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3 de octubre de 2016

En el año del centenario muy pocos amigos cercanos, exceptuando Pepín Bello, quedaban con la memoria y la lucidez suficientes para ser entrevistados. Nos sorprendió la memoria de éste compañero y paisano de sus juegos infantiles. Conocido sacerdote, profesor y jefe de estudios en el Instituto Ramiro de Maeztu -muy cercano a la Residencia de Estudiantes- fue un longevo calandés que nunca olvidó los años infantiles y juveniles al lado de un peculiar niño que se haría famoso con su cine. Manuel Mindán, que pasó la guerra escondido en Madrid bajo la apariencia de un obrero anarquista, que hacía confesiones con citas secretas en las calles del Madrid republicano y en guerra, fue un personaje que hasta su muerte- casi con 103 años- hubiera encantado al Buñuel paisano, al cineasta y al descreído. Nunca se volvieron a ver después de la guerra. Esto es un extracto de la larga conversación que en su casa madrileña mantuvimos al final del siglo pasado

 

DISPERSAS MEMORIAS DE MANUEL MINDÁN VALERO SOBRE LUIS BUÑUEL

 

“El padre de Luis Buñuel siendo muy joven, a los 14 o 15 años, sentó plaza, fue cornetín de órdenes. Fue a Cuba y allí ejerció de militar; hasta tuvo algún grado y luego ya se dedicó a la vida privada. Entró en una ferretería cuya dueña puso en él su confianza y al morir le dejó dueño de su comercio. Luego él, con el dinero que sacó de la ferretería, se unió con dos más y fundó una compañía naviera. Unos cuantos barcos que les dieron mucho dinero, precisamente porque estaban en guerra.

Cuando acabó la guerra de Cuba se vino a España con todo el dinero que pudo; dejó allí un representante suyo para que cuidase sus bienes, pero él se trajo todo el dinero. Comenzó a comprar cosas en Calanda y lo primero que pensó fue casarse. No lo hizo con una antigua novia que tenía, porque como estuvo entre 20 y 25 años en Cuba, la novia  que tenía 20 años cuando se marchó ya tenía cuarenta y tantos como él y no le gustaba. Entonces  se casó con la hija del posadero de Calanda que era María Portolés Cerezuela de 17 años, entonces Don Leonardo tenía 45.  La envió a un colegio durante seis meses para que se “puliese” un poco.

Se casaron en el templo del Pilar de Calanda, en la capilla del Milagro y luego se marcharon en viaje de novios a París. Estuvieron una temporada en  París. Al volver a Calanda se hospedaron en la calle Mayor, en la casa “Rondevil”, mientras les hacían la nueva casa en la Plaza. Esta casa se la hizo  uno de los mayores arquitectos de Zaragoza, D. Ricardo Magdalena,  que fue el que hizo la facultad de Ciencias y el Museo de Zaragoza.

La madre de Luis se quedó embarazada en París. Por eso Luis es de los niños que, de verdad, vienen de París. Luis nació en la calle Mayor, y después nacieron sus hermanos, María, Alicia, Conchita, Leonardo, Margarita y Alfonso. Alfonso me pareció un hombre excepcional, es una pena que muriese tan pronto.

Yo tengo casi 3 años menos que Buñuel. Él nació en febrero del 1900 y yo nací en diciembre de 1902.

Fuimos amigos. Nos conocimos de pequeños y además éramos parientes lejanos por parte de su madre. Su madre fue madrina de la mía en su boda y eran primas segundas.

Realmente, yo tuve una cierta amistad. Mis hermanitas, tenía unas hermanas pequeñas que iban a párvulos, siempre estaban  en casa de Buñuel.  Las hermanas de Luis las recogían, las hacían entrar en casa y les regalaban cosas. Al principio, los Buñuel vivían en Calanda todo el año, pero muy pronto, cuando los hijos comenzaron a estudiar, se trasladaron a Zaragoza durante todo el invierno y venían en verano. Desde finales de junio  hasta El Pilar.

En los veranos es donde tenía más relación con ellos. Luis la primera afición que tuvo fue reunirnos a unos cuantos amigos, a 10 ó 12, en la casa que tenían en la calle San Roque. La casa de la plaza estaba comunicada con una casa de la calle San Roque. De ésta casa sólo usaban los bajos como  cochera, para guardar los coches. Tenían 3 coches, de caballos los tres.

En el piso principal, había una sala grande con su alcoba, una abertura grande, y ahí nos reunía Luis los domingos y días de fiesta y nos daba teatritos. Tenía un teatro guiñol, y entre él y algún amigo nos hacía comedias. Unas que estaban escritas y otras que se inventaba él.

Luis era el cabecilla de la pandilla, porque todos hacían lo que él decía. Pero quiero decir explicar lo de los teatrillos, para que se vea que es un antecedente de su afición al cine. Nos hacía sombras, ponía una sábana entre la puerta de la alcoba y la sala donde estábamos nosotros y con una linterna mágica, proyectaba y hacía sombra con distintos objetos. Hacía combinaciones raras.

En una ocasión cogió a un amigo, Pepito Sauras, y dijo: este chico tan torpe ¿qué tendrá en la cabeza? Lo sentó en una butaca, detrás de la sábana. Nosotros estábamos fuera y sólo veíamos las sombras, voy a abrirle la cabeza. Cogió un escoplo y un martillo y golpeaba detrás de la cabeza de él, pero para nosotros que veíamos la sombra proyectada sobre la sábana, es como si le diera en la cabeza y le sacaba cosas, cosas que él tenía preparadas en una silla detrás. Tiene una esponja, tiene un trapo... Y claro como va éste a aprender las cosas con todo lo que tiene…. Y después hacía como que le cosía la cabeza y lo dejaba sano.

A nosotros nos entretenía. Estábamos un par de horas y nos gustaba.

Era un chico como todos, más o menos. En su juventud por tres etapas. Primero, fue ésta en que nos hacía teatros y cines. Después pasó un periodo en que se dedicó al boxeo y se compraba cosas de combatir. Me acuerdo que me enseñaba unos artefactos que se ponían en los dedos de la mano y de los cuales  salían unas puntas para luchar. Y hasta se puso a luchar un día con un mozo del pueblo, de los que pasaban por más valientes y estuvo así, así la cosa, estuvo reñida en cuanto al ganador.

El “Tigre de Calanda” le apodaron en Madrid cuando hizo algún combate de boxeo. Él luchó con uno que le llamaban “El tuerto Alfranca”. Y desde luego él tenía más técnica porque había aprendido. Eso fue una temporada después, creo que llegó a ser campeón, de estos no oficiales. Y luego, finalmente se dedicó a la música. Tocó el violín, era de la orquesta parroquial y tocaba en las misas.

Sí que iba a la iglesia. A todos nos impresionó el milagro de Calanda. Y además allí se casaron sus padres. Incluso él nos ayudó después, de mayor, cuando desapareció el documento principal del milagro, que se lo cargó un fraile benedictino, el padre Lamber, que era antipilarista y francés. Sé que se lo cargó porque yo se lo vi a él y después ya no se vio más.

Luis estuvo mucho tiempo con la preocupación de la duda. Tenía dos preocupaciones, la preocupación religiosa y la preocupación sexual. La preocupación religiosa se manifestaba de muchas maneras. No solamente yendo a tocar con su instrumento a la iglesia, si no de muchas maneras. Por ejemplo, el vestirse de sacerdote, de fraile y hasta de monja se vistió una vez. En Zaragoza se vistió de fraile capuchino, fue al Pilar y se puso muy contento porque nadie le había conocido. En Calanda cogió la sotana de su tío y se la puso también. Y en sus películas más que la obra de un ateo, yo veo la obra de alguien que estuvo luchando con la fe. Luchando entre si creer o no creer.

Fui a París, y vi algunas de sus películas. Un poco raritas. Una visión un poco rara de las cosas. Lo suyo era provocar,  hacer bromas y un poco raro que era.

En casa de Luis siempre tuvieron un ama de cría porque su madre no quería criar a los hijos, estaba en el falso concepto de que la mujer se desgasta.  Él tenía un ama, y a Margarita la tenía en la cuna en su habitación. Luis subió a la habitación del ama, el ama estaba en la cocina con las demás criadas charlando y en vista de que tardaba en subir. Luis empezó a pellizcar a la niña para que llorase y empezó a llorar. Entonces el ama subió enseguida a ver que le pasaba a la niña. Luis se escondió debajo de la cama; después la mujer se desnudó y ya en camisón fue a acostarse y al levantar una pierna para acostarse en la cama, él salió de debajo de la cama y le cogió la otra pierna. También dio un grito que se oyó en toda la casa, subieron sus padres, las criadas, a ver que le pasaba. Entonces el padre le castigó dos semanas sin ir a la torre por las tardes. Tenía que estar con su tío dando clase y repasando las lecciones.

Y en casa de su tío Santos, una noche se vistió con la sotana de su tío, el manteo, la teja y se bajó por la calle. Como era verano, las familias solían salir a la puerta de la calle a tomar el fresco y charlas. La mujer de su cochero, que vivían en los bajos de la casa de D. Santos; se había bajado  porque estaba cansada. Dejó terminando la cena a la familia, al marido y los hijos y se bajo con un niño de pecho que tenía y le estaba dando el pecho allí, en la puerta. A Luis no se le ocurrió más que, así vestido de cura, cogerle el niño y quitárselo. La mujer se quedó sin poder hablar, sin poder llamar a su marido. Cuando él se dio cuenta del desaguisado que había hecho, volvió, se quitó el sombrero y dijo: María que soy yo, Luis. Porque en aquellos días se había escapado un cura del manicomio de Alcañiz y ella se creía que podía ser aquel cura. Mi madre bajó, como vivíamos dos casas más abajo, le preparó una manzanilla porque tenía un disgusto.

La última vez que estuve tranquilamente hablando con Buñuel, fueron los primeros días de la guerra y me dijo que se iba a Francia y yo le dije: ¿cómo?, pero si ahora estás en tu ambiente. Porque él había demostrado, un poco, su afición a la posición de izquierda extrema, en esa época, con los comunistas. Le dije: ¿no te gustaban los comunistas? ¿Cómo es que ahora te quieres ir? Sí, pero no es esto lo que buscaba yo, no es esto de matar a la gente.

Enseguida le decepcionó lo que hacía la izquierda en España, al principio de la guerra. El en la Residencia se contagió del republicanismo pero luego no le pareció bien como habían ido las cosas.

En teoría era más utópico. A él le extrañó esto. Tenía prisa por marcharse y ya no sé después. Después vino, sé que estuvo en la Torre de Madrid, tenía un piso, yo no lo vi. Tenía entonces mucho trabajo y no podía distraerme.

En la guerra, los Buñuel eran independientes de todo. Conchita, le hermana, se casó con un aviador que al principio estuvo con los republicanos y luego se pasó a los nacionales, pero estos siempre le tuvieron por republicano y no tuvo éxito con ellos”.

Las cosas son como las recordamos. O cómo creemos que fueron. Con sus invenciones, sus mixtificaciones, exageraciones o tergiversaciones. Así fue Buñuel para Mindán o así quiso que fuera. No dejaba de admirar a su paisano aunque no quisiera hablar de las películas que sí conocía, que sí había visto y que sí le inquietaron. Decía Mindán que Buñuel fue un hombre de dudas. Faltaría más. Nosotros creemos, con todas nuestras dudas y reservas, que también el padre Mindán tuvo, vivió y murió con dudas. Como Nazarín. Como Buñuel y como  Miguel Pellicer. Creo.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Rioyo

3 de octubre de 2016




Wie soll ich meine Seele halten, dass

sie nicht an deine rührt? Wie soll ich sie

hinheben über dich zu andern Dingen?*

Rainer Maria Rilke

 

 

 

 

Durante el otoño del año 2000 apareció en Minúscula, que entonces acababa de nacer, Verde agua, el primer libro que se traducía al castellano de Marisa Madieri, escritora de obra tan intensa como breve. El hilo conductor de este relato con forma de diario es el éxodo de los italianos que a fines de los años cuarenta del siglo pasado abandonaron Istria y la ciudad de Fiume, como consecuencia de la incorporación de estos territorios a la Yugoslavia de Tito. Pero el libro es solo en parte un testimonio de ese episodio controvertido, porque en Verde agua, como muy acertadamente han afirmado los críticos, el verdadero protagonista es el tiempo, que fluye, cadencioso, como un agua subterránea, y se transforma en relato. “Somos tiempo condensado”, afirmó Marisa en una entrevista.

Poco antes de aquel otoño había llegado a mis manos (mi familia tiene raíces triestinas y en mi casa siempre hemos sentido interés por la rica literatura de la ciudad adriática) el volumen de 1998 de la editorial Einaudi que incluye los dos libros más extensos de esta autora, Verde agua (1987) y la poderosa fábula El claro del bosque (1992), prologados por el prestigioso crítico Ermanno Paccagnini. Me impresionó la sutileza con la que en esas obras afloraban temas como el exilio, el desarraigo, la identidad, y me conmovió su prosa certera y diáfana, que aborda lo esencial de la vida, tanto lo más cruel como lo picaresco y melancólico, sin rastros de patetismo (sin una pizca de “grasa sentimental y de pathos fácil”, diría Magris).

Inmediatamente pensé que Minúscula podría ser una segunda casa para sus libros, en especial la colección Paisajes narrados, que iba configurándose poco a poco. Una colección cuyo origen está estrechamente ligado a la admiración que siempre me ha suscitado la obra de Claudio Magris y a su manera, inclasificable e innovadora, de relatar los lugares de la cultura europea. Claudio cuenta que El Danubio nació de una intuición que le regaló Marisa. Y algunos destacados conocedores de la obra de Magris señalarían, como lo hiciera su traductor José Ángel González Sainz en la presentación de Verde agua en Barcelona, en noviembre del 2000, que Magris “recorre, a modo de ampliación o réplica, como en un diálogo continuo con los temas de Verde agua, sobre todo en Microcosmos, muchas de las cuestiones y los lugares de este libro”. Se entiende pues que yo sintiera una satisfacción añadida al ver publicados los libros de Marisa en Paisajes narrados.

En un alarde de atrevimiento, de esos que solo tenemos los tímidos en los raros días en que nos deshacemos de nuestra coraza protectora, pedí a Claudio Magris que escribiera un texto para nuestra edición de Verde agua. Tras un más que comprensible titubeo inicial, debido sobre todo a que la desaparición de Marisa le seguía provocando un gran dolor, accedió a preparar un posfacio en el que se explicara la gestación del libro, las circunstancias históricas que dieron pie a las vicisitudes familiares que allí se cuentan y qué recepción tuvo la obra de Marisa en Italia. Pero las páginas que envió y publicamos son mucho, mucho más que eso, a pesar de todos sus temores, de los que dejó constancia en una nota a dicho posfacio: “¿Cómo hablar de una persona que ha escrito libros de rara intensidad y que es también la compañera de la vida, la figura del amor y de la existencia compartida, cuya desaparición ha mutilado mi vida y que sigue presente en las cosas y en las horas? Se teme no saber distinguir lo que cuenta solo en el plano privado de lo que tiene una relevancia objetiva, de ceder a la emoción o de ponerse una máscara, a modo de reacción, de aséptica o falsa neutralidad, como si se estuviera hablando de un escritor de hace siglos.”

Recuerdo con especial cariño los meses en los que traduje el libro, con la preciosa ayuda de Claudio, y durante los cuales en la editorial preparamos tanto la edición como el acto de presentación en la librería La Central, de Barcelona, en el que Claudio tomó parte al final, después de las intervenciones de Mercedes Monmany y la lectura del texto de José Ángel González Sainz, que en el último momento no pudo desplazarse desde Italia. Durante esos meses viajamos con mi compañero, Joan, a Croacia y tuvimos ocasión de visitar las islas adriáticas en las que Marisa y Claudio pasaban los veranos: “Quizá un bultito que me he descubierto otra vez en el pecho me recuerda la sombra con la que debemos convivir. Toda vida contiene la semilla de su destrucción. Pero mañana partiremos todos juntos e iremos a nuestras islas habitadas por los dioses, Cherso, Unie, Canidole, Oriule, la Levrera. Durante doce días también yo seré inmortal”, afirma Marisa en Verde agua. Para Claudio “ese paisaje, en cierto modo, la contiene porque, como dice el narrador de [su cuento] ‘La concha marina’ intentando recordar los rasgos de la mujer amada muerta hace muchos años, ‘es como si su rostro se hubiese diluido en las cosas, entregándose a ellas’”. A orillas del mar, en Cherso (Cres), Joan tomó la foto que aparece en la cubierta de la edición española de Verde agua.

Desde entonces han pasado muchas cosas, Claudio volvió en el 2002 a Barcelona con ocasión de la presentación de El claro del bosque -la fábula que publicamos acompañada de un texto de Ernestina Pellegrini-, que corrió a cargo de Ana María Moix y Lluís Izquierdo, y a principios del 2003 asistió, durante su permanencia en Madrid para recibir la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes, al homenaje que el Círculo brindó a Marisa y en el que participaron Francisco Calvo Serraller y Lourdes Ortiz. Por otra parte, en Minúscula estamos preparando la traducción del tercer libro de Marisa, La concha marina y otros cuentos, publicado en Italia en 1998 por la editorial Scheiwiller. Aparecerá muy pronto.

Si bien Marisa es una escritora que ha tenido una excelente acogida en Italia, era difícil imaginar que su obra calaría tan hondo en los lectores españoles. Mas allá de las numerosas y sugerentes reseñas que sus libros cosecharon (a título de ejemplo pueden citarse las de Mercedes Monmany, Javier Rodríguez Marcos, Josep Ramoneda y un largo etcétera) y las traducciones -al alemán, al francés, al polaco- que siguieron a la publicación en castellano, la reacción de los lectores fue muy cálida, no solo por lo que se refiere a las ventas (Verde agua lleva seis ediciones, El claro del bosque, dos), sino también al hecho de que muchos de ellos han querido, de una forma u otra, transmitir a la editorial su entusiasmo por los libros de Marisa. Y así han ido llegando cartas, correos electrónicos, llamadas, en los que se pide más información sobre la autora y se pregunta acerca de otros textos suyos disponibles.

Es muy grande la satisfacción de un editor cuando un libro genera una corriente de simpatía hacia su autor. Es un privilegio comprobar cómo Marisa Madieri se ha ganado no solo el respeto de los lectores sino también su afecto. Ciertos libros consiguen tejer redes de amistad a su alrededor. La amistad es un sentimiento peculiar: une más allá de los vínculos visibles. À  tous mes amis, connus et inconnus reza la dedicatoria de un libro de Blanchot. Leyendo los párrafos finales de Verde agua no parece del todo descabellado pensar que quizá Marisa también habría podido suscribirla: “...siento que debo dar las gracias a una multitud de personas, incluso a las que he olvidado, que al quererme, o simplemente al estar a mi lado, con su presencia fraternal no solo me han ayudado a vivir sino que son, quizá, mi vida misma.”

 

* ¿Cómo puedo retener mi alma para que no roce la tuya? ¿Cómo puedo elevarla por encima de ti hacia otras cosas?

Escrito en Lecturas Turia por Valeria Bergalli

 Guillermo Carnero nació en Valencia el 7 de mayo de 1947. Su padre, Guillermo Carnero Muñoz, natural de Lorca (Murcia), fue maestro nacional, pero, tras comenzar la Guerra Civil ingresó como voluntario en el ejército republicano y tras la derrota de la República, fue recluido en el campo de trabajos forzados del castillo de Figueras en Gerona. Su madre, Teresa Arbat Planella, nació en el pueblo de Bescaró, perteneciente a Gerona.        

    Carnero realizó estudios en el Liceo Francés de la capital valenciana. En 1964 se trasladó a Barcelona para realizar sus estudios universitarios. Comenzó la carrera de Económicas (deseo de sus padres) y los simultaneó con los de Filosofía y Letras.

     De los años de Barcelona proviene la amistad con Ana María Moix y con Pere Gimferrer, los cuales fueron compañeros de Facultad en la Universidad de Barcelona.

      En 1965 y 1966 publicó sus primeros poemas en Ínsula y La trinchera, revista esta última fundada por José Batlló en Sevilla en 1962. El poema “Ávila”, perteneciente a su libro Dibujo de la muerte, apareció en esta revista (en la etapa en que se inició La trinchera en Barcelona en 1966).

      Dibujo de la muerte, su primer libro, fue todo un acontecimiento . Se habló de arte culto y minoritario, también de decadentismo, ya que este libro, junto a Arde el mar de Gimferrer, abrió la senda culturalista en España.

      Luego llegaron las famosas antologías, en 1970 se publica Nueva poesía española de Enrique Martín Pardo y Nueve novísimos españoles de José María Castellet.

     En la antología de Castellet, muy renombrada, aparecieron poetas de gran importancia en este período: Manuel Vázquez Montalbán, Antonio Martínez Sarrión, José Mª Álvarez, Pere Gimferrer, Guillermo Carnero, Ana Mª Moix, Félix de Azúa, Vicente Molina Foix y Leopoldo Mª Panero.

     Posteriormente, esta antología fue criticada por eludir nombres importantes de ese período: Luis Antonio de Villena, Jaime Siles, etc.

     En 1970 Carnero abandonó Barcelona y pasó el invierno de ese año y la primavera de 1971 en Cambridge donde escribió El sueño de Escipión, que apareció publicado en Madrid, en la editorial Visor, en 1971.

     Recojo la importante introducción de Ignacio Javier López para la editorial Cátedra de la Obra poética de Carnero cuando dice: “El sueño ha sido señalado por la crítica como ejemplo del importante cambio que se produce en la poesía del autor, habitualmente descrito como el inicio de una poesía más reflexiva, de orientación metapoética, en la que el objeto del poema y el poema mismo; se trata, además, de una investigación del lenguaje, y una exploración de la relación que existe entre autor, texto y lector” (prólogo a Dibujo de la muerte. Obra poética, ed. De Ignacio Javier López, Cátedra, 1998, p. 18).

       Como vimos, el poeta ya ha cambiado de rumbo, si Dibujo de la muerte es una indagación sobre la cultura y su poder  para  vencer a la muerte, como explicaré luego,El sueño de Escipión penetra en el lenguaje mismo, en su deseo de objetivarlo para poder entender su poder originario y, por ende, su fuerza como elemento revolucionario sobre el mundo que nos rodea.

     Carnero conoce ese poder del lenguaje e indaga en la metapoesía, con un resultado, como era de esperar, brillante.

     Luego vinieron Variaciones y figuras de un tema de La Bruyere (1974) Y El azar objetivo (1975) y en 1977 terminó los poemas de Ensayo de una teoría de la visión que será editado, junto con los libros anteriores, en Hiperión, en 1979, con un prólogo muy acertado de Carlos Bousoño.

      Ha publicado más libros: Divisibilidad indefinida (1990), Verano inglés (1999) y Espejo de gran niebla (2002) entre otros.

      Como podemos ver, la obra de Carnero es muy prolífica, al igual que le ocurría a Jenaro Talens, y ahonda en temas muy interesantes para comprender la importancia del lenguaje como esencia de la poesía.

      Carnero tiene también una importante carrera investigadora y docente, en la que no voy a detenerme por falta de espacio.

      Centrado en la poesía, quiero mencionar algunos de los poemas de Dibujo de la muerte y de otros libros posteriores, para poder apreciar el notable cambio de estilo, lo que refuerza la idea de que nos hallamos ante un investigador del lenguaje poético y un notable conocedor del alma humana.

      Para Carlos Bousoño, en su famoso prólogo, hay una analogía entre los poetas de los 50 y el uso del grupo del 27 en lo que respecta al verso libre.

      Explica Bousoño que el verso libre de Carnero tiene afinidad con el que utilizó Luis Cernuda, Jaime Gil de Biedma y otro poeta valenciano, Francisco Brines.

      Bousoño insiste en la analogía con Cernuda cuando dice: “Aún hay otro ingrediente, con origen a Luis Cernuda, y antes en la tradición anglosajona, que Carnero toma de la tradición inmediata de la que hablo: el uso de figuras históricas como protagonistas e incluso como narradores del verso, como correlatos objetivos” (Carlos Bousoño, 1978, p. 41).

      Y no olvida Bousoño mencionar que tanto la generación de los 50 como Carnero abandona la idea del poema como tensión que nos hace fijarnos en las descargas expresivas, para emocionar al lector, sino que el poema se lee “como un continuo”, para que el lector vaya acomodándose al decir del poeta, como si fuese lengua hablada, pero culta, como podemos suponer.

     Bousoño habla también de los temas de Dibujo de la muerte y menciona una idea esencial del libro: la desolación. Dice el poeta asturiano: “El contraste entre refinamiento y desolación es lo que da, no sólo hondura, sino al mismo tiempo riqueza y complejidad al volumen” (p. 42).

      Es cierto lo que señala Bousoño, por ello, quiero mencionar un poema del libro donde Carnero enfrenta el gusto por lo estético con el vacío que deja. Se puede expresar diciendo que el poeta utiliza la cultura (en este caso, el arte que perdura) para dejar constancia del vacío de lo que ya no tiene alma, sólo es piedra y, por tanto, memoria. Si el arte sobrevive y el hombre no (tema análogo al que expresó César Simón con la Naturaleza y el ser humano o el que dejó en nuestros sentidos Jenaro Talens con la extrañeza del ser que ve la nieve mientras sabe que su vida está abocada a la muerte).

      Sin duda, el arte está presente, pero Carnero elige elementos duros, casi inertes: la piedra, las tumbas, los claustros, para insistir en el arte que deja vacío, donde se puede ver la oquedad del tiempo. Así lo refleja el poema “Amanecer en Burgos”.

      El sujeto del poema contempla el museo de vestiduras regias que hay en el Monasterio de Las Huelgas Reales, en Burgos, vestiduras sacadas de las tumbas de los reyes de Castilla.

     Si el poeta contemplaba la piedra en el poema “Ávila”, aquí la muerte se expresa en el objeto, la vestidura regia, exenta de vida, motivo de reflexión y meditación para Carnero.

      Dice: “Andrajos y oro / el esplendor revelan de los cuerpos antiguos. / Entre imágenes de lejana belleza, piadosamente se oculta / la carne muerta” (vv. 13-16). La belleza es lejana, porque hace mucho que existió y el mundo antitético al que se refería Bousoño al hablar de desolación y de belleza, aparece al decir: “Andrajos y oro.

     Ya al principio del poema se habla del tiempo y de la luz, motivo esencial en muchos poetas valencianos, ya que supone el nacimiento, pero también la certeza de la muerte: “En el silencio de los claustros reposa / la luz encadenada por la epifanía del tiempo” (vv. 1-2).

    Si es luz encadenada es porque nos conduce a la sucesión de movimientos, una vida tras otra y su continuo fluir, nacimiento y muerte entrelazadas.

    La belleza aparece en la tumba adornada por la escarcha, pero también el dolor, porque de las tumbas no sale un espíritu de reencarnación, sino el vacío: “Un ámbito / de otro oculto transcurre, sólo por unas losas / que oscuramente resuenan, incubando / el crescendo angustioso de la profanación de la muerte” (vv. 4-7).

      La muerte triunfa sobre la vida, ya que hay angustia y se va “incubando”, como una epidemia, esa sensación de negrura que posee la parca.

      El poema termina negando la posibilidad de volver, ya que el hombre no tiene voluntad, la muerte se impone, le cercena, como la ira de Dios cercenaba al poeta vasco Blas de Otero sus ojos: “Y así es hermoso / discurrir fugazmente entre la eternidad de la vida, engarzada / por la geométrica perfección de los albos sepulcros, / como quien nada escucha, puesto que ni seremos / llamados a los turbios festejos de la muerte / ni el amor y el deseo corruptos, y el imposible polvo de los besos / alteran en la madrugada tibia que turba el aire, / el armonioso vuelo de la piedra, elevado / en muda catarata de dolor “ (vv. 16-24).

      Evidentemente, la belleza (los albos sepulcros, el polvo de los besos, el armonioso vuelo de la piedra) no evitan que todo sea muerte, ya que todo es una fiesta de contrarios: amanecer con sepulcro, amor frente a ceniza, libertad enfrentada a piedra (lo inanimado y, por ende, lo muerto).

      En la celebración de la belleza sólo queda la ceniza, porque todo ha de morir, pese a que haya resplandecido en la vida, lo hermoso lleva su guadaña, como el poema expresa a la perfección.

      El libro deambula sobre esa idea, como puede verse en “Muerte en Venecia”, por poner un ejemplo, recreación del famoso libro de Thomas Mann y de la muy brillante y emotiva película de Visconti.

      Pero hay un poema que siempre me ha atraído especialmente del libro, me refiero a “Capricho en Aranjuez”. Hay en el mismo un gusto por lo bello, por la celebración de la vida y por el intento, no conseguido, de eludir el paso de la muerte que gravita en el libro.

     Lo expresa el poeta valenciano desde el principio: “Raso amarillo a cambio de mi vida”. Se refiere Carnero a la voluntad de imponer la belleza para vencer la caducidad de la vida. Todo el poema exalta la belleza, en un ámbito muy hermoso como representa el Aranjuez del siglo XVIII.

     El deseo del poeta es renunciar a sí mismo para dejarse llevar por la belleza del entorno: “Fuera breve vivir” (v. 7). El ámbito idílico es inmenso, todo sugiere el abandono de los sentidos, la perfección de la Naturaleza: “Fuera una sombra / o una fugaz constelación alada. / Geométricos jardines. Aletea / el hondo trasminar de las magnolias” (vv. 7-10).

     Pero la muerte que el poeta quiere evitar, embriagada en la belleza del paisaje, aparece en la imagen de un niño ciego que juega con la misma. Es un reflejo de la derrota de la vida sobre la parca: “Inflorescencias de mármol en la reja encadenada: / perpetua floración de las columnas / y un niño ciego juega con la muerte” (vv. 13-16).

     Si en el poema “Amanecer en Burgos” la luz estaba encadenada, aquí aparece la reja, lo que significa que nuestra vida carece de libertad, vivimos atados a la caducidad, a la sombra que todo lo invade. La imagen del niño ciego nos recuerda a las películas de Luis Buñuel y al cine de Ingmar Bergman, donde el patetismo de la vida queda reflejado en personajes marginales y en situaciones extremadamente insólitas (la partida de ajedrez con la muerte en El séptimo sello de Bergman o la cena de los mendigos en El ángel exterminador de Buñuel).

      Lo hermoso sigue presente y, en el final del poema, el poeta insiste en permanecer embriagado, en ignorar su mortalidad, en ocultar su humanidad para asimilarse a las cosas bellas que contempla, como si se tratase de un camaleón que cambiase de piel e ignorase su antigua realidad: “Músicas en la tarde. Crucería, / polícromo cristal. Dejad, dejadme / en la luz de esta cúpula que riegan / las transparentes brasas de la tarde. / Poblada soledad, raso amarillo / a cambio de mi vida” (vv. 30-35).

    La luz del Mediterráneo, esencial en la poesía de Carnero (como lo fue para Brines, Talens, Simón o  Bellveser, entre otros) está presente y hay un claro homenaje al primer libro de Brines Las brasas, porque Carnero conoce y admira la poesía del poeta de Oliva y hace este guiño magnífico en el poema, cuando dice “brasas de la tarde”, dando lugar a un espacio que acaba, como el final de un ciclo que ha sido esplendoroso pero que ha de terminar.

     La mención a la música es importante, ya que es espejo de lo inefable, que nos emparenta con lo divino, pura abstracción que intenta salvarnos de la muerte.

      Pero ésta no se va, siempre está ahí, pese a la voluntad del poeta por desasirse de su ignominiosa presencia. Todo termina en la tarde (en sus brasas), cuando el crepúsculo abre las ventanas de la noche y queda una soledad, la existencia del ser que medita sobre su humana condición, que quiere ser cambiada por esa belleza que perdura, ese raso amarillo que da sentido al poema.

       Para Sergio Arlandis la poesía de Carnero busca la belleza porque el poeta sabe de la extinción de las cosas, del vacío que toda hermosura lleva. Lo dice muy bien en su libro Mapa (Antología poética) de 30 poetas valencianos en la democracia: “La poesía, en consecuencia, se transforma en una manera de embellecer aquello que está llamado a su extinción irrevocable, es decir: crea una idea que, a modo de eco, resista desde su belleza, al vacío que le rodea” (Sergio Arlandis, Mapa (Antología poética) de 30 poetas valencianos en la democracia, Carena editores, Valencia, 2009, pp. 30-31).

       Estoy de acuerdo con esa mirada del profesor valenciano donde se insiste en que la belleza muere también, donde se expresa que el esplendor es sólo un oropel maravilloso que oculta el inmenso vacío de nuestro vivir. Por ello,  y, como también señala Arlandis en su libro, el poeta valenciano busca en la cultura su universo, porque éste va muriendo si no es recreado por el curioso lector o el sempiterno investigador.

        Hay un proceso, sin duda, en la poesía de Carnero, donde el mundo culturalista y asombroso (por sus referencias y por su belleza) de Dibujo de la muerte se va transformando en un espacio de mayor concentración en elementos antes esbozados, pero no desarrollados íntegramente.

         Me refiero, entre otros, a la luz que sí era importante en “Capricho de Aranjuez”, pero que es esencial en “Los motivos del jardín”, poema perteneciente a Divisibilidad indefinida. Cito sólo los versos donde Carnero expresa el claroscuro, la necesidad de nombrar a la luz en poderosa batalla con la oscuridad: “Miro del fondo de la estancia oscura / el pequeño rectángulo de luz, / imagen invertida de la noche, / que la Luna recorta en la ventana” (vv. 39-42).

       Como vemos, el rectángulo de la luz es esencial ya que ofrece lo invertido, el otro lado de la noche. No en vano es la Luna la que asoma (imagen romántica por excelencia) a la ventana.

       Pero la luz también esconde el vacío, es tan efímera como la propia vida, no lleva en ella la inmortalidad: “la divergente vacuidad del rayo / dispersa las veladas figurillas / que con el acicate de la duda / persigue la fatiga de sus ojos” (vv. 43-46).

       Carnero sabe que hay espejismos tras esa luz que aparece en su fugacidad. Por ello, se muestra distante, embriagado en su poderosa soledad de amanuense: “Las escucho vagar en la tiniebla / pero me falta fe con que nombrarlas: / yo sería un extraño entre sus risas, / el lisiado al que aturde y acobarda” (vv. 47-50).

       El poeta no pertenece al mundo de la vida: “me falta fe con que nombrarlas”, sino que está imbuido en territorio de libros, exento de la sensualidad que toda vida (bien vivida) regala, la extrañeza a la que hace alusión lo transforma en un voyeur, aquel que mira con placer, pero que no lo comparte, muy cerca del mundo que comenté en el universo del poeta gallego Arcadio López Casanova.

       El vate sólo es un “lisiado” que siente cobardía por “una turba gozosa de arlequines / mecanizados por la luz de la luna / y que finge entusiasmo y alegría, / falto de caridad y ligereza”.

       El poeta muestra, de este modo, su distanciamiento del mundo, ya esbozado en Dibujo de la muerte, pero aquí, con mucha más hondura.

        La importancia de la luz es total, porque de ella viene el placer: “La Luna”, “turba gozosa de arlequines” y provoca ese miedo en el hombre que arrastra ya su desdicha y su negación de toco contacto con lo vivo.

        Pero al final del poema lo dice todo, porque la luz es creación, tanto que hizo posible los espejismos que simbolizaban el placer y que, ahora, se convierten en nada: “Así en el fondo de la estancia oscura / se extingue el espejismo, borrado con la luz / y las palabras tejen en el sueño y el agua / su cauce circular, secreto y mudo” (vv. 51-54).

         Otro elemento esencial es el agua, porque simboliza el espejo de la vida, un espacio de transparencia que esconde nuestra irremediable inconsistencia como seres vivos.

          El amanuense deja de ver las figuras (espejismos) porque la luz lo borra todo y sólo queda el lenguaje (siguiendo la senda de otro poeta valenciano, Miguel Veyrat). Éste es el único lugar útil para recrear el mundo y su misterio. El lenguaje, como el agua, es espejo, cristal que conduce al mundo de los sueños, pero también a un posible renacer, a una especie de isla donde podamos encontrar, a través de las palabras edénicas, el sentido de la vida.

          Los largos poemas de Dibujo de la muerte o de Variaciones y figuras sobre un tema de la Bruyere (1974), exceptuando El sueño de Escipión (1971) donde se combinan largos y cortos poemas, va encontrando en Divisibilidad indefinida  otro ritmo, ya que el poeta, en la línea de Juan Ramón Jiménez y su búsqueda de la esencia de las cosas, va sintetizando su mundo culturalista para centrarse en elementos esenciales que cobran toda su fuerza y, por ende, su sentido en este libro: el jardín, la luz, el agua, la noche, el tiempo, etc.

          En el poema “Lección de agua”, podemos ver la precisión con la que Carnero toca el tema de Narciso mirándose en el agua de la fuente. Pero lo que me interesa de este poema es la temática: se trata del espejismo de la vida, fantasmagoría que no nos salva, pues sólo ofrece la velada idea de su transcurrir perecedero, que nos condena a la muerte.

        Dice así: “Mirándome en el agua de la fuente / por salvar las imágenes vencidas / - colores idos, músicas caídas- / en memoria con gracia de presente / las vi oscilar girando levemente / en facetas y trizas esparcidas / recompuestas y luego divididas, / y hundirse y escapar en la corriente” (vv. 1-8).    

       Todo lo que compone la vida (colores idos, músicas caídas) se va diluyendo en el agua, hay un afán de creación: “recompuestas”, pero también de dispersión: “y luego divididas”. Toda  esa  textura  de  lo  vivo  se deshace, ya que es fantasmagoría: vivimos enfrentados, parece decir el poeta, a la sensación de la irrealidad, como pudimos ver en muchos poemas de César Simón.

      Por ello, el agua, símbolo de lo que fluye, que, desvelando la transparencia, al igual que el espejo que miramos y que nos mira, nos revela nuestra fragilidad vital.

       El mito de Narciso se cumple en los tercetos: “Puse sobre las aguas un espejo / con que hurtarme a la muerte en escritura / y retener la luz de la conciencia” (vv. 9-11). Aquí el poeta nos habla del deseo de no morir, a través de ese espejo, cristal que nos enfrenta al transcurrir de la vida. No es casual que diga “muerte en escritura”, ya que el deseo de hurtar esa “muerte” es el ansia de vivir a través del arte, de nuestra palabra o nuestra presencia en el cuadro o en la música, sino el deseo de vivir sin apoyo, manifestando sólo lo que somos: cuerpo y alma.

       Este deseo se quiebra, porque la vida se trunca siempre ante la presencia del último acto, el viaje de no retorno: “pero la nada duplicó el reflejo / y el cristal añadió su veladura, / en doble fraude de la transparencia” (vv. 12-14).

       No podemos eludir el destino, pues no hay faz alguna para mirar a la vida eternamente, nuestro sino (estigmatizado por el paso del tiempo y por el acabamiento de toda existencia) nos enfrenta a una triste realidad. No hay forma, para Carnero, de cumplir el rito de la permanencia, ni el agua, ni el cristal, nada sirve para eludir nuestra mortalidad.

       Y no hay que olvidar la importancia de la luz (en la senda de los pintores levantinos, aquí se trata de la “luz de la conciencia” y su afán de retenerla. Sin duda alguna, Carnero sabe que la vida existe mientras se ilumina nuestra faz con la sensación de gozar del mundo (pese a las inevitables sombras que nos acechan siempre).

        Este ejercicio de permanencia da brillo al poema porque éste está inmerso en lo cromático: el blanco del agua y los espejos, los colores idos como símbolo del paso del tiempo, el reflejo que devuelve otra vez la transparencia (blanca) del agua.

        Estamos delante de un poeta que, como le ocurría a Talens o a César Simón, inunda su poesía de luz, pero en el que sobrevuelan las sombras que tiñen aquella de oscuridad.

        Y quiero terminar este análisis del mundo del gran poeta valenciano citando su libro  Verano inglés, no el último de los suyos, desde luego, pero, en mi opinión, el que mayor calidad ofrece, debido al deslumbramiento de su universo amoroso.

       Hay poemas donde transita el recuerdo, como en “Greenwich banks” cuando dice: “Cuando cierro los ojos recuerdo una arboleda / en la linde del mar y del verano / y te veo mirándote en el río, / mientras el Sol se pone y vagan las gaviotas” (vv. 1-4).

      Este romanticismo del poeta que recuerda el lugar idílico y a la amada no excluye los versos donde manifiesta un erotismo que nos deslumbra: “Me conduce el calor de tus caderas, / elásticas y duras como un arco, / a la doble diana de tu pecho, / granada abierta y roja en las manos de un niño” (vv. 17-20).

       No es casual que cite al niño, porque Carnero sabe de la importancia de la infancia como paraíso irrecuperable (en la senda de Francisco Brines).

         Y tampoco en el final del poema se unen los sentidos, lo que dota al mismo de una clara sensualidad mediterránea (ya que la evocación, en mi opinión, le conduce a su tierra levantina desde el verano inglés). Dice así: “Color, olor, sabor, flotan en la memoria. / No los dejes morir a tu imagen extinta; / diluirse en las aguas del rencor y del tiempo / rescata en tu retorno tu cuerpo repetido” (vv. 21-24).

        Al igual que en “Lección de agua”, el poeta valenciano insiste en el agua que se diluye, como si ésta simbolizase el tiempo y su alusión al color nos hace ver, de nuevo, que representan espacios vitales dejados atrás, impresos en la memoria para siempre.

        El último verso expresa muy bien lo que es un tema central en su poesía: la vuelta de lo vivo, no en el eco de una voz o en una imagen, sino en la presencia  (llena de sensualidad) que evoca lo mejor de la existencia.

       La belleza de las imágenes nos sobrecoge en versos anteriores donde se prende el poeta de la amada con singular maestría al evocarla: “Veo una calle abierta al horizonte / donde vuelan los tordos y corren las ardillas. / Las ramas de un alerce golpean los cristales, / pentagrama indeciso de rasgado silencio” (vv. 9-12).

       El poema es muy hermoso y ese “cuerpo repetido” de la amada es la imagen que queda en el agua y que, luego, como el amor y la propia vida, se va pronto, dejándonos huérfanos del sabor y del olor de la persona querida.

       Representa Verano inglés un libro lleno de nostalgia, de bellas evocaciones y de colorido, de una luz especial que abre las ventanas de nuestra sensibilidad.

        Hay muchos poemas del libro donde la belleza cala en la memoria del poeta. No en vano, es un libro lleno de alusiones a paisajes amados.

       La presencia de la luz es una constante en la poesía de Carnero. Si la noche tiene un inmenso poder para el poeta en “Noche del tacto”, tanto que “No fluye murmurando la amenaza del tiempo / ni se pierde en arena sin orillas: / crece en profundidad, gana en firmeza / al adensar las lindes del reposo” (vv. 5-8).

       La luz tiene toda su fuerza, el poder de vencer al tiempo, es cimiento donde la vida no muere; en “Ojos azules”, el poeta le dice a la belleza azul que no vaya a la noche, porque ésta cierra el mundo, en la oscuridad viene el fin de lo que perdura, el capítulo final de nuestra vida. Insiste en ir hacia la luz cuando dice: “Mirad hacia la luz, no miréis hacia dentro: / corredores tapiados velarán nuestro brillo, / os cegará el acoso de una mano cortada / con su rampante hedor de podridas promesas” (vv. 5-8).

       La noche tiene, por tanto, malos augurios, un espacio que no se puede desentrañar: “Si vas hacia la noche yo no podré seguiros / y no tengo el secreto de las puertas cerradas. / Salid al horizonte conciliado y redondo. / Mirad hacia la luz, no miréis hacia dentro” (vv. 9-12).

       Sí, la única forma de salvarse de la muerte, de la caducidad total de todos nuestros sentidos es adentrándose en la luz, ese espacio de la conciencia que conlleva eternidad.

       Por ello, al final del poema le pide a la amada que viva el ámbito de la Naturaleza, espacios de sabiduría  que ama el poeta, lo siguiente: “No recuerdes más peso que el placer del mirlo, / más calor que el abrazo de la calma del aire / más entrega que el Sol al penetrar la nieve: / olvida la luz, y escucha la lección de la tierra”.

     Bello final para todo un canto a la luz, ya que sólo en los ámbitos donde esplende la claridad, la vida permanece.

      Quiero terminar este estudio de un poeta brillante como pocos, que ha construido un mundo de gran lirismo, desde su pasión culturalista a un verso apegado a las emociones, como en el libro que comento, con unas certeras palabras de otro gran poeta valenciano, Ricardo Bellveser, recogidas de su recopilación de artículos titulado Hecho de encargo, publicado por la Generalitat Valenciana y la Biblioteca Valenciana.

      Me refiero al artículo titulado “G.C. y su actualidad”, cuando dice, refiriéndose al Premio Nacional de la Crítica que obtuvo Carnero por Verano inglés lo siguiente: “El exceso de la nueva sentimentalidad cree Carnero que lleva a la poesía a un callejón sin salida a asesinar al poeta. Como Mallarmé, lo que se pretende es que la poesía no surja únicamente desde el ámbito de las alegrías o las decepciones del mundo, sino que intenten dominar el azar” (Ricardo Bellveser, Hecho de encargo, Biblioteca y Generalitat Valenciana, 23 de abril del 2000, p. 162).

      Muy cierto, porque Carnero cree en la poesía como esencia de la vida, no es un mero adorno para recitar en una sala, sino todo un ejercicio de pensamiento, un divagar sobre la vida que convierte su obra en una de las más completas e interesantes del panorama español actual.

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro G. Cueto

30 de agosto de 2016

Para los seguidores de Facebook, los poemas breves (muchas veces con la forma de un haiku) con que Emilio Pedro Gómez jalona sus contribuciones a la red social son una invitación a acompañarlo en sus excursiones y viajes, a completar la imagen visual de la foto con que los ilustra gracias a una feliz metáfora, a una inesperada asociación de espacios naturales con versos íntimos, destilados con esmero.

“En esto escribo/ con voluntad de temblor/ indócil a fronteras y solemnidades” —nos dice a modo de consigna poética al principio de Motivos de horizonte (2015)— para ratificar esa “indocilidad” mientras “el verso guía la mano/ con el mismo sigilo/ con que el alba hace el gesto/ de brotar”.

La poesía de Emilio Pedro Gómez es una poesía de espacios abiertos, donde las fronteras han sido abolidas para propiciar el descubrimiento del Otro, pero, sobre todo, para la incorporación gozosa a su propia memoria del paisaje que va asumiendo como propio. Sea el Pirineo, algún país exótico del sudeste asiático, la Patagonia austral o ese Camino de Santiago que ha recorrido pausado, munido de un “diario lírico” (Pasos, 2013) lejos de toda sacralidad, como un peregrino laico solo deseoso de hacer de “la abrumadora belleza celeste” una experiencia única, intransferible. En todos comunica el espacio exterior con el interior de una sensibilidad aguzada por la riqueza del mundo y una naturaleza en la que se sumerge con vocación panteísta.

El umbral, gracias al cual se comunican, participa de la ambigüedad del cruce, es celebración de la articulación que no termina de abrirse ni de cerrarse, convocatoria para que lo íntimo perciba el exterior y para que las diferencias  entre ambos sean evidentes y se acepten. Gracias al umbral se mantiene una apertura hacia otros horizontes, esa “porosidad de las fronteras” con que Gómez titula la segunda parte de su poemario. Su función, aun fijando límites que se pueden atravesar, es articulada, supone una disposición al contacto exterior, hacia la transición  a otro espacio, lo que le da una sugerente inestabilidad y una inusitada dimensión poética. 

Es bueno recordar que el horizonte se configura a partir de un sujeto y no tiene realidad objetiva. Aunque no puede ser localizado en ningún mapa, el horizonte acompaña toda percepción de un paisaje en esa mezcla de “dentro y fuera” que resulta del encuentro de una mirada con el mundo exterior, en el metafóricamente llamado “punto-yo” desde el cual se traza su línea en la distancia.

El horizonte se aleja, cambia con el movimiento en el espacio, sea cual sea la dirección elegida, es inalcanzable. Si bien el horizonte es inasible, ayuda a configurar un espacio orientado al dividir el mundo entre cielo y tierra, arriba y abajo, cercano y lejano. Es más, le da sentido, lo que significa, como bien ha señalado Michel Collot, que al vivir en la yuxtaposición de imágenes reales y virtuales, al abolir distancias y al difuminar un aquí y un allá en la simultaneidad, el punto de vista privilegiado,  el lugar de presencia  fundador de tantos horizontes y símbolos de existencia pierde parte de su natural intensidad y se diluye en el caleidoscopio del espacio y del tiempo sincrónico.

Emilio Pedro Gómez sabe que “la obligación del cielo es no acabarse/ al fondo de la página” y persevera —con su bastón de peregrino— en hacer de la palabra “dardo de impunidad/ al centro de uno mismo”. Lo hace sin angustia, sin desgarramiento ni lamento, con esa “alma de horizonte” con que Jules Supervielle en Gravitations hizo de la pampa argentina sustancia de su mejor poesía, ese “vértigo horizontal” donde “cada árbol/ comienza a ser/ un disidente”.

Motivos de horizonte nos invita al “inicio de un viaje”, nieto “del sueño libertario/ de volar”. Sus versos salen “fuera de mi/ lo que no había”, “en un ya es/ sin haber sido” y nos conducen “al regazo primordial/ al temible deseo de desaparecer”.  Vale la pena acompañarlo para intentar “saber quién eres”.

 

 

Emilio Pedro Gómez, Motivos de horizonte, Enkuadres, 2015.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Fernando Aínsa

29 de agosto de 2016

Me preguntaba de cuándo databa mi encuentro con las novelas de Max Frish, más concretamente, de No soy Stiller y Homo Faber, de las que aún tengo presente el impacto que me causaron. Formaron parte de ese conjunto, inexorablemente reducido, de novelas que hablaban de asuntos que me concernían de una forma especial, íntima. El asunto y la forma de tratarlo. Las novelas de Max Frisch me atraparon. Sin embargo, no podía localizar con exactitud el momento en que entraron en mi vida, ¿vivía yo aún en casa de mis padres?, es decir, ¿era yo todavía una chica desemparejada, deambulante, y a ratos, muy solitaria y ensimismada, muy lectora, que pasaba muchas horas encerrada en su cuarto de una sola cama, inclinada sobre el tablado que colgaba de la vieja estantería que, tiempo atrás, había contenido juguetes en lugar de libros y carpetas?

¿Dónde, en suma, había leído a Max Frisch? Si conseguía ver el lugar donde yo me encontraba, sentada y con una novela de Frisch en las manos, podría acceder a la fecha. Son los espacios lo que proporcionan pistas sobre el tiempo.

En el cartapacio que Turia dedica al escritor suizo, un artículo de Carlos Fortea hace un minucioso relato de la suerte editorial que la obra de Frisch ha tenido en España. Así he sabido que No soy Stiller, en traducción de Margarita Fontseré, fue publicada por Seix Barral en 1958, ¡cuando yo tenía once años! Homo Faber en 1961, precisamente el año en que vine a vivir a Madrid, ya con catorce años. Como me casé en 1968 -con tan solo 21 años, disparates que se corresponden con la época- , es muy posible que las dos novelas de Frisch fueran leídas allí, en mi pequeño cuarto de la calle de Fernando el Católico. Las novelas fueron celebradas. Según nos dice la documentación que ha reunido Fortea, Antonio Valencia, uno de los críticos más agudos del momento, a quien, años más tarde, hube de agradecerle que se ocupara de mi primera novela con comentarios que nunca olvidaré, proclamó, ya en 1958, en el periódico Arriba que No soy Stiller era una de las obras más interesantes de la novela contemporánea. Como en 1974 se reeditan las dos novelas de Frisch, y tiene, según nos cuenta Fortea, repercusión crítica, también cabe la posibilidad de que fuera entonces cuando yo me encontrara con ellas, ya casada, con un hijo, y después de haber pasado sendas temporadas en Trondheim, Noruega y en Santa Bárbara, California. No con veinte o o veintiún años, sino con 28, camino ya de los treinta…

¿Importa le edad en la que leemos un libro? Sí, importa y mucho. Max Frisch se ha encontrado siempre entre los autores que me sirvieron de guía. Pertenece a mi juventud. Por eso me han interesado tanto los textos que el cartapacio de Turia ha dedicado al autor. Vuelvo a encontrarme con aquello que me preocupaba, que centraba mi interés vital y literario años antes de que escribiera mi primera novela. Por aquel entonces, escribía, de vez en cuando, sin rutina ni disciplina algunas, algún relato o incluso algún poema. A pesar de lo cual yo estaba íntimamente convencida de que algún día me dedicaría entera o primordialmente a escribir.

Al leer ahora los textos sobre Max Frisch reunidos en Turia, he tenido la impresión de reencontrarme con un viejo amigo. Ha sido como hacer una visita a un lugar conocido, como volver a una antigua casa que conocimos en el pasado y que, al cabo de los años, sigue en su lugar. Nos asombra comprobar que el el antiguo encanto ha sido conservado.

Dice Isabel Hernández en uno de los textos que el tema de la identidad es el asunto central de la producción de Frisch. Ahí me reconozco plenamente. Creo que para mí la definición de lo que es la persona y los diferentes aspectos y matices de su relación con el mundo, con los demás, es lo que más me importa. No me ha sorprendido del todo conocer que Max Frisch, antes de tener éxito como escritor, fue arquitecto. Cuando opta por dedicarse por entero a la literatura, dirá que hacer casas es algo insatisfactorio, porque el resultado final no admite rectificaciones. Lo que a Max Frisch le gusta es dibujar los planos, idear el proceso. “Una obra que él no puede modificar sume a Frisch en la inseguridad”. “Al empezar a construir siendo arquitecto titulado, se dio cuenta rápidamente de que le fascinaba más el trabajo sobre el plano que la ejecución”, dice Beatrice von Matt.

Así son, en mi recuerdo, las novelas de Frisch que leí, casas que se están haciendo. Es una sensación que me resulta familiar, aun cuando jamás se me ha pasado por la cabeza dedicarme a la arquitectura. Pero las casas a medio hacer siempre me han fascinado. Mientras escribía una de mis novelas -Una vida inesperada-, una noche tuve un extraño sueño: Yo deambulaba por una construcción sin finalizar, aún con andamios y escaleras exentas. Una suave luz trataba de abrirse paso en la penumbra. Esta es la novela que quiero escribir, me dije, dentro del sueño. Nada más despertarme, lo tengo que anotar todo. La novela, en la que llevaba trabajando mucho tiempo -había llegado a un punto en el que no veía salida, todos los caminos se habían enmarañado- se me había desvelado de repente. Al despertar, no pude anotar nada. ¿Qué era lo que se me había develado?, ¿qué tenía que anotar? Sólo tenía una vaga visión de una casa sin acabar sumida en la penumbra.

Isabel Hernández sostiene que “ya no es posible hablar del individuo de la forma en que se había venido haciendo tradicionalmente durante el siglo XIX”, “no es posible narrar una biografía de la manera convencional, han de inventarse nuevos recursos para ellos, como aparentar, por ejemplo, que no se está narrando, y, en este sentido, el supuesto Mr. White va anotando pacientemente los fragmentos de la biografía de Stiller que amigos y conocidos le narran con el fin de refrescarle la memoria. De este modo, él solo cuenta aquello que oye sobre sí mismo, como si se tratara de un extraño, configurando de ese modo la biografía que realmente hubiera querido vivir y que surge de hechos tanto vividos como inventados”.

Una biografía tiene, siempre, una arquitectura interna, un proyecto, unos planos que se van modificando, superponiéndose unos a otros. No es de extrañar que mucha de la producción literaria de Frisch adquiriera la forma de Diarios. Frisch construye vidas, identidades. Construye y desconstruye, vuelve a construir. “Yo pienso -afirma- que la persona es una suma de diversas posibilidades, una suma no limitada, pero suma al fin y al cabo, que va más allá de su propia biografía”.

Rolf Niederhauser, que compartía con Frisch la dedicación literaria y con quien mantuvo una fuerte amistad, describe así la impresión que le producen las obras de Frisch: “Max Frisch, cuya lengua una y otra vez nos da la impresión de que suena como si fuese yo mismo el que hablase, más de lo que yo mismo sería capaz, como si fuese mi propia voz la que habla, yo mismo por completo.  ¿Cómo lo consigue?” Este es el comentario que un

escritor hace ante sus maestros, los escritores que le sirven de guía. Al leer las palabras de Niederhauser, las sentí en mi interior, como si las hubiera pronunciado yo tiempo atrás. “Con cuánta intensidad -dice Niederhauser reflejaba nuestros deseos incluso en la rutina más cotidiana”. Refiriéndose “al protagonista de Homo faber”, afirma: “en ese tipo tan técnico de los años 50, que parece saberlo todo de sí mismo, y que, precisamente por eso, comente un error tras otro, y cae directamente en la trampa de la verdad, ¿no retrató

Frisch a mi padre? Otros habrán sentido lo mismo. Porque está claro que no soy el único que se ha reconocido en todas estas historias. Se dice que la mujer de su editor le preguntó tras leer Stiller: ¿Cómo es que sabe todas esas cosas de nosotros?. Max Frisch nos abrió los ojos para que fuéramos capaces de ver nuestras propias historias”.

¡Qué mayor favor le puede hacer un escritor a otro y, por descontado, un escritor a un lector! Abrirnos los ojos para que seamos capaces de escribir y de ver nuestras propias historias.

“No puedo soportar a los artistas que se creen seres superiores o más profundos solo porque no saben lo que es la electricidad”, declara el “homo faber". Y Niederhauser comenta: “En esas palabras es posible reconocer a Max Frisch: un intelectual que no solo conoce la palabra práctica de la teoría”. “Sus personajes hablan como nosotros, la atmósfera parece cotidiana, casi trivial, pero cuando se observa con detalle todo se revela como una tupida red de relaciones entre conceptos”, añade.

Peter Biechsel, también escritor y amigo de Frisch, firma un texto titulado “Un payaso maravilloso”, en el que nos presenta al Frisch más privado, el del círculo de sus amigos, un conversador maravilloso y del que quiero relatar una pequeña anécdota que me parece muy reveladora: “Por aquel entonces ponía de los nervios a todos sus amigos con preguntas sobre el envejecimiento y la muerte. (…) En una ocasión volvió bufando de la Engadina, a donde había ido a ver a Theodor Adorno, que estaba allí de vacaciones, para comentar estas cuestiones. “¿Sabes lo que ese sabe sobre la vejez y la muerte, el filósofo, el gran filósofo? Nada, no sabe nada”, y aún seguía rabiando horas después”.

En la opinión de Fernando J. Palacios, “Max Frisch parece que comprendió mejor que nadie aquella advertencia de Paul Valéry: <<Nunca pensamos que lo que pensamos oculta lo que somos>>”. Concluye Palacios: “El libro calla más de lo que cuenta, y la pregunta que se hace Max Frisch es: ¿por qué me guardo cosas todavía?”

Llegados a este punto, no hay más remedio que ir a Cervantes, a la sensacional declaración que hace el autor en el capítulo XI de la Segunda parte: “En esa segunda parte, no quiso (el autor) injerir novelas sueltas y pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mesmos episodios que la verdad ofrece, y aun estos limitadamente y con solas las palabras que basten para declararlos; y pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la narración, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo, pide que no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir”.

Y es que en Max Frisch se respira un espíritu ciertamente cervantino. Las palabras de Isabel Hernández que antes cité y que hacían referencia a la relación de Stiller con Mr White y a la invención de nuevos recursos narrativos, me remite a nueve párrafos de la Primera Parte del Quijote, el último del capítulo VIII y los ocho primeros del capítulo IX, cuando Cervantes detiene abruptamente la acción, en medio de una pelea del héroe contra uno  de sus muchos enemigos, y hace referencia a un manuscrito perdido: “En este punto y término deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de don Quijote que las que deja referidas”. Seguidamente, añade: “…no se desesperó de hallar el fin desta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte”.

El relato de este hallazgo se hace en el siguiente capítulo, el XI del Quijote publicado en 1605, no en la Segunda Parte publicada en 1615. El caso es que estos nueve párrafos que Cervantes dedica al asunto del manuscrito suponen un recurso narrativo que marca para siempre nuestra historia de lectores. Cervantes nos ha sacado del marco donde se desarrollan de las aventuras de don Quijote y nos deja allí, en el mismo borde, comparte con nosotros, lectores, sus vicisitudes de narrador. Nos confía el fundamento de su quehacer literario: la verdad. Hemos entrado en el universo del creador. Después de Cervantes, los lectores seremos perfectamente conscientes de la existencia del autor.

Max Frisch sigue la estela de Cervantes. La complejidad de la narración, la identidad de los personajes, la misma identidad del narrador, estos son asuntos que siempre resultan nuevos, porque toda época es distinta de las otras, como cada día resulta nuevo, impredecible y enigmático. Inventados cada día. Inventamos los días. Vivimos e inventamos. “La literatura no es más una forma de expresión que se busca a sí misma y, con ella, a los lectores”, concluye Fernando Palacios.

Por las azarosas circunstancias de la vida, Turia ha tenido a bien publicar en este mismo número en el que se le hace un homenaje a Max Frisch el breve texto que escribí sobre la función que cumplen en la obra de estos nueve capítulos del Quijote.

Del Max Frisch más cercano e íntimo nos habla de unas de las mujeres que compartieron parte de sus vidas con el autor, Marianne Frisch-Oellers, que convivió con Frisch durante más de quince años: solo escribía con su máquina de escribir, reclinado con un solo dedo de la mano derecha, tuvo -yo también- la famosa máquina de escribir Hermes baby, que aparece en Homo Faber,  bebía  café  mientras trabajaba, necesitaba recluirse en un lugar cerrado, tomaba notas manuscritas en todas partes, llenó 150 libretas de notas, le gustaba estar en comunicación directa con la naturaleza, sin ruido exterior, no le gustaba a hablar durante las caminatas. Si sus amigos querían hablar, él se apartaba y alejaba, escogía sitios para sentarse en hermosos prados, llegaba antes que nadie, se instalaba, desempaquetaba la mochila y abría una botella de vino, cuando veía partidos de fútbol por la televisión se concentraba extraordinariamente, no respondía al teléfono, no prestaba atención a ninguna otra cosa, no le gustaba pasear en pantalón corto, decía que esa prenda dejaba al descubierto de forma excesiva la anatomía masculina.

Disfrutaba de la compañía de sus amigos, a quienes invitaba a pasar temporadas en su casa. Luchó constantemente contra el alcoholismo. Soy alcohólico, escribió en uno de sus diarios. Repitió de diversas formas una idea central: “Realmente somos la persona que los demás ven en nosotros…Y viceversa, nosotros somos los creadores de los demás”.

Vuelvo ahora a la cuestión inicial, ¿importa la edad en que leemos un libro? Y me reafirmo en la respuesta. Sí, importa y mucho. Porque haber leído a Max Frisch justo al inicio de la juventud, antes de haber tomado las grandes decisiones, marca las aspiraciones del escritor y centra los problemas del lector, de los seres humanos que leen y escriben. La visión que Max Frisch nos ofrece de sí mismo en sus primeras obras abre un camino por el que seguirá transitando, una dirección que no abandonará. Si avanzamos con él, iremos comprendiéndolo desde dentro, sencillamente porque hemos encontrado a alguien que nos entiende desde dentro, desde sus adentros.

Max Frisch me remite a tardes eternas de lectura en mi cuarto de soltera de la calle de Fernando el Católico, al patio interior del edificio de viviendas, a las terrazas de los pisos vecinos en las que se acumulaban objetos inservibles, al pedazo de cielo que lo cubría, tan cegadoramente azul los días de verano. Allí empecé a vislumbrar los caminos que se abrían  ante  mí, los territorios que otros habían conquistado para mí, lo que desde lo más profundo de mí misma me comunicaba con los demás.

Escrito en Sólo Digital Turia por Soledad Puértolas

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