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Configurar sentido ascendente

18 de septiembre de 2014

Cuando el 27 de diciembre de 1995 se hizo pública la adquisición por parte del Ministerio de Cultura del Gobierno de España del legado del gran cineasta Luis Buñuel, nadie podía sospechar que, entre las cintas de vídeo que, junto al resto de documentos, llegaron al año siguiente al Museo Reina Sofía de Madrid (y que cuatro años más tarde pasaron a la Filmoteca Española, donde actualmente se custodian), se encontraba el único documento fílmico que ilustraba su vida íntima y familiar durante los primeros años de su exilio en EE.UU. y la única película por él realizada entre los años que median desde Las Hurdes-Tierra sin pan (España, 1933) a Gran Casino (México, 1946).

Dicho hallazgo, dado a conocer por el diario El País en su revista semanal del 4 de diciembre de 2011 y que puede ser visionado on-line en su edición digital, no sólo es importante por las razones antes citadas sino también por su rareza, pues resulta muy difícil encontrar en cineastas de su generación, habituados a separar muy claramente los ámbitos familiar y profesional (obsesivamente en Buñuel), home movies realizadas por ellos mismos en las que ambos terrenos pueden llegar a confundirse. Sin embargo, en su caso, la simple constatación del  cambio de perspectiva que para un profesional del cine supone la revelación de su intimidad familiar –en realidad, su “vida privada”– es lo que desde nuestra óptica acentúa aún más la imagen moderna y rompedora de Luis Buñuel en la misma medida que, al humanizarla, tiende a engrandecerla a los ojos del gran público y a difuminar su mito como cineasta vanguardista.

Desde el punto de vista fílmico hay que precisar que lo llegado hasta nosotros no se trata de una película propiamente dicha sino de un montaje en formato vídeo a partir de siete fragmentos dispersos que se corresponden a otros tantos momentos de la vida familiar de Luis Buñuel que discurren entre el nacimiento de su segundo hijo, Rafael, en julio de 1940 en Nueva York y el verano del año siguiente, pero que no guardan entre sí, como veremos, una continuidad cronológica. También hay que hacer constar que no todas las partes están rodadas por Buñuel pues hay algunas tomas que, al aparecer su imagen, han debido ser grabadas por el matrimonio amigo que les acompaña en dos de los momentos: Juan Negrín Jr., hijo del último presidente de la República Española, y su mujer, la actriz Rosita Díaz Gimeno, los dos muy afincados y conocidos en los ambientes neoyorquinos, hecho que supone un valor documental añadido ya que son pocos los testimonios gráficos de esa época conservados tanto de Buñuel como del matrimonio Negrín. La cámara seguramente sería una “Ciné Kodak Eight”, llamada popularmente “doble 8” por utilizar una película de 16mm. que después de la impresión por las dos caras se cortaba por la mitad, una cámara que era la más extendida en la época y que fue lanzada precisamente para hacer películas familiares. Aunque no sabemos el paradero del negativo, lo más probable es que el telecinado se hiciera ya en México DF a partir del negativo original y del copión. La duración total es de 8 minutos y 3 segundos.

La época de realización coincide con la primera etapa de cierta normalidad y equilibrio en su vida desde que llegó exiliado a los EE.UU. En efecto, tras una estancia nada afortunada en Hollywood como frustrado asesor histórico de films sobre la guerra civil española, llega a Nueva York a primeros de noviembre de 1939 donde consigue, a través de Iris Barry, directora del Film Archive del Museum of Modern Art –y de la espléndida tarjeta de visita que supone Land without Bread–, en la primavera de 1940, colaborar en el noticiario The March of Time, donde se ocupa de la versión española del documental The Vatican de Pius XII. En esa época, en diversas cartas dirigidas a su amigo Ricardo Urgoiti, también exiliado en Buenos Aires, confiesa que el anterior Buñuel ha muerto y que ha  cambiado hacia un “sentido práctico de la vida.. que conviene a cualquier casa productora” (carta del 1 de abril de 1940). Se encuentra, pues, en una de las grandes encrucijadas de su vida pues, según le escribe a Urgoiti, (carta del 19 de julio de 1940) estaba decidido a irse a Argentina con él para resucitar Filmófono o bien aceptar un trabajo dentro de la división cinematográfica de la OIAA (Office of Inter-American Affairs) fundada por Nelson Rockefeller, opción que finalmente fue la elegida pues a partir de abril de 1941 le tenemos contratado por la Motion Picture División, dirigida por John Hay Whitney. Ese es el contexto, felizmente exitoso, tras cuatro años de penalidades sin cuento, en el que se produce la “home movie” y que prácticamente coincide con el primer año de vida de Rafael, su segundo hijo.

La película, tal y como nos ha llegado, tiene siete partes perfectamente diferenciadas. Se abre con un rótulo que reza “Rafael Buñuel – July 1940”, aludiendo al mes de nacimiento de su hijo (nacería el día 1), pero inmediatamente lo que viene después desconcierta porque vemos ya a Rafael crecidito, casi de un año, sentado en las rodillas de su madrina, Rosita, intentando ponerse de pie y siguiendo, nervioso y agitado, la estela de un tren de cuerda que le compraría Buñuel a Juan Luis, según el mismo hijo ha recordado varias veces; por lo cual sacamos en conclusión de que los distintos fragmentos están montados cronológicamente al revés ya que la parte en la que sale Rafael más pequeño, casi recién nacido (y además es verano), es en el último fragmento que se ve y que por lo tanto sería la primera rodada.

Esa primera parte, que titularíamos Rafael y el tren de cuerda, consta de apenas tres planos –los dos primeros, por eliminación, rodados por Negrín y el último por Buñuel- y dura poco más de 31 segundos. Lo más interesante, aparte de comprobar los celos de Juan Luis, que intenta por todos los medios salir en cuadro hasta que lo consigue plenamente, es ver a Buñuel cómo intenta por todos los medios que Rafael no haga descarrilar al tren, cosa que logra al darlea un vagón una patada y que es apartado por él de la vía para evitar el descarrilamiento total. A Jeanne apenas se le advierte y a Negrín (en el plano rodado por Buñuel) le vemos cómo intentan sostener a Rafael de pie cuando su padre está centrado en Juan Luis, que le mira fijamente a la cámara; en cambio  a Rosita se le puede reconocer en el plano que rueda su marido y en el que, sentada en el suelo con su ahijado encima, luce unas bien proporcionadas y bellas pantorrillas.

En la segunda parte, que podríamos titular “Rafael tomando papilla”, asistimos en dos planos y en poco más de 14 segundos, al ritual de darle la madre de comer al hijo una papilla (por lo que al menos debe ser a los cinco o seis meses de nacer), lo que nos remite sin querer a los mismos inicios del cine y a sus inventores, los Lumière, un tema recurrente, si no el que más, del cine familiar. Aquí también, aparte de comprobar el excelente apetito del pequeño, vemos cómo Juan Luis intenta llamar la atención del padre hasta que lo consigue plenamente en un delicioso primer plano que abarca a los dos hijos. Rodada lógicamente por Buñuel en su casa del 301E 83St., la casa que, según su mujer, “consistía en una salita, la cocina, una habitación y un baño. Los niños y yo dormíamos en el cuarto, mi marido en el sofá de la sala. No nos importó estar apretados: ¡era nuestra casa!”.     

“El baño de Rafael” podría titularse la tercera parte y en ella a base de diez planos muy cortos y con una duración total de 46 segundos, Buñuel sigue puntualmente cada una de las fases del ritual del baño del bebé acompañadas en algunos instantes de las gracietas que le hace Juan Luis (que lógicamente quiere salir dentro del cuadro) y de la destreza de la madre que, con muy buen criterio, incorpora un poco a su cachorro para que el padre lo capte erguido en dos momentos de máxima plenitud y felicidad, la primera vez recién lavado y la segunda recién acostado, en unos primeros planos llenos de gracia en los que trasluce la gran simpatía y vitalidad del retoño. Rodada por Buñuel en la cocina-baño de su modesta casa pues “el baño –según Jeanne– sólo tenía ducha”. En la cuarta parte, complementaria de la segunda, asistimos en cinco planos y 36 segundos a una nueva demostración del buen apetito de Rafael comiendo otra papilla que le da la madre, esta vez sentada en la camita del pequeño y sin la presencia del hermano mayor. La quinta parte –que cierra el ciclo de Rafael– registra en apenas 22 segundos y en dos primeros planos al hijo pequeño en la proeza de mantenerse sentado encima de la mesa y poniéndose nervioso al ver a su padre grabándole con la cámara.

La sexta parte se inicia con un rótulo “Vanvis Buñuel 1941” que sería la traslación, en los primeros balbuceos de Rafael, del nombre de su hermano mayor, Juan Luis, a quien está dedicado todo el fragmento. Estaría rodado en el  verano de ese año –de esos clásicos veranos insoportables neoyorquinos tan bien ejemplificados por algunas fotos de ese mismo año– porque le vemos corretear y chapoteando, seguramente por Central Park, y en bañador por una piscina para niños junto a otros muchos de su misma edad, luego trepar y moverse por el interior de las barras de mono del parque y después columpiándose. Es quizás la parte más dinámica y mejor rodada de la “home movie”, sin duda facilitada por la extraordinaria movilidad del protagonista, que sin la competencia del hermano pequeño, se dedica a exhibir sus habilidades motrices y circenses sin ningún tipo de cortapisas ante el (suponemos) embobado padre, que, cámara en ristre, no duda en captarlo con un variado repertorio de quince tomas ya sea de conjunto, medios o primeros planos, bien siguiéndole en panorámicas o en contrapicados desde puntos de vista frontales o laterales.

Finalmente, la séptima y última parte (que sería la primera grabada, es decir en el mismo verano de 1940) es la más compleja y larga pues hemos podido dividirla en ocho secuencias con un total de 41 planos y una duración de 4 minutos y 31 segundos. En su rodaje intervienen tanto Buñuel como Juan Negrín y Rosita Díaz Gimeno, de quien comprobamos, por una serie de detalles presentes en los pocos planos que grabó, que no sólo se le daba bien actuar delante de las cámaras sino también detrás de ellas. Podríamos titularla “Vacaciones en Maine”, por la zona lacustre de EE.UU. donde pasaron unos días de vacaciones los Buñuel-Rucar con los Negrín-Diaz, que habían sido los padrinos de bautismo de Rafael, una ceremonia religiosa con la que no estaba de acuerdo el cineasta pero que aceptó de buen grado por la presión de su mujer y de sus amigos y en última instancia de su madre que, si bien lejana, seguía ejerciendo una gran influencia en el hijo en cuanto al ejercicio de las buenas costumbres y a la salvaguardia del “qué dirán”. Las dos primeras secuencias seguramente fueron rodadas por Negrín y aunque apenas constan  cada una de un plano sin embargo están muy bien elaborados y resueltos: en la primera se enfoca a un recodo del lago donde se encuentra una ardilla moviéndose por entre la maleza, la cámara la sigue en panorámica y apreciamos  a un Buñuel campestre, tirado al suelo, que intenta cogerla al vuelo sin conseguirlo; acto seguido, en la segunda, vemos a Juan Luis saltando de un pedrusco a otro al borde del lago para centrarse después la cámara en el agua y a través de una panorámica de izquierda-derecha terminar en una zona de juegos donde vemos a Rosita y a Buñuel jugando animosamente al ping-pong.

La tercera secuencia es muy interesante pues en ella podemos encontrar un cierto hilo narrativo que a buen seguro necesitó de una planificación e incluso de algún ensayo. Veamos. Podría titularse “La casa del embarcadero” y tiene un cierto halo de misterio al tratarse de una casa de campo vacía al lado de uno de los embarcaderos del lago y representarse en nuestra opinión la huída de algún peligro o de algún perseguidor. Consta de 9 planos y dura poco más de un minuto. La acción se inicia con (1) Negrín, Rosita y Juan Luis corriendo como si huyeran de algo y dirigiéndose a una casa de aspecto abandonado; (2) entran corriendo en la casa, envuelta en penumbra y Negrín y Rosita cogen a Juan Luis y lo meten por el hueco de una ventana; (3) Juan Luis en el interior de la casa casi completamente a oscuras sigue corriendo y sube por una escalera que da a una buhardilla; (4) aparece por la trampilla de la buhardilla, todo está totalmente a oscuras, llevando un  quinqué en la mano, y al poco suben Negrin y Rosita; (5) apenas se ve nada y lo único que se ve al trasluz es una silla en un cuarto, el adorno de una puerta adintelada e, intuyéndose, el perfil de Juan Luis bajando una escalera; (6) salida al exterior de Juan Luis corriendo visto a través de una reja de alambre hasta que llega a una baranda de madera en la que se apoya y mira a un lado a ver si viene alguien; (7) vemos que Negrín se encuentra debajo del balcón de la casa junto a una lancha motora, a Juan Luis lo coge Rosita, se lo baja a Negrin, éste lo coge en brazos, lo introduce en la lancha y suelta la cuerda de amarre; (8) llega corriendo Rosita, salta a la lancha, se acomoda en los asientos delanteros y (9) la lancha sale disparada rumbo al interior del lago y, describiendo una maniobra semicircular, nos descubre que lleva detrás una canoa. Rodada casi toda ella en planos generales seguro que requirió de una planificación fuera de lo común pues cada plano está estudiado con una puesta en escena específica puesto que en cada caso la cámara adopta una posición previamente establecida que implica necesariamente un cambio de ubicación en el operador; es decir, la película es montada directamente en el rodaje, que era, como sabemos, el sistema (por découpage) preferido por Buñuel y cada plano está rodado situándose la cámara en el lugar exacto para conseguir el máximo de legibilidad de la escena y así mantener el ritmo dinámico y ágil de la huída representada; en este sentido es muy probable que entendiera esta peliculita, además de como un divertimento, como un pequeño ensayo para no perder el pulso tras tanto tiempo sin poder hacer nada creativo. Es en estos detalles aparentemente banales e intrascendentes donde se manifiesta esa proverbial habilidad suya para sacar el máximo partido expresivo y estético a los recursos puestos a su disposición: en este caso sacar de algo tan nimio una pequeña historia de huída y de misterio en torno a una casa abandonada en un embarcadero…

La siguiente secuencia consta de tres planos y una duración de trece segundos. Sale la familia Buñuel al completo: primero el padre lleva en brazos al pequeño Rafael –en una de las imágenes más novedosas de la película–, luego se lo da a su  madre, que se encuentra en una barca con Juan Luis y, en compañía de Negrín, en el muelle, sube el carrito del niño y suelta las amarras.  Evidentemente fue grabada por Rosita, que es la única que no sale en cuadro.

La quinta tiene por protagonista a Rafael a quien en apenas dos planos y 14 segundos de duración le vemos llorar desesperadamente porque una mano amiga junto a su madre no atina a darle el biberón hasta que al final lo consigue. La sexta es de una extraordinaria ternura porque también en dos planos y en 8 segundos se nos muestra a una madre feliz (que masca chicle) cómo muestra orgullosa a su vástago dormilón y lo arrulla para que el padre pueda captarlo en toda su plenitud. Las dos están rodadas por su padre.

La séptima es más compleja: tiene diez planos, dura 1 minuto 22 segundos y podría perfectamente titularse “Escena de interior hogareño”. En su primera parte, rodada por Rosita, aparece primero, ocupando todo el cuadro, Juan Luis dibujando con pastel sobre una mesa; luego se amplía la distancia y con él en primer término vemos al fondo a Jeanne con el bebé y a Buñuel (de espaldas) y Negrín sentados jugando a un juego de mesa, se acerca Jeanne con el bebé junto a Juan Luis y éste ríe; luego se pasa a un primer plano del bebé y acto seguido la cámara enfoca a Negrín (de perfil) moviendo ficha jugando con Buñuel a las damas con Jeanne y el bebé de fondo (en un determinado momento Buñuel, tras hacer jugada, mira a la cámara y sonríe: es sin duda otra de las imágenes destacadas de la película); después hay un contraplano frontal de Negrín y la cámara se mueve en panorámica hacia la derecha donde está Jeanne atusándole el abundante pelo a Rafael. Llegados a este punto la cámara pasa a manos de Buñuel pues vemos a Rosita ocupando su sitio jugando con su marido para acto seguido, describiendo una panorámica casi circular, mostrarnos a Juan Luis incorporado al grupo de su madre y su hermano para, después de un primer plano de Rosita, y de Negrin jugando con ella, recrearse en la delicada operación de Jeanne peinando a su bebé.

La última secuencia es el digno colofón de toda la película pues en doce planos y 54 segundos se resume el espíritu de juego, diversión y concordia que reinaría en esas vacaciones: primero juegan a tirarse un plato por encima de una red (Buñuel con Rosita, ésta con Jeanne, ésta con su marido, Rosita con Negrín y finalmente éste con Jeanne –donde hay otra de las imágenes principales de la película cuando Jeanne se dirige a jugar y mirando a su marido, que es el que rueda en ese momento, le hace burla con la lengua); luego capta a Juan Luis paseando con una flor en las manos para desde allí, tras un barrido espectacular casi en círculo, centrarse en Negrín y su mujer que simulan pelearse alegremente…

 

 

REFERENCIAS

Javier Herrera, “The Decisive Moments of Buñuel’s Time in the United Status: 1938-40. An Analysis of Previously Unpublished Letters” en Peter W. Evans & Isabel Santaolalla, Luis Buñuel. New Readings. London: British Film Institute, 2004, pp. 43-64

Jeanne Rucar, “Vida en Estados Unidos” en Memorias de una mujer sin piano. Madrid: Alianza Editorial, 1990, pp. 61-79

Buñuel en Hollywood. Vídeo VHS. Sogecable, 2000 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Herrera

16 de septiembre de 2014

 Últimamente he estado en el correo electrónico como quien pasa las horas filosofando en el café. Vivir entre los libros y el diálogo internético me está convirtiendo en ermitaña, pensé, y decidí tomar aire fresco: me desprendí del teclado y salí rumbo a la Galería Regia. Era miércoles y esa noche se presentaba Cuaderno de la nieve (Mantis Editores-Conarte, 2004), nuevo poemario de Guillermo Meléndez.


En la mesa de presentación, Xavier Araiza y Eduardo Zambrano hablaban de la poesía de Meléndez. Se mencionó a Sartre, a Merleau-Ponty, a Pessoa. En el poemario las referencias son interminables: Blake, Dante, Eliseo Diego, Pizarnik, Nietzsche, Safo, Miguel Hernández, Cavafis... La poesía de Guillermo Meléndez no es nada fácil; y sin embargo, con toda su ironía y sus intertextualidades, resulta muy disfrutable.


Recordé las palabras de un amigo escritor una ocasión en que conversábamos precisamente de Meléndez, del prestigio que éste se ha ganado a fuerza de trabajo, de persistencia, de haber apostado a la poesía un poco en silencio, sin pretensiones, asumiendo su oficio desde un anonimato que parecía tenerlo sin cuidado y que desapareció con los años, cuando se convirtió en un -poeta de la ciudad, alguien que, como dijo Araiza durante su presentación, habla de las calles de Monterrey, de los bares, de los rincones que de pronto descubre ante los ojos de quienes habitamos esta ciudad sin asomarnos, casi sin verla.


Alguien había dicho hace poco que el poeta de la ciudad tiene en este momento 15 años, ya que hasta ahora no ha habido nadie capaz de sintetizarla. Descalificó a nuestros poetas uno por uno, asegurando de unos cuantos que sus textos resultan -decentes, pero no poseen grandeza.


A los regios nos resulta difícil aceptar la importancia de quienes se dedican a expresar la otra parte que somos: nuestras fantasías y deseos, nuestros sueños y desencantos. Si un gran poeta es aquel capaz de establecer con el lector una comunicación íntima, alguien que hace sentir al otro que el poema es suyo, que dice sus cosas, entonces no me explico el motivo por el cual, para nosotros, los buenos escritores no se relacionan con nuestras experiencias de lectura, sino con las opiniones del Centro. Sólo por esta vía se reconoce el trabajo de un escritor regiomontano.


Cuando pienso en la relación que existe entre nuestra ciudad y la poesía de Guillermo Meléndez me viene a la mente Álvaro Mutis, los lazos profundos entre sus textos y la Ciudad de México.


Pero comparar a Mutis con uno de los nuestros es arriesgarse a hacer el ridículo si Krauze no lo ha legitimado con anterioridad.


Para los regiomontanos, el problema de nuestros poetas es que son de aquí; en consecuencia, no se puede esperar gran cosa de ellos. He aquí un buen ejemplo de baja autoestima, una típica actitud regia.


II. Los fabulosos veinte


Sucede que, no conforme, el jueves regresé a la misma galería; esta vez para escuchar la lectura de Óscar David López, poeta de 22 años. La presentadora era Gabriela Torres, narradora de la misma edad, y actual becaria del Centro de Escritores.

La seriedad se les nota a los muchachos desde el principio, pensé, el afán de profesionalismo que los distingue entre sus compañeros.


No podía evitar una sonrisa de orgullo al escuchar a la Gaby leer, con su voz fuerte y su apostura envidiable, las múltiples referencias a poetas y narradores, grupos de rock, juegos de Nintendo, programas de televisión y toda una serie de elementos con los cuales dibujó un mapa generacional como introducción a la poesía de Óscar.


¿Qué dicen ellos en su momento de arranque, cuando apenas se dirigen hacia sus propias definiciones? Óscar David inició su lectura con tres epígrafes: uno de Gerardo Denis, el siguiente de Laura León, y el último de José José. Enseguida leyó una serie de poemas de calidad desigual, pero todos ellos frescos, rebosantes de energía, de ganas de decir sus cosas. Hubo dos o tres verdaderamente hermosos.


Evoqué a los Óscar y Gaby preparatorianos, cuando Óscar no se había enfermado, ni soñaba que vendrían estos dos últimos años de hospitales; cuando Gaby era una niña tímida que apenas hablaba; cuando aún no imaginaban que alguna vez iniciarían el proyecto Harakiri, que actualmente reúne a muchos de los escritores jóvenes de nuestra ciudad.


"La generación actual de talleristas hace demasiadas concesiones con estos jóvenes", suelen decir algunos escritores que conozco, "los están chiflando". Sin embargo, apenas empezó a leer Óscar recordé el apoyo de nuestros maestros y coordinadores. ¿Qué sería de nosotros si no nos hubieran mostrado una confianza de ese tamaño?


Me vinieron a la mente los dos Jorges: Xorge Manuel González y Jorge Cantú de la Garza. Recordé también algunas opiniones de sus compañeros, idénticas a las de mis conocidos. En el caso de nuestra generación, el apoyo de éstos y de tantos otros escritores significó, más que condescendencia destructiva, un empuje fuerte, una seguridad, una manera de ayudarnos a pisar tierra firme.


Al salir esa noche de la galería caí en la cuenta de que había presenciado una especie de reseña. No era solamente la gente de las mesas en ambos eventos, o el público que en las dos ocasiones llenó la sala; era el fenómeno literario regiomontano manifestado a través de diferentes generaciones. Un proceso vivo, dinámico.

 

Texto publicado en la sección Arte del periódico El Norte. Monterrey, México. (Noviembre 2004)

Escrito en Sólo Digital Turia por Dulce María González

15 de septiembre de 2014

La primera vez que vi en persona a Carmen Martín Gaite tenía yo 17 años. En esa ciudad nuestra, fría y adusta pero también firme y serena de Entre visillos, siempre era un verdadero acontecimiento recibir a “nuestra escritora”. Ella llegó para dar una charla en alguna institución que ni siquiera recuerdo aunque sí su pelo blanco, su boina de punto con su broche de Amor y ese desparpajo cantarín, casi adolescente que la hacían parecer una mezcla entre un hada buena y un personaje sacado de lo más profundo de nuestra tierra. No la conocía pero ya la admiraba y todavía hoy conservo esa fascinación por las personas que como ella construyen historias pero también las saben contar, que no es lo mismo aunque a veces creamos que sí. Ella las contaba y las cantaba, las hilaba y de esta forma encandiló, como sólo ella podía hacerlo, a todas aquellas todavía niñas que, como ella había sido un día ya lejano, éramos alumnas de un colegio de provincia castellana. Alguien me la presentó y yo, rendida ante su presencia, ni siquiera podía imaginar que 13 años después nos volveríamos a encontrar, de otra forma muy distinta, y casi por última vez.

Fue en el año 2000, pocos meses antes de su muerte y fui a visitarla a su casa de Doctor Esquerdo. Iba a contarle, con temblor de rodillas, como no podía ser menos, y ese respeto casi reverencial como el que recordaba de mi primer encuentro a los 17 años, de mi incorporación a Siruela, a hablarle de proyectos futuros y, sobre todo, a dejarme fascinar de nuevo por ese hada de mi adolescencia, por esa caperucita urbana que, como dijo Gustavo Martín Garzo nos enseña desde sus páginas que no hay que tener miedo a vivir (…) que la vida se transforma muchas veces en un laberinto temible pero que basta con amarla de verdad para encontrar una salida. Y yo, en el mismo centro de mi laberinto, encontré de su mano la fuerza para caminar hacia la salida, en sus palabras la energía para enfrentarme a los lobos que aparecen en el camino de cualquier caperucita y en su ejemplo la capacidad para crecer como mujer y no sentir miedo ante el túnel negro que, como Sara Allen, todos tenemos delante en algún momento. Fueron unas horas que hoy todavía conservo en mi memoria como si hubieran sido ayer…

Después ya se fue… Demasiado pronto para mi que sólo pude verla dos o tres veces más. Demasiado pronto para todos. Nos dejó como había vivido y así, como la protagonista de su particular Caperucita metió la moneda en la ranura, dijo: “Miranfú!”, se descorrió la tapa de la alcantarilla y Sara, extendiendo los brazos, se arrojó al pasadizo, sorbida inmediatamente por una corriente de aire templado que la llevaba a la Libertad”.*

Pero aquí no terminó este cuento, al contrario, todavía hoy continúa, porque esta otra Caperucita, la de El Boalo, nos dejó mucho; mucho en aquel momento de extrañeza y mucho todavía hoy de la mano de su hermana Ana María, la mejor depositaria de su obra y de su memoria, la persona con la que en su casa de El Boalo he podido vivir a Carmen Martín Gaite, mirar sus fotos, recrearme en su paisaje, buscar entre sus recuerdos, rescatar sus escritos, revivir su vida y, sobre todo, encontrar a dos amigas: a la que se conoce desde el recuerdo y desde el espejo y a la que se conoce desde el cariño y la cercanía. Cada cajón que su hermana Ana abría, desplegaba ante mi un mundo desconocido, una sorpresa, un regalo más de la siempre sorprendente Carmiña, un nuevo viaje, una nueva faceta, un misterio desvelado, un premio para esta todavía editora principiante ávida de conocer y de dar a conocer más de esta mujer eterna. Y de esta forma otros proyectos han ido surgiendo en este tiempo, más allá de aquellos Dos cuentos maravillosos, Esperando el porvenir y Caperucita en Manhattan. Con la ayuda de Ana María he tenido, hemos tenido en Siruela, el privilegio de publicar su Visión de Nueva York, sus escritos periodísticos en Tirando del hilo y nuevos proyectos que llegarán.

Por eso, y por muchas otras cosas que me guardo para mí como un tesoro, no puedo tener más que palabras de gratitud para estas dos hermanas, estas dos mujeres que nacieron antes del tiempo que les correspondía y que juntas me han dado y me siguen dando el mejor de los ejemplos de fortaleza y de vida.

Gracias Carmen, Calila, Carmiña, por dejarme vivir esa maravillosa experiencia de ser la editora de muchas de tus obras. Gracias Anita por tu confianza, tu cariño, tu labor (muchas veces en la sombra) y tu amistad. Y gracias, sobre todo, a todos los lectores de la obra de Carmen Martín Gaite, que sois, sin duda, los que haréis que ella siga viviendo para siempre en nuestras lecturas y en nuestros corazones.

 

 



* Párrafo final de Caperucita en Manhattan de Carmen Martín Gaite, publicada por Ediciones Siruela.

Escrito en Lecturas Turia por Ofelia Grande

12 de septiembre de 2014

 

 















Violación

 

Silba el amanecer, florece el hierro

bajo la incandescencia de los pájaros

Pero también sucede el mar y las preguntas caen sobre la piel de

la melancolía como un caballo que galopase en la memoria

y el hielo viene devorando sombra,

y esto es el día: sílabas azules

y las palomas perseguidas por el llanto.

 

­­­­­Nota­­­­­­­

 

En general, aborrezco los experimentos literarios, pero me atrae salvajemente la reescritura, la penetración de textos sin más fin que el de conducirlos a otra corporeidad despreciando el sentido y demás accidentes. Lo he hecho en dos o tres ocasiones con poemas ajenos, y Miguel Casado, que suaviza su autoridad con la ironía, definió cada actuación como un “atentado”. Acatamiento, por mi parte.

Violador relapso, esta vez les ha tocado a mis propios poemas. Eran tres. Fracasados, a mi modo de ver. La feroz turbina los ha destrozado y convertido en lo que arriba queda escrito. Renuncio a explicarme. Añado únicamente que esta nota tiene que ver con la perversión y la sinceridad.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Gamoneda

Rafael Gumucio (Santiago, 1970) es una de las figuras actuales más sólidas de las letras chilenas. El pasado junio, presentó en la Casa de América de Madrid su nuevo libro: Mi abuela, Marta Rivas González (Ediciones UDP).

Hija del diplomático Manuel Rivas Vicuña, y esposa del senador Rafael Agustín Gumucio, Marta Rivas González, una aristócrata de izquierdas, fue testigo de excepción de la historia de Chile de los últimos cien años.

De la mano de su abuela, profesora en la Soborna, Rafael Gumucio se estrenó de manera un tanto abrupta en la edad adulta. Tras el golpe de estado de Pinochet en 1973, Marta y Rafael compartieron la soledad del exilio en París al abrigo de autores determinantes en la vida de ambos como Proust.

Es esta una crónica familiar, escrita desde el humor, la poesía y la rabia, donde el escritor nos descubre a una abuela excéntrica, amiga de Marguerite Yourcenar, García Márquez o José Donoso, y a quien Cela invitó sin éxito a Mallorca.  Gumucio narra en primera persona, cómo fue aquella relación de amor y el vacío que dejó la muerte.

 

En nuestra conversación, el escritor y periodista habló además del futuro del periodismo, de su cátedra de Estudios humorísticos en la universidad santiaguina Diego Portales y, cómo no, de literatura.

 

-  Uno de los problemas primeros con los que se enfrenta un escritor es elegir un tema y unos personajes, en este libro lo has tenido fácil, estaba en tu familia…

-  Casi todos mis libros versan sobre mi vida familiar. He tenido la suerte de tener una familia muy divertida, que ha estado muy comprometida con sus circunstancias y con la vida de Chile; que además tiene un cierto gen exhibicionista que le hace contar sus cosas como si ellos esperaran que alguien las contara. He sido yo quien lo ha hecho. Cuando empecé a escribir no pensé nunca que este iba a ser mi tema. No pensé que iba a ser el cronista de mi familia, pero conforme pasan los años, la verdad es que las mejores historias son las que están cerca de mí. He tenido el raro privilegio de contar con el permiso implícito de contarla, y eso es lo que he hecho desde entonces.

-  Gracias a Marta Rivas,  el lector se acerca a una clase social que ella representa, me refiero a la aristocracia de izquierdas.

- En Chile ese grupo social se prolongó durante muchos años en la historia. De hecho, casi todo lo que el mundo conoce de Chile nace de esa clase social. Tuvo una enorme importancia. A mí me interesó sobre todo por las contradicciones, porque mi abuela era de izquierdas en cosas que uno no se esperaba, y de derechas en cosas que tampoco esperabas. Ella tenía el ADN de ambos mundos y eso era realmente interesante porque me ahorraba construir un mar de personajes; con ella tenía todo un mundo.

- Su abuela era una mujer de mentalidad abierta. Hoy la reconoceríamos como una feminista.

- Genéticamente era feminista, al contrario que otras mujeres que se han autoimpuesto ideológicamente la liberación. Ella lo era sin quererlo, en un medio donde el feminismo era impensable. Pero, creo que su intento no fue liberarse sino al contrario, amarrarse, encontrar un marido y una familia en la que buscar protección. Con tan mala suerte  de encontrar un marido como mi abuelo, que en el papel representaba el conservadurismo acérrimo, pero que en la vida real se transformó en un hombre de izquierdas y para nada machista. Con el tiempo he llegado a pensar que el hombre conservador que buscaba, no se hubiera casado nunca con ella, sólo mi abuelo pudo hacerlo.

- ¿Y eso?

- Porque ella era de las que decían a voz en cuello lo que opinaba, que era más inteligente y más culta que cualquier hombre, no estaba preparada para el matrimonio tradicional latinoamericano. Yo quise ir más allá de lo que era visible. A ella le importaban las convenciones pero nunca pudo amoldarse a ellas. En su vida tampoco tuvo ocasión de protagonizar ningún acto de rebeldía. Quiso siempre trabajar, pero no lo hubiera hecho si mi abuelo no se hubiera arruinado. No fue un acto de rebeldía o una Casa de muñecas, sino pura supervivencia.

- Dos exilios le marcaron la vida.

- Ella vivió en total 22 años de su vida fuera de Chile, la mayoría de su infancia y adolescencia. En su primer exilio vivió dos años en Suiza porque su padre fue nombrado presidente de la Liga de las Naciones. Pero era un fuera de Chile pensando en Chile, hablando de Chile, preocupada por Chile y entre chilenos. Ella tenía un empeño en lo chileno aunque nunca se sintió cómoda en Chile.

- Pero Marta Rivas quería morir en Chile a toda costa.

- Quería morir en Chile porque no que quería que Pinochet le ganara la batalla. Decía que quería volver por el clima. Yo no creo que fuera por eso, el clima de Chile es muy malo. Seguramente era por la luz. Hay una luz en Santiago que no tiene París y que a ella le era necesario; luego estaban los afectos. Vivir en el exilio exige vivir permanentemente en un logro, no te deja vivir en la inconsciencia. Pero para nosotros, que volviera a Chile nos parecía algo ilógico porque ella era feliz en París, había conseguido una buena vida. Era muy divertido porque los rusos blancos pensaban que mi abuela era una rusa y la llamaban: Olga, Sonia…

Vivió un tiempo en el mismo hotel que el príncipe Yusipov, que fue quien envenenó a Rasputín. Yusipov, que era buen mozo y muy homosexual, tenía un novio chileno: Cuevas, Cuevitas. Un personaje divertidísimo que se fue de Chile, se convirtió en un mecenas del ballet y se casó con Margaret Rockefeller, nieta del millonario. Yusipov era su amante. Terminó siendo rico e importante, pero en Chile le siguieron llamando Cuevitas, aunque en ese momento ya era el Marqués de Cuevas.

También vivió en el mismo barrio que Marguerite Yourcenar. Ella le tenía ganas a mi abuela, le regalaba huevos pintados de Pascua. Eras amigas, pero a mi abuela que era conservadora en el fondo, le asustaba que fuera tan abiertamente lesbiana.

Mi abuela amaba la literatura y quería a los escritores pero no le gustaba el esnobismo. En cuanto un escritor famoso le hacía demasiado caso, ella se distanciaba. Le pasó con Camilo José Cela. En sus clases ella hablaba de La familia Pascual Duarte. Cela se enteró que una profesora de la Sorbona hablaba de su obra y la invitó a Mallorca. Mi abuela le dijo que no porque no quería ser una esnob. Me parece que hizo una tontería, quizás Cela hubiera escrito este libro y me hubiera ahorrado a mí el tiempo…

-  Ella tenía sus más y sus menos con los escritores…  

- Normalmente los escritores son siempre arribistas, y eso era algo que mi abuela no olvidaba. Yo siempre le decía que si hubiera conocido a Proust hubieran sido amigos claro, porque tenían mucho en común, pero hubiera sido una amistad a la que mi abuela le hubiese puesto coto. Mi abuela hubiera suscrito la carta que le escribió Gide a Proust rechazando su manuscrito, donde le decía que un escritor joven no puede ser bueno si vive obsesionado con princesas y duques. Gide se arrepentiría después toda su vida, como se hubiera arrepentido mi abuela.

Entabló amistad con García Márquez, pero él se fue alejando y ella no hizo ningún esfuerzo de acercamiento. Lo mismo le ocurrió con Isabel Allende. En el fondo era una especie de timidez que la paralizaba.  De su relación con José Donoso hablo mucho en el libro, y lo pongo como ejemplo. Se conocieron cuando ambos eran muy jóvenes. Eran dos personas con gustos, fobias y aficiones en común realmente asombrosas. Lo que les distanció fue que Donoso era escritor, y tenía demasiadas ganas de ser su amigo… Y mi abuela pensó: si este tiene tantas ganas es porque está mal…

- Digamos que tampoco te animó a ser escritor.

- Sí y no. Me acercó a la lectura de escritores que para mí han sido fundamentales: Proust, Chéjov, Tólstoi, Shakespeare, también Ibsen, que  leí también por ella, pero que no fue tan importante. No sólo me alentó en la lectura, sino que fomentó en mí la idea de que yo era escritor, que debía dedicarme a la literatura. Pero cuando vio que esto se hacía realidad, entonces mantuvo una posición ambivalente.

- ¿Crees que sin la influencia de tu abuela, hubieras sido escritor de todas maneras?

- Yo quería ser escritor antes de conocerla, pero quizás me hubiera dedicado a escribir cómics. Yo tengo primos que no tenían ningún interés por la literatura y que mi abuela adoraba. Nunca se le ocurrió fomentarle esa afición, fue algo que yo pedí y que se transformó en el eje de nuestra relación.  Fui el único de sus descendientes que heredó sus tomos de Proust, un escritor fundamental en su desarrollo como persona. Pero al mismo tiempo me recordaba que yo nunca sería como Proust.

- La relación entre ustedes dos se forjó en París. Ella necesitaba un hijo y usted un padre. ¿Cómo fue aquel exilio para ti?

- Yo buscaba a alguien que hubiese vivido esa cosa inaudita y extraña que estábamos viviendo que era el exilio. Mi abuela era la única persona de las que me rodeaba para quien el exilio no era una novedad. Ella fue una guía.

Fue un tiempo doloroso porque en mi caso se cruzó con la separación de mis padres, la destrucción de un cierto equilibrio familiar que me influyó tanto o más que el exilio físico. Evidentemente las dos cosas juntas fue como una bomba. Yo era una persona hipersensible, que en mi caso vino acompañado de hechos externos. Ahora puedo ir al psicólogo y tener una justificación… (Ríe). 

- ¿Era París entonces una ciudad dura para un extranjero?

Muy dura, fría y solitaria. París no le ahorra dificultades a nadie. También hay un dato que está feo decirlo, pero nosotros nos desclasamos en París. Fuimos a vivir a una ciudad europea, importante, pero para mi familia fue una pérdida. En Chile contábamos con una red de apoyo en la que sentíamos que pasara lo que pasara no te iba a ocurrir nunca nada. Esto lo rompió primero Pinochet y luego el exilio confirmó esa sensación de que no estábamos seguros en ninguna parte.

- Los escritores chilenos de distintas generaciones, como Alberto Fuguet, Alejandro Zambra o tú mismo, llevan la dictadura en el ADN de su escritura.

- En los nombres que has citado cada uno lo vivió de un modo distinto: Alberto Fuguet vivió la dictadura hasta los 20-23 años. Yo la viví hasta los 18,  y Zambra hasta los 14. Pero hay un periodo del que se va a hablar con toda seguridad en la novela chilena.  Yo mismo estoy escribiendo sobre la época de la transición: del 88 al 98, donde Pinochet ya estaba preso en Londres, pero su sombra era alargada.

La dictadura es un tiempo donde los países se reencuentran con sus peores y sus mejores demonios. Allende era algo que nosotros no hubiéramos querido ser, pero nunca fuimos. Pinochet fue alguien que nunca quisimos ser pero fuimos. Un dictador se parece a lo peor de su país.

- En estas memorias hay dos voces: la voz de Marta Rivas y la tuya. Tú planteas cosas que quizás no te hubieras atrevido a decirle.

- Estuvo demente muchos años antes de morir. Yo me había resignado a la idea de que ya no me hacía falta, que no la necesitaba. Cuando se fue, empecé a necesitarla, ajustar cuentas con ella, y sobre todo preguntarle muchas cosas sobre cómo vivir. Yo la conocí de vieja y yo aún era un niño. Nunca supe cómo vivió de los 35 hasta los 60 años, que es el tiempo en la que uno tiene hijos, casa, perro, donde se vive de una manera rutinaria. Cuando empecé a vivir ese tiempo, fue cuando comencé a hacerle esas preguntas: cómo nosotros, que éramos tan distintos por herencia histórica, que no estábamos hechos para una vida burguesa y banal podíamos construir la vida. Me hubiese sido muy útil, pero ya no estaba. De alguna manera tuve que inventarla para que me respondiera a todas estas cuestiones. 

- ¿Crees que a Marta Rivas le hubiera gustado el libro?

- Hay un poeta chileno muy bueno, Armando Uribe, que fue muy amigo de mi abuela, y a quien yo le di a leer el manuscrito.  Él me dijo: tu abuela hubiera odiado tu libro y a la vez hubiera sentido mucho orgullo. Habría detestado que hubieras sido capaz de escribirlo y habría adorado que lo hubieras hecho. No sé si se entiende la paradoja.

- ¿Ha sido una manera de enterrarla?

- Sí. Entre su muerte y la novela escribí una obra de teatro que estaba basada en ella y que protagonizó una actriz que se le parece mucho, Delfina Guzmán. Con esa obra pensé que de alguna manera había logrado resucitarla, pero cuando se publicó este libro, mi abuela ya no estaba.

- Colaboras con diversos periódicos. En tu caso, ¿trazas una línea entre el escritor y el periodista?

- Yo nunca he pretendido ser periodista. Escribo como un escritor que se amolda al formato y a las necesidades editoriales del diario. Mis columnas son de opinión, cultura, literatura, política y sociedad; también hago entrevistas.

- ¿Cómo ves el oficio de periodista en el mundo actual?

 Hay una inflación del periodismo, lo mismo que pasa con la democracia porque ambos están relacionados. El poder opinar desde tu móvil parece democrático pero no es democracia. La democracia también supone someterse a un orden. El periodismo es el derecho a opinar de una sociedad a través de un periódico, pero no es lo mismo a que todos los ciudadanos griten al mismo tiempo.

El periodismo y la literatura sobrevivirán, pero creo que acabará con los profesionales que tienen este oficio como forma de subsistencia. Se perderá parte de la historia, la diversidad de voces, se convertirá en un periodismo previsible donde lo más importante serán las firmas.

- Háblame de tu faceta como director del Instituto de estudios humorísticos en la Universidad Diego Portales. ¿En qué consiste esta cátedra?

- Es un curso complementario en la Escuela de Periodismo en la universidad, donde enseñamos maneras de hacer humor aplicado en su trabajo. Organizamos también actividades donde explicamos el tipo de humor que se hace en Chile.

- Viviste en Madrid, después en Barcelona. El atractivo de España para los escritores hispanoamericanos se prolongó más allá del Boom.

- Cuando vine, el centro de la cultura en castellano era España, ya no lo es. Vinimos a España y fue una época gloriosa. Lamento mucho que después, con la crisis, los destinos se hayan alejado tanto. Un chileno conoce a muy pocos escritores españoles, y a un español le pasa lo mismo con los escritores chilenos. Es una pena.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Yolanda Delgado

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