Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 436 a 440 de 1334 en total

|

por página
Configurar sentido descendente

Marta Sanz es capaz de hablar de su propia escritura desde una posición teórica, como si ejerciera de crítica literaria de sí misma. Su capacidad de autoexploración, de autoconocimiento, es sorprendente y no habitual. En ella se percibe un don especial para leer a los demás y para leerse en el más amplio sentido. Nada escapa a la mirada de esta mujer de constitución liviana, vivaz, cercana, feminista y de izquierdas. La fragilidad de su apariencia física contrasta con la solidez de sus convicciones. La realidad se cuela por la ventana de su habitación propia cada día. En un retrato apresurado no puede faltar la mención a un sentido de la colectividad muy acusado, a una imperiosa necesidad de apresar con el lenguaje los movimientos del presente.

Lentamente, sin hacer grandes aspavientos, pero con paso perseverante, seguro, Sanz (Madrid, 1967) ha ido levantando una obra capaz de contar historias muy diferentes entre sí, pero que entablan intensos diálogos y comparten coordenadas. La poesía, el ensayo y la narrativa confluyen en una trayectoria fértil donde asoman títulos como La lección de anatomía, Daniela Astor y la caja negra, Farándula y Clavícula, entre otros. Su última publicación hasta el momento es Monstruas y centauras, un ensayo donde reflexiona sobre cuestiones cercanas a la última oleada feminista, la surgida en torno al Me too. Y está a punto de llegar a las librerías una nueva novela, Pequeñas mujeres rojas, en cuyas páginas entra el discurso retrógrado de la ultraderecha sobre las mujeres y la memoria histórica. Marta Sanz no necesita tomar una larga distancia para contar lo que quiere contar. Su literatura corre en paralelo a lo que observa, a lo que vive, a lo que intuye que se avecina.

Cuando se le plantea si para ella la escritura es una necesidad la respuesta es un sí rotundo. “Yo no sé lo que es la página en blanco y tengo unas ganas constantes de contar cosas. Esto probablemente es así porque siempre tengo las ventanas abiertas; porque siempre miro hacia el patio de luces; porque siempre observo dentro y fuera y quiero establecer el vínculo que une lo de dentro con lo de fuera”, argumenta con pasión. “Probablemente es así porque siempre estoy dándole vueltas a los libros que ya escribí y a cómo se me han quedado hilos pendientes de los que tirar, tramas tangenciales que hacen que unos puedan dialogar con los otros”, prosigue.

La inquietud permanente define a la escritora. Perfeccionista y meticulosa, disfruta buscando diferentes maneras de narrar, experimentando con el estilo una y otra vez. Cuesta entender cómo esta mujer encuentra el tiempo para sumergirse en la escritura entre sus múltiples ocupaciones: talleres en la Escuela de Escritores de Madrid; colaboraciones de prensa; asistencia a clubes de lectura y a institutos; giras promocionales... En más de una ocasión ha confesado sentirse una trabajadora autónoma sobreexplotada por las condiciones de precariedad de la cultura. Lo asume y dice estar encantada con todos los trabajos asociados a su oficio que le permiten desarrollarlo y que son síntoma de la aceptación de su papel en la comunidad. No le resulta fácil encontrar los espacios para sentarse a escribir, lo reconoce. Pero lo consigue. Sus publicaciones son la mejor prueba de que lo hace.


“Siempre he tenido muy claro que si quería desarrollar una obra literaria necesitaba persistencia, disciplina y muchísima voluntad”.

 

Por eso me atrevo a preguntarle cuántas horas duerme, pensando que tal vez ahí esté el secreto. He aquí su respuesta: “Procuro dormir siete y debo decir que padezco de insomnio. Pero esos insomnios no los utilizo para escribir, los utilizo para procurar relajarme, porque soy muy consciente de que el cuerpo y la mente deben descansar. ¿Secretos? Tengo la suerte de ser una mujer a la que el tiempo le cunde muchísimo. Debe ser que un hada madrina me ha dado ese don con su varita mágica. Y lo más importante: Siempre he tenido muy claro que si quería desarrollar una obra literaria necesitaba persistencia, disciplina y muchísima voluntad”.


- ¿Dónde surgió esa energía, ese tesón, tal vez en la infancia? En La lección de anatomía asoman las distintas edades de Marta Sanz. Se ve a la niña, a la joven, a la mujer madura. ¿Cómo eras de niña? ¿Cómo te recuerdas? En la novela hablas de los cines de verano, a los que ibas con tu tía, de profesoras castrantes...

- Bueno, pues te puedo contar, como anécdota curiosa, que un amigo de mis padres, Alfredo Castellón, que fue realizador de televisión y también escribía cuentos, cuando me conoció de pequeña, les dijo a mis padres: “esta niña está endemoniada” (risas). Lo dijo con cariño, refiriéndose a ese nervio o esa manera de ver las cosas que no era común en alguien de mi edad. Siempre fui una niña bastante precoz y esto tenía que ver con mis padres. Ambos, tanto él como ella, eran dos personas involucradas en todo lo que tiene que ver con la cultura y con la política. Los dos eran muy buenos lectores y tenían un carácter muy festivo. Yo viví en una casa en la que las puertas estaban abiertas para todo el mundo, en la que entraba y salía mucha gente. Tenía la suerte de estar en contacto con muchos adultos curiosos y divertidos. Y creo que eso me marcó de dos maneras diferentes. Por una parte me hizo ser permeable a todo ello sin darme cuenta y por la otra me despertó una cierta agresividad, porque lo que yo quería era ser normal. Quería ser una niña completamente normal.

 

“Soy la mujer que soy porque me formé en la escuela pública”

 

- En tus libros más biográficos haces referencia también a los cambios de ciudad, de residencia.

- Sí. Eso fue importante y tiene que ver con la sensación de la que hablaba de sentirme diferente a los otros niños y niñas y con un cierto desarraigo. Mis primeros años los viví en Madrid. A los tres años y medio, cuatro, nos fuimos a Benidorm y en mi adolescencia regresamos a Madrid. Ese desarraigo está muy presente, pero también hay otras cosas muy positivas, como el haber asistido a la escuela pública. Es una circunstancia a la que estoy muy agradecida. Creo que soy la mujer que soy porque me formé ahí, sin ningún tipo de privilegio, dentro de esa especie de buena medianía que se busca en las escuelas públicas.

 

- Hablas de la singularidad de tus padres. ¿A qué se dedicaban?

- Mi padre empezó su vida laboral como sociólogo urbanista. Luego se ha dedicado casi toda su vida a la política, como diputado en la Asamblea de Madrid por Izquierda Unida. Pero su condición de sociólogo fue lo que nos llevó a Benidorm. De hecho nos trasladamos allí de la mano de otro sociólogo muy famoso, Mario Gaviria, que acaba de morir. Fue justo en la época en que la ciudad estaba creciendo a marchas forzadas y se necesitaban estudios para regular su estructura, su retícula. Lo que ocurrió es que fuimos allí pensando que mi padre iba a hacer un trabajo de tres meses y el trabajo se prolongó ocho o nueve años. Fue un cambio de vida radical. En cuanto a mi madre, era ATS y asistenta social y formó parte de la primera promoción de fisioterapeutas en España. A lo mejor por eso, por su influencia, yo tengo esa conciencia del cuerpo tan grande y he escrito tanto sobre ello. Mi madre renunció a su carrera, en la que le iba maravillosamente bien, para que nos fuéramos juntos a Benidorm, para criarme a mí y para estar con mi padre. Y yo creo que esa renuncia también marcó mi manera de interpretar la vida y las relaciones. De alguna forma eso también se ha quedado dentro de mí.

 

“Siempre tuve la sensación de vivir en comunidad”

 

- Supongo que la condición de hija única también ha sido decisiva.

- Sí, pero una hija única bastante peculiar, porque, como te decía antes, mi casa siempre estaba llena de gente. Y no solo adultos, también había niños, primos, primas. Yo soy la mayor de todos los menores de mi familia. Por eso no tengo la impresión de ser una niña solitaria, sin amistades. Y en la escuela siempre me integré muy bien y tenía muchas amigas. No he tenido el síndrome, si es que eso existe, de la hija única, y del mismo modo tampoco he echado nunca de menos hermanos y hermanas, porque siempre tuve la sensación de vivir en comunidad.

 

- ¿Tenías una leonera donde refugiarte, como la protagonista de Daniela Astor y la caja negra?

- Sí, tenía una leonera donde refugiarme, pero fue antes de ir a Benidorm. Era en la época en la que vivíamos aún en Madrid y en la que mi madre iba a tratar, como cuento en La lección de anatomía, a niños y niñas con parálisis cerebral y otro tipo de enfermedades. Me dejaba al cuidado de mi abuela paterna en una casa de la que guardo recuerdos magníficos. Estaba en la calle de Gutenberg, en la zona de la Avenida Ciudad de Barcelona, y tenía un balcón donde me recuerdo corriendo. Entonces tenía la sensación de que el balcón era inmenso, pero para nada... Lo que pasa es que yo era muy pequeña. En ese piso había una habitación donde mi abuela me dejaba jugar y tirar todos los juguetes al suelo. Me decía: “alá, ya estás en la leonera” y eso era maravilloso.

 

“Fui una niña curiosa. Para mí escribir fue una forma de jugar”

 

- ¿También fuiste precoz literariamente? ¿Empezaste a escribir pronto?

- No. Fui una niña curiosa. Me gustaba bailar, dibujar y escribía para divertirme. Tenía conciencia, probablemente, de que manejaba el lenguaje mejor que otras niñas de mi edad, pero, como cuento en La lección de anatomía, lo que yo quería era ser cajera de supermercado, ladrona, bailarina... De pequeña jugaba con las palabras, me gustaba su sonido, entendía lo que es su sentido lúdico y memorizaba para los exámenes escribiendo determinados temas. Es verdad que mi madre tiene poemas guardados míos muy tempranos, pero creo que eran una forma de practicar la escritura casi mimética, imitando lo que veía en mi casa. Mi padre tenía cuadernitos Moleskine donde tomaba sus notas (siempre ha escrito sus poemas y le gustaba pintar cuadros). Y mi madre leía mucho y comentaba las lecturas. En Benidorm los dos formaban parte de un club de teatro amateur. Como te decía era una casa culturalmente muy viva y yo intentaba reflejar todo eso en lo que hacía. Para mí escribir era una forma de jugar. Recuerdo poemas que se titulaban Valentina tienes nombre de traidora y cosas mucho peores... Y también que me encantaban las redacciones del colegio. No me sentía nada castigada cuando llegaba el mes de septiembre y nos decían que escribiéramos un texto sobre las vacaciones. Eso me parecía lo mejor del mundo. Ya en la época del instituto no había cosa que me hiciera más feliz que hacer un comentario de texto y a poder ser de un texto barroco, abigarrado, del que yo pudiera sacar todas las figuras retóricas como quien disecciona un cuerpo y ve el hígado. Fue justo después, con las primeras relaciones sentimentales, cuando empezaron los poemas amorosos. Pero la idea de convertirme en escritora fue algo muy posterior. Y para eso fue muy importante el paso por la Escuela de Letras de Madrid, que se produjo cuando acababa de finalizar la carrera de Filología. Hasta entonces era una lectora y no escribía mucho más allá de esos típicos y malditos poemas de amor para purgar lo que ahora se llaman las relaciones tóxicas.

 

“En la Escuela de Letras empecé a forjar mi sentido crítico hacia los textos”

 

- Recordemos un poco esa etapa en la Escuela de Letras.

- Fue allí donde tomé verdadera conciencia de que escribir no es escribir bonito, de que las cosas que sistemáticamente a mí me habían gustado conectaban con una especie de conciencia kitsch de lo que puede ser la literatura o el arte. Ahí fue donde creo que empecé a forjar mi sentido crítico hacia los textos de los demás y hacia mis propios textos.

 

- ¿Con quiénes te encontraste, qué profesores o compañeros te influyeron especialmente?

- Bueno, fui muy privilegiada porque llegué en los inicios, justo el primer año en el que se montó la Escuela de Letras en Madrid, en una época en la que no había prácticamente este tipo de centros en España. Ahora levantas una piedra y hay 525. Pero aquella fue la primera, o de las primeras, y tuve la suerte de formar parte de un grupo de gente muy heterogéneo. Había personas muy jóvenes y otras de más de 60 años. Había gente con formación literaria y otra sin formación. Hombres y mujeres de Madrid, de Canarias, de todas partes. Era una oportunidad única. Nosotros estábamos experimentando, pero los profesores también. Para ellos era igualmente su primera vez. En el grupo fundacional estaban el escritor Alejandro Gándara, Juan Carlos Suñén, que era poeta, y Constantino Bértolo, que ejercía como editor. Eran los tres socios fundadores. Y luego había profesores invitados que venían a darnos lecciones sobre diferentes temas. Juan José Millás daba cursos de relato breve; José María Guelbenzu hablaba de poesía y también nos daba clases Rosa Montero. Los viernes teníamos invitados que impartían una especie de conferencia magistral. Normalmente eran escritores y escritoras muy escépticos respecto a las posibilidades de aprender a escribir. No puedo olvidar a Álvaro Pombo, que nos echó una diatriba crítica tan terrible que nos dieron a todos ganas de desmatricularnos en ese mismo instante. Y tampoco la suerte de asistir a una conversación entre Juan Benet y García Hortelano, que fue todo un lujo. Entre los momentos más destacables, recuerdo una charla sobre poesía de Clara Janés. Nos dejó a todos hipnotizados, en trance. Por ella como poeta, por su personalidad y su manera de leer, y también porque nos habló de poetas de los que no teníamos ni idea. Nos abrió un mundo nuevo y salimos todos de la sala como en estado de semi levitación. La Escuela de Letras fue una experiencia muy bonita. No solamente eran las clases, era lo que había fuera de las clases. Lo que hablábamos cuando nos tomábamos el café de antes de empezar o la cerveza cuando salíamos; las fiestas a las que íbamos, las discusiones, los vínculos que se establecieron. Fue una época absolutamente maravillosa de mi vida, en la que aprendí muchísimo y por la que nunca dejaré de estar agradecida tanto a los compañeros de la escuela como a los docentes.

 

“Es muy difícil encontrar a un editor que se implique realmente con el texto”

 

- ¿Tras la experiencia viste claro que querías dedicarte a la escritura?

- Sí. Y también reconozco que me lo pusieron muy fácil. Tras los dos primeros años de docencia, más o menos convencionales, el tercer año en la Escuela de Letras era el año de proyectos. Y en ese año yo empecé a escribir una novela de desamor, muy vinculada con mi experiencia personal, que se titulaba El frío. Mi tutor era Constantino Bértolo y mientras iba leyendo me dijo que me la iba a publicar en una colección de nuevos narradores en Debate, lo que luego pasó a ser Caballo de Troya. Tuve la inmensa suerte de estar escribiendo un libro que sabía que iba a ser publicado y eso marcó para mí una relación muy especial con Constantino Bértolo, que era al mismo tiempo mi editor y mi profesor. Es algo muy raro y en mi aprendizaje del oficio de escribir fue estupendo, aunque posteriormente tuvo su contrapartida. Siempre fui buscando ese tipo de conexión y es muy difícil encontrar a un editor que se implique realmente con el texto, más allá de decirte si encaja o no con su línea editorial. Solamente lo recuperé al aterrizar en Anagrama, cuando conocí a Jorge Herralde y ahora a Silvia Sesé, que es una mujer muy comprometida con los libros que publica.

 

- ¿Cómo surgió El frío? ¿Cómo fue el proceso de escritura de esa primera novela?

- Pues al mismo tiempo muy emocional y muy intelectual. Por una parte El frío es un libro que salió de lo más profundo de mi tripa, de la necesidad que tenía de curarme de un amor muy desgraciado y poner orden en el dolor. Y, por otra parte, como alumna que era de la Escuela de Letras, estaba en un momento en el que tendía a intelectualizar todo lo que tenía que ver con los procesos constructivos de la literatura. Esa mezcla define este artefacto narrativo en el que una voz rebota en otra voz que es extremadamente distinta. Cuando alguien lee esta novela se da cuenta de que hay algo que puede emocionarle, algo muy auténtico, muy de verdad, pero que está encerrado en una especie de caja, en una estructura narrativa muy sólida, pensada milimétricamente. Más adelante, en otros libros, consigo que esa simbiosis que tiene que existir entre lo emocional y lo conceptual, se logre de una manera más orgánica, más natural.

 

“Somos las propias mujeres las que tenemos el deseo de amar y ser amadas de una manera que algunas veces acaba con nuestra vida”

 

- Aquí hablas de un amor enfermizo, obsesivo, posesivo. El tema del amor vuelve a aparecer en Amor fou, que se puede entender como una prolongación. Como si se te hubieran quedado muchas cosas sin decir, sin tratar, o como si tu propia evolución te hubiese mostrado la otra cara del asunto. En realidad todos los libros de Marta Sanz se combinan unos con otros, por parejas, por tríos.

- Sí. Yo creo que todos los libros que he escrito se comunican unos con otros y que en ese sentido podemos hablar de una especie de orfeón donostiarra, o de donde sea. Pero sí creo que tienes toda la razón en que hay textos que dialogan más de tú a tú y en el caso de estas dos novelas es evidente. En El frío había una especie de necesidad de reflejar esa idea vampírica y posesiva del amor. Es algo que tiene mucho que ver con el concepto romántico del amor como sufrimiento; con el aprendizaje del amor a través de las fuentes culturales, que visto desde una mirada ya más feminista ha resultado devastador para muchas mujeres. En esta novela se muestra que somos las propias mujeres las que tenemos el deseo de amar y ser amadas de una manera que algunas veces acaba con nuestra vida. Cuando la escribí, en el año 1995, tenía esa intuición. Y lo que me parece más interesante de ella es que aprendí algo esencial mientras la desarrollaba. Aprendí que la responsable de mis temores no tenía nada que ver con el chico que me dejó, sino que era yo misma. Era yo la que estaba pidiendo y exigiendo esas ataduras y esa posesión enfermiza en la que había sido educada.

 

“Las mujeres estamos deconstruyendo toda una antropología de lo que tienen que ser las relaciones sentimentales, el amor, los cuidados. Y no es una tarea fácil”

 

- Amor fou es todo lo contrario, la superación de esa idea romántica y la reivindicación del amor basado en la complicidad y la igualdad de los dos miembros de la pareja.

- Sí. Podríamos decir que en Amor fou hay un intento de dibujar lo que sería el buen amor, no el buen amor desde el punto de vista del Arcipreste de Hita, sino en el sentido del compañerismo, del entenderse, de ser capaces de forjar un proyecto de vida común, una relación en la que tú de verdad te comprometas con el otro sin miedo, sabiendo que es alguien que te va a proteger sin invadirte. El frío y Amor fou son dos textos que dialogan en torno al amor, sí. Y también se puede incluir un poemario, Cíngulo y estrella. Es un cancionero donde lo que pretendo es desdecir los tópicos de esa ideología amorosa que nos ha hecho tantísimo daño desde Petrarca. Se trata de contraponerla a una ideología amorosa que tiene que ver con la cotidianidad: con el café que nos tomamos juntos, con hacer la compra, ver la televisión o leer juntos un párrafo de un libro... En fin, todas esas cosas anti románticas. Todo esto también tiene que ver con el hecho de que las mujeres estamos deconstruyendo, por utilizar la palabra más pedante, pero probablemente la más exacta, toda una antropología de lo que tienen que ser las relaciones sentimentales, el amor, los cuidados. Y no es una tarea fácil. Ya he contado muchas veces que yo siempre quise ser la musa, la vampiresa, la mujer fatal. Ser colocada en un altar para que un hombre me adorara me pareció durante un tiempo algo admirable, hasta que me di cuenta de que lo que tenía que hacer era tomar las riendas de mi propia vida, convertirme en sujeto de mis propias narraciones.

 

- Bueno, aquí hay algo que está muy presente en tus libros, el hecho de que ha sido la mirada masculina la que ha forjado la imagen, la identidad y los deseos de la mujer durante muchísimo tiempo.

- Sí, por supuesto. Es algo que forma parte de nosotras y de lo que tenemos que ser conscientes, con inteligencia y sensibilidad. Hay una frase de Adrienne Rich que dice: “es el lenguaje del opresor, pero lo necesito para hablarte”. Pues sí, resulta que el lenguaje del opresor es mi lenguaje y forma parte de mí. Y ante esto lo que toca es tener la suficiente conciencia crítica para saber cuáles de esas miradas nos hacen mal y cuáles podemos rentabilizar y reconvertir, complementándolas con visiones que han sido silenciadas, obviadas y pisoteadas a lo largo del tiempo, evidentemente las de las mujeres, que han sido permanentemente extirpadas del canon, porque lo universal siempre fue lo masculino.

 

- Lo que resulta llamativo es que a día de hoy estas miradas siguen presentes en las generaciones más jóvenes. Por una parte está la última oleada del movimiento feminista, que es muy potente y esperanzadora, y por la otra, hay movimientos conservadores, de reacción al cambio, muy evidentes.

- Bueno, esto es verdad, pero yo quiero quedarme con el lado optimista. El hecho de que haya una reacción tan beligerante ante la última ola feminista tiene que ver con el miedo a asumir cambios. Lo veo muchas veces cuando voy a dar charlas a institutos, por parte de mujeres y también de chavales jóvenes, que sienten que les están quitando un lugar que les correspondía por derecho. Ellos no se dan cuenta de que ese lugar es un privilegio histórico que ahora hay que cuestionar. En mi opinión es de ahí de donde parten esas reacciones tan encendidas y tan beligerantes. Son un indicador de que verdaderamente la mirada feminista tiene la posibilidad de cerrar todas las brechas de desigualdad. Eso está calando y hay gente que lógicamente tiene miedo. Yo quiero verlo así, aunque también sé que esa posición nos coloca a las mujeres feministas en el centro de una diana que es muy peligrosa.

 

“La violencia contra el cuerpo de las mujeres está directamente relacionada con la violencia que se ejerce económicamente”

 

- Las cifras de violencia de género no son nada alentadoras, ni la aparición de partidos de extrema derecha absolutamente retrógrados.

- Sí, pero, en cualquier caso, hay una cosa a la que me refiero en Monstruas y centauras y en la que me gusta insistir, que tiene mucho que ver con esa presencia constante del cuerpo en mi literatura. Creo que la violencia contra el cuerpo de las mujeres, que se puede ejercer desde un punto de vista sexual tanto dentro como fuera de la casa, y desde un punto de vista físico –te matan, te violan, te agreden– está directamente relacionada con la violencia que se ejerce económicamente contra nuestro cuerpo. Cuando digo esto me estoy refiriendo a las cifras de paro, a la desigualdad, a los techos de cristal... Yo no entiendo una cosa sin la otra. Creo que los feminicidios son un síntoma cultural, un síntoma sociológico de esa violencia económica que se ceba muy especialmente, y desde hace mucho tiempo, sobre el cuerpo de las mujeres. Si no lo entendemos así creo que nos estaremos equivocando.

 

- Como colectivo, como sociedad, no hemos sido capaces de avanzar, de dar ese paso que hay entre El frío y Amor fou. La no superación de esa idea de las relaciones como posesión, como dominio, es muy llamativa.

- No, no hemos sido capaces de avanzar, pero yo vuelvo a querer ser muy optimista, y pienso que el día en que las diferencias de las mujeres no sean desventajas, tanto en el espacio público como en el privado, ese día será cuando las mujeres y los hombres podamos decidir hacer en el ámbito de nuestra intimidad lo que nos dé la gana, sin que nadie pueda interferir. Porque si no has partido de esas desventajas básicas, si no has asumido la sumisión histórica, sí que estarás capacitada para decidir lo que te gusta, y esto lo digo porque en ocasiones al movimiento feminista se le acusa de inquisitorial, de puritano. No, no es puritanismo, no es inquisición. Se trata de que los múltiples géneros seamos verdaderamente iguales y a partir de ahí decidamos si somos partidarias de la violencia en el sexo o si somos partidarias de la castidad o de que nos toquen una oreja. Pero todo ello en condiciones de igualdad.

 

“La literatura que me interesa es esa en que la inventiva literaria tiene que ver con cómo se combinan las palabras, no solamente para iluminar la realidad sino para construirla”

 

- Otros dos libros que dialogan en tu obra son La Lección de anatomía y Clavícula. Ambos son libros con una gran cantidad de elementos autobiográficos y ambos nos llevan a otro tema clave en la narrativa de Marta Sanz: el cuerpo y el dolor. Sueles decir que el cuerpo es un texto en el que quedan marcadas todas las cosas que vivimos.

- Así es. Parto de la reivindicación de la palabra autobiografía frente a autoficción. El pacto que firmo con los lectores y lectoras no es un pacto con la verosimilitud. Es un pacto ambicioso que intenta iluminar la verdad, el conocimiento, a través de las posibles combinaciones del lenguaje. La literatura que me interesa es esa en que la inventiva literaria tiene que ver con cómo se combinan las palabras, no solamente para iluminar la realidad sino para construirla. Tanto en La lección de anatomía como en Clavícula sucede esto y por eso los reivindico como libros autobiográficos, no autoficcionales. En cuanto a la metáfora del cuerpo, me gusta mucho que establezcas ese tándem entre estos dos libros. En La lección de anatomía se activa esa comparación de que el cuerpo es el texto en el que se quedan impresos los momentos de la vida, los vividos y los no vividos, porque las frustraciones también se pueden quedar grabadas en el cuerpo. Mientras que en Clavícula lo que sucede es que el texto es el que funciona como un cuerpo roto. Ambas novelas son como el anverso y el reverso de la misma moneda.

 

- El punto de partida de una y de otra es muy diferente.

- Sí. La lección de anatomía es un texto narrativo más convencional. Empieza en el momento en que a una niña le enseñan a leer las manecillas de un reloj y en el momento del parto de su madre, y acaba en un desnudo integral, en esa etapa en la que, al cumplir 40 años, ya es posible realizar un ejercicio retrospectivo para analizar por qué eres la mujer que eres en función de los relatos cotidianos que han compartido generosamente contigo otras mujeres de tu entorno. Es la construcción de todo el cuerpo a partir del relato. Sin embargo, en Clavícula no hay ese proceso extensivo, sino que es una pieza intensa, una pieza que se concentra en un solo punto de la anatomía que es la clavícula. De alguna manera La lección de anatomía es un libro centrífugo, en el que lo que importa mucho no es la singularidad de una mujer, sino lo que esa mujer tiene en común con todas las mujeres de su generación, con el entorno social, con el entorno político. El escritor Javier Pérez de Andújar me llegó a decir que no era una lección de anatomía sino una lección de geografía e historia. Mientras que en Clavícula hay una especie de ejercicio centrípeto, donde a través de esa concentración desmedida en un dolor que no se entiende afloran todos los miedos, de nuevo sociales, políticos, económicos. Lo que he buscado aquí es indagar en la idea de que yo personalmente, como ser humano, no puedo desvincular mis miedos físicos, psíquicos, sociales y políticos. He dicho ser humano, y debería hablar de mis miedos como mujer; aunque debo reconocer que Clavícula es un libro que ha gustado a muchos hombres. Evidentemente hay cosas que compartimos en esta etapa de capitalismo salvaje en la que nos encontramos.

 

“Tengo una visión muy amorosa, muy fraterna de la palabra escrita. Creo que si no fuera así no escribiría”

 

- En el libro está la idea del dolor individual como reflejo del dolor colectivo. El dolor físico que sentimos no puede separarse del dolor por todo lo que acontece a nuestro alrededor. Es decir, cuando vemos tanta injusticia eso se refleja en el cuerpo. Y comentamos, por ejemplo: “Me dan ganas de vomitar”. - Esa sensación de que lo físico y lo emocional van de la mano, así como lo individual y lo colectivo, es muy interesante en Clavícula.

- Así es. Una de mis obsesiones siempre ha sido ver cómo se desdibuja el límite entre el dentro y el fuera. No puedo pensar en un texto sin pensar en su contexto. No puedo pensar en un ser humano individual desvinculándolo de las coordenadas del mundo que le ha tocado vivir. Eso está ahí. Esa empatía con el dolor que pueden experimentar otras personas con las que compartes un momento histórico está en mi obra y es muy importante. De algún modo creo que refleja una concepción de la literatura gramsciana. Me explico: yo soy muy pesimista respecto al diagnóstico, respecto a las cosas que pasan. Tiendo a ver la botella medio vacía, porque creo que es la única manera de ponerse en la tesitura de llenarla. Si la ves medio llena eso te conduce a la conformidad, a la complacencia... Esa mirada pesimista está en mí, pero, por otra parte, soy una gran entusiasta del optimismo de la voluntad. Me paso la vida escribiendo libros porque de verdad creo, sinceramente, que la palabra literaria, que los libros, sirven para intervenir en el espacio de lo real, sirven para construir una realidad alternativa y sirven para crear vínculos fuertes con los seres humanos, a los que necesitamos. Tengo una visión muy amorosa, muy fraterna y muy sorora de la palabra escrita. Creo que si no fuera así no escribiría. Si no tuviera esa conciencia comunicativa del relato, si solamente fuera por mi propio ombligo y por mi propia vanidad, no creo que lo hiciera.

 

- Todos tus libros son políticos, de una u otra manera. Frente a los que dicen no saber nada de política, habría que reivindicar también la idea de que la política está en todas partes, en todo lo que hacemos y vivimos...

- Bueno, sí, pero aquí yo quiero hacer un matiz en lo que se refiere a los artefactos culturales. No todos los libros, películas y demás actos creativos son políticos, pero sí ideológicos. Casi siempre pongo el mismo ejemplo: Cuando Harry encontró a Sally. Claramente no es una película política, pero sí fuertemente ideológica. Es evidente que está perpetuando un modelo de relación sentimental y afectiva que, además, está en conformidad con lo que es el sistema y las ideas dominantes. Si la comparamos, por ejemplo, con un trabajo como Z de Kosta Gavras, comprendemos lo que es cine político. Para que haya un artefacto cultural que se pueda calificar de político tiene que haber una intencionalidad de intervenir y de interferir en lo que es el discurso dominante, las frases hechas del poder, la ideología invisible que no vemos porque la tenemos naturalizada. Ahí están los textos políticos.

 

“Me revienta ese estereotipo de la mujer que puede con todo y no se queja por nada”

 

- En Clavícula también resulta muy interesante la defensa de la queja. Tenemos todo el derecho a quejarnos de nuestros dolores, por mínimos que sean, tanto físicos como sociales, pero cada vez es más frecuente escuchar que si vivimos en Occidente somos unos privilegiados, que no deberíamos quejarnos cuando en otros lugares hay tanta gente pasándolo mal.

- Efectivamente. Y en este caso he querido afrontar el derecho a la queja en clave feminista. Desde el punto de vista de género a las mujeres, y eso se dice explícitamente en el libro, siempre se nos suele dibujar en la cultura en polos antagónicos y excluyentes: la madre y esposa y la puta; la mujer fatal y la novia abnegada... Y con la queja pasa lo mismo: o la princesa guisante o la mujer que puede con todo y no se queja por nada y se sacrifica por sus hijos y es callada, modesta y estupenda. A mí ese estereotipo me revienta. Yo no me siento ni una cosa ni otra. Ni la princesa guisante, ni esa mujer que puede con todo y que por lo tanto puede ser sobreexplotada dentro de la casa, fuera de la casa y en el tramo que va de fuera a dentro de la casa. Me parece una cosa terrible.

 

“Las personas que verdaderamente tienen todos los motivos del mundo para quejarse no tienen voz y no podrán quejarse nunca jamás”

 

- Cuanta más pobreza y miseria hay alrededor, menos podemos quejarnos. ¿Cómo romper con esa idea que a la larga conduce a la sumisión, al conformismo?

- Exacto. Es muy significativo. Yo he ido a clubes de lectura a hablar de Clavícula y ha habido un cincuenta por ciento de mujeres que se sentían muy identificadas y querían quejarse, mientras que el otro cincuenta por ciento me llamaban pija. “Te quejas por cualquier cosa. Si tú hicieras lo que yo hago...”, me decían. Y yo les contestaba: “Pues precisamente, si yo me quejo por cualquier cosa, como tú dices, es para que tú te puedas quejar. En mi queja te incluyo a ti, que ni siquiera te lo permites”. Debajo del “tú no te quejes, que eres una privilegiada”, que tanto escuchamos, asoma algo estremecedor, el hecho de que las personas que verdaderamente tienen todos los motivos del mundo para quejarse no tienen voz y no podrán quejarse nunca jamás. Por eso en Clavícula está el poema La niña de Manila. Esa inclusión de la materia poemática tiene que ver con el hecho de que yo estoy segura de que esa niña jamás va a tener la oportunidad de abrir la boca y quejarse. Entonces me pongo a mirarla desde ese ojo occidental que se permite ser condescendiente, compasivo, caritativo, y que lo que tendría que hacer es intentar actuar políticamente para que no haya jamás en la vida niñas así. Y volviendo a la pregunta, creo que ya está bien. Yo estoy muy harta de que me digan: “No, como tú tienes una casa no te puedes quejar”. Perdona, ¿cómo que no me puedo quejar; el hecho de que yo tenga una casa y mi vida económica más o menos resuelta implica que no pueda tener sentido crítico? ¿Qué pasa? ¿Qué el hecho de que tengas unos mínimos de dignidad te invalida para la crítica, para la acción política, para la solidaridad? Pues va a ser que no.

 

“Todos tenemos cuentas pendientes con la Transición como un momento vital importantísimo en nuestras biografías porque no nos sentimos identificados con el relato oficial”

 

- Otro tema muy presente en tu obra es la Transición. Está en Daniela Astor, en Amor fou también... Seguramente aparece en otros de tus libros...

- Sí. En un libro anterior que se llama Los mejores tiempos, el penúltimo libro que edité con Debate.

 

- Es otra realidad de este país que no acabamos de superar. La Transición parece intocable. La Constitución no puede cambiarse. Es como una piedra en el camino, una especie de asignatura pendiente.

- A los escritores y las escritoras de mi generación es un asunto que nos preocupa. Estoy pensando en voces muy distintas, en diferentes ángulos desde los que se aborda el tema, desde Cercas hasta Cristina Fallarás, pasando por Orejudo, por Manuel Vilas, Clara Usón, Rafael Reig o yo misma. Somos la generación de los 60, de los “baby boomer”, los que en la época de la Transición éramos adolescentes o jóvenes. Funciona, y esto lo digo en Daniela Astor y la caja negra, la metáfora histórica ideológica que coloca en paralelo nuestros cuerpos en transformación, con sus miedos y sus esperanzas, con el cuerpo en transformación de un país que también estaba lleno de miedo a los militares, a todo ese fascio que había por detrás, y a la vez tenía esperanzas en el cambio. Todos estos autores que he citado, y muchos más, representamos a gran parte de la ciudadanía. Todos tenemos cuentas pendientes con la Transición como un momento vital importantísimo en nuestras biografías porque no nos sentimos identificados con el relato oficial, ese relato que, como decía Javier Pradera, es un crecepelo exportable que nadie se terminaba de creer. Desde la literatura, cada uno de nosotros, estamos levantando nuestro propio relato. Esa obsesión por intentar entender lo que pasó en aquellos años, desde diversos puntos de vista ideológicos, tiene mucho que ver con un discurso político, periodístico, histórico homogéneo en el que nadie termina de estar cómodo. En mi caso, el título de Los mejores tiempos ya dice mucho. El título es la ironía de que ni muchas infancias ya son los mejores tiempos ni la Transición, entendida en su globalidad, supuso los mejores tiempos para mucha gente que se quedó en la calle, en una manifestación, con una bala en la cabeza.

 

“No hay que tener miedo a los cambios”

 

- Es algo que ha caído en el olvido.

- Sí. Se ha extirpado de la Transición una parte trágica que naturalmente existió.  Hubo bastante gente que se dejó muchas cosas en el camino para llegar a una democracia de la que yo no abomino, pero que se puede perfeccionar en muchos aspectos. No hay que tener miedo a los cambios. Los mejores tiempos refleja todo esto y Daniela Astor y la caja negra mira a la Transición a través de unos ojos desde los que habitualmente no es contada, los ojos de las niñas que éramos adolescentes o púberes en ese momento. En esta novela lo que quería contar era como mi modelo de lo que era una mujer admirable estaba condicionado por las representaciones de mujeres admirables que me rodeaban en ese momento, que eran las musas de la Transición y las musas del destape. Todo eso se te queda y después tienes que ir intentando quitarte esa grasilla poco a poco. Ese proceso es el que se aborda en Daniela Astor.

 

“La literatura nos ayuda a aproximarnos a los acontecimientos históricos desde esa visión de que lo personal es político”

 

- Normalmente el argumento que se utiliza para no introducir modificaciones es el de que en esa época no se pudo hacer de otra manera. Pero, ¿ese pacto establecido tiene que durar eternamente?

 

- Bueno, lo que yo creo es que se ha producido una sacralización de la legalidad constitucionalista que obvia el hecho de que muchas veces para que se produzcan transformaciones progresistas dentro de una sociedad hay que cambiar las leyes. En el caso del pánico que produce cualquier tipo de reforma constitucional me parece que es absolutamente desmesurado y que se podría hacer sin repercusiones traumáticas para nadie, a no ser que la gente sea carpetovetónica en el peor sentido de la palabra. Lo terrible ahora en nuestro país es ese rebrote de una ultraderecha tremenda que está conectando, a nivel global, con un pensamiento hegemónico imperial trumpiano, con una derecha pragmática que lo relativiza todo y que fomenta los bulos y las mentiras, las denominadas “fake news”. Todo eso está aquí y se mezcla con nuestra particularísima derecha patria. Una derecha que tiene sus raíces en ese señor que ha salido recientemente del Valle de los Caídos, suscitando polémica, algo absolutamente impresionante. Se quiere vender la fantasía de que todos somos iguales y no, señores, no todos somos iguales. En este sentido me parece interesante insistir en que, cuando se aspira en la literatura y en las artes a lo universal, hay determinados temas que no se pueden abordar desde esa perspectiva. Si tú hablas desde una perspectiva universal de las guerras, las guerras ya sabemos todos que son malas; que hay muertos y hay sangre en un bando y en el otro; que los seres humanos se animalizan y sacan lo peor de sí mismos... Pero a mí lo que me interesa de las guerras no es lo universal. Me interesa quién las declara; quién las motiva y contra qué se rebelan; quiénes fueron los vencedores, quiénes fueron los vencidos... Me interesan las cosas particulares y creo que la literatura nos ayuda a aproximarnos a los acontecimientos históricos desde esa visión de que lo personal es político, desde esa visión intrahistórica que nos ayuda a interpretar y a entender las cosas más allá de la abstracción y de las vulgaridades.

 

“Me paso la vida escribiendo libros porque creo que sirven para construir una realidad alternativa”.

 

“La empatía con el dolor de otras personas con las que compartes momento histórico es importante en mi obra”.

 

Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

20 de marzo de 2020

 

“Nadie tiene derecho a tratar conmigo como si me conociera”: la afirmación intimida y pone a todo aquel que quiera intentar una aproximación al escritor suizo ante una difícil tesitura. Tal vez la solución sea precisamente conocerlo, metiéndose para ello en la concha de caracol desde la que siempre escribió y utilizando como él un lápiz, un sencillo lápiz como los que su padre vendía en la tienda de artículos de papelería y encuadernación que regentaba en Biel y que, visto en perspectiva, bien puede entenderse como una premonición de aquello que más tarde se convertiría en esencial para el sexto de los siete hijos de los Walser. El negocio en aquellos años funcionaba bien y la numerosa familia vivía de manera desahogada, aunque poco después, a finales de la década de los 80, la gran depresión acabaría con la práctica totalidad de los pequeños negocios, también con el suyo. Para obtener ingresos, la familia se vio obligada entonces a alquilar algunas habitaciones de su casa y, al final, acabó por trasladarse a un barrio más pobre de la ciudad. La madre, melancólica y con una marcada tendencia a las crisis depresivas y emocionales, que heredarían algunos de sus hijos (el propio Robert, además de Ernst, fallecido en 1916 en Waldau, donde estaba ingresado por una enfermedad psíquica, y Hermann, que se suicidó en 1919), nunca llegó a superar el fracaso económico, enfermó y murió pronto, en 1894. Lisa, la hermana mayor, se encargó de cuidarla durante los años de la enfermedad y también de llevar la casa mientras la situación económica empeoraba de día en día. Robert y su hermano Karl, el futuro dibujante, se vieron obligados a abandonar la escuela un año antes de terminar el bachiller, un brusco cambio de su situación vital que dejaría en el futuro escritor una huella indeleble, la cual revirtió en su escritura de manera singular, distanciándola, volviéndola casi esquiva a medida que intentaba alejarse cada vez más de un mundo que le resultaba ajeno, de un mundo en el que sus anhelos de vivir de la literatura se verían truncados una y otra vez, de un mundo en el que solo encontró protección en la distancia.

            Así fue como en 1892 Walser empezó a trabajar como aprendiz en la filial de Biel del Banco Cantonal de Berna. Los problemas económicos y la falta de cariño materno van creando un vacío en la vida del futuro escritor, que no se llenará ya nunca más. En realidad el trabajo en el banco no es más que un intento de encontrar una estructura para una biografía que ha empezado a tambalearse en sus cimientos, tal como puede comprobarse en los numerosos monólogos interiores que recorren la novela Los hermanos Tanner (1907), a través de los que Simon intenta dar forma a su existencia. Es Walser el que habla consigo mismo y este recurso, que le permite establecer una conversación solitaria, sin respuesta, será en todo momento el favorito de su escritura, la forma que, como su concha, lo protegerá del exterior. El trabajo no es para él un medio de vida, sino simplemente un papel que debe desempeñar, otro más de entre los muchos que representó siempre en casa, un disfraz, en el fondo, como los que utilizaba para estas actuaciones y de los que nos ha quedado un magnífico testimonio en un dibujo que su hermano Karl le hizo en el papel de Karl Moor, el protagonista de Los bandidos de Friedrich Schiller. El pequeño Walser parece encontrarse a gusto en este juego de papeles que, con el tiempo, se convertirá en una constante, pues los límites entre realidad y ficción se difuminan en su vida y en su obra hasta lo irreconocible, como si de una sola se tratara: “¿Quieres cambiar la vida real por la apariencia, el cuerpo por su reflejo?”, escribe en 1902. Pero a pesar de la atracción que siente por la escena, y a pesar también de la decepción que le supuso no haber conseguido un papel en una obra que se iba a representar en el Teatro Real de Stuttgart (su expresión era poco ágil), pronto se convence de que esa profesión no le ofrece la intimidad que necesita para llevar a cabo su juego con el otro. A la ciudad suaba había llegado en 1895, siguiendo a Karl, que aprendía allí a pintar interiores, aunque un año después, tras la fallida experiencia teatral y haber trabajado en una librería, decide regresar a Suiza, andando, para establecerse en Zúrich con el firme propósito de ser escritor.

Walser estaba convencido de que el torrente de emociones que podía expresarse a través del lenguaje y la mímica, la expresión lingüística en su totalidad, debia tener su mejor espacio de manifestación en el teatro. Pero no fue capaz de llevarlo a la práctica, pues los primeros intentos dramáticos no resultaron en textos comparables a su prosa posterior. No obstante, dan testimonio de un joven autor en busca de su identidad, que reflexiona a la vez sobre las numerosas posibilidades que ofrece la escritura, jugando incluso con los géneros, como puede verse en un cuento en verso, Cenicienta (Aschenbrödel, 1901), en el que trata de armonizar la anhelada fusión entre realidad y ficción, convirtiendo al género literario en un personaje más y desarticulando su forma clásica y su final feliz: la protagonista no pretende una vida de princesa, pues lo que el príncipe le ofrece no cuadra con sus ideales de emancipación. Junto a ello la defensa que aquí se hace del hecho de servir a otras personas, vista no como humillación, sino como resistencia frente a la común idea de actuación pasiva, hace de este breve drama una clave para la comprensión de la posterior obra walseriana. Algo similar es lo que ocurre con Blancanieves (Schneewittchen), publicada también ese mismo año, una continuación del cuento original que desarticula el texto clásico convirtiendo en pasión lo que en este es amor. Blancanieves no anhela otra cosa más que regresar a su mundo sin emociones de la casa de los enanos, pero, como no puede hacerlo, se inventa otro y, con él, un final conciliador. La moraleja del cuento es, por tanto, sospechosa, pues responde, en realidad, a una moral concreta con la que Walser nunca llegó a estar del todo de acuerdo: la del mundo burgués.

Y eso que cuando dio sus primeros pasos como escritor aún la aceptaba y respetaba sus convenciones, intentando lograr la aceptación de sus futuros lectores. Tiene solo veinte años en el momento en que sus primeros poemas ven la luz en un periódico local. Josef Viktor Widmann lo había hecho posible, y él mismo escribe una reseña en la que constata “tonos verdaderamente nuevos”. Al escritor Franz Blei le llamaron la atención y le introdujo en el círculo de la revista Die Insel, donde Walser publicaría sus textos a partir de entonces. Asimismo promovió su colaboración en otras revistas como Der blaue Vogel y Die Opale. Los círculos de escritores reconocidos van abriéndose para recibir al nuevo poeta: Frank Wedekind, Alfred Kubin, Marcus Behmer, los dos últimos también conocidos ilustradores. Pero Walser parece no sentir demasiado interés por relacionarse con estos representantes de una vida establecida, ante la cual, el poeta parece ahora asustarse. Necesita su autonomía, no como gesto de resistencia ante la moral burguesa, sino como requisito para la propia existencia. Las condiciones para dedicarse a la literatura son en Múnich más favorables que en ningún otro sitio, pero le siguen faltando los recursos económicos y regresa a Suiza. Los trabajos que desempeñará a partir de entonces serán muchos, pero también de corta duración: empleado en diferentes empresas, en una editorial, en una compañía de seguros, en un banco, ayudante de un ingeniero… Son espacios en los que escribe mientras simula trabajar, espacios que, al igual que sus constantes cambios de residencia, suponen un nomadismo existencial, una fuga constante, ya sea de alojamiento, ciudad, taberna u oficio, en un intento continuo de evitar “llevar una vida ociosa y angustiada junto a la estufa de casa”, en palabras de Jakob von Gunten. Durante la I Guerra Mundial prestó el servicio militar y, al final, trabajó también como bibliotecario. Pero lo más importante para él eran sus textos. Y así, tras una larga correspondencia con Rudolf von Poellnitz, entonces director de la editorial Insel, Los cuadernos de Fritz Kocher (Fritz Kochers Aufsätze) vieron la luz en diciembre de 1904. Se trata de una colección de redacciones escolares que un editor ficticio publica tras la muerte de su joven autor. El volumen trae consigo una nueva estética, la de la escritura sin un tema concreto, la que no tiene un contenido específico: “Me gusta escribir sobre todo sin diferencia alguna. No me atrae la búsqueda de una trama determinada, sino elegir palabras hermosas, delicadas”. Los textos no tienen un orden aparente y el estudiante va perdiéndose poco a poco en diferentes argumentos y reflexiones, que conforman el marco para las opiniones de un joven respecto de su entorno (la escuela, la familia, el bosque, la patria…), expuestas con esa aparente ingenuidad que oculta tras de sí la mordaz ironía walseriana.

Después de Los cuadernos y en un periodo de tiempo de escasos tres años, Walser escribe la trilogía de novelas que lo hará famoso: Los hermanos Tanner (Geschwister Tanner, 1907), El ayudante (Der Gehülfe, 1908) y Jakob von Gunten (1909). Compuestas durante su estancia en Berlín, son un recorrido por la temática inherente al conjunto de su obra, y que se convertirá con el tiempo en una categoría propia, la de la identidad, articulada en la línea del proceso de reflexión sobre el tema que domina de principio a fin toda su producción literaria. El papel dominante lo desempeña, en su caso, el juego irónico con la idea burguesa del yo inalterable del individuo, a través del cual Walser ofrece una visión desilusionante del proceso de formación y desarrollo, que conlleva a su vez una nueva visión de los conceptos de “individuo” e “identidad”, los cuales han ido variando su significado en el proceso histórico que ha contribuido a la transformación de la sociedad de clases. La identidad es ahora una tarea individual, aislada. Klaus Tanner, el médico establecido y de buena reputación, representa de forma más pura el modelo de identidad del siglo XIX, ese modelo ahora sin valor, que Walser describe con una ironía provocadora, como si de una caricatura se tratara. Su hermano Simon, el menor, se agota en numerosos intentos fracasados de conseguir formar parte de esa sociedad, presentados en una linealidad fragmentada que prefigura ya la nueva novela moderna. Y Kaspar, el artista, que ve su trabajo como la única posibilidad de una vida auténtica, fracasa igualmente en un entorno lleno de clichés, que no comprende que alguien pueda vivir una vida libre, sin ataduras sociales. Para evitar el fracaso, Klaus, el mayor de los hermanos, lo anima a ir a Italia, el único lugar donde, desde su punto de vista convencional, podrá conseguir la madurez necesaria para dedicarse al arte. Pero el mito de Italia se desmonta en esta novela a través de los ojos de este artista que no considera en absoluto que en ese país del sur puedan existir más bellezas que en cualquier otra parte. Interesante aquí es el hecho de que las conversaciones entre los hermanos, aunque contradictorias, responden, sin duda, al discurso modernista.

Walser había llegado a Berlín en 1905, pues la capital alemana le parecía el lugar más adecuado para desarrollarse como escritor. Berlín era el centro político de Alemania, pero también el centro de las ansias de poder y expansión del imperio alemán. Militarismo e imperialismo se respiraban en cada esquina. Allí estaba ya su hermano Karl, ahora un ilustrador famoso, con una reputación que posibilitó a Robert nuevos contactos, entre los que se contaba el editor Bruno Cassirer, quien le animó a escribir su primera novela. Pero la vida de la bohemia berlinesa tampoco parece ajustarse a él y, aun consciente de las posibilidades que se le ofrecen para dedicarse a la literatura, no está dispuesto a aceptar sus condiciones y entra en una escuela para mayordomos en un intento de escaparse una vez más de un entorno que le es ajeno y recogerse y diluirse en él hasta pasar totalmente desapercibido. Incapaz de adaptarse a las exigencias de la sociedad, se esconde ahora tras el uniforme de la escuela, desde donde no puede verse su escaso, o quizá nulo, instinto social. Y así, tras concluir su formación, entra en 1905 al servicio de la casa Dambrau en Silesia. La experiencia al servicio de otros resultaría después en una constante que dará forma a esa categoría “identidad” con la que nunca dejó de experimentar en sus textos. Tal vez porque el hecho de servir a otros ocultaba sus aspiraciones reales y le daba la oportunidad de perderse tras un yo en el que poder realizar actividades que de otra forma le hubiera resultado imposible llevar a cabo.

En la atmósfera berlinesa, en la que todo es grande y monumental, desarrolla Walser su amor por lo pequeño, por lo insignificante. Pero es un amor heredado. Heredado de la tradición helvética. Y será precisamente en el contraste con la gran ciudad, cuando Suiza empiece a revelarse como la auténtica concha de caracol, que dará refugio al poeta en todos los sentidos. Valora cada vez más el incógnito y, sin quererlo, hará de él uno de los motivos por excelencia de la literatura modernista: el papel del escritor que se oculta en sus palabras, sus posibilidades y perspectivas, se convierten en tema de reflexión en muchos de sus textos en prosa, tal como se refleja en El ayudante, su novela de mayor éxito. Publicada en 1908, las referencias autobiográficas son obvias, pues recogen las experiencias del autor durante el tiempo que trabajó como ayudante del ingeniero Carl Dubler en Wädenswil. El personaje de Joseph Marti es, sin duda, uno de los más representativos de la obra de Walser, tanto por su especial significado como testigo del ocaso de la conciencia burguesa como por el magnífico juego de perspectivas narrativas en el que se enmarca su historia y que hace de esta obra un paradigma de la modernidad. Nada cambia en la vida de Joseph desde que entra al servicio de Tobler, de forma que abandonará la casa exactamente igual que ha llegado, sin haber experimentado ningún tipo de evolución. Además, su incapacidad a la hora de escribir sus memorias niega, por otro lado, el significado de su propia persona, de su ser como individuo. Pero a partir de este momento, el ayudante, el sirviente que está a disposición de otros, se convierte en uno de los personajes definitivos en sus textos, aunque el hecho de “servir” no deja de ser, en realidad, más que una forma oculta de dominio que, precisamente en el contexto del fin de siglo, puede leerse también, en una dimensión filosófica, como una fórmula contraria a la postulada por Nietzsche. Sus jóvenes protagonistas centran todos sus esfuerzos en una única cosa, el cumplimiento del deber, la obediencia, pues creen que únicamente obedeciendo pueden escapar a la responsabilidad que conlleva la existencia, ya que, en realidad, no quieren ser nadie. La obsesión por la insignificancia que dominó al autor durante toda su vida encuentra aquí una de sus mejores expresiones.

Frente a la crisis de la identidad individual los personajes de Walser representan nuevas perspectivas para el yo: el Instituto que se describe en Jakob von Gunten, la tercera de las novelas, en sí un modelo de Estado autoritario, ve desmitificado su supuesto poder por la actitud de los personajes, caracterizados por la ironía inmanente a la propia obra, la más abstracta de la trilogía, y, sin embargo, la más valorada por Kafka: “Conozco Jakob von Gunten, un buen libro”. Siendo así, era de esperar que los lectores de aquel momento no lo entendieran del mismo modo. Y hasta el propio Walser supo siempre que su forma de narrar lo cotidiano sin añadir a lo narrado ningún tipo de emoción no se correspondía en absoluto con las expectativas del público de una época demasiado acostumbrada aún a los tonos realistas. Además, la novela supone una crítica radical a los fundamentos de la identidad moderna esto es, a la autonomía y a la autosuficiencia del individuo, que se ve obligado a renunciar al “yo” hasta hacerlo desparecer convirtiéndolo en un “encantador cero a la izquierda”, que no pretende otra cosa más que alcanzar el estatus de sirviente, socialmente despreciado a todos los niveles, situándolo en la más absoluta mediocridad y haciendo así que se diluya cualquier aspiración a tener un papel en la sociedad, a la que sirve con absoluto desinterés personal, libre del deseo de encumbrarse en ella.

Justo un año antes del estallido de la guerra, Walser abandona Berlín. Es probable que allí escribiera tres novelas más que acabó desechando y quemando. No se ha conservado ningún borrador, tal vez porque su despedida de la capital supuso también su despedida (por el momento) del género novelesco, con el que había estado obsesionado durante todo el tiempo de su estancia en la gran ciudad y que ya no se correspondía con la forma “pequeña y reducida” de Suiza. Se refugió entonces en lo que él denominaba como “la concha del caracol del relato breve”, un refugio que, aunque no lo protegía de la crítica, al menos sí lo hacía de cualquier tipo de comparación desmedida, y le permitía reducirse, desvanecerse, desaparecer. Fue también la despedida de su hermano Karl, a quien había seguido siempre que había podido y a quien admiraba sobremanera. De vuelta en la Confederación, en la buhardilla del hotel «Zum blauen Kreuz», en la que vivirá hasta 1921, Walser da forma a un breve relato, Vida de un pintor (Leben eines Malers), que verá la luz en enero de 1916 en la Neue Rundschau. Por primera vez desarrolla la forma en la que, a partir de ahora, dará expresión a nuevos textos: cuadros en prosa. El relato es un montaje de descripciones de diversos cuadros de Karl Walser, pintados todos en 1900 y expuestos en el museo Neuhaus de Biel, y que el narrador va describiendo al hilo de la historia del artista. No obstante, el personaje no desempeña aquí el papel principal, aunque posee un significado muy peculiar en tanto que los cuadros sirven de superficie sobre la que se proyecta la imagen de un artista poco seguro de sí mismo. Ese mismo año publica el relato Vida de poeta (Poetenleben), un relato que sigue manteniendo la estructura y el estilo en los que Walser parece encontrarse cómodo: la descripción de un retrato, una biografía con referencias claramente autobiográficas, que el narrador intenta esconder utilizando la forma del plural. En la obra, el uso del lenguaje administrativo que el poeta se ha visto obligado a utilizar en sus numerosos puestos de trabajo le otorga el anonimato tan valorado por Walser al tiempo que se convierte en el vehículo de expresión para el fracaso del propósito de la escritura: describrir una vida real. El modelo ya lo había perfilado en 1905 en el relato Vida de un escritor (Leben eines Dichters), donde recoge momentos concretos de la vida de un poeta y construye con ellos diferentes escenas que resultan en una biografía. Pero en una biografía fuera de lo común, ficticia, a través de la que el trabajo del poeta se convierte en la metáfora de otra forma de escribir, en la poética del propio Walser, reconocible aquí ya en todos sus contornos. Los retratos, en los que siempre habrá una relativa autorreferencialidad, se acumulan también a lo largo de los siguientes años: Kleist en Thun (1907), Brentano (1910), Dickens (1911), Lenz (1912), Kotzebue (1912), La huida de Büchner (1912), Lenau (I) (1914-15), Hölderlin (1915), Hauff (1917), por nombrar tan solo algunos, en los que Walser parece buscar sus modelos, sus referentes.

Los textos de este periodo ponen de manifiesto que se siente a gusto de vuelta en Suiza. El escritor recorre bosques y pueblos, y pinta cuadros, cuadros mentales, de las gentes con las que se encuentra. Pero también de la naturaleza. Sus Prosas breves (Kleine Dichtungen), publicadas en 1915 en la editorial de Kurt Wolff, son testimonio de la intensidad con la que observa su entorno, y con ellas ganará Walser el único premio que obtuvo en su vida. Fueron años productivos, durante los que escribió varios volúmenes de prosa breve y una narración de mayor extensión, El paseo (Der Spaziergang), publicada en su versión definitiva en 1920, en la que el relato se orienta a la forma del movimiento del paseante como vehículo de expresión y alimento existencial de una vida atormentada. Pero también son años en los que el autor conoce una cara más negativa de la vida: la del soldado de infantería. Walser es reclutado con cierta regularidad; a veces no le dan bien de comer, aunque vino no falta nunca en el sur de la Confederación. En cualquier caso, la situación no le agrada, pues no le deja tiempo para escribir. Los textos en los que refleja vivencias de este periodo ponen de manifiesto una situación inusitada: cómo el servicio militar puede llegar a ser un refugio para el individuo e incluso darle la oportunidad de tener un hogar. Porque, aunque el país no participa directamente en la guerra, la vida en Suiza experimenta cambios que se reflejan también en la situación política posterior al conflicto. Pero Walser prefiere seguir al margen, en su concha, pues las transformaciones políticas no le ofrecen ninguna garantía: “Lo político me aburre”, escribe en1919 a uno de sus editores. La situación repercute también en la vida cotidiana de los individuos: los alimentos se racionan y Walser se ve obligado con frecuencia a pedir ayuda a Frieda Mermet, la única mujer que, en este periodo en el que ha vivido tan solo, ha conseguido despertar su atención. La ha conocido en Bellelay, donde trabaja como regente de una lavandería. Con ella mantendrá una larga correspondencia, en la que hablará de amor e incluso de matrimonio; pero la perspectiva de futuro no resulta muy halagüeña debido a la falta de ingresos económicos con los que poder mantener una familia. También con Johanna Lüthy, que vivió en su mismo edificio en Zúrich entre 1896 y 1897, mantuvo Walser una estrecha relación que se refleja en reflexiones, personajes y escenas que recuerdan los meses que pasaron juntos. El sentimiento se cuela de este modo entre las líneas de sus textos, y así, tanto en cartas como en esbozos, el escritor deja hablar al amor que él concibe como algo tan poderoso, de tal grandeza, que es imposible vivirlo. Pero, al escribir sobre ello, Walser coloca a las mujeres en el centro de su creación, haciendo ver que, en cuestiones de amor, aunque sea con las camareras de las tabernas que frecuenta, incluso el fracaso conlleva felicidad.

Aunque durante este tiempo haya habido algún pequeño rayo de esperanza, los años de la guerra han dejado también su huella en el escritor. En 1917 Walser había dejado de utilizar la pluma como instrumento de escritura. La tinta no le otorga suficiente confianza, le parece sospechosa. Pero, en realidad, este cambio coincide con las primeras manifestaciones de ciertos trastornos psicosomáticos que le provocaron calambres en su mano derecha, y que él quiso atribuir a una animosidad inconsciente hacia el útil de escritura. El lapicero, que ya siempre le acompañará, trae consigo un cambio en su letra, pues hace que los rasgos de su grafía pierdan el contorno y se hagan más ágiles. Por otro lado, lo escrito a lápiz sugiere transitoriedad, parece perecedero y le ayuda en su voluntad de empequeñecimiento y desaparición en el entorno que lo rodea. La mala situación que atraviesa el autor repercute también en su físico. Walser, que nunca ha tenido en mucho su aspecto, continúa abusando del alcohol, sin prestarle ahora ninguna atención. Las experiencias límite que está viviendo desembocarán en una grave crisis. Su hermana Lisa le propone ingresar por un tiempo en la clínica de Bellelay. Durante el invierno de 1918 Walser vuelve a trabajar en una novela: Tobold. El manuscrito está listo en 1919 y lo envía a Rascher, el editor, pero también en el mundo editorial la guerra ha dejado sus huellas y nadie parece interesarse por el texto, de manera que no se sabe prácticamente nada de esta obra perdida. En 1922 vuelve a intentar conseguir un editor para otra novela: Theodor. Pero Walser ya no interesa. Tan solo consigue publicar unas pocas páginas al año siguiente en Wissen und Leben, la revista que dirige Max Rychner. De nuevo un texto en el que, con el topos de la búsqueda de un empleo como trasfondo, el protagonista ocupa un puesto secundario como secretario de una asociación de artistas y acaba siendo despedido por el rico comerciante con cuya esposa mantiene una relación.

A comienzos de 1921 Walser se traslada de Biel a Berna. Ocupa aquí un puesto como bibliotecario en el Archivo Municipal y, por fin, puede disponer de unos ingresos regulares. El ritmo de la vida en la capital no desagrada al escritor. Pero todo ha cambiado, y ahora tiene menos ideas y menos tiempo para escribir. El nuevo puesto, sin embargo, le da seguridad. Frieda Mermet sigue siendo su mejor amiga, su mejor corresponsal. También su mayor ayuda, pues le envía alimentos desde Bellelay y, a pesar de sus muchas quejas, lo cierto es que durante el tiempo que pasa en Berna Walser compone un buen número de textos. A pesar de no encontrar editor, consigue publicar en los suplementos de periódicos como la Neue Zürcher Zeitung o el Basler Nachrichten. Su trato con editores y redactores se vuelve cada vez más complicado, es desconfiado, cuidadoso, siempre preocupado por que le paguen lo que lo corresponde. Será su último gran periodo creativo.

En 1925 aparece el que será su último libro, La rosa (Die Rose), una colección de pequeños esbozos en prosa. Es el balance de su vida literaria: retratos de autores, de obras, recuerdos de infancia, de lecturas, impresiones de representaciones teatrales, todo ello expuesto sin ningún tipo de emoción, como siempre ha hecho. Aun siendo así, este volumen supone el autorretrato más lúcido de su autor, el retrato abstracto de una existencia solitaria que explica su rechazo a que nadie pudiera tratarlo como si lo conociera, su deseo de seguir refugiado en su concha. A La rosa regresan todos los temas que han configurado su obra y su vida, pero tan solo uno puede definirse como su auténtico leitmotiv: la búsqueda de una forma para seguir viviendo en las diferentes posibilidades de su identidad. La vida solo puede hacerse comprensible gracias a la abstracción, este es el programa de la colección, y tal vez por ello, al igual que Jakob von Gunten, resultó un absoluto fracaso en unos tiempos en los que el individuo necesitaba aferrarse a la realidad. Es evidente que Walser ha perdido el interés del público, y con él también el de los editores. Pero ello no le quita las ganas de escribir. Y, aunque parezca que sus textos no cesan de dar vueltas sobre las mismas cuestiones de antaño, sobre su identidad, en definitiva, por sus propios comentarios es posible intuir que la imagen que el autor tiene de sí mismo ha cambiado. Su estilo también es diferente, se ha vuelto más metafórico, más artificioso, más vanguardista. Sus largos paseos y sus viajes a pie (de Berna a Biel, incluso a Ginebra) aumentan en él la sensibilidad para percibir el paisaje, la naturaleza. Caminar, vagar, es su manera de vivir, su recurso ante las exigencias de la existencia, el necesario alimento para sus sentidos. Los colores y los sonidos se han convertido ahora en su cotidianeidad, las imágenes poéticas se vuelven más abstractas, los retratos se convierten casi en caricaturas de personajes mínimos, anónimos, seguramente porque la convivencia entre paseante y naturaleza incrementa la relación sujeto-objeto.

En 1926 empieza a trabajar en una nueva novela. Se trata en realidad de la descripción del proceso ficticio de configuración de un texto, o lo que es lo mismo, de una nueva reflexión sobre el proceso de escritura. Aunque conoce la forma, el resultado no es ahora el mismo. El marco para este nuevo intento es la vida en Berna, y a través de ella, en acumulaciones graduales, en la desarticulación de la estructura y el contenido, se prefigura ya la crisis que el género vivirá durante el siglo XX. La ilusión de la ficcionalidad desaparece y lo que se lee aquí no es más que la articulación de un texto literario sin más, el escritor situado frente al papel.

Pero la novela no verá nunca su fin y Walser comenzará paulatinamente a escribir menos, y también a retirarse definitivamente de la vida social. No escribe pensando en un posible lector y su escritura, igual que su persona, se reduce, se minimaliza, como si quisiera ocultarse incluso a sus propios ojos. Walser siente la necesidad de esconderse de todo lo que lo rodea disminuyéndose a sí mismo en la escritura, en una nueva escritura sin contornos, diminuta, imperceptible, en la que llevar a término su poética de la reducción. Los textos de los últimos años, escritos de manera micrográfica, no tienen contorno, pero sí estructura. No pueden ordenarse siguiendo modelos racionales, pero reflexionan sobre su propio proceso de composición. Son, en este sentido, mucho más radicales que los trabajos en prosa de los primeros años, y también su consecuencia lógica, la expresión de su peculiar individualidad, pues la propia biografía sigue siendo la fuente de la que el autor se abastece, aunque se oculte tras las máscaras más diversas. En los microgramas, para los que el autor utiliza todo papel que encuentra disponible (márgenes de pruebas, sobres, facturas, telegramas, formularios de impuestos…), juega con los géneros, con el lenguaje y se recrea en artificios y rimas que a veces confunden, pero los temas se repiten, aparecen una y otra vez configurando así una unidad temática en la que el quehacer literario en sí desempeña un papel fundamental. Walser vuelve a escribir una novela: El bandido (Der Räuber). Para ello utiliza, sin embargo, cuartillas escogidas, no cualquier papel que pueda tener a su disposición, y la cuidada caligrafía, toda una obra maestra, permite ver el interés que el autor tenía en la composición de este texto. La constelación de personajes y espacios es conocida: un entorno burgués en el que “el bandido” no tiene posibilidad alguna de supervivencia, situándose así en la estela dejada por sus predecesores Simon Tanner, Joseph Marti y Jakob von Gunten.

Pero poco a poco Walser va haciéndose cada vez menos perceptible, tanto a nivel personal como literario. A simple vista resulta imposible descifrar lo que escribe. El tamaño medio de su letra no supera los dos o tres milímetros. Esta desaparición progresiva de la visualización de sus textos supone en cierto modo también el inicio de una larga despedida. Aunque sigue clamando por una consideración digna como escritor, como si la ironía se personificase en sí mismo pretendiendo a un tiempo ser reconocido y pasar desapercibido como autor y como persona, Walser ha perdido a su público. Sus textos solo ven la luz en un periódico checo, la Prager Presse. Max Brod es uno de sus editores. Está ahora más solo que nunca. No sale demasiado, a veces al teatro, a veces a la ópera, aunque mantiene aún su correspondencia con Frieda Mermet, con su hermana Lisa, con algunos editores, e incluso inicia una nueva con la joven Therese Breitbach, quien se había puesto en contacto con él para hablarle de su hermano, el también escritor Joseph Breitbach. En sus cartas, quizá debido al anonimato que le da la falta de conocimiento personal, Walser habla abiertamente de cómo se siente y las descripciones de sus estados de ánimo permiten acercarse no solo a la vida interior de Walser, sino al sentir de toda una generación, a un ambiente que el escritor sabe describir hasta en sus más mínimos detalles. Contienen además numerosos recuerdos de su infancia y de los años pasados en Berlín, escritos con un tono de grata confianza, en realidad un testimonio más de la soledad que se había adueñado del autor.

Los recuerdos se convierten ahora en otra constante más que añadir al resto de motivos que pueblan sus textos. Walser ha cumplido 50 años y el paso del tiempo, la vejez, ocupan cada vez un espacio mayor en sus pensamientos. Quizá por ello en los microgramas hace a menudo balance de lo pasado como si de alguna manera previera un cercano final. Y, ciertamente, al año siguiente, en 1929, Walser experimenta una crisis aguda que los médicos del sanatorio de Waldau diagnostican como esquizofrenia. Aunque dice sentirse bien, ha ingresado allí por consejo de su hermana. La consecuencia inmediata del cambio de estado es el abandono de la escritura. Incluso las cartas, que ahora firma de manera decidida y reivindicativa como el “escritor Robert Walser”, empiezan a ser más escasas y su correspondencia cesará definitivamente, al igual que la escritura, cuando el 19 de junio de 1933 sea ingresado contra su voluntad en Herisau: “Es absurdo y cruel plantearme la exigencia de que escriba también en el sanatorio […]. ¿Para qué? Mi mundo fue destruido por los nazis”. Tan solo siete cartas se han conservado de los primeros dos años que pasó allí, pero el tiempo de escribir hasta quedarse sin fuerzas ha quedado definitivamente atrás. La última carta tiene fecha del 10 de julio de 1949 y está dirigida a Carl Seelig, su única compañía desde que lo conociera en la institución en 1936. Son los años de la guerra, los años del caos y el horror que Walser, sin embargo, vive de lejos, aunque empiezan a manifestarse en él ya síntomas claros de la enfermedad: alucinaciones, miedos, voces.

Seelig, editor y mecenas, se interesa por sus textos y quiere que se publiquen. Al principio Walser se alegra, pero rápidamente se da cuenta de que ello supondría un trabajo ímprobo y pierde toda esperanza de poder hacerlo. Seelig va a verlo con frecuencia y mantienen largas conversaciones, dan largos paseos. Hablan de recuerdos, de conflictos acallados tras el silencio de cada uno de los pacientes de Herisau, de comida, de literatura: adora los textos de Gottfried Keller y aprecia mucho el estilo de Conrad Ferdinand Meyer; sobre los colegas alemanes, Thomas Mann o Eduard von Keyserling, las opiniones no son tan buenas. Con el paso del tiempo Seelig se convirtió en su tutor, se ocupó de sus finanzas y consiguió siempre fuentes de financiación que evitaron al escritor una de sus mayores preocupaciones: depender de la caridad en el asilo de Teufen.

Como era su costumbre, también el día de Navidad de 1956 Walser salió a dar un paseo tras el almuerzo. Al empezar a subir una cuesta su corazón falló. Poco después unos niños lo encontraron tendido en la nieve. La policía hizo una foto de ese momento, reproducida hoy en numerosas ocasiones. Al verla, el lector de su primera novela recordará sin duda la imagen del cadáver del desafortunado poeta Sebastian, a quien Simon Tanner encuentra muerto sobre la nieve. Con otra premonición cumplida el círculo se ha cerrado, el círculo de una vida y una obra que discurrieron como si de una sola se tratara, al margen de un mundo hostil que llevó a ambas a ocultarse en el lugar en el que permanecieron hasta llegar a nuestros días para, contraviniendo el mayor de sus deseos (“No quiero felicidad, quiero olvido”) hablar ahora más alto y más fuerte que nunca: ese lugar íntimo que él llamó su “concha de caracol”.

 

Leer más
Escrito en Lecturas Turia por Isabel Hernández

20 de marzo de 2020

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Y qué importa que se rían cuando nos ven bailar

borrachos de amor por las calles,

en los andenes del metro, sobre la pureza

de los sentimientos y la moral de los días auténticos?

¿Y qué importa que nos llamen locos?

No te des mal. Decía Nietzsche:

Ellos no pueden escuchar la música.

Somos radiografías sobre la nieve,

tal vez no hacemos más que disfrutar

de cosas que a los demás asustan.  

Ellos no pueden oír nuestra música,

disparan en las peceras y sospechan de todo.

Yuriko, yo te amo cuando cae la nieve

sobre nuestras radiografías y suena de nuevo

nuestra canción; la más hermosa e invisible

canción de un mundo misterioso que susurra:

si temes a la vida nunca la vivirás. 

Y entonces descubro que he ganado mi reino

bajo el sol, abrazado a un espejo con el que bailo

por las calles, borracho de amor.

 

(Del libro Buscadme en los columpios)

Escrito en Lecturas Turia por Ángel Petisme

Cees Nooteboom: “Escribo libros para que alguien los mejore con su lectura”

Cees Nooteboom es un monje que, de finales de primavera a principios de otoño, se recluye en su casa de Menorca. El verano pasado se desenclaustró únicamente para ser investido Honoris Causa por la University College. Es la cuarta distinción de este tipo que recibe. No permitió más salidas y sólo consintió la entrada de Turia. El mundo exterior existe como la tierra firme al otro lado del océano.

Leer más
Escrito en Conversaciones Revista Turia por Fernando del Val

Marta Sanz: “La mirada feminista tiene la posibilidad de cerrar todas las brechas de desigualdad”

Marta Sanz es capaz de hablar de su propia escritura desde una posición teórica, como si ejerciera de crítica literaria de sí misma. Su capacidad de autoexploración, de autoconocimiento, es sorprendente y no habitual. En ella se percibe un don especial para leer a los demás y para leerse en el más amplio sentido. Nada escapa a la mirada de esta mujer de constitución liviana, vivaz, cercana, feminista y de izquierdas. La fragilidad de su apariencia física contrasta con la solidez de sus convicciones.

Leer más
Escrito en Conversaciones Revista Turia por Emma Rodríguez

Artículos 436 a 440 de 1334 en total

|

por página
Configurar sentido descendente