Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 656 a 660 de 1353 en total

|

por página
Configurar sentido descendente

Una intensa actividad didáctica convierte a Adela Cortina en una viajera del pensamiento ético. Goza de gran reconocimiento en el mundo intelectual y a  la vez es una persona discreta. Al consultar su perfil biográfico en bibliotecas, revistas o en Internet, apenas se encuentran cuatro datos que, por otra parte, se repiten en todas las entradas. Su vida personal queda al margen, salvo cuando  está vinculada a su oficio de pensadora, divulgadora y profesora universitaria. Es una mujer con muchos frentes profesionales abiertos, todos ellos en el terreno de la Ética. Una conferencia sobre “¿Las bases cerebrales de la Justicia y la  Democracia?”, en la Fundación Juan March de Madrid, fue el lugar para nuestro encuentro de presentación. Al verla ante su público reafirmé la idea que tenía de su manera de exponer sus convicciones: la mirada de Adela Cortina al mundo contemporáneo es rigurosa y cordial. Su capacidad reflexiva y dialogante imprime altas dosis de buena voluntad a  temas conflictivos. Tan clara como profunda, habla con sencillez de aspectos éticos del consumo, la sanidad, la legitimidad de la guerra, la ecología y el cambio climático, la educación para la ciudadanía, la crisis económica y también la neurociencia.

Se siente afortunada por “ejercer el magisterio en los distintos niveles. Aunque –advierte - jóvenes los hay de todo pelaje, algunos ayudan a mantener la mente fresca y el corazón cálido”. Catedrática de Ética y Filosofía Política en la Universidad de Valencia, entiende su disciplina como “reflexión filosófica sobre la moralidad y desde ella trata de aclarar en qué consiste, cual es su fundamento, si es que lo hay, y cómo se aplican a la vida cotidiana los principios éticos”. Si esta sencilla formulación de la asignatura que imparte necesita más de una aclaración, ella misma se remite a “Etica mínima”(1986) quizá uno de sus libros más citados. Puede impresionar su bagaje bibliográfico, pero al escucharla o pedirla explicación sobre algún concepto, su generosidad hace sentir muy cómodo al interlocutor. Teníamos que abordar temas en algún punto políticamente conflictivos y temí que no quisiera entrar en alguna materia, pero ella no ha puesto pegas a nada, a todo ha respondido con equidad. Ya he dicho que su vida privada es la más desdibujada en sus perfiles, por eso empezamos por una pregunta personal. Quería saber si al entrar en la docencia, primero en la enseñanza media y luego en la Universidad, tuvo alguna dificultad por discriminación de género. No era frecuente que hubiera mujeres en el campo de la filosofía en el final de los sesenta y primeros setenta, es decir, en el último franquismo.

A fines de los sesenta existía un tópico en las facultades de Filosofía y Letras –responde Adela Cortina-  el de que la especialidad de Filosofía, de Filosofía “pura” que se decía, era muy difícil y, por lo tanto, sólo apta para cerebros varoniles. Pero la verdad es que la práctica desmentía ese lugar común, porque ya en mi curso el número de mujeres y el de varones era el mismo, y muchas de mis compañeras son desde hace muchos años profesoras de enseñanza media.

A la universidad optamos menos, eso es verdad, y en algunos departamentos había una clara preferencia por los chicos para encomendarles clases, por aquella convicción, generalizada en la época, de que eran los varones los que tenían que hacer carrera. Ése fue mi caso muy al comienzo, pero pronto las cosas cambiaron radicalmente.

En las oposiciones nunca me sentí discriminada por ser mujer, de hecho las saqué. Lo que sí se percibía con claridad es que quien no estaba alineado en un grupo con cierto poder lo tenía muy difícil, fuera mujer o varón. Ahora no es que lo tiene difícil, es que es imposible. El gran criterio para discriminar sigue siendo tener o no padrinos: tan antiguo como la historia de la humanidad.

Y tan antigua como esa historia es la brega por el reconocimiento, que no siempre viene de la lucha, sino también de la ocupación pacífica, pero inexorable. Recuerdo que un día, cuando estudiaba la carrera, me encontré en el claustro de la Facultad a una señora mayor que miraba con ternura las columnas, la estatua de Luis Vives, el reloj, y me dijo, con lágrimas en los ojos, que había sido la primera mujer en estudiar en la Universidad de Valencia. Para entonces ya había muchas mujeres estudiando Filosofía y Letras, después fuimos conquistando Derecho, Económicas, Medicina, las ingenierías. Fue una conquista paulatina, imparable, hasta formar una innegable mayoría. Y poco a poco fuimos también ocupando plazas de enseñanza media y de universidad.

De hecho, si a fines de los sesenta no había profesoras universitarias en España, tampoco las había en otros países europeos. En Alemania, por ejemplo, que es el país que mejor conozco en este sentido, apenas había profesoras de filosofía en las universidades, y desde luego en el nivel más elevado (C4), ninguna.

- Además de Catedrática, Adela Cortina es directora de la Fundación para la Ética de los Negocios. En estos tiempos de desconcierto laboral y empresarial es quizá la persona más cualificada para hablar de la rentabilidad que aporta  la ética en el tejido industrial. Hablamos de rentabilidad económica, pero sobre todo de  rentabilidad social y  humana. Entiendo, y así se lo comento a ella, que en principio, no sólo no hay contradicción, sino que hay una estrecha línea que une el bienestar de los trabajadores y su productividad.

- En efecto –asiente nuestra interlocutora- justamente creamos la Fundación ÉTNOR, después de un Seminario Permanente de Ética Económica y Empresarial que duró tres años y empezó en 1990, con la convicción de que la ética en la empresa es un juego de suma positivo, que beneficia a todos los afectados por ella: trabajadores, clientes, accionistas, proveedores, entorno social y medio ambiente.

Formamos un grupo inicial de académicos y empresarios y nos lanzamos al ruedo con el eslogan “la ética es rentable para todos los componentes de la empresa”. Frente a quienes creían que las empresas son perversas por definición, defendimos que ni hay empresas situadas más allá del bien y el mal moral (amorales), ni todas son perversas: que hay grados, como en todas las actividades humanas.

Entonces todavía no estaba de actualidad la teoría de los stakeholders, que habitualmente se traduce por “grupos de interés”, pero le fuimos dando una fundamentación normativa desde nuestra peculiar ética del discurso, entendiendo que es preciso tener en cuenta a todos los afectados. Es lo que vino a refrendar más tarde el discurso de la RSE: una empresa que hace el triple balance (económico, social y medioambiental) es un bien público.

Adela Cortina es también la primera mujer académica de Ciencias Morales y Políticas: ahora viaja a Madrid casi todas las semanas.  En su doble condición de mujer y académica su mirada a esa Institución resulta singular. ¿Cómo la han acogido sus compañeros hombres, quienes precisamente la han elegido de entre todas las mujeres?

Realmente mis compañeros de Academia no me han elegido de entre las mujeres, - Adela Cortina rechaza la alusión algo bíblica a su forma de ser elegida- ni entre todas, ni entre unas pocas. Más bien quienes me apoyaron pensaron en la persona y les alegraba también que por fin entrara una mujer. En este sentido las Academias españolas tienen una inercia masculinista innegable, que tiene que ser vencida por un personalismo de sentido común. En ello estamos.

En cuanto a la acogida, ha sido excelente por parte de todos -continúa satisfecha por su papel en la Academia- pero me gustaría recordar especialmente el afecto de Sabino Fernández Campo que, como presidente, empezaba las sesiones diciendo “Señora académica y señores académicos”. Desgraciadamente murió hace bien poco y ha sido una gran pérdida para España. Obviamente, todos estamos en el empeño de intentar que el trabajo de las Academias sea más visible y fecundo para la sociedad.

- La trayectoria intelectual de Adela Cortina comienza con una relación de compromiso con el cristianismo militante, sigue por su relación con la filosofía de Kant y con la vanguardia intelectual de Europa, gracias a sus estudios en varias Universidades  alemanas donde entró en contacto con la Escuela de Frankfurt. El pensamiento de Habermas y Karl Otto Apel son sus referentes filosóficos, a los que ella ha ido dando forma propia llevándola a decantarse por la ética. Todo un viaje en el que ha ido cargando sus alforjas y transitando por muchas estaciones.

- La verdad es que no se trata de un viaje en el que vamos pasando de una estación a otra, abandonando la anterior. Más bien todas permanecen, aunque han ido apareciendo al hilo de la historia personal. Mi trayectoria académica puede decirse que empieza con la tesis doctoral sobre “Dios en la Filosofía Trascendental kantiana”, defendida en enero de 1976. Yo formaba parte del Departamento de Metafísica de la Universidad de Valencia y me interesaba especialmente la Teodicea. Sigue interesándome, por supuesto, pero en ese año 1976, Jesús Conill y yo, con quien me casé en 1977, ganamos las oposiciones de Enseñanza Media de Filosofía y, antes de tomar posesión de la plaza, estuvimos un curso en Munich (1977/78) con sendas becas del DAAD y con una Licencia para Estudios en el Extranjero. En aquel tiempo España daba el paso oficialmente a la democracia y nos preocupaba, entre otras cosas, que no fuera posible una ética común a todos los españoles. De ahí que fuera decantándome hacia la ética y tratando de diseñar una ética cívica, que necesitaba como fundamento una ética filosófica. Apel había publicado hacía poco tiempo Transformation der Philosophie (1973) y Habermas, “Vorbereitende Bemerkungen zu einer Theorie der kommunikativen Kompetenz“ (1971). Esas aportaciones suponían la transformación dialógica de una ética kantiana, que proporcionaba, desde una filosofía del lenguaje, el fundamento para una ética filosófica y el criterio para una hermenéutica crítica.

De regreso a España, ocupamos nuestras plazas en distintos institutos de la región de Murcia y también pudimos impartir clase en la Universidad, en Metafísica y en Ética. Aquellos años fueron esenciales por las gentes a quienes conocimos, que son amigos entrañables. Pero nuevas oposiciones nos permitieron regresar a la Universidad de Valencia, y así lo hicimos.

- Damos ahora un salto desde la formación teórica de Adela Cortina y pasamos a la práctica de la filosofía. Al fin y al cabo es una buena dosis de ética y sentido común lo que le falta al sistema productivo y a los hábitos de consumo de los ciudadanos para salir de esta crisis económica y medioambiental en la que nos encontramos inmersos. Por las respuestas de los políticos a la situación actual, parecería como si en el interior del cerebro y del alma humana hubiera unos extraños resortes que nos llevaran a todos a seguir por un camino de perdición. ¿O quizá tengamos que llegar hasta el último subsuelo del infierno para remontar y volver a la luz? La comento que personalmente no dejo de tener esperanza.

- Hay varios ingredientes trabados en esta pócima. En principio, como analicé en Por una ética del consumo (Taurus, 2002), hay una extraña concepción de la economía. En vez de aceptar, con Adam Smith, que el consumo es el fin de la producción, se entiende que el consumo es el motor de la producción. Si no hay consumo, “no hay alegría” en la sociedad, porque no hay producción, sin producción no hay trabajo, y las gentes no pueden ni siquiera sobrevivir con dignidad. De ahí que los productores intenten crear deseos en las gentes a través de la publicidad para que consuman y se va generando ese êthos consumista de quien cree que lo natural es consumir. Es lo que Galbraith llama el “efecto dependencia”: los deseos dependen del proceso por el que se satisfacen y, claro está, nunca hay bastante.

- Entiendo que si salimos en falso de la crisis económica seguiremos avanzando hacia sucesivas crisis y se agravará el cambio climático.

- Lo peor es que vamos a salir “en falso” con altísima probabilidad, porque de momento no hemos aprendido nada de la crisis. Ni estamos cambiando el modelo de crecimiento ni tampoco las formas de vida y de consumo. La historia de la inversión en I+D+i, la importancia de la educación, el control del sistema financiero, la transformación de los incentivos, todo está quedando en agua de borrajas.

- Adela Cortina tiene sus propios análisis y posiciones sobre la  "ética del consumo". Es valedora de un saber capaz de defender con argumentos que hay formas de consumir más éticas que otras. En otra de sus obras de referencia, Por una ética del consumo, la ciudadanía del consumidor en un mundo global (Taurus 2002), analiza el sentido del consumo en una sociedad más justa. ¿Cuáles serían esas formas de consumo respetuosas y respetables?

- En ese libro –explica con la claridad didáctica que imprime a su función docente- propuse una forma de consumo con cuatro características: un consumo liberador, justo, corresponsable y felicitante. Liberador, que nos sirva para aumentar nuestra libertad en vez de esclavizarnos. Justo, porque es de justicia pensar en la distribución de las posibilidades de consumo en el nivel local y mundial. Corresponsable, ya que podemos asociarnos para cambiar nuestro modelo de consumo y tomar así las riendas de la producción. Felicitante, que realmente nos haga más felices, para lo cual no hacen falta bienes costosos, sino lo necesario para disfrutar de las relaciones humanas, de la belleza y la solidaridad.

- Entiendo que la preocupación por las falacias del consumo surgió en los años cincuenta. Los "críticos de la cultura de masas", denunciaron las formas de consumo de las sociedades industriales por privar a los individuos de libertad. Marcuse, vinculado a la Escuela de Francfort, separó el trigo de la paja y distinguió entre necesidades verdaderas y falsas. Adela Cortina ha explicado en alguno de sus artículos que las necesidades "verdaderas" son inexcusables, aunque no todo el mundo pueda satisfacerlas: alimentación, vestido y vivienda. ¿Cuáles serían las "falsas", y quien impone a los consumidores esas necesidades? ¿Con que intención y efectos llegan hasta nosotros como consumidores?

- La distinción entre necesidades verdaderas y falsas no es tan clara como quería Marcuse. A mi juicio, es más fecundo distinguir entre necesidades y deseos, aunque tampoco sea posible separar unas de otros como con un bisturí. Pero sí es cierto que las necesidades se acercan más a lo biológico (alimentación, vestido, vivienda) y por eso tienen un límite a la hora de satisfacerlas, mientras que los deseos son psicológicos y carecen de límite.

También por eso algunos productores se esfuerzan por aumentar los deseos de las gentes con capacidad adquisitiva, añadiendo prestaciones a los coches, a los teléfonos móviles, perfeccionando los ordenadores y las televisiones, fomentando el consumo de alimentos que permiten mantenerse en forma o estar más sanos.

Naturalmente, las necesidades se modulan socialmente porque, como decían tanto Adam Smith como Marx, un obrero británico necesita una camisa de lino para poder presentarse en público sin tener que pasar vergüenza. Pero con las debidas matizaciones, las sociedades están obligadas a cubrir las necesidades de todos los seres humanos, de modo que puedan llevar adelante sus proyectos vitales.

Tal vez, en este sentido, sea más acertado el enfoque de las capacidades de Amartya Sen en su insistencia en que debemos empoderar las capacidades básicas de todas las personas. Ésta sería la tarea de los proyectos de desarrollo humano.

- Por lo que hemos leído, Adela Cortina coincide con Habermas en su “reparo a la pesimista filosofía de la historia y considera que la crítica a los abusos ideológicos no debería acabar con toda aspiración utópica”. El pensamiento de esta profesora de la Universidad de Valencia, deja atrás la idea de que el derecho natural es la fuente de la Ética, que luego derivó en la declaración de los Derechos Humanos del 48, buscando aplicar la razón a unos principios éticos que no necesariamente proceden del derecho natural. Cuestiona desde sus planteamientos filosóficos el “derecho natural”, aquella disciplina que impartía Joaquín Ruiz Jiménez en la Facultad de Derecho de la Complutense y a la que yo asistí como alumno cuando nuestra interlocutora se incorporaba como docente a la Facultad de Filosofía.

- A mi juicio, la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 es uno de los grandes hitos de la historia de la humanidad, porque por primera vez se proclama que todos los seres humanos, independientemente de la comunidad política a la que pertenezcan, tienen unos derechos que debe respetar cualquier país que quiera considerarse civilizado. Encarnar el respeto a esos derechos en las instituciones y en la vida de las personas concretas es una exigencia de justicia y uno de nuestros mejores proyectos. Pero, claro, esos derechos tienen una historia. Nacen de lo que se entendieron como “derechos naturales”, ligados a la ley natural divina en el mundo medieval, y a la razón de todo hombre en la Modernidad. En la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de la Revolución Francesa todavía no se habla de derechos humanos, expresión que consagra la de 1948.

El inconveniente de la expresión “derechos naturales” es que se liga a la ley natural, que si es ley, no es natural, y si es natural, no es ley. Necesita ser interpretada por algún magisterio autorizado. En el caso del catolicismo sería el de la Iglesia, pero en sociedades pluralistas no tienen porqué compartir todos los ciudadanos la autoridad de esa interpretación, en cambio sí que todos deben compartir el respeto por los derechos humanos. Su fundamento filosófico, entre otros posibles, se encuentra en la afirmación kantiana de que todo ser humano es valioso en sí mismo, tiene dignidad, y no precio. El fundamento cristiano es que todo hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, es sagrado para el hombre.

- Qué les responde, desde sus postulados actuales, a los liberales que denuncian el marxismo implícito de la Escuela de Frankfurt y consideran que es un ataque a los valores tradicionales y a la familia.

- La Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt nació de forma explícita en 1923 como crítica de la economía política, en el sentido marxista de la crítica de la ideología, pero después fue evolu-cionando hacia la crítica de la razón instrumental, al percatarse, al menos desde 1940, de que la cosificación no sólo se produce en las sociedades capitalistas, sino también en las socialistas, porque es la razón instrumental la que preside el desarrollo de la historia occidental.

El mismo Habermas propone en La reconstrucción del materialismo histórico  sacar a la luz las relaciones de producción, que Marx había dejado encubiertas, y considerar que el progreso tiene que ser a la vez técnico y moral, progreso en el dominio de la razón instrumental, pero también, y muy especialmente, de la comunicativa. “Los valores clave en esta ética son la justicia y la solidaridad” , según expresión del propio Habermas. Pero, si intentamos reconstruir los pasos de esa ética, son además la autonomía y la igualdad. No entiendo por qué los liberales tienen que criticar estos valores.

Por otra parte, si podemos hablar de una Tercera Generación de la Escuela de Frankfurt, representada sobre todo por Axel Honneth, ésta generación recoge el valor de la familia como una de las instituciones necesarias para el reconocimiento en el progreso moral en la visibilidad.

- Desde el otro lado del espectro político, desde la izquierda, se considera que la Escuela de Frankfurt no es más que una crítica romántica y elitista de la cultura de masas disfrazada de neomarxismo.

- Pues tienen una salida: proponer ellos una alternativa moralmente deseable y técnicamente viable, pero desde sociedades no capitalistas, que deberían ser las más preparadas para lograrlo. Porque resulta bien poco creíble la crítica de una izquierda que vive en sociedades capitalistas, disfruta de sus ventajas, no se traslada a vivir a Cuba o a Corea del Norte ni por equivocación, y, eso sí, desde ahí critican todo lo que otros intentan construir. Al menos los frankfurtianos empezaron honradamente en la crítica de la economía política pero, al percatarse de que el problema era más hondo, se vieron abocados a proseguir la tarea inacabada de la Ilustración.

- ¿Dónde estaba Adela Cortina en Mayo del 68? ¿Cómo vivió desde el mundo universitario esa convulsión en la que muchos sentimos que el mundo daba un giro copernicano, y en cierto sentido así fue, aunque luego parece que hubiéramos reculado hacia una realidad  menos ambiciosa en el sentido del cambio y la creatividad?

- Yo estaba estudiando la carrera, como tantos otros, deseando un cambio hacia una sociedad democrática y abierta, pero sin entender muy bien un conjunto de proclamas, que me parecían al menos tan totalitarias como lo que teníamos. En la facultad de Valencia no había sino tres corrientes: neoescolástica, neo-positivismo y marxismo. Ninguna de ellas tenía la menor vocación democrática y las tres trataban de desbancar a las demás.

La tradición del socialismo español, que era un socialismo neokantiano, como supe más tarde, brillaba por su ausencia. No había más socialismo que el marxista. Por desgracia, no se nombraba a Ortega, ni tampoco a Zubiri, Laín o Marías. Hubiera sido bueno para muchos de nosotros tanto haber conocido el socialismo ético de la tradición española, como también a estos representantes de la “Tercera España”, porque hubiéramos encontrado un sitio que no encontramos en los totalitarismos vigentes.

- “Debajo de los adoquines está la playa, Prohibido prohibir” Es una evocación personal que le traslado a Adela Cortina en forma de evocación intelectual. ¿Qué nos queda de todo aquello que tanto tenía que ver con la Escuela de Frankfurt, con Marcuse, con Sartre? Lo pregunto con una cierta melancolía, no sé si de mi juventud o de aquel mundo que 20 años después trajo la caída del muro de Berlín, luego los atentados de las Torres Gemelas y los disparates geopolíticos subsiguientes.

- Nos queda el trabajo bien hecho –responde la profesora comprometida- de los que se esforzaron por la socialdemocracia, tan denostada por derechas y por izquierdas. A los primeros les parecía antiliberal, por intervencionista, y a los segundos, intolerable por capitalista. Hablar de Bernstein era entonces poco menos que una obscenidad, cuando era lo más constructivo que podíamos encontrarnos. Y también nos queda el trabajo del liberalismo social, que defendía la libertad frente al totalitarismo, con la convicción de que los seres humanos merecen igual consideración y respeto y, por lo tanto, es injusto que no vean protegidos sus derechos civiles y políticos, económicos, sociales y culturales. Me emocionan mucho más esas gentes que los de “la imaginación al poder” y “prohibido prohibir”.

- Las nuevas formas de vivir la sexualidad que proponía por ejemplo Wilhelm Reich, también vinculado a la Escuela  de Frankfurt, dieron lugar a movimientos feministas diferenciados de los que habían surgido a principios del siglo XX. ¿En este terreno dónde se sitúa Adela Cortina?

- En el feminismo de la igualdad. Es urgente exigir que se respeten los derechos de todas las mujeres y de todos los varones de la tierra, sin discriminaciones, solapadas o expresas. Y es urgente complementar aquellas “dos voces morales” de las que habló Carol Gilligan, la de la justicia, presuntamente masculina, y la del cuidado, presuntamente femenina. Las dos son voces de la humanidad, indispensables para seguir adelante.

- La febril actividad profesional de Adela Cortina la permite vincular la teoría ética con  su compromiso personal con el presente. Compromiso a la hora de publicar y dar conferencias, mostrando su opinión y conocimiento sobre temas de actualidad. Debate crispado y casi inverosímil al que hemos asistido sobre la asignatura de “Educación para la ciudadanía” al que ella ha aportado cordura. En Ética de la razón cordial. Educar en la ciudadanía en el siglo XXI encontramos su propuesta para unas nuevas bases de valores cívicos que preconiza y que representan el espíritu de lo que denomina "educación cordial”. En esta obra que le valió el Premio Jovellanos 2007, propone la ética cordial frente a la tiranía del “todo vale” contemporánea. ¿Qué significó personalmente ese galardón?

- Significó el reconocimiento de que, en efecto, es necesario educar ciudadanos que se reconozcan como interlocutores válidos, con capacidad de argumentar, pero también como personas en el sentido amplio de la palabra: con capacidad de estimar los valores, cultivar los sentimientos y adquirir virtudes. Poco a poco se van dando cita en ese concepto de ciudadanía cordial la tradición germana de Kant, Apel y Habermas, y la tradición española de Ortega, Zubiri, Aranguren y Marías. Todo un programa educativo para familias, escuelas, medios de comunicación y políticos.

- ¿Qué responsabilidad tendrían las empresas en ese mundo regido por la razón cordial?

- La de tener en cuenta a todos los afectados por su actividad, asumiendo su Responsabilidad Corporativa desde la ética, entendiéndola como un instrumento de gestión, una medida de prudencia y una exigencia de justicia.

- Sugiero a Adela Cortina que precisamente hay falta de ética, de sentido común y cívico, de educación ciudadana en la génesis de la crisis económica. Una situación que en nuestro país surge a partir de la especulación del ladrillo y está vinculada también a los problemas del sistema financiero de Estados Unidos en este mundo global. Los valores que han de presidir hoy en día las relaciones entre los pueblos, los Estados y con el Medio ambiente deberían ser tan globales como lo son las causas de esta crisis que en gran parte es una crisis de valores morales. ¿Es necesaria una ética, una ética global distinta de la tribal que parece inserta de forma indeleble sobre nuestras almas cerebro y de las que parece hoy en día dar cuenta la neurociencia?

- Efectivamente – confirma nuestra invitada- es necesaria esa ética global, que en realidad no encuentra ningún fundamento en las investigaciones de las neurociencias. Esas investigaciones, sometidas a control ético y legal, nos sirven para comprendernos mejor, para evitar enfermedades y mejorar nuestras capacidades, pero no para saber qué debemos hacer moralmente. Lo que venimos descubriendo desde esas ciencias es que adaptativamente nos conviene amar a los cercanos y desentendernos de los lejanos. Es lo que intenté mostrar en la conferencia de la Fundación Juan March sobre “Neuroética”. Con esos mimbres no puede tejerse sino una ética basada en el egoísmo de los que ayudan sólo a quienes a su vez les pueden ayudar. Esa ética del homo reciprocans deja necesariamente excluidos. Es una ética del Intercambio Infinito que, de ser explícitamente aceptada, legitimaría la exclusión de quienes tienen poco o nada que ofrecer a cambio.

Las bases cerebrales no son fundamento para una ética global, somos las personas quienes tenemos que asumir las riendas del progreso y decir qué debemos hacer, creo yo desde una razón cordial.

- Para ampliar esta idea  de una ética global, Alianza y contrato (Trotta 2001), una nueva referencia a la obra de Adela Cortina. Un libro cuyo contenido nos puede llevar al día que habíamos marcado para nuestra primera conversación. Era diciembre y Barak Obama recibía un controvertido (siempre lo es) Premio Nobel de la Paz. En su discurso, el Presidente de los Estados Unidos, el comandante en jefe del Primer ejército de este maltrecho y superpoblado Planeta dijo: “los instrumentos de guerra sí tienen una función que jugar en la preservación de la paz”. Obama justificó la guerra y estableció en Oslo las condiciones: “que sea de último recurso o en defensa propia, si la fuerza usada es proporcional y si, siempre que sea posible, se libra a los civiles de la violencia”. Al preparar esta entrevista leí que usted había dicho que “no hay ningún motivo que justifique actualmente una guerra”. Obama, no obstante, ha trazado justo los valores que no se dan en las intervenciones armadas de Estados Unidos en Irak y Afganistán. Cree que su planteamiento le justifica para seguir manteniendo miles de soldados en esos países.

- Cuando afirmé que “no hay ningún motivo que justifique actualmente una guerra” me refería a las guerras preventivas, concretamente, a la coartada de las armas de destrucción masiva con la que se pretendió justificar la guerra de Irak. Aquello no tenía justificación alguna. Retirar tropas, una vez situadas en el lugar, sí que es una cuestión de prudencia, para no causar más daño que bien.

- Ya lo hemos dicho y lo sabemos, pero hay que insistir, vivimos en un Mundo, nos guste o no, globalizado también en el terreno de la ética: esta nueva ética es mucho más compleja porque el alcance de nuestras decisiones personales y colectivas afecta a todos. En el terreno de la ecología -que esa sí que es global - las emisiones de CO2 que produce el carbón en una fábrica de China nos afecta tanto como las que se emiten en Asturias y León. Un cambio en la ética global será el único capaz de salvar no al Planeta sino a nuestra civilización sobre la Tierra. ¿Tiene idea Adela Cortina de cuales tendrían que ser  esos principios que deberían haber prevalecido en la cumbre de Copenhague y sobre todo, una vez terminada ésta, en las políticas de los países y hábitos ciudadanos?

- Los principios están pensados en esa noción de sostenibilidad, que todos dicen mantener. Otra cosa es que nadie se la crea ni tenga voluntad de ponerla en práctica. Por eso la Cumbre de Copenhague parece haber sido un fracaso más.

- Es habitual encontrar la firma de Adela Cortina en publicaciones diarias. Sobre el aborto he leído un artículo suyo en “El País” en el que apuesta, como siempre, por el diálogo entre las partes enfrentadasMi reflexión, que quiero compartir con usted, es que muchos de los que  se oponen a la nueva ley ignoran que la única alternativa que plantean con sus principios es meter a la mujer que aborta en la cárcel agravando aún más las condiciones que la han llevado a tomar esa trágica decisión.

- El objetivo prioritario de ese artículo era subrayar la necesidad de un diálogo sin presupuestos descalificatorios y también la de descubrir juntos unos mínimos éticos compartidos desde él. A mi juicio, nadie desea que la mujer que aborte vaya a la cárcel, pero para evitarlo basta la ley actual, que despenaliza en determinados supuestos. Eso es lo que significa “despenalizar”: que no se penaliza. Por el contrario, hablar de un derecho al aborto me parece incoherente en un Estado de Derecho.

- Y ahora una evocación de Bertrand Rusell y de Enrique Miret Magdalena ¿Por qué es usted cristiana?

- Prefiero una evocación de Ricardo Alberdi, un sacerdote irunés, que profesaba una religión del hombre en relación con Dios en el seno de la comunidad eclesial. Esa religión libera, porque no se confía en los poderosos, ni en la nación ni en la etnia, sino sólo en quien puede salvar; hace de cada persona alguien sagrado para la otra persona; y abre el camino de la gracia, el consuelo y la esperanza.

- Adela Cortina es una lectora empedernida de García Márquez, Vargas Llosa, Martín Gaite, Marina Mayoral, Delibes, Endo, Pamuk, Saint-Exupéry, Michael Ende, por citar unos pocos de sus actores de referencia. Tiene también entre sus preferidos a  poetas como  Miguel Hernández, Antonio Machado y García Lorca. Desde esa riqueza lectora entiende que también la ética debe tocar a la estética y que ésta ha “de ser realmente creatividad, y no intento cansino de llamar la atención por lo extravagante o de vender sin más”. En gustos personales, confiesa alimentarse, en todo caso, más como lectora que como  espectadora de cine. No obstante ponemos fin a esta conversación con una referencia cinematográfica, aunque basada en un relato literario. Volvemos al día en que  la escuché en la Juan March hablar de los grandes dilemas morales que se le pueden plantear al ser humano. Recordé el que para mí es el mayor al que se puede enfrentar una madre. Es la última secuencia de La decisión de Sophie: la protagonista llega deportada a una Estación de tren para ingresar en un campo de concentración nazi, un oficial sin escrúpulos la pone ante el dilema insoportable de tener que elegir a cual de sus hijos, niña y niño, elige para quedarse con ella, el otro morirá. Esta es, como digo, la última secuencia, toda la película es el relato de la vida de esta mujer en Estados Unidos, marcada esa vida por aquel acontecimiento ocurrido algunos años atrás.

- Afortunadamente, en la vida no solemos encontrarnos con dilemas, sino con problemas. No suele haber sólo dos caminos, sino que cabe pensar más posibilidades. Por eso me parece que los dilemas están muy bien para una ficción cinematográfica o literaria, pero dudo mucho de sus virtualidades científicas, a pesar de que los neurocientíficos y los psicólogos cognitivos les den mucho peso.

En La decisión de Sophie  no se plantea un dilema moral, ni siquiera un problema moral, la protagonista no tiene siquiera la opción del mal menor, porque no existe. Su decisión no es moralmente buena ni mala, no se encuentra en el ámbito de la moralidad. Lo verdaderamente inmoral es que puedan existir seres humanos capaces de someter a otra persona, en este caso a una madre, a esa tortura. Lo realmente inmoral es el grado de inhumanidad al que puede llegar el ser humano.

Grado de sufrimiento por su inhumana situación carcelaria, como el que debió sentir Miguel Hernández cuando escribió en su celda de Diego de León la “Nana de la Cebolla”. Adela Cortina lo ha elegido para despedirnos: “Vuela niño en la doble luna del pecho: él triste de cebolla, tú satisfecho. No te derrumbes. No sepas lo que pasa ni lo que ocurre”. Podría haber sido “Vientos del pueblo me llevan”, pero hemos preferido los últimos versos de esa obra del poeta de Orihuela entre los “Muchos, muchísimos” que están en el alma intelectual de esta profesora universitaria, escritora y divulgadora de valores que nos ha regalado parte de su tiempo para nuestra compresión ética del mundo. 

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Larrocha

23 de febrero de 2018

Estoy sentado en un banco de una plaza de la ciudad de Dallas, el suelo son baldosas que tienen defines y sirenas en relieve, y ese suelo es lo más parecido al Paraíso que ahora mismo podría llegar a obtener, a mi lado hay un árbol, el árbol tiene en su base un enchufe con un protector para la humedad y el agua, el enchufe es de plástico, no sé cómo se llama el barrio en  el que me encuentro, conecto mi ordenador portátil al enchufe-árbol, aquí parece que en los árboles ponen enchufes para que los hombres de negocios y los desocupados se conecten al más allá mientras toman fideos chinos al mediodía o fuman un cigarrillo, e inmediatamente la batería de mi Mac se pone en modo carga, inevitablemente me pregunto de dónde sale esa energía, inevitablemente pienso en la savia del árbol, inevitablemente pienso en un satélite de comunicaciones, inevitablemente pienso en un río, la mayoría de las cosas, me digo, si se piensan hasta sus últimas consecuencias terminan en la metáfora del satélite de comunicaciones o del río, ahora noto la energía de ese árbol, me aprovecho de algo que, tengo la impresión, le sobra a la ciudad o la vampirizo, no sé, pasa un tipo con una carro de la compra, pasa por la acera de enfrente, tira de él, el tipo va delante y el carro va detrás, y pienso de repente en los epílogos, sí, en lo que va detrás de las obras, al final de las obras, pienso que una obra puede tener un epílogo explícito, pensado, pero que voy a pensar en otra clase de epílogos, me refiero a los epílogos de la obras que no tienen epílogos ni explícitos ni pensados, hay dos formas de generar epílogos una vez la obra han sido publicada, 1) modificándola cada cierto tiempo, y 2) no modificándola. En el primer caso, el epílogo es evidente: las revisiones que el propio autor hace de su obra, y en el segundo caso, el epílogo es, digámoslo así, mental, puramente temporal, y vendrían a estar constituido por la suma de las relecturas de la obra, convirtiéndose así ese epílogo en un bloque de múltiples capas de epílogos, no visibles, que el tiempo va creando, porque, y esto que diré ahora es lo más importante que a este respecto pensé estando sentado en aquel banco y enchufado a un enchufe de un árbol de un parque de una ciudad llamada Dallas: las múltiples relecturas que sobre la obra va haciendo el tiempo, aunque sean contrarias, aunque propongan ángulos opuestos, no se anulan, se suman: la resta es una operación aritmética que nada significa, es ilógica, cuando del tiempo y de la evolución de una obra a través de diferentes culturas estamos hablando. Un refundido de la obra en la propia obra. Me interesan esas capas de epílogos, me dije.  El epílogo de un cuadro o de una foto analógica, además de sus relecturas, es también el polvo que va acumulando, la modificación de su propia materia, que cambia la impresión visual y táctil de la obra. En un libro eso no es posible. La naturaleza del libro se parece más a una foto digital, que no se corrompe materialmente a no ser que sea deliberadamente destruida, o cuando menos es otro tipo de corrupción más abstracta, más mental, que entronca, evidentemente, con la paranoia del lector. Pero pienso también en las ciudades, me interesan más las ciudades que cualquier libro, y me pregunto, ¿cuál es el epílogo de una ciudad? O mejor aún ¿cuál es el epílogo de un país? No creo que sea posible que algo, por definición inconcluso y siempre inacabado, como lo es un país, pueda tener un epílogo, a no ser que estemos hablando de países que ya no existen en los mapas, por ejemplo, Checoslovaquia, o la URSS. Pero no, no estoy hablando de esa clase de países. Podría pensarlo, podría pensar en esa clase países, pero ahora mismo me da pereza, ocurre muchas veces: tienes una idea, sabes que por poco que le des vueltas saldrán cosas interesantes, percibes el potencial de esa idea como un todo que aunque no esté escrito ni verbalizado ya lo estás viendo en tiempo presente, y pasas, no piensas en esa idea, y ése es ahora mi caso, porque prefiero hablar de los otros países, de los que aún salen en los mapas. En Dallas hay un lugar llamado Deeley Square, una especie de plaza en la que desde hace 45 años nada se modifica; ahí murió asesinado JFK. En esa plaza, el punto exacto en el que se encontraba el descapotable cuando la cabeza del presidente recibió el primer impacto de bala, está señalado con una equis blanca en el asfalto. Nadie la toca salvo para repintarla. Alrededor, los árboles, los edificios, el césped, la coloración de los edificios, todo, se conserva en el mismo estado en que se encontraba  aquel día, el de la tragedia. Todo parece indicar que en ese punto el tiempo se ha detenido en beneficio de una leyenda urbana, nacional, leyenda que no es el asesinato de JFK propiamente dicho, sino otra cosa que presumiblemente tiene que ver con ese asesinato, me explico: un día, en un tiempo que no queda determinado, pero hace menos de 45 años, un coche entró en lo que ya se da en llamar el “radio de acción de fenómeno” y su motor comenzó a hacer ruidos; en efecto, al llegar justo al lugar donde fue asesinado JFK, donde ahora hay una equis pintada en el asfalto, se paró. No volvió a arrancar jamás. Lo mismo ocurrió poco tiempo después con un bus de jubilados: hallándose maravillados de que en ese lugar nada hubiera cambiado [todos lo habían visto cientos de veces en la famosa grabación doméstica del asesinato], el bus se detuvo; tuvieron que bajarse e ir caminando un par de calles, donde les recogió otro bus de la misma compañía; en ese trayecto, a pie, a un anciano le dio un infarto, pero eso es anecdótico, el caso es que el bus no volvió a arrancar más. Dados estos antecedentes, y a fin de saber hasta dónde llegaba el radio de acción de ese “triángulo de las Bermudas”, se ideó el siguiente método: que un vehículo fuera en dirección a la equis hasta que se detuviera por sí solo, y dejarlo allí, no tocarlo. Después iría otro coche, que presumiblemente se pararía al lado del anterior, y tampoco tocarlo. Ya serían 2. Después otro, que se aproximaría por el lado contrario, y al que le se supone que ocurriría lo mismo, y lo dejarían allí también y así con cuantos automóviles fueran necesarios, para ir dibujando con ellos la extensión, forma y perímetro del extraño fenómeno. Por fuerza tendría que haber un punto más acá a partir del cual ningún motor se detuviera. El resultado de esa acumulación de automóviles parados arrojó una figura de un radio máximo de 38 metros, no exactamente circular, más bien abstracta, a la que, observada a vista de pájaro, algunos le encontraron parecido con la cara de JFK de perfil, otros con la de Marilyn de frente, y la mayoría con nada. Como todo lo que tiene que ver con el asesinato de JFK, la cosa quedó así. Por perplejidad, no se investigó más. Exceptuando bicicletas, actualmente el área está cerrada al tráfico rodado. A esto me refería antes cuando me preguntaba por el epílogo de un país que aún sale en los mapas. Está claro que ese epílogo no puede ser otra cosa que su dimensión fantástica, sus leyendas, en este caso leyenda urbana, que, como los números complejos, están  compuestas por una parte real y su correspondiente parte imaginaria. En el caso JFK, una vez conocida esa extensión horizontal del fenómeno, imagino que quedaría por determinar la dimensión vertical, es decir, qué profundidad bajo tierra alcanza el efecto. Para ello habría que cavar, cosa que no se ha hecho ni creo que se piense hacer [ya que, entre otros motivos, se destruiría físicamente la materia misma del mito nacional, cifrada en ese punto de asfalto marcado con una equis], y tirar al hueco automóviles para observar si se detienen, aunque supongo que bastaría con tirar motores de automóviles en funcionamiento. O hacer túneles, eso estaría mejor, construir túneles de metro a varias profundidades y ver cuál es el primero en no detenerse al pasar bajo la equis pintada en el asfalto. Eso constituiría un segundo epílogo, un epílogo al gran epílogo norteamericano, pero no sé si sería posible en un país como éste en el que toda construcción cultural se fundamenta en el espacio, en el espacio horizontal: en el horizonte. En USA, todo mito construido sobre algo que penetre verticalmente en la tierra, se consideraría monstruoso, infernal, de la misma manera que en tiempos de pioneros, los agricultores hacían pozos para buscar agua, subterránea actividad que los ganaderos y vaqueros consideraban directamente diabólica. Estoy sentado en un banco de una plaza de Dallas, a mi lado hay un árbol, el árbol tiene en su base un enchufe con un protector para la humedad y el agua, el enchufe es de plástico, desconecto mi ordenador portátil del enchufe-árbol, inmediatamente noto que comienza a bajar el nivel del indicador de batería, baja muy rápido, inevitablemente me pregunto dónde irá esa energía, inevitablemente pienso en la savia del árbol, en satélites de comunicaciones que no conozco ni jamás conoceré, en un río que idem, también noto una pérdida energética en mí, algo se aprovecha de mí, tengo la impresión de que la ciudad, el país entero, me vampiriza, y que no parará hasta que me desmaye sobre los adoquines de esta plaza, que tienen sirenas y defines en relieve y son lo más parecido al Paraíso que en estos momentos podría llegar a obtener. ¿Y los muertos de una ciudad -me digo mientras me desplomo-, qué clase de epílogo son los muertos de una ciudad?

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Fernández Mallo

23 de febrero de 2018

El calor ha vuelto a imponerse sobre el ligero frescor de los días pasados y el profesor Souto ha dormido muy mal, como todas las noches, con sueños que no recuerda pero que le dejan una impresión desazonadora.

Ayer ha cenado con Ferrán, un  primo que pasa todos los veranos por su casa de vuelta a su tierra natal. Es un ardiente nacionalista, un nacionalista místico, soberanista, que al hablar de ello parece encenderse en una fe profunda que vuela por encima de lo que los demás puedan pensar.

El profesor Souto opina que el nacionalismo es una nueva enfermedad infantil de esta sociedad posmoderna, el intento de un imposible y falaz acceso a un útero materno mágico, trascendente, colmado de promesas fructíferas. Que en el camino del logro soñado se pierdan cosas sustantivas para la propia colectividad, es lo de menos para esos devotos.

De la gente que lo rodea, el profesor Souto ha recogido algunas anécdotas bastante ilustrativas del asunto. Un amigo suyo escritor le contó que hace unos años visitó Kazajstán para un asunto literario. Esperaba poder contemplar la Estepa del Hambre, la Estepa Pobre,  que cruzó el bravo Miguel Strogoff,  así como la cordillera del Himalaya desde el norte, esos lugares por donde debe serpentear el famoso Paso de Khyber, tan importante en el Gran Juego en el que estaba enredado Kim.

_Poder asomarme, en fin, a algunos de los parajes de la imaginación literaria y cinematográfica de mi infancia y adolescencia. Sin embargo, una niebla espesa lo cubría todo, y además me hicieron atravesar la Estepa Pobre en un tren nocturno, de manera que no conseguí ni siquiera vislumbrar aquellos parajes soñados en mis primeras lecturas, tan lejanas. Pero en aquellas jornadas tuve un encuentro con los escritores del Pen Club del país, que vivía la efervescencia de una recuperación nacionalista marcada por el idioma, con claro rechazo de la lengua rusa. En cierto momento uno de los escritores locales, no sin una agresividad cuya causa no pude descifrar, me preguntó, a través del intérprete si conocía algo de la literatura kazaja. “Conozco la obra fundamental, según ustedes mismos proclaman: Sangre y sudor, de Adizhamil Nurpeísov.” Mi interlocutor me miraba con sorpresa. “Pero la conozco porque se tradujo al ruso, que es una de las grandes lenguas de cultura, y del ruso pudo pasar fácilmente al español. Si no se hubiera traducido al ruso, seguro que no la conocería”, añadí. Marcó el rostro del escritor local una mueca de disgusto, y yo desvié los ojos. En el centro del restaurante, un lugar algo estrambótico, de techo muy bajo,  había un pequeño  estanque que los camareros salvaban a través de un puentecito, con bastante acrobacia de bandejas. Una carpa que nadaba en el estanque se detuvo, asomó la boca,  y a mí me pareció que exclamaba, de una forma que yo solamente podía entender: “¡Viva nuestra gloriosa identidad!”.

Su amigo había contemplado al profesor Souto con aire risueño, antes de continuar contándole lo que le había dicho a su interlocutor:

_“A partir de ahora, si ustedes pierden el ruso, sus obras maestras  literarias lo van tener más difícil  para atravesar las fronteras”. El tipo no me volvió a dirigir la palabra en todo el almuerzo, aunque yo llegué a mantener un interesante cambio de impresiones con la carpa.”

Otra historia que le contó al profesor Souto un amigo escritor distinto del anterior:

_En una ocasión, en Harvard, invitaron a escritores de diferentes lenguas de España para que expusiésemos nuestra relación con el lenguaje como fuente de inspiración e instrumento de trabajo. Tras el acto académico, un escritor en su lengua vernácula, a quien conozco desde hace muchos años, continuando, ya en privado, la charla sobre el lenguaje, sus contenidos y sus posibilidades expresivas, me dijo: “En castellano solo tenéis un término para expresar el tocamiento delicado del otro cuerpo: acariciar. En cambio, en nuestra lengua tenemos muchos más: sobar, manosear, magrear, popar, mimar…” “¡ Si nosotros utilizamos también todos esos términos!”, repuse. “Pero no les dais la misma ternura que nosotros.” Disimulé mi sorpresa con un aparente halago: “Eso debe significar que vosotros sois unos amantes extraordinarios.” En su rostro se mostró una sonrisa misteriosa. Entonces miré a su compañera y descubrí en sus ojos un relumbre de brasas vivas que no supe cómo interpretar. Preferí guardar silencio y no decirle que esta lengua de la que él no se sentía dueño, esta lengua mía, también había sido de los suyos alguna vez,  y había permitido, entre otras cosas, que muchos de ellos emigrasen a América para sobrevivir, y que grandes escritores de su tierra,  que ellos no dejan de considerar suyos, han escrito en esta lengua “mía” preciosos textos literarios.

Mientras Ferrán sigue en su habitación, sin duda durmiendo todavía, al profesor Souto se le ocurre un cuento breve, que escribe sobre la marcha:

 

 

CONTRA LA ESTUPIDEZ

_Este fue uno de los espacios más singulares del planeta –explicaba el antropólogo alienígena a sus congéneres,  mientras sobrevolaban aquella parte del planeta.  –El territorio no es muy extenso, como podéis comprobar, pero es una península en el extremo de un continente, situada frente a la cabecera de otro,  rodeada por mares distintos, y en su superficie se alternan toda clase de estructuras telúricas, las costas verdes, las montañas abruptas, los páramos, los montes boscosos, los desiertos, las vaguadas, los valles, las vegas de pequeños y  grandes ríos. Como su poblamiento humano fue muy antiguo, en él se fueron depositado sucesivos estratos culturales. Cuando la mayoría de la península constituía  un solo sistema político, sus habitantes podían disfrutar fácilmente de una variedad paisajística, alimentaria, folklórica, arquitectónica, lingüística, de la que todos eran comunes propietarios… Pero a mediados del siglo XXI, una parte de sus habitantes decidieron separar del resto sus pequeños espacios, trazar fronteras de acuerdo con las diferentes lenguas y lo que sancionaron, con  mendacidad, como contrapuestas culturas. La disgregación se generalizó, cada territorio vecino fue considerado un adversario, y ahora ese espacio singular se ha convertido en un mosaico de minúsculos territorios ensimismados en la contemplación de su propia pequeñez.

_¿Y no se han planteado lo absurdo de ese desmenuzamiento? ¿No han comprendido que aquella diversidad era una riqueza para todos, y que la han desbaratado?

No. Y nadie pudo ayudarlos a comprenderlo, pues como dijo uno de los antiguos pensadores humanos, llamado Horacio, “contra la estupidez, los propios dioses se encuentran impotentes”.

Paseando ayer por el parque, antes de la llegada  de su primo, el profesor Souto se encontró con varios gatos sin hogar, y pensó que acaso estaban organizados en naciones. Una se denominaría  Teselia, por ejemplo, otra Laconia, la tercera sería Prélada, la cuarta, Densira, nombres sonoros. Sin embargo, los gatos se dispersan libremente, a no ser que se los encierre, porque solo los seres racionales comprendemos esos conceptos de Nación y de Estado: seres de la misma especie, separados por barreras artificiales. Claro que los gatos marcan con la orina su territorio: ellos también tienen  una nación, en cierto modo. Esa misma que nosotros queremos marcar con el lenguaje, como una especie de orina simbólica.

Después de desayunar  con Ferrán, el profesor Souto vuelve durante un rato al ordenador, porque se le han ocurrido unos cuentecitos distópicos:

 

 

MINILANDIA

El maestro está cada vez de peor humor, pues nadie en el alumnado sabe contestar a sus preguntas.

Ha empezado con países exóticos, Kazajstán, Birmania, República de Togo, Guinea Bissau, pero tampoco saben cuál es la capital de Rusia, ni la de los Estados Unidos, ni la de Argentina, ni la de México, ni la de China, ni siquiera la de Francia, Italia, o Alemania.

_ ¿Pero es posible que no conozcáis ninguna capital del mundo? ¿Se puede saber qué habéis estudiado?

Niños y niñas lo miran confusos, con mucha extrañeza, mostrando un desconcierto que parece sincero, como si estuviese hablándoles en un idioma desconocido.

_ A ver, Marquitos –exige el maestro , llamando a uno de los alumnos más aplicados de la clase. - Dime inmediatamente en qué país vivimos y cuál es su capital.

_ Minilandia, capital Nanópolis - responde el niño, sin titubear.

El maestro se ha quedado estupefacto, pues comprende que el niño está seguro de lo que ha dicho, y en las miradas del resto de la clase hay también la corroboración de una certeza.

Los ojos del maestro vagan por la clase, tropiezan con el mapa, descubre que la familiar figura de la Península Ibérica, con las comunidades autónomas señaladas con diferentes colores, ha sido sustituida por otra figura, una especie de isla redondeada, y se siente arrollado por un vértigo atroz, al sospechar que toda la realidad que hasta ahora le rodeaba ha cambiado con  inimaginable brusquedad.

 

 

NANÓPOLIS

_ Una ciudad única en el mundo -dice el portavoz de la  comisión de juntas vecinales muy orgulloso, mientras los intérpretes traducen sus palabras. -Está constituida por diecisiete barrios, todos autónomos, cada uno con su lengua propia,  con sus culturas y sus tradiciones, incluso con su nombre diferenciado para la ciudad, con su propio sistema escolar  y sanitario, con sus transportes, que cubren solo el barrio correspondiente. ¡El triunfo de las identidades en un mundo perversamente globalizador!

_ Pero resulta complicado recorrerla –aduce un periodista.

_ Las pequeñas dificultades no deben ser sino un aliciente más para el turista culto, -responde el portavoz con suficiente petulancia.- ¿Tienen alguna pregunta  que hacer?

Otro periodista levanta la mano:

_ ¿Usted ha oído hablar de Babel?

Ferrán, que se va a marchar después de comer, está pesadísimo con el Estatut, el Tribunal Constitucional, las diferencias ontológicas y el natural soberanismo que se deduce de todo ello, y al profesor Souto se le ocurren nuevas ideas:

 

                          

SOBERANÍAS DE BOLSILLO

_ El día en que hablemos cada uno solamente nuestra propia  lengua, el gallego, el bable, el cántabru, el euskera, el navarro, la fabla, el ansotano, el panticuto, el cheso, el belsetán, el chistabín, el patués, el catalá, el mallorquí, el menorquí, el patxuezu, el lliunés, el castellano, el lleidatá, el tarragonés, el madrileño, el castellonés, el valenciá, el apitxat, el castúo, el sayagués, el  manchego, el alicantí, el alcoyá, el andalú, el sebiyano, el granaíno, el almeriense, el gaditano, el malagueño, el canario santa crú, el canario palmeño… El día en que nuestros hijos puedan conocer profundamente las grandezas de nuestras historias respectivas y de sus héroes y heroínas… Ese día habrá desaparecido para siempre la opresión imperial que ahora nos asfixia y seremos libres, y tendremos cada uno fronteras claras que delimiten nuestro espacio nacional, y cada uno nuestro ejército para defendernos y para reivindicar nuestra verdadera dimensión territorial. ¡Ese día, por fin, seremos todos soberanos, en el mejor sentido de la palabra!

_ Me parece estupendo, querido, pero es hora de cenar y resulta que no tengo nada en casa. Voy a pedir una pizza por teléfono.

_¿ Y no prefieres salir a tomar una hamburguesa?

Antes de salir a almorzar beben un vasito de vino y el profesor Souto lo paladea, le llena la mente y  la boca de impresiones alegres. En este caso se trata de un espléndido Cabernet Sauvignon del Penedés que ha traído como obsequio el primo Ferrán. Una idea nueva ronda su cabeza, y espera escribirla por la tarde:

 

  EL  IDIOMA SECRETO

Arnaldo Oseja sintió iluminarse sus más hondos sentires el día que conoció la existencia de Don Juan de la Coba y Gómez –hoy Xan da Coba –ilustre orensano –hoy ourensán- agrimensor y prolífico autor de teatro, que, a principios del siglo XIX, inventó un idioma particular, el trampitán, y hasta escribió en él una ópera –La trampitana-. ¡Un idioma particular, exclusiva propiedad de su imaginador!.

Se propuso llevar a cabo una construcción semejante, y lo ha conseguido tras cinco años de invención esforzada: tiene un lenguaje que sólo él conoce, en el que se propone pensar y sentir, que lo incomunica estrictamente del resto del mundo, aunque para relacionarse con sus vecinos, familiares y compañeros de trabajo utilice la lengua común.

Pero en ocasiones como esta, cuando celebra la exaltación de su propia bandera, un rectángulo de seda donde se combinan los colores del rosado camisón materno y de la corbata verdosa del abuelo Matías, piensa y habla en osejín, y está convencido de haber dado un paso más en la afirmación de lo que el ser humano tiene de persona, mientras brinda en soledad con una copa de cava.

Cuando el primo Ferrán se ha ido ya, el profesor Souto repasa sus ocurrencias y de repente le parece que no tiene sentido que, a estas alturas tenga ganas en enardecerse por algo tan estúpido como el nacionalismo o el antinacionalismo, por las lenguas y esas fascinaciones entrañables que suelen suscitar, y sobre los procesos de alquimia política que las quieren convertir en armas. Y va a cerrar el ordenador, cuando se le ocurre la última idea:

 

 ABECEDÁRICA NACIONAL

Autodeterminación Bullente, Condensando Diferentes Exigencias, Fulgura Genesíaca Hacia Inefables Júbilos. Karma Liberado, Menosprecia Nudos Ñoños, Olvida Pasadas Quimeras. Renazcamos Soberanos Trepidantes:  ¡Unas Virulentas  Webs  Xenófobas Y  Zúrralos!

 

Escrito en Lecturas Turia por José María Merino

13 de febrero de 2018

                                 

                      A cada hombre lo limita un deseo y un cansancio.

                                   Es el precio de vivir.

                                   También un filamento de tristeza,

                                   una impaciencia inigualable,

                                   un arrepentimiento por amor

                                   y otras costumbres con que tensar la biografía,

                                   con que ofrecer misericordia a lo que existe,

                                   una respuesta a lo que nadie ha preguntado,

                                   un calor a quien nos educó en el daño.

 

                                   Vivir es una invitación para el naufragio.

                                   Una norma convenida que decide por nosotros.

 

                                   Piensa en ti sobre esta cama de hospital.

                                   Piensa en el atajo de los sueros y las sondas,

                                   agujas y saetas adentro de tu piel,

                                   en el miedo que se pone de tu parte.

                                   Y yo no sé si te das cuenta,

                                   pero en esta habitación de solamente espera

                                   la ausencia de tumulto nos hace más despojos.

                                   Tanto tiempo para esto,

                                   tanta fundación furiosa

                                   y tanto empeño por amar de más a más,

                                   y hacer viajes muy largos,

                                   para ir hacia la muerte sin saber,

                                   confiado en que aguantar es el triunfo,

                                   seguro de que aún no eres reliquia

                                   porque hoy tu corazón resiste indultos.

                                  

                                   Qué barrio viejo es la esperanza,

                                   qué inútil la memoria,

                                   qué brindis de la fiebre contra el ojo

                                   cuando el frío ataca una vez más

                                   y nada ya nos pertenece.

 

                                   Cómo cansa en este cuarto la grandeza de estar vivo.

                                   Qué equívoca piedad la del insomnio

                                   cuando un padre se consume ante nosotros,

                                   cuando aprieta el gesto contra el mundo

                                   y le falta su denario de aire limpio,

                                   la indulgencia tarde arriba del oxígeno,

                                   la mano condenada que reclama su entereza

                                               y su estancia aún entre nosotros,

                                   esa mano que el dolor allana

                                   e intuye un día que morir

                                                                       quizá sea en verdad

                                                                                  aquello que viviendo casi olvidas.

 

 

 

                                                                                 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Lucas

El lamentable caso del señor Silva da Silva e Silva yace encerrado en los archivos del doctor Costa da Costa e Costa, psicoanalista portugués, y solo hoy puede ver la luz, considerado el “vencimiento” del caso, como más tarde se verá, sin que con ello se vperjudique en manera alguna la sacrosanta privacidad del señor Silva da Silva e Silva.

El señor Silva da Silva e Silva nació en mil novecientos cuarenta y dos en un gracioso barrio de la ciudad de Lisboa, el Restelo, lugar elegante y letificado por jardines, escogido como barrio residencial por las familias lisboetas de buen tono y zona predilecta de las embajadas de todo el mundo. Su padre, al parecer, era un afamado veterinario, a quien se confiaba la salud de los delicados caballos árabes usados en las touradas y criados precipuamente en la zona de Alter do Châo, tradicional sede de fincas y finquitas de la pequeña aristocracia portuguesa descendiente de los Marialva (familia notablemente antipática, según dicen algunos, por más que esto, con el asunto que aquí se trata, no tenga nada que ver).

El señor Silva da Silva e Silva fue el hijo único de una madre que había dejado ya de ser joven cuando lo tuvo, lo cual, a decir del médico de Oxford que más tarde lo sometió a cura, podría hallarse acaso en la raíz de sus tormentosos problemas. Pero no anticipemos el diagnóstico final, que, como veremos, fue muy distinto por lo demás. Tuvo, el angelote, como suele decirse, una infancia “dorada”, con muchos juguetes, muchísimos. Todos lo adoraban, su papá, su mamá, su vieja criada de confianza, Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo, a quien todos llamaban familiarmente en casa Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo (cosa de lo más comprensible, si se piensa en la abnegación de las criadas de otros tiempos), y hasta la joven criadita Maria de Samantha, la última en llegar a la casa de los Silva da Silva e Silva, y bastante descaradilla, por cierto. Y es que resultaba natural querer a aquel niño: muy mono, de pelo rubio dorado sobre una tez clara (evidentemente, sus cromosomas eran de cepa céltica, como los de su madre, y no árabes como los de su padre, aceitunadillo y bastante velloso además), una sonrisa siempre radiante en su amable carita, incluso con los extraños, sin la menor sombra de recelo ante la maldad del mundo, lo que sí caracterizaba a sus padres, según decían los conocidos. Era una alegría contemplarlo. Si en lugar de los dos caballos árabes de la gloriosa familia Costa da Silva e Costa e Costa, como nos lo muestra su primera fotografía de su infancia, hubiera habido un buey y una mula, el pequeño Silva da Silva e Silva sería igualito igualito al Niño Jesús, tal como se ve en los famosos calendarios del Padre Piedoso del Montequeso Mantecoso, fundador del Opus Night, una pía comunidad de creyentes, decididos a defender a toda costa no solo la Vida sino también la Bolsa.

Además de dorada, la infancia del señor Silva da Silva e Silva fue también feliz. Por lo menos hasta su segunda parotiditis. Porque la primera parotiditis la tuvo como todos los niños, al igual que la varicela, la escarlatina, la rubeola, el sarampión, la tosferina y todo el resto de las inevitables enfermedades infecciosas que atormentan la infancia de los seres humanos (lombrices no, porque no son una enfermedad infecciosa y porque en casa de los Silva da Silva e Silva la comida era de primera calidad).

Durante todas esas enfermedades, el pequeño Silva da Silva e Silva fue objeto de los amorosos cuidados de su mamá, de su papá, de su médico de cabecera, el doctor Fonseca da Fonseca e Fonseca, así como de su vieja criada de confianza, Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo, a quien todos llamaban familiarmente Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo. El preanuncio del lamentable caso que iba a atormentar la vida del señor Silva da Silva e Silva se presentó, por lo tanto, con la segunda parotiditis, vulgarmente llamada paperas. El trece de mayo de mil novecientos cuarenta y siete, día de su quinto cumpleaños, a la par que aniversario de la milagrosa aparición de Nuestra Señora a los tres pastorcillos de Fátima; aquel día, los padres del pequeño Silva da Silva e Silva, de regreso de las sacras celebraciones en la Basílica de Estrela, donde habían cantado pías loas no solo para conmemorar la aparición de Nuestra Señora, sino también para comunicarle que, si lo consideraba oportuno, no dudara en aparecer de nuevo, pues todo el mundo estaría encantado, porque repetitia iuvant, le vieron salir a su encuentro en el pasillo, con los piececitos descalzos, los ojos enrojecidos, el cuello hinchado como un almohadón, la frente en llamas a causa de la fiebre.

—Este niño tiene paperas —exclamó la vieja criada Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo, a quien todos llamaban familiarmente Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo.

—Pero si ya las ha pasado —replicaron al unísono sus consternados padres.

Fue llamado para una consulta el doctor Silva da Costa e Silva, quien confirmó el diagnóstico de parotiditis. Si bien, detalle importante, únicamente en sus síntomas. Porque exámenes más minuciosos a los que el escrupuloso doctor Fonseca da Fonseca e Fonseca le sometió, revelaron que a tales síntomas no resultaba corresponder patología alguna. Fue así como dio comienzo el lamentable caso del señor Silva da Silva e Silva.

Al año siguiente contrajo unas fiebres tifoideas que casi lo llevan a la tumba. O, mejor dicho, los síntomas de estas, porque en un examen minucioso de la orina y de las heces no se detectó la bacteria del tifus. Cuatro años más tarde, llegó el turno de la malaria (enfermedad obviamente inconcebible en un barrio elegante como el de Restelo, por mucho que Portugal, en aquella época, no fuera exactamente un país de lo más avanzado, como tantos otros, por lo demás) con tercianas espantosas, sudoración y delirios. Pero tampoco esta vez el agente patógeno pudo ser detectado al microscopio. A los catorce años, se le manifestó, con todas las de la ley, una potente meningitis, de esas que presentan dos opciones ineluctables, el fallecimiento o la demencia incurable, que sumió a los desdichados padres del pequeño Silva da Silva e Silva en el pánico más absoluto. Al cabo de una semana, el muchacho estaba mejor que nunca.

La adolescencia del joven Silva da Silva e Silva, que entretanto iba convirtiéndose en un muchacho de lo más atractivo, objeto de lascivas miradas por parte de sus compañeras de colegio (“Loiro era e bonito e de aspecto gentil”), como tuvo ocasión de decir una de sus profesoras de secundaria, quien, en vez de apreciar a Florbella Espanca, poetisa muerta suicida por amor, se concentraba quién sabe por qué misteriosas razones en Dante Alighieri, por más que en traducción portuguesa, se presentaba bastante difícil. A los quince años contrajo una blenorragia con numerosas complicaciones, como es natural, sin haberse acercado jamás a hembra alguna (en el Portugal de la época, ¡no faltaba más!), y por lo tanto completamente sintomático, que, como es natural, no fue curada por la penicilina que contra sus síntomas resultó poco eficaz, sino por los amorosos cuidados maternos, por las exquisiteces culinarias de la devota Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo, a quien todos llamaban familiarmente Maria da Piedade de Lourdes da Ascençâo, y por unas vacaciones, notablemente prolongadas, en la finca de la aristocrática familia Costa da Silva e Costa e Costa, cuya generosidad llegó al extremo de transformar algunos de sus establos en una dépendance habitable, obra confiada al arquitecto Costa da Costa e Costa (primo del doctor Costa da Costa e Costa, que más tarde se convertiría en su psicoanalista), uno de los más caros de Lisboa.

Mientras tanto, el muchacho se había hecho un hombre y había emprendido estudios de historiografía en la universidad local, entre una enfermedad y otra; o mejor dicho, entre los síntomas de una enfermedad y otra. Y había encontrado una novia, enamorada como loca de él, dado que era un hombre muy guapo, tal como su adolescencia daba ya a entender, la hija única del rey de los tribunales de Lisboa, el célebre abogado Fonseca da Fonseca e Fonseca, primo del médico de cabecera de la familia Silva da Silva e Silva.

La muchacha, de familia cosmopolita y acostumbrada por lo tanto a las grandes capitales europeas, a diferencia de su prometido, quien, aparte de Lisboa, solo conocía Santa Comba Dâo, aldea natal de António de Oliveira Salazar, sobre el que joven Silva da Silva e Silva estaba escribiendo su tesis de licenciatura, armándose de valor, un día en el que se hallaban en el paseo marítimo de Cascais, justo delante del palacete del ex rey de Italia, Humberto de Saboya, le dijo:

—Yo creo que tienes algún complejo freudiano que te horada el alma. Lo que te hace falta es un psicoanalista.

Fue así como dio comienzo el análisis psicoanalítico del joven Silva da Silva e Silva, en busca de su misterioso complejo, con el doctor Costa da Costa e Costa (primo del arquitecto que había reformado los establos de la aristocrática familia Costa da Silva e Costa e Costa), uno de los más caros de Lisboa, que se prolongó durante años, no solo porque las terapias psicoanalíticas, como es bien sabido, son largas, sino sobre todo porque el complejo que desencadenaba los dañinos síntomas de las inexistentes patologías del señor Silva da Silva e Silva se hallaba realmente reprimido, en un profundísimo agujerito de los abismos de su inconsciente, donde el pese a todo penetrante escandallo del doctor Costa da Costa e Costa era incapaz de llegar.

Pasaron los años, el desafortunado señor Silva da Silva e Silva había alcanzado su cuadragésimo cuarto año de edad. A estas alturas, se había licenciado brillantemente y había emprendido una aún más brillante carrera de historiador. Pero no se había casado aún con su amadísima Maria da Contriçâo das Chagas e das Angústias Costa da Silva e Costa e Silva e Costa. Entre otras cosas, porque, más que frecuentar esos lugares horizontales propios de las personas que se aman, como la muchacha hubiera deseado, el señor Silva da Silva e Silva era más que nada asiduo del diván del doctor Costa da Costa e Costa (primo del arquitecto Costa da Costa e Costa), hablando, hablando, hablando, y desentrañando sus más remotos recuerdos infantiles, en una fatigosa búsqueda del trauma que hacía de su vida un infierno.

Hasta que un día, en su deslavazado relato, que el doctor Costa da Costa y Costa, con un eco vagamente lacaniano, definía el Verbo del Yo averiado, el señor Silva da Silva e Silva rememoró el potrillo. Un flash, una escena de su infancia más temprana que el tiempo parecía haber borrado. Y aquel potrillo él lo divisaba encabritado con las patas anteriores extendidas por el aire, mientras su cuerpecillo de tierno infante rodaba por los suelos. El doctor Costa da Costa e Costa, de dicha escena aludida de forma tan fantasmagórica infirió un trauma metafóricamente fálico: en el más tierno Inconsciente del señor Silva da Silva e Silva había un fantasma de formas equinas, y en esa sombra, enterrada en lo más profundo del señor Silva da Silva e Silva, se hallaba en la raíz de todas sus desgracias, como le había ocurrido al pequeño Hans ¡Pobre pequeño Hans! ¡Pobre pequeño Silva da Silva e Silva! Con todo, el doctor Costa da Costa e Costa era un psicoanalista escrupuloso y prudente. No quiso extraer conclusiones apresuradas ni ahondar en tal dirección, orientando el análisis exclusivamente sobre aquella intuición suya. Hizo como si no pasara nada, pero esa misma noche telefoneó a su Maestro, un gran psicoanalista de Oxford, que le había transmitido toda su doctrina, para consultarlo con él. El gran estudioso inglés, el profesor Smith of Smith and Smith, fulminante como a veces saben serlo las grandes eminencias científicas, se limitó a decir:

—Que venga a verme, ya me encargo yo.

El señor Silva da Silva e Silva se trasladó pues a Gran Bretaña, para confiar su lamentable caso en manos de quien tal vez pudiera curarlo. Alquiló un pisito en Oxford (que gravaba notablemente sobre las arcas casi agotadas de su pobre familia) y allí se instaló, renunciando a la presencia de su amada Maria da Contriçâo das Chagas e das Angústias, que acudía a visitarlo cada año el veintiocho de mayo, día en el que el general Gomes da Costa (con un Costa solo) había desalojado del parlamento portugués la quejumbrosa y perniciosa democracia, así como a sus predilectos estudios sobre la vida del doctor António de Oliveira Salazar, sobre cuya grandiosa vida en las bibliotecas de Oxford la bibliografía era escasísima, o mejor dicho, inexistente.

Entretanto, iba estrechando una amistad con un becario italiano que aspiraba a convertirse en doctor en Filosofía de la ciencia, de quien en sus cartas al doctor Costa da Costa e Costa, que exigía ser informado de todo, proporciona un exhaustivo retrato, porque en aquel hombre había encontrado, como iba diciendo, una afinidad electiva, goethianamente entendida, y no solo humana, sino también ideológica; y lo describía come un hombre de enorme sensibilidad, con un vastísimo conocimiento de Julio Verne, y atormentado, como si le royera por dentro un sentimiento de culpa, por una culpa que no era suya, sino de las costumbres de su país, de sus leyes republicanas. Nacido en una aldea rural de la Toscana, pero de una Toscana apartada y secreta, tan secreta como para haber salido indemne de las degeneradas ideas del Renacimiento, y donde ni siquiera las llamadas ideas «ilustradas» del duque Leopoldo de Lorena habían conseguido penetrar, él sentía, por haberse dedicado a estudiar a ese hereje de Galileo, que había traicionado la cultura de sus inocentes antepasados aldeanos, tolemaicos por naturaleza, cuyas creencias, cuya silvestre bondad, si así podía decirse, por más que no hubiera leído aún a Rousseau, que el señor Silva da Silva e Silva no se había atrevido a recomendarle porque, tras aquella magnífica idea del buen salvaje, el ginebrino, como es bien sabido, celaba toda una serie de ideas libertinas (por ejemplo, empreñar a las marquesas o a las condesas que lo acogían en sus vagabundeos de château en château) que sin duda turbarían a su amigo italiano y bloquearían el proceso de revisión que había emprendido en sus propios estudios cientifistas. En efecto, en vez de en la austera biblioteca de la universidad, a esas alturas prefería meditar acerca del peligroso relativismo en el cálido ambiente de un pub regentado por un jovial italiano del sur, que con cordialidad muy mediterránea los recibía cada día con una antigua expresión, probablemente de origen prelatino, “my best wishes aa pucchiacchia 'e màmmeta”; y es que la idea pecaminosa del relativismo no le consentía el sosiego, habiendo comprendido él que en este mundo nada es relativo, y le dejaba insomne todas las noches. Y ese insomnio culpable sin culpa, poco a poco había ido descomponiéndole las facciones, provocándole incluso un ligero bocio y haciendo que pareciera un muerto viviente: pálido, alucinado, con dos enormes ojeras azuladas, típicas de determinados jovenzuelos degenerados que desahogan su propia concupiscencia con la mano en sus genitales y a los que San Luis Gonzaga devuelve a la recta vía. Pero él no era en absoluto un jovenzuelo, todo lo contrario, era un hombre maduro y sus ojeras, desde luego, no se debían a tocamientos —por más que eso el señor Silva da Silva e Silva nunca tuviera el valor de preguntárselo, porque, si bien había confiado su propio ser a la más férrea lógica del psicoanálisis, en su interior sabía que los caminos del Señor son infinitos, y que un arrepentimiento, una sana revisión de la propia vida y de la historia puede pasar incluso a través de un pequeño vicio secreto, que al fin y al cabo es innocuo, porque no produce embriones.

Una cosa que atormentaba especialmente a su amigo italiano era la protección de la pureza de la raza occidental, e itálica en particular, que veía fuertemente amenazada; una inconsciente alarma debido al peligro que corrían sus paisanos, que habiéndose desposado siempre entre consanguíneos desde el Neolítico inferior (parece que ni siquiera los nazis, cuando devastaron la Toscana, se percataron de la existencia de aquella aldea oculta entre los montes) habían sido capaces de mantener una raza purísima, que más pura es imposible, de la que él era precisamente un inequívoco ejemplo. Pensándolo bien, la aldea del amigo italiano del señor Silva da Silva e Silva era un lugar realmente protegido por Dios, al menos por ese Dios para quien reviste particular importancia la raza pura del Neolítico inferior de nuestro Occidente. En efecto, aquella aldea, más que una comunidad, era una extensa familia, que remontaba sus orígenes a un atávico palafito de homínidos que, una vez desecadas las charcas pantanosas circunstantes, de una primitiva economía basada en la cría de cabras y verracos silvestres, habían pasado a convertirse en agricultores, porque un céfiro antiguo, de esos que soplaban sobre el mundo aún virgen, llevó un día hasta allí cierta forma de polen, y alrededor de su palafito, para su enorme estupor, vieron crecer árboles que producían jugosos frutos en forma de pera y que ellos inmediatamente llamaron «peras». Y gracias a aquellos frutos pudieron darse un nombre, pues hasta entonces no lo tenían, llamándose siempre con un expeditivo «oe, oe»: los Della Pera. Y a partir del palafito, la familia se había extendido formando una aldea de una decena de cabañas, trasformadas en el curso de los milenios en viviendas de piedra sin argamasa: en la calle principal, las cuatro casas pertenecían a las hijas y a los hijos de los Della Pera nativos; más arriba se levantaban las casas de los nietos de los Della Pera, y en los alrededores, aquí y allá, las viviendas de las criatura resultantes de los distintos cruces entre los Della Pera. Y, siglo tras siglo, finalmente, había surgido anche una casa parroquial, con un reverendo Della Pera, hijo de algunos Della Pera que habían muerto de peste bubónica, un hombre fláccido aunque enérgico, introductor de la religión verdadera entre aquella comunidad que adoraba las cabras y los verracos, y a los que reveló que no se debe desear la mujer de otro, algo por lo demás imposible siendo toda hembra de por allí una Della Pera. Estábamos en mil ochocientos sesenta y el viejo y querido suelo italiano, dominado por los austriacos, por los Borbones y por un papa que sabía cómo tratar a la plebe, estaba a punto de ser entregado, gracias a un ateo en camisa roja, a una familia real que hablaba francés, a un primer ministro que quería hacer que todos fueran italianos y que tenía la manía del registro civil y de los censos. Los Della Pera, obedientes, se inscribieron en masa en el registro civil como los Della Pera y, obligados a dar un nombre a su propia aldea, la bautizaron como Santa Della Pera en Colina, porque estaba a las faldas de un monte y el sol les daba hasta las dos de la tarde, para iluminar después la cima de la colina que los Della Pera consideraban un lugar forastero.

Para el señor Silva da Silva e Silva hallar un modo para comunicar con el aspirante a filósofo de la ciencia no había resultado fácil. Porque este no hablaba portugués, lo que era  comprensible, pero es que además se negaba a hablar inglés, no por dificultad intelectiva, como insistía en especificar, sino porque lo consideraba un idioma bárbaro, y sobre todo protestante. Y no había querido estudiar francés, juzgándolo el habla caprichosa de ese Siglo de las Luces que había alumbrado la guillotina y a los jacobinos, gentuza que había cortado la cabeza a un montón de personas con apellidos dotados de preposiciones; y aunque fueran preposiciones con minúscula, no dejaba de tratarse de preposiciones, y a ellas el Della Pera era particularmente sensible. Pero el señor Silva da Silva e Silva, que presumía de conocer ciertas presuntas palabras del antiguo luso, que ciertos presuntos arqueólogos habían hallado en la cerámica de las excavaciones de la presunta Citânia, una comunidad del Neolítico inferior, se percató de que su amigo aspirante a filósofo, acaso porque el neolitiqués inferior era la lengua común de toda la civilización del Occidente (una auténtica lengua de nuestras raíces, que hubiera merecido figurar en la Constitución europea a la par que otras raíces) empezó a desempolvar algunas palabras que había aprendido en sus fugaces años de la Universidad de Coimbra. Lo que más temía el amigo del señor Silva da Silva e Silva, cual magnifico ejemplar de pura raza del Neolítico inferior, era que su estirpe, que identificaba con la aldea de Santa Della Pera en Colina, esa estirpe feliz de la prehabla, precedente a la llegada de mestizos como Eneas o los etruscos, pudiera ser contaminada por la circulación de razas vagabundas como los judíos, los islamitas o los magrebíes, que tanto podían ser judíos como islamitas; los curdos, o incluso los africanos, esos que eran negros pero negros de verdad. Razas que se alejaban volando en enjambres de sus colmenas de origen, como abejas famélicas, para ir a absorber el néctar de las flores de las peraledas ajenas. De modo que el señor Silva da Silva e Silva, quien para alcanzar la cultura que a esas alturas hacía de él uno de los mayores historiadores de la escuela de Santa Comba Dão no solo había debido estudiar a los más inasequibles pensadores lusitanos, como el mariscal Carmona o el cardenal Cerejeira, amiguete de Salazar y muy apreciado por Pío XII, sino también a pensadores extranjeros de la talla de Gobineau, Giovanni Gentile y Maurice Barrès, decidió un día que había llegado el momento de poner al corriente a su amigo italiano de la profundidad temática del filósofo francés. Y le habló de la famosa conferencia que el eximio pensador, bajo los auspicios de la Association pour la Patrie, había pronunciado el diez de marzo de mil ochocientos noventa, titulada La terre et les morts, en la que demostraba, sin el menor atisbo de duda, que la tierra pertenece a quienes, allí abajo, tienen sepultados a sus muertos: do you understand? No era fácil hacer entender al Itálico el significado de la palabra francesa «terre», que en portugués se dice «terra», hasta que un día, en el pub regentado por el amable señor que siempre los recibía con sus best wishes a pucchiacchia 'e màmmeta, ayudado acaso por tres o cuatro pintas de cerveza roja, el aspirante a filósofo de la ciencia tuvo una revelación, y como en una epifanía joyceana exclamó: «Ah, la tèra!», que es como se pronuncia en su aldea desde hace millones de años la palabra que indica los terrones y lo que está debajo, sea caolín o basalto. Y con tèra dijo también: «La guèra!», porque la idea de la propia tèra hizo que su pensamiento saltara a la guèra: para defender la propia tèra, come es lógico. Solo que seguía sin entender bien a qué venía eso de los muertos, se le escapaba el nexo. De modo que el señor Silva da Silva e Silva, con algunas palabras en neolítico occidental, y sobre todo mediante gestos, que son un lenguaje universal, se lo explicó pacientemente:

—Os mortos, les morts, los difuntos, the deads se meten bajo la tèra, do you understand?.

Al aspirante a filósofo de la ciencia le costaba entender.

—El muerto a la tèra —repetía con flema el señor Silva da Silva e Silva—, muerto a la tèra, percebe?».

El Itálico tenía en el rostro la antigua expresión de su estirpe que había evitado durante siglos todo mestizaje, esa expresión originaria, purísima, del Neolítico inferior. De modo que el señor Silva da Silva e Silva, haciendo el gesto de uno a quien le da un patatús y cae desplomado, mientras con la mano derecha extendida señalaba el suelo, dijo:

—You pataleta —que es come se dice «patatús» en portugués—, you bajo tèra, do you understand?

En ese momento el aspirante a filósofo de la ciencia comprendió el lazo que existe entre el muerto y la tierra, y el señor Silva da Silva e Silva, en parte en portugués y en parte en neolítico occidental, siguió explicándoselo:

—¿Y qué alimenta, por ejemplo, el peral que crece en nuestra tierra? El muerto, nuestro muerto. Esa es la fuerza de la autoctonía, ¿entiende la palabra?, la autoctonía es la linfa que nuestros muertos dan a nuestros perales y a nuestras peras, el suyo es un abono sagrado, hecho de las mismas células de nuestra raza que hace de nuestra tierra un producto de denominación de origen, piense en las peras williams austriacas, que los austriacos consiguen que crezcan hasta en las botellas de aguardiente: ¿sabe por qué son de una calidad inigualable? Porque son arias de la mayor pureza, porque los serbios detuvieron a los sarracenos a las puertas de Viena. No hay ni un solo turco bajo estos perales, querido amigo, ni un solo turco, do you entender o no?».

El aspirante a filósofo de la ciencia, al oír hablar de esas peras y perales, por más que en su aldea no crecieran williams sino las llamadas peras almizcleñas, entendió, vaya si entendió. Porque una pera no deja de ser una pera, es más, come hubiera dicho Gertrude Stein, una pera es una pera es una pera.

Fue realmente una hermosa amistad, basada en la camaradería y en la autoctonía, palabra que el aspirante a filósofo descifraba mal al ser de origen griego, pero que entendió mejor cuando el señor Silva da Silva e Silva le reveló que la palabra latina correspondiente a autóctonos era «terrigenes», es decir, terreno. Una camaradería que por desgracia duró solo tres meses, porque el aspirante a filósofo tenía una beca trimestral que le pagaban los sanperalistas en Colina que habían tenido que emigrar a los lugares más remotos del globo, porque en Santa Della Pera en Colina las peras no bastaban para todos. Y el presidente de la comunidad emigrada, gente que se hallaba a San Paolo tanto como en Canberra, cuando leyó el informe que el becario le había enviado para conseguir la renovación de la beca, reunió la asamblea de los socios de Nueva York (la sede estaba en Nueva York, ciudad mestiza como pocas) y dijo:

—Estimadas socias y estimados socios, tenemos a un sanperalista en Colina a quien le hemos entregado nuestros ahorros durante tres meses para que cursara estudios en Inglaterra, que viene a decirnos que la tierra pertenece a los muertos que están enterrados bajo ella. Nuestros abuelos y nuestros padres, para no morir de hambre en ese agujero, fueron a morir a las cuatro esquinas del globo. Lo mejor será que devolvamos al becario a su pueblo, y que la palme debajo de un peral.

Y de esta forma le retiraron la beca, a mano alzada. Pero entre tanto, el aspirante a filósofo, tras la gran experiencia cultural que había vivido con el señor Silva da Silva e Silva, quien le aconsejaba que abandonara la filosofía y se dedicase a la política («¡tenga el valor de hacerlo, usted que tiene la fortuna de vivir en ese gran país donde el pensamiento de Pío XII, de Mussolini y del mariscal Graziani siguen aún vivos!») se disponía a convertirse en uno de los políticos más visibles de la primera o segunda o tercera República italiana, aunque eso no tenga importancia. En definitiva, esa breve relación de camaradería trimestral favoreció el nacimiento de una larga amistad en el curso del tiempo, y una correspondencia que tal vez un día tengamos la fortuna de ver publicada. Y mientras tanto habían pasado once años, y el señor Silva da Silva e Silva estaba entrando en su quincuagésimo quinto año de edad, el mes de mayo resplandecía (era el día trece), y el profesor Smith of Smith and Smith le había asegurado que aquella sería la última sesión. Ese día, el señor Silva da Silva e Silva tomó el tren y se dirigió a Londres, porque era jueves, y los jueves el profesor Smith of Smith and Smith recibía a sus pacientes en su gabinete londinense. Hacía un día radiante, merece la pena repetirlo, algo bastante raro en tierras británicas. La sesión fue breve, pero intensa, iluminadora, resolutiva. Guiado por dos o tres palabras del Maestro, tumbado en ese diván, mirando por la ventana un inusitado cielo azul que lo devolvió, como por encanto, al cielo de una remotísima infancia, y a unas vacaciones en la finca de los Costa da Silva e Costa e Costa; como en un relámpago lustral, el señor Silva da Silva e Silva revivió la escena del trauma. Se levantó del diván. Era verdad, aquel potrillo había amenazado realmente con embestirlo, aterrorizando su inconsciente durante toda la vida. El haber revivido la escena traumática con la consciencia del análisis hizo que se sintiera un hombre completamente distinto.

—Está usted curado —dijo secamente el viejo sabio, estrechándole la mano—, pase a ver a mi secretaria y páguele.

El señor Silva da Silva e Silva pagó sin rechistar, sin el menor intento de ahorrar ni un solo chelín, tanta era la alegría de la nueva vida que sentía latir dentro de él. No tomó siquiera el ascensor, bajó las escaleras con el vigor de un redivivo adolescente, silbando alegremente Barco Negro, una antigua canción popular que habla de una barca de pescadores que naufraga contra una roca y de la que no se salva ni uno solo. Salió del portal pensando en su nueva vida, y sobre todo en Maria da Contriçâo das Chagas e das Angústias. En la acera de enfrente vio una cabina telefónica, de esas típicamente inglesas, de madera roja con las cristales pequeños como ventanillas. Se dirigió hacia allá resueltamente para anunciar a su prometida la buenas nuevas, mirando con prudencia a su izquierda; el autobús de dos pisos, típicamente londinense, lo embistió de lleno, arrastrándolo, sin intentar frenar tan siquiera. El señor Silva da Silva e Silva, por desgracia, se había olvidado de que al cruzar las calles en Inglaterra conviene mirar a la derecha. Fue trasladado con urgencia al hospital, pero ingresó ya cadáver. Las exequias se celebraron, por voluntad de sus ancianos padres, en Alter do Châo, allá donde creían que su hijo había pasado una infancia feliz entre caballos salvajes, en una minúscula capilla románica de la finca de sus amigos de la familia Costa da Silva e Costa e Costa. Las honras fúnebres corrieron a cargo del reverendo padre Antonio Silva da Silva e Silva, primo segundo del señor Silva da Silva e Silva, que gozaba de fama de gran teólogo porque había estudiado en Lovaina y que seguía celebrado la misa en latín como en los buenos viejos tiempos, quien, al final de la ceremonia, en buen portugués, con el fin de que pudieran entenderle también los aparceros presentes, dirigiéndose a los abatidos familiares y levantando los brazos hacia el cielo, pronunció una frase que podría parecer misteriosa, pero que al mismo tiempo es inconcebible, dada además la autoridad del teólogo en cuestión:

—Los caminos del Señor son infinitos.

Nadie supo jamás que el señor Silva da Silva e Silva se había curado por fin de su trauma infantil, el espanto ante un potrillo antojadizo que estuvo a punto de arrollarlo. Solo lo sabía el profesor Smith of Smith and Smith, quien tuvo la premura de enviar más tarde la documentación del análisis al doctor Costa da Costa y Costa. A quien va nuestra gratitud por la confidencia con la que nos honró, un día en el que tal vez se dejara llevar un poco, en el pub al que acudía su paciente predilecto. Pero incluso los psicoanalistas más duros sienten a veces la necesidad de confiarse: es humano.

 

(Traducción de Carlos Gumpert)

 

 

Nota del traductor

Este relato, que permanecía inédito en castellano, fue publicado en francés en una plaquette de 2001, y si bien no fue incluido por su autor en ninguno de sus libros de cuentos, sí apareció en el grueso volumen recopilatorio que publicó en 2005 la editorial milanesa Feltrinelli, con el título general de Racconti [Relatos] y que recogía los cuatro libros de cuentos de Tabucchi aparecidos hasta entonces, más otros dos textos sueltos bajo el epígrafe de “Dos cuentos inéditos (2002-2005)”. Uno de ellos, “Los muertos a la mesa”, fue incorporado más tarde en el que por desgracia acabaría siendo el último libro de cuentos publicado por el escritor toscano en vida, El tiempo envejece deprisa (2009), y aunque no podamos saber si el segundo, que aquí presentamos, hubiera acabado en algún libro posterior, no cabe la menor duda de que Antonio Tabucchi lo tenía en alta consideración, como lo demuestra el hecho de que quisiera incorporarlo a esa recopilación canónica que hemos mencionado, en la excluyó algún cuento publicado anteriormente, lo que es clara señal de su carácter de summa cuentística.

Tiene la particularidad, además, de tratarse de una de las escasas ocasiones en las que el escritor toscano despliega su vena grotesca, tan corriente en sus novelas, en un relato. Es bien sabido que Tabucchi, en quien todo “parece configurar el oxímoron perfecto”, como lo definiera insuperablemente Sergio Pitol, no tuvo nunca mayor inconveniente en combinar el vértigo ontológico de sus historias con el humor, pero generalmente en clave irónica. Sus lectores más devotos sabrán apreciar cómo da un paso más para poner en solfa algunas de las pese a todo constantes temáticas y estilísticas que, en el fondo, marcan su obra (Portugal, la Toscana rural, el psicoanálisis, las historias robadas, los meandros, muchas veces perversos, de la historia), en un delicioso divertimento.

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Tabucchi

Artículos 656 a 660 de 1353 en total

|

por página
Configurar sentido descendente