la entronización de la libertad humana como valor absoluto no sólo implicó la pérdida de la ejemplaridad de la Naturaleza, sino que rebajó a ésta a mera condición de objeto o instrumento del progreso. La obra humana no hace referencia a otro ser que le preceda, denotado y presentado por ella, sino que, en la porción de ser que le corresponde en el mundo del hombre, constituye ahora algo originario. Curiosamente, es entonces cuando la dimensión normativa de la Naturaleza “implosiona” y se transforma en el mero telón de fondo contra el que se desarrolla, por un lado, la voracidad infinita de la voluntad —el guión humano de la voluntad ilimitada prometeica— y, por otro, la experiencia de cuño existencialista de crear continuamente ex nihilo el guión de la singularidad, una nueva experiencia de poder que no está tan alejada de la idea de la excepcionalidad humana sobre el mundo.

Para Simone Weil, siguiendo aquí a Pablo, en el momento en el que Dios se vacía en la creación surge también el peligro de que las criaturas se magnifiquen a la luz de una falsa divinidad. En lugar de propiciar este señorío, Weil acentúa actitudes como el abandono y la restitución. La única forma de relacionarse justamente con Dios es, pues, actuar como esclavo. Dicho de otro modo: si la tendencia gnóstica contemporánea parte de este escenario ilimitado para legitimar el “señorío” humano —si Dios es libre para inventar otros mundos, es evidente que la facticidad no agota las posibilidades del Ser y que el hombre no tiene como misión la reproducción de lo ya dado, sino la honda insatisfacción hacia ello—, Weil desestima este horizonte constructivista, así como su consecuencia: la idea de que el hombre es un ser de excepción, esa declaración de independencia metafórica que se retrotrae a Pico de la Mirándola: el hombre adánico como autor absoluto del guión del mundo. “El abandono en que Dios nos deja es su modo de acariciarnos. El tiempo, nuestra única miseria, es el toque de su mano. La abdicación mediante la cual  nos hace existir”.

Contra esta supuesta “excepcionalidad” antropológica Weil reacciona desde un doble frente. Por un lado, recusando de raíz la idea de naturaleza, funesto marco gravitatorio que conduce a una voluntad de poder insaciable e infinita; por otro apelando a una suerte de “adelgazamiento” de la categoría tradicional de subjetividad, ciega por definición a la diferencia y la alteridad. Rechazando las demandas de “lo propio”, Weil se embarca aquí en una lucha de tono muy pascaliano contra ese “odioso yo” que sólo es capaz de metabolizar la realidad al precio de destruirla. “Uno se enorgullece siempre de algo de lo que pueden privarle las circunstancias, de manera que el orgullo es una mentira. Ser consciente de esa  mentira es lo que constituye la virtud de la humildad. (La desnudez de espíritu.) Únicamente los dones de la gracia escapan a las circunstancias, y uno no puede  enorgullecerse de tales dones, al menos no en el momento de recibirlos. Contemplar las virtudes que uno posee como un producto exclusivo de las  circunstancias y del pasado que ya no le pertenece a uno” (Cuadernos).

Para Weil, la salvación, dada la distancia infinita entre naturaleza y gracia, no puede salvar el abismo más que en un salto al margen del mundo. La indiferencia y la nada del mundo desde el punto de vista ontológico sólo pueden ser compensadas por la interioridad absoluta de la dignidad moral. En este sentido toda salvación constituye un movimiento dramático de renuncia del yo.

Por otro lado, en un mundo definido por el abandono de Dios, Weil concluye que el “Mal” pasa a ser lo que efectivamente “existe”, mientras que el “Bien” sólo puede ser algo excepcional. De ahí también que la redención implique un rechazo del mundo, esto es, sea una repetición de la des-creación [décréation] de Dios. Dicho de otro modo: el vaciamiento del hombre ha de estar  la altura del vaciamiento de Dios. “La desdicha está realmente en el centro del cristianismo [...] Lo primero que se nos ordena amar es la desdicha: la desdicha del hombre, la desdicha de Dios” (A la espera de Dios).

En este marco gnóstico, de exilio de Dios, si la tendencia natural de la subjetividad es caer por la fuerza de gravedad —o por “necesidad”—, la ascesis del alma ha de consistir en una levitación capaz de sustraerse al peso de la existencia. A esta capacidad Weil la denomina “gracia”, un concepto religioso que es declinado por ella desde unas claves muy singulares. “Todos los movimientos naturales del alma —se afirma en el comienzo de La gravedad y la gracia—se rigen por leyes análogas a las de la gravedad física. La única excepción la constituye la gracia. Siempre hay que esperar que las cosas sucedan conforme a la gravedad, salvo que intervenga lo sobrenatural. Dos fuerzas reinan en el universo: luz y gravedad”.

Como muy bien ha señalado José Luis Pardo: “El demonio contra el que Weil se debatía con todos los medios a su alcance no es otra cosa que la naturaleza, esa naturaleza que, desde su descubrimiento griego en la sentencia de Anaximandro de Mileto, tiende al equilibrio, a la estabilidad, a la soportabilidad, a rellenar todos los vacíos y a colmar todas las ausencias. La sorprendente lectura moral de las leyes de la física que opera Simone Weil hace de la propiedad más característica de lo terrestre, su gravedad, la más cabal metáfora de la presencia del mal en el mundo: ‘Si no existiera gravedad, el bien sería natural, y el mal sería fortuito, sorprendente; en virtud de la gravedad, es al revés’. Todos los cuerpos caen. Y todas las almas. El mal no solamente es natural, es la ley de la naturaleza. Y el bien, por el contrario, es excepcional, es incluso una objeción contra las leyes de la física, como ese milagro por el cual los cuerpos de los santos y de los sabios consiguen levitar, desafiando la ley de la gravedad. Frente a una tradición milenaria que identifica el ser con el bien y el mal con la nada, Simone Weil sostiene que el mal está emparentado con la fuerza y con el ser, mientras que el bien pertenece a la familia de la debilidad y de la nada”[4]. De ahí que el alma que está tocada por la gracia deba dar frutos sobrenaturales, o bien secarse; no le está permitido dar simplemente frutos naturales.

En el ámbito concreto de la redención de la gravedad weiliana, el umbral de la gracia no conoce más que una experiencia activa de impotencia similar al “milagro”: el cambio súbito de todas las apreciaciones de valor, la renuncia súbita a todas las costumbres, la inclinación inmediata e irresistible hacia personas y objetos nuevos. El místico considera este acto de renacimiento como una intervención directa de Dios, no de su voluntad, por definición impura. De tal forma que todo entrenamiento en torno al poder de la virtud —o toda sensación de orgullo o bienestar— le resultará secundaria.

Dicho esto, lo interesante del caso de Weil es que su “sacrificio” no desemboca, sin embargo, en ninguna actitud aristocrática de indiferencia hacia el mundo, sino una acentuación de compromiso con la situación de los “esclavos”: “Tuve de pronto la certeza de que el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos, que los esclavos no podían dejar de seguirla  [...] y yo entre ellos”. Con veinticinco años consigue una licencia de su profesión de maestra y decide conocer de primera mano el mundo obrero. A partir de ahí trabajará como operaria manual en varias fábricas, entre ellas la Renault, donde, según confiesa, recibió “la marca del esclavo”.

Tras sus experiencias personales con la revolución obrera, sobre todo, en su degeneración estalinista, y la guerra civil española, Weil considerará el poder como una “fatalidad” que pesa por igual sobre los señores y los esclavos. La solución política quedará paulatinamente difuminada en la solución religiosa. Como ella misma reconocerá: “[…] los privilegios, por sí mismos, no bastan para determinar la opresión. La desigualdad podría ser fácilmente suavizada por la resistencia de los débiles y el espíritu de justicia de los fuertes, no haría surgir una necesidad aun más brutal que las mismas necesidades naturales, si no interviniera otro factor, a saber, la lucha por el poder” (Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social).

En virtud de una argumentación sugerentemente simular a la denuncia nietzscheana del “resentimiento”, Weil interpreta los sucesos de violencia acaecidos en el siglo como recaídas constantes en un círculo vicioso. “El periodo actual es de aquéllos en que en que todo lo que normalmente parece constituir una razón para vivir se desvanece, en que, bajo pena de perderse en la confusión o en la inconsciencia, se debe replantearlo todo. El hecho de que el triunfo de los movimientos autoritarios y nacionalistas que destruye un poco en todas partes la esperanza que las buenas gentes habían puesto en la democracia y en el pacifismo no es más que una parte del mal que sufrimos. Ese mal es mucho más profundo y está mucho más difundido” (Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social).

Asimismo, desconfiada con las reformas del sistema soviético, Weil llega a la conclusión de que las formas de opresión son más profundas de lo que considera el marxismo e independientes del régimen legal de propiedad del capitalismo. Nada cambia si a las formas tradicionales de opresión les sustituye otra dominación, la ejercida burocráticamente en nombre de la función del Partido.

El problema radica en el hecho de que, a causa de su situación de continua opresión, el hombre se ve “obligado” naturalmente a desear el mal a quienes desprecia para compensar imaginariamente el desequilibrio causado por la desgracia que él mismo padece. Es decir, cuando sufre, intenta extender a otros su malestar, aunque sea por medio de una ficción, para así hacer más soportable el suyo. “Pues por el hecho mismo de que nunca hay poder sino carrera por el poder y que esta carrera es sin término, sin límites, sin medida, ya no hay más límite ni medida en los esfuerzos que exige. Los que se libran a estos esfuerzos, obligados siempre a hacer más que sus rivales, que a su vez se esfuerzan por hacer más que ellos, deben sacrificar la existencia no sólo de esclavos, sino la propia y la de los seres más queridos. Así Agamenón inmolando a su hija revive en los capitalistas que, para mantener sus privilegios, aceptan sin preocuparse demasiado guerras capaces de quitarles sus hijos. De este modo la carrera por el poder esclaviza a todo el mundo, a los poderosos como a los débiles” (Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social). Bajo este punto de vista la lucha entre amo y esclavo no tiene desenlace natural, sino “innatural”. Sólo la gracia puede salvarnos.

 

De la lógica de los derechos a la lógica de las obligaciones

 

En el contexto de esta aceptación weiliana del diagnóstico pascaliano sobre la “abominación” del yo cabe también entender su reivindicación de los deberes frente a los derechos. Ha de señalarse en este sentido que Weil en los momentos finales de su existencia (1943) fue invitada por el gobierno en el exilio londinense de De Gaulle a participar en un grupo de trabajo que, dirigido por Louis Closon, elaborara un borrador que sentara las futuras bases políticas y jurídicas de la Francia liberada. Todas estas ideas quedaron recogidas en dos de sus últimas obras Écrits de Londres et  derniéres lettres y L’enracinement (Echar raíces), obra esta última que Albert  Camus —uno de los principales valedores y editores de la obra de Weil— consideraba “imprescindible” para la reconstrucción del futuro de la nueva Europa.

Como puede deducirse de su incesante polémica con la figura “soberana” del individuo, el planteamiento de Weil contra los derechos parte de su crítica a la construcción de la teoría política ligada a la emergencia del sujeto burgués y su insuficiente problematización del problema de la justicia social. Desde la implantación de la lógica individual de los derechos, el horizonte de la comunidad deja de definirse como un conjunto de personas vinculadas por un deber, por una deuda, por una obligación de dar, incluso por un “sacrificio”, para devenir un cuerpo positivo mayor o aglutinante que sus miembros sólo tienen ahora “en común” en calidad de propietarios individuales. Como es conocido, toda la teoría política desde Hobbes parte de este horizonte. Desde este punto de vista, Weil considera que el marco legislativo de los derechos implica una lógica de privilegios —de “inmunidad”— en virtud de la cual el sujeto queda privado de obligaciones o deberes. Los miembros dejan, pues, de tener en común ya una deuda, no están unidos por un deber que los priva de ser dueños de sí.

            Weil entiende en cambio que la comunidad no puede pensarse como corporación de individuos receptores pasivamente de derechos, sino como una invitación activa a la “exposición”. Ahora bien, con la implantación de los derechos el individuo deviene absoluto al ser liberado de la deuda originaria que le vincula a la alteridad, que ahora es contemplada no sólo como condición de posibilidad de existencia, sino como “amenaza” de su identidad falsamente autoconstituida. Weil argumenta por tanto que si las obligaciones tienen que ver con los seres humanos y el sentido impersonal de la justicia, el derecho sólo afecta a las “personas”. De ahí que haya que asegurarse e inmunizarse mediante un contrato, que diluye la fuerza del originario vivir en común.

El llamado Leviatán, pues, disuelve todo vínculo distinto del intercambio protección-obediencia. Lo sacrificado es la relación entre los hombres, o sea, los hombres mismos, en función de otro marco, su necesidad —otro término criticado por Weil—, esto es, su autoconservación y mera supervivencia. Por ello el problema, según ella, radica en que la reivindicación exclusiva de “derechos”, por muy democrática que sea, no sólo no  garantiza en absoluto que las necesidades vitales de  los más desfavorecidos sean cubiertas —por lo habitual uno reclama en primer lugar derechos para uno mismo y en segundo lugar para los demás—, sino que también impone una perspectiva subjetivista, ensimismada y, por tanto, ciega ante la demanda de la alteridad. Reconocer públicamente por el contrario las obligaciones hacia el otro implica ser lo suficientemente noble como para atender la perspectiva del otro en su espacio propio, una mirada que sólo es  posible si el yo se ha vaciado previamente de su obsesión narcisista por reclamar derechos “propios”.

Por todo lo dicho no es extraño que en los últimos años el denominado pensamiento “impolítico” italiano (Giorgio Agamben, Roberto Esposito, Massimo Cacciari, entre otros) haya visto en la figura de Weil un referente indiscutible. Siguiendo la argumentación de la pensadora de La gravedad y la gracia, ha sido Roberto Esposito quien más ha profundizado en esta estela con resultados harto fructíferos. Partiendo de la idea weiliana de la inutilidad de nuestro vocabulario político tradicional —“se pueden tomar casi todos los términos, todas las expresiones de nuestro vocabulario político y abrirlos. En su centro se encontrará el vacío”—, el filósofo italiano ha sometido en las últimas décadas las categorías políticas de la modernidad a una deconstrucción intensa, comparable a la que emprendió Weil en su época. Para ambos, las categorías políticas modernas (soberanía, poder o libertad, entre otras) han entrado en una zona de insignificancia o, mejor aún, de contradicción consigo mismas, para lo cual es necesario tener una mirada diferente —precisamente “impolítica”, aunque no por ello ni mucho menos apolítica ni antipolítica—, capaz no de reactivarlas, sino de llevarlas a su agotamiento definitivo. Ese obstáculo provendría de una dificultad que inviste la categoría misma de “representación”, tanto en el sentido (teológico-político) de la representación-imagen del Bien por el poder, como en el sentido (moderno) de la representación-delegación de la mayoría por una instancia soberana única. De este modo, la perspectiva “impolítica” no es una actitud apolítica ni impolítica, sino antes bien la política considerada desde su frontera exterior, su determinación, en el sentido de que define los "términos": las palabras y los límites. De un modo muy parecido a Weil Espósito considera que lo “impolítico” es precisamente el espacio que marca la imposibilidad del pensamiento de adherirse completamente a la realidad de la política, imposibilidad radicalmente debida al hecho de que el mal no está sólo en la realidad de la ’polis’ sino inserto en el hombre mismo.

 

Experiencia y pobreza

 

Es esa depurada ascesis orientada a una vida “lo más desnuda y herida” posible de Weil lo que también le acerca una de nuestras mejoras pensadoras: María Zambrano. En el acercamiento fenomenológico que ambas realizan al mundo se observa esa incesante voluntad de sacrificio que jamás se puede resolver en el pensar. En esta abdicación subjetiva que para el filósofo tradicional es pura tiniebla ellas encuentran huellas, relámpagos de lucidez… luz. Y esta luz no aparece sino a quien se vacía de la voluntad de poder. Si Weil resplandece ante nosotros en su centenario es por su inmensa fragilidad… por su fracaso. “Se escribe para reconquistar la derrota sufrida siempre que hemos hablado largamente”, comentaba Zambrano. Lo mismo vale para Weil: es justo su debilidad lo que la convierte en contemporánea necesaria. En cierto modo, su modesto e incómodo gesto de apertura al vacío creador.

Es un dato bien conocido que Weil era muy hostil en general al discurso estético. Estimaba las tragedias de Esquilo y Sófocles, los poemas de Villon, la Ilíada y, sobre todo, el Rey Lear de Shakespeare. En cierto sentido la heterodoxa ubicación de Weil en el escenario filosófico contemporáneo no se encuentra por otro lado muy lejos del mensaje “alquímico” del “Lear” shakespeareano: es preciso viajar a los bajos fondos y lugares más desolados del alma para redimirnos. Al final de la obra asistimos al proceso de cómo el cuerpo desnudo en la intemperie del monarca provoca la transmutación de su corazón de piedra en fluido humano. Sólo su fracaso como rey poderoso le humaniza, le acerca al sufrimiento de su pueblo. Mientras analizaba las heridas infligidas al narcisismo humano también Freud, en clara alusión al Lear, recomendaba al iluso que se jactaba de ser soberano de su alma descender a los estratos más profundos de ésta para llegar a conocerse. En el fondo, la imagen de ese monarca desterrado que desciende a los abismos de la experiencia para comprender el valor de la humanidad, ¿no es la imagen de la propia filosofía de Weil, obligada a descender a lo singular y a justipreciar la obstinada presencia de las cosas, esa pasividad continuamente mancillada por la “vigorexia” filosófica de la era moderna? ¿No reta del mismo modo el discurso de Weil, en tanto que ejercicio de verdad viva, al discurso filosófico tradicional, ese monarca, como Lear, con pies de barro y corazón de piedra? Tal vez por ello “conectar” con la palabra de Weil equivale a alcanzar un nivel de pobreza y de sencillez incomparables, acceder a una economía expresiva muy poco común. Deleuze hablaba de la elegancia “involutiva” de algunos escritores, de una anorexia que avanza simplificando, economizando hasta tocar el hueso mismo de las cosas. En cierto modo los escritos de Weil parecen revelar este mismo desbordamiento por sobriedad.



[1]              Carlos Ortega, “Introducción“ a La gravedad y la gracia, Madrid, Trotta, 1999,  p. 23.

[2]           Jiménez Lozano, J., “Queridísima e irritante Simone Weil”, en Archipiélago, nº 43/2000, p. 19

[3]           “Imitación de la Naturaleza”, en Las realidades en que vivimos, Barcelona, Paidós, 1999.

[4]           Pardo, J. L. “¿Todos los cuerpos caen?”, en Babelia, suplemento cultural de El País, 16 de junio de 2001, p. 16.

Escrito en Lecturas Turia por Germán Cano

Hippogypoi, sin anomalías

24 de enero de 2020 08:11:36 CET

No había elegido ninguna profesión concreta

quizá buscador

de pucheros repletos de tierra quemada y monedas de oro

Berthold

extraño nombre ubicado en lo más alto de la sierra

donde se recuerda el paso de inmensos rebaños de ovejas

por el Puente Pasotierra

uno de los cinco pasos, el central,

la voz del hombre

una voz ya hoy no productiva

y en concreto

la idea de disminución

la disminución del flujo

del caudal de ganado

y de todos nosotros

quizá el diminutivo, los diminutivos,

pero siempre el Simorg

en el que ellos se anulaban

el Simorg eran ellos

y yo la destrucción del mundo

por tres veces

alma agobiada

siempre lector de obras primigenias

atleta de las imágenes

aunque en botánica soy tan exiguo

como abundante en otros conocimientos

como la razón de la miel

los vientos desobedientes

o el rastro de la gelatina en el hígado gigante.

 

A mí

deben imaginarme como a un hombre moreno

al que se le atribuyen ciertos inventos

(sé dar vida a las panteras)

hombre del futuro

supergordo sentado en cama

cráneo modificado

que dejó de andar

de manipular

de proferir discursos de aparato

soy Berthold aún

pero no conduzco ya el rebaño

de ahora en adelante

rememoro la impostura

sanciono los encomios (Elogio de la mosca)

capturo peces con sabor a vino

y me enjuago en las fuentes de la sabiduría

pero

la verdad

es que en esta larga tarde de domingo

época patria

sólo pienso

en cómo será mi muerte

si la profecía fiel se cumple

y en edad muy avanzada

soy devorado por perros.

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Ferrer Lerín

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