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2 de mayo de 2014

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Siete por ocho, cincuenta y seis. Este es el 

número  de  ventanas que tenía un edificio 

de  Varsovia.  Dormí  junto  a  una de esas 

ventanas.  En Washington  y  en Budapest 

también descubrí otros edificios que tenían 

cincuenta y seis ventanas.  Pero  no dormí 

dentro.  Es  fácil contar las ventanas de un 

edificio.  Y  las  personas  que se asoman. 

Lo  que  no es fácil es contar las ventanas 

que hay en cada persona. Y no hablo de lo 

irreversible.

 

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Sanmartín

2 de mayo de 2014

La aparición de La edad de oro y El perro andaluz señalan la primer irrupción deliberada de la poesía en el arte cinematográfico. Las nupcias entre la imagen fílmica y la imagen poética, creadoras de una nueva realidad, tenían que parecer escandalosas y subversivas. Lo eran. El carácter subversivo de los primeros films de Buñuel reside en que, apenas tocadas por la mano de la poesía, se desmoronan las fantasmales convenciones (sociales, morales o artísticas) de que está hecha nuestra realidad. Y         de esas ruinas surge una nueva verdad, la del hombre y su deseo. Buñuel nos muestra que ese hombre maniatado puede, con sólo cerrar los ojos, hacer saltar el mundo. Esos films son algo más que un ataque feroz a la llamada realidad; son la revelación de otra realidad humillada por la civilización contemporánea. El hombre de La edad de oro duerme en cada uno de nosotros y sólo espera un signo para despertar: el del amor. Esta película es una de las pocas tentativas del arte moderno para revelar el rostro terrible del amor en libertad.

 

Un poco después Buñuel exhibe Tierra sin pan, un film documental que en su género es también una obra maestra. En esta película el poeta Buñuel se retira; calla, para que la realidad hable por sí sola. Si el tema de los films surrealistas de Buñuel es la lucha del hombre contra una realidad que lo asfixia y mutila, el de Tierra sin pan es el del triunfo embrutecedor de esa misma realidad. Así este documental es el necesario complemento de sus creaciones anteriores. El las explica y las justifica. Por caminos distintos Buñuel prosigue su lucha encarnizada con la realidad. Contra ella, mejor dicho. Su realismo, como el de la mejor tradición española –Goya, Quevedo, la novela picaresca, Valle-Inclán, Picasso- consiste en un despiadado cuerpo a cuerpo con la realidad. Al abrazarla, la desuella. De allí que su arte no tenga parentesco alguno con las descripciones más o menos tendenciosas, sentimentales o estéticas, de lo que comúnmente se llama realismo. Por el contrario, toda su obra tiende a provocar la erupción de algo secreto y precioso, terrible y puro, escondido precisamente por nuestra realidad. Sirviéndose del sueño y de la poesía o utilizando los medios del relato fílmico, el poeta Buñuel desciende al fondo del hombre, a su intimidad más radical e inexpresada.

 

Después de un silencio de muchos años, Buñuel presenta una nueva película: Los olvidados. Si se comparan a esta cinta las realizadas con Salvador Dalí, sorprende sobre todo el rigor con que Buñuel lleva hasta sus límites extremos sus primeras intuiciones. Por una parte, Los olvidados representan un momento de madurez artística; por la otra, de mayor y más total desesperación: la puerta del sueño parece cerrada para siempre; sólo queda abierta la de la sangre. Sin renegar de la gran experiencia de su juventud, pero consciente del cambio de los tiempos – que ha hecho más espesa esa realidad que denunciaba en sus primeras obras-, Buñuel construye una película en la que la acción es precisa como un mecanismo, alucinante como un sueño, implacable como la marcha silenciosa de la lava. El argumento de Los olvidados – la infancia delincuente- ha sido extraído de los archivos penales. Sus personajes son nuestros contemporáneos y tienen la edad de nuestros hijos. Pero Los olvidados es algo más que un film realista. El sueño, el deseo, el horror, el delirio y el azar, la porción nocturna de la vida, también tienen su parte. Y el peso de la realidad que nos muestra es de tal modo atroz, que acaba por parecernos imposible, insoportable. Y así es: la realidad es insoportable; y por eso, porque no la soporta, el hombre mata y muere, ama y crea.

 

La más rigurosa economía artística rige a Los olvidados. A mayor condensación corresponde siempre una más intensa explosión. Por eso es una película sin “estrellas”; por eso, también la discreción del “fondo musical”, que no pretende usurpar lo que en el cine la música le debe a los ojos; y finalmente, el desdén por el color local. Dando la espalda a la tentación del impresionante paisaje mexicano, la escenografía se reduce a la desolación sórdida e insignificante, más siempre implacable, de un paisaje urbano. El espacio físico y humano en que se desarrolla el drama no puede ser más cerrado: la vida y la muerte de unos niños entregados a su propia fatalidad, entre los cuatro muros del abandono. La ciudad, con todo lo que esta palabra entraña de solidaridad humana, es lo ajeno y extraño. Lo que llamamos civilización no es para ellos sino un muro un gran No cierra el paso. Esos niños son mexicanos pero podrían ser de otro país, habitar un suburbio cualquiera de otra gran ciudad. En cierto modo no viven en México, ni en ninguna parte: son los olvidados, los habitantes de esas waste lands que cada urbe moderna engendra a sus costados. Mundo cerrado sobre sí mismo, donde todos los actos son circulares y todos los pasos nos hacen volver a nuestro punto de partida. Nadie puede salir de allí, ni de sí mismo, sino por la calle larga de la muerte. El azar, que en otros mundos abre puertas, aquí las cierra.

 

La presencia continua del azar posee en Los olvidados una significación especial, que prohíbe confundirlo con la muerte. El azar que rige la acción de los héroes se presenta como una necesidad que sin embargo, pudiera no haber ocurrido. (¿Por qué no llamarlo entonces con su verdadero nombre, como en la tragedia: destino?) La vieja fatalidad vuelve a funcionar, sólo que despojada de sus atributos sobrenaturales: ahora nos enfrentamos a una fatalidad social y psicológica. O, para emplear la palabra mágica de nuestro tiempo, el nuevo fetiche intelectual: una fatalidad histórica. No basta, sin embargo, con que la sociedad, la historia o las circunstancias se muestren hostiles a los héroes; para que la catástrofe se produzca es necesario que esos determinantes coincidan con la voluntad de los hombres. Pedro lucha contra el azar, contra su mala suerte o mala sombra, encarnada en el Jaibo; cuando, cercado, la acepta y la afronta, transforma la fatalidad en destino. Muere, pero hace suya su muerte. El choque entre la conciencia humana y la fatalidad externa constituye la esencia del acto trágico. Buñuel ha redescubierto esta ambigüedad fundamental: sin la complicidad humana el destino no se cumple y la tragedia es imposible. La fatalidad ostenta la máscara de la libertad; ésta, la del destino.

 

Los olvidados no es un film documental. Tampoco es una película de tesis, de propaganda o de moral. Aunque ninguna prédica empaña su admirable objetividad, sería calumnioso decir que se trata de un film estético, en el que sólo cuentan los valores artísticos. Lejos del realismo (social, psicológico y edificante) y del esteticismo, la película de Buñuel se inscribe en la tradición de un arte pasional y feroz, contenido y delirante. Que reclama como antecedentes a Goya y a Posada, quizá los artistas plásticos que han llevado más lejos el humor negro. Lava fría, hielo volcánico. A pesar de la universalidad de su tema, de la ausencia de color local y de la extrema desnudez de su construcción, Los olvidados posee un acento que no hay más remedio que llamar racial (en el sentido en que los toros tienen “casta”). La miseria y el abandono pueden darse en cualquier parte del mundo, pero la pasión encarnizada con que están descritas pertenece al gran arte español. Ese mendigo ciego ya lo hemos visto en la picaresca española. Esas mujeres, esos borrachos, esos cretinos, esos asesinos, esos inocentes, los hemos visto en Quevedo y en Galdós, los vislumbramos en Cervantes, los han retratado Velázquez y Murillo. Esos palos –palos de ciego- son los mismos que se oyen en todo el teatro español. Y los niños, los olvidados, su mitología, su rebeldía pasiva, su lealtad suicida, su dulzura que relampaguea, su ternura llena de ferocidades exquisitas, su desgarrada afirmación de sí mismos en y para la muerte, su búsqueda sin fin de la comunión – aun a través del crime- no son ni pueden ser sino mexicanos. Así, en la escena clave de la película –la escena onírica- el tema de la madre se resuelve en la cena en común, en el festín sagrado. Quizá sin proponérselo, Buñuel descubre en el sueño de sus héroes las imágenes arquetípicas del pueblo mexicano: Coatlicue y el sacrificio. El tema de la madre, que es una de las obsesiones mexicanas, está ligado inexorablemente al de la fraternidad, al de la amistad hasta la muerte. Ambos constituyen el fondo secreto de esta película. El mundo de Los olvidados está poblado por huérfanos, por solitarios que buscan la comunión y que para encontrarla no retroceden ante la sangre. La búsqueda del “otro”, de nuestro semejante, es la otra cara de la búsqueda de la madre. O la aceptación de su ausencia definitiva: el sabernos solos. Pedro, el Jaibo y sus compañeros nos revelan así la naturaleza última del hombre, que quizá consista en una permanente y constante orfandad.

 

Testimonio de nuestro tiempo, el valor moral de Los olvidados no tiene relación alguna con la propaganda. El arte, cuando es libre, es testimonio conciencia. La obra de Buñuel es una prueba de lo que pueden hacer el talento creador y la conciencia artística cuando nada, excepto su propia libertad, los constriñe o coacciona.

 

Cannes, 4 de abril de 1951

Escrito en Lecturas Turia por Octavio Paz

A veces las palabras no alcanzan. Son salvavidas en la torrentera de la existencia, pero, en ocasiones, no pueden mantenernos a flote. Ningún ser humano conoce su fuerza. Y el poeta menos que nadie, pues su trabajo es expresar, ya sea el dolor, los golpes que recibe de la fortuna, el silencio y también, aunque raramente, la alegría. Pero no será una historia alegre la que quiero contar. Se trata de un poeta, pues de poesía hablamos, hoy prácticamente desconocido, a excepción de unos pocos que le trataron o le leyeron en vida o en las escasas, escasísimas publicaciones, que se permitió realizar. Huía de los editores, pero se autoproclamaba poeta. Y el lenguaje le acompañaba como una vestidura hasta que la vida, en uno de esos vendavales que nos dejan desnudos, le arrojó en medio de la tormenta con unas palabras que apenas le servían ya, que eran sólo harapos de voces, jirones balbucientes.

El poeta tuvo un nombre. Se llamaba Luis Fernando Heppe. Nació y murió en Bilbao. Vivió casi 58 años. Era un extraño en el mundo, un estrafalario, exagerado en sus opiniones, apasionado -se casó cinco veces-, que se bebía la vida a grandes tragos, pero todo esto, que forma parte de su historia, no puede extrañarnos, pues se trataba de un poeta. Sin embargo, hubo algo para lo que no estaba preparado. Podía entretenerse con las pasiones, siempre que fueran suyas, pero no con algo imprevisto, que el destino le arrojó a la cara como un juguete roto. En noviembre de 2003, su hijo, Héctor Egieder, de 21 meses, murió al caerse de la terraza de su casa. Había sido un giro no previsto, maléfico, de la fortuna. La vida había vuelto su rostro enmascarado, la risotada maligna del destino resonó en las recónditas cavernas de su mente. Y las voces, las palabras, ya no le valieron para mitigar el dolor, ni las lágrimas, y el silencio se condensó como una costra, como insecto voraz que no abandona a su presa y arremete una y otra vez en la misma herida hasta envenenarla.

Para el poeta, este niño fue ya para siempre el Ángel Pasajero, “aquel que colma su perfección tras la fugaz estancia en la tierra.” Y la desolación de su partida no se pudo comparar a ninguna otra, su ausencia fue más poderosa que cualquier posible compañía. Recuerdo que, poco después de este hecho atroz, que pesaba en su conciencia como un silencio de piedra, se puso en contacto conmigo. Hacía muchos años que no nos hablábamos. Nos habíamos conocido en la Universidad, pero nuestros pasos nos habían separado. Me dijo que había escrito un Réquiem a su hijo y me describió los detalles del accidente con tal minuciosidad que me aterró. Luego su vida se precipitó y le perdí nuevamente de vista. Me impresionó aquella irrupción del pasado con su carga de desgracia, con el desconsuelo de una voz que no pude, entonces, acompañar, pues las palabras no sirven para aliviar semejante sufrimiento, tal absurdo, tan tremendo desajuste con la biología y en la naturaleza. El niño había muerto. Era una jugarreta del destino, un escupitajo arrojado a su rostro. Mala, funesta suerte. Nada más se podría decir. Sin embargo, hay que seguir viviendo. Sí, pero ¿cómo? ¿Cómo? Ya nada era posible.

Escribo este texto para presentar al lector una selección de este “Réquiem para Héctor Egieder”, el Ángel Pasajero, “iniciado en el camino de la vida el 8 de Febrero de 2002. Regresado a la esencia primordial el 13 de Noviembre de 2003.”

Hoy sólo quedan cenizas: las del poeta y las de su hijo. Las palabras, que no pudieron mitigar el dolor, son apenas las únicas que dan testimonio de los hechos. He elegido unos poemas de aquel libro, que no fue publicado ni su autor quiso escribir, que nunca debió existir. La verdad del poema se dirige, muchas veces, a una realidad imposible de aceptar. Dejemos hablar a las palabras: bajo una forma aparentemente serena, están empapadas de sufrimiento, de un dolor que las trasciende.

 

Poemas

 

 

 

Patio de vecindad con niño al fondo

 

 

En el patio de atrás, el de la muerte,

se ha dormido mi niño de oro y trigo.

 

Ya no le lloren más buenas mujeres

en el nombre del padre ya perdido.

 

Pero el nombre del hijo es el espíritu

que, literal, huyó por la ventana,

 

mas procede del padre y éste anuda

sus entrañas al negro y vasto día.

 

 

 

Te llamo

 

Carne sin sombra, luna de mis huesos,

nave del tiempo donde al fin navega

por terribles incendios mi desdén por las cosas

que de tu lado huyeron rendidas por la espera.

 

A tu presencia llego nutrido por el cielo

que me conforta y lava; rosa insondable, eterna,

que llenaste de pasos el desierto camino

donde como fantasma ondeaba mi estela.

 

Por ese dios que, apenas, se cierne sobre el mundo,

por esa incierta música, inerte ya, incompleta

sinfonía que el viento va escribiendo despacio

con ringleras de árboles hincados en la tierra,

yo te conjuro y llamo, más allá de los sueños

que la vida ha fingido de la esperanza muerta.       

 

Hijo, yo te convoco, sabedor de que un alma

que ya se fue no puede regresar a su esencia

y aún así te recojo, dormido en la ceniza,

desplazando en mi cuerpo sangre desnuda y vísceras

para que te acomodes en el cristal temprano

que un soplador constante, yo mismo, –forma terca

de la razón- expando procurando que crezcas

sin mesura ni límites.

 

                                          Hijo, por esa luna

de mis huesos menguantes, exentos de futuro,

he aireado y dispuesto la casa de mi cuerpo

y amueblo su oquedad con la luz que despierta. 

 

 

 

 

Pensarte como eras

 

Ya se cerró la noche. Escucho el giro

rotundo de las llaves en el ojo

sangriento de la tarde.

                                     Un ronco vértigo

de pájaros izados por la luna

se despierta en mi llanto.

                                         Y sólo quiero

pensar en ti, pensarte como eras

antes del mundo por aquél sendero

de los antepasados que brotaban

de tu mirada como un mar de flores

interiores, desnudas y fragantes.

 

Propios y extraños se me aparecían,

de pronto, innumerables, como niños

que ascienden por laderas escarpadas

hacia la eternidad de la promesa.

 

¿Oyes mi canto ahora, los acordes

de la carne estallando contra el suelo?

¿y sus arpegios, sangre rezagada,

más lenta y noble que las densas lágrimas?

 

No, tú no escuchas estas tristes cosas;

sólo mi voz arranca del pasado

y cruza el ronco espacio, el tiempo negro

donde ahora te meces y fulguras.

 

Pero es que esto es la noche y no sé bien

cómo empujarla hacia el abismo abriendo

las valvas crueles de la madrugada.         

                             

 

 

Risa que despierta

 

Me despierta tu risa que suena en la distancia

como el tañer sin torre de una inmensa campana

que rueda por desmontes hasta quedar exhausta

a los pies de mi vida.

                                        Tu risa era una suelta

de pájaros cantores que volaban despacio,

sin miedo, siempre abiertos, a la caricia lenta

de las manos del alma, sarmentosas, deshechas

en pequeñas astillas, a estas horas del alba

en que el cíclope alegre del día abre su párpado

único para verme llorar de cuerpo entero.

 

Tu risa, que no puedo contener en la esfera

diminuta y redonda de mis desnudas lágrimas,

me dice que aún esperas mi caricia, lejana

como ese porvenir minucioso, distante,

en que construyo escalas de venas ateridas,

de huesos bien despiertos, sólidos como rocas

basálticas y extremas en su inicial dureza,

para llegar a ti, a tu lado, y tenerte

cercado por mis besos, diluido en mis labios.

 

Quema tu risa, abrasa su emoción en las amplias

estancias del recuerdo, tu motivada risa,

tras un vuelo de mosca, la nariz de patata

de un enano de fieltro, gruñón, cuando yo hacía

de apayasado monstruo de feria, cojitranco, ondeando

mi melena en el aire segado de la casa.

 

No es tu risa, es su falta, lo que en mí ha desatado

las sibilinas fieras, arpías de los sueños,

que han arañado toda mi sustancia interior

reduciendo a un harapo mi traje de ternura

y lana que vestía las vísceras gastadas

donde yo te guardaba sereno frente al viento.

 

Ahora que estoy despierto quisiera oír de nuevo

la risa de mi amarga ensoñación, tu risa

tras la que hipabas luego, agotado quizá

por el tremendo esfuerzo de la felicidad.

 

Discúlpame, amor mío, yo cruzo a cada instante

rubicones de sombra cuando eres tan real

que te sales del mapa de las lamentaciones.

 

Mañana, hoy, cuando puedas, quiero que comparezcas

y llames a la puerta de tu casa: mi cuerpo;

o entres con leve pie en alcobas y salas

de un corazón que en diástole perpetua te recibe,

Ángel de la alegría final de la tormenta

que amaina cuando el barco de mi cuerpo se escora

y queda a punto de encallar en hoscos

arrecifes de pena; no te asuste

mi compunción de ahora; yo también reiré

cuando te sienta a salvo definitivamente,

y risa, llanto y sueño se confundan en uno        

por saber que aún entero vives entre nosotros.

 

 

 

Los allegados

 

Vinieron los parientes, faros negros

que oscurecen la túnica del día

donde el absurdo teje sus cuidados,

con su acción excesiva, sus banales

comentarios surgidos de la mesa.

Allá entre vianda y vinos maliciosos

se reían, recientes todavía

el calor de tus huesos, el trámite de exequias.

Con su glacial entendimiento hablaban

ponderando los platos que servía

cierta alegre muchacha.

                                            (Una excepción:

mi concuñado desplegó su llanto

pues era de otra sangre y de otra tierra

y del mar de las lágrimas que alberga

el plancton de la vida). 

 

                                                Yo, creyendo

que iba a desvanecerme, reprendía

su deslumbrada liviandad, o acaso

la clamorosa huida del quebranto

de esa inmisericorde parentela.

 

“Están muy bien estos jibiones, –dijo

la matriarca- yo como de todo.”

 

Tú, mi niño, dormido allá en la morgue,

sin hacer comentarios, sonreías

desnudo sobre el frío corredor de la sangre,

sobre el metal bullente de la muerte

que a sí misma se ignora, los ojitos

cerrados por un sueño de imposibles

beldades. 

 

                    Mientras ellos masticaban

tu delicado espíritu,

transustanciado en plato y tenedores.

Cerré un complejo nudo en mi garganta

para que en las obscenas cavidades

del apetito no cupiera el viento

siquiera de mi cólera silente.

 

Y ya no pude digerir la luz,

ni el tiempo que crujía como un pan

recién salido de la misma hornada

que el polvo de tu cuerpo.

                                 

                                          Hijo, perdónalos

porque no saben lo que harán mañana

ni ayer ni nunca,

                               amor de mi alma atenta.

 

Perdona tú, inmortal, a aquellos muertos

bien cebados que son los ataúdes

del amor y caminan a deshora

por la tierra doliente de tu cuerpo.

 

 

 

 

El Ángel Pasajero

 

Esta noche me hablaban dos mujeres

sabias en el dolor, vivas de pena,

de ti, me hablaban escuchando el río

de la desolación que más consuela.

Aura María, sí, y Cuarto-creciente,

trenzas urdidas en la cabellera

brillante de la noche; iban del frío

a la cálida luz con firme paso,

sumando verdes ramas a mi árbol

de la renunciación; al tronco seco

le nacían entonces unos bulbos

y en ellos hojas, flores, frutos, días

donde el vivir merece ser contado

en rosario de perlas ensartadas.

 

Aura María dijo que tú eras

el Ángel Pasajero, aquél que colma

su perfección tras la fugaz estancia

en la madrastra tierra;

                           se erizaban

por esto mis cabellos y, aun pensando

que ello pudiera ser verdad, negaba

la piedad de quien no ordenó a otro Arcángel

mas experto guardarte entre nosotros.

 

No es por hacer desprecio ni es acaso

por extraña avaricia lo que ansiaba:

guardar a mi Ángel vivo y el pasaje

hacerlo yo seguido y sin regreso

hacia el remoto corazón del tiempo

no mensurable, darme y no perderte.

 

Y las sabias mujeres denegaban

con la seguridad de lo intuido

hondamente –intuición de la experiencia-.

 

¿Es cierto que tu tránsito ya estaba

prevenido, que sólo precisabas

de unos celestes días para luego

disolverte en la dicha de estar muerto,

salvado, completando un largo ciclo

de perfección creciente? ¿En dónde queda,

mi amor, el desconsuelo? ¿Soy tan pobre

y ciego que no tengo y que no veo

tu realidad tan necesaria? Sólo

sé que ya nunca estrecharé tu cuerpo

contra el mío; la atroz metempsicosis

apenas me persuade, pero roba

alguna solidez a mi quebranto.

 

Si te digo, hijo mío ¿qué es lo mío?,

¿debo dejarte libre o retenerte

con mi dolor de ahora?

                                  Siempre libre

quise que fueras, pues, mi confianza.

En ti era más que una promesa, un acto.

 

Pero tú, Ángel remoto y venidero,

nos diste señas de frugal presencia,

tan leves, tan difusas y felices

que no las comprendimos, porque éramos

sombras de lodo en el pantano antiguo,

donde moran los hombres que no saben,

que no quieren ver la despiadada esfera

de fuego que los limpia de excrecencias.

 

Tú refulgías, hijo, eras la estrella

desvelada, una lúcida alegría

entre tanto sufrir por nimiedades;

y ahora nos centras tras la conmoción

de tu partida, mi Ángel transitorio,

uña de eternidad que rasga el paño

mal tejido por manos inexpertas,

guiadas por la furia, el descontento

y la niebla feroz de las respuestas

insolentes; no seas la verdad

porque debemos alcanzarla a tientas,

quizá, pero en caminos solitarios

que no sé si escogemos o se imponen

como necesidad; y no hay regreso

a la conciencia que ostentamos, tosca,

ruda, nerviosa, bronca y afligida.

 

Tal vez tengan razón quienes aducen

que no es preciso recordar

                                   o, acaso,

los que todo recuerdan; pero observo

que unos y otros tropiezan con las lindes.

Y su sendero va como las sierpes,

ondulando en deslices pedregosos.

 

Hijo, yo actúo de amanuense, acudo

a tu lado pues templas el invierno

de mi quebrada voluntad; escucho

voces, voces de cálidas mujeres

que te pronuncian con rigor benévolo;

y sé que entre tus muchas propiedades

una es esta: ser Ángel Pasajero

que descansa en la pálida estación

de la vida un momento y cuando partes

se levantan las torres del esfuerzo,

donde posaste el pie que yo persigo

por la estela de amor que fue dejando.

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Antonio Maura

A mediados del siglo XIII, Gonzalo de Berceo romanceó dos docenas de intervenciones maravillosas atribuidas a la Virgen, popularizando así la miracología mariana, hasta entonces encriptada en textos latinos. Al margen de las intenciones propagandísticas que la filología le ha atribuido en algún momento a los Milagros de Nuestra Señora, lo cierto es que la obra del clérigo riojano inaugura una religiosidad “de tejas para abajo” que, desde entonces e ininterrumpidamente hasta hoy mismo, es veta que atraviesa de cabo a rabo la poesía en lengua castellana. Raro es el autor hispánico (creyente o agnóstico, ateo o devoto, de primera o de quinta fila) que, desde aquel remoto siglo XIII, se ha resistido a cantar en algún momento los prodigios sobrenaturales de la Virgen o de su Hijo, conmovidos todos por una supuesta convivencia con lo maravilloso que hay que interpretar en primera instancia no como Teología, sino como cultura de lo cotidiano.

De todos los episodios que la Biblia o los Evangelios Apócrifos atribuyen a la Sagrada Familia, es el momento del nacimiento de Jesús (y las peripecias inmediatamente posteriores) lo que sin duda ha seducido más a la poesía, constituyéndose tales sucesos en centro neurálgico de lo que desde el siglo XVI empezó a entenderse como villancico, a saber: canción devota destinada a la exaltación de la Natividad y compuesta con el objetivo primordial de acercar al pueblo a los oficios religiosos. La condición sencillamente popular del villancico acabó imponiéndose sobre las estratégicas intenciones de la Iglesia y dejó de vivir en los templos para acomodarse en el calor de las cocinas y trenzarse en la memoria infantil de cuantos hombres y mujeres fueron viviendo la Navidad como el momento mágico de la vida.

Y ha sido eso, la magia –junto con la melancolía- lo que ha marcado la composición de villancicos en los autores hispánicos de los últimos siglos, hasta el punto de que apenas pueden discernirse generaciones o paisanajes entre ellos. Todos habitan un mismo territorio, el de la infancia, que, como bien advierte Pedro Sevilla en el prólogo de estas Navidades modernas, “es un no tiempo”; y todos trovan la Epifanía apoyando su acento en ritmos aprendidos en su etapa de pre-escritura: el romancillo, el octosílabo, la asonancia, la seguidilla, la espinela…

La propuesta de José Mateos de recoger en esta antología “villancicos, algunos de ellos inéditos, de poetas posteriores a la Generación del 27” tiene, por una parte, el valor de afianzarnos en la ritualidad poética del canto navideño (¡hay tanta tradición!) y, por otra, el de avisarnos de un cambio de óptica en las últimas generaciones, en las que se percibe, por primera vez, un ocasional distanciamiento de la naturaleza popular del villancico y una experimentación con elementos más adscritos a la interiorización conceptual del adulto y a la cultura libresca. Resulta, en tal sentido, muy interesante distinguir dos grupos entre los autores antologados: el de los nacidos entre 1909 y 1931 (abre el período José Antonio Muñoz Rojas y lo cierra Carlos Murciano), y el de los que lo hicieron entre 1958 y 1973 (de José Julio Cabanillas a Raúl Pizarro).

Para el caso de los primeros, es indudable el peso de la tradición popular como base creativa de sus cantos. Me refiero a esa veta popularizante que –ya dijimos- comienza en Berceo y se consolida en verbo e imagen en el Barroco. La imaginería navideña, a partir del siglo XVII, eclosiona en una representación peculiar de sus milagros: doméstica, callejera, costumbrista, harapienta a veces, soez incluso, expresionista si queremos, cercana al fin. A las figuras de la Sagrada Familia y de los Reyes de Oriente, los belenes incorporan –primero en los templos, luego en los hogares- un acompañamiento bullicioso de personajes extraídos del entorno rural y urbano: pastores, pescadores, labriegos, mercaderes, herreros, chamarileros, aguadores… y hasta vizcaínos y esclavos negros, objetos de burla preferidos en esa vertiente xenófoba que siempre ha tenido lo popular. Del mismo modo, el villancico se convierte a veces en un desfile casi carnavalesco de tipos sociales, descolgando de la órbita de lo sobrenatural al milagro de Dios hecho hombre y atrayéndolo a un aquí y un ahora de tintes casi irreverentes.

Instalados definitivamente en esa religiosidad “de tejas para abajo” están los textos de, por ejemplo, Federico Muelas (“Villancico del impresor”, “Villancico del boticario”), Gloria Fuertes (“El camello cojito”), José Luis Tejada (“El usurero”, “El cartero”, “El maestro albañil”, “La comadrona”, “El aguador”) o Aquilino Duque (“Los oficios perdidos”). Muy consciente de la tradición en la que arraiga se muestra Pablo García Baena, de quien aquí se seleccionan dos poemas procedentes de su hermosa colección Gozos para la Navidad de Vicente Núñez (Hiperión, 1984). El primero de ellos, “Espiritual negro”, es un tesoro para conocer una parte riquísima de la tradición oral andaluza extinta desde mediados del siglo XX. Recrea en él García Baena algún villancico de negro que hubo de escuchar cuando niño en su Córdoba natal: “Negra, vente pa Belena. / - ¿Pues qué pasa, Magalena? / - Pasa el carnaval de Río, / samba y frío; / pasa el Rey Don Baltasara / chirimía y algasara / con nuestros primos del Congo, / mambo y bongo…”. Villancicos de negros que circularon profusamente en la Andalucía de los siglos XVIII y XIX, cuando el paisaje urbano incluía esclavos africanos que, ajenos a los oficios religiosos de la Navidad, celebraban sus zarabandas en la calle y a los que la Iglesia procuraba hacer entrar en los templos incorporando sus figuras a los belenes y sus canciones y ritmos al repertorio ortodoxo.

Una comprensión doméstica de lo milagroso habita también cómodamente en el primer grupo de poetas, referida sobre todo al mito de la Inmaculada concepción y a la “difícil” situación sentimental de San José. La preñez inexplicable de una virgen es motivo recurrente en todo el folklore europeo (cristiano o  pagano) y aparece ya en las primeras novelas de caballerías para justificar la heroicidad del protagonista. Hay de este mito una hermosa comprensión intuitiva en algunos de los autores, caso de Luis Rosales, que explica así el milagro: “Cuando el sol en el portal / entra y su luz reverbera, / ella le contesta: - Era… / como el sol en el cristal” (“De cómo entró por la ventana el primer rayo del sol”). De los celos de San José ha ido dando cumplida cuenta el romancero tradicional a lo largo de ocho siglos, en los que siempre la palabra popular ha concedido al esposo de la Virgen una proverbial paciencia y una devota comprensión, con la intención probable de humanizar lo inaprensible. Humanización similar a la que se la ha dado a los ángeles, traviesos y habituados al trasiego doméstico desde que el Murillo más barroco los pintara en la cocina,  en un trajín de ollas y cacerolas. Por completo inmerso en esa percepción popular de los angelitos, Alfonso Canales canta así su descenso a la tierra: “Y con qué alegre revuelo / por el techo se le entraban / a María! ¡Cómo daban / sus alas sobre el cristal / de las ventanas, igual / que si rompieran espumas! / ¡Cómo pusieron de plumas / los ángeles el Portal!”.

El acento sentimental del segundo grupo de autores está puesto en la infancia, no en la de Jesús, sino en la propia. Hay un acendrado individualismo en la inercia de explorar la Navidad no como hecho social (rasgo evidente en los poetas de más edad), sino como acontecimiento íntimo salvaguardado en la memoria. Suceso excepcional que marca las fronteras de la infancia y, por tanto, las fronteras de una concepción del universo ya perdida. Fronterizo también el espacio que se acota para rememorar: la casa, más aún, la sala, y más aún, la mesa sobre la que el padre o la madre instalan el belén. Y fronteriza la consciencia, que deja en un limbo extinto lo que fue y reconoce lo que ya no podrá repetirse. Ejemplares de esta voz poética son las canciones de José Julio Cabanillas (“Los montes de cartulina. / El río, plata y papel. Falso el tiempo…”) José Mateos (“Mañanitas de entonces / junto al pesebre. / Yo era niño, y eterno / era el presente”; “Las campanas de mi infancia / no sé si oigo o recuerdo, / corazón”) y José Manuel Benítez Ariza, que titula un villancico “Si fueses niño de nuevo” y dice en otros: “Mi infancia ¿dónde la dejo? / En una noche de Reyes, / montada en un tren eléctrico…”; “Con papel de plata un día / yo también trazaba arroyos / sobre un país de cartón / con horizontes de corcho”.

Son, los más jóvenes, poetas más transterrados que los viejos. Parecen incapaces, aquéllos, de reencarnarse por un momento en el niño que fueron, ademán en el que éstos muestran absoluta naturalidad cada diciembre. Se plantean además, los jóvenes, la tragedia del descreimiento, de la irremediable pérdida de fe, y contemplan con cierta suficiencia adulta la confianza infantil: “Dicen que ha nacido un niño / para salvarnos a todos. / -¿Un niño para borrar / el miedo de nuestros ojos?” (Ángel Mendoza). Pensando en las causas de tal pesadumbre navideña, a una se le ocurre que quizás los medios de comunicación masivos (esta segunda generación de autores son los primeros hijos de la televisión) hayan operado sobre la verdad, distorsionándola y haciendo una garantía fraudulenta al ofrecer su mentira. Es curioso, al respecto, con cuánta frecuencia y solemnidad el nacimiento de Jesús aparece asociado a la televisión en estos versos: “El niño Jesús nació / en el portal de Belén… / Si lo supiésemos varios / el mundo mejoraría… / ¡Que cuente con alegría / la nueva el telediario!” (Enrique García Máiquez).

Pero también son las voces de este grupo las que reclaman, tras muchos siglos, la palabra escrita, la bíblica, probablemente porque también son la primera generación ajena a la oralidad y, más que el villancico popular compartido, les ha nutrido la imaginación la lectura en solitario. Hay ecos, entre ellos, del Cantar de los cantares, y resonancias de las Coplas de Manrique, de los cuentos de Dickens, de la filosofía milesia y del teatro de Oscar Wilde… Como si necesitáramos regresar a una espiritualidad más trascendente, más remota, más críptica también, anterior en suma a los sencillos Milagros de Berceo.

 

Navidades modernas. Antología del villancico actual. Nota preliminar de José Mateos. Prólogo de Pedro Sevilla. Textos de José Antonio Muñoz Rojas, Leopoldo Panero, Ramón Gaya, Federico Muelas, Luis Rosales, Francisco Pino, Ricardo Molina, Gloria Fuertes, José Luis Hidalgo, Rafael Montesinos, Antonio Álamo Salazar, Bartolomé Llorens, Alfonso Canales, Pablo García Baena, José Luis Tejada, Antonio Murciano, Aquilino Duque, Carlos Murciano, José Julio Cabanillas, Inmaculada Moreno, Enrique Andrés Ruiz, Mario Míguez, José Mateos, José Manuel Benítez Ariza, Abel Feu, Enrique García Máiquez, Ángel Mendoza y Raúl Pizarro. Jerez. Libros Canto y Cuento, 2013.

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por María Jesús Ruiz

29 de abril de 2014

En el paraíso

te voy a perder.

Miro los jardines,

rosales de estrellas,

te voy a perder.

Los dos de la mano

durante el desierto,

ciudad luminosa,

neones de fiesta,

te voy a perder.

Botellas de whisky,

ángeles desnudos.

Sobre los cristales

de la gran berlina

se reflejan rostros

tan maravillados.

Quisiera llevarte

al hotel dormido

lejos de las vírgenes

y las mansas fieras.

Tigres de bengala

deleitan el tráfico.

Pasean jirafas

dentro del casino.

Quisiera llevarte,

callejón secreto.

Huyamos muy quietos

de este paraíso.

La noche se funde,

los taxis te llaman,

rosales de estrellas,

rosales de estrellas.

Y haberte logrado,

en el paraíso

te voy a perder.

Antes de la casa,

callejón secreto.

Sueños de frontera

suben los coyotes.

Quisiera abrazarte

en el purgatorio.

Prefiero seguirte

por todo el infierno.

Los dioses te buscan

y me dejan solo.

Se detuvo un coche.

“Es la gran berlina”.

Te abren la puerta

y me dejan solo.

En el paraíso

te voy a perder.

Escrito en Lecturas Turia por Ernesto Pérez Zúñiga

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