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Configurar sentido descendente

la esperanza cóncava que se forma

al mear sobre nieve,

mapas, genomas

            de territorio,

vemos en el alma cristal,

materia pulida,

 

pero es rugosa y en sus crestas

radica incandescente

el espectro radiante de lo que se avecina,

 

            los valles tampoco eres tú,

 

            un átomo emite un electrón

           y reordena el mundo

         

                                               [repetimos]

 

un átomo emite un electrón

            y reordena el mundo,

 

aún no se entiende cómo el tiempo

sepulta ciudades para igualarlas,

para que tengan como único ser vivo

el vector de fuerza gravitatorio F=GMm/r2

que tira de los fósiles

hacia el centro de la tierra,

 

vinimos a esta casa bajo cero a ver si el frío soldaba relojes y pieles, jugabas con nieve, caminamos sobre la piscina helada, espejo hiperplano allí al fondo, te lanzabas, pero ese fósil de agua acumulaba manzanas, preservativos de mármol, caparazones de insectos esperando su reconversión animal, ciertas tardes oyendo I´ll be your mirror en el páramo de un LP, ya la luz venía entonces barajada entre sombras y oblicua, y bajo aquella masa helada, auditorio inverso, público interpretando a los actores, echamos wynn´s al motor en la gasolinera de otro páramo que nos gustó tanto como todos los páramos, te dije lo raro que es que todas las estaciones de servicio estén en los lugares donde más sopla el viento, donde hace más frío, donde los meteorólogos fracasan, cruce de vectores oscuros y fósiles llegados en camiones que advierten “inflamable”, y allí te dejé, construyendo tu libro del frío,

 

por la temible Red Secundaria

de Carreteras del Estado,

 

al destierro de  puro aburrimiento,

 

nieve, CDs, un cigarro,

 

el yo poético pincha una rueda

 

y no lleva repuesto,

 

la infancia es un átomo que emite

la partícula ã hasta que morimos            

 

 

 

(fragmento de un poema-río en preparación; sin título)     

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Fernández Mallo

26 de diciembre de 2013

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Regresé del Sur hace unos años

Olvidé la humedad en un armario

Lo cerré a cal y canto,

igeramente desmemoriado.

 

Del aire seco hago ahora

riguroso calendario

que observo con atención

aunque el cierzo lo desmienta

de tanto en tanto.

 

Trastorno de la emoción

que me procura su soplo inesperado

confluencia de vientos sin gobierno

que descienden por el valle del Ebro

para morir en una esquina de Montevideo.

 

Pampero y cierzo

¿Ha sido mi destino estar sacudido

(tan luego)

por estos vientos?

 

Idéntica fase inicial,

la ráfaga intensa

descenso brusco de temperatura

el modo que tienen ambos de enervarnos

impaciencia del gesto con que los soportamos.

 

Mas luego aquel lejano Pampero llena de vapor el aire

asciende la presión atmosférica

se diferencia en húmedo o seco

y se pierde en nubes de polvo

o en la esperada lluvia,

en el mejor de los casos.

 

Éste

—el viento cercio de la Hispania Citerior descrita por Catón el Censor—

reseca el aire.

Lo dicen activo y animoso,

aunque irrita su persistencia

el duro quemar de las plantas su temprano brote.

Lo dicen perecedero, aunque el poeta David Mayor nos asegura

el cierzo “nunca huye:

a los días silba de nuevo por los ribazos,

depredador con la tez del desierto encima;

a limpiar las costumbres vuelve;

el itinerario de los viajeros cambia”.

 

Con los años lo prefiero

me aguza el ingenio el frío que provoca.

Lo siento en Zaragoza, lo respiro en Oliete

(¿Se llama esto integrarse o es pura resignación?)

 

Del clima húmedo añoro la empalagosa omnipresencia

de su agobio y cristales empañados

el sudor con que acompañó mi juventud de ventanas abiertas al Río–mar

el cuerpo desnudo sobre la sábana tibia del verano

el frío penetrante de un invierno de bombillas  callejeras

oscilando  en una esquina mal iluminada

donde se pierden amigos y recuerdos

y adonde acudo ahora buscando desentrañar su esencia

antes de que la niebla del olvido lo disuelva todo.

 

(De Clima húmedo, de próxima publicación)

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Aínsa

26 de diciembre de 2013

Imagina la oscuridad.

El horror dispara sus minutos a la velocidad de la metralla.

Las sirenas crecen como aullidos de chacales,

los gemidos retumban entre los escombros, clavan sus esquirlas.

Imagina tus lágrimas como bayonetas,

desahuciadas de todo consuelo, de toda piedad.

Refugios rebosando de miedo, temblando de miedo

mientras los cadáveres elevan sus montañas,

mientras los bombarderos gotean constelaciones en las aceras.

Imagina el aire entrándote, invadiéndote de muerte.

Se pulverizan árboles y bibliotecas;

se desgarran cuerpos y muros,

se mutilan recuerdos y palabras;

se siembran minas, terrores y esqueletos de pájaros.

Imagina la orfandad de las cosas. El llanto de las cosas.

Imagina cómo los héroes se envuelven en capas escarlatas.

Cómo los verdugos despliegan alfombras escarlatas.

Cómo las víctimas se ahogan en manantiales escarlatas.

Y cómo el espanto, la venganza y el odio

ganan batallas en tu corazón sobrecogido.

Estás en medio del recinto inexpugnable del pánico.

Y eres tú quien orquesta los crímenes. 

Porque has sido tú.

Tú, que eres capaz de imaginar,

de sentir todo lo que imaginas,

de fabricar todo lo que sientes,

de construir realidades con los sueños

quién ha dado vida al horror.

Por eso, atrévete a cambiar la estructura

del  mundo

y donde dices temor di esperanza

porque las lágrimas también son de alegría.

Porque la sangre también es nacimiento.

Porque la belleza también es sobrecogedora

y el amor un potente estallido.

Por eso, atrévete.

Apacigua tu mente,

ilumina tus ojos,

imagina justicia.

Imagina consuelo.

Imagina bondad.

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana Rossetti

23 de diciembre de 2013

Maté a la anciana porque se me hizo insoportable su presencia. Si lo sé, no le hubiera dicho que había abandonado mis estudios universitarios y que venía a la capital a buscarme la vida. Todo me pasó por tratar de ser atento, por condescender a su insoportable locuacidad. También fue mala suerte que me hubiera correspondido sentarme a su lado, y que no quedase ni una plaza libre en el autocar. Así, ella no hubiera ido dándome la matraca con eso de que debía retomar mis estudios y aplicarme, que luego, cuando concluyese la carrera, lo tendría mucho más fácil para alcanzar una buena posición. Yo no sé en qué mundo vivía aquella vieja, ni qué puñetera posición podría alcanzar yo con mis estudios de Filología Clásica. El caso es que una y otra vez me ponía de ejemplo a sus propios hijos, que disfrutaban, según ella, de una envidiable posición. Y mientras me restregaba el éxito de sus vástagos, de vez en cuando se pasaba la lengua por las encías superiores, haciendo que su bigote, mal depilado y lleno de pliegues, ondulase como el lomo de un reptil. Lo que yo no acababa de entender, mientras me reconcomía por dentro, era cómo esos hijos, si de verdad les iba tan bien, no ponían a disposición de su madre un coche particular, con chófer y todo, en vez de hacerle recorrer el país en un vehículo proletario.

Como de costumbre, el autocar efectuó una parada técnica en un área de servicio. Ya habían bajado todos los viajeros y sólo quedábamos la vieja y yo: ella en el asiento del pasillo, revolviendo en su enorme bolso, y yo, mientras, acorralado en la butaca correspondiente a la ventanilla. Su demora se debía, según dijo, a que necesitaba echar mano de unas tijeras, aunque no me aclaró para qué demonios precisaba en aquel momento semejante utensilio.

Diez minutos después, el conductor, que ya se disponía a ocupar su asiento, la encontró espatarrada en medio del pasillo, con las dichosas tijeras hundidas en el gaznate. Según manifestaron algunos testigos, todavía agonizaba, pero poco se pudo hacer por ella. Si no fuese porque me retorcí el tobillo, al saltar aquella zanja, dudo que los de la Benemérita ?tan oportunos? me hubiesen echado el guante.

 

Zombi

Yo nunca quise ser enterrado. Me estremecía la idea de una muerte aparente y un posterior despertar bajo tierra. Imaginar la descomposición de mi cuerpo, al que siempre he cuidado y alimentado con esmero, tampoco me resultaba agradable. Y pensar, asimismo, que, en un futuro más o menos distante, arqueólogos, antropólogos, o cualquier otra especie de profanadores de tumbas, pudieran entretenerse removiendo mis huesos y especulando sobre su condición, me incomodaba una barbaridad.

Yo prefería que mi cuerpo fuera entregado sin contemplaciones al fuego  purificador y definitivo. Así lo he manifestado siempre. Y también, que mis cenizas fuesen aventadas a la orilla del bravo mar que me vio nacer. Pero mi repentino fallecimiento no me permitió dejar este asunto debidamente estipulado mediante el documento pertinente. Y la bruja de mi mujer, que conocía mis angustias mejor que nadie, llegado el momento nada hizo por que se cumpliera mi voluntad; al contrario, me encerró en esta húmeda y pútrida sepultura, adquirida a propósito para fastidiarme. A la muy zorra no le fue suficiente con verme muerto, y aún hoy continúa atormentándome. La pérfida, siempre que viene a traerme sus hipócritas flores ?suele hacerlo una vez al mes?, aprovecha para insultarme y para menoscabar al máximo mi orgullo. Por ejemplo, no hay visita en la que no me refiera de forma minuciosa los excesos sexuales que perpetra con sus jóvenes y vigorosos amantes, a los que recluta en los sitios más indecentes y sufraga con mis suculentos ahorros. Pero ella aún no se imagina el craso error que ha cometido no respetando mi anhelo. Aunque lo sabrá pronto: cualquier noche de éstas, cuando pase a visitarla.

 

Una aventura micológica

            El día anterior había llovido, así que, a media tarde, me puse la ropa y el calzado apropiados, tomé el bastón, la canastilla de mimbre y la navaja, y me fui al bosque próximo a mi domicilio a buscar setas.

                         Después de un comienzo infructuoso, detrás de unos arbustos descubrí una colonia inmensa, con magníficos ejemplares individuales (Lactarius deliciosus), pareados (Boletus aereus) y adosados (Boletus edulis). Su peculiar disposición, no sé por qué, me recordó a las macro urbanizaciones de hoy en día.

                         Inmediatamente, me arrodillé, navaja en ristre, dispuesto a apoderarme de los mejores especímenes; pero, antes de que pudiera echar mano a ninguno de aquellos hongos tan estupendos, del interior de los mismos comenzaron a salir seres diminutos: docenas y docenas de duendecillos y duendecillas. Por sus gestos y gritos amenazadores, rápidamente deduje que lo que pretendía aquella encolerizada marabunta era recriminar e impedir mi propósito recolector. Entonces salí corriendo despavorido y no paré hasta caerme por el terraplén del que, horas más tarde, fui rescatado ?con pérdida del conocimiento y traumatismos de diversa consideración? por una pareja de excursionistas que me trasladó hasta el hospital. Mis salvadoras, pues se trataba de dos chicas, fueron muy amables: durante el tiempo que estuve en observación, permanecieron siempre a mi lado, pendientes de mi evolución. Así y todo, algo en ellas me resultaba inquietante. Aunque no podía distinguirlas bien, porque soy miope y en el percance me había roto las gafas, cuando les mostré mi agradecimiento, las dos parecían bastante turbadas; me dio la impresión, incluso, de que sus mejillas adquirían, de repente, ese rubor tan atractivo que lucen las amanitas más deletéreas.

Escrito en Lecturas Turia por Fermín López Costero

23 de diciembre de 2013

En pocos minutos se difundió la noticia: una ballena en Leme[1] y otra en Leblon[2]. Habían aparecido en la playa, de donde habían intentado salir sin conseguirlo. Eran descomunales a pesar de ser sólo crías. Todos fueron a verlas. Yo no. Corría el rumor de que llevaban ocho horas agonizando y de que habían intentado incluso dispararles, pero continuaban agonizando  sin morir.

Sentí horror ante lo que contaban y que tal vez no eran estrictamente hechos reales, pero la leyenda ya estaba formada alrededor de lo extraordinario que -¡por fin, por fin!- sucedía, porque por pura sed de una vida mejor siempre estamos esperando lo extraordinario, que tal vez nos salve de una vida contenida. Si fuese un hombre quien estuviese agonizando en la playa durante ocho horas lo santificaríamos, de tanto como necesitamos creer en lo imposible.

No, no fui a verla, detesto la muerte. Dios, ¿qué nos prometes a cambio de morir? Porque el cielo y el infierno ya los conocemos, cada uno de nosotros en secreto, casi en sueños, ya ha vivido un poco de su propio apocalipsis. Y de su propia muerte.

Aparte de las veces en que casi he muerto para siempre, cuántas veces en un silencio humano —que es el más grave de todos los del reino animal—, cuántas veces en un silencio humano mi alma agonizante esperaba una muerte que no llegaba. Y por escarnio, porque era lo contrario del martirio en el que mi alma sangraba, era entonces cuando el cuerpo más florecía. Como si mi cuerpo necesitase dar al mundo una prueba al contrario de mi muerte interna, para que ésta fuese aún más secreta. He muerto de muchas muertes y las mantendré en secreto hasta que llegue la muerte del cuerpo, y alguien, al darse cuenta, diga: ésta, ésta ha vivido.

Porque de aquél que más siente el martirio es de quien se podrá decir: éste, sí, éste ha vivido.

Lo más extraño es que cada vez que era sólo el cuerpo el que estaba a punto de morir el alma no lo sabía. La última vez que mi cuerpo casi murió, como ignoraba lo que sucedía, sentía una especie de rara alegría, como si me hubiese liberado por fin mientras el cuerpo dolía como el Infierno. Una de las veces sólo me lo dijeron cuando ya había pasado: había estado tres días entre la vida y la muerte y los médicos sólo podían garantizar que harían todo lo posible. Y yo tan inocente de lo que estaba pasando que me parecía extraño que no me permitiesen recibir visitas. Pero yo quiero visitas, decía, me distraen del dolor terrible. Y a todos los que no obedecieron a la placa “Silencio”, a todos los recibí, gimiendo de dolor, como en una fiesta. Me había vuelto habladora y mi voz era clara, mi alma florecía como un áspero cactus. Hasta que el médico, realmente muy enfadado y en un tono cortante, me dijo: una visita más y le daré el alta tal como está. “Tal como estaba” lo desconocía, nunca durante esos días noté que estaba a las puertas de la muerte. Me parece que vagamente sentía que, mientras sufriese físicamente de una manera tan insoportable, tenía la prueba de que estaba viviendo al máximo.

Recuerdo ahora cuando al mirar una vez un crepúsculo interminable y escarlata también yo agonicé con él lentamente y morí, y la noche vino hacia mí cubriéndome de misterio, de insomnio clarividente y, finalmente, por cansancio, sucumbí a un sueño que completaba mi muerte. Y cuando desperté, me sorprendí dulcemente. En mis primeros ínfimos instantes despierta pensé: ¿entonces cuando se está muerto se conserva la conciencia? Hasta que el cuerpo, acostumbrado a moverse automáticamente, me hizo hacer un gesto muy mío: el de pasarme la mano por el pelo. Entonces comprendí con asombro que mi cuerpo y mi alma habían sobrevivido. Todo esto –la seguridad de estar muerta y el descubrimiento de que estaba viva— todo esto no duró, creo, más de dos ínfimos segundos o tal vez aún menos. Pero que de hoy en adelante todos sepan a través de mí que no estoy mintiendo: en menos de dos segundos se puede vivir una vida y una muerte y de nuevo otra vida. Esos dos ínfimos segundos como forma de contar toscamente el tiempo deben de ser la diferencia entre el ser humano y el animal, así como Dios tal vez cuente el tiempo en fracciones de siglo de los siglos. Quién sabe si Dios cuenta nuestra vida en términos de dos segundos: uno para nacer y otro para morir. Y el intervalo, Dios mío, tal vez sea la mayor creación del Hombre: la vida, una vida. Me acuerdo de un amigo que hace pocos días citó lo que uno de los apóstoles dijo de nosotros: vosotros sois dioses.

Sí, juro que somos dioses. Porque yo también he muerto ya de alegría muchas veces en mi vida. Y cuando pasaba esa especie de gloriosa y suave muerte me sorprendía de que el mundo continuase a mi alrededor, de que hubiese una disciplina para cada cosa, y de que yo misma, empezando por mí, tuviese mi nombre y hubiese ya entrado en la rutina: pensaba que el tiempo se había parado y que los hombres súbitamente se habían inmovilizado en medio del gesto que estaban haciendo, mientras que yo había vivido una muerte por alegría.

No fui a ver la ballena que estaba muriendo realmente al lado de mi casa. Muerte, te odio.

Mientras tanto las noticias mezcladas con la leyenda corrían por el barrio de Leme. Unos decían que la ballena de Leblon aún no había muerto pero que su carne cortada en vida se vendía a kilos porque la carne de ballena era muy buena para comer y era barata, eso es lo que corría por el barrio de Leme. Y yo pensé: maldito sea aquél que coma por curiosidad, sólo perdonaré a los que tienen hambre, aquella hambre antigua de los pobres.

Otros, en el umbral del horror, contaban que también la ballena de Leme, aunque todavía viva y jadeante, había sido cortada a kilos para ser vendida. ¿Cómo creer que no se espera ni a la muerte para que un ser se coma a otro ser? No quiero creer que alguien tenga tan poco respeto a la vida y a la muerte, nuestra creación humana, y que coma vorazmente, sólo por ser una exquisitez, aquello que aún agoniza, sólo porque es más barato, sólo porque el hambre humana es grande, sólo porque en realidad somos tan feroces como un animal feroz, sólo porque queremos comer de aquella montaña de inocencia que es una ballena, así como comemos la inocencia cantante de un pájaro. Iba a decir ahora con horror: antes que vivir así prefiero la muerte.

Y no es exactamente verdad. Soy una feroz entre los feroces seres humanos, nosotros, los simios de nosotros mismos, nosotros los simios que soñaron con volverse hombres, y ésta es también nuestra grandeza. Nunca alcanzaremos en nosotros al ser humano: la busca y el esfuerzo serán permanentes. Y quien logra el casi imposible aprendizaje de Ser Humano, es justo que sea santificado.

Porque desistir de nuestra animalidad es un sacrificio.

 

(Fragmento del libro Aprendiendo a vivir, de Clarice Lispector, que traducido por Elena Losada, fue editado por Siruela)



[1] Barrio de Río de Janeiro donde vivía Clarice Lispector.

[2] Otro barrio de Río de Janeiro.

Escrito en Lecturas Turia por Clarice Lispector

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