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Configurar sentido descendente

10 de diciembre de 2018

Quienes desconfiamos de los que son definidos como «activistas» corremos el riesgo de penetrar en un libro como La importancia de no entenderlo todo, de Grace Paley, con un prejuicio difícilmente salvable. Y más si topamos pronto con frases maximalistas como «la única obligación de un escritor pasa por dejar en este mundo un poco más de justicia de la que encontró al llegar». Afortunadamente, el texto desmiente con rapidez el apriorismo para presentarse como una colección de artículos, reportajes, prólogos de libros y transcripciones de charlas que la autora escribió a lo largo de la época más activa de su vida (1960-1995, aproximadamente) y que abordan con crítica lucidez y espíritu de reflexión asuntos como el aborto, la discriminación de la mujer, la guerra de Vietnam, la objeción de conciencia militar y la desobediencia civil, el capitalismo descontrolado, la lucha por los derechos de los homosexuales, la instrucción pública, la segregación racial, la cuestión judía, la centrales nucleares, etc. Son, como se puede apreciar a simple vista, los grandes temas que la izquierda europea y norteamericana ha enarbolado como propios a lo largo del siglo XX, y que han constituido, efectivamente, la lucha colectiva y utópica por una sociedad más justa, igualitaria y libre de los abusos del poder.

Esa fue la batalla de Grace Paley, que reconoce, con orgullosa coquetería, haber recibido «una infancia socialista típica» (página 125). El libro, cuyo título original es más sugestivo que el español (Just As I Thought, «Tal y como pensaba»), está plagado de referencias a su familia, formada por judíos rusos exiliados por el zar Nicolás II y asentados en Estados Unidos, concretamente en el Bronx neoyorquino, pero también a su labor como madre y ama de casa, profesora, poeta, narradora (tres libros de relatos a lo largo de su vida, reunidos en un volumen por Anagrama: Cuentos completos), reportera y conferenciante. Pero el material de su libro surge sobre todo de la calle; Paley no es una intelectual al estilo, digamos, de Susan Sontag, sino una mujer vitalista y combativa más en la línea de Doris Lessing, que participa en manifestaciones, concentraciones y protestas, ingresa en prisión en dos ocasiones, viaja varias veces a Vietnam en plena masacre, dicta peculiares clases de literatura, se practica dos abortos, se mezcla con mujeres negras y canaliza su protesta por la integración racial plena, se manifiesta periódicamente ante el Pentágono… Ahí reside el principal atractivo de La importancia de no entenderlo todo, en su combinación de reportaje callejero experimentado in situ y de reflexión global y serena sobre las injusticias del mundo contemporáneo. Paley, por ejemplo, no solo ataca la intervención americana en Vietnam, El Salvador o Afganistán por criterios morales, humanitarios o emocionales, sino que apunta las consecuencias económicas que los conflictos deja en la población más débil, con ciudades «en ruinas y devastadas» (página 117). «Sufren la devastación de la guerra —continúa—. Los hospitales están cerrados, las escuelas privadas de maestros y libros. Los jóvenes negros y latinos no tienen trabajos decentes. Los obligarán a alistarse en el ejército (…) Las ayudas que reciben los pobres se recortan o se eliminan para alimentar al Pentágono, que necesita unos 500 millones diarios para mantener su salud homicida. El año pasado se llevó 157.000 millones de nuestros impuestos, 1.800 dólares de cada familia de cuatro miembros».

Lo mismo ocurre con sus convicciones feministas, que no apuestan por la percepción de los hombres como permanentes verdugos sociales (feminismo radical), ni tampoco por la defensa de las diferencias por sexo (o, ahora, de «género») no como una realidad inherente al ser humano, sino como una construcción cultural (feminismo cultural), sino más bien en la línea del feminismo socialista, que observa la discriminación y opresión de la mujer en la lógica del capitalismo patriarcal, igual que ocurre con el racismo. Para Paley, la liberación de la mujer llegará por la vía cultural —destrucción de la sociedad patriarcal— pero, sobre todo, por la vía económica, ya que la tradición de la explotación capitalista se ha cebado con los colectivos socialmente más débiles, como las mujeres, los negros o los latinos. Paley encuentra la voz contradictoria de otra exiliada, este caso ucraniana y en Brasil: Clarice Lispector. Y a la pregunta de cómo concibe el feminismo, responde asertivamente: «Ser feministas (…) implica ser responsables de la libertad de su propio país, de la libertad de las mujeres, los hombres y los niños. (…) Implica mantener viva la batalla, no ceder un centímetro, pero a la vez trabajar codo a codo con los hombres, porque la conciencia feminista debe pasar a formar parte de las soluciones prácticas, si quiere convertirse en el tejido de un desenlace revolucionario» (página 132). Es decir: su lucha es la lucha de la mujer, pero sobre todo la de la mujer obrera.

Como se observa, el libro abunda en un tono utópico con el que no se puede dejar de simpatizar. La autora escribe poemas para enseñar literatura a sus alumnos y, sobre todo, defiende la educación pública frente a aquellos de sus amigos y colegas que matriculan a sus hijos en escuelas privadas elitistas y alternativas. «Los hijos de los progresistas deben ir a la escuela pública», proclama (página 167); lo contrario es caer en el clasismo y, en consecuencia, alimentar el gueto. En Paley aparece de manera frecuente la cuestión de clase: la izquierda debe promover la escuela pública, plural y laica por la misma razón que la clase alta (sic) promueve las escuelas de clase alta o los católicos la escuela católica: como proyección de su idea de pertenencia a un grupo social.

Acaba La importancia de no entenderlo todo con una prolongación necesaria de su pensamiento pacifista: la intervención americana en la primera Guerra del Golfo, a la que emparenta sin problemas con la de Vietnam, sobre todo en el despilfarro económico, en la injusticia que reportan y en la manipulación de los medios de comunicación por parte de los poderes político-económicos. «¿Es ahora más seguro Oriente Medio?», inquiere una pancarta de la asociación Women Indict Military Policies («Las mujeres condenan las políticas militares»). Estamos en la temprana fecha de marzo de 1991 y la pregunta, varias décadas, se responde por sí sola. Y una conexión insólita final: la guerra de Irak coincide con una pregunta sobre la menopausia que una escritora amiga efectúa a la propia Paley, que escribe un breve ensayo en el que relaciona la relevancia de un hecho y la insignificancia del otro; las esferas de lo social y lo individual (e íntimo) se cruzan en un aliento sordo de melancolía. Para entonces es ya una anciana, y Paley reivindica la vejez y a los viejos como antes reivindicó a las mujeres, a los negros, a los pobres, a los vietnamitas, a los iraquíes, a las prostitutas, a los obreros explotados, a las presas. Y zanja el asunto mostrando su debilidad: «Me siento de maravilla. (…) Pero sí, la verdad es que me molesta bastante hacerme mayor» (página 231). Es importante y hermoso llegar a viejo y no entenderlo todo. Pero escribir, y actuar, por mejorarlo.- PABLO PÉREZ RUBIO

 

 Grace Paley, La importancia de no entenderlo todo, Madrid, Círculo de Tiza,  2016.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pablo Pérez Rubio

10 de diciembre de 2018

A Juan Antonio Bernier

 

1.

 

Río como hubiera

reído mi maestro;

cara de tonto por

el camino de siempre.

 

 

2.

 

Con todo lo que sé

hacer una comparsa.

 

 

3.

 

La Virgen del Puño venía

subiendo por la Calle Nueva

deshaciendo en los escaparates

su hilera torpe de viejas.

 

4.

 

Por nueva tala

muertecita de frío

la Nomentana.

 

 

5.

 

Todo el verano

Joseíto, y nunca

lo saludé.

 

 

6.

 

Los chascos de los pobres:

A la emoción por la transparencia, ¿no?

 

 

7.

 

Escribir como un robo al aire.

Pero el pájaro.                                   

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Reche

10 de diciembre de 2018

Octavio Paz, ¿un poeta ensayista o un ensayista poeta? ¿Un poeta que piensa poemas veteados de reflexiones, preñados de relecturas, o un ensayista que canta el mundo en ensayos sembrados de connotaciones y de visiones, inagotables como poemas?

El territorio de Paz es esa intersección entre poesía y ensayo. Un lugar donde la palabra lírica es una candela que ilumina, en el que Paz rescribe el mundo en cada lectura. Como un niño que siguiera los renglones con el dedo, y luego mojara ese mismo dedo en tinta para escribir nuevas lecturas.

Y el señor de ese puente, de esa isla que pertenece a ambas orillas del río, es el Paz lector, del que nace todo. El Paz que lee y quiere emular a los escritores que admira. El Paz que se busca, se lee y se narra en otros.

Muy significativamente, Paz invoca desde el subtítulo de sus ensayos al santo patrón de los lectores modernos: Valery Larbaud. Así, recoge la denominación acuñada por Larbaud, “dominio”, para marcar sus ensayos literarios: cuando reagrupa y edita sus Obras completas, divide sus acercamientos entre el “dominio extranjero” (Excursiones/Incursiones) y el “dominio hispánico” (Fundación y disidencia).

Paz conoce muy bien a Larbaud. Le dedicó un revelador ensayo, compartido con Pessoa, en el que señala que es el primero en usar heterónimos, seis años antes de la aparición de Alberto Caeiro. Para situarlo ante el lector hispánico, dirá que sólo Alfonso Reyes en nuestra lengua está al nivel de la fina prosa larbaudiana. Y viceversa, Paz define así a Reyes: “viajero en varias lenguas por éste y otros mundos, escritor afín a Valery Larbaud por la universalidad de su curiosidad y sus experiencias –a veces verdaderas expediciones de conquista en tierras ayer incógnitas– mezcla lo leído con lo vivido, lo real con lo soñado, la danza con la marcha”. 

Ese paralelismo entre la exploración geográfica y la exploración literaria nos da la clave para entender los ensayos de Paz. Escritor y diplomático –como José Gorostiza, como Gilberto Owen, como Alfonso Reyes–, Paz vivió en la India, en Francia y en Estados Unidos; pero supo que la lectura es otra manera de viajar, tanto en el espacio como en el tiempo. Así lo declara al comienzo de su prólogo a Excursiones/Incursiones: “Cada lectura, como ocurre en los viajes reales, nos revela un país que es el mismo para todos los viajeros y que, sin embargo, es distinto para cada uno. Un país que cambia con el tiempo y con nuestros cambios: no es lo mismo leer La Cartuja de Parma a los veinticinco años que volver a leerla a los sesenta. No es lo mismo ni es la misma novela”.

Coincidiendo con la mirada de Larbaud –que, en sus paseos por Lisboa, se imaginaba ser un Serpa Pinto de la Literatura–, Octavio Paz crea una “Geografía Literaria”. A la vez explorador y cosmógrafo, descubre nuevos territorios, encuentra regiones escondidas y corrige mapas erróneos, admitidos por la indolente costumbre. Sus ensayos son mapas que cotejan los parajes sin fiarse de mediciones anteriores, y que anhelan sin descanso conocer y cartografiar la Terra Incognita que espera, prometedora, en el horizonte. Mapas que persiguen reproducir ese mar que engloba todo. Un mapa infinito para un mar inagotable. 

Toda expedición necesita de trujamanes que abran las rutas. Paz se multiplica en las lenguas que va aprendiendo para poder leer directamente las obras originales. Y tras la lectura, el deseo de compartir la felicidad: la traducción. Paz nos entrega su Donne, su Mallarmé, su Apollinaire, su William Carlos Williams, su Pessoa… Su, porque con cada traducción viene aparejada una visión propia, una lectura. Esa quintaesencia del lector que es el traductor se plasma a la perfección en Octavio Paz, quien suele acompañar sus versiones de comentarios y sugerentes perspectivas[1].

Su insaciable curiosidad de niño nos regaló también poemas de la India, Japón y China. Más que eso: convirtió a Tablada en su precursor y nos regaló literaturas enteras, porque a partir de las rutas abiertas por Paz podemos acercarnos a Oriente con naturalidad inusitada.

Quizá sea “naturalidad” la palabra que mejor cuadra a la visión universal que Paz tiene de la Literatura. Naturalidad y familiaridad con nuestra tradición, y también con las otras tradiciones. Por doquier encuentra Paz las redes que conectan a los grandes creadores. Ve la literatura como un asombroso tapiz, conformado con hilos de varias lenguas y diversas épocas. Busca el dechado escondido tras los dibujos, que quizá nos aguarda en una alusión casi borrada, que espera paciente a que alguien la descifre. Y también sigue los hilos sueltos, a los que les falta el nudo que los justifique. En sus manos, esos hilos perdidos son un nuevo hilo de Ariadna; no para salir, sino para entrar en el laberinto de un autor, de la literatura, del mundo.

Paz se sabe parte de una red mundial de “cartógrafos literarios”, en la que unos y otros comparten exploraciones y mediciones. Un libro es un salvoconducto, y un nombre es una señal de familia. Se hace amigo de Czesław Miłosz en París al saber que su poeta moderno preferido es el mismo que el suyo, T. S. Eliot. En los años cuarenta, en México, el nombre de Borges “era una contraseña entre iniciados y la lectura de sus obras el culto secreto de unos cuantos adeptos”, entre los que se contaban Alí Chumacero y Xavier Villaurrutia. Años más tarde, el vínculo entre Borges y Paz será el descubrimiento de que varios de sus poetas favoritos eran los mismos. Personas y libros se entrelazan. Observa Paz: “Nuestras vidas son un tejido de encuentros y desencuentros: físicos, mentales, afectivos. […] ¿qué habría sido de Valéry sin Mallarmé o Rimbaud sin Verlaine? ¿Cómo habría escrito Ezra Pound los Cantos, ese vasto y descosido poema, si hubiese tenido a su lado un consejero inteligente como él mismo lo fue de Eliot?”

La lectura es también una conversación, una interminable conversación que supera tiempos y espacios. Tras esa su primera lectura de Borges para iniciados, Paz comenta: “Desde esos días, no dejé de leerlo y conversar silenciosamente con él”. Otra de sus compañías perennes es Quevedo –“no cesa de asombrarme su continua presencia a mi lado, desde que tenía veinte años hasta ahora que tengo ochenta”–, cuya influencia freática confiesa: “En ese mismo año de 1942 escribí varios sonetos bajo el signo de Quevedo, el signo de la escisión”.    

Desde esa su mirada que abarca una conversación de siglos, Paz puede señalar con toda naturalidad que “el parecido entre Góngora y Mallarmé es engañoso”.

Veamos un ejemplo de su manera de discurrir, de transitar los caminos de la Literatura: “El Gilberto Owen tradicional –ingenioso, précieux y apasionado, enamorado de los misterios sacros y de los juegos de palabras, pez volador entre Cocteau y Eliot– desaparece; en su lugar o, más bien, entre sus cenizas, mezcladas al confeti de no sé qué triste carnaval, se levanta otro poeta, del linaje de Blake y Nerval, Pessoa y Yeats. […] encarna entre nosotros la figura a un tiempo familiar y enigmática del poeta iniciado, el adepto de la otra religión de Occidente –la vieja religión de los astros que fascinó a los neoplatónicos de Florencia, nutrió a Spenser y a Ronsard”. Sobre Borges dice: “Algunas de sus ficciones parecen cuentos de Las mil noches y una noche escritos por un lector de Kipling y Chuang Tzu; algunos de sus poemas hacen pensar en un poeta de la Antología Palatina que hubiese sido amigo de Schopenhauer y de Lugones”.

Al mostrarnos a otros hace un autorretrato: el de un poeta que se maneja a sus anchas en una simultaneidad literaria, para quien –como dijo Paz de Borges– “la tradición literaria no le parecía menos viva y presente que la actualidad”.

Paz es el anfitrión perfecto de un inmenso e inagotable banquete. Salta de una mesa a otra, lleva a los comensales y los presenta, une a los que cree que van a llevarse bien. Trasvasa las épocas para unir autores; sobre Lope dice “Nos hace falta una selección realmente moderna de su poesía y, sobre todo, nos hace falta que alguien haga con él lo que Dámaso Alonso hizo con Góngora o Eliot con Donne: situarlo, insertarlo en la tradición moderna”. Paz reivindica ese oficio de lector-puente, de lector-zahorí, de lector que abre caminos y recupera sendas. Un oficio que sólo un creador puede realizar a la perfección.

El lector Octavio Paz es el cruce entre el poeta y el ensayista, el gozne hacia ambos lados. El nexo entre el constante cifrado y descifrado del universo. Porque Octavio Paz lee poéticamente.

A la vez Marco Polo y Juan de la Cosa, viajero y cronista, explorador y cosmógrafo, Octavio Paz nos descubre a poetas lejanos. Otras veces, se aventura aún más en lo desconocido y nos señala a poetas extraños y asombrosos que se esconden tras los nombres más citados.

El niño Aries que es Paz nos lleva de la mano por su jardín de juegos, que es una biblioteca, y nos invita a jugar con él a la lectura. Confía en nosotros, nos muestra sus juguetes y los comparte, feliz de encontrar un compañero de juegos.

Nos habla como un degustador que encuentra el ingrediente escondido de un plato o el secreto de un vino. Como el enamorado que se detiene en los detalles del cuerpo amado[2]. Unos detalles mínimos, exactos y valiosos, que sólo un enamorado podría percibir.

Las lecturas de Paz tienen algo de mágico. Galvanizan los textos que, bajo el encanto de sus palabras, se yerguen vivos y poderosos como nunca. Así resume Paz su mester: “Ésa es la misión del crítico: darle al lector ojos nuevos para que lea o relea la obra. Esta forma de la crítica, la más alta, equivale a una resurrección”.

Ese es Octavio Paz: un mago niño compartiendo su magia. Un mago señalando la fina pericia de trucos ajenos. Mejor aún: descubriendo feliz que quizá existen los prodigios. Que quizá no hay truco.

 

[1] Su lista de autores traducidos es una reveladora panoplia de lecturas: Nerval, Michaux, Éluard, Supervielle, Reverdy, Cocteau, Char, Andrew Marvell, Yeats, Pound, e.e.cummings, Wallace Stevens, Charles Tomlinson, Elizabeth Bishop, Mark Strand, Vasko Popa, Czesław Miłosz… 

[2] Podríamos decir que como un enamorado que lee los detalles del cuerpo amado: un lunar, un antojo, una perspectiva única… al estilo de los Blasonneurs du corps féminin, que Paz conocía bien.


 

 

Escrito en Lecturas Turia por Diego Valverde Villena

10 de diciembre de 2018

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pero yo cierro los ojos.

Siempre cierro mis ojos.

La madrugada huele a borrachera.

Pero yo cierro los ojos.

Turbio aliento que alcanza mi mejilla.

Pero yo cierro los ojos.

Se levanta el borde de la sábana.

Pero yo cierro los ojos.

El hielo se me entra en el costado.

Pero yo cierro los ojos.

Un cuerpo arrimándose a mi cuerpo.

Pero yo cierro los ojos.

Aprietan los terrores su mordaza.

Pero yo cierro los ojos.

El espanto me ata su camisa.

Pero yo cierro los ojos.

Su saliva, me cubre como el liquen.

Pero yo cierro los ojos.

Y la náusea me eriza con sus púas.

Pero yo cierro los ojos.

Bajo mis ropas los lagartos fríos.

Pero yo cierro los ojos.

Bajo mis ropas crece una tarántula.

Pero yo cierro los ojos.

Bajo mis ropas el dolor es yedra.

Pero yo cierro los ojos.

Se abre paso la furia, desbrozando.

Pero yo cierro los ojos.

Ya la floresta gime mutilada.

Pero yo cierro mis ojos,

Ya está libre el acceso a la rapiña.

Pero yo cierro los ojos.

Ya clava el gavilán su duro pico.

Pero yo cierro los ojos.

Temblor desesperado es su deseo.

Pero yo cierro los ojos.

Sus sísmicos jadeos en mi cama.

Pero yo cierro los ojos.

Lava ardiente se enfría entre mis piernas.

Pero yo cierro los ojos.

Azucenas sangrando por mis ingles.

Pero yo cierro los ojos.

Ha sido consumado el sacrificio.

Pero yo cierro los ojos.

Yo los cierro. Siempre cierro mis ojos.

Pero mamá también cierra los ojos.

El mundo entero ha cerrado los ojos

Tan solo mi muñeca está despierta.

Tan solo mi muñeca lo ve todo.

Todo.Todo Todo.Todo….

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana Rossetti

27 de noviembre de 2018

En un capítulo de su fulmíneo Vicino & lontano [Próximo & lejano], en el que sabe aferrar jirones de realidad como un halcón, Alberto Cavallari, el más camusiano de los periodistas y escritores italianos, recuerda cómo Albert Camus solía afirmar que la conciencia vale más que la supervivencia. Él también, por lo demás, era capaz de resistir a la corriente de los tiempos, como reza en francés el subtítulo del libro que Jean Daniel dedicó hace unos años al autor francés y en especial a su actividad de periodista, Avec Camus. Comment résister à l'air du temps (Gallimard, 2006) [Camus. A contracorriente (Galaxia Gutenberg, 2008)]. Una pequeña obra maestra, un modelo de sobria prosa clásica que uno querría guardarse en el bolsillo y llevar siempre encima cual breviario laico de libertad y resistencia.

 

Fundador y editorialista de Le Nouvel Observateur, Jean Daniel es un testigo de excepción de las últimas décadas de historia y de vida de esa cultura francesa que ha sido la auténtica conciencia de Europa. No por casualidad fue alguien muy próximo a Camus, quien se lanzó a la actividad de periodista con la misma entrega absoluta que le llevó a escribir El extranjero o La peste. La grandeza de Camus consiste en haber unido una inflexible ética a una inagotable vocación por la felicidad, por vivir a fondo la vida como un baile popular o un radiante día de playa, sin negarse a mirar a la cara su carácter trágico, pero rechazando toda moral que reprima la alegría y el deseo. Camus siente un sagrado, un religioso respeto por la existencia, lo que le veda toda trascendencia metafísica o política que pretenda sacrificarla en aras de fines superiores. Ningún fin justifica los medios delictivos, que, todo lo contrario, pervierten los fines más nobles, como ocurre con las rebeliones —El hombre rebelde— siempre traicionadas por las revoluciones; ningún amor por las victimas —siempre defendidas por Camus en contra sus verdugos— autoriza a estas (ni autoriza a sus defensores) a convertirse a su vez en verdugos.

 

Camus vivó a fondo el nihilismo y el absurdo, a los que combatió por más que sin ilusión alguna en alcanzar una verdad aunque hallando un irreductible sentido y valor en el propio vivir; aunque Dios no existiese, no por eso todo estaría permitido, afirma contra su amadísimo Dostoievski. Este humanismo radical no cae de ninguna manera en generosa ingenuidad, porque no incurre en la ilusión de ninguna posible inocencia; el héroe de La caída denuncia la mala fe de la buena conciencia (Daniel).

 

En la guerra de Argelia, donde había nacido, Camus se batió de forma inequívoca contra la violencia colonialista y por la libertad del pueblo argelino, contra la criminal represión y la tortura. Pero rechazó el terrorismo, no justificado para él por la represión asesina de inocentes civiles en cuanto supone también el asesinato de inocentes civiles, entrando así en conflicto con buena parte de la izquierda de entonces, que se reveló políticamente menos lúcida y realista que él. Acaso Camus, como observa Jean Daniel, no se sintiera jamás, gracias a sus humildes orígenes, colonizador ni amo en su Argelia natal, pudiendo así comprender que Argelia, en su sacrosanto derecho a la independencia política y a liberarse de la explotación, era culturalmente y humanamente suya también, francesa también, pues en caso contrario caería en una fiebre identitaria, fundamentalista y violenta. Análogamente, Nadine Gordimer, en su lucha contra el apartheid en Sudáfrica, defendía la civilización de una tierra que, según decía, era tan suya como de sus habitantes negros.

 

La gran disputa —y alternativa— de aquellos años no fue la que sostuvieron Sartre, genial filósofo pero también sectariamente trivial en tantas de sus cómodas y forzadas posturas ideológicas, y Aron, que a menudo no carecía de razón, pero sí de la capacidad de asumir la carga humana de esos errores totalitarios, arrogantes con frecuencia pero nacidos de pasiones generosas. De Gaulle (cuya figura descuella cada vez más en la historia política del último medio siglo), lo llamaba con desprecio, «profesor en Le Figaro y periodista en el Collège de France»; Aron abrió los ojos respecto al comunismo a muchos intelectuales que vivían cómodamente en Occidente, pero fue Camus, la auténtica alternativa a Sartre, quien lo hizo en relación con quienes habitaban en el Este y habían vivido, compartido y sufrido de manera bien distinta la fe comunista.

 

Releer a Camus, escribe Daniel, puede contribuir también a elaborar una nueva ética del periodismo, que parece cada vez más urgente. Una ética que Camus, hombre de izquierdas, resume en tres palabras poco familiares a buena parte de la izquierda: «Justicia, honor y felicidad». Pero, sobre todo, lo que demuestra Daniel, narrando las vicisitudes de Combat —periódico nacido en la Resistencia y más tarde dirigido por Camus— es cómo puede resultar concretamente realista y posible «resistirse a la corriente de los tiempos», al clima político-cultural que es o parece predominante. Camus demostró que podían dedicarse solo unas pocas líneas a un crimen sensacionalista del que todos escribían sin salir perdiendo. Muchas veces, si se dice que no, no ocurre nada, como en ese viejo chiste de la monja joven y guapa que, ante la pregunta de cómo había sido la única en librarse de ser violada por una banda de delincuentes que habían irrumpido en el convento, contestó: «No sé, la verdad... yo solo dije que no...».

 

El periodismo es el esfuerzo de Sísifo por excelencia; aquellos que, como Jean Daniel, luchan por el reconocimiento de la diversidad defendiendo sobre todo lo universal hoy tan amenazado, tal vez no sepan, al igual que Camus y que todos nosotros, qué es la verdad, pero saben muy bien qué es la mentira y pueden repetir, con Camus: «No hemos mentido».

 

© Corriere della Sera

(Traducción de Carlos Gumpert)

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Claudio Magris

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