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Configurar sentido descendente

18 de enero de 2018

Nuestra casa en Lobito Bay estaba cubierta con tejas de barro. Otras viviendas tenían tejados de zinc y otras aún los tenían de paja, amplios y en pico como si fuesen sombreros. Intercaladas al azar, el tipo diferente de las casas no las distinguía en materia de orden a la orilla del mar. Sólo manifestaba el origen de sus habitantes, hablaba de su resistencia al calor y a la incidencia del sol sobre la arena y la superficie del agua. Algunos, como nosotros, habían venido de la zona norte del Atlántico y necesitaban sombra. Otros habían venido del Mediterráneo y necesitaban un patio. Otros habían venido del Índico y necesitaban esteras. Los naturales del país apenas necesitaban nada. Tenían el sol, el agua, la fruta y la oferta del mundo natural. Pero si había alguna diferencia entre los pescadores y sus mujeres, algunas de piel más oscura, otras de piel más clara, esta diferencia se diluía por completo en la banda indistinta que sus hijos formaban al caer la tarde. Lo recuerdo como si fuese hoy. En Lobito Bay, cuando el sol se iba poniendo y partían los barcos a la pesca, nosotros, los hijos de los pescadores, nos lanzábamos en dirección al baldío, y allí corríamos juntos, como si fuésemos hermanos, hijos indistintos de un único y primer hombre del mundo.

Contó el profesor, cuando nos sentamos a la mesa.

Como si fuésemos hijos indistintos del primer hombre del mundo, formábamos una bandada de hermanos en plena competición por nada, añadió el profesor. En esta especie de exigencia de velocidad, la causa que nos movía era más fuerte que el objetivo. Mejor dicho, entre nosotros, la causa se confundía con el objetivo, y causa y objetivo se realizaban a un tiempo y en conjunto. En conjunto tomábamos posesión del terreno, en conjunto nos preparábamos. Como si la carrera fuese un acto oficial y último, en el momento de la salida permanecíamos tensos, ajustando con desvelo milimétrico los talones desnudos a la línea dibujada en el suelo. Concentrados, serios, contenidos, en cuanto oíamos la señal de partida nos lanzábamos a una carrera enloquecida, viendo desaparecer ante nosotros las piernas de los más viejos, y viendo seguir sus huellas a los más ágiles de entre los más jóvenes, ganando distancia, mientras los menores y menos ágiles iban quedando atrás, cada vez más atrás, sin perder, no obstante, el sentimiento de alegría de sentirnos lanzados a una carrera en la que sólo podrían resultar vencedores los más altos y ágiles. Para los de menor edad nos bastaba sentirnos incluidos en el número de treinta corredores de fondo que recorrían la faja de baldío que se extendía a lo largo de la orilla. Con eso nos sentíamos orgullosos de nuestra vida.

Éramos inocentes de todo lo que se pudiese decir con relación a la terminología atlética. No conocíamos la palabra sprint, ni las palabras match o team formaban parte de nuestro escaso vocabulario, una especie de mínimo denominador construido por sustracción entre las hablas diversas de nuestros padres. Verdad es que por aquel entonces, Frank Shorter se había transformado en el rey de las carreras y la palabra jogging se había extendido por los cuatro rincones del mundo, pero entre nosotros, sin televisión, sin periódicos, ni siquiera la palabra atleta era un término utilizado. Lo he dicho ya, lo que queríamos nosotros sólo era correr. Como desde siempre, como desde el principio del mundo, deseábamos sólo ser únicos, y deseábamos pertenecer. Pertenecer a la bandada de chiquillos cuyos pies alzaban el vuelo sobre la arena, formar parte de aquellos que tenían alas en los pies, alas en los brazos, alas por todo el cuerpo, y ser alguien entre ellos. Eso era todo lo que queríamos. Al final de la carrera, podía ser uno el penúltimo o incluso el último, eso no importaba. Compréndase. Cuando yo era niño en Lobito Bay, uno no estaba vivo si no corría. Dijo el profesor. Correr, sólo correr por correr, superar la distancia en medio de los otros, formar parte de aquella prueba de velocidad colectiva, eso era todo lo que uno pretendía, independientemente de quien iba detrás o delante, de quien caía y quedaba atrás sangrando, o de quien alcanzaba la meta con los brazos al aire declarándose vencedor. En nuestro mundo, ni siquiera había vencedor. Sólo había corredor. Corredor de fondo. Ser y pertenecer, esa era la orden única implícita en el desorden que nos envolvía. Como si fuésemos una bandada de pájaros rebeldes, que en vez de hacer ejercicios en el cielo prefiriésemos  hacerlos en la tierra.

¿Por qué no decirlo? Dijo el profesor.

Verdad es que a veces oíamos detonaciones rondando por el espacio abierto de Lobito Bay, y teníamos noticia de que más allá de la vegetación rala, había unos libertadores que vendrían un día a darnos lo que no teníamos. Oíamos disparos unas veces más lejos y otras más cerca, pero nada de eso nos importaba. Que disparasen. Lo que nos inquietaba eran los movimientos inexplicables de las bandadas de aves que pasaban ante nosotros. ¿Por qué daban vueltas en conjunto, los pájaros, sin equivocarse nunca? ¿Cuál de ellos lideraba el grupo, y cómo era elegido? ¿Cómo se distinguían? ¿Por qué aquella V abierta si volaban bajo, y aquella V aguda cuando volaban alto? ¿Por qué aquel quiebro súbito en la ruta, cuando iban en línea recta? ¿Y qué especies eran aquellas que formaban las bandadas, y que no se distinguían a lo lejos? Mientras, volando bajo, al alcance de nuestra visión, pasaban pardales, cuervos, garzas. En los charcos revoloteaban pájaros-secretario, gaviotas y grandes zancudas, los ibis rojos, el flamenco rosado. Pero el pájaro más amado por el grupo de los chicos de la zona de frontera con la ciudad de Lobito, a la que llamábamos Lobito Bay, era otro.

Era un ave pequeña, huidiza, un pajarillo que iba y venía, que ahora estaba o no estaba. Era la golondrina. Dijo el profesor, mientras nos servían el primer plato.

Había razones para eso, añadió el profesor. El pájaro favorito de los chiquillos en Lobito Bay era la golondrina porque volaba bajo, porque parecía no pesar nada, porque se desplazaba de modo tan rápido que no paraba para alimentarse, porque volaba con el pico abierto, convertido en un embudo, para engullir los insectos en el aire, siguiendo viaje sin perder un instante. Desde hace tiempo se sabía que la golondrina era el rey de los corredores, y tanto era así que entre el grupo de los mayores se había propagado cierto secreto que no se contaba a nadie. Pero el muchacho más alto y más ágil, el que más alzaba el brazo junto a la meta, un día, estando algunos de nosotros sentados en un escollo, escuchando a lo lejos los tiros de los libertadores, se olvidó de que yo era uno de los menores y confesó el secreto. Era cierto y seguro. Corría el rumor de que quien comiese el corazón de una golondrina acabaría convirtiéndose en el corredor más rápido del mundo. Por eso, él, el más ágil, ya había intentado todo para cazar una golondrina viva. Nos encontrábamos sentados en la arena, de cara a la carretera, y todos tenían la misma certeza. Quien comiese el corazón de una golondrina. Quien lo comiese. La cuestión es que corría el mes de marzo y pronto las golondrinas desaparecerían. Se acercaba la primavera en Europa. Dentro de unos quince días, machos y hembras ya habrían abandonado los nidos.

Dijo el profesor, iniciando sólo entonces el segundo plato, cuando ya todos habíamos dejado los cuchillos y los tenedores. Habíamos invitado al profesor, queríamos aprender del profesor.

Sí, también yo soñaba con esta captura imposible. Dijo él. Era de los que permanecían inmóviles en el suelo, antes de alcanzar a los que corrían. Nada raro, las manos me sangraban, la barbilla estaba desollada,  corría sangre de las rodillas. Incluso así, me levantaba rápido, y tan pronto la carne entrase en calor, y si no sangrase demasiado, continuaba yo la carrera. Una vez terminada, no decía nada. Cuando volvía a casa, me sentaba bajo la gran tipuana que bordeaba nuestra casa, sin decir palabra. No obstante, nuestra madre sabía lo que pasaba. Silenciosa, se acercaba con una palangana de agua tibia y un paño blanco al hombro, se inclinaba sobre mis rodillas e iniciaba la operación de limpiar las heridas. Con una pinza aguzada, retiraba uno a uno los granos de arena, luego con una especie de pincel, pasaba sobre las heridas una tinta roja que alargaba el aparato visual de las escoriaciones, dándoles el terrible aspecto de llagas. Al fin, como testigo de mi bárbaro esfuerzo y de mi vano estoicismo, mi madre movía la cabeza –“Déjalo, chico, uno nace para lo que nace. Tú no naciste para corredor de fondo, eso se ve. Déjalo…” Pero yo no lo dejaba. Dijo el profesor. Y en uno de esos días que siguieron al desastre monumental  de un trompazo colectivo en la arena, con varios de mis compañeros saltando por encima de mi cuerpo, pero ellos heridos y yo no, ocurrió un milagro en Lobito Bay.

Ocurrió al caer la tarde, casi de noche.

Verdad es que, más o menos, a aquella hora, llegaba hasta nosotros el sonido de los estampidos secos, de los disparos de los libertadores, pero no había ningún peligro, pues los tiros partían no sólo de gente que deseaba libertar a alguien, sino que además, fuese como fuese, esa liberación ocurría a distancia. Entonces no era necesario pensarlo dos veces. Si en la cocina faltaban aceite y vinagre, y yo era el único hijo disponible sería yo quien fuese hasta la cantina, un almacén, casi una barraca, que quedaba en el último extremo de la carretera. Los tiros sonaban muy lejos. Yo fui hacia allá, en una carrera, y nada especial aconteció. Fue sólo al regresar cuando ocurrió lo extraordinario. Cuando caminaba ya al paso, con los pies enterrados en la arena, de pronto, un pequeño cuerpo alargado de color azul-golondrina, cayó a mis pies.

Incrédulo, miré al suelo, y vi que el pequeño cuerpo fusiforme que había caído ante mí era realmente una golondrina. Una golondrina maltrecha, con las piernas rotas, caída de lado, agitando sobre todo un ala, como queriendo en vano alzar la cabeza picuda. Se trataba de una golondrina azul que perneaba ahí en el suelo, mirándome. Tan verdadera era, que en aquella luz amarillenta del ocaso africano, parecía negra, negra como en las leyendas. Las alas negras, el vientre blanco, el pequeño pico amarillo, todo era real y verdadero. Miré a mi alrededor, estaba solo, el mar, ante mí,mostraba su conformidad, y, encima, la bóveda celeste, casi oscura, también. No había duda. La golondrina era mía, sólo mía, y había caído del cielo. Había caído, sin duda, como resultado de un impacto contra los hilos eléctricos que marcaban un trazo continuo a lo largo de la carretera y se perdían más allá, pero, para mí, aquel pájaro, había caído del cielo. Las botellas de vinagre y aceite, metidas en la bolsa, quedaron bajo mi brazo. La golondrina, lustrosa como seda, e inmóvil, quedó presa entre mis dedos.

Sosteniendo la golondrina contra el pecho, corrí hacia mi casa. Dijo el profesor cuando ya nos servían otra vez el vino y el segundo plato. ¿Por qué razón no quiso servirse el profesor?

Él dijo. Sí, corrí hacia la casa, entré en la cocina donde mi madre, preocupada por mi retraso, estaba esperándome, pero antes de que pudiera decirme nada, e incluso antes aún de entregarle las botellas, extendí mis manos sosteniendo la golondrina. Conté lo que había ocurrido, lo conté  conteniendo a duras penas  la respiración, le expliqué lo que deseaba hacer con aquella golondrina que me había enviado el azar. Le expliqué sobresaltado, loco de emoción y alegría, que yo tenía que comerme el corazón de aquel pájaro. Mi madre se sentó, me pidió que abriera las manos, que le mostrase el pájaro que había caído a mis pies. Cogió ella la golondrina en sus manos, observó las llagas, le pasó la mano por encima, y me preguntó qué quería hacer yo.

-Comerle el corazón –dije.

-¿Y cómo vas a hacerlo? –preguntó mi madre.

Fui directo y claro, triunfador. -Primero le corto el pescuezo, después le quito las plumas del pecho, después con nuestro cuchillo de trinchar le saco el corazón del pecho. Después, cojo el corazón y me lo como…

Yo repetía lo que le había oído decir a mi colega mayor.

-¿Qué le comes el corazón así, crudo, tal como está dentro de ella? –quiso saber mi madre.

-Sí –dije yo. –Quien come el corazón de una golondrina cogida viva será el corredor más rápido del mundo. Yo voy a ser el corredor más rápido del mundo, madre.

Mi madre mantenía al animal herido entre sus manos, y no se movía ni acababa de disponer la cena. Estábamos encerrados en la cocina, porque así lo había querido yo, para que el pájaro, con un súbito aliento de vida, no pudiera escaparse por cualquier espacio mal cerrado de una puerta o una ventana. Mientras tanto, yo ya había cogido el cuchillo. Un cuchillo corto y pesado, de los de trinchar. Lo agité en el aire y sí, yo podía con él. Podía manejarlo. Y fui hacia la golondrina.

Entonces, mi madre empezó a decir que me entendía muy bien, que mi plan estaba muy bien, que era un plan muy eficaz, pero que ya era muy tarde, que mi padre estaba a punto de llegar y también mis hermanos, cuyas voces ya se oían allá fuera, y que para que aquella ceremonia pudiese realizarse con tranquilidad, lo mejor sería dejarla para el día siguiente. Al día siguiente, cuando mi padre estuviera aún en lo mejor de sus sueños, y cuando mis hermanos no se hubieran despertado aún, entonces podría hacer lo que había previsto. Sí, con calma, yo podría matar la golondrina, sacarle el corazón del pecho, y  comerlo en paz, como estaba previsto. Entre tanto, dejaría la golondrina metida en una caja de zapatos hasta la mañana siguiente, y la caja quedaría bien cerrada dentro de mi cuarto.

-¿Y si se escapa? –pregunté yo, suspicaz, inquieto.

-¿Cómo va a huir si tú mismo la guardas?

-Madre, esta noche no quiero acostarme.

-¿Por qué no?

-Madre, esta noche no quiero cenar.

Y me encerré en mi cuarto, sin cenar, y no pude dormir. Miraba la caja de zapatos. En la tapa de la caja, mi madre había hecho unos pequeños agujeros para que el pájaro pudiera respirar, y la dejó en la mesita de noche, al alcance de mi mano. Pues no. Yo no iba a quedarme dormido aunque los párpados me pesaban como si fueran de plomo. Me pesaban tanto que se cerraron por un breve instante.  O un largo instante, yo, siempre vigilando. Pero a la mañana siguiente, cuando desperté, abrí  la caja y no estaba la golondrina.

Dijo el profesor, dejando el tenedor en el último plato.

Sí, la caja estaba vacía, la tapa levantada, y la golondrina había escapado. Mis gritos despertaron a toda la casa. ¿Quién me ha robado la golondrina? Y, si nadie la robó, entonces ¿cómo se ha escapado? ¿Si estaba moribunda y paralizada cuando mi madre y yo la vimos por última vez, antes de cerrar la caja? Y aunque se hubiese curado durante la noche ¿cómo había tenido el pájaro fuerza suficiente para levantar la tapa? ¿Para cerrar la tapa? ¿Y por dónde se había escapado, si la ventana estaba cerrada, y también la puerta del cuarto? Ante mi padre y mis seis hermanos, todos de pie, de madrugada, mirándome, mis preguntas eran lógicas pero la respuesta era sólo una con relación a la golondrina. Hiciese lo que hiciese, ya no podría cortar su pescuezo oscuro con un cuchillo, no arrancaría las plumas de su blanco pecho, no arrancaría el corazón de aquel pecho, no podría comer el corazón de la golondrina. El pájaro había desaparecido, había desaparecido también toda mi esperanza, sólo el cuchillo, el pesado cuchillo que yo la noche anterior había soñado manejar con golpes certeros, eso sí estaba sobre la piedra de la cocina. Mis lágrimas, al mirar el cuchillo, brotaban en cascada. Y, encima, todos mis hermanos conocían ahora mi secreto, guardado hasta entonces con tanto cuidado. Conocían ahora mi esperanza secreta de convertirme en un gran corredor, el mejor del mundo, y eran testigos aquella mañana de mi profundo descalabro. Mis hermanos. Y así estuve llorando varios días no sólo por la pérdida en sí, sino, sobre todo, por la incapacidad de descubrir la clave del misterio de la desaparición del corazón de mi golondrina. Hasta que cambió la vida en las sendas de Lobito Bay.

Dijo el profesor, cuando ya no había ningún plato en la mesa.

La vida cambió inesperadamente en Lobito Bay, repitió el profesor,  y ya todos habíamos comprendido que el profesor repetía las palabras que más le interesaban, como si fuese un poeta.

Mi madre empezó a escatimar la comida, mi padre ya no fue más a pescar. Nosotros, los chicos, aún nos encontrábamos y nos preparábamos para  volver a correr, pero apenas una semana después los corredores del descampado dejaron de reunirse. De pronto, los rostros, todos los rostros, hasta los de los chiquillos, se habían vuelto sospechosos. Sin que nada hubiese  ocurrido entre nosotros, nos habíamos convertido en enemigos. Dijo el profesor. Los tiros sonaban incesantemente a nuestro alrededor. Nuestra tipuana fue alcanzada por los disparos y la palmera también. Rantantam, rantantam, se oía en los arenales de Lobito Bay. No tardamos en entrar  en un barco de fugitivos sin nada nuestro más que la ropa pegada al cuerpo. Tomamos asiento en un barco que salía del puerto, sin destino seguro, cuando los dos grupos ya se dispersaban por las calles y arrastraban tras ellos a gente que hasta entonces había vivido en paz. Y así nos apartábamos del puerto que siete años antes nos había visto llegar, a mis seis hermanos, a mi padre, a mi madre, unidos, sin nada en las manos, cuando el barco dejó el muelle y se hizo a la mar. Pero el barco no rebasó la barra. Una embarcación ligera, pilotada por libertadores armados, obligó al barco a volver atrás, con el pretexto de que había infiltrados del grupo rival entre los pasajeros. Entonces, se oyó una sirena marcando el retorno, y fue todo muy rápido. Dijo el profesor.

Estábamos de nuevo en tierra ante el pontón, siguió diciendo.

La pasarela oscilaba, el pontón oscilaba, nos pasaron revista, pues constaba que entre los embarcados había libertadores del grupo rival, que por ahora era el derrotado. Libertadores cazando a libertadores. Descubrieron a dos libertadores rivales. Uno de ellos fue llevado a la amurada y no se oyó más que el disparo. Pero el segundo libertador estaba justo ante nosotros, todos vimos cómo ese libertador era abatido. Mi madre tuvo tiempo aún de gritar a los hijos -¡Cerrad los ojos! Con la mano izquierda intentó tapar los ojos de mi hermano menor, y con la derecha intentó tapar los ojos del penúltimo. El penúltimo era yo, dijo el profesor. Yo tenía nueve años, mi hermano tenía ocho. Estábamos todos en silencio absoluto, pegados a los tablones.

Pero mi madre no podía impedir que durante toda la vida la violencia nos rodeara. No podía. Habíamos visto morir un hombre ante nosotros y ella no podía impedir que hubiéramos visto la mirada de terror del libertador que iba a morir, su cuerpo estremecerse, saltar y después caer hacía adelante. Ella no podía impedir que viésemos cómo la espalda del libertador que  disparaba sobre el que iba a morir, se alzaba y volvía a la posición de quien se dispone a iniciar un bailoteo, pero era para tirar otros cinco tiros sobre el pecho del libertador que teníamos delante. No lo podía evitar. Ni ella ni mi padre podían impedir que de la belleza de Lobito Bay se desprendieran al mismo tiempo el mal y el bien. Pues ¿cómo iban a hacerlo si  ni siquiera ellos podían impedir que, en nuestro propio corazón, cohabitasen al mismo tiempo la esperanza más pura y la más bárbara brutalidad? Lo deseaban, pero no lo podían conseguir. Como tampoco pudieron evitar el viaje por la Costa Occidental de África hasta Luanda, sin nada nuestro en las manos. No pudieron evitar de la Historia lo que es Historia, ni lo que en nuestra especie es característico. Pero la verdad es que tampoco pudieron evitar la imagen fundadora de mi vida. Dijo el profesor. Aquella que yo imagino que ocurrió en la noche en que una familia entera se puso de acuerdo para evitar que el segundo hijo más joven, el segundo hermano menor, agarrase un cuchillo y abriese con su propia mano el cuerpo de una golondrina. Cuántos hombres condenados a morir en el futuro no habrán evitado la muerte a partir de esta noche de armisticio acontecida en Lobito Bay. Toda mi familia reunida, mientras yo dormía, llevado por sueños de victoria, en mi cuarto.

Sí, me siento culpable, dijo el profesor. Sólo en donde no hay amor no hay culpa. Dijo también, y nosotros nos levantamos y salimos de allí mudos, uno tras otro. Lo habíamos invitado para que nos hablase sólo de la belleza, pero el profesor nos había transformado, e íbamos ahora hacia la terraza, y no sabíamos quiénes éramos.

 

Lídia Jorge

 

 

           

           

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Lídia Jorge

12 de enero de 2018

            Desde que se había separado de su mujer —de su compañera, decía él—, iba ya para tres años, Francisco Javier Núñez Blesa, Paco o Paco Ja para los amigos, solía pasar algunos fines de semana fuera de la pequeña ciudad de provincia en la que tenía instalada su consulta de dentista. El sábado se levantaba temprano, preparaba la maletita de ruedines que había comprado al efecto y se iba sin pérdida de tiempo a coger un tren o un autobús —no le gustaba nada conducir— para alguna ciudad o pueblo no siempre de las proximidades. Visitaba allí algún museo, alguna exposición que hubiera, la catedral o las iglesias más notables, y se pasaba horas callejeando sin rumbo no sabía si buscando algo o saliendo al encuentro de algo o más bien sin buscar ni perseguir nada, sólo andando, mirando, tal vez discurriendo o dándole vueltas a algo si ello no fuera ya igual que decir sencillamente andando.

Tanto el sábado como el domingo, pero especialmente este último, comía en alguno de los restaurantes que le aconsejaba la guía que había adquirido también para el caso, y el sábado por la noche buscaba algún local con música en vivo o bien alguno de esos viejos cafés que todavía tienen algo —decía él como si los demás no tuvieran ya nada— y allí se pasaba el rato leyendo tranquilamente la prensa y mirando en derredor, tratando incluso de hablar o pegar la hebra con alguien aunque no fuera una mujer. ¡Estás chapado a la antigua!, le dijo la chica con la que entabló su última relación íntima duradera —no llegó a durarle un mes—; “un tipo que lee los periódicos durante horas, y encima de papel, y se puede pasar todo el santo día en un café o caminando sólo por caminar no va ya a ninguna parte por muy dentista que sea”.

Desde entonces, y nunca supo si también por llevarle la contraria, resolvió emprender sus pequeñas escapadas de fin de semana, una al mes como mínimo y casi siempre dos. Aquel fin de semana, el fin de semana que inauguraba oficialmente la primavera, había ido a la capital. Tras una agradable velada en un céntrico local —tan céntrico que se llamaba Café Central— con buena música de jazz y buen ambiente, había pasado la noche con una mujer entrada ya en años como él pero todavía hermosa o más bien todavía con un hermoso cuerpo, con un cuerpo envidiable a sus años, según había pensado en seguida, aunque él no lo envidió sino que realmente lo tuvo.

“Eso de que realmente lo tuvieras está realmente por ver”, estaba ya oyendo que le decía a la vuelta, cuando se lo contara, su amigo Rafael Sánchez Garcés —Sánchez Gasset para los amigos—, profesor de filosofía del instituto e incansable caminante, con el que se le pasaban las horas volando mientras platicaban caminando por las orillas del río o, durante las tardes más frías de los fines de semana que no se marchaba, en el viejo casino provinciano.

— Bueno, pues no te lo creas —le contestaría.

— No es que yo me lo crea o me lo deje de creer; no es eso —le diría seguramente como ya antes le había dicho muchas veces—. Es que las cosas que se cuentan no son cosas porque hayan podido existir (realmente, como dirías tú) sino que son cosas porque se cuentan. Es el cuento, la palabra, lo que las hace existir realmente, con un realmente que, aunque tenga que ver, es muy dueño y señor en relación a la realidad que las pudo originar o no. Anota eso: tiene que ver, tiene que ver algo con la realidad, tiene que vérselas con ella y comprenderla, dicho sea en todos los sentidos de la palabra y por lo tanto de la cosa.

— ¿Así que, según tú —se veía ya preguntándole por hacerle hablar tal vez más que por otra cosa—, yo no he estado realmente con ese cuerpo o, por así decir, con ella porque realmente estuve sino porque te lo cuento? O dicho de otra forma: si hubo allí un “ella” que valiera, un “ella” y un “yo” que no eras tú ni podrás serlo jamás sino que fui yo, si hubo algo y se hizo algo donde no había nada, no es tanto porque lo hubiera y se hiciera sino porque te lo cuento. Es decir que, si ésas tenemos, el hecho —el hecho real y corriente—, de la misma forma que el pecho real y, en este caso, te lo aseguro, nada corriente, no es real porque fuera sino que es porque te lo he dicho. O sea que si no se dicen las cosas a lo mejor han existido, pero desde luego ya no existen. No habría así realmente otro hecho más real que el dicho, que es lo que hace ser a las cosas lo que son o ser reales. La mentira, entonces, haría la realidad lo mismo que la verdad, primos gemelos.

—Así es. No “a lo hecho, pecho” —le había replicado ya otra vez ante un caso semejante al de su fin de semana en Madrid— sino “a lo pecho, dicho”, porque si no se cuenta, el pecho tocado o, dicho en otras palabras (¿hecho en otras palabras?), la materialidad originaria del pecho empírico corre el riesgo de desaparecer, de no haber sido tocado, que es como decir de no haber sido tout court —según decían los dos pronunciando a la española todas y cada una de las letras como para no dejar escapar nada de lo que esas letras dijeran.

— “A lo dicho, pecho”, “dicho y pecho” —elevaría seguramente la apuesta Sánchez Gasset como en veces anteriores—, toda vez que el pecho corresponde ya ahora, en el ahora de la eternidad futura, esencialmente a lo dicho. De modo que te callas para no darme envidia.

— ¡Ah, con que pesas tenemos! —le podría entonces rebatir—, ¡envidia de los hechos, envidia penis vamos a decir, la envidia que las palabras tienen a las cosas! La envidia de la palabra teta a la teta propiamente dicha. Bueno no, propiamente dicha no —tendría que corregirse— sino propiamente tocada por quien la tocó y no por otro ninguno.

Así se pasaban las horas más crudas del invierno, filosofando o, como decía Rafael Sánchez Gasset, filosofando que es gerundio, que era la modalidad provinciana, pero no por ello menos fecunda, de la filosofía contemporánea. Aquí en provincias hay tiempo, tiempo y asombro, decía. A lo que Núñez Blesa le solía responder: sí, y mala sombra, que también es importante para filosofar.

Ardía en ganas de llamarle nada más llegar para quedar al día siguiente y darle cuenta de todo. Pero ya era como si lo estuviera escuchando: de modo que, resumiendo, el pecho que viste y que tú dices que tocaste —monumental, le contaría él, como la Almudena (el pecho de la Almudena, le faltaría tiempo para subrayar, ya que no podía hacer otra cosa, a Sánchez Gasset)— existe sólo de hecho porque lo has dicho y me lo has contado, o bien en cuanto dicho y contado, y no tanto en cuanto tocado o palpado o quién sabe lo que habrás hecho con el dichoso pecho, dicho también en todos los sentidos; es decir, que es un decir el pecho y que su existencia estriba en su haber sido dicho y contado y no palpado o acariciado o besuqueado o lo que quiera que hayas hecho fuera del lenguaje (pero fuera del lenguaje, amigo mío, decía siempre Sánchez Gasset o, según los días, Sáncheztein, fuera del lenguaje hace mucho frío). Para que me entiendas mejor: dicho y hecho, y no hecho y dicho.  ¿Me sigues?, le diría.

Te sigo, le respondería él como le respondía siempre aunque no fuera verdad —¿pero qué era la verdad fuera del lenguaje?: frío, puro frío—. Sí, la silicona del lenguaje, le podía decir ahora según su experiencia en Madrid; a lo que Rafael Sánchez Gasset, que no en vano era profesor de filosofía y no dentista como él, seguro que le contestaría que no, que no era eso, o bien que, siéndolo también a lo mejor, era fundamentalmente otra cosa o bien la otra cosa en esencia, lo otro en esencia, que parecía una marca de perfume pero era mucho más, lo mucho más que lo que hay. Que el lenguaje te tenga en su gloria, Sáncheztein, le decía cuando ya no valía seguirle, pues no debe de haber otra gloria que no sea una gloria de palabras.

 

***

 

En todas esas cosas iba pensando ya de vuelta el domingo en tren —otras veces había recurrido al empaste como metáfora, el empaste del lenguaje, a lo que Sánchez Gasset le había refutado que el lenguaje, siendo verdad que puede obturar y muchas veces obtura una caries de la realidad, más bien abre ésta o debiera abrirla—, cuando subió al tren un tipo que, por sus trazas y su porte, le obligó a dejar de dar rienda suelta a su viaje verdadero, es decir, a sus conversaciones, todavía imaginarias, con Sánchez Gasset, para concentrarse por completo en mirarlo en realidad.

Alto, pero no excesivamente, bien trajeado y de buen parecer en general, subió al tren segundos antes del cierre de puertas. Fue subir él y cerrarse las puertas, según se dice y según fue, y una vez arriba pareció ir en derechura adonde estaba Núñez Blesa. Iba hablando con el teléfono móvil y, sin dejar de hacerlo —sin dejar de escuchar más bien y de responder con monosílabos—, le preguntó con la mirada si estaba libre el asiento frontero al suyo. Los otros dos asientos estaban ocupados por una señora mayor, al lado de Núñez Blesa, y un hombre de una edad semejante a la suya en diagonal a él.

Algo contrariado —se había hecho ya la ilusión de tener libre durante todo el viaje el sitio de enfrente para poder estirar las piernas a gusto—, le contestó también con la mirada que sí y retiró en seguida el bolso que había dejado en el asiento —su maletita la había dispuesto en el portaequipajes de arriba. Desde el primer momento, como si de un imán se tratara, aquel hombre le atrajo poderosamente la atención. Por alguna razón no podía apartar los ojos de él, hasta el punto de que no tardó en darse cuenta de que podía correr el riesgo de ser interpretado como un verdadero impertinente.

Mucho más joven que Núñez Blesa —a no dudar todavía en la treintena—, el hombre no dejaba de escuchar el móvil y de responder a él con una solvencia y una precisión rotundas que en seguida le parecieron a Núñez Blesa fuera de lo común. Todavía no se había sentado —todavía estaba de pie con su chaquetón y todo encima del traje en el escaso espacio que quedaba entre las rodillas de Núñez Blesa y el asiento que iba a ocupar—, cuando sacando de un modo inverosímil de su funda una tableta digital después de haber dejado en la repisilla de la ventana el gran vaso de plástico que llevaba en la otra mano con su pajita correspondiente en el centro geométrico de la tapa, dijo “en seguida le llamo; compruebo los datos y en seguida le llamo”. No dijo más, no se despidió ni tardó un solo segundo en colgar tras haber dicho esa frase. Sólo entonces, con las mismas precisión y solvencia con las que contestaba al teléfono y como si tuviera tantos brazos como una verdadera divinidad india, o bien tanta destreza como un extraño animal o, según pensaría luego, un impecable artilugio técnico, fue cuando se quitó por fin el chaquetón, se aflojó ligeramente el nudo de la corbata, se estiró el traje y, tras atusarse el cabello, largo y pulcro y con un corte de moda, en un gesto que luego repetiría cada cierto tiempo, se acomodó al fin en su sitio sin haber dado la menor muestra de perder mínimamente la concentración.

Segundos, todo ello ocurrió en segundos, o más bien en milésimas de segundo, hubiera estado seguramente por decir Núñez Blesa, aunque eso ya sólo fuera un decir por mucho que Sánchez Gasset o bien Garcés, Sánchez Garcés, hubiera dicho otra cosa de habérselo oído decir. El caso es que, en menos de lo que se tarda en contarlo y sin haber soltado aún, por inverosímil que parezca, la tableta de las manos —el móvil sí que lo había dejado un momento sobre la repisa de la ventanilla junto al vaso de plástico—, en cuestión de nada (cuestión de nada: esto se lo tengo que decir a Sáncheztein, se dijo Núñez Blesa nada más haberlo pensado) el hombre joven impecablemente vestido estaba ya tecleando en su tableta con una concentración rayana en lo impensable. No la abandonó un instante cuando echó en seguida mano del móvil —había sonado en la repisa con un ligero clin tan discreto que apenas si lo oyó Núñez Blesa—, dio un toquecito exacto con el índice de la mano con la que no estaba tecleando e, injertándoselo entre el hombro  izquierdo y su mejilla inclinada como si nunca hubiera hecho otra cosa en la vida, empezó a escuchar lo que le decían con una imperturbabilidad tan rayana en lo impensable como su concentración y respondiendo “sí” de tanto en tanto, “de acuerdo”, “sin duda es posible”, “perfecto”, “sí, perfecto, no hay ninguna duda”.

Se volvió a atusar el cabello por delante, primero por delante apartándoselo de la frente con los dedos abiertos a modo de púas de un peine imaginario, y luego a un lado y a otro —cada cierto tiempo incluso por atrás, por el cogote, con un gesto sólo ligeramente menos sosegado—, y tras haber colgado con lo que, por mucho que no fuera casi nada, todavía era un leve toquecito del índice sobre la superficie del teléfono, marcó otro número en el móvil después de haber leído algo en su tableta con una atención que hizo que se le sombrearan un poco más las ojeras que enmarcaban sus ojos tras las gafas. “Cerrado el acuerdo, ya está”, dijo con un tono que no trasparentaba el menor sentimiento, “sí”, “sí”, “eso es”, y colgó sin despedirse siquiera. En ningún momento dijo “creo” o “eso es lo que me parece”, “podría”, “podría ser” o “vamos a ver”, sino “es”, “eso es”, “no hay ninguna duda”. Por un tipo así le había dejado su mujer a Núñez Blesa ahora iba ya para tres años; es comprensible, le dijo su amigo Rafael Sánchez Garcés caminando juntos por el río, es la marcha de los tiempos, el espíritu del tiempo.

A Sánchez Garcés también le había abandonado ya por entonces su mujer porque, como hecho real, no le hacía caso. Luego sí; luego, igual que antes de irse a vivir juntos, se consagró a ella podía decirse que en cuerpo y alma o, como él decía, en realidad y lenguaje, que es todo uno y lo mismo. A todo aquel que quería escucharle le hablaba de los muchos ratos hermosos que habían pasado juntos, de su belleza —tan irreal que parecía verdad, decía— y del vacío que le había dejado al abandonarlo; un agujero, un verdadero descosido de la vida. Buena parte de los paseos por el río de los primeros tiempos tras la ruptura se podía decir, y así era, que los habían dado los dos con ella, que, como hecho real, nunca les había acompañado fuera del lenguaje, seguramente sería por el frío. De modo que a ambos les habían abandonado por el espíritu del tiempo, por la marcha de los tiempos, eso que seguramente tenía ahora Núñez Blesa ante sus narices y por eso no le quitaba ojo aun a riesgo de parecer desconsiderado.

 

 

 

Nota.- El texto que aquí se presenta comprende las dos primeras partes del relato del mismo nombre.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por J.A. González Sainz

12 de enero de 2018

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Dormir en la misma casa,

tú en tu pequeña habitación,

yo en la mía, que es también pequeña,

pero un poco más grande que la tuya,

es un privilegio.

 

Saber que estás al otro lado del tabique me da paz.

 

Pero hoy te has quedado dormido,

y llegas tarde al instituto.

 

No sabes la pena que me causa

que te pierdas una hora de clase.

 

Las leyes de los hombres –yo las conozco—son inflexibles,

y debes aprender a convivir con ellas,

como yo lo hice.

 

Me he quedado pensando en tu futuro.

 

Daría mi vida por protegerte mañana,

por que no te alcance nunca ninguna desdicha,

ningún dolor, ningún veneno de los hombres.

 

Abro la ventana de tu cuarto y miro tus cosas y me conmuevo.

 

Adoro todas tus cosas.

 

Adoro tu letra, pequeña, dulce, humilde,

la letra de un alma bondadosa.

 

Adoro tu ropa colgada en mi armario,

tu cazadora marrón, que me encanta.

 

La fragilidad que expresa tu cuerpo me estremece

y me alegra al mismo tiempo.

 

Estás todo el día con los cascos, cuando te hablo no oyes.

 

Vives para el teléfono móvil,

y poco para mí,

que vivo para ti.

 

Me gusta prepararte bocadillos delicados.

 

Pienso en que tendrás hambre a media mañana.

 

Adivino tu vulnerabilidad y sufro.

 

En ti me convertiré en ceniza

y tu vida nueva verá

la caída de todas las cosas

que me hirieron.

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Vilas

   Fernando del Val es periodista, pero también poeta, hombre de radio y esencialmente hombre de letras, ha cultivado el ensayo y muy importante es su libro de entrevistas Si te acercas más, disparo (editorial Difacil, donde ha publicado su obra esencial, en el año 2017).

  Del Val es también un hombre de mirada atenta, ha participado en los equipos de El Ojo Crítico y La estación azul, entre otros, su labor de periodista y columnista en El Mundo en Castilla y León desde 2003, además de colaborador de Turia, le hace acreedor de una notable trayectoria en nuestras letras, dada su juventud, el año que viene cumplirá cuarenta años.

   Una trayectoria tan prolífica ha dado cinco libros esenciales de poemas, editados todos por Difacil, editorial que lleva siempre con buen tino Cesar Sainz, los libros tienen una portada elegante donde se esconde el influjo de del Val de una poesía misteriosa y profunda que merece destacar.

   Amanecer en Damasco se publicó en el 2005 y en él vemos una poesía bien hecha, de profunda lectura, son poemas en clave, con misterio, donde el lenguaje lo es todo (esencial en la poesía de del Val), hay un afán por hacer del verso un enigma que el lector ha de traducir, porque, como siempre ha dicho Francisco Brines, hay un segundo creador tras el poeta que hace el libro, el que lo lee, este lector es traductor también, he elegido un poema del libro titulado “Maletas”, donde expone el tema del libro que es, en mi opinión, el afán de crear un lenguaje que nos salve de la ruina de la vida, es en esa búsqueda donde la palabra triunfa y obtiene el rédito que esperamos:

“El cuerpo doblado de las persianas / golpeadas por el viento / las copas de los árboles / un rayo deja herida la atmósfera / a la espera de cura. / mil rayos nunca mataron un cielo / pero pos si acaso / todo amanecer es yodo para –los- desánimos”.

    En el poema late el deseo de crear, ese afán de sentir que la vida es siempre “amanecer” porque algo nos golpea (el viento, los árboles que cimbrean), para darnos a entender que hay que tener una fe, puede ser en la poesía pero puede ser en aquello que nos salve de nuestra ruina vital, de la desolación de sentirnos solos ante el mundo.

    Hay en el lenguaje de Fernando del Val enigmas, palabras que van bailando para producir el efecto que llega al lector y que permite la imaginación que vive en el poema.

   El homenaje a Damasco también es hermoso, `porque vuelve el amanecer, ese momento del día que le gusta al poeta, donde todo cobra sentido:

“Damasco, serigrafiada tras la anatomía / del cristal / y el bajorrelieve de tu mirada, / amanece, pero a tu lado”.

    Cuando dice el poeta en otro verso: “El ahora bien podría haber sido esta mañana” ya nos está diciendo que el tiempo es eterno, en la belleza del paisaje, en su fluir, vive la Antigüedad y la historia, la vida en todo su esplendor.

      Llega su homenaje a Nueva York, aquella ciudad que fascinó a Lorca para encontrar en ella la deshumanización latente de un mundo moderno siempre en perpetua construcción, si del Val mira el paisaje neoyorkino extrae de él heridas y cicatrices, pulsa con acertado tino el don del lenguaje que se hace poesía. Primero llegó Orfeo en Nueva York (2011), donde va gestando poemas como sinfonías, musicales, de enigmático mensaje, se vale del mito de Orfeo para ir creando poemas con mensaje, que parecen en sí aforismos, como deudas con el destino.

    No sé si hay una deuda latente del Jenaro Talens de Orfeo filmado en el campo de batalla, pero sí que aprecio ese deseo de hacer del poema una cámara que filma la ciudad, la va desnudando lentamente, no en vano cita a Cocteau en un poema corto:

“Amanece /el árbol de un manicomio / pronto despegarán los primeros gorriones / en cámara lenta / filmados por cocteau”.

     No parece arbitraria la minúscula para el director de cine y ese afán de cámara lenta que es la vida en realidad cuando nos ponemos a pensar, hay paisaje y cine en este libro, la ciudad admirada por tantos se convierte en algo onírico para del Val, como dice en este otro poema:

“Mienten las cenizas cuando se posan en los tejados / miente la muerte / mienten las mentiras / todo es acabose / estamos hechos de irrealidad premeditada”.

     Nueva York es visto como un sueño, los túneles, los metros, la soledad de los rascacielos, aparece el Hotel Plaza, King Kong, Audrey Hepburn, referencias cinematográficas que convierte del Val en acto de lenguaje, sus versos son caligrafías de idiomas que no son el nuestro, que van dando claves para entender la desolación de la ciudad amada y odiada, la gran Nueva York.

   Continúa esa senda con Lenguas de hielo (2012) que editó, como todos los libros comentados, Difacil, aparecen poemas cortos con algunos en prosa, que casi acaban el libro, de nuevo esa desolación, ese mundo deshumanizado de la Gran Manzana, hay un poema que me gusta especialmente, ese homenaje a Cernuda, poeta del desencanto y de la memoria:

El pájaro muerto al que se refería Luis Cernuda / estrella desterrada del trono de la noche / quizás asesinado a manos de alguien triste en los muros del cielo / lo encuentro yo cada mañana apostado al otro lado del ventanal / cojeando en la repisa / lleno de la poca libertad que le cabe en el pico / la desolación de la quimera / nunca sabré si se refería a un animal o a un proyecto de vida”.

    Hay algo lorquiano en estos versos: “ese pájaro muerto” que nos recuerda a su Poeta en Nueva York, porque la ciudad asesina con sus manos a la Naturaleza, tal es el poder capitalista de esa ciudad adorada por poderosos y gente de éxito, insensible a la verdad del mundo.

   Concluye ese “homenaje” a Nueva York con Regreso al Metropolita (2013), publicado en el año 2013, vemos en este libro el mismo tema de fondo, la ciudad que deshumaniza todo, donde las personas casi no son, son meros transeúntes que parecen pájaros muertos, recordando el poema anteriormente citado:

“an new york am new york am new york / grita una mujer a mi espalda / no ha demenciado / no se cree más de lo que es / está repartiendo el diario gratuito”.

    Ciudad de sueños, donde la mayoría no llega a triunfar, solo a  sobrevivir, ciudad herida en los cuatro costados, como nos va mostrando en unos poemas muy esenciales, pero recojo esta vez el final de un poema en prosa:

“Decía Melville, quien tanto gusta a Eduardo Lago, en Moby Dick, que los hombre que no logran superar los absurdos y las sinrazones de la vida terminan yendo al mar. Quién no es un inadaptado. Por si acaso, intento dejar en tierra cosas a recaudo, mi ordenador con poemas, libros sin publicar y así”.

    Resume bien este libro, todos somos inadaptados, seres que ven el paso del tiempo sorprendidos, porque apenas entienden nada, un mundo que nos va deshaciendo, nos hace casi invisibles, como esos ciudadanos de Nueva York, tapados por rascacielos y por soledades.

    Se trata de un libro que cierra la trilogía y demuestra que del Val es un gran poeta que entiende la sinrazón de la vida, pero que hace del lenguaje un sortilegio para ir soportándola.

     Y en el año 2017 llega Los años aurorales, premio Ojo Crítico, merecido premio a una labor que ha ido gestando años, a través de sus libros de poemas, su labor de periodista, sus ensayos, su libro tan interesante de entrevistas, etc.

     En Los años aurorales ha ido buscando la esencia de su poesía, en la estela juanramoniana, como si del Val dijera aquello de “Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas”. Su lenguaje se concreta y va a la esencia, así nos deja poemas con eco, que debemos interpretar en nuestro fuero interno:

“sería otoño / pero / el aire aún conservaba  / un olor destellado a luz”.

    Me quedo con esos versos, porque late la esperanza, la desolación anterior deja ese destello de luz, puede que estemos en sombras, nos dice del Val, pero queda algo de amanecer, el que tanto aparece en sus libros, el vacío, la inconsistencia, nuestra levedad, siempre deja algo eterno, una esperanza, un devenir, un volver a ser.

    Con este libro hay aurora, hay deseo de creer en la vida, en la existencia, celebremos este libro premiado y a un poeta de mirada honda y verdadera, que ha ido gestando una obra poética cada vez más madura y llena de matices.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

            Cuenta Alfredo Castellón que, mientras preparaba con su amigo Julio Alejandro en su casa de Jávea el guión de San Manuel Bueno, mártir, éste le espetó: <<¡Pero mira que eres raro, hijo mío!>>. Una rareza que, de ser cierta, le coloca en un lugar un tanto marginal de la cultura española del siglo XX pero que, ante todo, revela su capacidad de hombre polifacético, de variopintas aficiones y profesiones: licenciado en Derecho, dramaturgo, realizador de televisión, cineasta, escritor de literatura infantil, director teatral, viajero, ocasional poeta, articulista, cuentista, ensayista... Efectivamente, el raro Castellón (Zaragoza, 1930) estudia Derecho en Zaragoza, Santiago de Compostela y Oviedo, aunque no ejercerá nunca la abogacía; de hecho, ya en 1954 se matriculará a instancias de José Pérez Gállego en la Escuela Oficial de Cine en Madrid —aún bajo la denominación de IIEC— para conjugar sus inquietudes de cinéfilo, lector y viajero, y donde realizará la práctica de curso de trece minutos Jarillo García (1955), aunque su carrera queda finalmente inconclusa. Y una carta de recomendación de Luis G. Berlanga le conduce poco después a Roma, donde comienza como meritorio un rodaje inacabado de Michelangelo Antonioni, traba amistad duradera con María Zambrano[1] y se matricula en el Centro Sperimentale de Cinematografia, donde sí se terminará graduando en cine.

            Su escasa producción para la gran pantalla pertenece precisamente a los primeros años de su carrera, en los que realiza algunos documentales de cortometraje. Ya en Nace un salto de agua (1954) —una oda a la tecnología española con el pretexto de la construcción de la presa de San Esteban del Sil en Orense desde las primeras mediciones hasta su definitiva formalización— quedan dibujados los trazos estilísticos que configurarán el esqueleto formal de la trayectoria posterior del director: afán divulgativo, preocupación por la calidad de la fotografía (aquí un cuidado blanco y negro de Juan Julio Baena), textos un tanto retóricos y un detallista trabajo en la mesa de montaje. El tono y la estética son similares a los de cualquier documental coetáneo al uso, ya desde la voz over a cargo de Matías Prats que recita un breve y algo ampuloso texto, y un toque ciertamente triunfalista aprovecha para alabar (tanto en lo tecnológico como en lo humano) la moderna ingeniería española en una época en que el régimen intentaba vender una imagen de modernidad. La cámara se recrea en la labor de las enormes máquinas (se trataba de un trabajo por encargo de la empresa Saltos del Sil), manifestando una enorme fascinación por ellas, y en la de la esforzada mano de obra de los operarios, que se convierten en protagonistas del discurso y llegan a poner en riesgo su vida en aras del progreso tecnológico.

            Otros cortos cinematográficos posteriores, siempre en 35 milímetros, se suman a este primer acercamiento al documental, con un planteamiento similar: Bailes de Galicia y Sonata gallega (ambas de 1960), con el ballet de La Coruña; las primeras aproximaciones al universo pictórico Velázquez y su época (1962) y La paleta de Velázquez (1962: en los créditos aparece como realizador Manuel Hernández Sanjuán); y el documental sobre iconografía religiosa Los inútiles (1963: en los títulos se asigna a Juan Miguel Lamet la labor de realización). Además, la carrera de Castellón en el cine se completa — al margen de sus dos trabajos como realizador de largos, que luego comentaremos— con su labor como ayudante de dirección en Ángeles sin cielo, de Sergio Corbucci y Carlos Arévalo (1957), y como co-guionista en El bordón y la estrella, de León Klimovski (1966), y en Una historia de amor, de Jorge Grau (1969).

 

La televisión

            En octubre de 1956, Castellón ingresa en la plantilla de la incipiente Televisión Española como realizador de continuidad y de directos: <<Estaba estudiando en la universidad y me enteré, junto a los hermanos Summers, de que la televisión estaba buscando gente para comenzar su andadura. Me animé...>>. Le contrataron, y allí permaneció durante más de tres décadas de vida profesional, con el paréntesis de algún año sabático que se tomó para viajar por todo el mundo[2].

            Castellón, que contaba como currículo con su título italiano, comienza siendo el responsable de la programación en directo de los sábados. Para aquella televisión primitiva, pero atenta a la cultura y en batalla permanente con la censura, realiza pronto breves dramáticos basados en sainetes de los hermanos Álvarez Quintero, la serie Palma y don Jaime y Érase una vez, basada en cuentos infantiles de Jaime de Armiñán (1957), así como el programa cultural Tengo un libro en las manos de Luis de Sosa (1960). Después se especializará en dramáticos como Primera fila (con El avaro de Molière, una de sus obras más recordadas, de 1961) y los famosos Novela y Estudio 1 (o Teatro breve, Teatro de siempre, o simplemente Teatro, según las épocas), muchas veces emitidos en directo (después ya grabados en videotape), con los que muchos españoles nos iniciamos (en una época poco propicia a cualquier tipo de iniciación) en la literatura; Castellón fue uno de los más habituales y eficaces realizadores de este tipo de espacios junto con Gustavo Pérez Puig, Cayetano Luca de Tena, Juan Guerrero Zamora, Pedro Amalio López o Alberto González Vergel. Así, la etapa más intensa de la carrera del director zaragozano coincide también con los años de esplendor de la televisión en España, su llamada edad de oro[3], y su cámara pone imágenes a textos de los más grandes autores como los clásicos griegos, Shakespeare, Molière, Calderón de la Barca, Dumas, Chejov, Beckett, Coward, Osborne, Strindberg, Henry James o escritores españoles contemporáneos como Benavente, Mihura, Llopis o Nieva. Castellón dirige en ellos a un amplio elenco de actores de varias generaciones y registros interpretativos como José Bódalo, Fernando Delgado, Emilio G. Caba, Amparo Baró, Fernando Guillén, Charo López, Tina Sáinz, Manuel Galiana, Emma Penella, Victoria Vera, Marisa Paredes o Eusebio Poncela.

            Su obra televisiva contará igualmente con colaboraciones en Pedrito Corchea, La familia de los Martínez, Tengo un libro en las manos, Usted pregunte lo que quiera, que yo le contestaré lo que me dé la gana (Álvaro de Laiglesia), Cámara 64 (Goya), Figuras en su mundo (1966-67), serie dedicada a personalidades de la cultura española, La música (divulgación del arte musical, 1967) o El último café (Alfonso Paso, 1970-72). Realiza también doce episodios del dramático de temática judicial Visto para sentencia (1971), protagonizado por Javier Escrivá, o las muy prestigiosas entregas de la serie Biografía dedicadas a Azorín, Antonio Machado —que fue muy censurada: casi la mitad de su metraje— y Santiago Ramón y Cajal. Su labor en el medio se completa, entre otros muchos espacios, con Encuentros con las letras (desde 1976), la serie dramática sobre la lucha de sexos Nosotras y ellos o Tiempo libre, tiempo pleno, y culminará en los años ochenta con la divulgativa Mirar un cuadro. Para este popular programa, estandarte de una cierta televisión de calidad de la primera era socialista, Castellón ilumina y filma, entre otros lienzos, Adán y Eva de Durero, La rendición de Breda y La Infanta doña Margarita de Velázquez, la Venus de Tiziano, El dos de mayo de Goya o Las tres gracias de Rubens, entre otros lienzos de El Bosco, Tintoretto, Ribera, Watteau o El Greco. Castellón ha teorizado también sobre su trabajo en el medio en su contribución a la Enciclopedia Juvenil de la editorial Palá (1974) y en el artículo "Mis programas culturales en televisión"[4].

            La obra audiovisual del creador aragonés, que contiene otros espacios televisivos como Stop y Mujeres (con el episodio dedicado a su querida María Zambrano), incluye también los programas Los maniáticos (1982), Esta es mi tierra. Aragón, dos ríos, con José Antonio Labordeta (1983) y La voz humana (1985). Todo ello le vale en 1966-67 una Antena de Oro de la Agrupación Sindical Nacional de Radio y Televisión y en 1999 la concesión del Premio Talento en la modalidad de Realización otorgado por la Academia de Ciencias y Artes de Televisión.

 

Los largometrajes

            Sin duda en sintonía con sus trabajos para la televisión, Castellón ha acometido la adaptación para largometraje de tres obras singulares (una de ellas no filmada) de la literatura española del siglo XX. La elección de los autores, Juan Ramón Jiménez, Ramón J. Sender y Miguel de Unamuno, no nos parece inocente sino, antes bien, bastante significativa de la ideología subyacente en ella. Ya en 1965 (en pleno franquismo, pues), Castellón acometerá el trabajo de llevar a la gran pantalla Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, si bien esta vez ocurre un tanto de rebote, pues sustituye al director previsto y asume el proyecto como propio. Tal cometido podía verse como una prolongación en gran formato de sus trabajos televisivos coetáneos, pero no era una tarea sencilla convertir en imágenes fílmicas la prosa poética de Juan Ramón. La elección tomada por Castellón consistía en combinar cierta intención biográfica del poeta con el aire lírico proveniente de su calidad de adaptación, aunque libre, del texto original. A tal efecto, el director desarrolló una amplia investigación en la comarca onubense, intentando siempre rodar en los emplazamientos auténticos que evoca el libro. El afán de autenticidad documental era contrarrestado (quizá de manera algo abrupta) por la plasticidad y la intensa componente lírica que adornaban el relato, asumiendo el riesgo de convertirlo en algo más edulcorado; el guión, además, se centraba especialmente en la narración del amor de Jiménez desdoblado en la inocente joven Aguedilla (<<la pobre loca de la calle del Sol>>) y en Blanca, la hija del cacique local, que permitía al realizador denunciar la hipocresía y la crueldad de la sociedad descrita. Sin duda, estos fueron los elementos que provocaron que la censura se cebara con Platero y yo (además, Juan Ramón, por razones evidentes, no era bien visto a la sazón por las instancias oficiales), cortando cinco de sus escenas y declarándola no apta para menores, circunstancias que provocaron la ira del realizador, que no llegó a entender esta medida por tratarse de un cuento infantil y que tuvo que rehacer en varias ocasiones su montaje. Además, la modestia de su producción y de su casting motivó que, provisionalmente, ninguna distribuidora quisiera hacerse cargo de su exhibición. En definitiva, el film tardó varios años en comparecer ante los espectadores y lo hizo en unas condiciones poco favorables para el éxito; esta decepción (<<la experiencia fue penosa>>, recordaba una vez en Heraldo de Aragón) motivó que su director abandonara el cine y se dedicara definitivamente a los campos televisivo y literario. Platero y yo, no obstante, ha sido recientemente restaurado por la Filmoteca de Andalucía (en colaboración con la de Zaragoza), que también ha editado su guión original, presentado en el marco del Festival de Cine Iberoamericano de Huelva de noviembre de 2009.

            Más de veinte años después, Castellón volvería a verse tentado a realizar otro largometraje, aunque esta vez fuera en el marco de la televisión. Adaptar el texto senderiano Las gallinas de Cervantes[5] fue una iniciativa propia del director (a quien costó bastante convencer a los ejecutivos de TVE por lo atípico del proyecto), y el resultado artístico sería notablemente superior a su primer intento: se trata de una curiosa y bastante libre versión del relato de Ramón J. Sender, de claras resonancias surreales, que permitiría a Castellón plasmar en celuloide algunas de las líneas temáticas del Barroco español: la escabrosa frontera entre realidad y ficción, el sueño como motor de los aconteceres, la idea de la muerte como perfección...

            A partir del relato original, que se basa en el acta matrimonial en que Catalina de Salazar aportaba una cierta cantidad de gallinas a Miguel de Cervantes como dote, el film desarrolla un argumento satírico ciertamente surreal (que no surrealista, como a veces se ha dicho) y de tintes absurdos y satíricos, narrando la peculiar y ficticia metamorfosis de Catalina en ave, a causa de un extraño hechizo. Ambas obras, literaria y fílmica, desarrollan con tino el tema barroco —y tan cervantino— de los difusos límites entre realidad y ficción (incluidas ciertas inverosimilitudes históricas, voluntarias) y se sumergen en la recreación de una época y de una poética muy determinadas mediante las conexiones con el arte pictórico a través de El Greco y otros pintores del Siglo de Oro deformadores de la realidad. Todo ello impregnado de un sentido del humor sardónico que su autor no ha dudado en calificar de <<buñueliano>>: <<Buñuel no debió de conocer la obra de Sender, de lo contrario la habría filmado>>, ha afirmado.

            Así, la literatura cervantina (y la lopesca, o la propia de los corrales de comedias, tanto en lo narrativo como en lo lingüístico) o la pintura del cretense se erigen en protagonistas de un relato fílmico que se aparta ligeramente de la literalidad del de Sender con el fin de dotar de mayor visualidad al contenido. Sin embargo, la fábula es conducida por Castellón (y su co-guionista Alfredo Mañas) a los límites de un cierto academicismo —aunque es verdad que Las gallinas de Cervantes asume más riesgos narrativos y formales que otras de sus compañeras televisivas de generación— mediante una puesta en escena que, aunque efectúa interesantes juegos con el espacio off y con frecuentes y abruptas elipsis temporales, no rehúye algunas estrategias del cine de qualité. Irregular pero muy sugerente, Las gallinas de Cervantes obtuvo en 1988 el Premio Europa en el festival de televisión de Berlín, consiguiendo el propósito de la TVE de Pilar Miró, aprovechando aún la ley propugnada por el gobierno de UCD para llevar a la imagen grandes obras literarias españolas, de producir programas de prestigio internacional.

            Posteriormente, Castellón ha intentado llevar al cine, junto a Julio Alejandro, y hasta ahora sin éxito, una versión (luego convertida en obra teatral) de la novela San Manuel Bueno, mártir de Miguel de Unamuno[6]. Se trata de una adaptación bastante literal del original, sin duda a causa de la indudable conexión de los autores con la visión ideológica y estética propuesta por Unamuno; en el guión se respeta el punto de vista de Ángela, la muchacha que admira a Manuel hasta la devoción enamorada y que aquí es convertida en monja, y, por supuesto, el discurso original que plantea el debate entre humanismo y fe, entre razón y doctrina, a partir de las dudas existenciales del párroco protagonista.

 

La literatura

            Como ocurre con el cine, la actividad literaria de Castellón se maneja mejor en las distancias cortas que en las de largo alcance; se inicia en edad temprana, cuando publica en Blanco y negro, en los especiales de fin de año de 1954 y 1956, los relatos “El ladronzuelo de estrellas” y “El árbol de Navidad”, que enseñaba con orgullo a sus amigos zaragozanos de la tertulia del Niké. La Navidad y sus resonancias humanistas estarán muy presentes en su obra, que pronto se decanta por el teatro parabólico y poético para público infantil. De hecho, su primer volumen editado, Teatro breve para Navidad, incluye las piezas "El pastor y la estrella" (un pastor pobre regala al Niño lo único que tiene, una estrella que ha robado al cielo), "Luces en el árbol" (las difíciles relaciones entre abuelos y nietos en época navideña) y "El trío de los dos viejos" (dos ancianos y un niño como mendigos callejeros), donde domina más el componente humano, siempre bajo el paraguas de la alegoría, que el religioso. Estas obras, además, fueron presentadas por TVE entre 1959 y 1962 coincidiendo con las fiestas navideñas. En la misma línea literaria, en 1961 queda finalista del Premio de Teatro Valle-Inclán con La pasión de Bubú, y años después publicará Teatrillo de Navidad y la pieza alegórica Jimi-Jomo. Su obra para primeros lectores incluye también, aunque con un planteamiento bien distinto, Cervantes para la imagen y la imaginación, adaptación de textos cervantinos que cuenta con "El retablo de las maravillas", "El mono adivino" y "Los títeres de maese Pedro" en la que ensaya una modernización del lenguaje para este tipo de receptor y trata el tema cervantino del teatro dentro del teatro y de las fronteras entre realidad y ficción que le lleva a reflexionar sobre las incertidumbres de la existencia humana. Y se cierra con El más pequeño del bosque, ejercicio de narrativa infantil con un epílogo de María Zambrano y partituras de nueve canciones a cargo de Cristóbal Halffter, que sufrió algunos problemas con la censura.

            Castellón siempre se ha declarado admirador y deudor del teatro del absurdo, especialmente de Jean Tardieu (o el propio Ionesco, con el que mantiene numeroso elementos de contacto), y se atisba también en su obra el legado de Miguel Mihura o de Jardiel Poncela (en Los asesinos de la felicidad, por ejemplo, estrenada en el madrileño Teatro Beatriz en 1967). Esa veta será explotada por el autor en obras como Monólogos y diálogos; los primeros incluyen varias parábolas sobre la muerte, con una alegoría de Caronte y la laguna Estigia; un enfermo terminal agnóstico que se enfrenta a los últimos días de su vida; un ladrón que habla con Cristo crucificado en el Gólgota y termina retando a Dios; o las reflexiones de un guardián de una cárcel turca dedicados a los presos antes de que éstos sean ahorcados. Entre los diálogos sobresalen "El grito del agua", conversación en Graus entre un Joaquín Costa anciano y otro de veinticinco años, marcada por el desengaño y el fracaso de los ideales, un monólogo que luego se convertirá en espectáculo de lectura dramatizada[7]; "Dulce compañía", radiografía del tedio conyugal con final esperanzador; o los antimilitaristas "Fusilados al amanecer" y "El saludador" y el anticapitalista "La isla de los burros".

            Su teatro se convierte en huésped de colegios mayores y universidades, sobre todo en el momento en que éstos concentran la mayor parte de la cultura subterránea, y después destacará en el ámbito de la lectura dramatizada propuesto por diversas instituciones públicas. Otras piezas breves de alcance alegórico son Los asesinos de la felicidad, en la que dos parlanchines oradores de Hyde Park mantienen absurdos diálogos sobre lo humano y (menos) lo divino; Las conexiones, asunto futurista y anti-utópico con un porvenir tecnificado y deshumanizado; o La intertextualidad, estrenada por la SGAE en 2004 como lectura dramatizada, que el autor califica de <<farsa o esperpento>> y que resulta ser  una denuncia del plagio, de la figura del negro literario y de los <<sin escrúpulos intelectuales>>.

            La obra escrita de Castellón se completa con otros textos, como la traducción al castellano de la pieza Salsa picante, de Joyce Rayburn; la versión de la obra de María Zambrano La tumba de Antígona, que además dirige en teatro; sus aportaciones narrativas a libros colectivos[8]; y diferentes textos de creación o ensayo aparecidos a lo largo del tiempo en revistas como Blanco y negro, Botheghe Oscure en sus años italianos, Índice, Quimera, Rolde, Art Teatral, Archivos de la Filmoteca o la propia Turia, así como en la prensa local (Heraldo de Aragón).

            Hombre de espíritu independiente y variada impronta creativa, Castellón, en definitiva, ha puesto en práctica a lo largo de su trayectoria en varios ámbitos artísticos sus deseos de libre expresión, reclamando la voz de la cultura (con minúsculas) y la palabra como mecanismos principales de comprensión del mundo y de búsqueda del deleite intelectual. Así lo dijo en un poema publicado hace ya algunos años en estas mismas páginas: <<Pero un día / nos dijeron: / "Vuestras palabras, / vuestros gestos, / una inutilidad". / Necesitáis un guía / que ponga orden / y borre / la mirada verde / de vuestros ojos. / Y me parece que lo consiguió / porque a partir de entonces / ya no fuimos felices>>[9].

 

Selección bibliográfica

Contrapunto de Europa. Cantata en un acto, Ayuso, Madrid, 1979.

Teatro breve para Navidad, Edebé, Barcelona, 1982 [2ª edición; la 1ª es de Bambalinas, Madrid, 1973].

La pasión de Bubú. Alguien grande va a nacer, Ayuso, Madrid, 1983.

El suplicante y otras escenas parabólicas, Endymión, Madrid, 1988.

Teatrillo de Navidad, Escuela Española, Madrid, 1989.

Los asesinos de la felicidad / Las conexiones, Endymión, Madrid, 1992.

El más pequeño del bosque, Alfaguara, Madrid, 1984 (edición original en Vox Gala, Madrid, 1964).

La tumba de Antígona (versión a cargo de Alfredo Castellón), SGAE, Madrid, 1997 (hay edición italiana: La Tartaruga, Milán, 2001).

Jimi-Jomo (junto a Solimán y la Reina de los pequeños, de Santiago Martín Bermúdez), Asociación de Autores de Teatro - La Avispa, Madrid, 2002.

Monólogos y diálogos, La Avispa, Madrid, 2002.

Cervantes para la imagen y la imaginación, CCS, Madrid, 2002.



[1] A ella dedicará el artículo "¿Habrá perdón para quien estrangula una paloma?", publicado en el catálogo de la exposición María Zambrano (1904-1991). De la razón cívica a la razón poética, Jesús Moreno Sanz (coord.), Residencia de Estudiantes, Madrid, 2004, pp. 175-179.

[2] Relata Castellón todo este proceso televisivo en el artículo "Yo estaba allí", Archivos de la Filmoteca, número 23-24, junio-octubre de 1996, pp. 40-48.

[3] Para los interesados en profundizar en esta época de la televisión española se recomienda la lectura de Manuel Palacio, Historia de la televisión en España, Gedisa, Barcelona, 2001.

[4] República de las Letras, número 86, 2004, pp. 95-115.

[5] Existe una edición íntegra del guión de esta producción de 1987 en VV. AA., Ramón J. Sender y el cine, Huesca, Festival de Cine de Huesca - Gobierno de Aragón - Instituto de Estudios Altoaragoneses, 2001, pp. 159-274.

[6] Edición del guión: Julio Alejandro y Alfredo Castellón, San Manuel Bueno, mártir. Original de Miguel de Unamuno, Diputación General de Aragón, Zaragoza, 1991.

[7] Publicado en Anales de la Fundación Joaquín Costa, número 18, 2001, pp. 69-92. Existe una filmación del espectáculo, producida por la Asociación Conde de Aranda y dirigida por Ángel García Suárez, Madrid, 18 de noviembre de 2002 (disponible en youtube.com).

[8] Castellón ha publicado relatos diversos en los siguientes libros: Guillermo Alonso del Real et al., Escritores contra el racismo, Talasa, Madrid, 1998; Ramón Acín (ed.), Los hijos del cierzo, Prames, Zaragoza, 1999;  Juan Casamayor (coord.), La lucidez de un siglo, Páginas de Espuma, Madrid, 2000; Marta Sanz (ed.), Rojo, amarillo, morado. Cuentos republicanos, Martínez Roca - Fundación Domingo Malagón, Madrid, 2006. Además, es autor del microrrelato con asunto suicida "La ruleta de los recuerdos", incluido en Clara Obligado (ed.), Por favor, sea breve. Antología de relatos hiperbreves, Páginas de Espuma, Madrid, 2001.

[9] "Cuentos para niños del dos mil uno", Turia, número 35-36, marzo de 1996, pp. 122-123.

 

Escrito en Lecturas Turia por Pablo Pérez Rubio

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