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8 de mayo de 2015

GERARDO VACANA

 

 

Gerardo Vacana nació en 1929 en Gallinaro (Frosinone, Lacio), donde reside. Entre otros libros, ha publicado: Variazioni sul reale, Taccuino greco e altri versi y L’orto.En español: Variaciones sobre lo real, La Poesía, señor hidalgo, Barcelona, 2002; Cuaderno griego y otros poemas, El otro el mismo, Mérida, Venezuela, 2007; y La luz muy temprano, Fundación Inquietudes-Asociación Poética Caudal, Madrid, 2012. En catalán: Quadern grec i altres poemes, Emboscall Editorial, Barcelona, 2011.

 

 

 

 

 

 

 

 

 



                                      EXISTIR ES RESISTIR

Existir es resistir.
Siempre.
No sólo al ocupante.

Resistir también en la paz:
a los males al mal.
De por vida.




                        INDECIBILIDAD DE LO VERDADERO

Sólo lo inicial
lo intacto
lo no dicho
es verdadero
es exacto.



                                             SOBRE LA POESÍA

No se niega el sabor
de las castañas. Al contrario.
(Se alcanza con algún esfuerzo:
es preciso pasar
por el erizo y la doble corteza.)
¿Pero por qué negar valor
a las dulces pulpas,
que se ofrecen inmediatas
al disfrute, al mordisco? 



                                             EL MURO A SECO 

El muro a seco detrás de casa
esconde entre piedra y piedra
serpientes y caracoles en abundancia.
Nosotros no lo demolemos,
ni rellenamos los espacios vacíos
con cemento.
Nos persuade su belleza
—todo de piedra viva
y obra de una excelente mano—,
nos quedamos con sabiduría
nutrición y espanto.


 

 

                    EL ACONTECIMIENTO EN BUSCA DE AUTOR

 

El acontecimiento grande o mínimo

pasa por mil bocas distraídas

sufre mil tergiversaciones

pero reclama verdadera atención

busca un paso

entre gente resuelta, indiferente,

llega hasta ti

atenta, inquieta desembocadura

terminal doliente.

 

Por más esfuerzos que haga

tu mente (mente, no mar)

no le devolverá

la original pureza

la inicial, intacta verdad. 

Traducción: Carlos Vitale

Escrito en Sólo Digital Turia por Gerardo Vacana

4 de mayo de 2015

Para Orson 


  Pues no lo soñé. A veces me sorprendo diciendo esa frase por la calle, como si oyese la voz de otro. Una voz sin matices. Nombres que me vuelven a la cabeza, algunos rostros, algunos detalles. Y nadie ya con quien hablar de ellos. Sí que deben de quedar dos o tres testigos que están todavía vivos. Pero seguramente se les habrá olvidado todo. Y, además, uno acaba por preguntarse si hubo de verdad testigos.

  No, no lo soñé. La prueba es que tengo una libreta negra llena de notas. En esta niebla, necesito palabras exactas y miro el diccionario. Nota: escrito breve que se hace para recordar algo. Las páginas de la libreta son una sucesión de nombres, de números de teléfono, de fechas de citas y también de textos cortos que a lo mejor tienen algo que ver con la literatura. Pero ¿en qué categoría hay que clasificarlos? ¿Diario íntimo? ¿Fragmentos de memoria? Y también cientos de anuncios por palabras copiados de los periódicos. Perros perdidos. Pisos amueblados. Demandas y ofertas de empleo. Videntes.

  De entre todas esas notas, algunas tienen un eco mayor que otras. Sobre todo cuando nada altera el silencio. Hace mucho que no suena el teléfono. Ni nadie llamará a la puerta. Deben de creer que me he muerto. Está uno solo, atento, como si quisiera captar señales Morse que un interlocutor desconocido le envía desde muy lejos. Muchas señales llegan con interferencias y por mucho que afine uno el oído se pierden para siempre. Pero hay nombres que destacan con nitidez en el silencio y en la página blanca…

  Dannie, Paul Chastagnier, Aghamouri, Duwelz, Gérard Marciano, “Georges”, Unic Hôtel, calle de Montparnasse… Si no recuerdo mal, en ese barrio andaba yo siempre con la guardia alta. El otro día, pasé por casualidad. Noté una sensación muy rara. No la sensación de que hubiera pasado el tiempo, sino de que otro yo, un gemelo, rondaba por las inmediaciones; que no había envejecido y seguía viviendo en los mínimos detalles, y hasta el final de los tiempos, lo que viví aquí durante una temporada muy breve.

  ¿De qué dependía el malestar que notaba tiempo atrás? ¿Era por esas calles a la sombra de una estación y de un cementerio? De repente, me parecían anodinas. Había cambiado el color de las fachadas. Mucho más claras. Nada de particular. Una zona neutral. ¿Era realmente posible que un doble que hubiera dejado yo aquí siguiera repitiendo todos y cada uno de mis antiguos gestos y recorriendo mis antiguos itinerarios por toda la eternidad? No, aquí no quedaba ya nada de nosotros. El tiempo había arramblado con todo. El barrio era nuevo y lo habían saneado, como si lo hubieran vuelto a construir en el emplazamiento de un islote insalubre. Y aunque la mayoría de los edificios eran los mismos, le daban a uno la impresión de hallarse ante un perro disecado, un perro que hubiera sido de uno y al que hubiera querido cuando estaba vivo.

  Ese domingo por la tarde, durante el paseo, intenté recordar qué ponía en la libreta negra, que lamentaba no llevar en el bolsillo. Horas a las que había quedado con Dannie. El número de teléfono del Unic Hôtel. Los nombres de las personas con quienes me encontraba allí. Chastagnier, Duwelz, Gérard Marciano. El número de teléfono de Aghamouri en el pabellón de Marruecos de la Ciudad Universitaria. Breves descripciones de diversas zonas de ese barrio que tenía el proyecto de titular “Los adentros de Montparnasse”, pero, treinta años después, descubrí que se título lo había usado ya un tal Oser Warszawski.

  Un domingo de octubre a media tarde me llevaron, pues, mis pasos a esa zona por la que otro día de la semana habría evitado pasar. No, no se trataba de una peregrinación de verdad. Pero los domingos, sobre todo a media tarde y si uno está solo, abren en el tiempo algo así como una brecha. Basta con colarse por ella. Un perro disecado al que uno quiso cuando estaba vivo. Cuando estaba pasando delante del edificio grande, blanco y beige sucio, el número 11 de la calle de Odessa –iba por la acera de enfrente, la de la derecha-, noté algo así como si saltase un muelle, esa clase de vértigo que le entra a uno precisamente cada vez que se abre una brecha en el tiempo. Me quedé quieto con la vista clavada en las paredes del edificio que rodeaban el patinillo. Allí era donde Paul Chastagnier aparcaba siempre el coche cuando vivía en una habitación del Unic Hôtel, en la calle de Le Montparnasse. Una noche, le pregunté por qué no dejaba el coche delante del hotel. Puso una sonrisa apurada y me contesto, encogiéndose de hombros: “Por precaución…”

  Un Lancia rojo. Podía llamar la atención. Pero, entonces, si quería resultar invisible, ¿a quién se le ocurría escoger esa marca y ese color…? Luego me explicó que un amigo suyo vivía en ese edificio de la calle Odessa y que le prestaba el coche a menudo. Sí, por eso lo dejaba aparcado allí.

 “Por precaución…”, decía. Yo no había tardado en caer en la cuenta de que aquel hombre de alrededor de cuarenta años, moreno, siempre muy atildado, con trajes grises y abrigos azul marino, no tenía ninguna profesión concreta. En el Unic Hôtel lo oía hablar por teléfono, pero la pared era demasiado gruesa para que fuera posible seguir la conversación. Sólo me llegaba la voz, seria y a veces cortante. Silencios prolongados. Al tal Chastagnier lo había conocido en el Unic Hôtel al mismo tiempo que a otras cuantas personas con quien había coincidido en ese mismo establecimiento: Gérard Marciano, Duwelz, de cuyo nombre no me acuerdo… Con el tiempo, sus siluetas se han vuelto borrosas y sus voces inaudibles. Paul Chastagnier destaca con mayor precisión por los colores: pelo muy negro, abrigo azul marino, coche rojo. Supongo que pasó una temporada en la cárcel, como Duwelz y como Marciano. Era el de más edad y ya ha debido de morirse. Se levantaba tarde y quedaba con la gente a cierta distancia, hacia el sur, en esas zonas interiores que están alrededor de la antigua estación de mercancías cuyos nombres tradicionales también a mí me resultaban familiares: Falguière, Alleray e, incluso, algo más allá, la calle de Les Favorites… Cafés desiertos a los que me llevó a veces y donde creía seguramente que nadie podía localizarlo. Nunca me atreví a preguntarle si tenía una prohibición de residencia, aunque fue una idea que se me pasó a menudo por la cabeza. Pero, en tal caso, ¿por qué aparcaba el coche rojo delante de esos cafés? ¿No habría sido más prudente para él ir a pie y discretamente? Yo por entonces iba siempre andando por aquel barrio que estaban empezando a derruir, siguiendo las hileras de solares, de edificios pequeños de ventanas tapiadas y tramos de calles entre montones de escombros, como después de un bombardeo. Y aquel coche rojo allí aparcado, aquel olor a cuero, aquella mancha llamativa que resucita los recuerdos… ¿Los recuerdos? No. Aquel domingo a última hora de la tarde ya me estaba convenciendo de que el tiempo no se mueve y de que si de verdad me colase por la brecha me lo volvería a encontrar todo intacto. Y, más que cualquier otra cosa, ese coche rojo. Decidí ir andando hasta la calle de Vandamme. Había allí un café al que me había llevado Paul Chastagnier y donde la conversación se fue por derroteros más personales. Noté incluso que estaba a punto de hacerme confidencias. Me propuso, con medias palabras, que “trabajase” para él. Le di largas. No insistió. Yo era muy joven, pero muy desconfiado. Más adelante, volví a aquel café con Dannie.

  Ese domingo era casi de noche cuando llegué a la avenida de Le Maine y fui siguiendo los edificios grandes y nuevos, por la acera de los pares. Formaban una fachada rectilínea. Ni una luz en las ventanas. No, no lo había soñado. La calle de Vandamme desembocaba en la avenida más o menos a esa altura, pero aquella tarde las fachadas eran lisas y compactas, sin el mínimo paso. No me quedaba más remedio que rendirme a la evidencia: la calle Vandamme ya no existía.

  Me metí por la puerta acristalada de uno de esos edificios, más o menos en el sitio en que entrábamos en la calle de Vandamme. Luz de tubos de neón. Un corredor largo y ancho que flanqueaban tabiques acristalados, tras los que había una sucesión de oficinas. A lo mejor quedaba un tramo de la calle de Vandamme, encerrado en esa mole de edificios nuevos. Al pensarlo, me entró una risa nerviosa. Seguía por el corredor de las puertas acristaladas. No veía el final y la luz de neón me hacía guiñar los ojos. Pensé que aquel corredor transcurría, sencillamente, por el antiguo trazado de la calle de Vandamme. Cerré los ojos. El café estaba al final de la calle, que prolongaba un callejón sin salida que se topaba con la pared de los talleres del ferrocarril. Paul Chastagnier aparcaba el coche rojo en el callejón sin salida, delante de la pared negra. Encima del café había un hotel, el hotel Perceval, porque así se llamaba una calle que también habían borrado del mapa los edificios nuevos. Lo tenía todo anotado en la libreta negra.

 En los últimos tiempos, Dannie no se sentía ya muy a gusto que digamos en el Unic –como decía Chastagnier- y había tomado una habitación en el hotel Perceval. En adelante quería evitar a los demás, sin que yo supiera a quién en concreto: ¿Chastagnier? ¿Duwelz? ¿Gérard Marciano? Cuanto más lo pineso ahora más me parece que empecé a notarla preocupada a partir del día en que me llamó la atención la presencia de un hombre en el vestíbulo y detrás del mostrador de recepción, un hombre de quien me había dicho Chastagnier que era el gerente del Unic Hôtel y cuyo apellido consta en mi libreta: Lakhar, y tras el que viene otro apellido: Davin, éste entre paréntesis.

  La conocía en la cafetería de la Ciudad Universitaria, donde iba yo a menudo a buscar refugio. Vivía en una habitación del pabellón de los Estados Unidos y me preguntaba por qué, porque no era ni estudiante ni norteamericana. Después de conocernos no se quedó ya en ese pabellón por mucho tiempo. Alrededor de diez días apenas. No me decido a poner entero el apellido que anoté en la libreta negra después de nuestro primer encuentro: Dannie R., pabellón de los Estados Unidos, bulevar de Jourdan, 15. A lo mejor vuelve a ser el suyo ahora –después de tantos otros apellidos- y no quiero llamar la atención por si todavía está viva en algún sitio. Y, sin embargo, si leyera ese apellido en letras de molde, a lo mejor se acordaba de que lo había llevado en determinada época y me daba señales de vida. Pero no, no me hago demasiadas ilusiones al respecto.

  El día en que nos conocimos, escribí “Dany” en la libreta. Y corrigió personalmente, con mi bolígrafo, la ortografía exacta de su nombre: Dannie. Más adelante me enteré de que ese nombre, “Dannie”, era el título del poema de un escritor a quien admiraba yo por entonces y a quien veía a veces, en el bulevar de Saint-Germain, saliendo del hotel Taranne. A veces se dan curiosas coincidencias.

  La tarde del domingo en que se fue del pabellón de los Estados Unidos, me pidió que fuera a buscarla a la Ciudad Universitaria. Me estaba esperando delante de la entrada del pabellón con dos bolsas de viaje. Me dijo que habían encontrado una habitación en un hotel de Montparnasse. Le propuse que fuéramos a pie. Las dos bolsas no pesaban mucho.

  Tiramos por la avenida de Le Maine. Estaba desierta, como la otra tarde, que también era una tarde de domingo, a la misma hora. Era un amigo marroquí de la Ciudad Universitaria quien le había hablado de ese hotel, el amigo que me presentó en la cafetería cuando nos conocimos, un tal Aghamouri.

 Nos sentamos en un banco a la altura de la calle que va siguiendo la tapia del cementerio. Anduvo mirando en las dos bolsas para comprobar si se había dejado algo. Luego seguimos andando. Me iba contando que Aghamouri vivía en ese hotel porque uno de los dueños era marroquí. Pero, entonces, ¿por qué había vivido también en la Ciudad Universitaria? Porque era estudiante. Y además tenía otro domicilio en París. ¿Y ella también era estudiante? Aghamouri iba a ayudarla a matricularse en al facultad de Censier. No parecía muy convencida y dijo esta última frase como por decir algo. No obstante, me acuerdo de que una tarde a última hora la acompañé en metro hasta la facultad de Censier; había línea directa de Duroc a Monge. Lloviznaba, pero no nos importó. Aghamouri le había dicho que había que ir por la calle de Monge y por fin llegamos a la meta: algo así como una explanada, o más bien un solar rodeado de casas bajas a medio derruir. El suelo era de tierra y teníamos que andar con ojo, en la penumbra, para no meternos en los charcos. Al fondo del todo, había un edificio moderno que seguramente estaban acabando de construir porque aún tenía andamios… Aghamouri nos estaba esperando en la entrada y la luz del vestíbulo iluminaba su silueta. Tenía una mirada menos intranquila de lo habitual, como si le diera seguridad estar delante de esa facultad de Censier pese al solar y a la lluvia. Todos esos detalles me vuelven a la memoria desordenados, a trompicones: y a menudo se enturbia la luz. Y es algo que contrasta con las notas tan precisas que hay en la libreta. Esas notas me resultan útiles para darles un poco de coherencia a las imágenes que van a saltos hasta tal punto que el celuloide de la película corre el riesgo de romperse. Curiosamente, otras notas referidas a unas investigaciones que hacíalo por las mismas fechas acerca de sucesos que no viví –se remontan al siglo XIX e incluso al XVIII- me parecen más límpidas. Y los nombres que tienen que ver con esos sucesos lejanos: la baronesa Blanche, Tristan Corbière y Jeanne Duval, entre otros, y también Marie-Anne Leroy, guillotinada el 26 de julio de 1794 a la edad de veintiún años, me suena de forma más cercana y familiar que los nombres de mis contemporáneos.

  Ese domingo a última hora de la tarde, cuando llegamos al Unic Hôtel, Aghamouri estaba esperando a Dannie sentado en el vestíbulo en compañía de Duwelz y de Gérard Marciano. Fue esa tarde cuando conocí a estos últimos. Quisieron que fuéramos a ver el jardín que había detrás del hotel, con dos mesas con sombrillas. “La ventana de tu cuarto da a este lado”, dijo Aghamouri, pero aquel detalle no parecía importarle mucho a Dannie. Duwelz, Marciano. Intento concentrarme para darles un simulacro de realidad; busco qué podría resucitarlos, aquí, ante mis ojos, que me permitiera, tras todo este tiempo que ha pasado, notar su presencia. Qué sé yo, un aroma… Duwelz tenía siempre mucho empeño en ir atildado: bigote rubio, corbata, traje gris, y olía a un agua de toilettes cuyo nombre recordé muchos años después, porque me encontré en la habitación de un hotel un frasco olvidado: Pino silvestre. Por unos segundos, el aroma a Pino silvestre me trajo a la memoria una silueta que va, de espaldas, calle de Le Montparnasse abajo, un rubio de andares premiosos: Duwelz. Luego nada, como en esos sueños de los que no queda, al despertar, sino un reflejo impreciso que se va borrando según transcurre el día. Gérard Marciano, en cambio, era moreno, de piel blanca y bastante bajo; siempre te clavaba la mirada, pero no te veía. Tuve más trato con Aghamouri, con quien quedé varias veces a última hora de la tarde en un café de la plaza de Monge cuando salía de clase en Censier. Siempre me quedaba con la impresión de que quería hacerme alguna confidencia importante, porque, si no, no me habría hecho ir allí para verme a solas y lejos de los demás. Era un café tranquilo cuando caía la tarde, en invierno, y estábamos solos y amparados al fondo del local. Un caniche negro apoyaba la barbilla en la banqueta y nos observaba guiñando los ojos. Cuando recuerdo algunos momentos de mi vida se me vienen versos a la memoria y a menudo intento recordar de quién eran. El café de la plaza de Monge al atardecer lo relaciono con el siguiente verso: “Las uñas afiladas de un caniche golpeando las baldosas de la noche”…

  Íbamos a pie hasta Montparnasse. Durante esos trayectos, Aghamouri me había desvelado algunos detalles, muy pocos, referidos a él. Acababan de echarlo, en la Ciudad Universitaria, de su habitación en el pabellón de Marruecos, pero nunca supe si había sido por motivos políticos o por otros. Vivía en un piso pequeño que le habían prestado en el distrito XVI, cerca de la Casa de la Radio. Pero le gustaba más la habitación que tenía en el Unic Hôtel, que había conseguido gracias al gerente, “un amigo marroquí”. ¿Por qué no dejaba entonces el piso del distrito XVI? “Es que ahí vive mi mujer. Sí, estoy casado”. Y me di cuenta de que no me diría nada más. Nunca contestaba a las preguntas, por cierto. Las confidencias que me hizo –aunque, ¿pueden realmente llamarse confidencias?- me las hizo de camino, de la plaza de Monge a Montparnasse, entre prolongados silencios, como si andar lo animase a hablar.

  Había algo que me intrigaba. ¿Era de verdad estudiante? Cuando le pregunté qué edad tenía, me contestó: treinta años. Luego pareció arrepentido de habérmelo dicho. ¿Podía uno seguir siendo estudiante a los treinta años? No me atrevía a hacerle esa pregunta por temor a molestarlo. ¿Y Dannie? ¿Por qué quería ser estudiante también? ¿Así de sencillo era matricularse de la noche a la mañana en esa facultad de Censier? Cuando los miraba a los dos en el Unic Hôtel, la verdad es que no tenían pinta de estudiantes; y allá lejos, por la zona de Monge, el edificio de la facultad, a medio construir al fondo de un solar, me parecía de pronto que pertenecía a otra ciudad, a otro país, a otra vida. ¿Era por Paul Chastagnier, Duwelz y Marciano y por los demás a quienes veía de refilón en la oficina de recepción del Unic Hôtel? Pero nunca me encontraba a gusto en el barrio de Montparnasse. No, la verdad es que esas calles no eran muy alegres que digamos. Según las recuerdo, llueve a menudo, mientras que en otros barrios de París los veo siempre en verano cuando pienso en ellos. Me parece que Montparnasse se apagó a partir del final de la guerra. Más abajo, en el bulevar, La Coupole y Le Select tenían aún cierto resplandor, pero el barrio se había quedado sin alma. Ya no había en él ni talento ni corazón.

  Un domingo por la tarde estaba solo con Dannie, en la parte de abajo de la calle de Odessa. Empezó a llover y nos metimos en el vestíbulo del cine Montparnasse. Nos sentamos al fondo. Estaban en el descanso y no sabíamos qué película ponían. Ese cine inmenso y destartalado me hizo sentirme tan incómodo como las calles del barrio. Había en el aire un olor a ozono, como cuando se pasa junto a una reja del metro. Entre el público, unos cuantos soldados de permiso. Al caer la tarde tomarían los trenes de Bretaña, en dirección a Brest o a Lorient. Y en rincones apartados se ocultaban parejas accidentales que no le harían ni caso a la película. Durante la sesión se oirían sus quejas, sus suspiros y, bajo sus cuerpos, el chirriar cada vez más fuerte de las butacas… Le pregunté a Dannie si tenía intención de quedarse mucho más en el barrio. No. No mucho. Habría preferido vivir en una habitación amplia en el distrito XVI. Era un sitio tranquilo y anónimo. Y nadie podría ya localizarlo a uno. “¿Por qué? ¿Tienes que esconderte? –No, qué va. ¿Y a ti te gusta este barrio?”

  En apariencia, había querido zafarse y no responder a una pregunta embarazosa. Y yo ¿qué podía responderle? Qué más daba que este barrio me gustase o no. Ahora me parece que estaba viviendo otra vida dentro de mi vida cotidiana. O, para ser exactos, que esa otra vida iba unida a la vida diaria, bastante gris, y le daba una fosforescencia y un misterio de los que en realidad carecía. Así es como los lugares que nos resultan familiares y que volvemos a ver en sueños muchos años después adquieren un aspecto raro, como aquella calle de Odessa, tan mustia, y aquel cine Montparnasse que olía a metro.

  Ese domingo acompañé a Dannie al Unic Hôtel. Había quedado con Aghamouri. “¿Conoces a su mujer?”, le pregunté. Pareció sorprenderla que yo estuviera enterado de su existencia. “No –me dijo-. Y él no la ve casi nunca. Están más o menos separados”. No tengo mérito alguno si reproduzco esta frase exactamente, porque consta en la parte de debajo de una de las hojas de la libreta, debajo del nombre “Aghamouri”. En la misma página hay más notas que no tienen nada que ver con ese barrio triste de Montparnasse, ni con Dannie, Paul Chastagnier o Aghamouri, sino que se refieren al poeta Tristan Corbière y también a Jeanne Duval, la amante de Baudelaire. Había dado con sus direcciones, ya que pone: Corbière, calle de Frochot, 10; Jeanne Duval, calle de Sauffroy, 17, hacia 1878. Más adelante, hay páginas enteras dedicadas a ellos, lo que tendería a demostrar que para mí tenían mayor importancia que la mayoría de los vivos con los que tuve que ver por entonces.

  Esa noche, dejé a Dannie en la puerta del hotel. Vi de lejos a Aghamouri, que la estaba esperando a pie firme en medio del vestíbulo. Llevaba un abrigo beige. Eso también lo apunté en la libreta, “Aghamouri, abrigo beige”. Seguramente para contar, andando el tiempo, con un punto de referencia, con la mayor cantidad posible de detalles nimios referidos a esa etapa de mi vida, breve y turbia. “¿Conoces a su mujer? –No. Y él no la ve casi nunca. Están más o menos separados”. Frases que sorprendemos cuando nos cruzamos con dos personas que van charlando por la calle. Y nunca sabremos a qué se referían. Un tren pasa por una estación a demasiada velocidad para que se pueda leer el nombre de la estación en el cartel. Entonces, con la frente pegada al cristal de la ventanilla, nos fijamos en unos cuantos detalles: que se cruza un río, que hay un pueblo con campanario, que una vaca negra está meditabunda debajo de un árbol, apartada del rebaño. Albergamos la esperanza de que en la estación siguiente leeremos un nombre y sabremos por fin en qué comarca estamos. Nunca he vuelto a ver ninguna de las personas cuyos nombres constan en las páginas de esta libreta negra. Su presencia fue fugitiva e incluso corría el riesgo de olvidar los nombres. Simples encuentros que no sabemos si son fruto del azar. Existe una etapa de la vida para esa situación, una encrucijada en donde todavía estamos a tiempo de dudar entre varios caminos. El tiempo de los encuentros, como ponía en la tapa de un libro que encontré en los puestos de los libreros de lance de los muelles. Precisamente ese mismo domingo por la tarde en que dejé a Dannie con Aghamouri, iba andando, no sé por qué, por el muelle de Saint-Michel. Fui bulevar arriba, tan lúgubre como Montparnasse, quizá porque no había el barullo de los días de entresemana y las fachadas estaban apagadas. En la parte de más arriba, donde desemboca la calle de Monsieur-le-Prince, pasadas las escaleras y la barandilla de hierro, una cristalera grande e iluminada, la parte trasera de un café cuya terraza daba a las verjas del jardín de Le Louxembourg. Estaba a oscuras todo el local, menos esa vidriera tras la que solían demorarse hasta muy entrada la noche unos cuantos clientes ante una barra semicircular. Esa noche había entre ellos dos personas a las que reconocí al pasar: Aghamouri, por el abrigo beige, de pie y, a su lado, Dannie, sentada en uno de los taburetes.

  Me acerqué. Podría haber abierto la puerta acristalada y acercarme a ellos. Pero me contuvo el temor de ser un intruso. ¿Acaso no estuve siempre, por entonces, aparte, en la posición de espectador y diría incluso de ese a quien llamaba “el espectador nocturno”, aquel escritor del siglo XVIII que me gustaba mucho y cuyo nombre aparece en varias ocasiones, junto con algunas notas, en las páginas de la libreta negra? Paul Chastagnier, cuando estábamos los dos por la zona de Falguière o de Les Favorites, me dijo un día: “Es curioso… usted escucha a la gente con mucha atención… pero está en otra parte…” Detrás de la luna del café, bajo la luz de neón excesivamente fuerte, Dannie no tenía ya el pelo castaño, sino rubio; y el cutis, aún más pálido que de costumbre, lechoso y con pecas. Era la única persona sentada en un taburete. Detrás de ella y de Aghamouri había un grupo de tres o cuatro clientes, con copas en la mano. Aghamouri se inclinaba hacia ella y le hablaba al oído. La besaba en el cuello. Dannie se reía y bebía un sorbo de un licor que reconocí por el color y que pedía siempre que íbamos a un café: Cointreau.

  Me preguntaba si le dría al día siguiente: Ayer por la noche te vi con Aghamouri en el café Luxembourg. Aún no sabía qué relación tenían exactamente. En cualquier caso, en el Unic Hôtel no estaban en la misma habitación. Yo había intentado entender qué unía a aquel grupito. Aparentemente, Gérard Marciano era amigo de Aghamouri hacía mucho y éste se lo había presentado a Dannie cuando vivían los dos en la Ciudad Universitaria. Paul Chastagnier y Marciano de llamaban de tú, pese a la diferencia de edad, y otro tanto sucedía con Duwelz. Pero ni Chastagnier ni Duwelz conocían a Dannie antes de que se fuera a vivir al Unic Hôtel. Y, para terminar, Aghamouri tenía una relación bastante estrecha con el gerente del hotel, ese que se llamaba Lakhdar, que iba cada dos días a la oficina que estaba detrás del mostrador de recepción. Lo acompañaba a menudo un tal “Davin”. Esos dos parecían conocer desde hacía muchísimo a Paul Chastagnier, a Marciano y a Duwelz. Todo eso lo había apuntado yo en la libreta negra, una tarde en que estaba esperando a Dannie, hasta cierto punto como si estuviera haciendo un crucigrama o algún boceto, para entretenerme.

 

 

(Fragmento del libro La hierba de las noches, de Patrick Modiano. Traducido por María Teresa Gallego Urrutia, será próximamente publicado por la editorial Anagrama)

 

Escrito en Lecturas Turia por Patrick Modiano

4 de mayo de 2015

Algunos libros hay que empezar a leerlos por el subtítulo. El que acompaña a La huella de la mariposa remite escuetamente a un género discursivo y a un intervalo de fechas: Diario (verano 2006-verano 2007). En efecto, este volumen adopta la apariencia de un dietario lírico, un bloc de notas o un cuaderno de bitácora donde Mahmud Darwix (1941-2008) entrega su fe de vida y su testamento ológrafo. Sin embargo, el lector que espere encontrar aquí la corteza anecdótica del trasiego cotidiano se sentirá decepcionado. El poeta nos ofrece nada menos que el meollo de la existencia, ese núcleo universal que los humanistas llamaron alma, y que resulta común a amigos y enemigos, combatientes y pacifistas, tipos contemplativos e individuos de acción, palestinos e israelíes.

            Impermeable a los credos maniqueos, la obra de Darwix se caracteriza por su inquietud ética y su raigambre cívica. El intento de recomponer una identidad fracturada constituye el eje de unos versos a veces enjutos, y otras veces dilatados hasta el espesor del poema en prosa. Así, si el autor suscribe el “yo es otro” de Rimbaud, no lo hace para mirarse embebecidamente en el espejo de la alteridad ni para salir al teatro del mundo con la máscara tragicómica del comediante. Al contrario, la otredad es aquí una declaración de principios éticos y de fines estéticos, una forma de perplejidad con la que afrontar las nimiedades de la vida o las cicatrices del mapa geopolítico: “Yo no soy yo en Iraq. Tú no eres tú”. Con todo, los títulos que apuntan a ese “yo otro” (“Qué soy sino él”, “Alguien que se persigue a sí mismo”, “Si yo fuera otro”, “Mi poeta/mi otro”) se troquelan sobre la experiencia de quien no renuncia jamás a un vitalismo contagioso. Incluso en aquellos vislumbres prospectivos, en los que el sujeto ha de vérselas con su propia muerte ―que se le aparece personificada, entre la iconografía de Jorge Manrique y la de Ingmar Bergman―, la respuesta del escritor consigue desarmar los argumentos de la mismísima Parca: “Si me dijeran: Esta tarde será tu última tarde, / ¿qué vas a hacer el tiempo que te queda? / ―Miraré el reloj, / me beberé un zumo, / morderé una manzana / […] Miraré de nuevo el reloj: / Me da tiempo a afeitarme / […] Luego, / me iré andando / al cementerio”. Esa lucidez irónica se convierte en el arma secreta de Darwix.

            Otro aspecto recurrente es la identidad política, que se presenta bajo el disfraz de una amenaza o de una violencia fratricida. El autor elabora la crónica de un estado de excepción y reivindica un nuevo trazado de fronteras físicas y mentales. De este modo, las elegías por el destino del Líbano (“Más que empatía”, “En Beirut”) y de Iraq (“Larga es la noche de Iraq”) alternan con el correlato histórico (“Nerón”) y con las sátiras que denuncian el espejismo de una falsa democracia (“Urnas”, cuyo comienzo conecta con “Elegido por aclamación”, de Ángel González). En este contexto destacan “Casa asesinada”, inventario de los objetos domésticos que mueren junto a sus dueños, y “Si es que queremos”, un himno comunitario que sustituye las proclamas colectivas por el elogio de la convivencia: “Seremos un pueblo cuando el palestino se acuerde de su bandera solo en los estadios, en los concursos de belleza y el día de la Nakba. Nada más”. Un impulso similar recorre los versos viajeros en los que Darwix da una vuelta por mundo para darle la vuelta a algunos prejuicios y reafirmarse en ciertas creencias. En estos poemas cosmopolitas, cada lugar está asociado con el recuerdo de un autor querido o admirado: Derek Walcott (“En Córdoba”), Mark Strand (“En Madrid”), Naguib Mahfuz (“En una barca en el Nilo”), Salim Barakat (“En Skogås”), o Peter Brook (“Boulevard Saint-Germain”). Sin embargo, lejos del homenaje cortés que solemos atribuir a la lírica de circunstancias, estas composiciones funcionan como una amarga meditación acerca de una patria perdida y de un exilio reencontrado: “Es libre quien puede elegir su exilio / de algún modo…”.

            Finalmente, cabe resaltar la plasmación de la propia identidad literaria. Aunque renuente a las afirmaciones programáticas y a las sinuosidades intelectuales, Mahmud Darwix recoge un apretado prontuario de ideas estéticas. El libro transita desde la cadencia estacional del poema en prosa (“Un verano otoñal sobre las colinas, como un poema en prosa”) hasta la semiótica del paisaje: “Las chumberas que flanquean las entradas de los pueblos han sido siempre las guardianas de los signos”. La concepción de la metáfora como refugio ante la intemperie se alía con la defensa de la elocuencia que subyace en el silencio. La tensión dialéctica entre “la riqueza de la metáfora” y “la pobreza del habla” abre un horizonte de posibilidades expresivas donde convergen el placer de la sinestesia, la astucia de la alegoría y el pecado del simbolismo. Pero la retórica que más le interesa al autor es la que se desprende de la claridad de las cosas, de una sencillez que quisiera imitar la naturalidad del cielo despejado y del adjetivo denotativo. A medio camino entre la impureza y la esencialidad, Darwix define el proceso creativo como la manifestación de una carencia, arrastrada por la vorágine de la tragedia o sublimada mediante un peculiar sentido del humor: “Camino entre Homero, al-Mutanabbi, Shakespeare… y me tropiezo como un camarero novato en una recepción real”. Quizá la mejor muestra de esa felicidad fugitiva se localice en el texto que da título al conjunto, en el que el poeta aspira a capturar la “ligereza de lo eterno en lo cotidiano”.

            En definitiva, La huella de la mariposa culmina uno de los proyectos artísticos e ideológicos más apasionantes de los últimos tiempos. La luminosa traducción de Luz Gómez consigue que nos olvidemos de que las palabras de Mahmud Darwix fueron escritas originalmente en otro idioma. Ya se sabe que la gran poesía habla siempre en esperanto.- Luis Bagué Quílez.

 

Mahmud Darwix, La huella de la mariposa, Valencia, Pre-Textos, 2012.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Luis Bagué Quílez

4 de mayo de 2015

He aquí otra historia. “Otra historia, una historia quizá muy simple pero divertida, de esas que, pensándolo bien, he escrito y lanzado al mundo a espuertas, quizá demasiadas, y que probablemente han contribuido a deteriorar mi buena reputación, si es que no la han echado a perder por completo.”

            A primera vista, un relato de Robert Walser, este Diario de 1926 por ejemplo, nos da la impresión de no ser más que una serie de digresiones encadenadas, un ir y venir de un tema a otro, de una idea a otra, de un recuerdo a otro, sin ningún orden ni concierto, y no tenemos precisamente la sensación de que las piezas vayan a encajar en algún momento, y la trama, que supuestamente subyace a todo relato, sea finalmente visible, finalmente inteligible, sino más bien la sospecha de que todo lo que nos cuenta el autor esté fuera de lugar, sea un mero divertimento, un juego, un pasatiempo. Y efectivamente, Walser no suele tardar en confesarlo, sus libros no tienen argumento, en el sentido en que se entiende habitualmente esta palabra. No hay trama, no hay desenlace, no hay personajes, sólo hay literatura, y ni siquiera literatura al servicio de una idea, ya que, si me permiten la expresión, en Walser generalmente es la idea la que está al servicio de la literatura. Un divertimento, un juego, un pasatiempo, pero serios, muy serios, y cómicos, muy cómicos, en cierto modo como la vida, la del propio Walser o la de cualquiera de nosotros. Pero con una particularidad específicamente walseriana, típicamente walseriana. Walser, los asuntos serios, los temas importantes, los trata, los vive, cómicamente, y los cómicos con una seriedad digna de mejor causa, en el dudoso caso de que hubiese mejor causa que la risa. Lo trágico y lo cómico suelen estar separados por una sutil línea, como la risa y el llanto. No se trata, en su caso, de ninguna estratagema literaria, sino de una saludable actitud ante la vida, y en consecuencia también ante la literatura. A lo que hay que añadir su idea, fecunda donde las haya, de que conviene completar la realidad con la fantasía, o si prefieren la experiencia con la imaginación. Y así, Walser mezcla en la misma coctelera, el espacio de la novela, ideas y sentimientos en idéntica o parecida proporción, de forma que lejos de diluir sus propiedades, las multiplican haciendo la mezcla a la vez más intensa y delicada, aunque quizá no apta para todos los paladares. Cuando escribe: “Encuentro, por ejemplo, que la escritura corre pareja a la vida; se entrevera con ella”, quizá nos esté dando la clave de toda su literatura.

            Al escritor de reseñas no le resulta fácil decir de qué trata un libro de Robert Walser, cosa que en el fondo debería de agradecer, pues quizá una reseña no tendría que contar nunca de qué trata un libro. Una reseña no es, o no debería ser, una nota bibliográfica, y menos todavía un resumen. Pero no nos pongamos demasiado walserianos. Algo hay que decir del libro que anime al lector. Así que digamos algo de este Diario de 1926. En primer lugar digamos que, a pesar de su título, no es un diario, ni un dietario, ni unas memorias. Es una historia, una historia típicamente walseriana, una más de las miles que escribió Walser, escrita a lápiz, como acostumbraba, esta vez en el reverso de las hojas de un calendario de 1926, poco antes de ingresar en un sanatorio del que no saldría ya con vida. Una historia en que nos descubre además los entresijos de su literatura. “Si la historia se viniese abajo” – pero, ¿por qué iba a venirse abajo?, podríamos preguntarnos. Pues porque Walter no se ha tomado la molestia de levantar sus cimientos sencillamente --, “emprendería de inmediato otra, algo nuevo, ya que nunca me apoyo en una única idea creativa.” Y acto seguido nos descubre cuál es el filón de muchas de sus historias: los paralelismos. Y se explica: “Con ello me refiero al camino que intenciones, deseos y aspiraciones distintos recorren juntos en la misma dirección.” Pero no teman, Diario de 1926 no es un ensayo sobre la novela, es sencillamente una historia, y una historia de la historia que se está contando, que se está escribiendo.

Una característica de los relatos de Walser consiste en anunciarnos que va a hablar de una cosa, del amor por ejemplo, y naturalmente hablar de otra, del polvo por ejemplo que acumulan los objetos de adorno en las casas, o de un inocente paseo por el bosque, tema éste, el de los paseos, favorito de Walser, que precisamente, y dicho sea de paso, murió dando un paseo un 25 de diciembre de 1956. Del mismo modo que anuncia, como de pasada una vez más, algo de lo que de momento, nos dice, no tiene la más mínima intención de hablar, para a renglón seguido hablar de ello con profusión de detalles; o en otros casos, lo que había anunciado como algo sorprendente, resulta ser una nimiedad absoluta. Y digamos para terminar que no era cierto que sus novelas no tuvieran personajes: amables viudas, dependientas, jóvenes encantadoras, mujeres hermosas y distantes, poetas, antiguos camaradas del colegio, fatuos caballeros algo orondos, pueblan todos sus relatos; y digamos también que el protagonista de esta historia, como de tantas otras suyas, es el propio Walser, un escritor más o menos frustrado, sin aptitudes especiales para nada, un hombre, como dice de sí mismo, que no ha conseguido nada en la vida, y añade “gracias a Dios”, a no ser que prefiramos conceder el protagonismo de sus historias a la literatura. O, por qué no, al amor. Un amor que se revela tan sui generis como su escritura misma, quizá porque en el fondo, en su caso, se trate pura y simplemente de amor a la escritura; aunque las mujeres hermosas, “extraordinariamente hermosas, incomparablemente hermosas, indeciblemente hermosas”, nunca le dejaron indiferente; mujeres a las que suponemos debió de intrigar, abrumar, confundir y divertir a partes iguales con las cartas y poesías que les escribía. Y en cierto modo este Diario de 1926, que no es un diario ni una novela, sino “una serie de hechos vividos contados de la forma más agradable y amena” (y magníficamente traducido), surte en nosotros un efecto parecido: nos intriga, nos abruma, nos confunde, nos divierte.- MANUEL ARRANZ.

 

  Robert Walser, Diario de 1926, traducción de Juan de Sola, Segovia, La uña rota, 2013.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Manuel Arranz

   El mundo es un espejo donde vamos completando nuestra vida, un lugar donde nos hacemos y nos deshacemos en miradas que vuelven a nosotros, son nuestra infancia, el edén perdido, aquel paraíso que la vida, en su indigencia, nos ha ido negando.

   Crecer es asombrarse, hacer de cada respiración un espacio de reflexión, por ello, la obra de Claudio Magris, ensayista nacido en Trieste en 1938, hombre de gran calado intelectual, catedrático de literatura germánica en la Universidad de Trieste, traductor de Ibsen, Kleist, Schnitzler, creador de El Danubio, El anillo de Clarisa, Otro mar, Microcosmos, Utopía y desencanto o El infinito viajar, entre otras obras, es un viaje por los sentidos, cada lugar que contempla es un paisaje donde vive el recuerdo de una Europa que ha desaparecido para siempre, un espacio que nunca podremos olvidar.

    En El Danubio, la prosa de Magris lo cincela todo, como un buen escultor, nos ofrece el paraíso de los lugares donde ha amado, Praga, la Antigua Baviera, la Selva Negra, todo es un edén por descubrir, el escritor mira y se detiene en cada pasaje, inventa así el mundo, le da forma, esculpe con su prosa un escenario de estatuas intemporales que prevalecen al tiempo, no mueren nunca.

   En Microcosmos, tenemos al prosista que pinta los paisajes que ve, como podemos ver en Café San Marcos, principio del libro, en el fragmento que cito: “El San Marcos es un arca de Noé, donde hay sitio, sin prioridades ni exclusiones, para todos, par toda pareja que busque refugio cuando fuera llueve a cántaros y también para los que carecen de pareja”.

    El lugar para la compañía, pero también para los detalles, de este fino prosista, que hace del ensayo una novela, porque la descripción está cincelada a la página, nos llega con su corporeidad: “La gente entra y sale del Café, a sus espaldas las hojas de la puerta continúan oscilando, una leve bocanada de aire hace ondear el humo estancado. La oscilación tiene cada vez un aliento más corto, un latido más breve. En el humo flotan franjas de polvillo luminoso, espiras de serpentinas se desarrollan lentamente”.

   Hay en Magris un deseo de describir, de que el lector vea cada paisaje, pero no elude la reflexión, la intelectualidad que hay detrás de cada mirada, un eco que persiste en el alma del que viaja, como nos deja claramente en este Microcosmos: “La vejez es una exuberancia caótica; vida que crece destruyendo su propia forma y muere por exceso”.

     En Utopía y desencanto, un libro magistral, el escritor habla de la literatura y de muchos escritores, el libro es un deleite de sabiduría, de saber mirar el mundo, de diagnosticar los problemas que nos asolan, aquello que hemos perdido, ese espacio de tiempo que ya es recuerdo, las voces que ya no llevan ecos, los olvidos que perecen en un rincón, cuando era fácil mirar atrás y hacernos más sabios, algo extraño se nos va, un pasado que nos enriqueció, una estirpe que se ha ido alejando, porque el mundo todo lo fagocita, hasta no dejar nada.

  Su visión de la literatura, en este afán de mirar a la literatura y al mundo, como dos espejos, es muy interesante, porque, según Magris, todo está en ella, en ese afán de envolver lo mejor de nosotros para ser contado: “Hay una irresponsabilidad que la literatura reivindica como su derecho inalienable y que protege de la insoportable seriedad de la vida, de sus deberes y sus atosigamientos, recordando que es necesario asistir a clase, pero también hacer novillos”.

     Es en la literatura donde vive el afán de dibujar otra realidad, donde quepa el sentido del humor, donde lo trascendente no lo sea y donde lo banal pase a primer plano, la mirada del escritor escruta el mundo y lo define, como si fuese un entomólogo.

    Y en El infinito viajar, otro libro esencial, nos dice que el viaje supone el reencuentro consigo mismo, pero también la pincelada necesaria para fundamentar su vida, es el viaje un eco que viene de lejos, de otros que viajaron antes y de otros que lo harán después, en esa simbiosis de mundos que se encuentran, el viaje es un caleidoscopio donde el hombre se mira hacia la eternidad, solo en el viaje uno vive del todo y para siempre, se hace inmortal, porque el viajero conoce que el paisaje lo bautiza y le hace nacer de nuevo, cada país es un nuevo nacimiento, una nueva alborada: “No me basta con viajar solo en la cabeza porque me interesan las personas y las cosas, los colores y las estaciones, pero me resulta difícil viajar sin el papel, sin libros que poner delante del mundo como un espejo, para ver si se confirman o se desmienten recíprocamente. Hay dos tipos de libros que el viajero puede llevar consigo: los escritos por autores que expresan el genuis loci, que lee para comprender mejor la realidad desconocida en la que se adentra, y los escritos por autores llegados desde lejos sabiendo poco, como él mismo, sobre aquellos lugares y que lee para comprender cómo los miraron otros por primera vez”.

     Sin duda, el libro que se lleva en el viaje y el que se va creando en el interior, porque el viaje invita a escribir, pero también a leer, mirar un paisaje nuevo es esculpirlo con los ojos, es darlo forma, para mostrarlo en un cuadro, en una estatua, en una sinfonía o en un papel. El libro nace en el viaje, porque viene de otros libros, se alimenta de ellos y la literatura copia a la vida y la supera, para que la vida sea también literatura a la vez.

    Sin duda alguna, Magris es un gran pensador y un gran prosista, es consciente del derrumbe de la antigua Europa, como nos dejó claro en El Danubio, pero también es el viajero que vive el mundo como un eco de otro tiempo, de épocas pasadas, historiador de un ayer que aún se presiente en las ciudades amadas, pero es, desde luego, el viajero, que se enamora del mundo, porque cree que literatura y vida son la misma cosa, ambas se nutren a la vez, para configurar el paraíso de la página en blanco.

    Acaba de recibir el Premio de la Feria Internacional de Guadalajara por su obra, es un pensador que hace falta, porque reivindica el pasado para entender el presente, porque nos invita a leer para ser más sabios, con sus estudios de los grandes escritores, Hesse, Goethe, Mann, Kafka, Joyce, para dejar huella en los lectores, para que estos sean más cultos también y sepan decir no a la mentira que rodea el mundo. Nada más y nada menos.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

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