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25 de junio de 2013

 

En un mundo cultural en el que lo más frecuente es que cada individuo aspire a la singularidad y a la excelencia atrincherándose en un campo especializado dónde pueda sentirse seguro, invulnerable, es particularmente grato poder celebrar una figura como la de Claudio Magris, abierta y poliédrica, constantemente arriesgada en el tablero de lo diverso, que no vacila en intentar nuevas empresas y en asumir desafíos inéditos que podrían comprometer el seguro prestigio de sus logros ya oficiales. Por supuesto, este triestino nacido en 1939 es uno de los más respetados académicos de Italia, catedrático de lengua y literatura alemana en la universidad de su ciudad natal y en Turín, miembro de numerosas entidades culturales internacionales, autor de estudios concienzudos y sabios en su especialidad sobre Wilhelm Heinse, Hoffman, Joseph Roth, Dorst, Canetti, Rilke y el mito hausbúrgico en la literatura austríaca moderna, entro otros muchos. También ha traducido as Ibsen, a Kleist, a Buchner y a numerosos autores de primer rango. Ha sido senador de la República Italiana por dos legislaturas y ha obtenido innumerables premios y distinciones, de los que podemos destacar por su relación con España el premio Juan Carlos I en 1989, la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes en el 2002 y el Premio Príncipe de Asturias de Humanidades en el 2004. Con todo, tan justificados reconocimientos y tantas pruebas de competencia universitaria no bastan para agotar ni definir suficientemente el perfil de lo que yo llamaría –representando indebidamente a muchísimos lectores españoles- “nuestro Magris”.

Para la mayoría de nosotros, simples lectores (pero ¿alguien puede tener título más alto y más honroso que el de lector?), Claudio Magris es el autor inolvidable de El Danubio, uno de los libros que más han contribuido a descubrir Europa a los europeos. También quién nos reveló el sentido del más auténtico y liberador humanismo fabricado con piedad e ironía en Microcosmos, el narrador esencial de Il altro mare o el ensayista que ha sabido significativamente y sin desmayo circular entre la utopía y el desencanto, ayudándonos a combatir con lúcidas lecciones los peligros de una y otro. Hablo de “nuestro” Magris, porque se trata de un autor del que cada lector se apodera con especial identificación y aún con posesivo celo personal. Para cada uno de los muchos amigos que se ha ganado a través de las páginas que ha escrito, Claudio Magris tiene su rostro especial e inconfundible que corresponde a la deuda de agradecimiento que cada cual guarda con él.  Aprovecho la honrosa ocasión que ahora me brinda la Universidad Complutense al rendirle el tributo de esta distinción académica para señalar con dos rasgos esenciales las características principales del Claudio Magris que considero más indispensablemente mío.

En el hermoso ensayo que sirve de prefacio y justificación a uno de sus libros más recientes, L’infinito viaggiare (Mondadori), el viaje aparece como una actividad fundamental y definitoria para Magris, que forma trío con vivir y escribir: Vivere, viaggiare, scribere. El viaje aparece así como el trazo de unión que lleva desde la vida a la escritura. Se viaja no sólo a través del espacio, sino también a través del tiempo y contra el tiempo. Claudio Magris es un viajero excepcional porque no sólo sabe trasladarse con atención, humildad y perspicacia (las virtudes fundamentales para viajar) a lo largo de las rutas y los caminos, sino que también y juntamente se desplaza por las capas superpuestas del tiempo, tal como las conservan los libros y los monumentos o nos las transmiten las confidencias de quienes recuerdan su experiencia. Los embelesados lectores de El Danubio conocemos bien la intensidad inolvidable y reveladora como una iniciación órfica de esa forma de viajar practicada por el autor. El viajero según Magris no es un simple curioso ni un mero testigo sino también un crítico que ha roto amarras con la serenidad de todos los puertos y sabe afrontar sin escándalo pero también sin plena resignación las lecciones del desencanto. “El viajero- escribe Magris en este prefacio- es un anarquista conservador; un conservador que descubre el caos del mundo porque lo mide con un metro absoluto que revela la fragilidad, la provisionalidad, la ambigüedad y la miseria”. Condición paradójica la de ese anarquista conservador, ese revolucionario que –siguiendo fielmente la etimología astronómica de la palabra “revolución”- da la vuelta completa horadando caminos y acumulando voces o paisajes hasta regresar finalmente con algo que contar a su punto de partida.

El regreso a casa es la parte más difícil, más preciosa e incluso más arriesgada del viaje, nos dice Magris. Porque es en la casa propia dónde se juega la gran apuesta, la capacidad de gozar de la vida sabiéndola irrepetible y frágil; es en casa dónde hay que demostrar la difícil destreza de conseguir felicidad y sobre todo de ser capaz de darla, es ahí dónde logramos crecer a través del coraje o nos encogemos en los espasmos menguantes del miedo. ¿Qué aporta el viaje a la casa propia, según Magris? El descubrimiento de que es imposible que la consideremos realmente “propia”, es decir como algo separado y cortado del resto infinito del universo. Es sólo un albergue provisional, que dura una noche o toda la vida y que debemos habitar con respeto y gratitud. Porque a través del viaje hemos aprendido el sentido originario de esa hermosa palabra, “cosmopolita”, que tanto irrita a las nacionalistas de toda laya pero que no se refiere a la superficialidad y desapego del desarraigado desdeñoso sino a una forma más rica y más amplia de fraternidad. “Poco a poco-nos explica Claudio Magris- el viajero descubre, está obligado a descubrir la fraternidad y el común destino del mundo, está obligado a sentir que el mundo entero es su casa y que sólo este sentimiento hace verdadero su amor por la casa que ha dejado en su país, el cual de otro modo no sería más que un horrible y regresivo fetichismo”. Contra ese horrible y regresivo fetichismo glorificador excluyente de “lo nuestro”, “lo de aquí” y desconocedor del común destino humano de habitar la tierra que podría rescatarlo para hacerlo entrañable y lúcido, ha vivido, viajado y escrito Claudio Magris. Gracias al viaje nos convertimos en extranjeros para nosotros mismos, sí, extranjeros entre extranjeros pero por tanto descubridores de la auténtica calidad de quienes son y no pueden ser sino hermanos nuestros en las rutas del mundo. Porque, concluye Magris, “la meta del viaje son los hombres; no se va a España o a Alemania, sino entre españoles o entre alemanes”.

Junto a este cosmopolitismo fraterno que nos descubre no la lejanía sino la proximidad de los otros y nos permite desmitificar la idolatría de lo propio para amarlo con sencillez de veras, hay otro rasgo en “mi” Magris que quiero ante ustedes destacar, muy precisamente en las circunstancias actuales de nuestro país y en el ámbito de una institución educativa. Me refiero a su defensa de la laicidad, tal como la expone en un breve ensayo, Laicitá e religione, publicado primero como artículo en el Corriere de la Sera en el año 98 y recientemente incluido en el volumen colectivo Le ragioni dei laici (ed. Laterza). Ahí expone: “Laicidad no es un contenido filosófico, sino más bien un hábito mental, la capacidad de distinguir lo que es demostrable racionalmente de lo que es en cambio objeto de fe –prescindiendo de la adhesión mayor o menor a tal fe- y de distinguir la esfera de los ámbitos de las diversas competencias, por ejemplo la de la Iglesia y la del Estado, o sea –según el dicho evangélico- lo que hay que dar a Dios y lo que hay que dar a César”. Y después amplía este concepto hasta convertirlo en la virtud más característica de la conciencia civil que se niega por igual tanto al fanatismo como a la apatía: “laicidad significa tolerancia, duda  dirigida hacia las propias certezas, autoironía, demistificación de todos los ídolos, también de los propios; es la capacidad de creer fuertemente en algunos valores, sabiendo que existen otros que también son respetables”. A continuación narra Magris una anécdota deliciosa que no sólo describe su pensamiento sino también su personalidad. Cuenta que en cierta ocasión uno de sus hijos, al verle especialmente sublevado por un ataque personal de inusual bajeza, le recomendó: “¡Sé más laico!”. En efecto, dado que la adoración más constante de cada cual es la que profesamos a nuestro propio ego, no cabe duda que la laicidad mejor entendida empieza por uno mismo…

Admirado y querido doctor Magris: no hace falta que le recuerde que alta estima el público culto español tiene por su obra y  su persona. Ya ha recibido importante muestras de ello en forma de galardones y sobre todo por la devoción de los muchos lectores, que es la mejor recompensa para cualquier autor. Ahora entra usted a formar parte del claustro de nuestra mayor universidad, en cuyas aulas suenan a menudo su nombre y los títulos de sus obras o la mención de sus ideas. Es cierto que en todo recinto académico y en toda corporación, por docta que sea, hay algo de agobio opresor. Usted lo dijo muy bien en una página de Microcosmos: “Toda endogamia es asfixiante; incluso los colleges, los campus universitarios, los clubs exclusivos, las clases piloto, las reuniones políticas y los simposios culturales son la negación de la vida, que es un puerto de mar”. Tiene usted mucha razón. Pero la universidad que hoy le abre sus puertas está en Madrid y un poeta calificó a Madrid, en cierta ocasión épica, como “rompeolas de todas las Españas”. De modo que no se sienta usted encerrado, ni siquiera por la amabilidad de tantos colegas: aquí también suenan las rompientes libres y bravías, amigo Claudio Magris. Le damos la bienvenida a este otro mar.

 

Nota: Este texto corresponde a la intervención que Fernando Savater realizó en la Universidad Complutense de Madrid con motivo de la concesión a Claudio Magris de su doctorado honoris causa.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Savater

En «El viejo de la montaña», uno de los relatos póstumos de El secreto del mal (2007), Bolaño vuelve a evocar la relación entre Arturo Belano y Ulises Lima, los protagonistas de Los detectives salvajes: una amistad que «se cimenta, como suele ocurrir entre los jóvenes poetas, en el rechazo a ciertas normas, en la afinidad con ciertas lecturas. He dicho que son jóvenes. En realidad son muy jóvenes y también son, a su manera, vigorosos y creen en el poder lenitivo de la literatura»

Escrito en Artículos Revista Turia por Eduardo Becerra

Uno de los episodios más célebres de la vida de Albert Camus (1913-1960), aparte de la concesión del Premio Nobel de Literatura en 1957, fue la discusión con Jean-Paul Sartre, por entonces director de la revista Les temps modernes, con quien hasta aquel momento había mantenido una relación de simpatía, cordialidad y reconocimiento mutuos. Corría el año 1952, Albert Camus había publicado El hombre rebelde algunos meses antes, en noviembre de 1951, y en la revista apareció una reseña del libro firmada por Francis Jeanson.

Escrito en Lecturas Turia por Elisenda Julibert

24 de junio de 2013

Aquella noche yo estaba medio tumbado en el banco azul del Paseo Marítimo, frente al mar, viendo pasar los barcos que entraban y salían del puerto.  El hombrecito apareció inesperadamente a mi derecha –posiblemente estaba escondido detrás de un contenedor de basura, esperando su oportunidad-, y apenas me descubrió en el banco fue acercándose pasito a pasito, sin apresurarse. Por un momento pensé que iba a pasar de largo, pero se detuvo,me dio las buenas noches y ni corto ni perezoso se sentó a mi lado. Levantó la mirada a las estrellas, se le escapó u suspiró y por fin se atrevió a mirarme directamente a los ojos.

-Amigo mío- me dijo, sin rodeos y sin preguntarme si quería escucharle- Aquí donde me ve yo pude ser un famoso tenor. Hubo un tiempo en el que mi voz era prodigiosa y mi técnica alcanzaba una perfección difícilmente superable. No, no voy a presentarme ahora, por el momento no pienso decirle cual es mi nombre. Lo único que puedo decirle es que estuve a punto de estrenar una ópera de la yo hubiese sido protagonista pero lo impidió un pavoroso incendio que destrozó el teatro. Ya sabe usted lo que dice el refrán, el hombre propone  y Dios dispone. Aquella ópera hubiera debido llamarse Las desventuras de Polifemo. Se propusieron otros títulos, pero al final nos quedamos con ese, ¿Sabe usted quien fue Polifemo? ¿Si? Un cíclope, en efecto, fue un cíclope. Tenía un sólo ojo en medio de la frente y esa circunstancia le supuso bastantes problemas, pero en el libreto, del que soy autor, no cometí la horterada de compararle con el lucero de la mañana, como han hecho otros poetas famosos. Tampoco decía que su vista era tan poderosa que desde la cima de una montaña siciliana podía distinguir los emblemas de los escudos de cuero que portaban los jinetes africanos.  No, no nada de eso: las desventuras de aquel monstruo debían ser cantadas con un  lenguaje moderno, adaptado a nuestro tiempo Al fin y al cabo, Polifemo fue un monstruo escéptico, que ni siquiera estaba seguro de ser hijo de Poseidón, el dios de los mares. Tal vez, se decía algunas noches de plenilunio, mi madre Tootse, que era muy hermosa,  me engendró con cualquier otro fulano. Sentado a la puerta de su gruta Polifemo se dolía de no poder creer en dioses y ninfas. Y se lamentaba, sobre todo, de tener un solo ojo porque, , según demostraron muchos años más tarde las leyes de la física, con un solo ojo no pueden apreciarse correctamente el tamaño de las cosas, ni la distancia que le separaba de ellas, ni siquiera la forma precisa de los objetos que tenía a su alrededor. Todas esas amargas reflexiones hubiera debido de exponerlas en una brillante aria.

Si, ya sé, no es preciso que me lo diga, puedo adivinar lo que en esos momentos pasa por su cabeza : está usted pensando que mi aspecto físico no es el más adecuado para representar a Polifemo que, al decir de los poetas, fue tan alto como una montaña. Como usted puede ver, no soy lo que se dice un hombre alto. Sí, sí, no puedo ocultarlo, no soy lo que se dice un buen mozo, apenas llegó al metro cincuenta, pero tenia previsto superar ese inconveniente  con un buen par de zancos. ¿Sonríe usted?  ¡Ah sí¡ ¡Ahora piensa en mi voz de tenor¡. ¿Le parece que el papel hubiera debido de ser representado por un bajo, o, por lo menos, por un barítono profundo? No es usted el único que pìensa eso, pero creo que todos ustedes se equivocan. Los bajos, es cierto, suelen ser individuos de cuello ancho y largo, en el que las cuerdas vocales, como las cuerdas de un gran piano, ofrecen una considerable grosura y extensión, pero ¿está usted convencido de que Polifemo tenia un cuello de esas características? No, no, ni usted ni nadie puede estar seguro de cómo era el cuello de Polifemo, que se convirtió en polvo hace muchos años y no dejo ningún retrato suyo para la posteridad. Lo único que sabe que tenia un ojo en mitad de la frente y que era grande como una montaña. Sabe también que tanto él como sus hermanos cíclopes era gente feroz, insolidaria y antropófaga, que habían olvidado su antiguo oficio de herreros y se dedican exclusivamente al pastoreo.

¿Vuelve usted a sonreír, caballero? No me gusta esa sonrisita, ¿Piensa tal vez que los cíclopes no existieron jamás? ¿Cree que fueron únicamente creaciones de los poetas para consolar a los hombres y demostrarles que no son las peores criaturas de cuantas puso Dios en este mundo?

Algunos escépticos suponen, en efecto, que Polifemo y sus hermanos no existieron realmente. Dicen que no son posibles los seres con un solo ojo en mitad de la frente. Es cierto que se han encontrado enormes cráneos con un agujero en la parte anterior que podría corresponder a la órbita de un ojo, pero ese orificio corresponde en realidad al lugar donde se insertaba la trompa al cráneo de un pequeño elefante que desapareció hace miles de años. Para esos descreídos, pues, los cíclopes fueron emblemas solares o el símbolo del gremio de los viejos herreros que en aquellos tiempos para protegerse de las chispas de la fragua, se tapaban uno de los ojos con  un parche.

Muy bien, aceptemos que no existieron jamás y que todo es producto de la ardiente fantasía de los hombre. No importa. Los poetas de categoría son capaces de dar vida a entes y situaciones que jamás existieron en este mundo y puedo jurarle que no les falta materia. Mi ópera, por ejemplo, constaba de doce actos. ¿Que dice usted? ¿Qué le parecen demasiados? No lo crea, no lo son, tenga en cuenta que una historia tan triste como la de Polifemo no puede tratarse a la ligera. Sus problemas, obviamente, fueron bastante más complejos que los de Madame Butterfly e incluso que los de Hamlet, que, al fin y al cabo, tenían dos ojos como cualquier hijo de vecino. Los problemas de nuestro desventurado cíclope no podían agotarse en tres actos, como los de aquella menuda japonesita que tuvo el mal gusto de enamorarse de un gringo.

Otra vez se le escapa la sonrisita, sigue sin   dar crédito a mis palabras. ¿Quiere pues que le especifique, uno por uno, el contenido de  esos doce  actos? ¿Si? ¿No le importaría? Muy bien, ya verá usted como cada uno de ellos tiene su intríngulis. Escuche:

Acto primero.-Polifemo, solitario, custodia su rebaño.

Acto segundo.- Polifemo recostado al pie de una encina y esperando ver aparecer a Zeus entre las ramas.

Acto tercero.- Polifemo, sentado en un peñasco frente al mar, esperando que las olas arrojen a la playa algún naúfrago.

Acto cuarto.- Polifemo acechando a las hijas de los hombres, que danzan alegremente a lo lejos.

Acto quinto.- Polifemo contempla con aire compungido su enorme pene.

Acto sexto.-Polifemo, en un aria desgarradora, se lamenta del tamaño de sus genitales que le impiden yacer con la hijas nacidas de mujer.

Acto séptimo.-Polifemo, otra vez ante el mar, sueña con transformarse en aquella roca que resistía impávida el empuje e viento y de las olas, pero que se estremecía al contacto de una simple flor.

Acto octavo- Tilemo, el ciclope adivino, advierte a Polifemo que llegará un dia en el que será cegado por Ulises.

Acto noveno-. Dúo de Polifemo y Galatea, que por fin se han encontrado en lo más profundo del bosque. Pese a todo (misterios del amor), consiguen acoplarse, aunque sea con las naturales dificultades, entre los armoniosos trinos de los pájaros cantores.

Acto décimo- Pese a todo, Polifemo no ha conseguido aplacar los ardores de la dulce Galatea y cinco días después el propio Polifemo la sorprende en lo más profundo del bosque haciendo en amor con el pastor Apios, que es un hermoso mancebo de proporciones normales.

¿Piensa todavía que no hay materia  suficiente para diez actos?. Pues mire, pensé incluso en  añadir un acto más, el undécimo: Polifemo aplastando con una roca descomunal al pastor  y entregándose luego a la policía, pero al final desistí, entre otras razones, porque me asusta  el número once y, sobre todo, porque no quise humillar a Polifemo con un severo interrogatorio policíaco. No quise que esos policías le acusasen de homicidio en la persona de aquel estúpido pastor, cuyo única virtud fue la de tener un pene adecuado a los genitales de Galatea..

¿Frunce usted ahora el entrecejo? ¿Piensa que no debería profanar el recuerdo de Galatea haciendo referencia a sus ardores sexuales y a su infidelidad con Apios?. De acuerdo, reconozco que ahora tiene usted  razón, admito que soy un  grosero que ha perdido el respeto por los viejos mitos. Pese a todo, le repito lo que le dije hace un momento: aquí donde me ve, perdido en esta noche gélida y sin estrellas, yo pude ser  el mejor tenor del mundo porque mi voz fue prodigiosa y mi técnica alcanzó una perfección insuperable. Me quedé, sin embargo, en el camino y ahora me considero un hombre frustrado. De todos modos, para consolarme,  algunas veces me pregunto: ¿de qué sirve tener una voz prodigiosa, si a nuestro alrededor todos se han vuelto sordos..?

Un vez que el hombrecito acabó de soltarme todo ese rollo me dio otra vez las buenas noches y regreso a su escondite en el contenedor, esperando que se le presentase una nueva oportunidad para contar su historia al próximo solitario que se sentase en el banco.

Escrito en Lecturas Turia por Javier Tomeo

La revista cultural TURIA, que publica este mes de junio su nuevo número, brinda a los lectores que se interesan por los asuntos o protagonistas aragoneses un amplio y atractivo repertorio de temas. En primer lugar, TURIA rinde homenaje al músico turolense Antón García Abril con motivo de sus ochenta años y le dedica un amplio artículo en el que se traza su semblanza vital y se glosa su vastísima obra creativa. Y es que nuestro compositor, director y pedagogo sigue en la brecha, en plena producción y son ya más de 700 las piezas que ha compuesto.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

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