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9 de octubre de 2014

“Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán estas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro”. Así da principio a su relato un novelador de las casualidades de la vida, un escritor del azar poco propenso, sin embargo, a las “alteraciones fantásticas de la realidad”, convencido de que tanto el cinismo como el convencionalismo distorsionan los hechos, sabedor de que uno no puede escribir sobre una persona si no siente un gran afecto por ella. El gran experimentador de formas y lenguajes, atrevido a la hora de combinar las secuencias de la historia y las instancias del narrador, el renovador de la construcción estética, mediante una peculiar simbiosis de realismo y enigmas lingüísticos, sigue utilizando su vieja máquina de escribir portátil, aquella Olympia de segunda mano por la que pagó cuarenta dólares en 1974. Pero ahora, el narrador transfigurado, que continúa reflexionando sobre la escritura desde un ámbito introspectivo, acaba de cumplir sesenta y cinco años y advierte que ha entrado en el invierno de su vida.

Novelista, poeta, ensayista, traductor, editor, guionista, director de cine…, Paul Auster es el autor de veintitantas obras, publicadas en España por la editorial Anagrama. Traducido a más de treinta idiomas, es uno de los máximos exponentes de la literatura norteamericana contemporánea. El joven inquieto de New Jersey, tras adquirir una sólida formación literaria en la Universidad de Columbia, se emplea durante seis meses como marinero en el Golfo de México. Es un momento en el que no sabe qué hacer con su vida. Finales de los sesenta. Tiempos de agitación social, perplejidad y zozobra, y hora de buscar respuestas. En 1970, con el dinero obtenido en el petrolero, se marcha a París donde pasa cuatro años y se gana la vida realizando múltiples actividades: trabaja como traductor, “negro” literario, cuidador de una finca..., y escribe, que es lo que realmente desea hacer. No satisfecho con los resultados de su prosa –ha comenzado dos novelas que llegarán a la imprenta muchos años después–, se dedica a la poesía –un ejercicio que le vendrá muy bien luego para poder esbozar las complejidades de los personajes con las palabras precisas. A mediados de los setenta compone también algunas piezas dramáticas, pero al final de la década, instalado ya en Brooklyn, experimenta una profunda crisis personal y artística que le obliga a detenerse en seco para empezar de nuevo.

Su carrera despega a mediados de los ochenta, con la publicación de la Trilogía de Nueva York, un tríptico que explora el vínculo entre el pasado y el presente, la propiedad esquiva del lenguaje y la disociación de la identidad. Luego, con El palacio de la luna, llega la acreditación internacional: estamos ante el mejor libro editado en Francia en 1990, según la revista Lire, y su autor es conceptuado de “mitad Chandler, mitad Beckett”, aunque tal vez habría que dividir en tercios y permitir que irrumpiera Kafka. Sea el narrador un perro, como en Timbuktu, o un niño que puede volar, como en Mr Vertigo, siempre reflexionará sobre la naturaleza de la creación artística, así como sobre su relación con la vida y su capacidad redentora. Es el territorio familiar que describíamos al reseñar El libro de las ilusiones: relatos dentro del relato; digresiones que complican la acción y suspenden el tiempo de la historia; estilo sincrónico y elíptico; tono de misterio, fantasía y humor, aderezado con elementos de tragedia y romance, de farsa y melodrama, en equilibrio controlado; giros bruscos de la trama, sorpresas e interrupciones repentinas, casualidades, situaciones gemelas y finales con anticlímax o explícitamente ambiguos; textos plurales, alusiones, resonancias extrañas, y personajes conformados por la literatura, el destino y los cambios de identidad. En todo caso, argumentos que resultan apasionantes y que se leen con verdadera fruición, pues poseen “todo el suspense y el tempo de un thriller exitoso”, tal como anunciara el Times.

En Diario de invierno (Winter Journal, 2012), Auster vuelve la vista sobre sí mismo. No es la primera vez. Hemos de recordar A salto de mata (1997), con todo lo que tenía de autorretrato de un artista joven. Y mucho antes, ya en los albores de su carrera, publicó La invención de la soledad (1982), un libro de memorias, con elementos de diario (en sus dos categorías, íntimo y anecdótico) e ingredientes de literatura confesional –exposición subjetiva de experiencias, ideas, creencias y estados de la mente, del cuerpo y del alma–, pero también, sobre todo, una novela autobiográfica en la que pathos y bathos, pasión e ironía, realismo y sátira, catarsis y liberación, concurren armónicamente en el proceso de autorrevelación de la “primera persona”, así como en la manifestación de su Weltanschauung  o concepción del mundo. Ahora, un narrador autodiegético, en segunda persona, apela a la complicidad del lector y cuenta la historia a un yo desdoblado que procura cierta “distancia estética” a la hora de transmitir sus propios sentimientos. En todo caso, como declara el autor en una reciente entrevista de Alex Vicente para Público.es, se nos ofrecen algunos fragmentos autobiográficos, no un relato preciso sobre toda su vida. Y por lo que respecta al hilo conductor: “Se trata de un libro sobre mi cuerpo, sobre los placeres y los dolores que uno siente viviendo dentro de él”. Si entonces fijó su memoria en la imagen del padre y, más que un diario, aderezó la evocación literaria del mismo por medio de epígrafes, retratos, citas, recortes, pensamientos…, ahora las vivencias y los recuerdos se concentran en la figura de la madre: su heroica lucha tras la ruptura matrimonial, los difíciles años postreros en los que surgen amores tardíos, pero también la ruina, la enfermedad y la muerte, y el subsiguiente ataque de pánico del hijo. De cualquier modo, en esa búsqueda de la identidad en el presente y en el pasado, las ideas tampoco se suceden atendiendo a reglas de causalidad o cronología, sino por motivos de inmediación emocional. En resumen: placeres y dolores físicos, marcas de la vida, acontecimientos contingentes y necesarios, errores de apreciación y de comportamiento que nos atormentan, especialmente ése que predomina sobre los demás y que persiste en las noches de insomnio, ése que constituye una razón definitiva por la que uno dejó de considerarse heroico, supuesto que se falló a sí mismo.

            Entretanto, la fabula nos presenta el viaje de un personaje desde la infancia hasta la edad provecta. Los episodios pueden evocar un accidentado partido de béisbol o la época en que acaban las peleas con los chicos y comienza la sempiterna pasión por las chicas, los años de obsesión fálica, la primera vez en un burdel, los encontronazos con los gérmenes de las relaciones íntimas, los devaneos y los grandes amores… En un sector central de la obra se hace un listado de los veintiún domicilios permanentes del autor: desde los apartamentos de su niñez y adolescencia en New Jersey hasta la actual casa de cuatro plantas en Park Slope, Brooklyn. Las dos viviendas de Manhattan descubren el ambiente generado por la guerra de Vietnam: son los años locos de Columbia, tiempo de manifestaciones, huelgas y disturbios en el campus, una buena ocasión para ser conducido al calabozo en un furgón policial. En los sucesivos habitáculos de París, descubrirá que puede apañárselas con casi nada: lo único que le importa es escribir. De vuelta en Nueva York, se enfrenta a un periodo crítico, de confusión y desaliento, con problemas económicos y conyugales, de inquietud y decadencia creativa, hasta que, tras una serie de cambios repentinos en su vida, experimenta una epifanía que le permite empezar a escribir otra vez. Pero el hombre que no puede dejar sus “adorados puritos y frecuentes copas de vino”, que no se ha sentado al volante de un coche desde el día que casi mató a su familia, aprendió ya a los catorce años que el mundo es caprichoso e inestable, “que nos pueden robar el futuro en cualquier momento, que el firmamento está lleno de rayos que pueden precipitarse y matar tanto a jóvenes como a viejos, y que siempre, siempre, el rayo cae cuando menos se espera”.-

 

 

Paul Auster, Diario de invierno, traducción de Benito Gómez Ibáñez, Barcelona, Anagrama, 2012.

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Górriz Villarroya

9 de octubre de 2014

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Tienes miedo Amaltheus?

Pequeño animalito, espiral de una hilaza

refugiada en su concha.

Fuiste madre, y fuiste hija, pero sólo

mucho tiempo después de ser madre. 

Mira el último brillo

del sol en las ventanas

de las lejanas sierras, mira

tu pequeñez delante del ocaso, Amaltheus. 

Nadaste en aguas limpias, oceánicas,

cuando tu juventud y el mundo.

Y ahora, sólo polvo en la roca, sólo forma

de caracol perdido, sólo un punto

asomado sin red al universo. 

Sí, tienes miedo del tiempo, ese gigante

con forma de muchacha

que ya no reconoces. Ay el tiempo,

el tiempo y sus hipérboles

que eran siempre tuyas, mientras la muerte

siempre fue de los otros. 

Tienes miedo, Amaltheus, no lo niegues.

Por eso te acurrucas y él por detrás te abraza, te rodea

igual que cuando niña

tiritabas de noche por los muertos,

y por la voz piadosa de tu madre

se abría un hueco cerrado, pequeñísimo,

entre ella y el padre.

Y se acallaba el miedo, y se aquietaba el frío,

y te dormías, como ahora en tu concha. 

De tu dique y tu vértigo sólo esta forma fósil.

Tan sólo la inscripción de lo que fue tu espacio. 

Descansa ya, Amaltheus, en la valva vacía. 

Era tan sólo el tiempo.

Escrito en Lecturas Turia por Juana Castro

6 de octubre de 2014

“Después de escribir un aforismo, entran ganas de decir He escrito”.“Después de escribir un aforismo, entran siempre ganas de reír”.He citado dos aforismos de Carlos Marzal sobre el arte de escribirlos. Hay muchos en La arquitectura del aire, pero estos me llaman la atención especialmente porque muestran dos facetas importantes del aforismo: su rotundidad literaria, por un lado, y por otro, su puro juego que provoca alegría.

 

No es de extrañar que, después de alumbrar un buen aforismo, el autor se sienta muy satisfecho. Difícil debe de ser lograr esa arquitectura tan sutil y tan contundente e iluminadora que conlleva en sí misma la esencia de la vida y la alegría de descubrirla.

 

Concisión, precisión, riqueza de connotaciones, de sugerencias y, al mismo tiempo, sabiduría, conocimiento profundo del ser humano y de su experiencia, en todas sus dimensiones, son propiedades que posee este libro. Pero hay muchas más.  Sólo un verdadero conocedor de la vida, sólo alguien que la ama, puede escribir sobre ella de una forma tan precisa y tan libre:

 

“Soy tan voluptuoso de vivir que podría ser feliz en otras vidas, aunque no fuesen las mías”. “Amar es conocer, y a pesar de todo, seguir amando”. “Está pasando la vida, y no dejo de tener la misma edad”. “Aprender a encontrar tiempo para la vida nos lleva la vida, y no se aprende a tiempo”.

 

El amor, la literatura, el paso del tiempo, la infancia, la muerte, el arte de la música, el arte de escribir aforismos, la política, son temas que se abordan en este libro. El tema que más se repite es la experiencia de vivir, el comportamiento del ser humano en todas sus facetas, captado de manera irónica, en muchas ocasiones y, siempre, con luminosa profundidad.

Según Erika Martínez (Ínsula 2012) “hay aforistas que siguen cultivando las máximas morales y sus ideas redondas, cerradas, autosuficientes; aforistas con inclinación por el fragmento romántico, cuyo pensamiento es inseparable de la búsqueda epifánica y la imagen sensorial, o por el fragmento posmoderno, que no aspira a completarse; aforistas entregados al humor lúdico y ocurrente de ciertas vanguardias”. Se puede decir que Carlos Marzal abarca todas esas variedades.

La arquitectura del aire es un libro sabio que debe consultarse de continuo.  Bastantes aforismos se repiten con variaciones contradictorias. Es una forma de mostrar la riqueza de la vida que no puede agotarse en una afirmación. Ni siquiera en la contundente e inteligente brevedad del aforismo.

 

“Más que una teoría de uno mismo, lo que uno tiene son fragmentos teóricos sobre su ser fragmentario”. Realmente, La arquitectura del aire es una obra cargada de resonancias. El aire sostiene palabras que se mueven y se desplazan como las nubes: “Las palabras construyen arquitecturas en el aire: son otra forma de la solidez”.

 

Esa arquitectura hecha de apreciaciones y de sus contrarios es lo que ha creado un edificio luminoso, en donde cabe la experiencia de vivir, nada menos.

 

Libro excepcional que debería leerse en las escuelas como modelo de reflexión, aunque no pretende ser modelo de nada. Pero sí incita al pensamiento riguroso, a la gimnasia lingüística que tan esencial es para la Literatura. Y no sólo se trata de ejercicio de lenguaje, sino que muestra una de las más admirables propiedades del ser humano: la comprensión. Y la sabiduría y la bondad, que son su consecuencia.

 

 

Carlos Marzal, La arquitectura del aire, Barcelona, Tusquets, 2013.

Escrito en Sólo Digital Turia por Teresa Garbí

3 de octubre de 2014

                        Diario de un cuerpo es la última obra del escritor francés Daniel Pennac. Cuando vino a Zaragoza hace unos meses, dentro de su gira de promoción, convocó a un público numeroso, lo que, sin ser una sorpresa, fue una muestra más del seguimiento que este escritor tiene en nuestro país. Entre ellos, algunos se reconocían lectores de las novelas de la familia Malaussène, una serie con elementos de novela negra y humor que le hizo muy popular. Ha dedicado textos al público infantil y juvenil, y diré ya que las partes que más me han gustado de Diario de un cuerpo se corresponden principalmente con la infancia y juventud del protagonista: Pennac parece tener una sensibilidad y una habilidad particulares para regresar, de adulto, a los miedos e incertidumbres de los menores, como ya demostró también en el tratamiento que hace del estudiante “zoquete” en su ensayo Mal de escuela.

                        Diario de un cuerpo es una novela que se presenta bajo el artificio de ser un diario real escrito por un hombre que acaba de morir. Este diario fue redactado entre los doce y los ochenta y siete años, y cuenta con la peculiaridad de que en sus entradas no se hace constar asuntos de la “vida interior” o psíquica del protagonista, sino sólo de aquello que tenga una dimensión corporal –de ahí el título de la novela. De modo que podemos decir que es un libro lleno de escatología y de vísceras, como un modo, aunque pudiese parecer lo contrario, de acercarse a la interioridad emocional humana: desde el episodio en que el niño protagonista se mea encima por miedo, a las competiciones de mear lejos o “hacer bola” con el músculo del brazo; desde las erecciones, las poluciones y los cambios fisiológicos de la adolescencia, a las decrepitudes de la vida adulta –o a las aprensiones que conservamos, aun a nuestro pesar, como sucede en el pasaje en que el autor del diario cuenta cómo descubre que una señora mayor rechaza el asiento que le ofrecen en el autobús porque secretamente le da asco sentarse en un lugar todavía caliente por otro. En cierto modo, aunque Diario de un cuerpo es una novela, no se encuentra lejos del ensayo, o del tipo de ensayo que Pennac ha venido escribiendo: un ensayo ligado al relato de la experiencia propia, donde no tiene obstáculo en citar películas o libros que le vienen a la mente, y que trata del hombre en todas sus edades, y no sólo la de la madurez intelectual.

                        Esta novela de Pennac, sin más hilo narrativo que los episodios por los que va pasando el protagonista a lo largo de los años, resulta ciertamente entretenida. En sus mejores páginas se transita con rapidez de lo divertido a la descripción de detalles con capacidad de conmover. Se ha señalado que en los libros de este autor hay en general un tono jubiloso, una joie de vivre, una celebración de lo humano, y eso es algo que no falta en este volumen. Hay en Pennac un sentido de la humanidad, de la piedad, que antes que a la gravedad le lleva al sentido del humor. En particular, en este libro no sólo hay momentos que mueven a la risa, sino que, contra lo que suele ser común en esta clase de textos, cuenta chistes –tengo anotados media docena de ellos. Y es que, realmente, la narrativa de Pennac no está muy lejos de la oralidad. Pennac ha venido haciendo en teatros franceses lecturas de obras literarias en voz alta, un género en el que le gusta recrearse y que también ha reivindicado en su ensayo Como una novela. Pennac ha escrito a menudo sobre el modo en que accedemos a los libros, y ha defendido una actitud desenfadada, desacralizada, para hacerlo. Esta clase de textos le han acercado al mundo de la pedagogía y a la reflexión sobre la lectura.

                        Esta “heterodoxia” de Pennac ha hecho que sus ensayos se muevan en un terreno también difícil de clasificar. Y es este el campo que a mí más me gusta de este autor, en particular tal y como lo lleva a cabo en Mal de escuela, quizá el libro suyo que prefiero: ese mezclar autobiografía con reflexiones sobre el mundo que ve, o ese incluir referencias del cine o la literatura como quien, de pronto, aconseja una lectura, más que como quien busca un argumento de autoridad. Y, como digo, tampoco están muy lejos de esta miscelánea los episodios narrados en el falso diario de la novela que comentamos aquí, ni faltan referencias a otros libros, como ventanas que el autor abre en medio de su texto. Entre los autores españoles cita en varios momentos a García Márquez y a Montalbán –lo que no es extraño en un autor de novela negra con toques de humor como él–, además de a Buñuel. De este cineasta se refiere, dentro del género “corporal” del que trata el libro, al momento de sus memorias en que celebra en su vejez haberse liberado de la libido –si el Diablo le hubiera propuesto una segunda vida sexual, decía Buñuel, la habría rechazado, prefiriendo antes que fortaleciera su hígado y sus pulmones para poder seguir bebiendo y fumando.

                        Resulta quizá paradójico que su ensayo Como una novela, que trata sobre el hecho de leer, haya tenido tanto eco en nuestro país, que cuenta con un índice tan bajo de lectores –como si la lectura tuviese que ver con una extraña clase de militancia, en lugar de ser sencillamente un hábito social, natural y enriquecedor. En todo caso, se puede decir que si aquel texto trataba sobre el leer, este Diario de un cuerpo trata, veladamente, sobre el escribir. Al fin y al cabo, no es más que la crónica de un cuerpo que escribe. Y se puede decir también que, si Mal de escuela era un libro contra la sociología –en cuanto que esta ciencia nunca tiene la última palabra para explicar a las personas; o en cuanto que buscando “causas” que explican los problemas de la sociedad, deja fuera lo que para Pennac es el centro: la luz que mueve a cada persona, la responsabilidad individual y nuestra capacidad de salvar a “otro”, como le salvaron a él unos pocos buenos profesores–, este Diario de un cuerpo lo es contra la psicología. Todo queda reducido a un conjunto de humores, huesos, temores e íntimas certidumbres, sin que podamos realmente separar unas cosas de otras.

 

Daniel Pennac, Diario de un cuerpo, Barcelona, Mondadori, 2012.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Ismael Grasa

 

Empecemos por decir que, a no ser porque este libro llega firmado por alguien como Pablo D’Ors y publicado por una editorial como Siruela, uno no lo habría abierto siquiera. Y no porque no le interese la cuestión –bien al contrario–, sino porque en la actualidad hay demasiados libros en el mercado relacionados directa o indirectamente con la espiritualidad y la meditación de autores que uno no dudaría en calificar de “charlatanes”. O algo peor. Como es habitual, pues, uno escoge cuidadosamente lo que lee. Por si acaso.

 

Así que, sí, uno lee el libro. Y subraya. Y comienza a establecer relaciones de parentesco por doquier. Pero antes digamos que se trata de un libro en el que Pablo D’Ors, escritor y sacerdote católico, ha volcado su experiencia en torno a la meditación. Es, o viene a ser, una suerte de diario de su experiencia en este asunto. La narración, con este formato, parece ganar en agilidad. Por si fuera poco, el estilo, claro y conciso, sin florituras, ayuda a entender todos y cada uno de los pasos por los que el autor va transitando: avances, dudas, primeros frutos, conclusiones. Y más meditación en soledad: de las primeras dificultades a imponerse como un ejercicio necesario, apenas un paso. O dos, pero que resulta tan enriquecedor, según nos cuenta el autor, que uno ya no puede dejarlo.

 

Lo que en este libro nos propone Pablo D’Ors es, ni más ni menos, una toma de conciencia de la realidad individual a través de la meditación. Ésta toma, para ello, elementos de cierto misticismo como el vaciamiento interior. Nada nuevo, nada que no supiéramos ya. Lo interesante, al menos a primera vista, es el mismo relato: en él vemos a D’Ors quejarse del dolor de espalda, de sus largos paseos por la montaña, de, en fin, sus peripecias ante lo que es su propósito esencial, anotado al principio del texto: “Reconciliar al hombre con lo que es”. Porque no de otra cosa se trata aquí. Más interesante, más emocionante aún para el lector, resultan sus conclusiones: esas que van surgiendo tras el ejercicio de la meditación. Un ejercicio que se prolonga con los años y que, efectivamente, va dando sus frutos. Esas conclusiones, fruto del ejercicio al que aludimos y de la sabiduría que arrastra consigo el autor, constituyen el meollo de este libro: en conjunto forman una especie de tratado para la recuperación del alma, si se me permite la expresión.

 

Hemos citado antes posibles parentescos. Los que va estableciendo el lector según su experiencia, entre otros. A uno, por proximidad, le parece oír ecos de textos clásicos de la Antigüedad: de las Epístolas morales a Lucilio, de Séneca; de las Cuestiones tusculanas de Cicerón; de los estoicos y sus acólitos, en fin; y del pensamiento cristiano, que no deja de entroncar con ellos.

 

Se trata, bajo el humilde punto de vista de uno, de un libro valioso para aquellos lectores que buscan un referente moral, unas normas de conducta para el propio bien (y con él, el colectivo), la buena vida, de cada cual. Desde ese punto de vista, no extrañará que esta Biografía del silencio esté teniendo una buena acogida en el mercado editorial. La situación del país en el que vivimos es de tal podredumbre (en casi todos los aspectos), que una reflexión profunda sobre el ser con todo lo que ello supone y en la que se toca buena parte de las grandes cuestiones (personales) que preocupan a aquellas personas con un mínimo de sensibilidad, debe interesar.

 

En el libro abundan las conclusiones de carácter moral, como ya hemos apuntado antes. Para ello, y en pocas palabras, D’Ors trata de despojarse (y su experiencia se quiere universal) de todo aquello que no es su propio yo: así pues, remite al despojamiento –incluido todo tipo de pensamiento que, a la postre, embote la mente–, a la lucha contra un yo egoísta, infeliz a fuerza de proyectarse en el futuro, de hipotecar su presente, de vivir en sueños. Y de, por tanto, hacerlo con miedo. Con un miedo paralizador. Es sólo un ejemplo de todo lo que este libro ofrece: una sabiduría elemental, necesaria. Y una breve, mínima introducción a lo que es el ejercicio de la meditación.

 

El texto de Pablo D’Ors se quiere una reivindicación de la vida, de una vida sencilla que puede vivirse con conciencia desde la realidad cotidiana, desde la proximidad con aquellos que nos rodean (aquello que Julián Marías reivindicaba en una serie de artículos) y con la naturaleza. Nada realmente que no esté al alcance de nuestra mano.

 

Pablo d'Ors, Biografía del silencio, Madrid, Siruela, 2013.

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Rafa Martínez

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