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Haiku, dícese de esa composición japonesa que consta de tres versos (cinco, siete y cinco sílabas) de temática paisajística, austera, y sutil. Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950), dícese de un poeta de extrema exquisitez, ducho en asuntos clásicos, diestro en los cinéfilos, de voz y aliento blasonados por la belleza. En la intersección de ambos, la maravilla: Haikus completos (1972-2021), publicados por Los Libros del Mississippi. Segunda edición, ampliada y revisada.

 

“En Occidente somos omnívoros e incorporamos a nuestro acervo cultural cualquier cosa ajena, con tal que nos resulte atractiva”

- ¿Qué tiene esta composición, el haiku, que, estando imbricado en el modo de vida y en la sensibilidad orientales, tan diferentes a las nuestras, suscita tanto interés entre los poetas (Borges, Valente, Panero, Machado, Gómez de la Serna, Paz…)?

- Desde el modernismo, el haiku japonés goza de gran predicamento en las letras occidentales. En nuestros pagos se traiciona el espíritu original del haiku, que ha de versar sobre el paso de las estaciones y surgir de la contemplación de la naturaleza, pero al mismo tiempo se amplía su radio de acción argumental, dando paso a cualquier tema posible, sin restricciones de ninguna clase. Y en castellano, esa traición se lleva al terreno formal, dada su semejanza con la segunda parte de la seguidilla española (5/7/5), que tiene la misma métrica que el haiku, pero rimando en asonante el primero y el tercer verso, cosa que no ocurre en japonés, que evita cualquier tipo de rima entre los tres versos del haiku. Como ejercicio poético, presenta un interés innegable, y ya se sabe que en Occidente somos omnívoros e incorporamos a nuestro acervo cultural cualquier cosa ajena, con tal que nos resulte atractiva.

 

“El haiku exige tranquilidad en su proceso creativo”

- La condensación que requiere el haiku, ¿sirve para cualquier estado de ánimo?

- En mi caso, asocio la escritura de haikus a momentos de calma, de reflexión, de ausencia de estrés. Lo cual no quiere decir que entienda el haiku como una especie de tranquilizante, pero sí como algo que exige tranquilidad en su proceso creativo.

- Es curioso que haya sido esta una fórmula poética muy poco utilizada por mujeres, ¿se le ocurre por qué?

- No tengo yo conciencia de ese hecho. Mi entorno está lleno de mujeres que escriben haikus. Para mí es una estrofa muy femenina. Pero puede ser una percepción subjetiva basada en mi contexto personal. Ni más ni menos que eso.

 

“Mi poesía no rehuye la media distancia”

- En poesía, ¿cuándo ser breve y cuándo extenderse?

- No hay reglas para escribir poemas breves o poemas largos. Mi poesía tiende a la brevedad por lo que tiene de epigramática, pero no rehúye la media distancia.

- ¿Escucha, más que habla, el haiku?

- No. El haiku habla, dice, cuenta. Pero lo hace en voz baja, susurrando. Tuvo su tiempo de escucha antes de ser escrito. Pero, una vez compuesto, habla.

- “Sangre bajo la nieve. / Y el grial escondido / bajo la túnica”. ¿Cuál es el grial para Luis Alberto de Cuenca y qué poderes concede?

- Mi grial es el de siempre: la copa que utilizó Jesús en su última cena. Concede el superpoder por excelencia, repartido en la posesión de las tres virtudes teologales: el amor, la fe y la esperanza.

 

“La voluntad, el esfuerzo y la perseverancia son la forja donde se templa el heroísmo”

- Perceval, Ulises, Superman, Juana de Arco… ¿cuánto de azar y cuánto de voluntad hacen al héroe?

- La voluntad, el esfuerzo y la perseverancia son la forja donde se templa el heroísmo. El azar rige la existencia de los seres humanos del montón, no la de los héroes.

 

“Hay que atarse al mástil de la bondad y la belleza”

- Ya que he mencionado a Ulises… ¿Qué música enloquece a Luis Alberto de Cuenca?

- La de las Sirenas, como a Ulises. Por eso hay que atarse al mástil de la bondad y la belleza para salir indemne de su canto.

- Si para Freud la vida se reduce a sexo y comida, como recuerda en uno de sus haikus, ¿para usted?

- ¡Dentro del sexo y la comida hay tantísimas maravillas! La reducción a dos conceptos es puramente metodológica, pero muy real y muy práctica desde un punto de vista didáctico. También los mandamientos de la ley divina se reducen a dos: amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo como a uno mismo.

 

“Soy mucho más matinal que vespertino”

- El sol preside buena parte de estos poemas, ¿prefiere el alba al crepúsculo?

- Sin la más mínima duda. El alba siempre antes que el crepúsculo. En la Odisea, por ejemplo, casi todo lo importante que pasa ocurre en las primeras horas de la mañana. Yo soy mucho más matinal que vespertino.

- Y luego esa imagen poderosa, «el Tigre Impar». ¿Es el tigre su animal totémico?

- La imagen del Tigre Impar no es mía, sino de mi llorado amigo Manuel Lara Cantizani, a quien va dedicada esta segunda edición de mis Haikus completos. Fue él quien inventó al Tigre Impar. Yo me he limitado a seguir sus huellas en la nieve, porque me da la impresión de que el Tigre Impar es más un tigre siberiano, de los que viven en la frontera entre la Federación Rusa y China, que un tigre de Bengala de los que salen en los cuentos de Kipling. Pero es solo una impresión personal. Manolo Lara nunca me lo dijo.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

 

Hoja del viento, editado por Tres Molins y traducido por Helena Cortés, reúne una selección bilingüe de la poesía de la polaca Mascha Kaléko (1907, Chrzanów - 1975, Zúrich) en la que podemos encontrar tanto versos de corte cabaretero y provocador, a otros en los que la pérdida del hogar, el desarraigo y exilio respiran con una hondura comparable a los que encontramos al final de su vida, cuando ha perdido ya todo, marido e hijo incluidos. Su editora, Cecilia Dreymüller, nos da algunas claves de esta mujer que sorprendió al mismísimo Heidegger.

 

- ¿Por qué decidió editar a Mascha?

- Bueno, aquí el mérito no es para nada mío: la iniciativa de la antología de poesía de Mascha Kaléko venía de Helena Cortés, la traductora. Pero cuando me la propuso, en seguida le dije que sí porque es una poesía que siempre me ha acompañado. Era una poeta bastante popular en Alemania en mi juventud. Y lo sigue siendo, gracias a las versiones musicales de diversos cantautoras y cantautores (remito a los lectores a las más recientes de Dota Kehr).

 

- Lo primero que sorprende leyendo a esta poeta es el gracejo de sus versos, la vitalidad de los mismos en comparación con algunos momentos de su vida, durísimos (el exilio forzoso, por ejemplo). ¿Es una impostura, un mecanismo de supervivencia, una disposición de ánimo intrínseca?

- No, impostura seguro que no. Pero un mecanismo de supervivencia, probablemente. Aunque creo que sobre todo era una cuestión de carácter y de ánimo. Mascha Kaléko era una persona de una enorme vitalidad y de una gran firmeza de carácter. A esto se añade un conocimiento muy temprano de las durezas de la vida, del lado menos favorable del ser humano. Era judía y se había criado en un entorno judío, un shtetl de un pueblo polaco, en la zona de habla alemana de Galitzia (Polonia no existía como estado entonces). Y justo allí, en este mundo de tradiciones judías mezcladas con la cultura austriaca -la madre era austriaca-, y organización prusiana, irrumpe en 1909 el antisemitismo más feroz. La familia consigue huir de los pogromos y se instala en Marburgo, cerca de Frankfurt. Pero, al estallar la Primera Guerra Mundial, al padre -que es ruso- le internan en un campo como enemigo extranjero. O sea que Mascha aprende desde muy pequeña lo que significa tener que abandonarlo todo, ser una extraña y víctima del odio racista. Aparte de tener que ayudar a su madre a cuidar de sus cinco hermanos. Eso la convirtió en una adolescente muy precoz y en una joven que en el Berlín de los años veinte sólo tenía que dar con una forma de expresión adecuada que encuentra en la poesía, la poesía surrealista, con sus cuestionamientos y burlas de todos y todo, y la poesía que entonces está surgiendo, la de la llamada Nueva Objetividad.   

 

- También encontramos un punto descarado en sus versos, que nos remiten a la Alemania más cabaretera, más de celebración que de denuncia…

- Sí, desde luego, la frescura y el desparpajo, la burla y la auto-ironía llaman la atención en sus poemas. Son, junto con el enfoque urbano, muy característicos para esa poesía de finales de los años veinte, principios de los treinta, de la corriente de la Nueva Objetividad. Y por supuesto influyen en su escritura sus trabajos en los cabarets berlineses y para las chansonnières berlinesas. Kaléko empezó su trayectoria literaria en los pequeños escenarios y en la radio, cantando sus propios chansons o escribiendo letras para chansonnières tan famosas como Claire Waldoff o Rosa Valetti. 

 

- ¿Qué tenían los «poemas de los lunes» que calaron tanto y de tal modo en las clases más populares?

- Creo que lo que en ese momento atraía a los lectores era el hecho de que se pronunciaba en ellos una mujer que formaba parte de esta nueva generación de mujeres independientes que trabajaban y ganaban su propio dinero. Kurt Tucholsky, admirador de la poesía de Kaléko o Erich Kästner, su mentor, habían retratado en sus poemas ya antes el gris día a día de las masas obreras en las grandes ciudades, pero lo novedoso era la mirada femenina y… el sujeto femenino. En los «poemas de los lunes» de Kaléko se describe el lunes de la taquígrafa o de la dependienta, que el fin de semana visita por su cuenta bares y cafés, que lleva una vida nocturna y una vida amorosa, algo inaudito antes para una mujer. Todo esto escrito con levedad, como en un apunte, con sencillez y gracia, en un lenguaje que usa coloquialismos y que cala ese típico desenfadado tono berlinés de la época.

 

- ¿Qué representa Mascha en la literatura alemana de segunda mitad del XX?

- Ella no fue ni pretendió ser ninguna innovadora –así, por cierto, se llama un poema suyo-, pero sí la primera poeta que dio de lleno con los temas, con el espíritu de la época y que respondió de forma activa, divertida, a veces brillante y como mujer independiente. 

 

- ¿De qué modo «convirtió su vida en poesía» tal y como afirma de ella el crítico literario Marcel Reich-Ranicki?

- En el sentido literal de la palabra. Esto, además, se confirma plenamente en nuestra antología, ya que Helena Cortés la ha presentado cronológicamente, así que se pueden seguir las estaciones de sus sucesivos exilios. Porque ella recoge en sus poemas sus vivencias como en un cuaderno. De hecho, su primer libro, de 1932, se titula justamente Cuaderno de taquigrafía lírica. Y no deja de escribir poemas cuando tiene que abandonar Alemania y buscar refugio en EE.UU, ni cuando emigra al final desde allí con su marido a Israel. 

 

- ¿Cuánto de sumisa y rebelde encontramos en Mascha?

- Desde luego, la mujer rebelde predomina. No se encuentra nada de sumisión en sus poemas, al menos no si distinguimos la devoción amorosa de la sumisión. Kaléko escribe con una gran conciencia de las libertades que se ha conquistado y que la vida urbana pone al alcance de las mujeres en ese momento, precisamente por haberse criado en un entorno muy conservador. Que una mujer educada en la tradición judía, casada con un estudioso judío, vistiera pantalones y cantara en un cabaret suponía una transgresión enorme. Kaléko, sin embargo, por muy rebelde que sea, no reniega de sus orígenes. Simplemente reclama su libertad individual y la defiende. Y la proclama para las demás. También hay que tener en cuenta que la sociedad alemana de la época de Weimar era infinitamente más tolerante, y más abierta que la de hoy. Y por eso, los poemas de Kaléko nos parecen todavía hoy tan frescos y estimulantes. 

 

- ¿De qué modo la marcó su estancia en Israel, en un contexto en el que no podía acceder a la palabra, al desconocer el idioma?

- Cuando Kaléko abandona en 1960 Nueva York, donde había participada muy activamente en la vida cultural, donde hasta había publicado en 1945 en alemán un nuevo poemario, lo hace por amor a su marido quien en Israel tenía más posibilidades profesionales como compositor y musicólogo. Pero el traslado la desarraigó una tercera vez y, hay que decirlo, trágicamente, porque la separó definitivamente de su lengua literaria, el alemán. Nunca llegó a aprender lo suficiente hebreo para poder salir del aislamiento lingüístico y cultural que le suponía la vida en Jerusalén. 

 

- Hay una presencia de lo religioso en sus poemas, pero sin la responsabilidad de otros autores judíos como Jabès o Weill, ¿cuál era su relación con la fe?

- Kaléko era atea, pero, como ya he dicho, no renegaba de su origen cultural-religioso. Probablemente, en casa con su marido seguía las tradiciones judías, igual que nosotros seguimos las cristianas sin necesariamente sentirnos vinculados a la religión. Ella tematiza el destino judío del siglo XX, la expulsión, la pérdida del hogar, el exilio, pero nunca se refiere a la fe. Al contrario de tantos otros autores, otras autoras judías -mencionas a Simone Weill o Edmond Jabés, pero también pienso en Walter Benjamin o Else Lasker-Schüler, en las poetas alemanas Nelly Sachs, Gertrud Kolmar o Hilde Domin, que venían de un entorno completamente asimilado a la cultura burguesa alemana y que ignoraba en buena medida la cultura judía-, Kaléko estaba impregnada de ella.

 

- Salvando las distancias, sus poemas, esa veta más tierna, más dirigida a lo infantil, ¿no recuerda un tanto a Gloria Fuertes o a Szymborska?

- Me parece que no. Y tampoco tienen sus poemas para niños tanta presencia en la obra como en la de Gloria Fuertes, por ejemplo. Kaléko, que tiene su hijo con Chemjo Vinaver en Alemania, empieza a cultivar este género en EE.UU, principalmente porque se vendía bien y ella mantenía la familia económicamente a flote con su pluma.  

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

28 de enero de 2022

            Nueve cuentos chinos y uno de Cortázar es un libro de relatos que, como perfectamente señala Alfredo Saldaña en la contraportada, se posiciona “frente a la literatura kleenex para devolver al texto literario el protagonismo que nunca debió perder”. Porque, aunque es un libro de relatos, mejor de cuentos, de cuentos chinos, porque a veces el lector tiene la sensación de que le están contando un cuento chino, un cuento chino que, sin embargo, no pierde la referencia a la realidad en la cual se inserta espacialmente el relato. En este punto, deberíamos retomar el debate sobre verdad y verismo y recordar que la literatura, incluso la realista, es verista, transmuta la realidad en ilusión de realidad, y ese es el paso entre la vida y el arte, la transformación mediante mecanismos estéticos del universo que nos rodea en materia creativa y creada. Solo así, podemos dejarnos embaucar por la brillante apuesta que el autor nos propone y que no es otra que recorrer de su mano una cautivadora imaginación, repito, verista.

            Dos constantes mantiene el libro: una exquisita ironía, el señor Mas, protagonista de “Cambio de hora” le dirá al señor Bell C. Booth cuando estén hablando de la transacción de alma: “No sea susceptible, señor Bell C. Booth. A fin de cuentas, el sentido del humor es la única arma que tenemos los seres humanos para enfrentarnos a nuestro destino. Riéndome de usted me río de mí mismo” (p. 85); y una ubicación espacio-temporal muy concreta: Barrio Chino de Barcelona, década, estirada en algún relato como “Oficios” o “En las manos” de los setenta.

            Con la ironía consigue Domènech que la dureza de una realidad excesivamente prosaica, triste y dura cual era la vida en el antiguo Barrio Chino de Barcelona, se digiera con una sonrisa y nos sitúe, como haría el propio Cortázar, en ese límite en el que el lector no sabe a ciencia cierta en qué lado del espejo lo ha situado el narrador. Y eso es la literatura de Domènech, un pacto sellado en el límite de lo real y lo fantástico que enfrenta al lector a asumir el reto de desvelar las tripas de un mundo que quizá, sin esa carga irónica, no quedaría más remedio que narrarlo desde una perspectiva tremendista. Asumimos, pues, en cada uno de los relatos el pleno compromiso narrativo con la propuesta del autor, y lo brillante de ese compromiso con el texto es que lo hacemos de forma natural sin cuestionarnos ni por una sola vez  que de una bolsa mágica del tamaño de una mano pueda salir una cerámica de Lladró.

            La otra constante del libro es, como se ha dicho, la ubicación espacio-temporal de las historias en un microcosmos específico, un mundo que barrió el viento de la modernidad –el paso de las Olimpiadas por la ciudad, como dirá Paquito –protagonista de “Oficios”, casi una novela breve al narrar la vida de éxito de un diseñador/fabricante de bragas-, en su regreso como *************, aunque hoy, frente a la Filmoteca, en la calle Robadors, todavía pueda verse la última isla de aquel mundo –una oportunidad para nostálgicos. Es la Barcelona de la década de los setenta en su barrio más denigrado y marginal, es lógico, pues, que las prostitutas, los proxenetas, los chorizos de medio pelo pululen entre unas calles que los acogen a todos sin preguntar a nadie quién eres, qué haces, pero sí, qué quieres. “Suzanne” nos presenta en tono ácido y apenas sin concesiones las tripas y el corazón de lo peor de las gentes que no habitan en él, pero sí que hacen del barrio su centro de operaciones. No hay nostalgia, pero sí una cálida solidaridad con los más indefensos, con los que habitan allí, porque allí la vida los ha aparcado. “Greyhound” y “Céntrico”, en realidad dos relatos sutilmente unidos por el protagonista, son, quizá, aquellos en los que esta manifestación aparece de un modo más ostensible. También “Las manos”, que sucede cuando el Barrio Chino es más Raval que Chino, es un relato demoledor, pero esperanzado con quienes razones étnicas y culturales dejan fuera de los espacios comunes.

            Ya no constante, pero sí una clara voluntad desmitificadora y revisionista prevalece en los cuentos en los que la ironía se engrandece hasta convertirse en humor inteligente, un humor que nos dibuja la sonrisa que nos va a acompañar durante toda la lectura. “Encanto” es una vuelta de tuerca a la rana/sapo que espera el beso de la princesa, mientras que “Hala di no” podría ser una digna pieza dentro del humor absurdo.  “Cambio de hora” es una soberbia reinterpretación de la venta del alma al diablo que puede servirnos para desvelar otra clave de los cuentos: la digresión, la reflexión, porque nada de lo que nos rodea puede comprenderse plenamente sin el ejercicio absolutamente imprescindible de poner en tela de juicio lo que captan los sentidos, y no porque los sentidos sean engañosos, sino porque solo son el instrumento de percepción de lo sensorial, de lo material que deviene  universal una vez pasado por el tamiz de la inteligencia, porque, repito, si algo caracteriza estos cuentos es la inteligencia con que están narrados y la apelación a nuestra consciencia, que no conciencia, que, sin tregua, ejerce el texto sobre nosotros.

            “Todos los juegos el juego”, con mucho sentido del humor le toma prestado el título al cuento de Cortázar para proponernos, primero un recorrido brevísimo por algunos de los cuentos más memorables del argentino y, segundo y más importante, una reescritura en clave “cortazariana” de uno de sus cuentos.

            En conclusión, cualquier lector puede acercarse felizmente a la lectura de este volumen porque la ironía, el sentido del humor, cierta nostalgia y una muy contenida sentimentalidad, permiten la fluidez y mantienen la tensión y la expectativa narrativa. Sí, es cierto lo dicho, pero hay un lector que no podrá olvidar jamás la lectura de estos cuentos, un lector que se identifique con las características del señor Mas y por las cuales el diablo está interesado en su alma: “Me interesan las personas que han alcanzado una concepción interesante de la realidad del mundo y con una imaginación fuera de lo común. También es importante la capacidad de comprender, de sentir, de adaptarse a los cambios, de jugar y de reírse de lo más serio, de escapar a las trampas de la lógica…” (p. 64). Así que, si crees que tu alma hubiera podido interesar al diablo, no lo dudes, este es tu libro, una lectura inteligente, irónica y con una extrema y cuidada precisión léxica. Y estas cualidades siempre se agradecen en estos tiempos en que la literatura fácil de consumo cierra las puertas a la literatura con mayúsculas.

 

 

Carlos Domènech Armadàs, Nueve cuentos chinos y uno de Cortázar, Zaragoza, Mira Editores, 2021.

                                                                                             

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Agunstín Faro

21 de enero de 2022

                    

Los estados febriles del espíritu convierten la vida -en ocasiones- en un lugar inhabitable, donde “cada día es una tregua entre dos noches”. Hay veces, sin embargo, en que los días se transforman en noches negrísimas donde la tregua ni siquiera es posible. Antes de abordar la obra de Stig Dagerman (1923-1954), es necesario leer un pequeño ensayo -publicado dos años antes de su muerte- titulado Nuestra necesidad de consuelo es insaciable, una carta de despedida donde el autor expone, en apenas diez páginas, su inadaptación a la realidad y su imposibilidad de vivir. Comienza así: “Estoy desprovisto de fe y no puedo ser dichoso, ya que un hombre dichoso nunca llegará a temer que su vida sea un errar sin sentido hacia la muerte. Por eso no me atrevo a tirar la piedra ni a quien cree en cosas que yo dudo, ni a quien idolatra la duda como si esta no estuviera rodeada de tinieblas. Esta piedra me alcanzaría a mí mismo, ya que de una cosa estoy convencido: la necesidad de consuelo que tiene el ser humano es insaciable”.

Este autor escandinavo, nacido cerca de Estocolmo, y poco conocido todavía en España, puso fin a sus días, en la ciudad de Enebyberg, a los treinta y un años de edad. Y en apenas cinco -los que van de 1945 a 1949- escribió cuatro novelas, otras tantas obras de teatro, un sinfín de artículos de prensa, ensayos y poemas. El silencio de su último lustro de vida solo fue roto por el texto anteriormente citado: su testamento vital y literario.

Periodista vinculado a publicaciones de corte anarquista, Dagerman editó a los veinte años su primera novela, a la que siguieron otras tres de éxito notable. Se casó en 1943 y fue padre de dos hijos. Años más tarde se separaría de su mujer para casarse con una actriz. Nunca encontró consuelo en el amor. Su carácter depresivo, la autoexigencia que se imponía en su trabajo y su infancia desgraciada (la madre murió siendo él un niño) forjaron una personalidad -en palabras de Federica Montseny- incapaz de luchar con y por la vida. “Era un joven taciturno, que en todas partes se sentía extraño. Solo era feliz en su estudio, lleno de libros y cuadros, rodeado de bosque”. La escritura no fue otra cosa para él sino un imperativo desde el que traducir sus estados de ánimo: esa soledad devastadora, implacable. Su ascenso al olimpo de las letras suecas fue tan rápido que, cuando se percató de que no sería capaz de alumbrar más páginas memorables, enmudeció.

Su última obra maestra, publicada en 1947, se titula Otoño alemán y consta de trece reportajes que el autor escribió cuando su periódico -Expressen- lo envió a Alemania para registrar el estado del país tras la Segunda Guerra Mundial. Estas excelentes crónicas -lúcidamente críticas, políticamente incorrectas- constituyen una de las mejores lecciones de periodismo narrativo de todos los tiempos, amén de un testimonio solidario y compasivo absolutamente desgarrador.

La primera de ellas -la que da título al conjunto- describe la llegada a la región de Ruhr de trenes llenos de refugiados, “gente andrajosa, hambrienta y no grata que se apretuja en la oscuridad pestilente de la estación ferroviaria”.  El joven periodista -23 años cuenta Dagerman cuando escribe estos reportajes- viaja más tarde a Berlín, Múnich y Colonia: ciudades completamente asoladas por la guerra. El reportero observa iglesias derruidas, fábricas arrasadas, catedrales que tienen “una herida roja de ladrillos que parece sangrar cuando anochece”. La mirada del escritor, que atraviesa el país en trenes atestados de expatriados, documenta los vestigios de ese mundo en ruinas con una precisión fotográfica, el ritmo de una prosa exquisita y la belleza lacerante de la mejor poesía.

El panorama de la Alemania de la época no podía ser más desolador. Pobreza y miseria, desgracia y penuria se dan la mano en cada una de estas páginas. Y, en esa tesitura, las diferencias sociales se agudizan: mientras las personas más pobres viven en sótanos y cárceles abandonadas, los poderosos lo hacen en sus antiguas residencias, y aunque la sangría bélica “no hizo distinción de clases -arguye la burguesía- las cuentas corrientes no fueron bombardeadas”, ironiza el autor. La precariedad de la población civil es tan extrema que, en la localidad de Essen, hay trenes varados que transportan a centenares de evacuados que sobreviven tomando una sopa diaria. A lo largo del volumen, Dagerman se entrevista con maestras y escritores, con jóvenes desnortados y ancianos, asiste a las primeras elecciones democráticas y a grotescos juicios de desnazificación que, insidiosamente, hurgan en el dolor de los vencidos.

Stig Dagerman, el joven prodigio de las letras escandinavas, nos legó en los reportajes de Otoño alemán un relato conmovedor de la decadencia humana, una lúcida reflexión sobre el odio y el mal escrita con extraordinaria sensibilidad y coraje. (“El periodista que sale retrocediendo de un sótano inundado es, en la medida en que su reacción es consciente, una persona inmoral, un hipócrita”, escribe en la primera crónica). En la última, como si estuviera interpelándose a sí mismo, se pregunta cuál es la distancia entre literatura y sufrimiento. Y anota lo siguiente: “Hay una relación directa entre el arte y el sufrimiento, y se podría decir que el solo hecho de sufrir con otros es una forma de literatura que busca ardientemente sus palabras”. Seis años después de escribir lo anterior, él mismo dio -en su carta de despedida- una de las definiciones más atinadas del dolor de ser y la angustia de vivir: “Cada noche no es más que una tregua entre dos días”. Dagerman convivió con esa angustia en la Alemania de posguerra, la había visto muchas veces frente a él y la sufrió en su interior. Y un día -un 4 de noviembre de 1954- no quiso vivir más. 

    

Stig Dagerman, Otoño alemán, traducción de José María Caba, Logroño,

Pepitas de calabaza Editorial, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Íñigo Linaje

21 de enero de 2022

Leo por segunda vez Azufre de Pepe Cervera (Alfafar, Valencia, 1965), editado por Tres Hermanas (Madrid, 2021). Algo más de medio año separa la primera lectura de la segunda. Y el puzle encaja, todo el engranaje narrativo funciona en estos siete relatos que componen el libro y que tienen su centro de gravedad en personajes cuya compleja psicología nos eleva y traslada a sus mismos paisajes. Y es grato, de nuevo, constatar que la literatura, cuando está bien parida, consigue su propósito: hacernos desaparecer y posibilitar el encuentro con el que fuimos en este aquí y ahora absoluto e indisoluble.

Cierro el libro – se cierra el telón lentamente -, lo dejo sobre el escritorio y lo miro con cierta distancia mientras enciendo un cigarrillo. Mientras observo deshacerse el humo, también yo desaparezco, pero queda en mí la certeza inexorable que comparto con el autor cuando afirma en el último relato, uno de los más crudos, esperanzadores y hermosos del libro: “leer es un rumbo y el extravío”. Entonces pienso en el olor del azufre y en algunas de sus manifestaciones simbólicas a lo largo de la historia del hombre; pienso en podredumbre, en el infierno, en la muerte… pero pienso también, con extrañeza, como si fuera el reverso de la misma moneda, en la luz del fuego, la claridad, la posibilidad de mirar, de redimirnos, de adentrarnos. Y acude a mi cabeza de forma inesperada, mientras escribo estas líneas, ese Doc Holliday, ya casi tocado de muerte, interpretado por un pletórico Victor Mature en “Pasión de los fuertes”. Recita un hermoso fragmento de Hamlet, busco la película y veo, de nuevo, esa escena: “Si no temiera un algo después de la muerte, esa ignorada región cuyos confines ningún viajero vuelve a traspasar. Ese temor sujeta nuestra voluntad y nos hace soportar los males que nos afligen antes que lanzarnos a otros desconocidos. Así la conciencia nos convierte a todos en cobardes”.

Me fijo entonces en la imagen de la cubierta: una mano en tensión agarrada a un tobillo. Alguien sujeta a alguien. Pienso en esa lucha, en la línea de flotación, en el cielo como si fuera una bóveda de nervaduras. Imagino los ojos de los protagonistas de esa imagen, los ojos de Chesney Henry Baker frente a los de un Chet Baker Junior “sumergido en un desvarío líquido hasta una profundidad de la que ojalá nunca tuviera que emerger” (“Azufre”).

Paseo mis dedos por el libro y siento que esa imagen de la cubierta vibra en cada una de las páginas, traslada su tensión, la brega, la contradicción, el fondo y la superficie; y recuerdo unas líneas, subrayadas minutos antes, de uno de los relatos y que es una consideración en toda regla sobre qué es leer: “Leer es una búsqueda, es el intento acelerado por encontrar algo distinto, la necesidad apremiante por conseguirlo, es encaminarse, resistir, ascender, es el empeño por llegar a otro sitio, pero también es el sosiego, la intimidad, el misterio” (“A propósito de las jóvenes ideas”).

Mientras sigo absorto en la imagen de la cubierta veo parpadear los siete post-it que he pegado en el libro, uno por relato. Hay corriente en casa. También, como el azufre, esta mañana de diciembre el aire es denso y ligero, hostil y claro.

En “Rastros” el autor disecciona con distancia, primero, y con una cercanía que tiene más de merodeo y desconfianza que de acercamiento real, luego, la relación de un matrimonio anciano – podrían ser nuestros padres – cuya vida es totalmente mecánica y predecible. En este relato y en el último (“A propósito de las jóvenes ideas”) aparece el narrador, un joven de diecisiete años, enfermo también de tuberculosis como Doc Holliday. Las descripciones, los espacios transformados, el tiempo, los planos articulan la mirada de los personajes y propician el encuentro entre ese enfermo adolescente y unos padres ancianos, rutinarios. A través de esa pareja de octogenarios, del nieto, del hijo, del narrador uno descubre “un mundo que conmueve, que vibra, no este, tan quieto y encogido, tan hueco, sin nada dentro” y un abanico de posibilidades que nunca sucedieron se despliega en nuestro imaginario.

El segundo relato es de una intensidad eléctrica y se yergue como una pieza teatral; como el autor nos dice en una nota a pie de página, fue llevado al teatro bajo el título Naturaleza muerta en el ya lejano 2018. “Azufre” es un intenso y breve texto, en él se narra el encuentro (de nuevo la tensa relación padre-hijo) en una sala de velatorio entre dos músicos: Chesney Henry Baker y un Chet Baker que ronda la cuarentena. Quizá sea este relato uno de los más líricos del libro, aunque Azufre está cargado de esa plasticidad y transcendencia que tiene la buena poesía. En él se nos anticipa, en la figura de Chet Baker, un personaje, entrañable también, que aparecerá en el último relato (“A propósito de las jóvenes ideas”) y que Cervera describe en ambos textos como si fuera uno mismo: “robustas botas de montaña, de piel vuelta, sucias, tejanos viejos y una camiseta de algodón con el cuello en pico, de manga corta, oscura pero desteñida”. Tanto Chet Baker como Benja son personajes arquetípicos: el héroe trágico. A ambos les une la misma pasión por la música, por el caballo, por el destino aciago.

El tercer relato, “Así sea”, es, en realidad una oración, la bendición de la mesa el día de Navidad. Mientras se suceden las alabanzas, afloran también las miserias y vergüenzas de una familia durante el mandato de Kennedy. Leído con voz profunda y cavernosa, imaginando, emulando la voz de Cohen tiene mucho de su “Hallelujah”. Al de Alfafar y al de Montreal les une aquí una fina y punzante ironía

“Kilómetros y kilómetros” es un hermoso relato centrado en la figura del padre. En él coexisten todas las contradicciones del hombre, del anciano al que el narrador se asoma y vuelve, de nuevo, al abismo: “Mucho tiempo ha transcurrido desde que dejé de asomarme a ese paisaje, pero lo reconozco, es mío también, me pertenece”.

“Rastros”, “Kilómetros y kilómetros” y, último relato del libro, “A propósito de las jóvenes ideas” se complementan a la perfección y funcionan como los arcos de crucería de una bóveda: equilibrando el peso y trasladando su tensa electricidad página a página.

“Los acuchilladores” es un relato en el que brilla la capacidad del autor por reducir, sintetizar toda la artillería narrativa en unas breves e intensas páginas y por adoptar un registro más culto que va acorde con el ambiente en el que sucede la acción, la alta sociedad parisina. En él, de nuevo, desde otro prisma y espacio narrativo se incide en la relación padre-hijo a través de la férrea disciplina que el personaje principal, Jean- Baptiste Lasserre (“arrogante en el trato, pómulos resecos, frente ancha y ancha mandíbula, cejas y mostacho impenetrables”), aplica a sus dos hijos adolescentes para luchar contra su apatía.

“Conexiones” es un híbrido texto que se mueve entre lo epistolar, la crítica (autocrítica, más bien), el apunte, el diario. En él brilla el ingenio; saber aunar esas diferentes voces simultáneas en la que cada uno expresa sus ideas y forma, a la vez, un todo armónico lo atestiguan.

El último relato, uno de los más hermosos e intenso del libro, “A propósito de las jóvenes ideas” es un hímnico canto a la amistad; pero también a la muerte, a la música, a la esperanza, a los libros, a las drogas... El autor extrae el título de este relato del documental sobre The Jam, About the young idea; de él nace el hilo conductor del texto, el amor entre dos amigos: Paul Weller y Steve Brookes están sentados en un sofá gris, “cada uno sujeta una guitarra acústica entre los brazos” y el segundo recuerda la atracción sexual que sintió por el primero muchos años atrás (“Al escuchar esta declaración, Weller abre los ojos, sorprendido”). Pero esta historia no es la de Weller y Brookes, “esta es una historia que viene de antiguo, una historia que siempre regresa como siempre regresan los muertos que se levantan de la fosa, arañando desde dentro la tierra reseca”, es la historia del adolescente de catorce años y de Javier Ribera; pero también la de Benja y de Chet Baker, de esa pareja de ancianos que sale a caminar y recuerda que no hay miel, de la paloma en la repisa, de la mano agresora que golpea al hijo y la mano dulce que echa migas de pan al pájaro...

El libro, de hecho, empieza de alguna forma al final de este último relato: el adolescente enfermo de tuberculosis que debe pasar cerca de un año enclaustrado en su casa (“Acabo de cumplir diecisiete años y a los diecisiete años mi pleura no resiste tanto trajín y se desgarra de repente y los pulmones se me encharcan. Los putos pulmones. Aquellas aguas trajeron estos lodos”). En él está el nervio crudo que justifica y cohesiona todos los demás relatos. No podríamos comprender cada uno de los personajes que desfilan por él sin atender a esa relación iniciática y salvadora entre el narrador de catorce años y Javier Ribera y su temprana muerte.

Personalmente prefiero siempre los libros que te ponen contra las cuerdas a aquellos que buscan la complacencia. Azufre arde en la pira de los primeros.

 

 

Pepe Cervera, Azufre, Madrid, Tres Hermanas Ediciones, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Sandro Luna

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