Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 1066 a 1070 de 1369 en total

|

por página
Configurar sentido ascendente

17 de junio de 2014

 

Cuaderno de interior, Ricardo Virtanen, Baile del sol, 2013.

 

En una reseña reciente he afirmado que soy un voraz lector de diarios. Algo hay en ellos me atrae irremediablemente, incluso aunque propenda a lo aburrido y lo intrascendente. La mezcla de géneros, ese gusto por los pequeños detalles, esa opción que nos dan de comprender una visión ajena y particular  del mundo desde lo más ínfimo de la existencia de un autor; y esa crónica, muchas veces, de las inquietudes  más curiosas y del desasosiego personal de quien lo escribe. Creo que encuentro también cierto placer en leer diarios por lo que tienen de rutina, pues el hábito es algo que me procura seguridad. Me gustan por lo que tienen de inmediato y de literatura sin retoques, ese dejar constancia de las cosas entrevista al paso, tan acuciadas por divagaciones y ensueños. Y porque son un útil registro de lecturas y recomendaciones.

Acabo de terminar Cuaderno de interior (Baile del sol, 2013), la más reciente publicación de Ricardo Virtanen, de quien hasta la fecha sólo había leído su estupenda colección de haikus editada por Renacimiento, Sol de hogueras. Cuaderno de interior es un diario que, a pesar de su volumen de más de trescientas páginas, sólo acoge poco más de un año de itinerario vital. Uno, consciente como es del rigor y la disciplina que requiere esa tarea, se sorprende preguntándose por los pormenores que le habrán llevado al autor a dedicar un esfuerzo y dedicación de esa magnitud; también, por supuesto, por la exclusividad de acoger únicamente ese periodo de tiempo. Virtanen es músico, veterano baterista de un grupo de rock y experto en Musicología, algo perceptible a poco que se lea Cuaderno de interior, pues en él se mencionan a muchas leyendas del rock y del jazz (con algunos obituarios), audiciones de ópera y artistas contemporáneos como Cage.

Con el carácter de lo íntimo como imperativo, Ricardo Virtanen atesora en Cuaderno de interior una intrincada trama de sugerencias y evocaciones privadas. Se confirma como un diarista impecable y entretenido, capaz de sacar al lector más perezoso de su monotonía particular y penitente. Hay tanto de narcisismo en estas páginas como de verdad a medias, advierte en los preliminares del libro. La prosa ágil, no afectada, y carente de retórica, se digiere fácilmente y el libro permite la lectura en tandas e incluso en desorden cronológico, sin que pierda interés. En Virtanen, el ejercicio de la escritura, a la vez que de otras artes, especialmente la música y la pintura, supone la forma más accesible de llegar al conocimiento personal, poblar lo anodino de vida y que los propios acontecimientos vitales  escenifiquen la grandeza de la cotidianidad.

La vida, en general, no es tan diferente de todo lo que uno intenta describir en la literatura. Si una autobiografía es un camino estrecho e interrumpido por multitud de tramos de niebla, el archivo de lo acumulado con perseverancia a diario es más una amalgama y un derroche de inutilidades, un cajón de nimiedad, una abigarrada estampa de incidencias y embrujos banales.

De muchos libros actuales, no señalados como diarios, se podría decir aquello de  Chamfort: la mayor parte de los libros del presente tienen el aire de haber sido escritos en un día, con los libros leídos la víspera. Hay diarios, como el de Virtanen, que  tienen por norma trascender la anécdota y abrirse a la expectativa sensorial, a la reflexión metaliteraria o a la visual  definición del paisaje. Ya lo dijo César Simón, con acierto, en uno de los suyos: “Debo anotar lo pensado. Aunque no es pensado, sino sentido. He tenido una experiencia que no debo permitir que se desdibuje y transforme en ideas”.

 

Toda vida es provisional. La mía no es una excepción - especula Virtanen.

 

En un diario la veleta permanece siempre quieta, impasible, apuntando hacia una región de niebla perdida en el horizonte. Escribir un diario es no concluir nada, es, en todo caso, llegar tarde a la escritura.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Aitor Francos

17 de junio de 2014

Apenas dos años después de que apareciese en las librerías La isla, la obra maestra del escritor triestino Giani Stuparich (Trieste 1891-1961), aparece, en la misma colección, de los ya célebres Paisajes narrados de ediciones Minúscula, otra pieza, menos redonda quizás, pero que nos devuelve, por momentos, toda la magia, no sólo de la literatura, lo que ya sería mucho decir, sino, más aún, de la vida propia, magistralmente sugerida en sus apenas cien páginas.

 

Si La isla era el relato circular y completo de una vida, a través de la relación paterno-filial, en esta nueva entrega el marco temporal es, en principio, un único año escolar, el tiempo que transcurre linealmente del final de un verano al siguiente, pero de un año trascendental para cada uno de los protagonistas. El año terminal, el último de los del bachillerato, aquel en que se perfilan los grandes amores y los claroscuros horizontes vitales.

 

En la clase del instituto habsbúrgico (pleno de latines, griegos y de un espíritu que juega conscientemente a distanciarse de la insoportable levedad de lo real), un grupo de bachilleres italianos ve transformada su peripecia vital por la irrupción inesperada de una condiscípula mujer: Edda Marty. Al desconcierto general por el mero hecho de que una joven esté dispuesta a concurrir y competir con ellos en el ámbito académico – se trata de una de aquellas pioneras –, hay que sumarle el espíritu particular, mucho más libre y vivo que el de los barones, de la protagonista femenina del relato de Stuparich. Nórdica, abierta, tan inalcanzable como sensual, Edda Marty consigue enamorar a media escuela, profesores incluidos, despertando en su entorno todas las fuerzas, constructivas o destructivas, de sus inexpertos colegas. Ante la aparición inusitada del genio femenino, el grupo deja de comportarse como tal y despuntan, como voluntarios garantes de la especie, una larga serie de individuos a cual más perdido.

 

Surge la elección (la del brillante Antero) y el enamoramiento. “Esta vez se miraron. Las pupilas de ella eran de una luminosidad solar, y por su boca pasaban los sentimientos como suaves sombras en los prados. Antero naufragó en toda aquella luz y por un instante  tuvo la sensación de que quizás habría sido mejor no existir, porque dolía demasiado; y lo miró como si implorase la muerte. Edda Marty parpadeó como para alejar de sí aquella mirada, y con unos ojos más dulces, en que refulgían bellas briznas de oro, y con la voz un poco silbante, ruborizándose, lo invitó a dar un paseo” (pp. 18-19). En la obra, el divino despertar es descrito con toda la sutileza, la precisión y la viveza que sólo los grandes han sabido imprimir en sus narraciones, pero también infestado con el germen de dolorosa mortalidad que implica y que tiñe cada  una de las palabras citadas. Ante el deseo sexual que invade a los amantes, se asoma, quizás por última vez en sus vidas, la aspiración a la pureza: “Ahora se veían incluso algunos domingos. Mañana caminaremos, se decían, con un tono como si en aquel caminaremos hubiese la prohibición de besarse. Sabían que era necesario un descanso, una pausa en su extenuante deseo; y, en efecto, al día siguiente se ponían a caminar, esforzándose en volver al espontáneo proceder y a las conversaciones de cuando eran simplemente dos compañeros de instituto en buena armonía que paseaban alegremente juntos; pero una ocasión que les ofreciera el taimado camino, una palabra dicha con pasión, a veces un simple cruce de miradas, lo sumía de nuevo en ansia amorosa; y entonces los besos tenían un dulce sabor a ira y a sangre” (p. 46). Nótese la bellísima aparición del subjuntivo de ese “ofreciera”, introduciendo el terreno pantanoso de la inseguridad de los propósitos de la voluntad, al comienzo de la enumeración de los desencadenantes del deseo. Surge al fin el desamor y la imposibilidad erótica. Aparecen la desesperación, la huida y hasta el suicidio (esa sombra que rondó de por vida y fatalmente a Stuparich). El autor se quejó siempre de la imposibilidad de crear en su ciudad una identidad cultural duradera: la razón era la fuga constante de los mejores, a través de la vida (la emigración, la ambición capitalina o extranjera, las circunstancias) y de la muerte (la guerra y el suicidio). Al final del último año escolar, algunos se marchan a estudiar a otras cuidades (Viena, Roma…), otros en cambio vuelven a su tierra natal, los menos ni siquiera han llegado al final, la muerte les ha atrapado con sus garras y con sus uñas de mujer. De todo ese rosario de misterios, gozosos y dolorosos, está compuesta esta narración. Estilísticamente perfecta, en tanto que se mimetiza con el estado mental de la primera juventud que rompe la adolescencia. Y literariamente sublime, en la medida en que lo hace con el sello indispensable de la claridad y de la distancia.- ÁLVARO DE LA RICA

 

 

 

 

Giani Stuparich, Un año de escuela en Trieste, traducción de Francesc Miravitlles, Barcelona, Minúscula, 2010.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro de la Rica

SOLEDAD PUÉRTOLAS PRESENTARÁ EL 24 DE JUNIO EN ZARAGOZA EL NUEVO NÚMERO DE LA REVISTA

La escritora y académica Soledad Puértolas será la encargada de presentar en Zaragoza el nuevo número de la revista cultural TURIA. Un sumario de casi 500 páginas que tiene como gran protagonista a Benjamín Jarnés. Será un ejercicio de reivindicación y homenaje a un gran autor del siglo XX español que merece, de una vez por todas, ocupar un lugar destacado dentro de la historia de nuestra literatura y conseguir que nuevas generaciones de lectores disfruten de una obra que sigue teniendo interés y vigencia.

Leer más
Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

José Antonio Labordeta (Zaragoza, 1957-2010) tuvo una actividad incesante a lo largo de toda su vida, en muchos momentos vinculada a la literatura. Desde sus primeros contactos con la escritura (principalmente, con la poesía, desde, al menos 1945, cuando contaba con diez años, pero también con pequeños cuadros teatrales y relatos después) hasta los últimos libros aparecidos en editoriales de tirada nacional, la literatura ha sido su actividad más constante. Pero, como sabemos, hubo otras facetas que le fueron ocupando a lo largo de su vida: primero, la de profesor de Geografía, Historia e Historia del arte, desde los años turolenses (1964-1970) hasta que pidió la excedencia del cuerpo de Catedráticos de Enseñanza Media en 1985; en segundo lugar, estaría su faceta de cantante, que le llevó a grabar unos veinte discos y participar en cientos de conciertos, en Aragón y en el resto de España, pero también en Suecia, Francia o Alemania (en ella, también habría que contar la labor de creación: letras y músicas); en tercero, habría que mencionar al hombre público y al político (en esta última faceta, desde 1999, como diputado en las Cortes de Aragón y, del año 2000 al 2008, como diputado del Congreso en Madrid. pero antes como candidato del PSA, del PCA y de IU); en cuatro lugar, y por último, habría que mencionar otras actividades. como actor, director y adaptador de obras de teatro, crítico literario y conferenciante, realizador de televisión, presentador de televisión y entrevistador, etc. Es decir, todo un mundo de tareas relacionadas, más o menos, las unas con las otras, pero que nos presentan a una persona sin descanso y con una capacidad de adaptarse a múltiples circunstancias.

Pues bien de todo este mundo, la actividad que le ha acompañado durante más tiempo ha sido la literatura. Labordeta ha sido, ante todo, un escritor y un lector, y ha realizado ambos trabajos con entrega y entusiasmo. Y, entre todos los géneros en que ha desarrollado esta actividad literaria, el poético es, desde mi punto de vista, el más representativo y personal: en él nació a la literatura y fue el último que ejercitó. Curiosamente, es, al mismo tiempo, el menos conocido, en parte porque sus primeros libros aparecieron en editoriales de difusión muy limitada y tuvieron escasa distribución, en parte también porque la poesía sigue siendo la cenicienta literaria (apenas tiene lectores y económicamente es ruinosa tanto para el editor como para el creador). Es evidente que el aspecto como escritor más conocido es el de autor de libros de memorias, especialmente, los dos últimos en los que cuenta su experiencia en el Congreso de los Diputados y el dedicado a su enfermedad (Regular, gracias a Dios, 2010). De los trescientos ejemplares que se editaron de su primera obra poética (Sucede el pensamiento, 1959, editado por la revista que él mismo dirigía), que fueron regalados por el autor a sus amigos y poco más, a las decenas de miles de los libros aparecidos en Círculo de Lectores y en Ediciones B (Memorias de un beduino, 2009, incluso tuvo varias reediciones) hay evidentemente un abismo. Después de la poesía vendría la narrativa. Sus Cuentos de San Cayetano, 2004, han tenido una buena acogida en Aragón, y ha gozado de varias reediciones en la zaragozana editorial Xordica; En el remolino, 2007, ha sido editada en Anagrama, una de las editoriales de este género más prestigiosas. Aparte quedarían, lógicamente, la labor como articulista (en el diario Lucha de Teruel, en Aragón Exprés, El Día, Diario 16 Aragón, antes en Andalán, después en El Periódico de Aragón o en Público), cuyos escritos tienen la virtud de llegar a muchos más lectores. De esta labor como articulista, debería rescatarse alguna serie, como la denominada «El dedo en el ojo», aparecida en Andalán, entre 1972 y 1976, firmada por Polonio Royo Alsina, en la que desarrolla las mejores artes del periodismo literario en la línea de un Larra.

Sin embargo, y a pesar de ser minoritario, considero que es en la poesía donde José Antonio se sentía más libre, más auténtico, más a su aire. La poesía ha sido su más fiel refugio contra la soledad y contra los aconteceres cotidianos. De hecho, siguió escribiendo poesía hasta el momento de su fallecimiento, y dejó varias libretas con poesía inédita, si bien no revisada ni corregida, lo que hace que, en la mayoría de los casos, haya que considerar estos poemas meros bosquejos o borradores. La poesía representa, de alguna manera, su voz más íntima, su mirada menos mediatizada, más tímida, menos prejuiciada y más inocente.

La poética de José Antonio Labordeta se refleja, aunque sea de forma diversa, en todos sus escritos. La narrativa indaga en temas semejantes a la poesía, ya sea la violencia y sus causas, o el miedo y la opresión como motor de los comportamientos humanos (En el remolino); ya sea la búsqueda de una infancia que se pierde entre calles con olor a orina, prostitutas, frutas y verduras, gritos y muertos en el Ebro (Cuentos de San Cayetano). Los libros de viaje nos darán cuenta de un narrador que imposta una voz distante, pero a la vez cercana, en tercera persona en ocasiones, que oculta la inmensa ternura que siente ante paisajes y personajes. En los libros memorialísticos, el estilo es mucho más cercano, socarrón y directo. Siempre hay en ellos una mirada compasiva, aunque dura a veces ―pero también tierna―, sobre el pasado. Y la amistad (Los amigos contados) como una constante y un objetivo, como un obejetivo y un camino para seguir caminado, aunque no se sepa la razón. La escritura se entiende como una mirada atrás para permitir recuperar episodios, sucesos, sentimientos, olores, incluso, del pasado y poder recrear de esta manera un tiempo ido y apenas percibido, como si solo a través de este ejercicio se pudiera ser consciente de haberlo vivido.

Como dice el primer título de poesía que publicó, Sucede el pensamiento, y esta actividad mental, esta actividad intelectual pone en marcha la memoria y, con ella, surge el recuerdo que aviva las imágenes recreadas. No hay lucha, apenas acción; la inanidad es la nota dominante en una literatura que surge como ejercicio del intelecto, en el descanso del combate diario que es existir; hay descripción, reflexión sobre miradas y sobre lo que el ojo retiene en la retina, de ahí que la poesía se torne introspectiva y que se revista de un velo de malancolía y de nostalgia por lo que nunca vuelve; de ahí también que busque ―como su hermano Miguel― en los espejos, en los armarios, pero ya no tratando de encontrar la identidad propia, el yo fragmentado, sucesivo y desaparecido, sino elementos materiales que le remitan al recuerdo, a otro tiempo recreado. A partir de este título se fueron sucediendo otros, con retrasos en la publicación en ocasiones y problemas con la censura (de forma que algunos libros de poemas salieron incompletos): La sonatas (1965), Cantar y callar (1971), Treinta y cinco veces uno (1972), Tribulatorio (1973), Poemas y Canciones (1976), Método de lectura (1985), Jardín de la memoria (1985), Diario de un náufrago (1988) y Monegros (1994). Aparte algún conjunto de poemas o composiciones sueltas aparecidos en revistas, entre los que destaca el titulado «Foto de familia», publicado en la revista Rolde en 2007.

José Antonio comentó en más de una ocasión que el verdadero poeta es el que construye, desde las palabras y su imaginación, auténticos mundos. Y arguía, con cierta nostalgia, que su hermano Miguel sí que era un poeta genial, único, pero que él, como poeta, solo narraba la realidad, su realidad recreada, contaba el mundo que veía, el mundo que sentía o que intuía. La diferencia estriba en ser poeta que reconstruye el mundo a través de imágenes o no. José Antonio prefirió otras maneras que se avenían mejor a su pensamiento: sobre todo fundir el paisaje con sus gentes.

En fin, para terminar, con esta «voz melancólica y añorante», de «expresión simbolista en que mundo y vivencia personal se enfrentan»,[1] hay que comentar que la poesía de José Antonio Labordeta es, quizá, entre todas sus actividades culturales la que nos muestra mejor su compromiso personal y vital con una realidad contradictoria: un mundo sin posible comunicación que conduce, inevitablemente, a una gran angustia existencial, de la que surge, como necesario equilibrio mental, la esperanza a través de la transformación (más personal que social, más profunda que coyuntural) de todos y cada uno de nosotros. El escepticismo labordetiano —impuesto por un fatal lastre de marginalidad— termina desconfiando tanto de las ideas como de los hombres que pretenden llevarlas a efecto, porque el ser político tiende, necesariamente, a la corrupción moral. Y de esto sabe mucho José Antonio. La transformación social no vendrá por la sustitución de unos nombres por otros, sino por la solidaridad cósmica con el paisaje, con sus gentes, con la vida. Él, como nadie, supo captar la tristeza y la desolación de quien tiene que abandonar sus raíces.

El sentimiento se hace universal; nadie como él ha definido el contraste de esta tierra entre la esperanza y el desasosiego, entre la utopía y la desesperación (las canciones «Ya ves» y »Somos» son un buen ejemplo).

Voy a incluir dos poemas inéditos. El primero fue desestimado del original que inicialmente se tituló Hablando por hablar y que, finalmente, fue publicado como Cantar y callar (que incluía poesía y letras de canciones, además de un disco con cuatro temas); el segundo se incluía en el autógrafo de Treinta y cinco veces uno, un libro concebido como un homenaje a su hermano Miguel, que tuvo muchos retrasos por culpa de la censura y que fue publicado con, al menos, dos poemas, menos de los que inicialmente componían el poemario. El primero habla de la vista desde la catedral de la vieja ciudad en la que nací; la segunda de ese Teruel que tanto ayudó a construir desde la dura tarea de hacer que sus gentes creyeran en él y en sus posibilidades a través de la educación y la instrucción.


Jaca[2]

 

Se hizo el silencio Dios. Se hizo el silencio

sobre la propia piedra:

graníticas miradas, desde el atrio sombrío,

nos contemplan. Rudo es el campanario

que hacia Oroel ―esa quilla de dioses desterrados―

alza, melancólico, su canto.

(Aquí el llanto del hombre

no te abruma). (Lo que sí te estremece

es el amplio horizonte

que se llama Francia).


San Julián. (El barrio)[3]

 

Aquí nace la yedra

sobre el muro.

Sobre el muro

crece el barro, la arcilla

y el niño entristecido por la tarde.

Aquí crecen las madres

a la puesta del sol

al tiempo que se arañan

desde el monte cercano

unas borrajas raquíticas y pobres

para hacerse entender

por campesinos.

Se canta al sol,

al yeso, a los pájaros lejanos

y a la nube mudéjar

que sobre su pedestal

seguirá los mojones de casas

surgidas de la tierra

como grumos. Luego, cuando anochece,

las pobres luminarias ciudadanas

atesoran los ojos de los perros,

hortelanos batidos en la grieta.

Y en el silencio

nadie recuerda ya

el nombre de aquel viejo

que por primera vez

aró las enramadas, los barros,

y levantó del suelo

estas pobres y tristes masadas.



[1]      Rosendo Tello, «Introducción» a Orejudín, Zaragoza, DGA, 199, p. 52.

[2]      Este poema formaba parte inicialmente del libro Cantar y callar (Zaragoza, colección Fuendetodos, 1972), que se tituló, en sus primeras versiones, Hablando por hablar.

[3]      Incluido en el autógrafo de Treinta y cinco veces cinco y marcado con un interrogante, por lo que se desechó de la versión definitiva. Fechado en Teruel, el 11-12-29.

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Pérez Lasheras

12 de junio de 2014

La vida es una orilla

pero no existe sola.

Nunca la vida es sólo una.

 

Cada vida son dos, una en la otra.

Orillas que se tienden frente a frente.

Tienen rumor distinto que al unirse

son un mismo rumor.

 

No se tocan del todo. Se contemplan.

Algunas veces funden su oleaje

en instante de amor o de universo.

 

Porque una vida es dos.

Las dos vidas reales. Verdaderas.

Una no está en la otra.

La otra sí.

Escrito en Lecturas Turia por Raúl Alonso

Artículos 1066 a 1070 de 1369 en total

|

por página
Configurar sentido ascendente