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Configurar sentido descendente

En uno de los microensayos que componen Razón: portería, una de sus más recientes publicaciones y una idónea puerta de entrada  para acceder a las claves de su obra, Javier Gomá Lanzón (Bilbao, 1965) escribe de los distintos estadios de la vida y dice que en cada uno de ellos “el hombre ha de buscar no tanto la enfática felicidad sino, con más llaneza, ese momento propicio que los griegos llamaron 'kairos' y que podría traducirse libremente como su 'enhorabuena'”. Escribe el filósofo de la conveniencia de que el niño, el joven, el adulto y el anciano disfruten de su etapa concreta, desarrollando sus potencialidades y plenitudes, hasta llegar, si se tiene la fortuna, al final del recorrido, “como los antiguos patriarcas, colmado de años, tras completar exitosamente el ciclo vital y sin grandes deudas con la vida”.

 

Tras leer esta esclarecedora pieza, que celebra la vida y reivindica el placer de saber envejecer, es imposible no preguntarse hasta qué punto el autor simboliza ese caminar consciente hacia adelante, cumpliendo con las obligaciones y llevando a cabo los deseos y vocaciones con una alegría equilibrada. Afable, reflexivo, dado a cuestionarse muchas verdades aceptadas, a sopesar sus palabras y acciones, Gomá da la impresión de haber trazado un mapa personal y de tener muy clara la ruta a seguir, siempre mirando a su propósito de frente, seguro de los objetivos, sabedor de que mejor no perderse en meandros y carreteras secundarias.

 

De esa manera, nada le ha impedido ir levantando una obra sólida cuyas ramas brotan de un tronco robusto, el de la ejemplaridad como punto de partida y como constante tema de reflexión. Ahí está su tetralogía: Imitación y experiencia, Aquiles en el gineceo, Ejemplaridad pública y Necesario pero imposible, libros que próximamente la editorial Taurus publicará juntos, en una caja que dará idea de la unidad del proyecto filosófico, y que coincidirá en las librerías con otros trabajos. Así un volumen que reúne sus textos sobre fundaciones: Carta a las fundaciones españolas y otros ensayos del mismo estilo (Pre-Textos) y Breve historia de la cultura occidental (Taurus). A Gomá no le faltan proyectos ni habilidad para sacar partido a su tiempo. Ya acaricia la idea de ponerse a escribir muy pronto otro ensayo corto, casi un panfleto, para el que tiene decidido el título: Visión, cultura y corazón educado. Lecciones de la crisis. Y adelanta que todo esto, en realidad, “es una transición para una nueva etapa” en su producción literaria, una etapa “cuyos contornos”, según dice, “se van perfilando poco a poco, sin excluir una idea que quizá algún día lleve a cabo: escribir textos filosóficos para la escena”.

 

Todo un plan de trabajo para los próximos dos años. Pasos medidos de un trayecto firme, el de este hombre que compagina el ejercicio solitario, reconcentrado, del pensador, con las dotes organizativas y de gestión necesarias para llevar el timón de un centro cultural como es la Fundación Juan March, cuyo destino dirige desde 2003. En él parece haber un talante práctico y a la vez soñador, una mirada sagaz y observadora a los detalles de lo cotidiano, del día a día, que se mezcla con una indagación en lo sublime, lo trascendente, lo inaprehensible de la existencia. Todo esto se va dibujando a medida que avanza la conversación. Una conversación detenida, en la que hablamos ampliamente de las renuncias y los horizontes de la filosofía, pero también del presente con sus luces y sus sombras, y, por supuesto, del gran tema: la vida.

 

Para entender la visión filosófica de Javier Gomá hay que ir al momento en que se fraguó, al trazado de una ruta intelectual que surgió en la adolescencia, una época que tan bien comprende y analiza en su Aquiles en el gineceo. Él mismo lo explica de la siguiente manera: “Yo me considero una persona de vocación literaria muy intensa e incluso muy tiránica. A partir de los 15, 16 años, tuve una visión, más bien una pasión, que me condujo hacia un conjunto de temas que tenían una conexión sistemática unos con otros y que partían de la ejemplaridad como concepto principal. Al principio quería contarlo todo de una sola vez, pero no acababa de encontrar la manera. Cuando acepté que iba a escribir un primer libro en el que sólo diría unas cuantas cosas, y que a ese habrían de sucederle otros que fuesen dando vueltas al tema central desde diferentes perspectivas, fue cuando el proyecto adquirió sentido”.

 

-- ¿Fuiste un lector muy temprano? ¿Por qué la inclinación posterior por la filosofía, no por la ficción?

 

- Mi vocación, muy temprana, fue literaria, esa emoción poética hacia determinadas ideas, esa inclinación de todo tu ser hacia un nudo de relaciones y de intuiciones vagamente presentidas. Se trataba de dar expresión, fijeza y permanencia a esa visión. Si la celebras, eres poeta; si la defines, eres filósofo. Mi primera reacción fue poética: escribí poesía, cuentos, novelas, literatura del yo. Pero me di cuenta que el asunto permanecía allí, intocado, incitante. Y entonces vino el trabajo en el concepto, la filosofía. Y allí hice mi morada.

 

-  ¿De niño ya eras muy observador? ¿Cómo te recuerdas?

 

- Soy observador en el sentido de que me fijo en la gente y en las cosas, pero desgraciadamente tengo muy mala memoria para los aspectos concretos de la realidad. Algo dentro de mí salta casi al instante de lo particular a lo general. Muchas veces me desespero cuando debo contar una anécdota porque retengo con exactitud la idea que deseo transmitir, desprendida de todos esos detalles que la hacen sabrosa para el oyente. De todos modos, si a veces algún detalle se me queda, es porque conserva para mí un altísimo poder significativo. Y entonces lo uso para algún ensayo. O en una ocasión para un libro entero: Aquiles en el gineceo contiene una meditación sobre el “caso” singular del Aquiles adolescente y su paso a la madurez (del estadio estético al ético).

 

La falta de ejemplaridad

 

- Si de algo estamos faltos hoy es de ejemplaridad. Curiosamente esa visión adolescente de la que hablas se anticipó a la necesidad de poner en la conversación, en el día a día, una palabra necesaria, con todas sus lecturas y consecuencias.

 

-  Sí. El concepto de ejemplaridad es, a mi juicio, un concepto conveniente, oportuno y necesario para nuestra época. Se trata de un concepto explicativo, pero la presentación que hago del mismo en mis cuatro libros es una presentación sistemática y abstracta. De hecho, incluso algunas veces, se me ha reprochado, amistosamente, que siendo un filósofo del ejemplo y de la ejemplaridad ponga pocos ejemplos, a lo que siempre contesto que una de las partes del conjunto, Aquiles, es justamente, toda ella, una especie de ejemplo.

 

- Sin embargo, los microensayos contenidos en libros como Todo a mil y Razón: portería, demuestran una gran capacidad para la percepción de lo cotidiano. Hay mucha experiencia y acercamiento a las cuestiones del día a día, que son vistas muchas veces incluso con ironía y humor. El lector siente que se le está hablando de asuntos cercanos, propios.

 

-  Esas entregas son el resultado de mis colaboraciones en prensa, algo que no me sentí capaz de acometer mientras mis fuerzas estaban completamente absorbidas en ese esfuerzo principal de elaboración de los cuatro libros. No fue hasta que publiqué el tercero, Ejemplaridad pública, con la idea ya muy madura en mi cabeza del cuarto, cuando pude tomar una cierta distancia del proyecto general y decidí que era un buen momento para aceptar colaborar en un suplemento cultural, en este caso “Babelia” (El País). Ya podía objetivar lo que había hecho, ofrecer nuevos tonos, nuevas modulaciones. Ya podía hablar de los temas de mis libros sin el esfuerzo de clarificación, de sistematización, de abstracción. Tenía la oportunidad de hacer justamente eso de lo que me hablas: introducir la anécdota, la vida cotidiana, el amor, el humor, la ironía, incluso la autoironía, cosas que sólo puedes hacer cuando el trabajo principal ya está maduro. Incluso en otro de mis libros recopilatorios, Ingenuidad aprendida, elaboré el concepto de filosofía mundana. Mi pretensión es que todo lo que hago pueda llegar a cualquier persona culta, pero es verdad que los libros de la tetralogía exigen un mayor esfuerzo de atención, mientras que, en cambio, en las mil palabras de los microensayos, se puede introducir al lector en los temas concretos, no en un sentido de divulgación fácil, de vulgarización de las ideas, porque yo me tomo al lector filosóficamente muy en serio. Lo que persigo es llevarlo a temas tan importantes como  la amistad, el amor, el humor, Europa, la relativización de las cosas o la importancia de la fortuna, de una manera que resulte amable y seductora.

 

- En cualquier caso, el estilo, tanto en los artículos como en los ensayos mayores, es muy diáfano, clarificador.

 

- Creo que la filosofía, si realmente lo es, debe apartarse del lenguaje críptico, hermético, cabalístico. Esa es la auténtica filosofía, la que ha llegado hasta nosotros desde Platón y Sócrates. Sócrates era un señor que paseaba por las calles, hablaba con el esclavo de Menón y éste le entendía perfectamente. ¿En qué momento la filosofía se convirtió en una disciplina hermética? Casi seguro en el momento en el que la universidad se apropió de ella.

 

- ¿Tuvo algo que ver el protagonismo de la ciencia y la pretensión de la filosofía de emularla, de convertirse en una disciplina científica?

 

- Es exactamente así. Se pensó que la filosofía se podía codificar y convertir en una especie de ciencia cuando en realidad es todo lo contrario. La ciencia estudia una región del ser, mientras que  la filosofía, si verdaderamente es filosofía, tiene que ser una propuesta del todo. En la ciencia unos se ocupan de la química y otros de la física o de la biología. Y dentro de cada una de esas áreas hay diferentes subapartados, hasta el punto de que, con mucha frecuencia, el especialista en una materia concreta no entiende lo que dice el especialista en otra, tan sofisticado y complejo es el lenguaje que se usa. Las ciencias para avanzar tienen que especializarse y entonces me pregunto: ¿si todo el mundo se especializa quién se ocupa del cuadro entero?. Ahí entra la filosofía, que, por otro lado, se preocupa no básicamente de cómo son las cosas sino de cómo deben ser: cómo debe ser el hombre, la sociedad, el arte... Dicho de otra manera: la ciencia trata básicamente de cómo es la naturaleza, porque en la naturaleza existen regularidades; la ley de la gravedad, la ley que mide el comportamiento de los átomos o de los astros, mientras que la filosofía se ocupa de algo que no se repite nunca, del hombre. No atiende a las regularidades sino a aspectos únicos. Y hay un última característica, muy importante: la ciencia se debe verificar empíricamente en laboratorios, entra en el territorio de lo posible, mientras que la filosofía por esencia no es verificable. Nunca se ha verificado a Platón, ni a Aristóteles, ni a Kant, ni a Hegel, ni a Nietzsche...

 

“Por mucha investigación que hagamos del cerebro, el futuro no está escrito”

 

- ¿Esa etapa de aproximación de la filosofía a la ciencia se está superando o todavía estamos ahí?

 

- Pues en un plano superficial, que casi llamaríamos periodístico, mucha gente sigue impresionada y todavía parece tener expectativas sobre las consecuencias filosóficas de algunos avances científicos. Hoy está de moda todo lo que lleva el prefijo “neuro”: la neurociencia, el neuromarketing, la neuropsicología, la neuroética... Es como si de la investigación científica del cerebro pudiéramos extraer consecuencias para la ética, para la libertad, incluso para la estética o para la política. Es evidente que la inmensa mayoría de los avances que se están haciendo y que tienen que ver con el cerebro, son interesantes y muy clarificadores. Es evidente que a veces pueden tener consecuencias -ojalá cada vez más-  desde el punto de vista médico y terapéutico, pero, en lo que respecta a la filosofía, las conclusiones son perogrulladas. Nos pueden demostrar, a través de enormes experimentos en las instituciones más prestigiosas, que el hombre está condicionado por el cerebro, por la formación química del cerebro, y, efectivamente, así es. Ya sabíamos que toda manifestación humana tiene un condicionamiento somático, y por tanto genético, pero también entran en juego las circunstancias ambientales, sociales, familiares. ¿Nos pueden decir que todo está determinado por la formación química? ¿Si hubiéramos tenido los instrumentos científicos necesarios hubiéramos podido predecir, antes de que naciera, todas las óperas de Mozart, por ejemplo, o hay un elemento imprevisible, misterioso, que tiene que ver con los fondos de la naturaleza humana, con su creatividad, que convierten en algo imprevisible el curso de la Historia, el curso de las vidas de los individuos y que por consiguiente nunca va a explicar la investigación científica del cerebro? Vamos a tener que admitir que, por mucha investigación que hagamos del cerebro, el futuro no está escrito y, sobre todo, en el ámbito artístico, literario.

 

- No hay fórmulas ni leyes para predecir de qué modo y manera se despliega la sensibilidad creativa. ¿Se puede decir así?

 

-  Por supuesto. La ciencia no puede entrar en terrenos que no son suyos. A mí alguien llegó a decirme, por ejemplo, que en Harvard habían demostrado que no existe el alma. Pero, ¿cómo en Harvard van a demostrar científicamente algo que por su propia naturaleza no es susceptible de verificación? El filósofo debe estar informado de los avances de la ciencia, pero no esperando el último artículo del Harvard review, como si de ese artículo fuera a depender nuestra teoría del hombre, de la belleza, del arte, de la libertad o de la poesía, porque son ámbitos distintos. Pero, ya lejos de la expectación social, de la divulgación de la ciencia, dejando de lado esos títulos a veces espectaculares que se ponen a libros en los que parece que nos van a decir el último hito sobre la naturaleza humana; en ese ámbito subterráneo y profundo de la historia de las ideas, el positivismo está absolutamente superado. De hecho, el siglo positivista por antonomasia fue el siglo XIX, mientras que todas las corrientes de la filosofía influyentes en el siglo XX han partido del presupuesto del antipositivismo. Ahí está la hermenéutica y la deconstrucción, por ejemplo, para demostrarnos que lo que puede percibirse, no es neutro, sino que depende de la cultura, de la ideología, de la posición social, del lenguaje...

 

- ¿Por qué da la impresión de que la filosofía no se renueva, de que sigue dando vueltas a las mismas ideas una y otra vez y sigue preguntándose por lo que ya se preguntaron los filósofos clásicos? Hay un momento en “Razón: portería” en el que se dice que la filosofía no avanza, no ofrece nada novedoso, simplemente se dedica a reinterpretar.

 

- Sí. Esta cita está incluida en el ensayo titulado “La deserción del ideal. ¿Dónde está hoy la Gran Filosofía?” Ahí llamo la atención sobre el hecho de que en los últimos  30 o 40 años en Occidente no se ha producido gran filosofía. Ahí planteo que para mí la filosofía es la propuesta de un ideal, es decir, una visión omnicomprensiva de un deber ser, de lo que tiene que ser el hombre y la sociedad, y sostengo que, en ausencia de ese ideal, por razones que explico, vivimos una cierta época del cinismo, del descreimiento, del post ideal o post utopía. Hay una sospecha respecto a todo ese tipo de planteamientos y la filosofía, huérfana del ideal, se ha aplicado a otros menesteres: filosofía como mera detección de tendencias; filosofía de ética aplicada a la empresa; filosofía simplemente profesoral; filosofía de la divulgación, en las lindes de la autoayuda; filosofía que insiste en la crítica de la modernidad una y otra vez, etcétera.

 

- Si algo está claro en la tetralogía de la ejemplaridad, desde un primer momento, es la fijación de un ideal.

 

- Sí. Pero eso no quiere decir que yo considere a mi trabajo gran filosofía. Para nada pretendo inscribirme en esa categoría, pero sí admito que, de algún modo, necesitaba explicarme qué encaje tenía una filosofía como la mía en un contexto en el que parecía que se había renunciado a un ideal omnicomprensivo. Y luego, insisto, está el hecho de que la filosofía durante los tres últimos siglos ha tenido algo de filosofía de la sospecha. Si lo tuviera que resumir brevemente lo diría más o menos así: durante siglos, incluso milenios, la cultura era algo que nos dignificaba, pero, de pronto, determinados pensadores nos convencieron de que, lejos de eso, era la trampa de determinadas ideologías. Marx nos llevó a pensar que la cultura en la que creíamos vivir cómodamente y que nos convertía en seres civilizados, en realidad escondía los intereses ocultos de una clase dominante sobre una clase explotada. Nietzsche sostuvo que en realidad esa cultura era el subterfugio utilizado por los vitalmente débiles para encadenar a los vitalmente fuertes y Freud que la cultura estaba hecha para reprimir nuestros deseos primarios. Durante un periodo de tiempo, que abarcó los siglos XVIII, XIX y XX, la cultura, y dentro de la cultura, la filosofía, fue muy valiosa como un instrumento eficaz en la lucha de la liberación del individuo frente a determinados opresores tradicionales, como instrumento de lucidez para detectar los distintos modos de dominación. A mi juicio esa lucha de la filosofía es una lucha que ya ha dado todos sus resultados; tal es así que a veces ya se ha convertido en excesiva. Nos hacen tan lúcidos que ya prácticamente hemos perdido la ingenuidad sobre que la cultura también puede tener un elemento civilizador, dignificador, por mucho que sea un producto social, por mucho que esté mezclada con intereses de dominio. Creo que ya toca que valoremos el elemento elevador, creador, de la cultura.

 

“Hay que reivindicar el papel de la cultura como generadora de conciencias y de integración social”

- La cultura como generadora de conciencias es una idea que está cobrando mucho peso en el presente. De hecho, si algo está claro hoy es que las sociedades cultas son mucho más peligrosas para los poderes que valoran, por encima de todo, la sumisión de los pueblos.

 

- Exactamente, hay que reivindicar el papel de la cultura como generadora de conciencias y de integración social. Volviendo a lo anterior, creo que los rendimientos que esa filosofía de la sospecha ha producido, desde la perspectiva de la liberación individual durante tres siglos, hoy nos está impidiendo dar el paso siguiente. Ahora que ya nos hemos liberado de muchas opresiones tendremos que empezar a construir algo y para construir ese algo a lo mejor tendremos que ser un poco menos lúcidos y ganar un poco más de ingenuidad. A lo mejor tendremos que ser menos cínicos y tener una mayor capacidad de entusiasmo. A a lo mejor tendremos que renunciar a una hiperconciencia y liberar fuerzas creativas. Yo no critico, porque ha dado grandes frutos, esa filosofía, que ya se ha convertido en mera historia del pensamiento y que ha tratado de desmontar, de deconstruir, de desenmascarar, todos los intereses negativos y opresivos, pero sí digo que, a lo mejor, esa filosofía ya ha dado todo lo que tenía que dar y que ahora mismo estamos en una fase en la que la sociedad sigue teniendo una serie de problemas. Y habrá que empezar a pensarlos, incluso a sentirlos de una manera diferente. El paradigma anterior ya no nos sirve.

 

- ¿Hablamos de volver a creer en las utopías?

 

- Bueno, sí, pero si partimos del hecho de que cada filósofo es dueño de su lenguaje y cada uno elige sus palabras, yo en vez de utilizar el término utopía prefiero el de ideal. La palabra utopía tiene algo de despersonalización. Al remitirnos a ella parece que estamos hablando siempre de una especie de república perfecta y, por otro lado, la utopía ha tenido un uso que ha fomentado los totalitarismos. Por todo ello es un concepto que dejo en penumbra, sin criticarlo, mientras me decanto por el de ideal, que encaja más con la dirección del trayecto que debe seguir el hombre o la mujer.

 

- Entonces, ¿en qué momento está ahora la filosofía, en un momento en el que debe empezar a generar nuevos asuntos de discusión?

 

- Los filósofos modernos vuelven a los clásicos, pero muchas veces con efecto deconstructivo, para demostrar que Platón, Aristóteles o Kant, escondían en realidad un afán de dominio. Pero lo que hay que hacer es deconstruirlos para hacerlos más libres y para hallar el propio camino. No estoy de acuerdo con eso, que se dice tantas veces, de que la filosofía no es la disciplina de las respuestas sino la disciplina de las preguntas. Para nada. Tiene que haber respuestas. Otra cosa es que, a lo mejor, esas respuestas no son unas respuestas eternas, para siempre, que valgan para todos los hombres y para todas las épocas. ¿Qué opina usted del sentido de la vida? ¿Qué opina usted del amor? ¿Qué opina de la muerte, de la felicidad, de la suerte, del Estado, de Europa, de la melancolía..? Usted, filósofo, me tiene que decir qué opina. No me cuente que se trata sólo de plantear las eternas preguntas sobre la vida. No me indique el camino de Platón nuevamente. De ese modo estamos convirtiendo la filosofía en historia de la filosofía. Yo creo que un filósofo tiene que ser absolutamente descarado y tiene que tener una desenvoltura y un desenfado casi impertinentes.

 

- ¿Puedes desarrollar esta idea un poco más?

 

-  Con esto quiero decir que a mí, en el fondo, me importa un bledo lo que digan Platón y Aristóteles, Kant o Nietzsche. Toda la historia de la filosofía, y en realidad toda la historia de la cultura, me sirven en la medida, y sólo en la medida, en que me permitan ver mejor mi vida y mi mundo, y si no me sirven los mando a todos al trastero, porque la historia del pensamiento no me interesa, o mejor dicho, me interesa en la medida en que me ayuda a tener una conciencia histórica, a conocer y aprovechar lo que otros han dicho, esas ideas sobre las que hay un consenso de muchos siglos. No podemos rechazar todos esos pensamientos fecundos, interesantes, iluminadores, pero a partir de ahí yo quiero saber hoy qué es el amor, qué es la amistad, qué es el sentido de la vida, qué es la felicidad o qué es la muerte. Quiero saberlo, sentirlo y definirlo ahora y sólo para eso me vuelvo a la historia de la filosofía. Voy ahí como quien se va a una caja de herramientas a escoger cuál es la herramienta que más le conviene, si es que le conviene alguna, como quien tiene que preparar una cena para los amigos y se va al supermercado y escoge los ingredientes adecuados de cada una de las secciones para hacer una comida exquisita. Pero lo importante es la comida, el arreglo. Ese es el desenfado al que me refiero. Lo verdaderamente importante son las respuestas que hoy soy capaz de dar a una serie de problemas que la vida me plantea.

 

“Una de las cosas que está pendiente es proponer, a esta sociedad en la que vivimos, un nuevo ideal”

 

- ¿Puede la filosofía del presente ofrecer respuestas para afrontar el momento de desesperanza que atravesamos y que, indudablemente, tiene que ver con la crisis económica, pero, sobre todo, con una profunda crisis de valores?

 

- Creo que una de las cosas que está pendiente es proponer a esta sociedad en la que vivimos, a esta etapa democrática de la historia de la cultura, que tiene unos tintes tan característicos, un nuevo ideal, un ideal que sea acorde y contemporáneo a su devenir. No se trata de ir hacia un ideal medieval ni arqueológico, sino precisamente de ofrecer uno que posea una de las características fundamentales del ideal: tener la capacidad de suscitar entusiasmo. Todas las épocas de la cultura han propuesto un ideal a su sociedad, que ha sido capaz de entusiasmar a sus gentes y que tiene dos grandes consecuencias: por un lado, promover el progreso moral de esa sociedad en la dirección de ese ideal, ideal que nunca se cumple exactamente, pero que es como una especie de señuelo que seduce y que moviliza las fuerzas en una dirección, y en segundo lugar, ofrecer la perspectiva del ideal, porque sólo desde ahí, a través de la comparación, midiendo la distancia con lo que queremos alcanzar, podemos criticar el presente. Uno de los problemas que nosotros tenemos en nuestra época es que damos a entender que el precio por ser libres y por ser inteligentes en una sociedad democrática es la renuncia al ideal o dicho de otra manera: solamente se puede ser democrático si eres al mismo tiempo una persona resignada. Por tanto, el entusiasmo es imposible, el progreso es imposible y la crítica fundada al presente es imposible. Esto no lo van a hacer las ciencias, no lo va a hacer la política, el periodismo o las empresas. Es una labor de los que se dedican a pensar y son responsables a la hora de proponer un ideal que sea verdaderamente contemporáneo y capaz de señalar una dirección y de movilizar las fuerzas del entusiasmo presentes. Por ahí es por donde debe ir la filosofía, pero lo cierto es que a veces encuentro más contemporaneidad en una función de danza, en una película, en una obra de teatro, que en la filosofía contemporánea, que, a mi juicio, en gran parte, está todavía anclada en unos paradigmas ya superados y que aún no tiene nada importante que decir a nuestra época.

 

- Hay un momento en “Razón: portería” en el que dices que hoy viajamos a lugares remotos del planeta, pero que el viaje que ahora tenemos que realizar, el viaje verdaderamente importante, es el viaje interior, el viaje hacia las profundidades de la propia intimidad. ¿Dónde compramos los billetes para emprender ese viaje?

 

- Me viene bien la manera en que has formulado la pregunta, porque quizás lo que tenemos que hacer es dejar de comprar mercancías. Yo soy un escritor, un filósofo, un ensayista, anti puritano. Muchas veces se nota que me hacen preguntas buscando mi complicidad para criticar a los políticos o a los empresarios, por ejemplo. Pero a mí que la política sea política no me impresiona y que el capitalismo sea capitalista tampoco. Que en la política se pretenda acceder al poder por todos los medios lícitos me parece que es la ley de la política y que el capitalismo pretenda convertirlo todo en mercancía me parece que es la ley del capitalismo. Lo que sucede es que ni yo quiero convertirme en súbdito de los políticos ni en consumidor del capitalista. Consumo, pero no soy consumidor; respeto las leyes, pero eso no me convierte en súbdito. Lo que sucede es que esta sociedad tiende a convertirnos en súbditos o en consumidores de mercancías, incluso, si es posible, en mercancías de nosotros mismos y tiende a ponernos precio. Pero tenemos una dignidad que no tiene precio.

 

“Dentro de nosotros tiene que haber una tensión entre la dignidad y la mercancía”

 

- En ese microensayo se destacan algunas de las funciones de la universidad, que debería no sólo tender a formar a profesionales competentes y competidores.

 

- Sí. La universidad convierte a las personas en profesionales capaces de crear mercancías que tienen precio, pero la universidad también tiene que tener como finalidad que cada uno de nosotros, aparte de consumidores, seamos ciudadanos, es decir, personas que no tienen precio sino dignidad. Estoy absolutamente a favor de crear profesionales que creen mercancías capaces de generar riqueza dentro de un país, pero siempre y cuando vivamos en tensión. No digo que un polo arruine al otro; que haya que optar entre una cosa u la otra. A lo que me refiero es a que dentro de nosotros tiene que haber una tensión entre la dignidad y la mercancía. La gente tiene que desarrollar una profesión, por supuesto. En mi Aquiles en el gineceo se hace una exaltación de la especialización del oficio, pero siempre y cuando al mismo tiempo tengamos conciencia de nuestra dignidad. Aquí volvemos a lo del billete. Junto al viaje que hacemos comprando un billete que tiene precio, tenemos que hacer ese otro viaje que no necesita de dinero, ese viaje hacia el interior, ese progreso no hacia ¡vaya usted a saber qué regiones!, sino hacia uno mismo.

 

“Es esencial hacer cosas que no sirvan para nada”

 

- El viaje interior no es algo que se fomente demasiado en las escuelas, en las empresas, en las familias, en las sociedades actuales.

 

- Puede que no, pero es importantísimo. Siempre recomiendo a los jóvenes que en ocasiones se acercan a preguntarme por el futuro, por el mundo laboral, que ingresen en el mercado lo más tarde que puedan. ¿Por qué van a tener que empezar a trabajar desde los 21 años, desde el mismo momento en que terminan la carrera, si la esperanza de vida tiende a crecer y las pensiones, aunque sea por un mero problema económico, van a retrasarse? Lo que les digo es que intenten hacer ese viaje interior, ese gran tour todo el tiempo que puedan. Es esencial hacer cosas que no sirvan para nada, que tienen que ver con la propia dignidad, no con el precio. Se trata de practicar ese ocio creativo antes del negocio, al que ya tendrán tiempo de dedicarse muchísimos años.

 

- Ya. Pero nos estamos moviendo todo el tiempo en lo que se supone que debería ser, cuando la realidad ahora mismo está cambiando todos los parámetros. El problema es que estamos tan preocupados por la supervivencia diaria, que el viaje interior se queda aparcado. Hasta los jóvenes tienen miedo al futuro, dudan de la posibilidad de encontrar trabajo en aquello que les gusta. Ya no hay seguridad ni siquiera en los derechos adquiridos.

 

- Bueno, con independencia de la crisis, España tiene unas peculiaridades propias, que es su manera de vivir la modernidad, la posmodernidad y la época democrática. Este país entró en la modernidad democrática muy tarde y muy rápidamente, arrastrando el problema histórico de no haber tenido burguesía. Sánchez Albornoz decía que España era un país sin feudalismo en la Edad Media y sin burguesía, sin clase media, en la edad moderna. Y la modernidad entera es el triunfo de la clase media, que es la que marca la moderación entre los dos extremos. Aquí hubo fundamentalmente Iglesia y aristocracia, por un lado, y campesinos y obreros por el otro. Ese fue el origen de las dos Españas que terminó en un gran conflicto de odio fratricida. Esa especie de gran deuda que teníamos con nosotros mismos se ha pagado hace poco, prácticamente en la Transición, mientras que Estados Unidos ya lo había hecho en el siglo XVIII e Inglaterra en el XVII, con la revolución gloriosa. Todo eso hay que tenerlo en cuenta a la hora de hacer un análisis y, finalmente, están las circunstancias de la crisis, que ha producido y está produciendo desesperación, angustia, sensación de marginalidad, de absurdo y de sinsentido de la vida en muchísima gente. En el microensayo “Somos los mejores” trato de demostrar, y es algo que he defendido en muchísimos sitios y que nadie ha sido capaz de refutarme, que vivimos en el mejor momento de la historia universal, y, sin embargo, siendo un hecho que como fenómeno colectivo la democracia contemporánea es el éxito más grande de la historia universal, también lo es que los miembros de ese proyecto colectivo sufren angustia y sufren desesperación. Es una paradoja.

 

- Pero es porque ese proyecto se ha truncado, no avanza en la dirección adecuada. La democracia está fallando, del mismo modo que el ideal de Europa y de sus instituciones.

 

- Pero, ¿a qué otra época del pasado volveríamos? La historia universal no avanza de manera rectilínea, sino que lo hace dando grandes rodeos. Sólo hemos alcanzado la paz como un valor prácticamente sagrado después de la I y la II Guerra Mundial, porque la paz estuvo siempre asociada a la violencia, a la violencia del que triunfaba en la batalla y era divinizado por sus partidarios. Solamente después del descendimiento a los infiernos que supusieron las dos guerras mundiales, que fueron la apoteosis de las barbarie en el corazón de la  civilización occidental, nos pusimos de acuerdo en que la paz era un valor absoluto y entonces se estableció el Estado de derecho de una manera firme en los países occidentales y empezó a ser muy cuestionada cualquier intervención internacional. A partir de ahí se aseguró la época de paz más prolongada en Europa y en Estados Unidos. La historia universal es una historia que va dando rodeos. No podemos tratar de vislumbrar cuál va a ser el futuro de Occidente por lo que ha ocurrido en los últimos cinco, siete o diez años. Siempre pienso que cualquier paso en la Historia es siempre un paso muy precario y reversible, pero que si observamos lo que ha ocurrido en los últimos dos mil, mil, quinientos, cien o cincuenta últimos años, percibimos que la humanidad, por lo menos en Occidente, ha progresado de una manera indiscutible, aunque ahora la sensación dominante sea la angustia, la indignación y el resentimiento justificado que produce la crisis en mucha gente. Gente que está sufriendo de una manera que considera que podría haberse evitado y que le resulta injusta porque no está afectando a los que verdaderamente han provocado las causas de ese sufrimiento.

 

- El tema troncal de toda tu trayectoria filosófica, la ejemplaridad, es básico, y tiene mucho que ver con todo lo que está pasando. Las democracias se han mercantilizado. El valor se ha puesto, sobre todo, en el dinero, en lo material. Y, junto a ello, también estamos asistiendo a un nuevo despertar. Empieza a emerger una necesidad en la gente de recuperar la dignidad a la que te referías antes, a valorar más lo que se es que lo que se tiene. Se percibe aún muy tímidamente, pero, ¿no crees que la etapa del consumo excesivo está dando paso a algo diferente?. Todo se cruza, es contradictorio. ¿Cómo ves todo esto?

 

“En estos momentos la ciudadanía ha alcanzado una gran altura moral”

 

-  Sí. Yo creo, y soy consciente de que lo que digo no es nada popular,  que no v

ivimos en una época, ni siquiera en los últimos cinco o diez años, peor que la anterior. Al contrario. Creo que en estos momentos la ciudadanía ha alcanzado una gran altura moral. Me atrevo a decir que había la misma corrupción, incluso más, en los años 70 y 80, pero ahora somos más intolerantes frente a ella. Vemos lo que pasa y no miramos hacia otro lado. Y en cuanto a lo que dices del consumo, estoy de acuerdo. En determinados aspectos, ya hemos empezado a andar hacia una cultura más post material. En España, cuando finalmente hemos sido democráticos y relativamente ricos, ha habido una ebriedad de los bienes materiales, pero todo eso se va a ir equilibrando. El mercado va a seguir funcionando, pero tendrá que regularse y adaptarse a las nuevas circunstancias, porque ya no vamos a consumir de la misma manera. Da la impresión de que estamos entrando en una una etapa en la que vuelven a adquirir sentido, cualquiera que sea la confesión, cosas que podríamos llamar espirituales o inmateriales.

 

- Pero frente a esa indudable altura de unos ciudadanos, ahora más informados, está el desprestigio de la política, de las instituciones...

 

- Bueno, es que digamos que la sociedad, los ciudadanos, han despertado de su sueño complaciente hace poco y de pronto miran a las instituciones y les parecen intolerables, pero son las mismas que en los años 80 y 70 funcionaban igual o peor. Ahora se está produciendo un desajuste provisional, que a lo mejor nunca se resuelve, en el que de pronto la ciudadanía quiere más: más rectitud, más honestidad, más ejemplaridad. Quiere mejores instituciones, mayor calidad democrática, y todo eso ha pillado a los políticos con el paso cambiado, porque además, entre otras cosas, primero había que evitar que el país se fuera por el sumidero de la economía. Es verdad que el dolor que produce la crisis nos ha hecho más exigentes y que los políticos no han sido capaces de atender la mayoría de las demandas, pero lo que está claro es que los partidos que concurran a las próximas elecciones, no podrán ir con el mismo discurso complaciente que en las anteriores. Tendrán que abrirse a otras propuestas de carácter regenerador y no, seguramente, porque ellos se las crean sino porque será el único modo de ganar la confianza de los ciudadanos. Tardarán en adaptarse, porque hay que tener en cuenta esa torpeza con que normalmente la maquinaria partidista asume los mensajes sociales, pero acabarán haciéndolo y en ese proceso, que ya hemos empezado a percibir, irán desapareciendo muchos nombres y rostros y surgiendo otros nuevos. Ellos saben que serán menos convincentes si no cambian a sus representantes.

 

“En la sociedad española, en vez de romper cristales o cabinas telefónicas, la gente se está organizando para pedir calidad democrática”

 

- Está claro que las nuevas propuestas y plataformas ciudadanas han provocado una agitación y un movimiento que irremediablemente obligarán a ir en otra dirección...

 

- Sí. Y es muy interesante el surgimiento de plataformas, sociedades, círculos de opinión, elementos corporativos, ciudadanía reunida y espacios en Internet que están pidiendo nueva voz y una mayor calidad democrática. En la sociedad española, en vez de romper cristales o cabinas telefónicas, la gente se está organizando para pedir calidad democrática y esto es propio de un país civilizado. A mí, como decía antes, que los políticos hagan política, que intenten obtener poder y quedarse en él, o que el capitalismo procure ganar el máximo beneficio, si puede ser infinito, mejor, no me escandaliza, siempre y cuando haya contrapoderes como puede ser la ciudadanía, una ciudadanía activa que se organiza y pide. Los políticos se resistirán a cambiar, porque el poder lo que quiere es vivir el ejercicio de su propio poder con comodidad, pero estoy seguro de que al final, si la ciudadanía, que se está comportando de una manera adulta y cívica, logra tener una voz potente, tendrán que aceptarlo, del mismo modo que el capitalismo tiene que aceptar pagar determinados impuestos, respetar la libre competencia y tener en cuenta los derechos del consumidor, toda una serie de cosas que en general le molesta, le estorba.

 

- Es decir, es la ciudadanía la que tiene que hacer el gran trabajo de llevar a cabo el cambio.

 

- Por supuesto. Tendrá que ser así en lo que se refiere a la regeneración más inmediata y luego tendrá que haber una regeneración, a medio o largo plazo, que es la filosófica. Al final acabarán surgiendo propuestas que tengan que ver con el todo, que sean capaces de entusiasmar, que no solamente se limiten a criticar el funcionamiento del poder judicial. Mientras estamos manteniendo esta conversación, tú y yo utilizamos un lenguaje que no hemos creado ninguno de los dos. Recurrimos a palabras como dignidad, libertad, futuro, palabras con unas connotaciones que han llenado de contenido creadores del siglo XVI, del siglo XVIII, del  siglo XX y del XXI. Nosotros estamos utilizando unas palabras prestadas para comunicarnos y cuando pensamos a solas volvemos a esas palabras porque llevamos a la sociedad dentro de nuestras conciencias. Entonces, ¿no es importante también cuidar esas palabras que las generaciones futuras tomarán en préstamo, con las que se van a comunicar y se van a comprender? Esa es la labor de la filosofía; también de la poesía o de la novela, pero tratar de dar definiciones exactas que sirvan para comprender las cosas es una actividad propiamente filosófica. Resumiendo: Además de un proyecto que podríamos llamar de trinchera, que es importantísimo, y que culminará con la reforma de las instituciones aquí y ahora, a corto plazo, está esa otra labor, que podríamos llamar de creación de lenguaje. Una labor mucho más lenta, que puede llevar 25, 50, incluso 100 años, pero que acabará teniendo una enorme importancia porque dará lugar al vocabulario que tomarán en préstamo las generaciones futuras.

 

- ¿Cómo ha ido cambiando el concepto de ejemplaridad a lo largo del tiempo? ¿Cada época la ha interpretado de una manera distinta?

 

- La ejemplaridad tiene un contenido histórico y cambiante como la cultura misma. Pero, en ese devenir incesante, hay dos elementos estructurales que no deben fallar. Uno es ese camino desde el estadio estético al ético, por medio de la doble especialización, que debe recorrer todo ciudadano. Nadie es virtuoso en sentido plenario si no recorre ese camino en algún grado. El segundo es una propiedad de la ejemplaridad: debe ser generalizable. En otras palabras, un ejemplo será ejemplar sólo si, al generalizarse a la sociedad, hace a ésta mejor, más virtuosa. Este principio excluye muchos comportamientos no generalizables y atempera el relativismo de la ejemplaridad.

 

-  Hoy estamos reclamando más ejemplaridad, necesitamos poner otra vez en circulación palabras como honestidad o dignidad, pero, por otro lado, y hablas de ello en otro de tus ensayos, se percibe una tendencia en la sociedad a rodearse de personas no virtuosas, de personas vulgares. Lo vemos cada día y solemos preguntarnos por qué determinados tertulianos o personajes mediáticos tienen tanto éxito, por qué los programas basura funcionan tan bien y por qué cuando surge una figura distinta, que condensa valores positivos, hay una tendencia a criticarla, a buscarle los defectos. ¿Eso es algo propio de la naturaleza humana? ¿Es algo muy español? Siempre se ha dicho que la envidia es  muy propia de este país.

 

-  No me atrevería a decir que forma parte del fenotipo, de la idiosincrasia española. En ese artículo que mencionas: “Amor, lujo y buena conciencia”, en el que pongo el ejemplo de un matrimonio que va a cenar a casa de otro, lo que trato, a través de la anécdota, es de iluminar un principio general que tiene que ver con la ejemplaridad. En presencia de un ejemplo excelente, se tienen dos opciones: o bien seducidos por la fuerza, por la energía, por la potencia, de ese ejemplo virtuoso, nos vemos inclinados a imitarlo, a reformar algún aspecto de nuestra vida, o bien sentimos que ese ejemplo, que, además, es próximo y posible, nos interpela. “Si esto lo está haciendo el vecino por qué no lo puedo hacer yo”, nos decimos, sabiendo que seguir ese comportamiento puede tener un gran coste personal, el de cambiar la rutina, el tipo de vida. Es muy frecuente que en presencia de un ejemplo virtuoso no queramos cambiar de conducta, porque la que aplicamos ya está bien asentada, nos gusta o nos resulta más cómoda. Está el ejemplo tan típico del vecino que recicla la basura. Esa persona puede llegar a incomodar, porque cada noche está dando una lección a alguien a quien no le da la gana de seguirla. En situaciones así se puede optar por decir que, por las razones que sea, preferimos no aplicar determinadas conductas, pero también se puede tratar de desprestigiar al vecino de algún modo, de ensuciarlo demostrando que ese ejemplo virtuoso en realidad no lo es, lo cual genera resentimiento. En las familias vemos mucho este tipo de reacciones. Cuando tenemos un cuñado, u otro pariente, que es un ejemplo virtuoso, podemos actuar como él, pero qué tranquilidad da si es un desastre: si le pone los cuernos a su mujer, es un borracho o ha llevado a su empresa a la bancarrota. Eso inmediatamente otorga al otro, con el que se le compara, una situación de gran prestigio familiar. En fin... Ensuciar los ejemplos alrededor tiene la función de conseguir que no te incomoden.

 

- ¿Funciona así también en política?

 

-  En la política tenemos que tener en cuenta las reglas que rigen la lucha política. La política es la ley del amigo y del enemigo. Su esencia es la ocupación del poder y el mantenimiento del mismo el máximo tiempo posible. Son amigos los que ayudan a conseguir ese propósito y es una práctica habitual que cuando llegan nuevos grupos políticos, los que ya están instalados intenten destruirlos, por todos los medios lícitos, desprestigiarlos, excluirlos, marginarlos. Esa es la ley de la política, siempre ha sido así.

 

- ¿No se puede dignificar la política, como decía Platón?

 

- Sí, pero fíjate cómo le fue a Platón cuando se fue a hacer la utopía en Siracusa. Le fue fatal. Dicho esto, claro que se puede dignificar la política y hay gente que lo hace. Pese a todo, hay una cierta aspiración a la virtud, y sobre todo, hay muchas  restricciones al mal uso del poder: de los ciudadanos, de la prensa... Pero, igual que no podemos pedir a una empresa que no aspire a obtener el mayor beneficio, colocando el máximo número de mercancías en el mercado, tampoco podemos pedir al político que no aspire a la ocupación del poder, espero que por todos los medios lícitos a su alcance. Una vez ocupado el poder, ya no se trata solamente de disfrutarlo. A lo mejor hay algunos que hacen cosas y transforman la sociedad, pero lo que es más importante es que, de la misma manera que la política, el Estado, debe poner condiciones a la economía y obligar a las empresas a redistribuir una parte de los beneficios, los ciudadanos deben condicionar a los políticos. En democracia las ocupaciones son temporales y vemos como unos poderes van limitando a otros y evitan que lleguen a convertirse en poderes absolutos. Es así como tiene que ocurrir.

 

“Cuando hemos tratado de llevar la perfección del ideal a la realidad esto nos ha conducido al fracaso o al terrorismo, desde Platón hasta la utopía marxista”

 

- Hablamos de valores, de ideales. Pero en las sociedades actuales uno de los principales problemas es que estamos faltos de figuras ejemplares. Hubo una época en la que los poetas y los filósofos lo fueron. El cetro pasó, hace unas décadas, a empresarios y políticos, hoy tan denostados. Luego fueron los deportistas. Pero los ciclistas se han venido abajo con los escándalos de dopaje y ya se están cuestionando las primas exageradamente altas de los futbolistas.

 

- Lo que sucede es que todo tiende a ser desacralizado. Nosotros ahora vemos con enorme admiración a Pericles, por ejemplo, al que se suele citar como ejemplo de político y orador virtuoso, pero Pericles era un hombre extremadamente corrupto, que usó el dinero de otras polis en beneficio de Atenas. Sentimos gran admiración por Lincoln, pero en una película reciente sobre él se demuestra que llegó a comprar votos, un comportamiento que hoy consideramos absolutamente denigrante. Lo que sucede es que, independientemente de ese hecho, ese señor hizo cosas significativas, admirables. En el otro lado, están los que piensan que la virtud tiene que ser algo tan elevado, tan elevado, que como no exista hay que cortar cabezas. Eso fue lo que hizo Cromwell y también Robespierre. Tenían un concepto tan puritano de cómo debía ser la política que como nadie alcanzaba esos extremos de virtud había que llevar al cadalso a la ciudad entera. Tanto uno como otro se volvieron locos con las ejecuciones, con la guillotina. Ante esto, tenemos que aceptar que la realidad no es ideal. Yo, que soy un defensor extremo del ideal, siempre pienso que solamente podemos proponer un ideal si comprendemos que la realidad ni es ideal, ni lo va a ser nunca, ni debe serlo. El ideal es una propuesta de perfección y la realidad, en esencia, es imperfecta. Cuando hemos tratado de llevar la perfección del ideal a la realidad esto nos ha conducido al fracaso o al terrorismo, desde Platón hasta la utopía marxista. Ser un filósofo del ideal no me convierte en un crítico amargo de la realidad al comprobar que nadie encarna ese ideal. El ideal no se encarna. Debemos tender a él, pero sabiendo que es como ese horizonte que se aleja a medida que avanzamos en el camino. Y ojalá se aleje, porque el día que se realice mal asunto. ¿Llegará un día en que tengamos una realidad tan ideal que ya no haya que reformarla, que ya no haya que criticarla, que ya no haya que mejorarla? ¿Podemos pensar que algún día la sociedad va a tener un comportamiento absolutamente rectilíneo? No. Todo lo que hagamos siempre serán grandes rodeos y siempre el ideal se irá alejando a medida que avanzamos. Teniendo esto muy claro, soy un defensor vehemente de la necesidad de tener siempre ese ideal por delante y, justamente, denuncio su falta hoy en día.

 

“Para mí la felicidad consiste en no tener deudas con la vida”

 

- Hablas de la felicidad, no como estado sino como dirección. La felicidad consiste en seguir los ciclos adecuadamente, en vivir cada momento, “la hora buena” de cada estadio, de cada edad.

 

- Sí. Avanzar sin tener deudas con la vida es muy importante para mí. Nosotros hemos creado unos conceptos en la tradición filosófica que fueron producidos en una época que ya no es la nuestra, y uno de esos conceptos es el de la felicidad. La palabra felicidad evoca una cierta perfección individual. Esa perfección podía ser posible en la época premoderna, donde todos creían que se vivía en un cosmos perfecto, y donde el individuo adquiría su sentido siempre y cuando se situara en la posición que el cosmos le asignara: hombre, mujer, campesino, obispo, científico o lo que fuera. Pero desde que apareció la subjetividad, el yo moderno, ese cosmos perfecto dejó de convencernos y toda la filosofía que se creó alrededor de ahí, se ha quedado caduca. La felicidad sugiere una perfección que para nosotros, que tenemos una dignidad infinita, pero que estamos destinados a algo indigno, como es la muerte, ya no nos sirve. Por eso digo insistentemente que determinados conceptos de la tradición tenemos que someterlos a una cierta dieta de adelgazamiento y uno de ellos es la felicidad. Para mí la felicidad consiste en no tener deudas con la vida, comprender que no hay una respuesta teórica al sentido de la existencia, sino una respuesta práctica. Si en algo consiste la felicidad es en arrebatarle a la vida el beneficio de esa hora buena de cada una de sus etapas y hacerlo en la medida que podamos con placer, a fin de que si realmente somos niños en la niñez, maduros en la madurez y viejos en la vejez, no acumulemos demasiadas deudas con la vida, no arrastremos ese sentimiento de que la vida nos debe algo.

 

- El problema es el desequilibrio, el querer vivir en una permanente juventud.

 

- Así es. Y esto sucede en nuestra época, pero no creo que sea así por mucho tiempo. Antes hablábamos del paso hacia sociedades post materiales que, sin duda, acabarán modificando muchos conceptos. Es cierto que aún estamos inmersos en una cultura un poco pueril que transmite la impresión de que el momento culminante en la historia de una persona es la juventud. La juventud tiene fuerza, energía, belleza, futuro, impertinencia, rebeldía. Pero es algo que, por su propia naturaleza, dura poco y sucede en un estadio inicial. Todo lo que viene después de la juventud más estricta, que pueden ser décadas, décadas y décadas, se convierte en una época declinante, en una bajada constante o un esfuerzo agónico por retener esas cualidades de la juventud. Eso lo que produce es un cierto desajuste, un cierto desequilibrio y una sensación de mayor deuda. A falta de esa juventud, que es la que proporciona la dicha, el ser humano se convierte en un miope para la hora buena de las épocas posteriores. Se niega el placer de tener 40 años, 50, 60, 70, que existe si la fortuna lo permite, porque estamos expuestos cualquier día a sus golpes nefastos. Vivir es envejecer, y el único tratamiento “antiaging” eficaz es la muerte. Si no queremos ese tratamiento tendremos que comprender que la única manera de seguir viviendo es envejecer. Este es el argumento de mi ensayo, que se titula precisamente “Deudas con la vida”.

 

- ¿Se siente Javier Gomá satisfecho con las etapas vividas? ¿Cómo afronta el futuro?

 

- Alguna vez he dicho que la vida ha sido injusta conmigo… pero en sentido positivo. “Todo a mil” contiene un microensayo programático, titulado “Lo quiero todo”, donde me refiero a esto. En cierta manera, siento que, dentro de las limitaciones de este extraño mundo que habitamos, nada esencial se me ha negado. Tengo casa y oficio a plena satisfacción, y adicionalmente la vida ha permitido, por halago de la fortuna, que lleve a cabo hasta completarlo un plan literario que en sus primeros esbozos se remonta a mi adolescencia, un plan de 40 años. Miro adelante con confianza, con alegría y con esperanza, con el sentimiento de haber agotado las etapas anteriores y haberles arrebatado su “hora buena”. Todo esto no sin trabajo, dolor y ansiedad, mucha ansiedad;  con la pena de algunas vidas rotas o truncadas cerca de mí en estos años y preparándome interiormente para todas esas negatividades que el destino fatalmente nos reserva.

 

- ¿Cómo compaginas tu labor como filósofo con la dirección de la Fundación Juan March? ¿Qué te enseña un trabajo que tanto tiene que ver con la cultura, con la gestión de la cultura en unos tiempos en los que parece no ser una prioridad?

 

- En Aquiles en el gineceo sostengo que el paseo del estadio estético al ético (ejemplaridad) presupone la doble especialización: oficio y corazón, profesión y casa, producción y reproducción. En consecuencia, el desempeño de un oficio, el ejercicio de una profesión con la que ganarse la vida, constituye un elemento de toda individualidad, también de la mía. Esto quiere decir que vivo mi cargo como director de la Fundación sin los antagonismos románticos, con la mayor naturalidad y plenamente reconciliado con los deberes profesionales. En estos 11 años que llevo en la dirección he formado un equipo inmejorable y la coordinación entre nosotros es perfecta. Esta armonía hace todo más fácil. El trabajo en la Fundación me ha enseñado la importancia de proporcionar criterios seguros y firmes en el “mundo revuelto” de las humanidades en esta época postmoderna: hay otras instituciones que tienden más a la experimentación y el riesgo; la Fundación aspira más bien inspirar confianza en la mayoría y a largo plazo. Y esto es algo con lo que simpatizo al máximo, también como escritor.

 

“Vivimos en una época donde el nosotros empieza a cobrar sentido”

 

- Hablábamos de esa posible etapa post material. ¿No te parece también que estamos en un proceso de pasar del yo al nosotros? ¿Todos estos procesos colectivos que estamos viviendo no nos llevan a darnos cuenta de que sólo podemos avanzar juntos, uniendo fuerzas, de que en solitario no podemos hacer que cambien las circunstancias de nuestras vidas y de las generaciones futuras? Tú hablas de la mayoría selecta.

 

- Todo eso es muy interesante y es indudable que está ahí. La denominación de mayoría selecta es una idea fija de mis escritos. Uno de los latiguillos que repito muchas veces es que ya lo importante no es ser libres sino ser libres juntos. Hablo de la mayoría selecta consciente de que la herencia orteguiana, su concepto de masa, es muy pesada. Una y otra vez intento combatir en mis libros contra eso, pero hay mucha gente que sigue llenándose la boca con ese concepto tan perverso, que sigue pensando y creyendo en la división entre unas élites superferolíticas y exquisitas y una gran masa de gente que no tiene más obligación que la docilidad. No dicen que los ciudadanos tengan que ser ciudadanos sino masa y tratan a la ciudadanía de ese modo tan despectivo. Lo que yo digo es: “Un momento. Esa llamada masa está constituida por millones de ciudadanos, y cada uno de ellos es responsable, autónomo, crítico, cívico, virtuoso”. Por eso he concebido la expresión de mayoría selecta, por eso hablo, en un momento dado, de la amistad o del lenguaje como ejemplos de hasta qué punto limitarse es extenderse. Limitar el propio yo no nos restringe, como pudiera parecer, sino que nos hace más ricos. Por todo eso no puedo estar más de acuerdo con que vivimos en una época donde el nosotros empieza a cobrar sentido, donde podemos ser libres juntos, sin renunciar a lo que ya hemos conquistado.

 

- Te refieres a superar el egoísmo, ese exceso de individualidad que es una fase gineceo, como expones en tu Aquiles, esa adolescencia perpetua...

 

- Sí, pero sin renunciar a ese espacio estético. Se trata de cómo educar esa libertad para poder ser libres juntos y juntos poder hacer muchas cosas. Para mí eso es muy esperanzador.

 

- La educación aquí es esencial. Resulta muy interesante la imagen de la piñata, que utilizas en otro de tus ensayos, para ver hasta qué punto estamos educando a las nuevas generaciones exclusivamente para que entren en la sociedad del consumo, de la competitividad, de la avaricia. ¿Cómo podemos educar a nuestros hijos para que contribuyan a crear sociedades mejores?

 

- Podemos volver a la idea de promover en los niños, en los jóvenes, la necesidad del viaje interior. En ese colegio ideal al que debemos tender no se trata tanto de transmitir conocimientos sino de alentar la idea del amor al conocimiento. No tengamos tanto interés en que el profesor le explique a nuestros hijos, a lo largo de un año, toda la historia de la literatura universal, sino en que despierte en él el amor a ese recorrido, a esa historia. Luego ellos ya harán lo que quieran en su tiempo libre. La escuela debe ser el  lugar en el que se transmita la pasión por el conocimiento, más que el conocimiento mismo, y también un espacio de convivencia, donde se aprenda a convivir. En cuanto a la  universidad, ya lo decía antes. Tiene que formar a profesionales capaces de crear productos que tengan precio, pero también a ciudadanos críticos, reflexivos, que hayan hecho el viaje interior y que sean conscientes de su dignidad sin precio.

 

- También hablas de cómo aprender que somos mortales.

 

- Sí. Yo distingo entre la muerte y la mortalidad. Se trata de tener presente que somos mortales, de adquirir esa conciencia. No sé si esa es una labor de los profesores, de los colegios. Es un asunto que tiene que ver con lo que decía antes, con la filosofía. Hay que ir creando ese lenguaje que la gente, las distintas generaciones, han de tomar prestado y han de poner en circulación.

 

- Pero las humanidades, la filosofía, cada vez están más menguadas en los planes de estudio.

 

- A veces siento una cierta resistencia a ese exceso de responsabilidad que la sociedad carga sobre los planes educativos y administrativos. ¿Realmente es tan importante una hora más de literatura? ¿De eso va a depender el futuro de las humanidades, de la dignidad y de la ciudadanía? No sé si les estamos atribuyendo un exceso de responsabilidad a los planes de estudio, que ojalá estén bien hechos, sean equilibrados y respondan a la pluralidad de las disciplinas de nuestra época. Pero pensar que esas directrices, aprobadas por la burocracia administrativa, van a ser la solución a todos nuestros problemas me parece demasiado. No creo que un poeta nazca por las clases de historia de la literatura, o un filósofo por las de historia de la filosofía. Yo no lo he vivido así. Se trata de un amor, de una vocación, que acaba prendiendo en ti.

 

“Una lectura puede modificar nuestra manera de situarnos en el mundo”

 

- En tu trabajo filosófico hay un gran apoyo en la literatura. Constantemente recurres a novelas, a protagonistas de la ficción que tomas como ejemplos de conductas, de circunstancias... ¿Crees que la literatura tiene un efecto transformador en la vida?

 

- Sí, absolutamente. En primer lugar considero que lo verdaderamente importante en este mundo depende del corazón humano. La economía, a la que tanta trascendencia otorgamos, es la disciplina por la cual se utilizan los recursos para satisfacer las necesidades humanas básicas, pero pocas veces se pregunta cuáles son esas necesidades, cuáles son esos deseos que nacen del corazón y que tienen que ver con los pensamientos, con los sentimientos. Todo esto nos lleva a que, al final, la economía entera depende de la poesía. Y tirando del hilo del carácter transformador de la literatura, podemos preguntarnos: ¿Por qué las novelas del siglo XIX fueron tan transformadoras? Pues porque nosotros asistimos al destino de Ana Karenina o de un individuo cuya empresa quiebra en las novelas de Dickens y sentimos que el tratamiento que la sociedad le está dando a esa mujer o a ese pobre y pequeño empresario es injusto. Eso puede generar en nosotros un sentimiento de injusticia social. Eso educa nuestro corazón y ese corazón, más educado como consecuencia de la novela o de la poesía, genera actitudes que hacen que determinadas cosas nos parezcan mal y que incluso, al final, acaben canalizando en demandas y generando leyes. Es conocido que las novelas de Dickens produjeron un cambio legislativo en el tratamiento del deudor que quebraba, hicieron reflexionar sobre si debía o no ir a prisión una persona que solamente tenía deudas. Hoy no se admite la prisión por deudas, en el caso de que no haya delito. Pero en el pasado fue así. ¿Qué sucedió? Pues que hubo un momento en que la sociedad se dio cuenta de que era injusto y a eso ayudaron las novelas. La literatura transforma la mirada hacia las cosas, esa nueva mirada produce demandas y las demandas dan lugar a transformaciones en forma de leyes, de costumbres, de actitudes. Y a nivel particular una lectura puede modificar nuestra manera de situarnos en el mundo. Por tanto no es que piense que la literatura tiene importancia, sino que creo que al final es lo único que importa. La política, la economía, y todo lo demás, dependen del corazón humano, y ese corazón se alimenta de la poesía, de la literatura.

 

Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

3 de octubre de 2016

En el año del centenario muy pocos amigos cercanos, exceptuando Pepín Bello, quedaban con la memoria y la lucidez suficientes para ser entrevistados. Nos sorprendió la memoria de éste compañero y paisano de sus juegos infantiles. Conocido sacerdote, profesor y jefe de estudios en el Instituto Ramiro de Maeztu -muy cercano a la Residencia de Estudiantes- fue un longevo calandés que nunca olvidó los años infantiles y juveniles al lado de un peculiar niño que se haría famoso con su cine. Manuel Mindán, que pasó la guerra escondido en Madrid bajo la apariencia de un obrero anarquista, que hacía confesiones con citas secretas en las calles del Madrid republicano y en guerra, fue un personaje que hasta su muerte- casi con 103 años- hubiera encantado al Buñuel paisano, al cineasta y al descreído. Nunca se volvieron a ver después de la guerra. Esto es un extracto de la larga conversación que en su casa madrileña mantuvimos al final del siglo pasado

 

DISPERSAS MEMORIAS DE MANUEL MINDÁN VALERO SOBRE LUIS BUÑUEL

 

“El padre de Luis Buñuel siendo muy joven, a los 14 o 15 años, sentó plaza, fue cornetín de órdenes. Fue a Cuba y allí ejerció de militar; hasta tuvo algún grado y luego ya se dedicó a la vida privada. Entró en una ferretería cuya dueña puso en él su confianza y al morir le dejó dueño de su comercio. Luego él, con el dinero que sacó de la ferretería, se unió con dos más y fundó una compañía naviera. Unos cuantos barcos que les dieron mucho dinero, precisamente porque estaban en guerra.

Cuando acabó la guerra de Cuba se vino a España con todo el dinero que pudo; dejó allí un representante suyo para que cuidase sus bienes, pero él se trajo todo el dinero. Comenzó a comprar cosas en Calanda y lo primero que pensó fue casarse. No lo hizo con una antigua novia que tenía, porque como estuvo entre 20 y 25 años en Cuba, la novia  que tenía 20 años cuando se marchó ya tenía cuarenta y tantos como él y no le gustaba. Entonces  se casó con la hija del posadero de Calanda que era María Portolés Cerezuela de 17 años, entonces Don Leonardo tenía 45.  La envió a un colegio durante seis meses para que se “puliese” un poco.

Se casaron en el templo del Pilar de Calanda, en la capilla del Milagro y luego se marcharon en viaje de novios a París. Estuvieron una temporada en  París. Al volver a Calanda se hospedaron en la calle Mayor, en la casa “Rondevil”, mientras les hacían la nueva casa en la Plaza. Esta casa se la hizo  uno de los mayores arquitectos de Zaragoza, D. Ricardo Magdalena,  que fue el que hizo la facultad de Ciencias y el Museo de Zaragoza.

La madre de Luis se quedó embarazada en París. Por eso Luis es de los niños que, de verdad, vienen de París. Luis nació en la calle Mayor, y después nacieron sus hermanos, María, Alicia, Conchita, Leonardo, Margarita y Alfonso. Alfonso me pareció un hombre excepcional, es una pena que muriese tan pronto.

Yo tengo casi 3 años menos que Buñuel. Él nació en febrero del 1900 y yo nací en diciembre de 1902.

Fuimos amigos. Nos conocimos de pequeños y además éramos parientes lejanos por parte de su madre. Su madre fue madrina de la mía en su boda y eran primas segundas.

Realmente, yo tuve una cierta amistad. Mis hermanitas, tenía unas hermanas pequeñas que iban a párvulos, siempre estaban  en casa de Buñuel.  Las hermanas de Luis las recogían, las hacían entrar en casa y les regalaban cosas. Al principio, los Buñuel vivían en Calanda todo el año, pero muy pronto, cuando los hijos comenzaron a estudiar, se trasladaron a Zaragoza durante todo el invierno y venían en verano. Desde finales de junio  hasta El Pilar.

En los veranos es donde tenía más relación con ellos. Luis la primera afición que tuvo fue reunirnos a unos cuantos amigos, a 10 ó 12, en la casa que tenían en la calle San Roque. La casa de la plaza estaba comunicada con una casa de la calle San Roque. De ésta casa sólo usaban los bajos como  cochera, para guardar los coches. Tenían 3 coches, de caballos los tres.

En el piso principal, había una sala grande con su alcoba, una abertura grande, y ahí nos reunía Luis los domingos y días de fiesta y nos daba teatritos. Tenía un teatro guiñol, y entre él y algún amigo nos hacía comedias. Unas que estaban escritas y otras que se inventaba él.

Luis era el cabecilla de la pandilla, porque todos hacían lo que él decía. Pero quiero decir explicar lo de los teatrillos, para que se vea que es un antecedente de su afición al cine. Nos hacía sombras, ponía una sábana entre la puerta de la alcoba y la sala donde estábamos nosotros y con una linterna mágica, proyectaba y hacía sombra con distintos objetos. Hacía combinaciones raras.

En una ocasión cogió a un amigo, Pepito Sauras, y dijo: este chico tan torpe ¿qué tendrá en la cabeza? Lo sentó en una butaca, detrás de la sábana. Nosotros estábamos fuera y sólo veíamos las sombras, voy a abrirle la cabeza. Cogió un escoplo y un martillo y golpeaba detrás de la cabeza de él, pero para nosotros que veíamos la sombra proyectada sobre la sábana, es como si le diera en la cabeza y le sacaba cosas, cosas que él tenía preparadas en una silla detrás. Tiene una esponja, tiene un trapo... Y claro como va éste a aprender las cosas con todo lo que tiene…. Y después hacía como que le cosía la cabeza y lo dejaba sano.

A nosotros nos entretenía. Estábamos un par de horas y nos gustaba.

Era un chico como todos, más o menos. En su juventud por tres etapas. Primero, fue ésta en que nos hacía teatros y cines. Después pasó un periodo en que se dedicó al boxeo y se compraba cosas de combatir. Me acuerdo que me enseñaba unos artefactos que se ponían en los dedos de la mano y de los cuales  salían unas puntas para luchar. Y hasta se puso a luchar un día con un mozo del pueblo, de los que pasaban por más valientes y estuvo así, así la cosa, estuvo reñida en cuanto al ganador.

El “Tigre de Calanda” le apodaron en Madrid cuando hizo algún combate de boxeo. Él luchó con uno que le llamaban “El tuerto Alfranca”. Y desde luego él tenía más técnica porque había aprendido. Eso fue una temporada después, creo que llegó a ser campeón, de estos no oficiales. Y luego, finalmente se dedicó a la música. Tocó el violín, era de la orquesta parroquial y tocaba en las misas.

Sí que iba a la iglesia. A todos nos impresionó el milagro de Calanda. Y además allí se casaron sus padres. Incluso él nos ayudó después, de mayor, cuando desapareció el documento principal del milagro, que se lo cargó un fraile benedictino, el padre Lamber, que era antipilarista y francés. Sé que se lo cargó porque yo se lo vi a él y después ya no se vio más.

Luis estuvo mucho tiempo con la preocupación de la duda. Tenía dos preocupaciones, la preocupación religiosa y la preocupación sexual. La preocupación religiosa se manifestaba de muchas maneras. No solamente yendo a tocar con su instrumento a la iglesia, si no de muchas maneras. Por ejemplo, el vestirse de sacerdote, de fraile y hasta de monja se vistió una vez. En Zaragoza se vistió de fraile capuchino, fue al Pilar y se puso muy contento porque nadie le había conocido. En Calanda cogió la sotana de su tío y se la puso también. Y en sus películas más que la obra de un ateo, yo veo la obra de alguien que estuvo luchando con la fe. Luchando entre si creer o no creer.

Fui a París, y vi algunas de sus películas. Un poco raritas. Una visión un poco rara de las cosas. Lo suyo era provocar,  hacer bromas y un poco raro que era.

En casa de Luis siempre tuvieron un ama de cría porque su madre no quería criar a los hijos, estaba en el falso concepto de que la mujer se desgasta.  Él tenía un ama, y a Margarita la tenía en la cuna en su habitación. Luis subió a la habitación del ama, el ama estaba en la cocina con las demás criadas charlando y en vista de que tardaba en subir. Luis empezó a pellizcar a la niña para que llorase y empezó a llorar. Entonces el ama subió enseguida a ver que le pasaba a la niña. Luis se escondió debajo de la cama; después la mujer se desnudó y ya en camisón fue a acostarse y al levantar una pierna para acostarse en la cama, él salió de debajo de la cama y le cogió la otra pierna. También dio un grito que se oyó en toda la casa, subieron sus padres, las criadas, a ver que le pasaba. Entonces el padre le castigó dos semanas sin ir a la torre por las tardes. Tenía que estar con su tío dando clase y repasando las lecciones.

Y en casa de su tío Santos, una noche se vistió con la sotana de su tío, el manteo, la teja y se bajó por la calle. Como era verano, las familias solían salir a la puerta de la calle a tomar el fresco y charlas. La mujer de su cochero, que vivían en los bajos de la casa de D. Santos; se había bajado  porque estaba cansada. Dejó terminando la cena a la familia, al marido y los hijos y se bajo con un niño de pecho que tenía y le estaba dando el pecho allí, en la puerta. A Luis no se le ocurrió más que, así vestido de cura, cogerle el niño y quitárselo. La mujer se quedó sin poder hablar, sin poder llamar a su marido. Cuando él se dio cuenta del desaguisado que había hecho, volvió, se quitó el sombrero y dijo: María que soy yo, Luis. Porque en aquellos días se había escapado un cura del manicomio de Alcañiz y ella se creía que podía ser aquel cura. Mi madre bajó, como vivíamos dos casas más abajo, le preparó una manzanilla porque tenía un disgusto.

La última vez que estuve tranquilamente hablando con Buñuel, fueron los primeros días de la guerra y me dijo que se iba a Francia y yo le dije: ¿cómo?, pero si ahora estás en tu ambiente. Porque él había demostrado, un poco, su afición a la posición de izquierda extrema, en esa época, con los comunistas. Le dije: ¿no te gustaban los comunistas? ¿Cómo es que ahora te quieres ir? Sí, pero no es esto lo que buscaba yo, no es esto de matar a la gente.

Enseguida le decepcionó lo que hacía la izquierda en España, al principio de la guerra. El en la Residencia se contagió del republicanismo pero luego no le pareció bien como habían ido las cosas.

En teoría era más utópico. A él le extrañó esto. Tenía prisa por marcharse y ya no sé después. Después vino, sé que estuvo en la Torre de Madrid, tenía un piso, yo no lo vi. Tenía entonces mucho trabajo y no podía distraerme.

En la guerra, los Buñuel eran independientes de todo. Conchita, le hermana, se casó con un aviador que al principio estuvo con los republicanos y luego se pasó a los nacionales, pero estos siempre le tuvieron por republicano y no tuvo éxito con ellos”.

Las cosas son como las recordamos. O cómo creemos que fueron. Con sus invenciones, sus mixtificaciones, exageraciones o tergiversaciones. Así fue Buñuel para Mindán o así quiso que fuera. No dejaba de admirar a su paisano aunque no quisiera hablar de las películas que sí conocía, que sí había visto y que sí le inquietaron. Decía Mindán que Buñuel fue un hombre de dudas. Faltaría más. Nosotros creemos, con todas nuestras dudas y reservas, que también el padre Mindán tuvo, vivió y murió con dudas. Como Nazarín. Como Buñuel y como  Miguel Pellicer. Creo.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Rioyo

3 de octubre de 2016




Wie soll ich meine Seele halten, dass

sie nicht an deine rührt? Wie soll ich sie

hinheben über dich zu andern Dingen?*

Rainer Maria Rilke

 

 

 

 

Durante el otoño del año 2000 apareció en Minúscula, que entonces acababa de nacer, Verde agua, el primer libro que se traducía al castellano de Marisa Madieri, escritora de obra tan intensa como breve. El hilo conductor de este relato con forma de diario es el éxodo de los italianos que a fines de los años cuarenta del siglo pasado abandonaron Istria y la ciudad de Fiume, como consecuencia de la incorporación de estos territorios a la Yugoslavia de Tito. Pero el libro es solo en parte un testimonio de ese episodio controvertido, porque en Verde agua, como muy acertadamente han afirmado los críticos, el verdadero protagonista es el tiempo, que fluye, cadencioso, como un agua subterránea, y se transforma en relato. “Somos tiempo condensado”, afirmó Marisa en una entrevista.

Poco antes de aquel otoño había llegado a mis manos (mi familia tiene raíces triestinas y en mi casa siempre hemos sentido interés por la rica literatura de la ciudad adriática) el volumen de 1998 de la editorial Einaudi que incluye los dos libros más extensos de esta autora, Verde agua (1987) y la poderosa fábula El claro del bosque (1992), prologados por el prestigioso crítico Ermanno Paccagnini. Me impresionó la sutileza con la que en esas obras afloraban temas como el exilio, el desarraigo, la identidad, y me conmovió su prosa certera y diáfana, que aborda lo esencial de la vida, tanto lo más cruel como lo picaresco y melancólico, sin rastros de patetismo (sin una pizca de “grasa sentimental y de pathos fácil”, diría Magris).

Inmediatamente pensé que Minúscula podría ser una segunda casa para sus libros, en especial la colección Paisajes narrados, que iba configurándose poco a poco. Una colección cuyo origen está estrechamente ligado a la admiración que siempre me ha suscitado la obra de Claudio Magris y a su manera, inclasificable e innovadora, de relatar los lugares de la cultura europea. Claudio cuenta que El Danubio nació de una intuición que le regaló Marisa. Y algunos destacados conocedores de la obra de Magris señalarían, como lo hiciera su traductor José Ángel González Sainz en la presentación de Verde agua en Barcelona, en noviembre del 2000, que Magris “recorre, a modo de ampliación o réplica, como en un diálogo continuo con los temas de Verde agua, sobre todo en Microcosmos, muchas de las cuestiones y los lugares de este libro”. Se entiende pues que yo sintiera una satisfacción añadida al ver publicados los libros de Marisa en Paisajes narrados.

En un alarde de atrevimiento, de esos que solo tenemos los tímidos en los raros días en que nos deshacemos de nuestra coraza protectora, pedí a Claudio Magris que escribiera un texto para nuestra edición de Verde agua. Tras un más que comprensible titubeo inicial, debido sobre todo a que la desaparición de Marisa le seguía provocando un gran dolor, accedió a preparar un posfacio en el que se explicara la gestación del libro, las circunstancias históricas que dieron pie a las vicisitudes familiares que allí se cuentan y qué recepción tuvo la obra de Marisa en Italia. Pero las páginas que envió y publicamos son mucho, mucho más que eso, a pesar de todos sus temores, de los que dejó constancia en una nota a dicho posfacio: “¿Cómo hablar de una persona que ha escrito libros de rara intensidad y que es también la compañera de la vida, la figura del amor y de la existencia compartida, cuya desaparición ha mutilado mi vida y que sigue presente en las cosas y en las horas? Se teme no saber distinguir lo que cuenta solo en el plano privado de lo que tiene una relevancia objetiva, de ceder a la emoción o de ponerse una máscara, a modo de reacción, de aséptica o falsa neutralidad, como si se estuviera hablando de un escritor de hace siglos.”

Recuerdo con especial cariño los meses en los que traduje el libro, con la preciosa ayuda de Claudio, y durante los cuales en la editorial preparamos tanto la edición como el acto de presentación en la librería La Central, de Barcelona, en el que Claudio tomó parte al final, después de las intervenciones de Mercedes Monmany y la lectura del texto de José Ángel González Sainz, que en el último momento no pudo desplazarse desde Italia. Durante esos meses viajamos con mi compañero, Joan, a Croacia y tuvimos ocasión de visitar las islas adriáticas en las que Marisa y Claudio pasaban los veranos: “Quizá un bultito que me he descubierto otra vez en el pecho me recuerda la sombra con la que debemos convivir. Toda vida contiene la semilla de su destrucción. Pero mañana partiremos todos juntos e iremos a nuestras islas habitadas por los dioses, Cherso, Unie, Canidole, Oriule, la Levrera. Durante doce días también yo seré inmortal”, afirma Marisa en Verde agua. Para Claudio “ese paisaje, en cierto modo, la contiene porque, como dice el narrador de [su cuento] ‘La concha marina’ intentando recordar los rasgos de la mujer amada muerta hace muchos años, ‘es como si su rostro se hubiese diluido en las cosas, entregándose a ellas’”. A orillas del mar, en Cherso (Cres), Joan tomó la foto que aparece en la cubierta de la edición española de Verde agua.

Desde entonces han pasado muchas cosas, Claudio volvió en el 2002 a Barcelona con ocasión de la presentación de El claro del bosque -la fábula que publicamos acompañada de un texto de Ernestina Pellegrini-, que corrió a cargo de Ana María Moix y Lluís Izquierdo, y a principios del 2003 asistió, durante su permanencia en Madrid para recibir la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes, al homenaje que el Círculo brindó a Marisa y en el que participaron Francisco Calvo Serraller y Lourdes Ortiz. Por otra parte, en Minúscula estamos preparando la traducción del tercer libro de Marisa, La concha marina y otros cuentos, publicado en Italia en 1998 por la editorial Scheiwiller. Aparecerá muy pronto.

Si bien Marisa es una escritora que ha tenido una excelente acogida en Italia, era difícil imaginar que su obra calaría tan hondo en los lectores españoles. Mas allá de las numerosas y sugerentes reseñas que sus libros cosecharon (a título de ejemplo pueden citarse las de Mercedes Monmany, Javier Rodríguez Marcos, Josep Ramoneda y un largo etcétera) y las traducciones -al alemán, al francés, al polaco- que siguieron a la publicación en castellano, la reacción de los lectores fue muy cálida, no solo por lo que se refiere a las ventas (Verde agua lleva seis ediciones, El claro del bosque, dos), sino también al hecho de que muchos de ellos han querido, de una forma u otra, transmitir a la editorial su entusiasmo por los libros de Marisa. Y así han ido llegando cartas, correos electrónicos, llamadas, en los que se pide más información sobre la autora y se pregunta acerca de otros textos suyos disponibles.

Es muy grande la satisfacción de un editor cuando un libro genera una corriente de simpatía hacia su autor. Es un privilegio comprobar cómo Marisa Madieri se ha ganado no solo el respeto de los lectores sino también su afecto. Ciertos libros consiguen tejer redes de amistad a su alrededor. La amistad es un sentimiento peculiar: une más allá de los vínculos visibles. À  tous mes amis, connus et inconnus reza la dedicatoria de un libro de Blanchot. Leyendo los párrafos finales de Verde agua no parece del todo descabellado pensar que quizá Marisa también habría podido suscribirla: “...siento que debo dar las gracias a una multitud de personas, incluso a las que he olvidado, que al quererme, o simplemente al estar a mi lado, con su presencia fraternal no solo me han ayudado a vivir sino que son, quizá, mi vida misma.”

 

* ¿Cómo puedo retener mi alma para que no roce la tuya? ¿Cómo puedo elevarla por encima de ti hacia otras cosas?

Escrito en Lecturas Turia por Valeria Bergalli

 Guillermo Carnero nació en Valencia el 7 de mayo de 1947. Su padre, Guillermo Carnero Muñoz, natural de Lorca (Murcia), fue maestro nacional, pero, tras comenzar la Guerra Civil ingresó como voluntario en el ejército republicano y tras la derrota de la República, fue recluido en el campo de trabajos forzados del castillo de Figueras en Gerona. Su madre, Teresa Arbat Planella, nació en el pueblo de Bescaró, perteneciente a Gerona.        

    Carnero realizó estudios en el Liceo Francés de la capital valenciana. En 1964 se trasladó a Barcelona para realizar sus estudios universitarios. Comenzó la carrera de Económicas (deseo de sus padres) y los simultaneó con los de Filosofía y Letras.

     De los años de Barcelona proviene la amistad con Ana María Moix y con Pere Gimferrer, los cuales fueron compañeros de Facultad en la Universidad de Barcelona.

      En 1965 y 1966 publicó sus primeros poemas en Ínsula y La trinchera, revista esta última fundada por José Batlló en Sevilla en 1962. El poema “Ávila”, perteneciente a su libro Dibujo de la muerte, apareció en esta revista (en la etapa en que se inició La trinchera en Barcelona en 1966).

      Dibujo de la muerte, su primer libro, fue todo un acontecimiento . Se habló de arte culto y minoritario, también de decadentismo, ya que este libro, junto a Arde el mar de Gimferrer, abrió la senda culturalista en España.

      Luego llegaron las famosas antologías, en 1970 se publica Nueva poesía española de Enrique Martín Pardo y Nueve novísimos españoles de José María Castellet.

     En la antología de Castellet, muy renombrada, aparecieron poetas de gran importancia en este período: Manuel Vázquez Montalbán, Antonio Martínez Sarrión, José Mª Álvarez, Pere Gimferrer, Guillermo Carnero, Ana Mª Moix, Félix de Azúa, Vicente Molina Foix y Leopoldo Mª Panero.

     Posteriormente, esta antología fue criticada por eludir nombres importantes de ese período: Luis Antonio de Villena, Jaime Siles, etc.

     En 1970 Carnero abandonó Barcelona y pasó el invierno de ese año y la primavera de 1971 en Cambridge donde escribió El sueño de Escipión, que apareció publicado en Madrid, en la editorial Visor, en 1971.

     Recojo la importante introducción de Ignacio Javier López para la editorial Cátedra de la Obra poética de Carnero cuando dice: “El sueño ha sido señalado por la crítica como ejemplo del importante cambio que se produce en la poesía del autor, habitualmente descrito como el inicio de una poesía más reflexiva, de orientación metapoética, en la que el objeto del poema y el poema mismo; se trata, además, de una investigación del lenguaje, y una exploración de la relación que existe entre autor, texto y lector” (prólogo a Dibujo de la muerte. Obra poética, ed. De Ignacio Javier López, Cátedra, 1998, p. 18).

       Como vimos, el poeta ya ha cambiado de rumbo, si Dibujo de la muerte es una indagación sobre la cultura y su poder  para  vencer a la muerte, como explicaré luego,El sueño de Escipión penetra en el lenguaje mismo, en su deseo de objetivarlo para poder entender su poder originario y, por ende, su fuerza como elemento revolucionario sobre el mundo que nos rodea.

     Carnero conoce ese poder del lenguaje e indaga en la metapoesía, con un resultado, como era de esperar, brillante.

     Luego vinieron Variaciones y figuras de un tema de La Bruyere (1974) Y El azar objetivo (1975) y en 1977 terminó los poemas de Ensayo de una teoría de la visión que será editado, junto con los libros anteriores, en Hiperión, en 1979, con un prólogo muy acertado de Carlos Bousoño.

      Ha publicado más libros: Divisibilidad indefinida (1990), Verano inglés (1999) y Espejo de gran niebla (2002) entre otros.

      Como podemos ver, la obra de Carnero es muy prolífica, al igual que le ocurría a Jenaro Talens, y ahonda en temas muy interesantes para comprender la importancia del lenguaje como esencia de la poesía.

      Carnero tiene también una importante carrera investigadora y docente, en la que no voy a detenerme por falta de espacio.

      Centrado en la poesía, quiero mencionar algunos de los poemas de Dibujo de la muerte y de otros libros posteriores, para poder apreciar el notable cambio de estilo, lo que refuerza la idea de que nos hallamos ante un investigador del lenguaje poético y un notable conocedor del alma humana.

      Para Carlos Bousoño, en su famoso prólogo, hay una analogía entre los poetas de los 50 y el uso del grupo del 27 en lo que respecta al verso libre.

      Explica Bousoño que el verso libre de Carnero tiene afinidad con el que utilizó Luis Cernuda, Jaime Gil de Biedma y otro poeta valenciano, Francisco Brines.

      Bousoño insiste en la analogía con Cernuda cuando dice: “Aún hay otro ingrediente, con origen a Luis Cernuda, y antes en la tradición anglosajona, que Carnero toma de la tradición inmediata de la que hablo: el uso de figuras históricas como protagonistas e incluso como narradores del verso, como correlatos objetivos” (Carlos Bousoño, 1978, p. 41).

      Y no olvida Bousoño mencionar que tanto la generación de los 50 como Carnero abandona la idea del poema como tensión que nos hace fijarnos en las descargas expresivas, para emocionar al lector, sino que el poema se lee “como un continuo”, para que el lector vaya acomodándose al decir del poeta, como si fuese lengua hablada, pero culta, como podemos suponer.

     Bousoño habla también de los temas de Dibujo de la muerte y menciona una idea esencial del libro: la desolación. Dice el poeta asturiano: “El contraste entre refinamiento y desolación es lo que da, no sólo hondura, sino al mismo tiempo riqueza y complejidad al volumen” (p. 42).

      Es cierto lo que señala Bousoño, por ello, quiero mencionar un poema del libro donde Carnero enfrenta el gusto por lo estético con el vacío que deja. Se puede expresar diciendo que el poeta utiliza la cultura (en este caso, el arte que perdura) para dejar constancia del vacío de lo que ya no tiene alma, sólo es piedra y, por tanto, memoria. Si el arte sobrevive y el hombre no (tema análogo al que expresó César Simón con la Naturaleza y el ser humano o el que dejó en nuestros sentidos Jenaro Talens con la extrañeza del ser que ve la nieve mientras sabe que su vida está abocada a la muerte).

      Sin duda, el arte está presente, pero Carnero elige elementos duros, casi inertes: la piedra, las tumbas, los claustros, para insistir en el arte que deja vacío, donde se puede ver la oquedad del tiempo. Así lo refleja el poema “Amanecer en Burgos”.

      El sujeto del poema contempla el museo de vestiduras regias que hay en el Monasterio de Las Huelgas Reales, en Burgos, vestiduras sacadas de las tumbas de los reyes de Castilla.

     Si el poeta contemplaba la piedra en el poema “Ávila”, aquí la muerte se expresa en el objeto, la vestidura regia, exenta de vida, motivo de reflexión y meditación para Carnero.

      Dice: “Andrajos y oro / el esplendor revelan de los cuerpos antiguos. / Entre imágenes de lejana belleza, piadosamente se oculta / la carne muerta” (vv. 13-16). La belleza es lejana, porque hace mucho que existió y el mundo antitético al que se refería Bousoño al hablar de desolación y de belleza, aparece al decir: “Andrajos y oro.

     Ya al principio del poema se habla del tiempo y de la luz, motivo esencial en muchos poetas valencianos, ya que supone el nacimiento, pero también la certeza de la muerte: “En el silencio de los claustros reposa / la luz encadenada por la epifanía del tiempo” (vv. 1-2).

    Si es luz encadenada es porque nos conduce a la sucesión de movimientos, una vida tras otra y su continuo fluir, nacimiento y muerte entrelazadas.

    La belleza aparece en la tumba adornada por la escarcha, pero también el dolor, porque de las tumbas no sale un espíritu de reencarnación, sino el vacío: “Un ámbito / de otro oculto transcurre, sólo por unas losas / que oscuramente resuenan, incubando / el crescendo angustioso de la profanación de la muerte” (vv. 4-7).

      La muerte triunfa sobre la vida, ya que hay angustia y se va “incubando”, como una epidemia, esa sensación de negrura que posee la parca.

      El poema termina negando la posibilidad de volver, ya que el hombre no tiene voluntad, la muerte se impone, le cercena, como la ira de Dios cercenaba al poeta vasco Blas de Otero sus ojos: “Y así es hermoso / discurrir fugazmente entre la eternidad de la vida, engarzada / por la geométrica perfección de los albos sepulcros, / como quien nada escucha, puesto que ni seremos / llamados a los turbios festejos de la muerte / ni el amor y el deseo corruptos, y el imposible polvo de los besos / alteran en la madrugada tibia que turba el aire, / el armonioso vuelo de la piedra, elevado / en muda catarata de dolor “ (vv. 16-24).

      Evidentemente, la belleza (los albos sepulcros, el polvo de los besos, el armonioso vuelo de la piedra) no evitan que todo sea muerte, ya que todo es una fiesta de contrarios: amanecer con sepulcro, amor frente a ceniza, libertad enfrentada a piedra (lo inanimado y, por ende, lo muerto).

      En la celebración de la belleza sólo queda la ceniza, porque todo ha de morir, pese a que haya resplandecido en la vida, lo hermoso lleva su guadaña, como el poema expresa a la perfección.

      El libro deambula sobre esa idea, como puede verse en “Muerte en Venecia”, por poner un ejemplo, recreación del famoso libro de Thomas Mann y de la muy brillante y emotiva película de Visconti.

      Pero hay un poema que siempre me ha atraído especialmente del libro, me refiero a “Capricho en Aranjuez”. Hay en el mismo un gusto por lo bello, por la celebración de la vida y por el intento, no conseguido, de eludir el paso de la muerte que gravita en el libro.

     Lo expresa el poeta valenciano desde el principio: “Raso amarillo a cambio de mi vida”. Se refiere Carnero a la voluntad de imponer la belleza para vencer la caducidad de la vida. Todo el poema exalta la belleza, en un ámbito muy hermoso como representa el Aranjuez del siglo XVIII.

     El deseo del poeta es renunciar a sí mismo para dejarse llevar por la belleza del entorno: “Fuera breve vivir” (v. 7). El ámbito idílico es inmenso, todo sugiere el abandono de los sentidos, la perfección de la Naturaleza: “Fuera una sombra / o una fugaz constelación alada. / Geométricos jardines. Aletea / el hondo trasminar de las magnolias” (vv. 7-10).

     Pero la muerte que el poeta quiere evitar, embriagada en la belleza del paisaje, aparece en la imagen de un niño ciego que juega con la misma. Es un reflejo de la derrota de la vida sobre la parca: “Inflorescencias de mármol en la reja encadenada: / perpetua floración de las columnas / y un niño ciego juega con la muerte” (vv. 13-16).

     Si en el poema “Amanecer en Burgos” la luz estaba encadenada, aquí aparece la reja, lo que significa que nuestra vida carece de libertad, vivimos atados a la caducidad, a la sombra que todo lo invade. La imagen del niño ciego nos recuerda a las películas de Luis Buñuel y al cine de Ingmar Bergman, donde el patetismo de la vida queda reflejado en personajes marginales y en situaciones extremadamente insólitas (la partida de ajedrez con la muerte en El séptimo sello de Bergman o la cena de los mendigos en El ángel exterminador de Buñuel).

      Lo hermoso sigue presente y, en el final del poema, el poeta insiste en permanecer embriagado, en ignorar su mortalidad, en ocultar su humanidad para asimilarse a las cosas bellas que contempla, como si se tratase de un camaleón que cambiase de piel e ignorase su antigua realidad: “Músicas en la tarde. Crucería, / polícromo cristal. Dejad, dejadme / en la luz de esta cúpula que riegan / las transparentes brasas de la tarde. / Poblada soledad, raso amarillo / a cambio de mi vida” (vv. 30-35).

    La luz del Mediterráneo, esencial en la poesía de Carnero (como lo fue para Brines, Talens, Simón o  Bellveser, entre otros) está presente y hay un claro homenaje al primer libro de Brines Las brasas, porque Carnero conoce y admira la poesía del poeta de Oliva y hace este guiño magnífico en el poema, cuando dice “brasas de la tarde”, dando lugar a un espacio que acaba, como el final de un ciclo que ha sido esplendoroso pero que ha de terminar.

     La mención a la música es importante, ya que es espejo de lo inefable, que nos emparenta con lo divino, pura abstracción que intenta salvarnos de la muerte.

      Pero ésta no se va, siempre está ahí, pese a la voluntad del poeta por desasirse de su ignominiosa presencia. Todo termina en la tarde (en sus brasas), cuando el crepúsculo abre las ventanas de la noche y queda una soledad, la existencia del ser que medita sobre su humana condición, que quiere ser cambiada por esa belleza que perdura, ese raso amarillo que da sentido al poema.

       Para Sergio Arlandis la poesía de Carnero busca la belleza porque el poeta sabe de la extinción de las cosas, del vacío que toda hermosura lleva. Lo dice muy bien en su libro Mapa (Antología poética) de 30 poetas valencianos en la democracia: “La poesía, en consecuencia, se transforma en una manera de embellecer aquello que está llamado a su extinción irrevocable, es decir: crea una idea que, a modo de eco, resista desde su belleza, al vacío que le rodea” (Sergio Arlandis, Mapa (Antología poética) de 30 poetas valencianos en la democracia, Carena editores, Valencia, 2009, pp. 30-31).

       Estoy de acuerdo con esa mirada del profesor valenciano donde se insiste en que la belleza muere también, donde se expresa que el esplendor es sólo un oropel maravilloso que oculta el inmenso vacío de nuestro vivir. Por ello,  y, como también señala Arlandis en su libro, el poeta valenciano busca en la cultura su universo, porque éste va muriendo si no es recreado por el curioso lector o el sempiterno investigador.

        Hay un proceso, sin duda, en la poesía de Carnero, donde el mundo culturalista y asombroso (por sus referencias y por su belleza) de Dibujo de la muerte se va transformando en un espacio de mayor concentración en elementos antes esbozados, pero no desarrollados íntegramente.

         Me refiero, entre otros, a la luz que sí era importante en “Capricho de Aranjuez”, pero que es esencial en “Los motivos del jardín”, poema perteneciente a Divisibilidad indefinida. Cito sólo los versos donde Carnero expresa el claroscuro, la necesidad de nombrar a la luz en poderosa batalla con la oscuridad: “Miro del fondo de la estancia oscura / el pequeño rectángulo de luz, / imagen invertida de la noche, / que la Luna recorta en la ventana” (vv. 39-42).

       Como vemos, el rectángulo de la luz es esencial ya que ofrece lo invertido, el otro lado de la noche. No en vano es la Luna la que asoma (imagen romántica por excelencia) a la ventana.

       Pero la luz también esconde el vacío, es tan efímera como la propia vida, no lleva en ella la inmortalidad: “la divergente vacuidad del rayo / dispersa las veladas figurillas / que con el acicate de la duda / persigue la fatiga de sus ojos” (vv. 43-46).

       Carnero sabe que hay espejismos tras esa luz que aparece en su fugacidad. Por ello, se muestra distante, embriagado en su poderosa soledad de amanuense: “Las escucho vagar en la tiniebla / pero me falta fe con que nombrarlas: / yo sería un extraño entre sus risas, / el lisiado al que aturde y acobarda” (vv. 47-50).

       El poeta no pertenece al mundo de la vida: “me falta fe con que nombrarlas”, sino que está imbuido en territorio de libros, exento de la sensualidad que toda vida (bien vivida) regala, la extrañeza a la que hace alusión lo transforma en un voyeur, aquel que mira con placer, pero que no lo comparte, muy cerca del mundo que comenté en el universo del poeta gallego Arcadio López Casanova.

       El vate sólo es un “lisiado” que siente cobardía por “una turba gozosa de arlequines / mecanizados por la luz de la luna / y que finge entusiasmo y alegría, / falto de caridad y ligereza”.

       El poeta muestra, de este modo, su distanciamiento del mundo, ya esbozado en Dibujo de la muerte, pero aquí, con mucha más hondura.

        La importancia de la luz es total, porque de ella viene el placer: “La Luna”, “turba gozosa de arlequines” y provoca ese miedo en el hombre que arrastra ya su desdicha y su negación de toco contacto con lo vivo.

        Pero al final del poema lo dice todo, porque la luz es creación, tanto que hizo posible los espejismos que simbolizaban el placer y que, ahora, se convierten en nada: “Así en el fondo de la estancia oscura / se extingue el espejismo, borrado con la luz / y las palabras tejen en el sueño y el agua / su cauce circular, secreto y mudo” (vv. 51-54).

         Otro elemento esencial es el agua, porque simboliza el espejo de la vida, un espacio de transparencia que esconde nuestra irremediable inconsistencia como seres vivos.

          El amanuense deja de ver las figuras (espejismos) porque la luz lo borra todo y sólo queda el lenguaje (siguiendo la senda de otro poeta valenciano, Miguel Veyrat). Éste es el único lugar útil para recrear el mundo y su misterio. El lenguaje, como el agua, es espejo, cristal que conduce al mundo de los sueños, pero también a un posible renacer, a una especie de isla donde podamos encontrar, a través de las palabras edénicas, el sentido de la vida.

          Los largos poemas de Dibujo de la muerte o de Variaciones y figuras sobre un tema de la Bruyere (1974), exceptuando El sueño de Escipión (1971) donde se combinan largos y cortos poemas, va encontrando en Divisibilidad indefinida  otro ritmo, ya que el poeta, en la línea de Juan Ramón Jiménez y su búsqueda de la esencia de las cosas, va sintetizando su mundo culturalista para centrarse en elementos esenciales que cobran toda su fuerza y, por ende, su sentido en este libro: el jardín, la luz, el agua, la noche, el tiempo, etc.

          En el poema “Lección de agua”, podemos ver la precisión con la que Carnero toca el tema de Narciso mirándose en el agua de la fuente. Pero lo que me interesa de este poema es la temática: se trata del espejismo de la vida, fantasmagoría que no nos salva, pues sólo ofrece la velada idea de su transcurrir perecedero, que nos condena a la muerte.

        Dice así: “Mirándome en el agua de la fuente / por salvar las imágenes vencidas / - colores idos, músicas caídas- / en memoria con gracia de presente / las vi oscilar girando levemente / en facetas y trizas esparcidas / recompuestas y luego divididas, / y hundirse y escapar en la corriente” (vv. 1-8).    

       Todo lo que compone la vida (colores idos, músicas caídas) se va diluyendo en el agua, hay un afán de creación: “recompuestas”, pero también de dispersión: “y luego divididas”. Toda  esa  textura  de  lo  vivo  se deshace, ya que es fantasmagoría: vivimos enfrentados, parece decir el poeta, a la sensación de la irrealidad, como pudimos ver en muchos poemas de César Simón.

      Por ello, el agua, símbolo de lo que fluye, que, desvelando la transparencia, al igual que el espejo que miramos y que nos mira, nos revela nuestra fragilidad vital.

       El mito de Narciso se cumple en los tercetos: “Puse sobre las aguas un espejo / con que hurtarme a la muerte en escritura / y retener la luz de la conciencia” (vv. 9-11). Aquí el poeta nos habla del deseo de no morir, a través de ese espejo, cristal que nos enfrenta al transcurrir de la vida. No es casual que diga “muerte en escritura”, ya que el deseo de hurtar esa “muerte” es el ansia de vivir a través del arte, de nuestra palabra o nuestra presencia en el cuadro o en la música, sino el deseo de vivir sin apoyo, manifestando sólo lo que somos: cuerpo y alma.

       Este deseo se quiebra, porque la vida se trunca siempre ante la presencia del último acto, el viaje de no retorno: “pero la nada duplicó el reflejo / y el cristal añadió su veladura, / en doble fraude de la transparencia” (vv. 12-14).

       No podemos eludir el destino, pues no hay faz alguna para mirar a la vida eternamente, nuestro sino (estigmatizado por el paso del tiempo y por el acabamiento de toda existencia) nos enfrenta a una triste realidad. No hay forma, para Carnero, de cumplir el rito de la permanencia, ni el agua, ni el cristal, nada sirve para eludir nuestra mortalidad.

       Y no hay que olvidar la importancia de la luz (en la senda de los pintores levantinos, aquí se trata de la “luz de la conciencia” y su afán de retenerla. Sin duda alguna, Carnero sabe que la vida existe mientras se ilumina nuestra faz con la sensación de gozar del mundo (pese a las inevitables sombras que nos acechan siempre).

        Este ejercicio de permanencia da brillo al poema porque éste está inmerso en lo cromático: el blanco del agua y los espejos, los colores idos como símbolo del paso del tiempo, el reflejo que devuelve otra vez la transparencia (blanca) del agua.

        Estamos delante de un poeta que, como le ocurría a Talens o a César Simón, inunda su poesía de luz, pero en el que sobrevuelan las sombras que tiñen aquella de oscuridad.

        Y quiero terminar este análisis del mundo del gran poeta valenciano citando su libro  Verano inglés, no el último de los suyos, desde luego, pero, en mi opinión, el que mayor calidad ofrece, debido al deslumbramiento de su universo amoroso.

       Hay poemas donde transita el recuerdo, como en “Greenwich banks” cuando dice: “Cuando cierro los ojos recuerdo una arboleda / en la linde del mar y del verano / y te veo mirándote en el río, / mientras el Sol se pone y vagan las gaviotas” (vv. 1-4).

      Este romanticismo del poeta que recuerda el lugar idílico y a la amada no excluye los versos donde manifiesta un erotismo que nos deslumbra: “Me conduce el calor de tus caderas, / elásticas y duras como un arco, / a la doble diana de tu pecho, / granada abierta y roja en las manos de un niño” (vv. 17-20).

       No es casual que cite al niño, porque Carnero sabe de la importancia de la infancia como paraíso irrecuperable (en la senda de Francisco Brines).

         Y tampoco en el final del poema se unen los sentidos, lo que dota al mismo de una clara sensualidad mediterránea (ya que la evocación, en mi opinión, le conduce a su tierra levantina desde el verano inglés). Dice así: “Color, olor, sabor, flotan en la memoria. / No los dejes morir a tu imagen extinta; / diluirse en las aguas del rencor y del tiempo / rescata en tu retorno tu cuerpo repetido” (vv. 21-24).

        Al igual que en “Lección de agua”, el poeta valenciano insiste en el agua que se diluye, como si ésta simbolizase el tiempo y su alusión al color nos hace ver, de nuevo, que representan espacios vitales dejados atrás, impresos en la memoria para siempre.

        El último verso expresa muy bien lo que es un tema central en su poesía: la vuelta de lo vivo, no en el eco de una voz o en una imagen, sino en la presencia  (llena de sensualidad) que evoca lo mejor de la existencia.

       La belleza de las imágenes nos sobrecoge en versos anteriores donde se prende el poeta de la amada con singular maestría al evocarla: “Veo una calle abierta al horizonte / donde vuelan los tordos y corren las ardillas. / Las ramas de un alerce golpean los cristales, / pentagrama indeciso de rasgado silencio” (vv. 9-12).

       El poema es muy hermoso y ese “cuerpo repetido” de la amada es la imagen que queda en el agua y que, luego, como el amor y la propia vida, se va pronto, dejándonos huérfanos del sabor y del olor de la persona querida.

       Representa Verano inglés un libro lleno de nostalgia, de bellas evocaciones y de colorido, de una luz especial que abre las ventanas de nuestra sensibilidad.

        Hay muchos poemas del libro donde la belleza cala en la memoria del poeta. No en vano, es un libro lleno de alusiones a paisajes amados.

       La presencia de la luz es una constante en la poesía de Carnero. Si la noche tiene un inmenso poder para el poeta en “Noche del tacto”, tanto que “No fluye murmurando la amenaza del tiempo / ni se pierde en arena sin orillas: / crece en profundidad, gana en firmeza / al adensar las lindes del reposo” (vv. 5-8).

       La luz tiene toda su fuerza, el poder de vencer al tiempo, es cimiento donde la vida no muere; en “Ojos azules”, el poeta le dice a la belleza azul que no vaya a la noche, porque ésta cierra el mundo, en la oscuridad viene el fin de lo que perdura, el capítulo final de nuestra vida. Insiste en ir hacia la luz cuando dice: “Mirad hacia la luz, no miréis hacia dentro: / corredores tapiados velarán nuestro brillo, / os cegará el acoso de una mano cortada / con su rampante hedor de podridas promesas” (vv. 5-8).

       La noche tiene, por tanto, malos augurios, un espacio que no se puede desentrañar: “Si vas hacia la noche yo no podré seguiros / y no tengo el secreto de las puertas cerradas. / Salid al horizonte conciliado y redondo. / Mirad hacia la luz, no miréis hacia dentro” (vv. 9-12).

       Sí, la única forma de salvarse de la muerte, de la caducidad total de todos nuestros sentidos es adentrándose en la luz, ese espacio de la conciencia que conlleva eternidad.

       Por ello, al final del poema le pide a la amada que viva el ámbito de la Naturaleza, espacios de sabiduría  que ama el poeta, lo siguiente: “No recuerdes más peso que el placer del mirlo, / más calor que el abrazo de la calma del aire / más entrega que el Sol al penetrar la nieve: / olvida la luz, y escucha la lección de la tierra”.

     Bello final para todo un canto a la luz, ya que sólo en los ámbitos donde esplende la claridad, la vida permanece.

      Quiero terminar este estudio de un poeta brillante como pocos, que ha construido un mundo de gran lirismo, desde su pasión culturalista a un verso apegado a las emociones, como en el libro que comento, con unas certeras palabras de otro gran poeta valenciano, Ricardo Bellveser, recogidas de su recopilación de artículos titulado Hecho de encargo, publicado por la Generalitat Valenciana y la Biblioteca Valenciana.

      Me refiero al artículo titulado “G.C. y su actualidad”, cuando dice, refiriéndose al Premio Nacional de la Crítica que obtuvo Carnero por Verano inglés lo siguiente: “El exceso de la nueva sentimentalidad cree Carnero que lleva a la poesía a un callejón sin salida a asesinar al poeta. Como Mallarmé, lo que se pretende es que la poesía no surja únicamente desde el ámbito de las alegrías o las decepciones del mundo, sino que intenten dominar el azar” (Ricardo Bellveser, Hecho de encargo, Biblioteca y Generalitat Valenciana, 23 de abril del 2000, p. 162).

      Muy cierto, porque Carnero cree en la poesía como esencia de la vida, no es un mero adorno para recitar en una sala, sino todo un ejercicio de pensamiento, un divagar sobre la vida que convierte su obra en una de las más completas e interesantes del panorama español actual.

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro G. Cueto

30 de agosto de 2016

Para los seguidores de Facebook, los poemas breves (muchas veces con la forma de un haiku) con que Emilio Pedro Gómez jalona sus contribuciones a la red social son una invitación a acompañarlo en sus excursiones y viajes, a completar la imagen visual de la foto con que los ilustra gracias a una feliz metáfora, a una inesperada asociación de espacios naturales con versos íntimos, destilados con esmero.

“En esto escribo/ con voluntad de temblor/ indócil a fronteras y solemnidades” —nos dice a modo de consigna poética al principio de Motivos de horizonte (2015)— para ratificar esa “indocilidad” mientras “el verso guía la mano/ con el mismo sigilo/ con que el alba hace el gesto/ de brotar”.

La poesía de Emilio Pedro Gómez es una poesía de espacios abiertos, donde las fronteras han sido abolidas para propiciar el descubrimiento del Otro, pero, sobre todo, para la incorporación gozosa a su propia memoria del paisaje que va asumiendo como propio. Sea el Pirineo, algún país exótico del sudeste asiático, la Patagonia austral o ese Camino de Santiago que ha recorrido pausado, munido de un “diario lírico” (Pasos, 2013) lejos de toda sacralidad, como un peregrino laico solo deseoso de hacer de “la abrumadora belleza celeste” una experiencia única, intransferible. En todos comunica el espacio exterior con el interior de una sensibilidad aguzada por la riqueza del mundo y una naturaleza en la que se sumerge con vocación panteísta.

El umbral, gracias al cual se comunican, participa de la ambigüedad del cruce, es celebración de la articulación que no termina de abrirse ni de cerrarse, convocatoria para que lo íntimo perciba el exterior y para que las diferencias  entre ambos sean evidentes y se acepten. Gracias al umbral se mantiene una apertura hacia otros horizontes, esa “porosidad de las fronteras” con que Gómez titula la segunda parte de su poemario. Su función, aun fijando límites que se pueden atravesar, es articulada, supone una disposición al contacto exterior, hacia la transición  a otro espacio, lo que le da una sugerente inestabilidad y una inusitada dimensión poética. 

Es bueno recordar que el horizonte se configura a partir de un sujeto y no tiene realidad objetiva. Aunque no puede ser localizado en ningún mapa, el horizonte acompaña toda percepción de un paisaje en esa mezcla de “dentro y fuera” que resulta del encuentro de una mirada con el mundo exterior, en el metafóricamente llamado “punto-yo” desde el cual se traza su línea en la distancia.

El horizonte se aleja, cambia con el movimiento en el espacio, sea cual sea la dirección elegida, es inalcanzable. Si bien el horizonte es inasible, ayuda a configurar un espacio orientado al dividir el mundo entre cielo y tierra, arriba y abajo, cercano y lejano. Es más, le da sentido, lo que significa, como bien ha señalado Michel Collot, que al vivir en la yuxtaposición de imágenes reales y virtuales, al abolir distancias y al difuminar un aquí y un allá en la simultaneidad, el punto de vista privilegiado,  el lugar de presencia  fundador de tantos horizontes y símbolos de existencia pierde parte de su natural intensidad y se diluye en el caleidoscopio del espacio y del tiempo sincrónico.

Emilio Pedro Gómez sabe que “la obligación del cielo es no acabarse/ al fondo de la página” y persevera —con su bastón de peregrino— en hacer de la palabra “dardo de impunidad/ al centro de uno mismo”. Lo hace sin angustia, sin desgarramiento ni lamento, con esa “alma de horizonte” con que Jules Supervielle en Gravitations hizo de la pampa argentina sustancia de su mejor poesía, ese “vértigo horizontal” donde “cada árbol/ comienza a ser/ un disidente”.

Motivos de horizonte nos invita al “inicio de un viaje”, nieto “del sueño libertario/ de volar”. Sus versos salen “fuera de mi/ lo que no había”, “en un ya es/ sin haber sido” y nos conducen “al regazo primordial/ al temible deseo de desaparecer”.  Vale la pena acompañarlo para intentar “saber quién eres”.

 

 

Emilio Pedro Gómez, Motivos de horizonte, Enkuadres, 2015.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Fernando Aínsa

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