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Configurar sentido descendente

Son muchas las anécdotas de la vida de Penelope Fitzgerald que parecen alentarnos, inspirarnos, hacernos ver que todo puede suceder si se persevera en la escritura y que nunca es tarde para empezar. Nos fascinan su estilo, su manera de decir tantas cosas y de transmitir tantas emociones cuando parece que apenas cuenta nada, pero también nos atrae su biografía, ese empeño y esa tenacidad literaria que a veces parece derivar de una sana cabezonería; nos seducen su erudición y su calma, esa especie de impasibilidad (de inspiración se diría que oriental) que tal vez constituyó uno de los motivos para que aplazara durante tantos años una escritura que tuvo que haber empezado antes. Entre otras cosas, porque todo apuntaba a que iba a empezar antes. Todo parecía dispuesto, ordenado y preparado para que la señorita Penelope Knox escribiera nada más salir de la universidad, triunfara, y fuera una de las escritoras más sobresalientes de su generación. Y, en cambio, no fue así. Su primer libro, una biografía del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, no lo publicaría hasta haber cumplido los cincuenta y ocho años, y su primera novela no aparecería hasta los sesenta. Cierto que a partir de ahí no paró: autora de nueve novelas, tres biografías, cuentos, ensayos, poemas, reseñas literarias y numerosísimas cartas, ganó el Booker en 1979 con su tercera novela, A la deriva, aunque ya había sido finalista del mismo premio con La librería (1978), y volvería a serlo con El inicio de la primavera (1988) y La puerta de los ángeles (1990). Cierto que se hizo mundialmente famosa con La flor azul, novela con la que ganó en EE.UU. el National Book Critics’ Circle Award, por delante de Don de Lillo o de Philip Roth, cuando ya tenía 80 años, y que ha contado con devotos como A.S. Byatt, que dice de Fitzgerald que es una legítima heredera de Jane Austen y que siempre fue una defensora acérrima de su literatura. Pero de Penelope Knox, una alumna brillante, que estudió en el Somerville College (Oxford), como Iris Murdoch y Dorothy L. Sayers, uno de los primeros colleges en aceptar mujeres estudiantes, y donde más tarde estudiaría también la propia A. S. Byatt, se esperaba un triunfo más temprano.

A este respecto, han sido varias las ocasiones en que después de hablar de su obra en un club de lectura o en la presentación de alguna de sus novelas, se me han acercado un par de asistentes y me han comentado que si Penelope Fitzgerald publicó su primera obra a los sesenta años, también queda tiempo para que ellos puedan hacer lo mismo. Ese consuelo es común entre los lectores que guardan una novela en el cajón o en algún rincón de su cabeza, y que ven que es posible empezar a publicar justo a la edad en que otros escritores más tempranos ya van dejando de hacerlo. Y quizá fuera por esa veteranía, por esa liberación que da la edad y que aleja aprensiones y complejos innecesarios, y, evidentemente, por la enorme amplitud de sus lecturas, por lo que Fitzgerald escribió lo que quiso y como quiso. Es fácil darse cuenta al leer cualquiera de sus libros de lo mucho que debió de disfrutar al escribirlos. No es raro detenerse en alguna línea, en un párrafo, y llegar a la conclusión de que hizo lo que literariamente creyó que debía hacer, al margen de escuelas y de influencias, sin pensar en lectores, críticos ni editores. Esa voluntad libérrima y desprejuiciada la llevó al éxito, si creemos que el éxito es la culminación feliz de la tarea o la obra que se desea llevar a cabo. Compuso sus novelas, todas ellas, con una autonomía completa que logró que cada una sea una pieza exclusiva y extraordinaria, deleitable y absolutamente única, sin comparación posible con ninguna otra obra, ni de su época ni posterior. Y ni siquiera con el resto de las obras firmadas por la misma autora. Cada novela marca un inicio categórico en su carrera, como si con cada nueva frase comenzara con el ímpetu y la osadía que suelen caracterizar las primeras novelas. Como ella misma afirmaba, era «una vieja escritora que nunca fue una joven escritora». Y la osadía de esa «joven escritora» ya adulta se descubre en cada nueva entrega. El espíritu narrativo de Fitzgerald no se agota, no va perdiendo fuelle ni se va anquilosando: su deseo de escribir es tan fuerte que a los sesenta años parece rezumar la energía y el vigor que tendría un adolescente instruido.

Lo que no quiere decir que no podamos reconocer una fidelidad en su estilo. Unas particularidades que, claramente, vienen a conectar y a enlazar la heterogeneidad de su producción. En sus obras se habla de la imposibilidad del entendimiento humano, de personajes que residen en los límites, de amantes que no se comprenden, de artistas y escritores románticos, de profesores que han perdido la fe, de seres que parecen no pertenecer a la sociedad en que viven ni comprender el mundo en que todos los demás se mueven con tanta aparente facilidad. Su universo literario está dividido entre los exterminadores y los exterminados. Cuando en 1979 ganó de manera inesperada el Booker con su novela A la deriva, a la edad de 63 años, les dijo a sus amigos: «Ya sabía yo que era una outsider». Y también son outsiders sus protagonistas, tanto los reales de sus biografías como los ficticios de sus novelas. En una ocasión, dijo: «Me siento atraída hacia la gente que parece haber nacido vencida o profundamente perdida». Y así lo refleja en sus personajes, como el protagonista de la magnífica El inicio de la primavera, Frank Reid, un impresor inglés perdido en los albores de la Revolución rusa que un día regresa a su casa para descubrir que su mujer se ha ido, le ha abandonado, y se ha llevado con ella a dos de sus tres hijos. Frank comprende entonces que todos los demás saben algo importante (importante para su propia vida y que él desconocía) y se siente desorientado, como si le hubieran subido a un escenario para interpretar una obra de la que desconoce el texto, el argumento y el desenlace, mientras observa cómo, de una manera casi trágica, todos los que le rodean conocen cada detalle del libreto a la perfección.

Quizá por esta especialidad de la que estamos hablando resulte tan común que nos planteemos mientras leemos sus obras una pregunta recurrente: «¿cómo lo hace?». Cómo es posible que con tres pinceladas, con esas frases directas que parecen contarlo todo sin haber explicado nada, se nos revelen detalles tan certeros de los personajes, de su personalidad, de su voluntad, de su naturaleza e incluso de su aspecto físico, sin que seamos capaces de descubrir en qué párrafo concreto hemos recibido tanta información. Cómo se nos ha llevado a través de la trama planteada sin que nos hayamos percatado de su arranque ni de su exposición, y cómo vamos descubriendo que la trama se complica, que va ganando implicaciones y derivaciones, hasta llegar a un desenlace que nunca es definitivo, en ningún caso, porque la impresión con la que se queda el lector en la última página es la de que aún sucederá mucho más y la de que sabe mucho más de lo que se le ha contado.

Lo cierto es que a Fitzgerald no le gustaba dar demasiadas explicaciones en sus novelas porque pensaba que hacerlo era un insulto para sus lectores. No obstante, como es de imaginar, conocía a sus personajes a la perfección y recopilaba datos, fechas y anécdotas suficientes de cada uno de ellos, tanto de los reales como de los ficticios, como para poder escribir una biografía documentada y rigurosa de cada uno de ellos. Por poner un ejemplo, para escribir La flor azul (1995), centrada en la vida del poeta alemán Novalis, pasó tres años documentándose, leyendo, visitando librerías y bibliotecas, recabando información. En una nota a Alberto Manguel, le confesaba que había sacado cartas vinculadas a Novalis de la biblioteca de Londres y que las había tenido en su poder cerca de dos años sin que nadie se las hubiera reclamado.


La señorita Knox

Nieta de obispos, Penelope Fitzgerald, de soltera Knox, nació en 1916 en una familia de intelectuales y pensadores que buscaron y tuvieron una existencia bastante excéntrica y singular. A pesar de no vivir en la escasez, porque no tuvieron necesidad de hacerlo, la mayoría alababa las bondades del estoicismo y de una vida basada en la simplicidad, en la no acumulación de bienes y en la sencillez, un tipo de vida que, con los años, Penelope Fitzgerald conocería muy bien, aunque no de manera tan voluntaria. Sus tíos paternos, los hermanos Knox, y su familia en general, sentían una constante lucha interior entre la razón y la emoción: «Si somos seres racionales, ¿qué hacemos con los sentimientos?», se preguntaban. Y a ellos, a los cuatro hermanos, dedicó Penelope Fitzgerald su libro The Knox Brothers, una deliciosa crónica del genio y la originalidad de cada uno de ellos en la que, sin embargo, apenas menciona a las dos hermanas Knox: Winifred Peck y Ethel Knox. La primera de ellas fue tan brillante como sus hermanos, estuvo entre las primeras cuarenta alumnas del exigente Wycombe Abbey School y escribió un buen número de novelas, alguna de las cuales ha sido rescatada recientemente por la editorial inglesa Persephone Books con un prólogo de la propia Fitzgerald. Y en cuanto a la segunda hermana de la que no se habla en The Knox Brothers, Ethel Knox, su biografía es bastante más misteriosa y al parecer recibió una educación victoriana tan estricta que hizo que apenas saliera de su casa y pasara totalmente desapercibida.

En cuanto a los hermanos, su biografía no puede ser más interesante. Uno de ellos, Dillwyn Knox, era un genio. Un matemático arrogante, de ademanes bruscos, de apariencia descuidada, que parecía estar siempre ausente y que participó en las labores de descodificación de las señales alemanas durante las dos guerras mundiales, aunque ningún miembro de su familia lo supiera. Otro tío, Wilfred Knox, fue el santo del clan. Era un personaje tímido, que quiso llevar a cabo una profunda renovación y purificación de la Iglesia ante los horrores de la industrialización y del materialismo, de modo que creó una hermandad basada en la solidaridad, en la distribución de los bienes, en no juzgar a los demás y en la perseverancia en el estudio y el cultivo de la mente. Fundó una de esas comunidades que tanto atraían a Penelope (quien en tiempos dijo querer unirse a alguna), y en ella se dedicaba a la jardinería y a redactar sus obras religiosas. Ronnie Knox, el más famoso de los hermanos, traductor de la Biblia y escritor de éxito de historias de detectives y humorísticas, se ordenó sacerdote católico, lo que hizo que le desheredaran y que lo dieran por expulsado de la familia. Y, por último, el padre de Penelope Fitzgerald, Eddie Knox (Evoe), el mayor de todos, se dedicó al periodismo y fue editor de Punch.

Penelope Knox se casó en 1942 con Desmond Fitzgerald, un oficial irlandés que estudió leyes pero que, tras recibir varias condecoraciones por su actuación en el Norte de África y en Italia, regresó totalmente cambiado de la guerra. Durante la defensa de una colina perdió a todos sus hombres, y aquello le marcó para siempre. Tuvieron tres hijos, dos niñas, Christina (1950) y Maria (1953) y un niño, Valpy (1947). Con el propósito de que Desmond tuviera una ocupación vinculada al mundo literario, la pareja se embarcó en la publicación de una revista, la World Review, mientras Penelope seguía escribiendo guiones para la BBC. La idea era la de que Desmond, que no estaba teniendo mucho éxito como abogado, llevara el peso de la revista, pero Penelope se encargaba de su edición tanto como él, y solía entregar tarde los guiones a la BBC, como lo prueban las cartas de disculpa que tuvo que enviar en diversas ocasiones. Para la revista contaron con textos de T.S. Eliot, de André Malraux, de Rebecca West, de Stephen Spender, de Eudora Welty y Henry Miller, entre otros. Su idea era la de abrirse al continente y a EE.UU. sin ser estrictamente insulares ni centrarse en la cultura inglesa, ya que consideraban que semejante aislamiento era vulgar y estaba anticuado. Publicaron a J.D. Salinger, a Camus, a Norman Mailer… Pero la World Review no tuvo éxito y cerró en 1953. Así, la familia empezó a tener dificultades económicas serias y en 1956 decidieron mudarse a Southwold (Suffolk), el pueblo que más tarde sería la inspiración del escenario de La librería. Precisamente, a Penelope Fitzgerald le ofrecieron un trabajo en la librería de la señora Neame, pero lo cierto es que no vendían muchos ejemplares de ningún título. A los lectores de La librería, estos datos les resultarán familiares.

En Southwold se alojaron en una casa húmeda, que había sido un antiguo almacén, pero Desmond no estaba mucho por allí. Iba y venía al trabajo en Londres, y solo pasaba los fines de semana con su familia. De modo que para poder pasar más tiempo juntos, decidieron reunir todos sus ahorros y comprar en 1960 una vieja barcaza llamada Grace, situada en el Támesis, que sería, nuevamente, el escenario de otra de sus novelas más aclamadas, A la deriva, un título con cuya traducción al castellano (del original Offshore inglés) nunca estuvo de acuerdo ya que la barcaza no navegaba ni estaba en el agua sino que permanecía la mayor parte del tiempo anclada en el fango de la orilla del río. Según sus palabras, no estaba ni en tierra ni en mar. No estaba en ninguna parte.

Durante esta época, Penelope Fitzgerald empezó a dar clases. Siempre era la última en acostarse y la primera en levantarse, dormía en el sofá, y solía mostrarse demacrada y cansada a todas horas, pero jamás flaqueó ni perdió un ápice de su tan característica energía. El estoicismo de sus tíos era una opción voluntaria, una manera de vida que respondía a una filosofía consciente, pero la escasez de medios en que en esa época tuvo que vivir la familia Fitzgerald era impuesta. Se cuenta que en más de una ocasión descubrieron a Penelope comiendo tiza, y cuando le preguntaban que por qué lo hacía, ella respondía que tenía la sensación de que la necesitaba, de que le aportaba algún nutriente del que carecía. Aun así, jamás pidió ayuda. Nunca habló de su situación económica con su familia. Ni entonces ni más tarde, cuando la Grace se hundió, y los Fitzgerald lo perdieron absolutamente todo. Fotografías, cartas, libros… Objetos de un inmenso valor sentimental y todo su capital. De uno de sus personajes, la madre de Fritz en La flor azul, Penelope Fitzgerald escribió: «Tenía cuarenta y cinco años, y no sabía cómo iba a pasar el resto de su vida». Algo que podría haber dicho de sí misma.

En cualquier caso, lo que ella hizo el resto de su vida fue escribir. Instalados en una casa de protección social, consiguió reunir el vigor suficiente para seguir dando clases, para seguir estudiando, leyendo, aprendiendo idiomas (estudió ruso, español y alemán por las noches para leer directamente las obras que le interesaban en esos idiomas), y empezó a escribir. Escribía a primera hora de la mañana, muy temprano, y a última hora de la noche, los fines de semana y en las vacaciones. Su primera novela, de 1977, The Golden Child, es una historia cómica de misterio centrada en el mundo de los museos, y la escribió para su marido, Desmond. A lo largo de los siguientes cinco años escribiría cuatro novelas vagamente autobiográficas: La librería (1978, Impedimenta, 2010), en la que puede descubrirse el periodo transcurrido en Southwold; A la deriva (1979, Mondadori, 2000), a bordo de la barcaza anclada en el Támesis; Human Voices (1980), en la que refleja sus experiencias en la BBC; y At Freddie’s (1982), ambientada en una escuela para niños actores. En este punto, dejó de referirse a su propia vida y se decantó por la novela de hechos y acontecimientos del pasado, manteniendo su escritura sobria, metódica y enormemente sutil, con sus personajes observadores, silenciosos y siempre desconcertantes. La primera de ellas sería Inocencia (1986, Impedimenta, 2013), desarrollada en la Italia de los años 50, que narra la historia de amor entre un médico comunista y la hija de un aristócrata. Como hecho anecdótico, cabe señalar que Desmond encontró trabajo en una agencia de viajes, lo que para la novelística de Penelope Fitzgerald resultó providencial ya que empezaron a viajar a muy bajo precio y con frecuencia, algo que, de otro modo, no habrían podido permitirse; así, pasaron unos días en Moscú, en un viaje organizado, en el año 1972, y en 1988 publicó El inicio de la primavera (Impedimenta, 2011), que tiene lugar en el Moscú de 1913. Siguieron La puerta de los ángeles (1990, Impedimenta, 2015), situada en el riguroso St. Angelicus, un college de Cambridge al que no puede acceder ninguna mujer, y la aclamadísima La flor azul (1995, Mondadori, 1995; Impedimenta, 2014).

Penelope Fitzgerald murió en Londres en abril del año 2000. Autora tardía en lo que se refiere a su creación, también parece haberlo sido en cuanto a reconocimiento de lectores y crítica. Pero la justicia llega, y en su país se está viviendo en la actualidad un auténtico redescubrimiento gracias, entre otros factores, a la reedición de sus obras con prólogos de autores tan prestigiosos como Alan Hollinghurst para A la deriva, Julian Barnes para Inocencia, y Philip Hensher para La puerta de los ángeles, y a la excelente biografía escrita por Hermione Lee, publicada en 2013.


Referencias e inspiraciones

Terence Dooley, albacea literario y yerno de Penelope Fitzgerald, aclara en su postfacio para la traducción al castellano de El inicio de la primavera: «En cuanto a la estructura de sus libros, por decirlo en pocas palabras, se trata de nouvelles largas o de novelas cortas, comparables a las de Jane Austen y Turguéniev en cuanto a la longitud de los capítulos y a la longitud total de la obra, aunque también en otros aspectos. Penelope inventó un término para describir su género: “tragifarsa”». Una expresión que no puede ser más adecuada ya que lo que hace Penelope Fitzgerald es precisamente eso: mezclar lo trágico y lo burlesco en sus historias. Lo hace en La librería ya desde la primera descripción de Florence Green como una mujer viuda «pequeña de aspecto, delgada y huesuda, un poco insignificante vista desde delante y completamente insignificante por detrás»; lo hace en Inocencia, que para la crítica es su tragicomedia más lograda, con técnicas propias de Shakespeare en cuanto a lo chispeante y enloquecido de los diálogos, al estilo de Mucho ruido y pocas nueces; lo hace en El inicio de la primavera, una novela sublime y mágica, que es también una comedia social asentada sobre la retahíla de personajes que rodean al protagonista, Frank Reid (el enloquecido y comunicativo Kuriatin, cuya familia es un caos; la estirada y melindrosa colonia inglesa de Moscú…); y lo hace incluso en La flor azul, dedicada a la vida de los sueños, donde vuelve a demostrar su prodigiosa manera de mover a los personajes en un escenario muy limitado, como lo lograba también Jane Austen, «su santa patrona», como ella solía decir: así, siempre hay gente en la casa de Sophie, y si sólo quedaban veintiséis personas en ella, su padre empezaba a verla vacía.

Podemos afirmar que la doctrina filosófica y vital que impulsaba y conmovía a Penelope Fitzgerald era el socialismo utópico. Uno de sus principales referentes ideológicos fue el diseñador, poeta y novelista William Morris, promotor del movimiento Arts and Crafts, que alabó y defendió las virtudes y la nobleza de la labor artesanal. Y puede verificarse la enorme atención que Fitzgerald le dedicó a los oficios en sus novelas: en El inicio de la primavera, resultan fascinantes las descripciones de la imprenta de Frank Reid y del proceso de la impresión manual de la época, pero también lo es cómo trata el oficio del libro en La librería o el arte de mantener un barco a flote en A la deriva. Tampoco podemos olvidar la influencia que tuvo en ella y en su obra el ideario de Ruskin y, sobre todo, el pensamiento social y cristiano de Tolstói, que queda patente en El inicio de la primavera, en la figura de Selwyn Crane, el ayudante de Frank Reid, un personaje tolstoiano, hermético e indescifrable, practicante de un misticismo que cada vez interesaba más a la propia autora (comprometida con los debates, las dudas y las cuestiones de fe de sus personajes), aunque también en las escenas más extraordinarias, mágicas y prodigiosas de la obra, como aquella en que Lisa, la niñera, lleva a Dolly, hija de Frank Reid, a un bosque de abedules y las dos ven allí lo que no se puede ver. Lo que trasciende, lo que va más allá de la realidad, siempre bajo el halo y el resplandor de lo narrado en los cuentos de hadas. Las fuerzas primigenias, la tierra, la naturaleza se mezclan con la fe y con la necesidad de creer en algo que traspasa los límites de la experiencia, pero bajo la óptica objetiva de la razón. De nuevo, la lucha interior entre la razón y la emoción que ya experimentaran los hermanos Knox. Penelope tuvo dos abuelos obispos y practicó toda su vida un protestantismo moderado. En este sentido, y siempre hablando de El inicio de la primavera, Albert, el padre de Frank y fundador de su imprenta, dice con respecto a la religión: «Es mucho más útil para las mujeres que para los hombres ya que conduce a la resignación con lo que a cada uno le ha tocado en suerte». Y en La puerta de los ángeles (de la que Fitzgerald dijo que era su única novela con un final feliz), el protagonista, Fred Fairly, miembro de la peculiar Sociedad de los Desobedientes, no sabe cómo confesarle a su padre que ha perdido la fe tras llegar a la conclusión de que la ciencia puede dar respuesta a las preguntas de la humanidad, incluso a las más oscuras, sin que haya que recurrir a cuestiones metafísicas.

El interés de Penelope Fitzgerald por lo que no se puede explicar es evidente ya en La librería. El pacto que el lector celebra con la autora a la hora de creer en la fantasía de eso que suena y se mueve por la casa, esa materialidad inmaterial en el seno de una historia tan claramente realista como lo eran las suyas, hace que nos traslademos al reino de lo extraordinario, de lo sublime, donde puede suceder lo milagroso y lo auténtico, lo constatable, siempre dentro de los parámetros de lo perfectamente creíble. Penelope Fitzgerald logra mantener ese pacto inicial hasta la última página cuente lo que cuente, sea inexplicable o sobrenatural, y lo hace gracias a la maestría de su prosa y de su perspicacia: esa autoridad y ese instinto que nos trasladan a otro mundo, al suyo.

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Adón

27 de noviembre de 2018

Antes de que los cineastas se formaran de modo más o menos habitual en escuelas dedicadas a ello específicamente solían venir de otros oficios. Muchos, del guión o la interpretación, como aún sucede hoy en día. Otros, y no los más abundantes, de la fotografía. A estos últimos se les suele distinguir por su seguridad en el manejo de la cámara, por su gran sentido plástico, por su muy explícita visualidad. Es el caso de realizadores como Stanley Kubrick. O Carlos Saura.

La faceta fotográfica de este sigue sin ser bien conocida, aunque ha dejado de estar en segundo plano desde que en junio del año 2000 Hans Meinke organizara en su galería barcelonesa Círculo del Arte la exposición Carlos Saura. Años de juventud (1949-1962). Tras ella han seguido otras que han puesto de relieve los muchos fotógrafos que conviven en él, fruto de las diversas miradas desplegadas sobre la realidad a lo largo de su trayectoria. Pero también de la ampliación de recursos técnicos gracias a la cámara digital, el ordenador y la superposición de imágenes pintadas.

Se trata de una trayectoria muy dilatada, propia de quien comienza sus actividades profesionales a una edad tan precoz como los diecisiete años, hacia 1949. Y que a los veinte es fotógrafo oficial en los festivales de música de Granada y Santander, con toda la importancia que ello tendrá más tarde en el ciclo de películas que dedica al flamenco, el tango, el fado o la ópera. 

Es el profesional que pudo llegar a integrarse en la plantilla de la prestigiosa revista parisina Paris-Match. También, el formidable retratista que consigue esas instantáneas inolvidables, como la de Baroja en su lecho de muerte que aparece en los manuales de Literatura o el Buñuel de tantas portadas de libros. Son imágenes casi canónicas, iconos que creemos del acervo común, pero que salieron de su cámara.

Por puro prurito generacional, resultaba inevitable que alguien con tales inquietudes tendiera a la crónica social. Y hoy muchas las fotografías que tomó con ese propósito nos devuelven a un país insólito, casi tan remoto como el de Las Hurdes, una España solanesca, valle-inclanesca, profundamente rural, paralela a la que rastreó Inge Morath en sus testimonios gráficos o Eugene Smith en el ciclo de Spanish Village.

En cualquier caso, sin ese registro documental no se entendería su transición a un cine de la misma naturaleza, que arranca con la Carta desde Sanabria de Eduardo Ducay, en la que participa como operador, a La tarde del domingo, Cuenca o Los golfos. Y la articulación narrativa de esas instantáneas ya se esboza en su proyecto de álbum fotográfico sobre España que nunca terminaría, pero que se barrunta en el reportaje gráfico "Vagón de tercera clase", aparecido en la revista Objetivo en 1955 con textos de Basilio Martín Patino.                                  

También será muy relevante para su cine la faceta fotográfica que concibe la cámara como instrumento de una dicción visual y una enunciación de la mirada capaces de trascender el mero realismo, el más externo e inmediato, hasta internarse en lo parasurrealista. Un tono e intención que luego prolongará él mismo como pintor o ilustrador al retocar sus propias fotografías, pero que ya estaba presente en la exposición Arte Fantástico organizada por su hermano Antonio en 1953 en la librería Clan que regentaba Tomás Seral y Casas.

Y, todavía más importante, esta vocación inicial no se clausura con el surgimiento del cineasta. Continúa evolucionando en el interior y el exterior de su filmografía. Determinados quiebros de ésta, reconsideraciones o reescrituras –como la que tiene lugar tras 1975--, son testificados por la fotografía, que interviene para levantar acta y, en ocasiones, como garante de continuidad. Así, no es raro que en películas centradas en el universo familiar, como Cría cuervos o Elisa vida mía, los álbumes de fotos introduzcan una araña y maraña de relaciones que obligan a considerar lazos ocultos, desde otro tiempo y otro tempo. Esas fotos en blanco y negro que dejan constancia de los meandros de la tribu son como quistes irreductibles, la conciencia y memoria de su cine, como le sucede a la abuela de Cría cuervos frente al tablón con las fotos de su camada o al protagonista de El jardín de las delicias con los recordatorios y retablos que le escenifica su adorable familia.

En La caza, en Ana y los lobos, en Bodas de sangre o en El séptimo día las instantáneas de los grupos protagonistas son como detonadores que preludian el estallido de la violencia. En Peppermint frappé José Luis López Vázquez no sólo hace radiografías, sino también fotos a la esposa de su amigo, para apropiársela y, a partir de ellas, construir un doble remodelando a su enfermera. Y algo de esos propósitos de la sutil dialéctica entre la imagen fija y la imagen en movimiento –entre el fotógrafo y el cineasta— se proyecta sobre los daguerrotipos con que arranca El Sur, como en esa frase entre borgiana y darwinista que se cita en El jardín de las delicias: "He sido un niño, una mujer, un pájaro y un mudo pez que surge del agua".

De un modo similar, filogenético, el fotógrafo permanece bajo el cineasta, quizá porque una de las sustancias de su universo, la temporal, queda encapsulada de un modo aún más rotundo en la imagen fija, como el propio Saura ha confesado: "Lo que más me impresiona al hacer una fotografía es que la realidad se transforma instantáneamente en pasado. Eso me da terror. Es una reflexión que cualquier fotógrafo se hace de inmediato. Quizá por ello, siempre me han fascinado esas fotografías donde hay un grupo completo y una persona --no se sabe bien por qué-- aparece movida. Pongamos que se trata de una foto escolar, en la que se recoge un curso al completo y hay un niño movido. Automáticamente, a mí me interesa el niño movido. Entre otras cosas, porque no se ven sus rasgos, porque hay que averiguar quién es, ya que se trata de un ser a la vez real e irreal, con algo de fantasma".

Debido a esa evidencia --lo importante que resulta la fotografía en su cine--, le han ofrecido a menudo hacer películas sobre algunos fotógrafos famosos, como Robert Capa y Tina Modotti, que sin duda no carecen de atractivo en sus personas, peripecias y obras respectivas, más que sobradas como para urdir sobre ellos buenos biopics. Pero es que se trata de mucho más que eso, porque las fotografías que ha ido haciendo configuran por sí mismas una especie de secuencia en paralelo, rellenando incluso los huecos de su filmografía. Van mucho más allá del trabajo de unas fotos fijas o de los making of: son diarios, dietarios, los apuntes de la obra en marcha y del proceso creativo de un gran artista plástico. Sus apuntes, el día a día, la gimnasia de la mirada, el jogging de la imaginación, cuadernos de viaje, rodajes, ensayos, asedios...

En sus exposiciones más recientes, como las recogidas en el libro Las fotografías pintadas de Carlos Saura (2005), se puede observar el camino recorrido desde aquellas fotografías rurales en blanco y negro hasta estas instantáneas digitales hechas en lugares de tránsito de la España moderna, como trenes, estaciones y aeropuertos. Esos encuentros con rostros, actitudes y sueños ajenos. También las fotos de familia y en el plató. Y, por supuesto, su verdadero lugar de trabajo, el estudio de su casa, ese laboratorio de ideas, sonidos y procesos.

Algunas de las imágenes más interesantes están hechas con espejos, y en especial el efecto que él denomina en uno de sus títulos El fantasma tras el espejo, una especie de traslación del director como vampiro. O bien las fotos dentro de las fotos, como sucede en sus películas.

En cualquier caso, harán falta muchas exposiciones para acotar esta faceta de Saura. Son miles y miles los negativos que aún deben ver la luz. Y sólo llegado el momento en que concluya esa revisión podrá apreciarse la enorme envergadura de uno de nuestros grandes fotógrafos contemporáneos. 

Más desconocida aún resulta su faceta de escritor, a pesar de constituir uno de sus primeros entornos generacionales, el de los años cincuenta y los Aldecoa, Sánchez Ferlosio, Sueiro o Mario Camus. Con los dos últimos colaboró en guiones como los de Los golfos o Llanto por un bandido. Y no resulta difícil sorprender la huella de El Jarama en la secuencia del río de la primera, una película tan barojiana, por otro lado, en la estela de La busca del novelista vasco. Un Baroja actualizado, como lo era el de Tiempo de silencio, cuya novedosa técnica de monólogo interior aparece en la secuencia de la siesta de La caza.

Pero si hablamos de este aspecto de Saura, su escritura, en realidad habría que desglosarla en tres apartados, como mínimo: 1) por un lado, la que tiene carácter autónomo respecto a su cine; 2) por otro, la que guarda relación con los guiones de sus películas, reelaborados como narraciones; 3) y, en tercer lugar, el papel que desempeña la literatura en su filmografía.

Respecto al primero, Saura ha sido extraordinariamente parco. Es cierto que hay muchos apuntes suyos en forma de prólogos o anotaciones a ciertos guiones publicados, como Carmen, o El Dorado. Pero no me refiero a ese tipo de escritura, sino a textos como La memoria expandida, sobre su hermano Antonio. O el prólogo a su libro de fotografías titulado Flamenco, donde se observa de dónde le viene al fotógrafo la agudeza para los retratos, de ese escritor que no le va a la zaga a la hora de captar personajes, grupos o ambientes. Y, sobre todo, en los apuntes autobiográficos que va ensayando aquí y allá, aunque no los haya publicado más que a retazos, muy a retazos. Un escritor todavía por descubrir.

El segundo apartado es bien conocido. Son varios los guiones que ha anticipado en forma narrativa antes de ser rodados (Pajarico, ¡Esa luz!), o que ha adaptado después a esa modalidad (Buñuel y la mesa del rey Salomón, Elisa vida mía). Quizá los dos casos más relevantes sean  ¡Esa luz! y Elisa vida mía. El primero, porque no ha sido llevado a la pantalla, porque se trata de su película sobre la guerra civil y porque se inspira en las peripecias de Ramón J. Sender y su esposa, Amparo Barayón, y contiene numerosos componentes autobiográficos, dado que la madre de Saura y Sender fueron medio novios en Huesca.

En cuanto a Elisa, vida mía, bien puede servirnos de transición entre el segundo y el tercer apartado que apuntábamos más arriba. Por un lado, porque casi un cuarto de siglo después de su filmación, en el año 2004, Saura rehizo la narración original en forma de novela. Por otro, porque se trata de su película más impregnada de literatura, ya desde el título, que procede de Garcilaso de la Vega.

La “adaptación” de la pantalla al libro que lleva a cabo su propio autor con Elisa, vida mía adquiere, así, un sentido añadido, ya que se restituyen a la página impresa numerosos elementos que procedían de ella, al centrarse la película en el proceso creador de un escritor. Algunos cambios son meras actualizaciones, como sustituir el radiocasete por el CD o introducir teléfonos móviles. Y la mayor novedad es el desarrollo del llamado “crimen de la viuda”. 

Pero otros van en la dirección apuntada, como colocar delante de los cinco capítulos sendas citas de Gracián (El criticón), Rilke (Los cuadernos de Malte Laurids Brigge), el Pigmalion de Rameau, Borges (El hacedor) y Garcilaso (La estancia 21 de la Égloga I). No hacen sino explicitar textos que se oyen o ven en la película, o que se tienen en cuenta, aunque no aparezcan en ella. Y se añaden otros nombres afines como Quevedo o Cervantes, además de la presencia inevitable de Calderón de la Barca.

En pocas ocasiones como en Elisa, vida mía ha dejado Saura una constancia tan explícita de la estrecha vinculación que su obra mantiene con el universo literario. Y cabe pensar que habría incidido más a menudo en él si hubiera dispuesto de la libertad de movimientos con que contó en 1976, tras el éxito internacional de Cría cuervos y después de la muerte de Franco, que permitía y hasta exigía un alto reflexivo en el camino. Y que él aprovechó para hacer algo complejo y experimental, capaz de transmitir una visión más matizada de España que su mera tradición tremendista, algo menos brutal, elemental y violento, más cercano a la sensibilidad de sus grandes escritores y pintores.

Uno de los personajes reales en los que se inspiró fue la novelista Carmen Laforet. Pero no acaban ahí, ni mucho menos, las relaciones con la literatura que lleva a cabo la película, a través de uno de los más complejos dispositivos textuales de la historia del cine. No se trata de una complejidad gratuita, sino de un andamiaje que trata de explorar los mecanismos de la creatividad de un escritor, indagando mediante los recursos del cine la surgencia del texto literario.

En gran medida, Elisa, vida mía se centra en la transmutación de la sustancia biográfica en escritura a partir de sus elementos germinales, en lugar de desarrollar una historia ya cerrada. Por ello no es extraño que uno de los elementos esenciales de la película sean los textos literarios que se citan frontal o lateralmente, empezando por el propio título. Después de todo, estamos ante un filme protagonizado por un escritor, y ello implica inevitablemente que maneje como elementos cotidianos páginas propias y ajenas. Por ejemplo, sobre su mesa hay un ejemplar de El criticón de Baltasar Gracián, que constituye uno de los elementos de referencia para su desengaño y misantropía.

A su vez, ciertas experiencias de la soledad de un enfermo se apoyan en los Cuadernos de Malte Laurids Brigge de Rainer Maria Rilke, libro leído y subrayado por el protagonista. Y, por supuesto, pocas propuestas más sugestivas que el auto sacramental El gran teatro del mundo para explorar el misterio de la personalidad, ya que el barroco juego especular entre el primer teatro y el segundo permite que los actores sean a la vez ellos mismos y su personaje, con el que incluso se permiten discrepar de su autor, como Elisa con ese padre que, nuevo Autor Soberano, la está "recreando" en el papel y en la vida misma. Lo más fascinante de la obra de Calderón para una película como Elisa, vida mía es que apura una de las esencias del cine, la suplantación de otra personalidad como epicentro del trabajo de los actores. Y ese segundo teatro se realiza explícitamente ante el espectador, sin ocultar nada, ni preparativos ni organización, proporcionando la clave del procedimiento.

Ese motivo temático de las relaciones entre el creador y su criatura prosigue su dialéctica en el texto y la música de Pigmalión, el ballet del músico barroco francés Jean-Philippe Rameau sobre texto de Houdar de La Motte, que matiza la relación de Luis con Elisa, creación suya en este caso no tanto por la paternidad biológica cuanto por la escritura.

El texto de Borges procede del conocido epílogo de El Hacedor, que Saura citará en su adaptación del cuento El Sur del argentino: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.

Otros escritores aparecen en su filmografía, como el ya aludido protagonista de ¡Esa luz!, inspirado en Sender. O el de Dulces horas, que reescribe su pasado familiar para que lo interprete una compañía de teatro. O el que centra una de sus películas más personales, el San Juan de la Cruz de La noche oscura. En este caso, se trata de una indagación del vértigo que acomete a cualquier creador cuando busca decir lo que piensa y siente, no lo que otros pretenden de él.

Por ello, su noche oscura tiene mucho que ver con las pinturas negras de Goya y el sueño de la razón que le tocó vivir. Y deja constancia de uno de los núcleos de interés más persistentes en el cine de Saura, su exploración del proceso creativo, ya sea en un bailarín, actor, pintor, cineasta o escritor. De todos los cuales, pocos más íntimos y difíciles de fotografiar que el de este último, por transcurrir dentro de su cabeza y ser su desempeño físico poco “fotogénico”.

Frente al fotógrafo o el escritor, el cineasta Carlos Saura resulta sobradamente conocido. Cuestión bien distinta, claro, es que se le interprete bien o mal. Su obra –treinta y siete largometrajes-- empieza a ser ya lo bastante dilatada como para ofrecer muchos matices. Y quizá merezca la pena subrayarlos más allá de los títulos que suelen ponerse en primer plano.

Antes de la puesta de largo en el cine profesional en 1959 con su primer largometraje, Los golfos, su prehistoria fílmica se remonta a la nonata Carta de Sanabria (1955) el documental de Eduardo Ducay del que Saura fue operador. Sólo han quedado unas estremecedoras fotografías a su cargo, que hacen lamentar profundamente la pérdida de este eslabón en la línea de Las Hurdes. Porque luego vienen ya la práctica de fin de carrera de la escuela de cine que realiza al año siguiente, La tarde del domingo, y el documental Cuenca (1958).

Tras el citado debut en el largometraje con Los golfos hay un bache profesional debido a la vinculación del proyecto en el que trabajaba con la productora UNINCI, desactivada en 1961 por el escándalo de Viridiana. Dicho proyecto, titulado La boda anticipaba en algunos aspectos Pippermint frappé (1967), y caso de haberse materializado habría permitido que siguiera un camino más rectilíneo.

En lugar de ello, a principios de los años sesenta le ofrecieron adaptar Young Sanchez, de Ignacio Aldecoa, que rechazó por considerarla repetitiva respecto a Los golfos, y filmaría Mario Camus. Finalmente, el bloqueo de UNINCI le obligó a trabajar durante 1963 en un empeño de pura subsistencia, Llanto por un bandido, sobre el bandolero José María Hinojosa, "El Tempranillo". Y los destrozos que la productora llevó a cabo en ella le llevaron a la decisión de no rodar nunca más una película que no pudiera controlar. Así es como surgió La caza (1965) y su encarrilamiento profesional a un ritmo regular, que se aproximará a la envidiable media de una película anual.

A partir de ahí, se han propuesto clasificaciones de su obra con criterios más o menos plausibles. En un principio se llegó a hablar de una “trilogía de la pareja”, que englobaría títulos como Peppermint frappé, Stress es tres, tres y La madriguera. Pronto complementada por una “trilogía de la familia”: El jardín de las delicias, Ana y los lobos y La prima Angélica. Un criterio que luego se hizo extensivo a su primer ciclo musical, con el productor Emiliano Piedra y el bailarín Antonio Gades: Bodas de sangre, Carmen y El amor brujo. Pero resulta obvio, a la vista del desarrollo posterior de ese itinerario, hasta qué punto resulta insuficiente. O el de las películas que reescriben otras anteriores y las actualizan: Los golfos y Deprisa, deprisa; Ana y los lobos y Mamá cumple cien años...

Es cierto que no cuesta reconocer algunos temas que subyacen como constantes a lo largo de las más diversas coyunturas. Como la memoria, sus funciones, disfunciones o derivas, que otorgan su poderosa originalidad a El jardín de las delicias, La prima Angélica o Dulces horas; pero también a Elisa vida mía, Goya en Burdeos o Pajarico. O la construcción de la identidad y de las relaciones mediante un proceso de representación, que puede recaer en un teatro literal (Elisa vida mía, Los ojos vendados, Dulces horas, Los zancos, ¡Ay Carmela! y buena parte de su ciclo musical) o en la reconstrucción interesada, impostada, parodiada o al modo de los retablos calderonianos (El jardín de las delicias, Ana y los lobos, Cría cuervos).

En cualquier caso, La caza inició el proceso de lo que con el tiempo culminaría en la creación de un universo propio. Supuso, además, el primer espaldarazo internacional de Saura, al recibir el Oso de Plata en el Festival de Berlín de 1966, por un jurado que presidía Pier Paolo Pasolini. Y marcó también el inicio de su colaboración con el productor Elías Querejeta, con el que filmará una docena de películas, con un equipo relativamente estable, que termina integrando al guionista Rafael Azcona, los operadores Luis Cuadrado y Teo Escamilla, el montador Pablo del Amo o el director artístico Emilio Sanz de Soto. Y, como protagonista femenina, Geraldine Chaplin.

Todavía es habitual elogiar La caza en contra del quiebro que le sigue, y que se inicia en 1967 con Pippermint frappé. Una vía más experimental, de búsquedas formales casi inevitables en los años sesenta, que contaban con un nuevo público, el de las salas de Arte y Ensayo. Hoy resulta demasiado fácil deslindar lo que el tiempo he revelado como más caedizo del cine de aquella década. Pero hay que recordar que ni la actual forma de entender este medio de expresión sería la misma sin aquellas intentonas, ni España era un país que se dejara reducir ya a los viejos clichés rurales, y carecía de sentido seguir haciendo costumbrismo y/o sainetes.

El país estaba cambiando a un ritmo acelerado, de un modo que no había experimentado en siglos. Y el seguimiento de esos desajustes introducidos en el exterior --y en el interior— de los personajes por la naciente sociedad de consumo al enfrentarse a los atavismos patrios será la tarea propuesta en sus siguientes cintas: Peppermint frappé (1967), Stress es tres tres (1968), La madriguera (1969) y El jardín de las delicias (1970). Son ensayos --en ocasiones compulsivos-- a los que se vio arrastrado debido a la falta de continuidad cultural motivada por la fractura histórica de la guerra civil. Al igual que la pareja protagonista de La madriguera o el grupo familiar de El jardín de las delicias, la entrega a los más insólitos juegos era un recurso desesperado para hacer aflorar una memoria sepultada en los repliegues más profundos de la tradición española.

La prima Angélica (1973) constituyó un hito de incontestable madurez en esa búsqueda, y también la primera película española en la que se presentó la guerra civil desde el punto de vista de los vencidos. El aval del Festival de Cannes, que le otorgó el Premio Especial del Jurado, le permitió una carrera comercial tan exitosa como llena de sobresaltos y amenazas de bomba. Además, supuso, junto a Elisa, vida mía (1976) la culminación de los objetivos que Saura había venido persiguiendo tras el giro impuesto a su producción con Peppermint frappé. De hecho, Mamá cumple cien años (1979), Deprisa, deprisa (1980) y Dulces horas (1981) abren un proceso de reescritura de su filmografía, coincidiendo con el quiebro biográfico marcado por su ruptura con Geraldine Chaplin y el profesional que implica su dedicación al musical (Bodas de sangre es de 1981) que le hacen internarse ya por otros derroteros.

En los dos años iniciales de la década de los ochenta, tanto Bodas de sangre como Carmen tratan de perfilar un cine musical a la española, bien distinto del clásico de Hollywood. El éxito internacional de la segunda probó sobradamente la capacidad de convocatoria de esta nueva fórmula, y llevó al productor Emiliano Piedra a continuarla en El amor brujo. Tras el rodaje mexicano de Antonieta (1982), en 1987 volvió a Hispanoamérica para embarcarse en El Dorado, uno de sus viejos proyectos, que le había empezado a interesar desde la lectura en 1964 de la novela de Sender La aventura equinoccial de Lope de Aguirre. Al retomar la idea en 1987, se basaría directamente en los cronistas de Indias.                

El Dorado inició la colaboración con el productor Andrés Vicente Gómez, que continuaría con La noche oscura (1988), ¡Ay Carmela! (1989) y El Sur (1991). La primera, centrada en los nueve meses que pasó San Juan de la Cruz encerrado en Toledo, es una de sus películas más hermosas, valientes y radicales. En ella se sorprende un registro que vuelve a reverberar en su proyecto sobre Goya, con sus conflictos entre quienes deseaban -o no- incorporar los elementos de las respectivas modernidades (el humanismo renacentista o las luces de la Ilustración) como soporte de una convivencia siempre precaria. Pero, a diferencia de la primera etapa, en la que ese marco social habría pasado a primer término, ahora se adivina entre líneas, ocupando el espacio central algo tan íntimo como el proceso creativo en cuanto mecanismo afirmativo de la propia individualidad. Tampoco parece casualidad que en el proyecto sobre el pintor aragonés se añada un tema que se apuntaba en Elisa, vida mía e irrumpía con fuerza propia en Los zancos: el de la vejez.

¡Ay Carmela surge de la adaptación de una obra de José Sanchis Sinisterra centrada en nuestra guerra civil, tras aparcar Saura  momentáneamente ¡Esa luz!, su proyecto más ambicioso sobre el mismo asunto. Con esta película el realizador volvía a la colaboración con Azcona, mientras José Luis Alcaine sustituía a Teo Escamilla como director de fotografía.

Durante el año 1992 se ocupó en dos proyectos tan distintos como Sevillas y Maratón, fruto de la coincidencia en España de dos acontecimientos internacionales, las Olimpiadas de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla. Mientras que la segunda añade poco a su filmografía, la primera es una de sus más depuradas aportaciones a nuestro musical. Y marca, de la mano del citado Alcaine, un importante paso en su concepción de las escenografías y de las luces, que a menudo se han vinculado a Vittorio Storaro, cuando ya están aquí, antes de que comenzara su colaboración con el director de fotografía italiano en Flamenco (1995).

En 1993 regresó a la ficción con ¡Dispara!, basada en una narración del escritor Giorgio Scerbanenco. Posteriormente, en Taxi (1996) y El séptimo día (2004), con guiones de Santiago Tabernero y Ray Loriga, hay una vuelta a sucesos más actuales, apegados a la crónica callejera de sucesos y a la violencia. Aunque conviene matizar que en ellas adquiere no poca importancia el tratamiento formal. En el caso de Taxi, porque Storaro y Saura buscan un expresionismo de corte mediterráneo diferente al tradicional que vertebra el cine negro. Y en el de El séptimo día porque se rehuye el esteticismo de las escenas al ralentí que coreografían los disparos, para evitar la celebración de la violencia al estilo americano.

Tras Pajarito (1997), que desarrolla la faceta murciana de la rama familiar paterna, Saura consigue rodar por fin su proyecto Goya en Burdeos. La  película está dedicada a su hermano Antonio y, en cierto modo, sirve como puente en tres significativos trances creadores: el de San Juan en La noche oscura; el de Goya en su sordera y deriva mental; y el de un Buñuel ya anciano en Buñuel y la mesa del rey Salomón, hasta el  punto de que Paco Rabal compuso el personaje de Goya en más de una secuencia imitando la forma de hablar del cineasta de Calanda.

Sucedió que, al cumplirse en el año 2000 el centenario de su nacimiento, Saura abordó el personaje de alguien tan cercano a él como Buñuel. Lo hizo al hilo de una supuesta película que el anciano realizador trama al final de sus días, rememorando su amistad de juventud con Lorca y Dalí en la Residencia de Estudiantes y, sobre todo, en el sugestivo ambiente de un Toledo a mitad de camino entre las Tres Culturas y su legendario subsuelo de mitos.

Capítulo aparte merecen sus películas musicales, que mantienen su propia lógica y encadenamiento, en paralelo con las de “ficción”. Pues la madre del realizador era pianista, casi profesional, y esa fue la primera manifestación artística que se mamaba en casa. De hecho, muchas de las melodías aprendidas entonces volverán a las bandas sonoras de sus películas, como en Dulces horas.

En realidad, no puede establecerse una separación estricta entre sus cintas musicales y las que no lo son. Sus temas se entrecruzan e interpenetran. Así, por ejemplo, en el título que se acaba de citar -o en Elisa, vida mía- bloques argumentales enteros se manejan con una lógica melódica y rítmica tan estricta que la cámara coreografía sus movimientos más internos y anímicos. De modo que no rueda del mismo modo cuando suena la Troisième Gnosienne de Eric Satie que la Schiarazula Marazula de Giorgio Mainerio o el Pigmalión de Jean-Philippe Rameau.

Y, en general, podría decirse que en este género ha encontrado Saura una libertad que no siempre resulta fácil de hallar en las servidumbres de la narración realista, con todas las hipotecas de continuidad que conlleva el desarrollo psicologista-melodramático y la verosimilitud convencional que han vuelto a ser moneda corriente desde la abolición de los paréntesis experimentales y la vuelta a los códigos genéricos al estilo de Hollywood.

Dentro de sus películas musicales hay un primer ciclo eminentemente dramático o narrativo, el que componen Bodas de sangre (1981), Carmen (1983) y El amor brujo (1986). Y ello con tres puntos de partida bien distintos. La tragedia de Lorca narraba una peripecia ya estilizada, que el ballet de Mañas y Gades había quintaesenciado, y que la película de Saura tradujo con la escueta desnudez de su decorado, y un híbrido entre la representación y el testimonio documental que buscaba, ante todo, auscultar el proceso creativo. Carmen contaba con el doble recurso de la novela de Mérimée y la opera de Bizet, lo que permitía esquivar algunos de los tópicos de ésta para ir al encuentro de la fuente original, de gran fuerza aún hoy por el potencial de libertad que emana la protagonista femenina. Y El amor brujo planteaba el desafío opuesto, un argumento tan magro que peligraba el inestable desarrollo dramático. Pero dejó sentadas las bases para un estilo propio, donde el decorado con su ciclorama de opera foil permitía a la cámara una gran libertad de movimientos en su trabajo de estudio, con una iluminación muy controlada.

Fueron esos antecedentes los que permitieron el milagro de Sevillanas (1991), un formato que desborda el documental para lograr que toda su información estuviese en la música o en las imágenes. Fue aquí donde Saura desarrolló sus bastidores geométricos para iluminar con libertad desde cualquier posición, así como sus peculiares dispositivos de espejos montados sobre ruedas, que duplican gestos y movimientos, enriquecen la perspectiva y facilitan el juego de una cámara que se implica en el ritmo, baila, e incluso llega a convertirse en protagonista.

Lo añadido por Vittorio Storaro en Flamenco (1995) y Tango (1998) es lo que podría llamarse el pleno desarrollo del “guión de luces”, es decir, un minucioso seguimiento que va subrayando la evolución dramática de la historia a través de un arco de iluminación, en paralelo al guión “literario”. Y que luego se prolonga en Salomé (2002), Iberia (2005) y Fados (2007), ahora ya con José Luis López Linares como director de fotografía.

Quizá por ello las dos películas en las que trabaja ahora mismo Carlos Saura tengan un fuerte componente musical. La primera, en fase de rodaje con el título Io don Giovanni, se centra en el libretista Lorenzo da Ponte, colaborador de Mozart en óperas como Don Juan. La segunda traslada a Brasil su viejo proyecto Amor de Dios, sobre la academia de baile situada en la calle madrileña de ese nombre.

Y es que, como argumentaba el realizador en su discurso de investidura como doctor Honoris Causa por la Universidad de Zaragoza, el suyo aspira a ser un arte total: “El cine que es artificio, teatro, ópera, pintura, narración, arte de síntesis o simplemente el producto de muchas cosas que se cocinan en la misma olla, es desde luego el arte de nuestro siglo, abriendo a la imaginación un recuadro luminoso de sombras y colores en donde nos vemos representados. La grandeza de ese arte está en la sabia adecuación de los medios expresivos, en el sensible tratamiento de las imágenes, de la sabiduría y habilidad de los artesanos que colaboran en el proyecto común, y sobre todo en el talento de quienes han utilizado el cine como una segunda personalidad, desentrañándose como las arañas para ofrecer a quien quiera apreciarla una parte de la vida: reflejo, espejo, laberinto. Me gusta pensar que es una forma de expresión personal, me gusta pensar que a través del cine podemos expresar nuestros temores, nuestras limitaciones, bondades y mezquindades, ensanchando nuestra visión y enriqueciendo nuestra mente”.

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Sánchez Vidal

23 de noviembre de 2018

Desde hace más de diez años, la bitácora 39escalones. Reflexiones desde un rollo de celuloide se ha convertido en una referencia para cuantos estamos interesados en el cine y buscamos un lugar en el que las películas de las que se da noticia son analizadas o revisitadas y lo son con un rigor y precisión sobresalientes, amén de estar trufadas con un toque de humor que convierte en una delicia la lectura de cada una de las entradas que se van publicando. Con posterioridad al inicio del blog, allá por 2011 apareció el libro 39 estaciones. De viaje entre el cine y la vida, editado por la zaragozana Eclipsados, en el que se recogían textos de índole cinematográfica, variados y siempre acertados, que suponían la plasmación en papel de lo que aparecía en la pantalla. Detrás del blog y de ese primer acercamiento literario que decíamos está el crítico de cine Alfredo Moreno Agudo, quien acaba de publicar, a finales de 2017, su primera novela, titulada Cartago Cinema, una obra en la que confluyen casi todos los géneros cinematográficos y que es una velada declaración de amor al cine, que no anda a la zaga de otras obras tan recordadas como Cineclub (David Gilmour), El cinéfilo (Walker Percy) o Triste, solitario y final (Oswaldo Soriano), por citar algunos clásicos.

La novela se sitúa en diversos planos temporales y espaciales, juega con la sorpresa, la alusión y los guiños y homenajes cinematográficos (cada lector pondrá rostro a los personajes según lo que estos le sugieran o recuerden o asociará algunos pasajes con secuencias cinematográficas), pero sobre todo es una novela sobre el cine, de un cinéfilo que ha visto, estudiado y conoce con exhaustividad y rigor la historia del cine y sabe narrar con amenidad no exenta de humor (los impagables diálogos telefónicos entre el personaje del guionista Elliott Gray y el productor Bufford Sheldrake dan buena muestra de ello). Cada capítulo tiene el título de una película que trata sobre el propio cine e incluye desde clásicos (Cautivos del mal, El crepúsculo de los dioses…) a producciones más recientes (State and main o Un final made in Hollywood, por ejemplo), además de un fragmento dialogado de otra película. Al final del libro, se añaden unas notas en las que figura una breve sinopsis de cada una de las películas cuyo título ha aparecido al comienzo de cada capítulo.

La trama narrada es compleja y gravita en torno a varios personajes ligados al cine que se encuentran en una situación límite, al margen del sistema y de la forma de hacer cine hodiernos que fueron sustituyendo al Hollywood clásico desde los finales de los sesenta, ese cine que vio la eclosión de una nueva generación, la de los Scorsese, Coppola, Pollack, Bogdanovich, Cimino o Altman, y de la que el protagonista de la novela, John Ferris Ballard, un director de culto con una breve pero exitosa carrera, sería uno de ellos. Curiosamente, algunos de los directores antes citados vuelven a la primera plana en estos últimos tiempos por algún premio (caso de Scorsese con el Princesa de Asturias) o de alguna reedición de algún libro (por ejemplo, el John Ford de Bogdanovich). Estos y otros directores coetáneos tuvieron dificultades para hacer cine en años venideros –algo parecido le sucedió a Hitchcock o a Wilder- y John Ferris Ballard no sería una excepción, pues es un director de escueta obra, convertido en autor enigmático y misterioso, que vive retirado y recluido en Francia, ajeno al mundo del celuloide y sin opciones de volver a rodar de nuevo.

El inicio de la novela, con la noticia de su muerte, nos lleva ya hacia el pasado, pues a partir de ahí se narran sus últimos días y su última aventura, cuando accede a rodar una película para un productor de los viejos tiempos (Bufford Sheldrake, de la Golden Masks) siempre y cuando más adelante se le permita a él retomar un antiguo proyecto que anda varado, en compañía de su fiel guionista y amigo, Monty Grahame, que también vive con él en su retiro francés. Lo que se halla detrás de ese encargo no es sino un intento del productor de volver a conseguir un éxito de taquilla recuperando para ello a Ferris Ballard, aunque este no sabemos si está muy de acuerdo con ese propósito o si tiene otros intereses. Para ello, el guionista Elliott Gray será el mediador y encargado de aliviar tensiones y evitar malentendidos, a cambio, claro está, de una recompensa, que será poder rodar también otro viejo proyecto. Como vemos, todo está entrelazado y todo depende de la voluntad de Ferris Ballard para llegar a buen puerto. Lo que no está tan claro es que este quiera o tenga esa idea en la cabeza, que vea en esta ocasión la última oportunidad para otro proyecto o para ajustar cuentas con el pasado.

Y es aquí, en ese motivo que mueve la novela, en donde irán apareciendo las diversas tramas y los muy variados a la vez que bien definidos personajes que acompañarán al protagonista, convirtiéndose ellos mismos en actores principales, pues la narración está enfocada desde el punto de vista de Gray (que curiosamente sufre acromatopsia, es decir, que ve la vida en blanco y negro) y convierte a Martina Bearn, la enigmática secretaria asignada a Ferris Ballard, en pieza clave de toda la historia, confiriendo así a este personaje un estatus primordial, por encima del misterioso y escurridizo director, presente y ausente a partes iguales, desde el inicio con un flashback. A lo largo de las páginas siguientes iremos viendo cómo se ha ido forjando la personalidad de Ferris Ballard, qué importancia tiene España y más en concreto un pueblecito de Zaragoza (Sabina de San Jorge) o por qué para todos ellos –los guionistas Gray y Grahame, la ínclita Martina Bearn, el mentado Ferris Ballard o el propio Sheldrake- es esta una última aventura, romántica y casi atemporal, en unos tiempos estos que ya no son los de entonces y que no admiten actitudes y personajes como ellos, salvo que se adapten y cambien (que es lo que hace el hábil Bufford Sheldrake, tratando de sacar réditos del aura de director maldito de Ferris Ballard). Son pues, personajes muy en la línea de los de Peckinpah (Grupo salvaje) o John Huston (Vidas rebeldes me viene a la cabeza, pero también y desde luego Cazador blanco, corazón negro, de Eastwood sobre un libro de Peter Viertel a cuenta del rodaje de La reina de África), en las últimas, pero contumaces y decididos en su forma de pensar y actuar.

Cartago cinema es una novela asombrosa, que es en sí un homenaje y una declaración de intenciones sobre qué es el cine, por qué este es tan importante en la vida de tantas personas y, sobre todo, es una obra magníficamente escrita y documentada, que permite al lector ir recordando pasajes, escenas o rostros conforme va avanzando la narración y en la que al final uno termina volviendo a esa vieja idea que dice que el cine es la vida que no hemos podido vivir o la que nos hubiera gustado, al menos, haber intentado.

 

Alfredo Moreno Agudo. Cartago Cinema. Zaragoza, Mira Editores, 2017,

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro Moreno Pérez

 Las relaciones amistosas entre Pablo Serrano y Miguel Labordeta se iniciaron en los años cincuenta cuando el escultor regresó de Uruguay a España y duraron hasta la inesperada muerte del poeta en agosto de 1969. Un repaso de la documentación de sus respectivos archivos permite jalonar cómo fue su trato durante aquellos años, recuperando cartas de ambos —sobre todo de Pablo Serrano— y otros documentos de interés. El que se hayan conservado más documentos de Pablo Serrano obedece a que Miguel guardó con mayor cuidado sus papeles mientras que el escultor, debido a sus continuos cambios de domicilio, perdió parte de los suyos. Cuando Clemente Alonso Crespo se puso en contacto con él, solicitándole cartas u otra documentación que tuviera de Miguel mientras ordenaba el archivo de este, tras agradecerle las fotocopias de sus propias cartas al poeta que le envió, le escribía el 1 de junio de 1980:

 

 

            Lamentablemente no conservo nada de aquellas cartas y relación entrañable con Miguel Labordeta.

            Mis cambios de domicilio y ausencias de España extraviaron muchas cartas y documentos apreciados.[1]

 

            Solamente he podido ver por ello unas pocas cartas de Miguel en el archivo de Pablo Serrano. Aún así, se puede ensayar la reconstrucción de sus relaciones. La correspondencia gira en torno a unos cuantos acontecimientos y colaboraciones que permiten agruparlas. El primero de ellos parece ser el envío de una fotografía de su escultura del profeta Baruch acompañada de un poema de Washington Benavides, fechado en 1954: «Baruch». La breve carta es la siguiente:

 

Madrid 1-57

 

Querido Miguel:

 

Te mando el poema de Baruch.

Ya sabes que fue de los profetas menores.

Os recuerdo con todo afecto y agradecimiento a ti y a José Antonio

            Un abrazo

 

                                    Pablo

 

El poema, que lo aprenda nuestro amigo Pío, con otro abrazo para él.[2]

 

 

            En el Archivo de Miguel Labordeta se encuentran dos copias mecanografiadas del poema y una fotografía de la escultura de Serrano en yeso, que debieron formar del envío.[3] Como es sabido, el profeta Baruch —cuyo nombre quiere decir «El que bendice»— fue amigo y discípulo de Jeremías, con quien padeció destierro en Egipto y de quien apuntó sus profecías para transmitírselas al pueblo. En esta escultura expresionista se ha querido ver una proyección de la personalidad del escultor y por su expresividad conectaba bien con el tono profético de muchos de los poemas de Miguel de los años cincuenta. Quizás se deba a esto su interés por poseer una fotografía de la misma.

            Establecido su contacto —posiblemente con motivo de la exposición de Serrano en la Institución Fernando el Católico en 1957—, en el curso de aquel mismo año  debieron hablar de la posibilidad de que Pablo Serrano le hiciera un retrato a Miguel y varias de las cartas dan cuenta del proceso seguido desde su concepción a la fundición del mismo. A finales de marzo le escribía Serrano:

 

 

[PABLO SERRANO AGUILAR]

 

Madrid 25-III-57

 

Querido Miguel:

            Hazme saber si tu otra cabeza de broma se encuentra en tu poder. Le encargué te la entregara al amigo Fausto Gondana (¿?) de las Pozas, después de ser muy comentada en Barcelona.

            Estaré una temporada acá en Madrid.

            Espero que el bronce te haya gustado.

 

            Un abrazo

 

                                   Pablo[4]

 

            Parece que Miguel no había acusado recibo del poema sobre el profeta Baruch y unas semanas más tarde le volvía a escribir Serrano preguntándole a la vez que le mandaba prestada una antología de poesía:

 

[Pablo Serrano Aguilar]

 

Madrid 10-IV-57

 

Querido Miguel:

 

            No sé nada vuestro.

            ¿Recibiste el poema del Profeta?

            ¿Te gustó?

            Te mando esta antología que me envía Abril. Léela y por estar dedicada ruego me la remitas.

            Estoy en estos días con fuertes dolores neurálgicos de espalda y por la espalda este viento y frío de mis madriles, irracional que me lo trajo.

            Saludos a Río, a José Luis.

            Un abrazo

 

                                    Pablo[5]

 

            Los trabajos en la escultura del poeta avanzaban con paso firme y Miguel le remitió el importe de su trabajo que debían haber acordado antes:

 

Madrid 3 MAYO 57

 

Querido Miguel:

            Acabo de cobrar tu giro, pero eran 3.800 y mandas 4.000. ¿Las doscientas para qué? ¿Me harás tomarme un vaso de vino?

            La fundición creo que estará para fines de la otra semana.

            Un abrazo

 

                                   Pablo

 

            Y otro para tu hermano.[6]

 

            Puntualmente, Serrano le indicó cómo avanzaba todo el proceso de fundición con una nueva carta:

 

[Pablo Serrano Aguilar]

 

Madrid 22-V-57

 

Mi querido amigo Miguel:

 

            Recibí tu carta y ya di orden al fundidor.

            Dentro de 15 o 20 días tendrás tu cabeza.

            El importe me lo girarás en cuanto puedas, pues para que te resulte por ese precio, incluí ese trabajo con otro que ya le encargué yo.

            En cuanto al asunto de tu prima, esta es la dirección donde trabaja el pollo

 

AYAX S. A.

Av. Gral Rondeau 1907

 

            Lamento lo sucedido con el inspector en tu colegio y creo que ya con tu inteligencia lo habrás arreglado.

            En la primera quincena de junio realizo una exposición en Barcelona (Galería SYRA)

            Saludos y un abrazo

 

                                               Pablo[7]

 

            Este busto del poeta constituye hoy una de las imágenes más difundidas del poeta. Es uno de los conocidos retratos del escultor que durante aquellos años interpretó a diferentes personajes del mundo empresarial, político y cultural de España, creando una verdadera galería de retratos, que recuerdan en cierto modo en ocasiones a los ideados por Daumier, pero sin resaltar aspectos caricaturescos negativos, buscando más bien expresar lo que consideraba esencial del personaje retratado.      

            Sus relaciones no podían ser mejores y Pablo Serrano no dejó de felicitarle las navidades acabando 1958 como manifiesta una pequeña tarjeta:

 

[PABLO SERRANO AGUILAR][8]

 

A Miguel desea un feliz año 1959 su amigo Pablo.

 

            Un nuevo evento cultural llevó al escultor a escribirle al poeta, para consultarle sobre la oportunidad de participar o no en una exposición que se estaba organizando y a la que había sido invitado por el pintor Pepe Orús:

 

[PABLO SERRANO]

 

Querido Miguel:

            El pintor Orús, parece que con Radio de Zaragoza, ha organizado una exposición de Arte Abstracto de Aragoneses. Al efecto de obtener mi participación, me llamó el otro día por teléfono.

            Te ruego me digas algo al respecto, pues si bien en principio me negué a participar, porque pienso que esto era una tontería del amigo Viola, me insistió ayer sobre esta conveniencia para «remover el ambiente»

            Dime rápidamente algo sobre esto.

            Por intermedio de ORUS te envío también un cliché. Por favor, no me lo pierdas.

            Recibe un cordial abrazo

 

                                                           Pablo[9]

 

            No he podido precisar con más datos la ubicación de esta carta y si se produjo o no su colaboración en la exposición mencionada. Entretanto se hizo pública una convocatoria para realizar un monumento a Goya en Zaragoza promovida por el Banco Zaragozano, que conmemoraba así su cincuenta aniversario. Se retomaba un fallido proyecto de 1946, haciéndose eco de las quejas de Julián Gállego en la sección de «Las Artes y las Letras» de Heraldo de Aragón, el 29 de enero de 1959. En su artículo lamentaba Gállego que Zaragoza careciera de un monumento dedicado a su más eximio pintor, situación que no ocurriría en ninguna ciudad que contara con un artista semejante.[10] Serrano le envió esta carta sin fecha a Miguel, que denota nuevamente que era persona de su confianza para saber qué ocurría en el mundo cultural zaragozano:

 

Querido amigo Miguel:

 

            Después de tanto tiempo te envío un abrazo.

            ¿Qué hay de tu poética y de tu broncínea cabeza?

            ¿Quieres darme alguna noticia sobre el concurso para el monumento a Goya que sale del Banco Zaragozano y que se ha publicado en los diarios?

            Firma Gumersindo Claramunt Pastor. Quizás tengas algún amigo dentro de la comisión organizadora y podrías enterarse si tienen cabida las esculturas modernas (mal llamadas así).

            Recibe un cordial abrazo

 

                                               Pablo

 

            Me acuerdo de tu colegio pues da la casualidad que tengo el encargo de un Santo Tomás.

 

 

            La respuesta de Miguel es la primera carta suya que he podido encontrar entre la documentación de Pablo Serrano:

 

1-5-59

 

            Amigo Serrano: recibí tu carta, que como siempre que viene algo tuyo, me alegró enormemente.

            Del asunto del monumento a Goya, mi hermano habló con Claramunt (hijo) que es uno de los «mandamases» en este asunto (su padre es el presidente del Consejo de Banco Zaragozano) y dijo que no habría ningún inconveniente en cosas modernas y dio toda serie de facilidades verbales.

            Mi impresión es que este premio debe estar en principio dirigido hacia algún arquitecto.

            Ha salido potente y te envío unos recortes para que te enteres.

            Creo que debes presentarte, por encima de todo, tienes muy buen ambiente; eso sí, deberías echar mano de tus amistades oficiales: Zubiri, Gobernador, Solano, Serrano Montalvo, etc., etc.

            Yo por mi parte haré todo lo posible junto a los Claramunt (mi hermano es amigo del hijo).

            Hablé con el crítico Torralba, que está de profesor en mi colegio y me dijo que hay un viejo proyecto arrinconado, obra del arquitecto Páramo y con esculturas del fallecido Bueno; y que, en tiempos, se había hablado de ti, para reemplazar a este escultor. ¿Sabes tú algo de eso?

            Puedes ponerte en contacto con este arquitecto, si te interesa. Esperamos algo bueno de ti

 

                        Un abrazo

 

                                                           Miguel[11]

 

 

            El asunto, en efecto, había ocupado bastante espacio en los periódicos zaragozanos durante los días del mes de abril. Heraldo de Aragón, por ejemplo, recogió diferentes opiniones y documentos al respecto los días 21, 23 y 29 de abril. Pablo Serrano concurrió finalmente al concurso con un proyecto elaborado con el arquitecto Miguel Fisac, con quien venía colaborando al igual que con otros arquitectos, buscando una convergencia de artes.[12] Pero las noticias de las dificultades que iba a encontrar no tardaron en llegar tal como le contaba a Miguel en junio:

 

            [Pablo Serrano Aguilar]

 

Madrid 27 de Junio de 1959

 

Querido Miguel:

 

            Estamos terminando con el proyecto, es sencillo, pero creo de interés y que si tenemos suerte de que esos nos lo den, puede mejorarse en detalles interesantes. Por la memoria, si te animas a leerla (supongo todo se expondrá) creo te gustará.

            Pero da la mala pata, que han nombrado de jurado a un gran enemigo personal mío, que es el viejo escultor Comendador, quien me ha atacado públicamente y yo le he combatido a las manifestaciones que se permitió publicar en un diario, diciendo «el arte abstracto es arte de mediocres, etc.»… es vengativo, y sé que aprovechará cualquier cosa para denigrarme.[13]

            En fin, aunque no ganáramos el Arquitecto Miguel Fisac y yo, el trabajo, creo haber cumplido como buen aragonés a esta llamada de honrar a nuestro gran Goya. Él en vida, también sufrió. Ya me dirás, si te gusta el detalle de su cabeza y su boceto de la figura, que está creada dentro de una gran unidad de forma compacta.

            Esta figura calculamos que sería de tres metros y medio en bronce y surge como un pequeño montículo de tierra árida. Sus manos y cabeza, fuertemente expresivas, en su izquierda la paleta, todo él en actitud de avance.

            Un dado o cubo recuerda la pureza de las formas geométricas y sobre él y en bronce, una forma que recordará sus pinturas de brujas y aquelarres, las pinturas negras que le dieron fama universal. El Dado, está sobre un pequeño estanque de agua y esta agua en colores cambiantes de noche, surgirá como en ebullición, no tranquila, sino a borbotones, eso es todo.[14]

 

 

            Se enfrentaban dos maneras de entender el arte escultórico y se cruzaban intereses bien diversos. Los peores augurios se cumplieron cuando se falló el concurso dejándolo desierto y se le adjudicó la realización del monumento al escultor catalán Federico Marés, quien ya había trabajado antes para el Banco Zaragozano en su sede madrileña. Tanto la elección como después el monumento cuando se inauguró el 8 de octubre de 1960 suscitaron cierta polémica en la ciudad. En el acto de inauguración, el presidente del Banco Zaragozano, Gumersindo Claramunt Pastor, hizo entrega del monumento al alcalde de la ciudad, el señor Gómez Laguna. Un poco después era proclamada reina de las fiestas la hija del señor Claramunt.

            Miguel le escribió irritado una expresiva tarjeta a Pablo, solidarizándose con él, pero no quedándose en la mera lamentación sino disponiéndose a reparar en la medida de sus fuerzas la injusticia cometida con el amigo:

 

[Miguel Labordeta]  20-11-59

 

            Amigo Serrano: con lo del monumento a Goya se te ha hecho una verdadera «marranada» propia de los cretinos que han organizado todo esto.

            Voy a publicar un boletín literario, y Torralba va a hablar de ti, como te mereces, como el primer escultor de España y de muchos sitios más: en otros artículos hablaré también de los del Paso, etc.

            ¿Serás tan amable de enviarme dibujos tuyos o fotografías de esas tuyas? Si además me envías algún escrito sobre arte, etc. mejor que mejor.

            Quiero pues tu colaboración, que en tu tierra no todos son unos matracos, como los del Banco y tal.

            Un abrazo

 

                        Miguel

 

            Miguel Labordeta estaba madurando la idea de crear su propia revista, que acabaría dando lugar a Despacho literario, publicada no mucho después y en la que el escultor turolense tuvo un lugar relevante. Serrano contestó agradecido el gesto del amigo que se proponía además reivindicar su nombre entre sus paisanos:

 

Querido Miguel:

            Me han conmovido tus palabras y te agradezco los ofrecimientos.

            Solamente así, en solidaridad se afianza la amistad.

            Te enviaré fotos de las últimas obras y planteamientos en los que estoy.

            Primero es mejor aceptar el ofrecimiento de Torralba a quien desde ya le agradezco su amabilidad.

            Que ese boletín sea todo un hecho.

            Un abrazo

 

                                   Pablo

 

                                                                       2-XII-59[15]

 

            No faltó tampoco este año la felicitación navideña de Pablo Serrano a Miguel; a la vez que respondía a la petición de uno de sus clichés fotográficos, le decía:

 

[PABLO SERRANO]

 

            Querido Miguel: recibí tu tarjeta. ¿Quieres decirme que cliché es el que quieres de mi retrato? ¿El que está en el libro tan grande? Me parece excesivo.

            Contéstame enseguida porque creo que tendré que salir de viaje muy pronto.

            Un abrazo

 

                                   Pablo

 

            Feliz año 60[16]

 

            Las siguientes cartas tienen que ver con la puesta en marcha de Despacho literario, para la que le pidió más clichés fotográficos para ilustrar los artículos sobre su escultura, que incluyó en su primer número.  Serrano se los envió pronto:

 

[PABLO SERRANO AGUILAR]

 

Querido Miguel,

 

            Hoy mismo te envío los clichés que me pides. Te ruego una vez los hayas usado, el que me los devuelvas.

            La dirección de Cirlot, es Herzegovina, 33. Barcelona, 6.

            Con él estoy trabajando y me sigue los pasos admirablemente. Ha escrito un artículo para Papeles de Son Armadans que es la continuación y resumen de lo escrito hasta la fecha.

            Creo que esto sí podrías darlo. Sin que estorve [sic] tu idea.

            En fin, haces lo que quieras, que bien hecho estará.

            He recibido carta de Cueto; me da pena su situación, la misma de siempre ¿no? Me ha pedido un dibujo para venderlo. ¿Crees que debo enviárselo? Yo con mucho gusto lo hago, pero necesito tu consejo (particular). También, el que le oriente sobre la manera de dar algún recital en América y para esto creo que no voy a poder servirle, por la sencilla razón que no veo una manera tan fácil. No dejaré sin embargo que [sic] atento por si algo fuera posible.

            Recibe un fuerte abrazo

 

                                                           Pablo

 

            No me hables «del Paso», pues mucho hice por ellos en un principio. Esto ha sido una maniobra de uno de ellos para su provecho solamente. Esta agrupación, ya no existe. Se ha deshecho por la sencilla razón que no había una determinada tendencia,  sino la defensa de unos pequeños intereses comerciales.

No creo que te convenga el nombrarlo. Ya pasó su momento. Si te refieres a algo, creo mejor que debes referirte a personas concretamente.[17]

 

            Juan Eduardo Cirlot estaba escribiendo un libro sobre la obra escultórica de Serrano, que completaron varios artículos en revistas y periódicos, entre ellos el incluido en Despacho literario, que seguramente le pidió utilizando la dirección que le proporcionó Pablo Serrano en esta carta. En cuanto al rapsoda Pío Fernández Cueto hay que recordar que sobrevivía malamente de su trabajo y recurrió con frecuencia a la solidaridad de sus amigos. Ante el descuido de Miguel, que no acusó recibo del envío de los clichés, Serrano le mandó está nota en una tarjeta:

 

Miguel:

            Dime si has recibido los clichés porque ya hace muchos días que se enviaron

 

                                                                                                          Pablo[18]

 

            En 1960, los empeños  editoriales de Miguel se centraron en impulsar su revista Despacho literario de la oficina poética internacional, que compareció, por primera vez «en Zaragoza por Tauro hacia 1960».[19] De tamaño tabloide, desde su primera página otorgó a Pablo Serrano un gran protagonismo reproduciendo una de sus esculturas de hierro. Pero sobre todo le dedicó las páginas once y doce con sendos artículos de Juan Eduardo Cirlot —«La plástica del espacio»— y Federico Torralba, «Un escultor universal». Era el acto de desagravio ante sus paisanos que el poeta le había ofrecido al escultor a raíz del fallido concurso goyesco.

            Ilustrado el primer artículo con una nueva escultura de hierro y con un dibujo, Cirlot reflexionaba sobre cómo Serrano desde 1956 venía analizando el espacio en sus esculturas, lo que dio lugar a series de dibujos y esculturas con esta problemática, logrando plasmar contrastes entre exterior-interior, la ausencia y otros importantes asuntos de alcance simbólico que constituyen el meollo de su obra de madurez.

            Federico Torralba, por su lado, reivindicaba Aragón como tierra de arte y artistas pero que debían elegir el camino de la diáspora para hacerse valer y valorar. Y en esta línea había que situar a Pablo Serrano que salió de un pueblecito aragonés, Crivillén, haciéndose un nombre en América antes de regresar, exponiendo en la Institución Fernando el Católico en 1957:

 

            Se siente contento y feliz entre los suyos, casi como un niño se entusiasma recordando a Goya, y pensando en su monumento —un monumento «goyesco» y no «goyista»— frecuenta tertulias, parientes y amigos, hace algunas obras y se marcha de su tierra con las manos vacías, un poco desalentado, empujado por el frío viento de una incierta primavera, quizás pensando no volver más.

 

            Torralba aludía así con exquisita elegancia al reciente fracaso de su proyecto de monumento a Goya, pasando a continuación a mostrar su maestría, glosando su dominio de la técnica y de las formas, incluso cuando las deformaba en sus retratos. Dominaba el escultor la realidad, transformándola. Continuaba así la mejor tradición universal aragonesa dentro la cual ubicaba su obra.

            Serrano se encontró con la grata sorpresa de este homenaje unos meses después cuando volvió de un viaje a Italia y pudo leer este número de la revista que le impactó de veras en lo más hondo:

 

[PABLO SERRANO]

 

Querido Miguel:

 

            A mi regreso de ITALIA (Venecia) me encuentro con tu «tridimensional» DESPACHO LITERARIO.— ¡Formidable! Pero ha debido ser un impacto como el «SPUKNIK» en la calcinada ZARAGOZA que por tus desvelos volverá a ser AUGUSTA.

            A Federico, mi reconocido sonrojo por su artículo. Que cuando venga a Madrid, me llame.

            Envíame si es posible a pagar 5 ejemplares.— Envía a la librería BUCHOLZ – Av. Calvo Sotelo, 3

 

            Recibe un fuerte abrazo

 

                                                           Pablo

 

                                    M. 4-Julio 60[20]

 

            La vindicación del amigo largamente meditada y preparada alcanzaba así su culminación. Su queja solidaria ante lo que consideró una injusticia no se quedó en un simple lamentarse sino que llevó a cabo la promesa que le había hecho de reivindicarlo ante los zaragozanos para que comprendiera que no toda la ciudad estaba llena solamente de matracos.

            La revista Papageno, que dirigía y financiaba Julio Antonio Gómez, dedicó su segundo y último número en el invierno de 1960 a la publicación de la obra teatral de Miguel Oficina de horizonte, precedida del artículo de Julio Antonio Gómez «Un poema puesto en pie», donde mencionaba que, en contra de la opinión general,  la revista comparecía de nuevo —su primer número había sido publicado en la ya lejana primavera de 1958— y lo hacía para dar a conocer la obra «excepcional» de Miguel. Excepcional porque en ella estaba sintetizado todo su mundo:

 

            En efecto: todo el mundo fabuloso del poeta inventor, todos los hermosos galimatías absurdos o soñados —universo quimérico o real, quién sabe— están en la obra, la constituyen y a ellos habremos de remitirnos cuando deseemos conocer a uno y a otra. Miguel Labordeta, en esa Oficina Poética Internacional […], con cada uno y hasta el fin de todos sus fantasmas, es Miguel Labordeta. Miguel Labordeta es también el ángel Ángel que —al unísono con el monstruoso insecto de Kafka— desea ocupar su lugar de poeta en un mundo donde los poetas son insectos monstruosos. Miguel Labordeta, por fin, es todo ese aliento, ese inquietante e inquietado temblor del drama que, a nuestro juicio, en ninguno de sus libros anteriores logró alcanzar.

 

            Pues bien, Miguel, complacido sin duda con la cuidada edición de su drama, se la envió a Serrano y este le contestó en estos términos:

 

[PABLO SERRANO AGUILAR

 AV. DEL GENERALÍSIMO, 51 MADRID-16]

 

 

Querido Miguel:

 

            Gracias por tu envío de PAPAGENO, Oficina de Horizonte es realmente estupenda.

            La di a estudiar y leer a Josefina Pedreño, directora de Dido, y estamos viendo la forma de llevarla a la representación acá.

            Esto sería labor de el [sic] «Taller Libre de las Artes», entidad que fundé acá y que marcha muy bien entre los estudiantes.

            Josefina es una gran mujer que desea ponerse en contacto personal o por carta contigo para hablar de esta posibilidad, creo que con actores de acá.

            Ella después de esta carta te escribirá.

            Lo mejor sería que te hicieras un viaje. ¿Qué te cuesta?

 

            Señas de Josefina Pedreño

 

                                               Martínez Campo, 19

                                                           Madrid

 

            Un abrazo

 

                                   Pablo.[21]

 

            No tengo noticias de que Miguel enviara el drama y no parece que, finalmente, el teatro Dido llevara a cabo este montaje. Oficina de Horizonte debió esperar hasta 1977 para subir por segunda vez a los escenarios tras su estreno en otoño de 1955. La amistad entre Miguel Labordeta y Pablo Serrano continuó hasta la repentina muerte del primero, que le conmovió profundamente. Entretanto había establecido también una profunda amistad con su hermano José Antonio, que merece ser también recordada y contada. Serrano se sumó a los actos de despedida del amigo muerto con un poema necrológico que constituye una reivindicación inequívoca de su poesía proyectándola hacia el futuro y que bien puede servir de cierre a este breve recordatorio de su amistad: «Ya despiertan, Miguel».[22] Del poema hay al menos tres versiones en su archivo, que necesitarían ser analizadas, pero aquí transcribo tan solo la copia escrita con pluma existente en el Archivo de Miguel Labordeta y que debieron agregar sus hermanos José Antonio y Donato:

 

 

Tú, Miguel.

Bocabajo. Desde arriba.

Desde tu Oficina de Horizonte.

Desde Sumido.

¡Ahora! Empuja, desde el bronce que te vi yo desde mucho antes de esto.

Desde ti cajón de sándalo, empuja ahora.

Empiezan a oírte los sordos, los de siempre,

los hijos de….

¡Ahora! ¡Ahora! Empuja, empuja desde el otro muro.

Ya se inquietan, ya empiezan a oír tu voz antigua.

Aquella que se anudó en tu garganta y se volvió bronca.

Dales en la cabeza de sesos vacíos con tu cajón

de pino de tercera.

Desde tu oficina de carne quieta.

¡Vives! ¡Vives! Ahora estás vivo. Más que antes,

porque tú empujas fuerte.

Ahora te oyen. Vienes de morirte.

Tú, muerto, retiemblas en las manos de ellos.

Ahora despiertan, oyen.

Ya escriben en las pizarras ¡TÚ, MIGUEL!

 

                                   Pablo Serrano

 

                                                                       14/ XI / 69.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] Original en el Archivo de Miguel Labordeta (Universidad de Zaragoza), nº 28. En adelante AML.

 

 

[2] Original en AML.

Fotocopia en Archivo Pablo Serrano  (IAACC Pablo Serrano). Correspondencia Caja 1 (1956-1957, nº 2.

 

[3] Original AML: fotografía de la escultura extraída de uno de sus catálogos  y dos copias mecanografiadas del largo poema. La escultura hoy forma parte de la colección de Renfe.

 

[4] Original en AML.

 

[5] AML.

 

[6] AML.

 

[7] AML.

 

[8] Tarjeta. AML.

 

[9] AML.

 

[10] Sobre los avatares del monumento a Goya en Zaragoza, véase, Ana Ara Fernández, «Por fin un monumento a Goya en Zaragoza», Boletín del Museo e Instituto Camón Aznar, XCVI, 2006, pp. 35-57.

[11] Archivo Pablo Serrano  (IAACC Pablo Serrano). Correspondencia Caja 1 (1956-1957), nº 4, 1959. Con orla de luto y membrete de Santo Tomás de Aquino. En la parte superior añadía:  «Supongo tienes las bases, que salieron en los periódicos»

 

[12] Ana Ara Fernández, «Pablo Serrano: el anhelo de un arte unitario», Archivo Español de Arte, LXXX, nº 320, octubre-diciembre 2007, pp. 411-422.

 

[13] Debe referirse al escultor Enrique Pérez Comendador (1900-1981) perteneciente a la escuela sevillana de escultura, aunque de origen extremeño. De gustos complemente académicos y clásicos pasó años en Italia y fue profesor de modelado y composición escultórica en la Escuela de Bellas Artes de la Academia de san Fernando.

 

[14] AML.

[15] AML.

 

[16] AML. «Feliz año 60» escrito a pluma como la firma.

 

[17] No obstante en el AML se encuentra un manifiesto del Paso enviado por Serrano.

 

[18] AML; escrito en un sobre.

 

[19] En su página cuatro se anunciaba la colección Papageno donde figuraba ya Al oeste del lago Kiwú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas, libro de poemas de Julio Antonio Gómez. Y entre los libros en preparación se contaban: Oficina de Horizonte (tragicomedia de Miguel Labordeta) y Epilírica (poemas), del mismo.

[20] AML.

 

[21] AML.

 

[22] Archivo Pablo Serrano  (IAACC Pablo Serrano). Correspondencia Caja 24, nº 34: a. Cuartilla fechada 13/XI/69 «A Miguel Labordeta» Serrano; b. Fotocopia de la anterior. c. Folio fechado el 13/XI/ 69; d. Fotocopia del folio anterior. e. Folio fechado el 14/IX/ 69 con variantes importantes. f. Fotocopia de la anterior

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Rubio Jiménez

María Moliner (1900-1981) es ampliamente conocida por ser la autora del Diccionario de uso del español, una obra ingente y fundamental en la Lexicografía española de la segunda mitad del siglo xx, que empezó a elaborar cumplidos los cincuenta. Aquí presentaremos a la María Moliner anterior, la de los años 30, la que tuvo un papel muy activo y fundamental en la difusión de la cultura, la bibliotecaria, la que impulsó un Plan Nacional de Bibliotecas durante la Segunda República, la que fue delegada del Patronato de Misiones Pedagógicas en Valencia.

 

Años de formación humana e intelectual

La contribución intelectual de María Moliner no puede entenderse sin conocer sus orígenes, su infancia y adolescencia, y su juventud. Nació en Paniza (Zaragoza) en el seno de una familia acomodada el 30 de marzo de 1900, en plena época del Regeneracionismo, cuando los españoles empezaban a tomar conciencia del atraso que sufría el país respecto a los vecinos europeos. En 1904 la familia se trasladó a Madrid y, en 1912, su padre, médico de la Marina en aquel entonces, se embarcó rumbo a Argentina, de donde jamás regresó. La desaparición del padre a tan temprana edad fue uno de los hechos que más marcaron el carácter y la trayectoria posterior de María Moliner, convirtiéndola en una persona sumamente responsable, voluntariosa y decidida: ante la difícil situación en que se encontró su madre —sola, sin oficio ni beneficio y con tres hijos que criar—, María se ofreció para estudiar por su cuenta, para no ser una carga, y empezó a dar clases particulares en cuanto pudo para contribuir al sostén económico de la familia.

En aquellos mismos años (1910-1913), María estudió, a veces por libre, en la Institución Libre de Enseñanza (ile), una institución que se consideraba elitista, más en lo intelectual que en lo económico. La influencia de esta institución y de sus profesores en la trayectoria intelectual y profesional de María Moliner fue notable, en particular la de Manuel Pedro Bartolomé Cossío —padre intelectual de María Moliner— y Américo Castro. En la ile María Moliner pudo dar lo mejor de sí, alcanzar la excelencia intelectual y sentar las bases de unos valores capitales en su formación humana y académica que la acompañarían a lo largo de toda su vida. En aquellos años no imaginaba, como veremos más adelante, que a partir de 1930 su vocación y su talento estarían al servicio de las Misiones Pedagógicas, proyecto del que Manuel B. Cossío había sido el principal impulsor.

La difícil situación económica de la familia propició el regreso a Zaragoza, en cuya universidad María estudió Filosofía y Letras, especialidad de Historia, y donde se licenció, en 1921, con sobresaliente y premio extraordinario. Al año siguiente empezó a preparar oposiciones al Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, al tiempo que ampliaba estudios de Latín, Bibliografía y Pedagogía, siempre anhelando satisfacer su sed de saber. Su primer destino como bibliotecaria lo obtuvo en el Archivo de Simancas (Valladolid), donde sólo estuvo un año, pues —de nuevo por razones familiares— solicitó el traslado a Murcia. Pero sus inquietudes intelectuales no iban a verse satisfechas con ese puesto de trabajo, muy administrativo y poco creativo. En febrero de 1924, tan sólo dos meses después de tomar posesión de su nuevo destino como archivera, logró vincularse a la Universidad de Murcia, al ser nombrada ayudante en la Facultad de Filosofía, trabajo que compaginaba con sus obligaciones en el Archivo de la Delegación de Hacienda. Cabe resaltar que fue la primera mujer que se incorporó a esta universidad, y la Junta de la Facultad hizo hincapié en que entraba «por sus méritos» y que le mostraba su «alta estima» al recibirla.

En Murcia conoció al que iba a ser su marido y padre de sus hijos, Fernando Ramón Ferrando, catedrático de Física. Durante el curso 1929-1930 este obtuvo la cátedra de Física en la Universidad de Valencia y toda la familia Ramón-Moliner se trasladó a la capital del Turia, adonde María había solicitado el traslado al Archivo de la Delegación Provincial de Hacienda.

María Moliner fue, por tanto, coetánea de mujeres que han pasado a la historia por su lucha feminista y por su defensa de los derechos de las mujeres —Clara Campoamor, Victoria Kent, Margarita Nelken—, y también de mujeres artistas o deportistas que se hicieron famosas y ayudaron a visibilizar a la mujer española —Maruja Mallo, Lili Álvarez—, en una época en que, por tradición, la sociedad española reservaba a la mujer un papel relegado al ámbito doméstico. Asimismo, también fue contemporánea de mujeres que sintieron la llamada de la lucha miliciana a raíz del estallido de la Guerra Civil española, como Rosario Sánchez Mora. Igualmente lo fue de Pilar Primo de Rivera y de su obra, la Sección Femenina, que atrajo a tantas mujeres desde 1934 y durante el franquismo. Y, por otra parte, muchas de las mujeres de su época optaron por dedicarse exclusivamente al hogar y a la familia.

No obstante, la biografía de María Moliner, marcada por su infancia y adolescencia, nos muestra a una mujer que no fue como ninguna de ellas, ni siguió ninguno de estos caminos: a pesar de las adversidades que la vida le deparó, encontró un modo distinto de ser mujer y madre, al tiempo que bibliotecaria e intelectual, con una profunda preocupación social y humana, sin perder nunca su modo de estar en el mundo, discreto y silencioso, pero enormemente productivo, sin renunciar a nada, ejerciendo en plenitud su destino de mujer. Sin ser feminista, fue un ejemplo para muchas feministas.

Así pues, en los primeros años de su vida en Valencia, María Moliner y su marido tuvieron la oportunidad de compartir amistad y todas sus inquietudes intelectuales con otras personas del mundo académico valenciano, personas de talante liberal y avanzado como ellos y, en particular, con un grupo de matrimonios con anhelos regeneracionistas similares a los suyos, que, en palabras de la historiadora Inmaculada de la Fuente, «querían un colegio distinto para sus hijos y sentían la necesidad de introducir las nuevas pedagogías de la enseñanza». Con este grupo de amigos impulsaron y fundaron la Escuela Cossío, nombre escogido en memoria del célebre pedagogo, Manuel P. Bartolomé Cossío.

Las etapas de gestación, fundación, promoción y puesta en marcha de la Escuela Cossío en Valencia fueron, sin duda, uno de los períodos más fructíferos de la vida intelectual y laboral de María Moliner. La materialización de este sueño por parte del matrimonio Ramón-Moliner —junto con los matrimonios amigos que participaron en el proyecto— sirvió, de entrada, para que sus hijos recibieran la educación de calidad que sus padres deseaban, siguiendo la estela de la ile y la pedagogía que allí María había aprendido.


La Segunda República y las Misiones Pedagógicas

La llegada de la Segunda República fue una oportunidad para María Moliner, que ya estaba muy comprometida y concienciada socialmente, especialmente en lo relativo a la educación y la cultura. En cierto modo, con la concepción y puesta en marcha de la escuela en Valencia, en el curso 1930-1931, María Moliner ―junto con su marido y su grupo de amigos― contribuyó al despertar de la sociedad española, que cristalizaría con la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931. Este entorno favoreció que María Moliner pudiera seguir dando lo mejor de sí y fuera alimentando sus inquietudes intelectuales y, sobre todo, sociales y educativas.

Y precisamente el haber promovido y fundado la Escuela Cossío en Valencia facilitó que María Moliner entrara en contacto con uno de los grandes proyectos del Gobierno republicano, en el que ella participaría de forma muy activa: las Misiones Pedagógicas, creadas el 29 de mayo de 1931 y dependientes del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. Esta fecha tan temprana respecto a la proclamación de la Segunda República —mes y medio después— muestra la importancia que el nuevo Gobierno republicano otorgaba a la cultura y a la regeneración del pueblo español.

Encontramos los antecedentes de las Misiones Pedagógicas en el año 1881, cuando Giner de los Ríos y Manuel B. Cossío solicitaron al ministro de Fomento del primer Gobierno de Sagasta la creación de «misiones ambulantes», para llevar a los mejores maestros a zonas rurales más apartadas. La idea era enviarlos, en grupos de dos o tres, a modo de «misioneros», para que en las principales localidades reuniesen a los maestros rurales y les explicaran de forma práctica qué era lo que en las condiciones de entonces podrían hacer con objeto de mejorar la enseñanza. Más adelante, en 1912, se promovieron algunas experiencias, que ya se denominaron «misiones pedagógicas», para llenar el vacío intelectual y social con que frecuentemente trabajaban los maestros en las aldeas.

El Gobierno republicano sintió rápidamente la necesidad de trabajar para la población de las zonas rurales y retomó la antigua aspiración de Giner y Cossío: encomendó entonces a Cossío la presidencia del Patronato de Misiones Pedagógicas, organismo al que éste se dedicó en cuerpo y alma hasta su fallecimiento en 1935.

Era cuestión de tiempo que María Moliner se sintiera atraída por el flamante proyecto de las Misiones Pedagógicas, máxime cuando estaba presidido por el que fue su principal maestro. En agosto de ese mismo año, María integró la Delegación Valenciana de las Misiones Pedagógicas, con responsabilidades gestoras, entre otras. Y en enero de 1932 inició su colaboración con las Misiones Pedagógicas, que durarían hasta 1936.

María Moliner hacía suyas las palabras del profesor Cossío cuando explicaba cuál era el propósito de las Misiones: «despertar el afán de leer en los que no lo sienten, pues sólo cuando todo español no sólo sepa leer —que es bastante—, sino que tenga ansia de leer, de gozar y divertirse, sí, divertirse leyendo, habrá una nueva España». Hay que tener en cuenta que en 1931 apenas había bibliotecas públicas en España y que ninguna escuela rural tenía libros infantiles. La Segunda República realizó un esfuerzo importante por terminar con las desigualdades entre el campo y la ciudad, y lo intentó de la mano de las Misiones Pedagógicas y de la Junta de Intercambio y Adquisición de Libros, de la que hablaremos más adelante.

El mundo de la lectura y de las bibliotecas experimentó con todo ello una gran transformación. Se empezó a entender que el papel de los bibliotecarios debía cambiar: el bibliotecario clásico era aquel que buscaba preservar los libros y trabajar para sesudos especialistas; en cambio, el bibliotecario de la Segunda República —como María Moliner— buscaba trabajar para el público en general y para los más desfavorecidos en particular. Su afán, como el del maestro Cossío, consistía en despertar el gusto por la lectura a los que no lo habían conocido, acercar la cultura a los que vivían alejados de las grandes ciudades y, en definitiva, abrir las bibliotecas a la gente, dejando que la luz del día desempolvara los ejemplares. María Moliner deseaba una biblioteca viva, útil y lúdica.

En 1933, María Moliner fue nombrada vicepresidenta de Misiones en Valencia, y como tal propició el desarrollo de las bibliotecas rurales, tarea que compatibilizó con su trabajo en el Archivo de la Delegación de Hacienda y con su faceta de madre y esposa.

En 1934, promovió asimismo la creación de una biblioteca popular en la ciudad de Valencia. Pese a ser una idea suya, en la que trabajó con ahínco, no fue nombrada directora de la misma. Lejos de desanimarse, siempre voluntariosa, presentó otro proyecto, aún más ambicioso: la creación de una Biblioteca-Escuela, también en Valencia, pensada como central de coordinación y distribución de fondos para las pequeñas bibliotecas rurales. El proyecto salió adelante, y la energía incombustible de María Moliner se puso al servicio de los ideales que el maestro Cossío le había transmitido.

Como miembro colaborador de las Misiones Pedagógicas en Valencia realizó numerosas inspecciones a distintas bibliotecas diseminadas por la provincia de Valencia. Varios informes de estas inspecciones se conservan en el Archivo General de la Administración. La experiencia acumulada en los centenares de visitas que realizó le permitió hacer una radiografía muy nítida de la situación de la lectura y de las bibliotecas rurales, y pudo verter buena parte de ello en el II Congreso Internacional de Bibliotecas y Bibliografía ―inaugurado por el filósofo José Ortega y Gasset―, que tuvo lugar en Madrid y Barcelona, del 20 al 30 de mayo de 1935, donde presentó la comunicación titulada «Bibliotecas rurales y redes de bibliotecas en España», y de cuyo Comité Organizador formó parte.

Dichos informes de inspección son una de las fuentes principales para conocer la labor de difusión de la lectura que llevó a cabo María Moliner durante la Segunda República. El interés principal de los informes de estas visitas estriba en el hecho de que son textos redactados personalmente por María Moliner. Son textos breves con un esquema común en cuanto a las cuestiones observadas y comentadas en cada una de las inspecciones, pero en absoluto son los clásicos informes administrativos, fríos y estandarizados. Destilan toda la humanidad y toda la sensibilidad de María Moliner, algo que el propio funcionamiento de las Misiones Pedagógicas permitía. La iniciativa de las Misiones Pedagógicas fue fundamentalmente fruto del entusiasmo de unas pocas personas y este espíritu inicial quedó plasmado en varios aspectos: sin normas ni modelos, se nutría de jóvenes intelectuales, artistas, escritores, pero también de maestros e inspectores de enseñanza primaria, personas, en definitiva, que compartían el ideal del maestro Cossío de crecimiento espiritual y cultural de los niños y de los habitantes de las zonas rurales. Hubo un núcleo de colaboradores que participaron regularmente —como es el caso de María Moliner—, pero muchos eran voluntarios y colaboradores puntuales. El funcionamiento era, pues, bastante carismático y permitía que cada cual se dedicase a aquello que mejor sabía hacer.

Aquellas bibliotecas eran sólo un estante, o un cajón, o una caja, a lo sumo un armario. Nada que ver con la imagen que nos viene a la mente cuando pensamos en el concepto de biblioteca, que identificamos espontáneamente con una gran sala abarrotada de libros, ordenados de manera sistemática. Ello confirma la necesidad que los impulsores e integrantes de las Misiones Pedagógicas habían detectado en las zonas rurales de la Península, en cuanto a lectura se refiere, puesto que unos pocos libros iban a llenar el vacío existente. Y al mismo tiempo es la prueba de que la cultura no es una cuestión de cantidad, sino de oportunidad y de adecuación, puesto que de lo que se trataba era de despertar el gusto por la lectura. Si conseguían que un solo niño o niña conociera el placer de la lectura, su entusiasmo contagiaría fácilmente a sus padres y hermanos. Y de este modo, como guijarro lanzado a un estanque, cada uno de estos libros, en manos de algún niño o niña del pueblo, con el acompañamiento adecuado del maestro o del bibliotecario, tendría el efecto de una onda expansiva.

Fueron años de gran productividad y de incansable actividad, años en los que María Moliner era conocida como «la muchacha del jersey verde». Como ella misma diría: «Me hacía gracia lo de muchacha, cuando ya pasaba de los treinta y había tenido a mis cuatro hijos». Esta intensa labor de la Segunda República se ve reflejada en las cifras: en 1935 se habían creado más de 5.000 bibliotecas, que, en los dos primeros años tuvieron 467.775 lectores, de los cuales 269.325 fueron niños (esto es, el 57%). Y el número total de obras leídas en el mismo período fue de 2.196.495. En ese mismo período se creó también la Junta de Intercambio y Adquisición de Libros, en la que María Moliner participó activamente. Desde su puesto al frente de la Delegación de las Misiones Pedagógicas en Valencia llegó a organizar una red bibliotecaria a partir de las ciento quince bibliotecas establecidas por la Misiones, con una central en Valencia, que se encargaba de coordinar los servicios.

Poco después, en septiembre de 1936, en plena Guerra Civil, fue nombrada directora de la Biblioteca Universitaria y Provincial de Valencia, solicitada por el rector de la Universidad, el Dr. José Puche Álvarez —quien también había formado parte del grupo impulsor de la Escuela Cossío de Valencia—, pero a finales de 1937 tuvo que abandonar el puesto para ponerse al frente de la Oficina de Adquisición de Libros y Cambio Internacional de Publicaciones —que había sustituido desde el 5 de abril de 1937 a la Junta de Intercambio y Adquisición de Libros para Bibliotecas. Este organismo era el encargado de comprar libros para todas las bibliotecas españolas: escolares, públicas, de colonias y de institutos, especialmente los Institutos para Obreros, que, por primera vez, daban la oportunidad de estudiar a jóvenes de la clase trabajadora. En el año en que María Moliner estuvo trabajando como directora, la Oficina gastó casi siete millones de pesetas en la compra de cuatrocientos treinta y tres mil volúmenes.

 

El Prólogo a las Instrucciones

Sin embargo, aún le quedaba mucho camino por recorrer a María Moliner. Una de las mayores aportaciones que hizo a la difusión de la lectura y de la cultura en la España de los años 30 fue, sin duda, la redacción de las Instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas, que la Sección de Bibliotecas del Consejo Central de Archivos, Bibliotecas y Tesoro Artístico del Ministerio de Instrucción Pública, publicó en Valencia, en 1937, omitiendo la autoría.

Las Instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas constan de un prólogo de dos páginas, seguido de cuarenta y siete páginas en las que María Moliner expone de forma clara y ordenada cómo debe crearse, organizarse y mantenerse una pequeña biblioteca rural. Las Instrucciones abordan los siguientes aspectos: instalación, operaciones con los libros, formación de catálogos, servicio al público y estadísticas, atención a los servicios de préstamos entre bibliotecas y lotes renovables, propaganda y extensión bibliotecaria, y operaciones de orden administrativo. En estas páginas queda reflejada toda la experiencia que había atesorado en sus múltiples visitas de inspección como «misionera» de Misiones Pedagógicas y, sobre todo, queda reflejada su incombustible vocación de difusión de la lectura y de la cultura. El resultado es un texto en el que los destinatarios están presentes de principio a fin, y en el que se da respuesta anticipadamente a todas aquellas dudas de método o de funcionamiento que les pudieran surgir. El texto está acompañado de abundantes dibujos para ilustrar mejor las explicaciones, dibujos que describen desde el mobiliario más adecuado para la biblioteca, hasta la representación de cómo colocar la tarjeta del libro en cada ejemplar. Es un texto eminentemente pragmático.

Pero sin lugar a dudas, lo mejor de estas Instrucciones es la carta que María Moliner redactó, a manera de prólogo. Como afirma con acierto J. Ignacio Bermejo Larrea, «es una de esas joyas de la literatura que andan escondidas en archivos casi olvidados». El prólogo está redactado como una carta, en el mismo tono epistolar que ya utilizó en sus informes de inspección, y se titula «A los bibliotecarios rurales». La autora es plenamente consciente de a quién van dirigidas estas Instrucciones, sabe quiénes son y cómo son. Conoce de primera mano el perfil de las personas que en cada uno de los pueblos y aldeas va a recurrir a este texto, y, conoce también el público para el que se instalan estas bibliotecas. Lo que la mueve es el deseo de hacer llegar la cultura, a través de la lectura, a los pueblos y aldeas más recónditos, incluso a aquellos que aún no tenían ni electricidad. Se percibe también en este delicado prólogo que, por delante de cualquier tentación de exhibición de su saber, pasan siempre la modestia de María Moliner y su preocupación sincera por los futuros lectores.

El primer párrafo es toda una declaración de intenciones. En él se encuentra la síntesis de su pensamiento y la esencia de su concepción de la profesión de bibliotecaria: «Estas Instrucciones van especialmente dirigidas a ayudar en su tarea a los bibliotecarios provistos de poca experiencia y que tienen a su cargo bibliotecas pequeñas y recientes. […] El encargado de una biblioteca que comienza a vivir ha de hacer una labor mucho más personal, poniendo toda su alma en ella. No será esto posible sin entusiasmo, y el entusiasmo no nace sino de la fe. El bibliotecario, para poner entusiasmo en su tarea, necesita creer en estas dos cosas: en la capacidad de mejoramiento espiritual de la gente a quien va a servir, y en la eficacia de su propia misión para contribuir a ese mejoramiento».

Hay una serie de términos y expresiones que son dignos de resaltar: «alma», «el entusiasmo no nace sino de la fe», «creer», «mejoramiento espiritual», «misión». Hay en todos ellos un denominador común, un mismo campo semántico que es, curiosamente, el de la religión y, en particular, el de la religión católica. Llama la atención el uso de este vocabulario en un texto como este, porque es un texto dirigido a los bibliotecarios rurales, en plena Segunda República, que prologa toda una serie de indicaciones muy prácticas; pero es que además la persona que lo escribe no estaba especialmente vinculada al mundo católico de aquel momento. Según sus hijos, María Moliner era creyente, pero no acudía a la iglesia con frecuencia. ¿Por qué entonces este lenguaje? ¿Qué había detrás de estos términos? Creemos que no es casualidad que María Moliner utilizara este vocabulario, puesto que, como hemos ido viendo, en sus diferentes opciones personales y laborales, siempre la movió un anhelo profundo de llevar el saber y la cultura, a través de los libros, a aquellos que lo tenían más difícil, a los más desfavorecidos.

A medida que el texto del prólogo va avanzando, va revelándose la María Moliner determinada, decidida y de ideas claras: «No será buen bibliotecario el individuo que recibe invariablemente al forastero con palabras que tenemos grabadas en el cerebro, a fuerza de oírlas, los que con una misión cultural hemos visitado pueblos españoles: ‘Mire usted: en este pueblo son muy cerriles; usted hábleles de ir al baile, al fútbol o al cine, pero… ¡A la biblioteca…!’. No, amigos bibliotecarios, no. En vuestro pueblo la gente no es más cerril que en otros pueblos del mundo. Probad a hablarles de cultura y veréis cómo sus ojos se abren y sus cabezas se mueven en un gesto de asentimiento. […] Ellos presienten, en efecto, que es cultura lo que necesitan, que sin ella no hay posibilidad de liberación efectiva».

María Moliner predicaba con el ejemplo; pedía a los nuevos bibliotecarios, a los que ya llamaba «amigos» que hicieran lo que ella llevaba practicando desde hacía varios años: tener fe en las personas, vivieran donde vivieran, fueran hombres o mujeres, niños o ancianos. Esa fe inquebrantable de María Moliner en la capacidad y la necesidad inherente del ser humano por aprender y ampliar sus horizontes queda perfectamente reflejada en esta frase: «Probad a hablarles de cultura y veréis cómo sus ojos se abren y sus cabezas se mueven en un gesto de asentimiento».

En este prólogo, María Moliner hace hincapié en las dificultades que todas estas personas de los pueblos y aldeas van a encontrar para «incorporarse a la marcha fatal del progreso humano», y para recorrer el camino de la cultura, que califica de «áspero». Ahí se manifiesta la María Moliner que sabe que hace falta esfuerzo y fuerza de voluntad para acceder al saber. Sin la participación activa de la gente, los bibliotecarios rurales no podrían hacer su trabajo. Por ello, les pide que sean comprensivos, que disculpen y ayuden a los nuevos lectores, pues se trata de «romper con una tradición de abandono conservada por generaciones y generaciones» y con una tradición de desprecio por parte de las clases favorecidas.

El prólogo, teñido de realismo, sigue anticipándose a los problemas que los bibliotecarios rurales se encontrarán y les aconseja que no olviden cuál es su misión: «conocer los recursos de tu biblioteca y las cualidades de tus lectores». María Moliner, mujer con los pies en el suelo, les da consejos llenos de sentido común, fruto de su propia experiencia. Sabe que el entorno no es el más propicio, pero, precisamente por ello, sabe también que la vocación y el entusiasmo de los bibliotecarios puede suplir en parte el déficit material.

Por último, pide a los bibliotecarios que crean en «la eficacia de su propia misión». En definitiva, les pide sencillamente que crean en los demás y que crean en sí mismos, como único camino para acercar la cultura al mundo rural, tan abandonado hasta entonces. Transcribimos a continuación un fragmento que, casi al final del prólogo, se convierte en un auténtico alegato de la lectura como motor de transformación: «La segunda cosa en que necesita creer el bibliotecario es en la eficacia de su propia misión. Para valorarla, pensad tan sólo en lo que sería nuestra España si en todas las ciudades, en todos los pueblos, en las aldeas más humildes, hombres y mujeres dedicasen los ratos no ocupados por sus tareas vitales a leer, a asomarse al mundo material y al mundo inmenso del espíritu por esas ventanas maravillosas que son los libros. ¡Tantas son las consecuencias que se adivinan si una tal situación llegase a ser realidad, que no es posible ni empezar a enunciarlas…!».

El idealismo que desprenden estas líneas es un claro ejemplo del entusiasmo que mueve a esta mujer. Ella cree en la lectura como factor de cambio, como herramienta básica de acceso a la cultura. Y sueña con una España —«nuestra España»—, en la que todos caben y en la que todos tendrían reconocida la misma dignidad, gracias al acceso a la cultura que la lectura aporta. El uso, una vez más, de términos propios del lenguaje religioso —«creer», «misión», «espíritu»— ilustra la visión que ella tiene de la labor de los bibliotecarios rurales: personas que, con su entusiasmo y su dedicación, pueden llevar a cabo una labor integral de redención de la gente de los pueblos y aldeas, entendiendo redención en el sentido de liberación social. Como ella misma les dice, «esas ventanas maravillosas que son los libros [les permitirán] asomarse al mundo material y al mundo inmenso del espíritu».

Estas reflexiones ponen de manifiesto el sentimiento compartido por muchos intelectuales y políticos de la Segunda República, que deseaban reformar España y que veían en la difusión de la lectura y de la cultura un medio para abrirla al mundo. Fueron sin duda años de progreso, y la invitación a la lectura que las bibliotecas de las Misiones Pedagógicas propagaron fue una herramienta clave para este despertar de la población más abandonada y desfavorecida. María Moliner, con este prólogo/carta a los bibliotecarios rurales, y con su estilo sencillo y cercano, sembró una semilla para la futura España moderna. La Guerra Civil, lamentablemente, puso punto y final a este período de florecimiento cultural en España. De esa época, María Moliner diría: «Jamás he podido olvidar aquellos días en que intentamos transformar nuestro pobre país con el arma más poderosa de todas, la cultura».

 

Dictadura franquista y depuración de funcionarios

Con el comienzo de la Guerra Civil se paralizaron en muchos lugares de España, y especialmente en Madrid, las actividades de las Misiones Pedagógicas. Pero en Valencia la infraestructura creada por el sistema bibliotecario de las Misiones Pedagógicas continuaría funcionando casi hasta el final de la contienda. Algunos «misioneros» murieron asesinados nada más comenzar el conflicto; otros se enrolaron en las Milicias de la Cultura o en las Brigadas Volantes; otros fueron encarcelados, expedientados o marcharon al exilio. Y también hubo algunos que se integraron en las filas franquistas.

Fue una época de penurias y grandes dificultades, pero, a pesar de ello, María Moliner continuó trabajando, mientras pudo, por aquello en lo que creía. En 1937 redactó y presentó el Proyecto de bases de un plan de organización general de bibliotecas del Estado, un proyecto ambicioso y adelantado a su tiempo, presentado ante el Consejo central de Archivos, Bibliotecas y Tesoro Artístico, y que se empezó a implantar inmediatamente, pese a que no fue publicado hasta 1939, cuando prácticamente el Gobierno de la República ya había sido derrotado por las tropas franquistas.

Valencia fue tomada por las tropas nacionales el 29 de marzo de 1939. María Moliner ―que cumpliría treinta y nueve años al día siguiente― y su familia vivieron ese día con naturalidad, haciendo lo que hizo la mayoría: salir al balcón a presenciar el paso de las tropas franquistas. Como tantos españoles en las diferentes capitales que iban siendo vencidas. No parece que aquello significara una comunión con el régimen franquista, sino más bien otra muestra más de su gran fuerza de voluntad y de su capacidad por hacer frente a las adversidades.

María Moliner fue sometida a una rigurosa depuración y perdió dieciocho puestos en el escalafón, según consta en el expediente de depuración contra María Moliner (pliego de cargos de 10 de febrero de 1939 y resolución publicada en el BOE de 22 de enero de 1940). Está claro que su adhesión entusiasta a las Misiones Pedagógicas jugó en su contra, tal como recogía el informe del comisario jefe de Valencia que, en junio de 1939, dijo sobre María Moliner que se había manifestado «como roja rabiosa», pero que nadie había «podido manifestar haya cometido ningún acto censurable, ni denunciado a nadie». No obstante, hubo diversos factores que le favorecieron y que evitaron una sanción mayor. De entrada, el hecho de haberse centrado exclusivamente en sus quehaceres profesionales, pero también su manera de ser y de comportarse. En este sentido, Pilar Faus Sevilla alude al informe que redactó el repuesto director de la Biblioteca Universitaria, José María Ibarra, que avala la conducta profesional y humanamente ejemplar de María Moliner: «defendió al personal facultativo y subalterno derechista ante las autoridades y tribunales…; teniendo en cuenta que no tuve trato personal con ella, opino que se trata de persona que se adaptó sin dificultad al Gobierno rojo pero sin actuar sectariamente ni perseguir a quienes no pensaban como ella, ni menos complicarse en las infamias y atropellos contra las gentes de derechas».

Asimismo, otros informes ejercieron también una influencia positiva, en particular, afirma Ibarra, «el presentado por unos vecinos, muy adictos a las ideas del nuevo régimen. En él se destacan las valiosas cualidades que adornaban a María Moliner, entre ellas la de ser una madre ejemplar». No deja de ser sorprendente que su faceta de madre, al fin y al cabo, le valiera una reducción en la sanción. Su maternidad le había abierto los ojos de un modo especial a las necesidades educativas y culturales de los más pequeños y de los más abandonados, y ahora, al final de la Guerra Civil, su modo de ser madre le otorgaba un castigo menos severo del que otros funcionarios sufrieron. Cabe recordar aquí que María Moliner y su marido pertenecían a la clase acomodada de Valencia y que esta condición probablemente también la ayudó, puesto que otras personas implicadas como ella en los valores de la Segunda República recibieron castigos mayores, sobre todo si procedían de la clase obrera.

Es relevante también lo que escribió de sí misma, en la declaración jurada que firmó el 7 de mayo de 1939, respondiendo a la pregunta acerca de los servicios que había prestado al Movimiento: «Creo que trabajando seriamente y sin regatear esfuerzo en su vida profesional y criando a pulso, según expresión popular, a cuatro hijos sanos en cuerpo y alma ha prestado su servicio al espíritu que anima al Movimiento Nacional». En esta frase resume María Moliner lo que había sido su vida en la década anterior: la entrega en cuerpo y alma a su vida profesional y a la crianza de sus cuatro hijos. Una mujer moderna avant la lettre.

El castigo, además de la pérdida de puestos en el escalafón, consistió en retomar su plaza en el Archivo de la Delegación de Hacienda, de donde había huido. Era como retroceder diez años atrás en su vida. Pero, como siempre había hecho, María Moliner se adaptó a la nueva situación con entereza y serenidad, dando lo mejor de sí misma.

Empezaba, sin embargo, un largo período de sombras. Desde el final de la Guerra Civil, su marido fue apartado de la docencia, pero su expediente de depuración no se resolvió hasta febrero de 1943. Entonces supo que su sanción comportaba su traslado forzoso a la Universidad de Murcia y la prohibición de solicitar cargos vacantes durante dos años. Durante ese tiempo, María Moliner permaneció en Valencia con sus hijos, mientras su marido pasaba la semana laboral en Murcia. Fueron años sombríos para la familia Ramón-Moliner.

La experiencia de la posguerra que sufrió el matrimonio Ramón-Moliner es paradigmática de lo que muchas familias de profesionales vivieron: las ilusiones y las esperanzas que habían depositado en esa «España nuestra» de la que María Moliner hablaba a los bibliotecarios rurales, todas esas «consecuencias que se adivinan si una tal situación llegase a ser realidad», tantos anhelos y esfuerzos, todo aquello fue enterrado por las fuerzas franquistas.

Pese a la marginación social y profesional, María Moliner supo encontrar en la dedicación a su familia y en su dimensión creadora —que ningún régimen político podría ahogar del todo— una luz interior en tiempos de sombras. María Moliner siguió haciendo lo que mejor sabía hacer: cultivar el intelecto mediante las palabras y la lectura, ser una buena profesional y una buena madre.

Cuando en 1946, Fernando Ramón obtuvo plaza de catedrático en la Universidad de Salamanca, María Moliner no tardó en obtener plaza en Madrid, como responsable de la Biblioteca de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales. Este sería su destino definitivo, hasta la jubilación.

Así empezó, a los cincuenta y un años, una labor de más de quince años que culminó con la publicación del ya mencionado Diccionario de uso del español, por el que hoy en día es mundialmente conocida. La fuerza interior y el empuje que siempre le habían caracterizado, la acompañaron hasta el final.

Escrito en Lecturas Turia por Julia Argemí Munar

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