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Luis Antonio de Villena: "La cultura y la belleza han dado sentido a mi vida"

En El fin de los palacios de invierno, el primer tomo de sus memorias, publicado recientemente por la editorial Pre-Textos, Luis Antonio de Villena (Madrid, 1951) recurre a una cita de Walter Benjamin: “La auténtica medida de la vida es el recuerdo”. Llamar, estimular el brote de los recuerdos, es lo que ha hecho en una entrega que combina las ráfagas de la propia memoria con los testimonios cercanos, familiares, que son los que verdaderamente ayudan a conformar el mundo de los primeros años, a dibujar sobre el lienzo en blanco que es toda vida en sus inicios.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Emma Rodríguez

Isidro Ferrer: "Los diseñadores no somos artistas, resolvemos problemas"

Es un hombre de tiempos lentos, e incluso se muestra pausado cuando habla. Eso hace su conversación enigmática y envolvente. Y el tiempo se convierte en ingrediente fundamental de su trabajo. Es el que le permite explorar con calma otros territorios desde la ilustración y el diseño, a donde él mismo saltó desde el teatro, al que de alguna forma sigue vinculado, ya que es responsable de la cartelería del Centro Dramático Nacional desde hace más de una década.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Javier Díaz-Guardiola

Hace ya trece años que murió Roberto Bolaño y su figura literaria no ha dejado de crecer. Al reconocimiento de la crítica, que el propio autor vivió en la recta final de su trayectoria novelística, se ha unido una auténtica mitificación académica y universitaria -sobre todo estadounidense e hispanoamericana- de su particular estética narrativa, sin olvidar una creciente masa lectora que sigue expectante la acostumbrada publicación de recuperados inéditos; se conoce ya el título y la próxima aparición de una nueva entrega de esta singular literatura póstuma: El espíritu de la ciencia-ficción, una novela en la habitual línea intergenérica y multitemática del más característico Bolaño.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Jesús Ferrer Solá

De que Juan Eduardo Zúñiga pase por autor realista seguramente tiene culpa la antología Artículos sociales de Mariano José de Larra que preparó en mil novecientos sesenta y siete para la editorial Taurus bajo la convicción de que los autores generan conciencia en la sociedad sobre la que escriben. Al mismo tiempo, contribuyó pertenecer, aun de perfil, a la generación de los cincuenta y haber ejercido el socialrealismo. Por si fuera poco, décadas más tarde, la trilogía de la Guerra Civil y la Posguerra hizo el resto. Estos volúmenes son una lucha por la vida barojiana que podría encontrar correspondencia en el título de su primer libro: Inútiles totales. Pese a todo lo anterior, Juan Eduardo Zúñiga posee una veta imaginativa incuestionable. Por medio de la fantasía supera la previsibilidad de la ficción igual en Largo noviembre de Madrid y La tierra será un paraíso, entreveradas de realismo, que en Misterios de las noches y los días. En Brillan monedas oxidadas, recién editada, también recurre a la mezcla expresiva, visible en el cuento ‘Has de cruzar la ciudad’, con un final enigmático donde se relaciona la libertad con los miedos y las trampas.

Brillan monedas oxidadas es una lustrosa colección de quince textos ajenos al cerco de Madrid y los dominios de la guerra, característicos en su argumento narrativo, para entrar en la vida de personas radicadas en entornos de paz social, pero en conflicto intestino. El libro hace fonda en la precisión del lenguaje, en la dificultad para encontrar solidaridad y amparo y en la sombra que la avaricia proyecta sobre las vidas del común, que, en conjunto, ofrecen un doblez enfermo a la primera de cambio. Esa persistencia en la búsqueda, a pesar de la contumacia con que se manifiesta la realidad saca a flote toda la pasión romántica del autor. En las páginas iniciales de su última entrega, un personaje burgués de eco buñueliano sugiere que lo mejor “es no pensar” en los temporales, “como si no existieran”. Una opción que no parece secundar el autor, pues en la literatura, igual que en la vida, no pensar en los problemas ni los elimina ni previene a quienes los padecen de verse literalmente arrasados por ellos. Conviven el léxico añejo -yacija, fluxión, cincha, palafrenero…- y las costumbres de otra época –en ‘El campanero de San Sebastián’ se acarrean haces de leña, sacas de grano, gavillas de heno, serones de arena, se lustran las botas al amo- con el simbolismo, especialmente en el segundo capítulo –‘La mujer del chalán’- a través de unos fuegos que brotan en lo alto de un campanario y son presagio de la mala fortuna que porta una visita inminente.

-En ‘Jazz session’, también de Brillan monedas oxidadas, leemos: “Él –un camarero- conocía a todos y sabía lo que iban a beber, cuándo se levantarían y cómo pagarían”. Los clientes son “autómatas, obligados a leyes” que forzosamente se han de cumplir. En ‘El ramo de lilas’ contemplamos el paso monótono y devorador del tiempo reflejado en tres escenarios: un puerto, una mercería y un matrimonio que olvidó por qué llegó a casarse. Se aprecia una desmemoria producto de la mecánica social: “Muchas veces se daba cuenta de que no pensaba y que vivía como un crustáceo, pegado a la hendidura de una roca, sin acordarse de lo que ya había pasado”. Usted indaga en la tramoya del ser humano de un modo que ¿sería posible calificar de marxista?

-No sólo en Brillan monedas oxidadas sino, yo diría, en el conjunto de mi obra. Yo trato de abarcar un doble plano: la profundización sicológica de los personajes y la descripción del contexto histórico y social, que, a veces, puede ser meramente alusivo. El paso del tiempo es también importante en estos relatos. El tiempo que pauta la evolución de los sentimientos y que marca la permanencia de la memoria o el olvido.

-Además de una base ética, ¿un texto bien escrito ayuda a la cohesión del mundo?

-Una obra literaria exige un detenido trabajo del lenguaje junto a la ambición de reflejar sentimientos profundos en situaciones bien cotidianas, bien extraordinarias. La literatura puede influir en la conciencia de un lector y ayudarle a entender su realidad tanto como proporcionarle el acceso a otras vidas.

En sus últimos relatos el callejero de la capital sale no más que, puntualmente, como telón de fondo. Ya no importan tanto la verosimilitud y la memoria. El autor se presenta gótico “con reminiscencias de Bécquer, Hoffmann y Poe” y se desprende del realismo social para dar en el impresionismo –‘Agonía bajo el manto de oro’- y en el simbolismo –‘La mujer del chalán’ y ‘El ramo de lilas’-. Somete los significados a hechos cuasi fantásticos, algo antes sólo abordado claramente en su segunda novela, la alegórica El coral y las aguas, portadora de un simbolismo sañudo donde la moral casa con la estética más riesgosa. La primera tirada contuvo unas palabras preliminares que arrojaban parcialmente luz al respecto. La estrategia no distaba mucho de aquélla de Larra, alabada en su antología: “Su crítica se dirigía a puntos neurálgicos de la estructura del país y por este motivo se vio obligado, para que le fuera permitida, a enmascararla”.

En la edición crítica de Israel Prados, en Cátedra, se desglosan algunas identificaciones entre las imágenes que contiene y el franquismo. La acción transcurre en Tarsys, una isla que remite a Tartessos, Asia Menor, en la que Platón pareció inspirarse para su Atlántida. En el segundo capítulo, unos jóvenes “transportan una pesada mole, el altar de una divinidad antigua y poderosa, transportan un cadáver gigantesco y cada uno de ellos cree que es su propia vida, lo convierte en su propia alma, tan hondo es su sometimiento”. El crítico entiende que no es difícil relacionar este pasaje “con la comitiva que llevó a hombros el féretro de José Antonio desde Alicante hasta El Escorial”. En una conversación mantenida en dos mil dos con Antonio Ferres, conducida por Ignacio Echevarría en El País, el propio Zúñiga evocaba el episodio, admitiendo la represión sistemática de la dictadura, con fusilamientos a diario. “A su paso por los pueblos preguntaban si quedaba algún rojo y fusilaban a cualquiera por nada, acaso porque en su día leía El Imparcial, que era un periódico de izquierdas”. No queda ahí la cosa en la novela: “Las aguas, poderoso enemigo, la rodean y arrojan contra ella su peso y su violencia incansable; sin parar, golpean con fuerza una cosa tan insignificante, pero ésta crece lentamente, triunfa de aquella ciega furia y noche y día levanta sus ramas las extiende y ni abandona una lucha en la que vencerá (…) era un presagio hallar el coral: significaba que todo lo secreto, lo ignorado, vendrá a la superficie, cuanto parecía oscuro e incomprensible quedará entendido y será lo nuevo, la fuerza del futuro”. Israel Prados comenta “el simbolismo político del coral, representado por el color rojo de la resistencia antifranquista, que crece lentamente –el coral se levanta sobre sus propios cadáveres-, y el del mar que lo azota, azul como el color emblemático del régimen de Franco. Los personajes se llaman Paracata, Ictio, Zimós, Asbestes, Tussos. La confusión fue tal que la editorial presentó la novela, su única novela pura, como un libro de cuentos.

-No ha vuelto a usar recursos tan ajenos a la claridad. ¿Cabe suponer que considera esta técnica exclusiva para circunstancias excepcionalmente adversas?

-Bajo la construcción idealizada del mundo clásico griego pretendí reflejar la situación política de la España de los cuarenta. Sin duda, influyó la vigilancia de la censura de libros, pero también estuvieron presentes en la creación de esta novela los reducidos límites estéticos del neorrealismo que, en aquella época, imperaban en la literatura comprometida.

-¿Hoy tendría sentido escribir así o sería mero esteticismo? La pirueta estilística al margen del contexto, ¿tiene valor?, quiero decir: una crítica tan enmascarada corre el riesgo de pasar inadvertida.

-Crear un clima fantástico, buscar alegorías, permite una mayor libertad a la hora de describir personajes significativos y creo que también puede proporcionar al lector un horizonte más amplio de lectura.

Según Gautier, “los rusos tienen la pasión de los gitanos”. Zúñiga, como buen ruso, dedica a las gitanas un capítulo de Brillan monedas oxidadas y las mienta en otro. También salen en Misterios de las noches y los días y, por descontado, en sus memorias sobre escritores rusos, recientemente reunidos bajo el sugerente título Desde los bosques nevados. Las dedicó un estudio completo –el número seis- en El anillo de Pushkin a través de las de Turguénev, Pushkin, Gorki, Tolstói y Andréyev. Y en el capítulo quinto de Las inciertas pasiones de Iván Turguénev, refiere que el padre de la amada del protagonista, Paulina Viardot, también era gitano.

-¿De dónde procede esa fascinación?

-Siempre me ha seducido el mundo de los zíngaros de la Europa oriental, que representan para mí unas figuras de libertad. Esta etnia milenaria puede apasionar por su folklore, sus cualidades musicales y su idioma. A ellos me refiero cuando hablo de gitanos en mis relatos, no a los gitanos españoles, que tienen costumbres muy diferentes.

La correspondencia entre costumbres, historia, gentes, paisajes y arte que Juan Eduardo Zúñiga halla en la cultura rusa la aplica meticulosamente en sus argumentos con herramientas propias. Del mismo modo que Petersburgo “aparece como una fantasía inquietante” en los poemas y relatos de Batiushkov, Viázemski, Yákov Polonski, Sumarókov, Saltikov-Shchedrín, Dostoyeski –todos ellos estudiados por el español-, Madrid, en sus libros, se vuelve parecidamente imprevisible, “hambrienta, sucia y fantasmal”. Capital de la gloria es un volumen paradigmático a este respecto. La portada está ocupada sin gratuidad por una imagen de Robert Capa. Lo mismo que el fotógrafo decía que si una instantánea no es buena se debe a que no se ha estado lo suficientemente cerca de la escena, Zúñiga se arrima a los acontecimientos para lograr la descripción más ajustada. Capital de la gloria está tan llena de cascotes y ladrillos desprendidos de las fachadas que leerla se convierte en un paseo incómodo a lo largo del que constantemente hay que mirar al suelo para no tropezar. Al igual que el escritor se fija en las estatuas de Pedro el Grande, sus lectores hacemos lo propio en el puente de los Franceses. Si la construcción de Petersburgo “exigió víctimas y miles de campesinos”, la destrucción de Madrid vio “cadáveres extendidos en las aceras”. Si Odóyevski, en uno de sus cuentos, sueña que la ciudad va a ser destruida -parecidos sentimientos, en forma de deseo, manifiestaron Lérmontov, Pechorin, Dmítriev, Gógol, Nekrásov, Raskólnikov-, en Madrid, las casas ardían y se derrumbaban efectivamente “en una oleada de vigas de madera, cascotes y tejas”.

Si por las novelas de Fedin, de Kaverin, de Lvreniov, de Katáyev, de Ogniov se recorren las calles, los barrios, de Moscú, en Madrid paseamos por la Casa de Campo, por Santa Ana, por Vistillas, por Argüelles, por Cuatro Vientos, por el Prado, por la calle de Moratín, por la de Alarcón, por la avenida Reina Victoria. Igual que la madre de Kropotkin “copiaba en secreto poemas de poetas contrarios al zarismo (…) que proclamaban la libertad”, los personajes de Zúñiga soportan miedo sabiéndose perseguidos y oprimidos. La misma Rosa de Madrid adquiere rasgos evidentes de mujer rusa, “emblema primordial” en los libros de Gorki, Tolstói, Goncharov y Turguénev, unas veces impenetrable y a menudo defraudada. Igual que Chéjov trasladó a sus cuentos la frustración que producen el deseo insatisfecho y los sueños imposibles, Zúñiga trasluce la frustración padecida por seres que han renunciado a ser felices, “sometidos al destino doloroso de los vencidos”. Y si Chéjov incluyó en su teatro “la latente o manifiesta solicitud de amor como si ésta fuera suprema razón de felicidad”, en Brillan monedas oxidadas tenemos una equivalencia fiel: el cuento ‘Lejano amor soñado’ habla exactamente de la poesía y del amor como únicos instrumentos de tal felicidad.

-Usted ve “ocupados de memoria” los libros rusos. ¿Qué porcentaje de su biblioteca está destinado a ellos? ¿De qué obra tiene más ediciones y traducciones?

-Nunca he contado los libros que hay en mi biblioteca, varios miles, con predominio de la literatura pero también ensayo, arte e historia. Muchos son de literatura española y no sólo de contemporáneos. En proporción, los autores rusos ocupan varios estantes. Tengo ediciones originales así como traducciones a otros idiomas, no sólo al castellano. Conservo con especial afecto las que hizo Cansinos Assens. Pero del libro que tengo más ediciones y traducciones es de La Divina Comedia, obra tan sugerente e inabarcable.

-Dice en el primer capítulo de Las inciertas pasiones de Iván Turguénev que este autor ha sido, “junto a Tolstói y Dostoyevski, el mejor acogido en Occidente por la calidad literaria de su obra” y cita el interés concreto que suscita en Inglaterra, Alemania y Francia. Sin embargo, no parece que en España haya despertado tanto, o, al menos, su nombre se cae de las citas habituales. ¿A qué se debe?

-Iván Turguénev  demuestra ser un autor clásico. Continuamente se hacen nuevas ediciones en castellano de sus novelas y relatos y han mejorado mucho las traducciones, y en varios catálogos importantes se encuentran ahora obras suyas. Incluso se ha adaptado al teatro, como la reciente versión en catalán de su obra Un mes en el campo, representada en el Teatro Nacional de Cataluña.

-Al igual que Chéjov, usted retrata el desengaño que producen las ilusiones fracasadas. ¿Es posible la felicidad y, al mismo tiempo, ser consciente de la frustración que depara el hecho de vivir?

-Chéjov describe magistralmente las frustraciones que ocasiona la vida en una sociedad estancada que no parece tener futuro. La felicidad es un sentimiento muy subjetivo y que tiende, aun en momentos de gran fracaso vital, a transformarse en esperanza.

“Su carrera literaria se ha construido contra sí misma”, llegó a juzgar Rafael Conte. “A base de discreción, estudio, detenimiento y dentro de una austeridad que la ha teñido de clandestinidad”. Imposible conocer si el fracaso de su primera obra, Inútiles totales, a la larga le ha beneficiado, permitiéndole no precipitar su escritura a los cánones del mercado. “Su obra –dice Gustavo Martín Garzo-, breve e intensa, es comparable a la de todos los grandes moralistas en el sentido que Camus da a esta palabra: los que tienen la pasión del corazón humano”. Y así, auscultando los afectos, se pasó el siglo veinte, oculto, dedicado a la lectura y a la tarea de escribir. No ha trascendido mucho más de sus ocupaciones. “Mi niñez fue tristísima, prefiero olvidarla”. La biografía de Juan Eduardo Zúñiga está llena de olvidos voluntarios y huecos cavados cuidadosamente. A las empresas señaladas podemos añadir la traducción: en mitad de una España empobrecida, inculta y escasa de recursos, se puso a la faena lunática de estudiar árabe, inglés, francés y ruso. Ni siquiera hoy, segunda década del veintiuno, hemos conseguido hablar y escribir correctamente un segundo idioma, cómo consiguió avanzar en tales aprendizajes forma parte del misterio que atañe a su figura, extensible hasta la misma fecha de nacimiento: hay quien le pone ochenta años y quien le aproxima al siglo, un arco ciertamente abierto y enigmático.

Durante ese siglo veinte vivido y escrito, cuando salía de casa a quemar el ocio, lo hacía sin la menor candidez. Arturo del Hoyo contó de Zúñiga en mil novecientos noventa: “Te invitaba a dar paseos, a primera vista inocentes, hasta que te encontrabas ante las ignoradas tumbas de los brigadistas en el cementerio del pueblo de Fuencarral, o ante los severos, aunque arrogantes, epitafios del cementerio civil. O bajo los todavía trágicos muñones de la Casa de Campo”. Una manera de homenajear, de ilustrar sin abierta intención, de preservar la memoria en consonancia con su manera de entender la literatura, siempre cargada de responsabilidad.

- “En el poema ‘La desconocida’ una mujer entra en el café donde Blok refugia su soledad”. Los cafés –Lisboa, Pelayo-, ¿eran, además de refugio, sitio para burlar las limitaciones oficiales y la prohibición establecida respecto del propio derecho de reunirse?

-Las tertulias en el Café de Lisboa y en el Pelayo reunían contertulios muy distintos y además tenían lugar en épocas diferentes. Las discusiones sobre literatura, sobre el realismo o las técnicas narrativas del nouveau roman no impedían, por supuesto, debates apasionados sobre política.

-Usted ha reconocido públicamente que no encuentra mucha diferencia entre la imaginación y la vida real debido a que la fantasía también se nutre de los datos que llamamos comprobados. Y, por descontado, alude a la importancia de la memoria. ¿Puede la memoria estar hecha, también, de ficción?

-La fantasía siempre hunde sus raíces en la realidad y la imaginación configura el desarrollo del relato. La memoria no es únicamente el recuerdo del pasado, es la experiencia revivida, es el motor de toda literatura.

-En la escasa atención que recibió durante más de la mitad de su carrera, ¿qué responsabilidad tiene el género que practicó –cuento-, al que no se ha prestado análisis y adecuada lectura hasta hace bien poco?

-La novela ha sido la reina de la literatura en España y, sí, hasta hace pocos años el cuento era una literatura marginal. A pesar de la existencia de excelentes escritores de relatos no han gozado éstos, como género, de la consideración que han tenido en el ámbito anglosajón. Sin duda, ello ha contribuido a un menor conocimiento de mi obra.

-Informa Fernando Valls en el número 89-90 de Turia de que, durante la década del cincuenta, usted incluyó numerosos cuentos en Ínsula, Índice de Artes y Letras, Acento y Triunfo, “la mayoría de ellos nunca publicados en libro”. Imagino que lo mismo ha pasado con otros trabajos. ¿Qué sucede en el salto entre lo escrito y lo publicado en libro? ¿Qué le empuja o retrae a la hora de lanzar algo definitivamente a la luz?

-Escribo mucho, pero mi método de trabajo es lento, en el sentido de que escribo y corrijo, y corrijo bastante, hasta que doy por válido un texto. Mis relatos no son autónomos, están siempre unidos por una línea interna que puede ser invisible pero está presente. De hecho, algunos críticos han considerado que Flores de plomo, por ejemplo, es una novela.

-¿Y cuánto deja normalmente dormir un texto? ¿Reescribe? ¿Qué volumen de inéditos tiene?

-Algunos textos pueden dormir eternamente en las carpetas. Tengo un buen número de inéditos, pero en su mayoría son demasiado autobiográficos y, de momento, no  veo su publicación.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

Lo más llamativo de la poesía de Ángeles Mora es la delicadeza con que opera. Y opera en fibras sensibles con escalpelos de orquídea… Como si los pétalos tuvieran filo, y, antes de sajar, nos anestesiaran a fuerza de perfume. Así: mata dulcemente. Ya lo dice la canción con que titula un poema; mata sonriente, como la vida la mata a ella cada día.

 

Este es el tono general: el de un poema tímido como “un ramo de flores que se esconde en la espalda”, pero….vitalmente letal.  Como la sustancia misma que atraviesa el libro y anuncia, inminente, con toda la calma del mundo, que este ramo, esta vida, sin prisa y sin pausa, se están marchitando ante nuestros ojos.

Sin embargo, ese alambre del tiempo que va de comienzo a fin del libro, permite momentos estelares de funambulismo feliz.

 

Instantes de gloria… con el sol rayando y nosotros al borde del abismo, detenidos en un momento de vibrante eternidad, “con el cuerpo que logra no pesar / como no pesa la alegría”. Para llegar ahí, página 47, antes hizo falta presentar al personaje y darle un marco.

 

Un personaje desdoblado entre una que la habita, la diurna, que entra y sale del rol previsto por la sociedad para la mujer, y ella, la de la vigilia de los ojos cerrados, que a su vez habita su mente, su pensamiento, sus sueños.

 

Quiero recordar aquí, en apoyo de la intuición que Ángeles pone en boca del sujeto lírico, la conclusión del gran neurólogo Rafael Llinás, que tras muchos experimentos de laboratorio descubre lo que la poeta sabe por experiencia propia.  Juzga Llinás “que cuando estamos despiertos y conscientes, en realidad estamos soñando…. y esos sueños están siendo dominados por los sentidos,  que a su vez están gobernados por el mundo exterior. Mientras que cuando dormimos, están gobernados por la memoria. Así, los sueños son la conciencia en sí misma. Mientras que la realidad está permeada por lo que llega de fuera”.

De hecho, Ángeles utiliza como epígrafe para el primer apartado titulado: “Quién anda aquí”, una cita de la poeta Adrienne Rich, que resume ese ver en sueños, dormida, que los poetas buscamos atrapar en la escritura: “Y quiero mostrarle un poema, que es el poema de mi vida. Pero dudo, y me despierto”. Así, unos versos de este libro dicen: “se apaga el día mientras llega / la noche lenta / de la que no quiero salir”. Y por la mañana, le gustaría hacer durar esa noche, por temor “a que llegue el día y sus mandatos”.

 

Esos mandatos que están muy claros, pues “los hombres no barrían la casa / mi hermano estaba poco en la cocina / yo hacía la mayonesa o limpiaba el polvo para ayudar: de día”Y aunque las noches son suyas,  de esa doble jornada sale la otra que la habita: diurna, cotidiana, tributante –que diría Pessoa- ; esa que padece la soledad del ama de casa: con su elocuencia rota. La nocturna, en cambio,  no está sola, pues: “el pensamiento no deja de latir, da golpes, bulle”.

 

Ya en el segundo apartado titulado “Emboscadas” surgen las trampas y tentaciones del entorno, y la querella con la otra que la habita, la diurna: “Siempre estás a disgusto con ella / con la que adentro llevas”, en su faceta “de chica sentimental de clase media”.

 

Pero una composición pone las cartas sobre la mesa, y resume las conclusiones de otro sabio, Levi Straus y sus leyes de parentesco, cuando afirmó “que las sociedades están estructuradas alrededor del intercambio de mujeres entre hombres”.  Breve pero eficaz, “Dinero de bolsillo”, está contado desde el punto de vista de esa mercancía humana que es la mujer dentro de este sistema. Lo transcribo: “Se aconseja no cotizar en bolsa. / Una mujer no aprende / el ínfimo valor de su moneda / hasta que no circula / en el devaluado / mercado de las letras / de cambio”.

 

Tras describir a esas “estrellas frías o mujeres clásicas llenas de orgullo y prejuicio”, el personaje se abre en busca de otros marcos posibles, una vez que ha abandonado el estrecho molde que le estaba destinado.  Aunque no hace falta irse muy lejos, pues como sabían los surrealistas: hay otros mundos pero están en este. Depende de cómo se habite. Así, es posible que la inspiración y la palabra cuajen donde menos se lo piensa. “No-lugares, o lugares de nada” donde se está, por ejemplo, mientras se lavan los platos. Lugares semejantes, se nos ocurre, al de Spinoza mientras pulía sus lentes. Lugares sin prestigio, donde la corriente mental sigue discurriendo -armando su discurso- sin parar, porque “escribir es un vicio que nunca se detiene”

 

El tercer apartado: “Palabras nuestras”, dedicado al nombrar amoroso, al compartir, homenajea esas precisas invocaciones “con esa música secreta / que esconden / los nombres del mañana”. Porque el amor, dicho a través de ellas,  es motor de búsqueda y esperanza.

 

El cuarto apartado: “Los instantes del tiempo”, esta dedicado a esa labor de Cronos que barre, incesante, y sedimenta y abona el presente, con  aquello mismo que derriba.

 

Por último, el quinto apartado: “El cuarto de afuera”, evoca potentes escenarios de una infancia de posguerra, donde el buril de pétalos de orquídea trabaja sobre un párpado insomne. Poemas en los que con tomas precisas sugiere el entorno completo de una época dolorosa.

 

Ficciones para una autobiografía es un libro donde la voz de Ángeles Mora alcanza la difícil sencillez, y roza como con una gasa las heridas, que nos devuelve perfumadas. Porque… qué duro es sufrir, pero qué dulce haber sufrido, y sin embargo, no hay nostalgia, sino presente puro. Un libro vivo y delicado, fuerte y flexible como una vara de bambú.

 

 

Ángeles Mora, Ficciones para una autobiografía, Madrid, Bartleby Editores, 2015.

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Noni Benegas

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