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     Mediodía. Pleno agosto. Estábamos jugando en la calle del pueblo cuando un niño bajó la cuesta en bicicleta con una noticia perturbadora: la niña de los Rius había muerto electrocutada. Sugirió que fuésemos todos a verla. No sé si por no dejarme sola o por no perdérselo, mi hermano me arrastró con el grupo rambla arriba. La casa de los Rius era la última, y estaba abierta. Ningún adulto nos prohibió la entrada. Al contrario, nos ofrecieron limonada y rosquillas y nos acompañaron hasta el centro del salón, donde estaba la niña muerta en su ataúd blanco, con su vestidito blanco, sus patucos blancos, su gorrito blanco de perlé, atado con un lazo bajo la barbilla. Sólo sus regordetes dedos ennegrecidos, chamuscados… Este debería ser mi primer recuerdo terrorífico, pero no lo es. ¿Por qué? ¿Por qué un suceso tan terrible no dejó en mi memoria un recuerdo terrible? Porque sólo tenía cinco años. Porque sólo veía un bebé rollizo con nariz de botón y hoyuelos por todas partes, como la mayoría de mis muñecas. Porque sólo pensaba en sacarla de aquella caja y ponerla en vertical para que abriera los ojos, en regañarla por mancharse los dedos para poder consolarla inmediatamente; aunque algo en la trágica atmósfera me decía estate quieta, y calladita, no es el momento adecuado.

     En cuestiones relacionadas con los misterios de la vida y de la muerte, la edad marca la diferencia. Y la misma inocencia que acepta con naturalidad lo más terrible, más adelante rechaza lo más natural con auténtico pavor; como sucedió unos años después de que el instinto, y quizá también la timidez, impidieran que le pusiera las manos encima a la niña electrocutada de los Rius, afortunadamente. En el mismo pueblo, a la misma hora del día y durante la misma estación del año. Mi primer recuerdo –ahora sí- realmente terrorífico.

 

     Mediodía. Pleno agosto. Estoy en la calle esperando a dos amigas para jugar a las casitas. Son gitanas. Y son hermanas, la mayor se llama Dolores y la menor Antonia. Dolores es muy flaca, tiene una trenza larga y negra y pelusilla en la comisura de los labios. Dice que será monja o azafata, pero a mí me cuesta imaginarla de cualquiera de las dos maneras. No soy capaz de imaginarme monjas ni azafatas con bigote y tan mal carácter. Tengo once años; aún creo que las monjitas son todas unas santas piadosas y todas las azafatas rubias y alegres. Dolores es muy creyente y muy seria, y no suele decir palabrotas pero, a veces, de repente, aprieta los labios y se le pone cara de malvada. Y entonces se santigua con la izquierda porque, además de tímida y mal pensada, Dolores es zurda. Antonia es vivaracha, de risa fácil, dice a todo que vale y no se enfada aunque vaya siempre en tercer lugar, como dice ella, o sea perdiendo. Será profesora, o se casará con un gitano y tendrá hijos. Nunca dice las dos cosas a la vez. Otras veces dice que no sabe lo que quiere. A mí me parece que lo que Antonia quiere, básicamente, es pasarlo bien. También tiene una trenza larga y negra, pero su bigote de pelusa no destaca tanto porque su piel es más aceitunada, y sus mejillas están más llenas. Parece más sana y fornida que su hermana mayor. Nadie diría que se llevan casi dos años.

     Estoy en la puerta de casa, esperando verlas bajar corriendo por la cuesta, tan parecidas y tan diferentes como las dos caras de una misma moneda -la cruz bruñida y sombría de Dolores, la cara amable y sonriente de Antonia. Me cuesta pensar en jugar con ellas por separado. Las horas se nos harían lentas y aburridas. Pero siempre vienen juntas y a todo correr, sujetándose las faldas con la mano. Y el tiempo se nos va volando.

     Antonia y Dolores tienen su propia manera de empezar el juego de las casitas. Hacen tareas que a mí no se me ocurrirían, como llenar un cubo y salpicar agua con la mano en la puerta de casa, o escupir sobre las cosas -ya sea un cacharro, un espejo o la cara de una muñeca-, y luego frotarlas enérgicamente. Para asombro mío, ambas parecen disfrutar quejándose, suspirando, poniendo los ojos en blanco, abusando de expresiones raras pero divertidas, como ¡Qué fatiga tengo! o ¡Que me da un parraque!, y de palabras tremendas como sacrificio, amargura, condena. Seguramente Antonia y Dolores reproducen en nuestra casita lo que llevan haciendo toda la mañana en su propia casa, de la que se ocupan, igual de hacendosas, mientras los padres y el hermano mayor están en el mercadillo. Después del zafarrancho de rigor, empieza la parte más creativa del juego. Cuando Dolores hace de padre despliega todas sus dotes de mando, normalmente ocultas en su discreta reserva; avisos de que, si lo de estudiar para azafata se le complica demasiado, será una gran monja. Antonia borda el papel de madre y el de profesora, aunque ella no se vea ejerciendo de ambas en el futuro, no sé por qué. En cuanto a mí, soy el comodín que hace las veces de hija mayor, de alumna o de vecina. Y así jugamos hasta la hora de comer. Entonces ellas dejan las cosas como las han encontrado, se despiden educadamente de mis padres y se recogen.

 

     Como Antonia y Dolores no llegan decido acercarme al mercadillo para ver si están ayudando a sus padres. Me llevo a la Nancy despeluchada en el cochecito, por si encontramos un rato para jugar.

     Pero tampoco están allí. 

     - Están en la casa y no pueden salir- me dice la madre.- Tienen la visita.

     - Ah- digo yo.

     - Y tú deberías irte también. Se está nublando y va a llover de un momento a otro.

     Me señala los nubarrones grises que vienen del cementerio. Parecen pintados a lápiz, recortados y enganchados sobre los cipreses. No los vi cuando elegí las sandalias de esparto y el cochecito sin toldo. Pero no importa, son preciosos. Me quedo un rato mirando y escuchando a la familia de mis amigas gitanas. Su tenderete exhibe toda clase de ropa interior y para la casa. Batas, mandiles, pijamas, medias, sostenes, toallas, sábanas, manteles. El padre maneja un palo muy largo en cuyo extremo hay unas bragas extendidas que agita al sorprendente grito de: ¡Las robamos de noche, las vendemos de día, más baratas que en la mercería! Es lo único que hace, llamar la atención, con la voz áspera y una colilla entre los labios. El hermano no hace nada, por lo menos aparentemente. Aunque tiene casi veinte años dicen que aún habla como un niño pequeño y a menudo tiene ataques epilépticos. Pero como es guapo y pacífico lo sientan ahí, y cuando las señoras se detienen a mirarlo, conmovidas por su belleza trágica, el padre agita las bragas en sus caras y la madre les vende la mercancía, piropeándolas y llamando a cada una por su nombre. Es tan bonita la madre como el hijo. Las mismas cejas salvajes juntándose en lo alto de la nariz, los mismos ojos negros y profundos. Siempre que la veo me viene a la mente la impresión que me causó la primera vez que la vi, sentada en la orilla del río, con la bata puesta y manguitos de niña ciñendo sus brazos morenos. Hasta las hijas se reían de ella con cariño. ¡Mira la gitana gorda y ridícula sentada con manguitos en un palmo de agua! Gorda sí, y gitana también. Pero de ridícula nada. Estaba magnífica.

    

     De vuelta a casa, empujando el cochecito, paso frente a la de mis amigas y las veo a las dos en su balcón, ambas muy mustias, con la mirada gacha y un turbante en la cabeza. Hay algo desolador en la composición de la imagen, pero no sé qué es. Tampoco sé interpretar los gestos que hacen cuando me ven. Parecen enfadadas la una con la otra, y las dos con el mundo. Subo, más que nada por curiosidad. Ahora sé qué había de extraño en el balcón, normalmente lleno de flores mimadas y felices. Las plantas están en el rellano, todas, las de exterior y las de interior. Mientras esquivo las macetas con el cochecito me reciben las dos en la puerta, paliduchas, descalzas y en camisón. Parecen dos princesas indias cautivas. 

      - No podemos salir- dice Dolores.

     - Ya lo sé- digo. Dolores me mira fijamente a los ojos, esperando que diga algo más. Antonia se mira los dedos de los pies y no dice nada. - Tenéis visita. Me lo ha dicho vuestra madre.

     - Y no podemos salir- insiste Dolores.

     - Ya-. Me fastidia que me repitan las cosas, aunque no las entienda del todo–. Si queréis, os subo unos helados.

     - Tampoco podemos comer helados.

     - Ah, ya. 

      Cuanto menos lo entiendo, más me fastidia. Antonia y Dolores no pueden salir porque tienen visita, raro pero vale, creo que puedo entenderlo. Pero ¿por qué no pueden comer helados? Como la curiosidad puede más que la reticencia a que me tomen por tonta, les hago finalmente la pregunta. Dolores mira a Antonia con una sonrisa enigmática. Antonia me mira a mí y niega con la cabeza, desaprobándome.

     - Cagona- dice Dolores. Y a mí se me escapa la risa.

     Al final, las dos se hacen a un lado para darnos paso al cochecito y a mí.

     La casa está fresca y todo brilla en la penumbra, los muebles, el suelo, los objetos, hasta la fruta que hay en una bandeja sobre la mesa, junto a los cuadernos escolares cerrados. Las persianas enrollables de madera están echadas. Hay un ventilador de pie que gira ruidosamente y en el aire un aroma desconocido para mí.

     - ¿A qué huele?

     - A lejía- responden las dos.

     - Ah, ya.

    Ah, ya. Reconozco el olor porque mi madre también es fan de la lejía. A falta de otras señales, asocio el olor misterioso a la misteriosa visita. Como ya tengo un poco de miedo, empiezo a contar tonterías. Que mi perro se ha comido una planta rara y está como borracho, con los ojos rojos y medio atontado. Que le he lavado el pelo a la Nancy con vinagre y huevo, como ellas me dijeron, y se lo he estropeado del todo. Se lo cuento de pie, todavía agarrada al cochecito. Pero las hermanas siguen tristes, avergonzadas, mudas. Cuando propongo el parchís para no molestar a la visita, Dolores se encoje de hombros y Antonia dice que vale, pero sin la chispa de costumbre. Está desconocida, y a Dolores se le nota en la cara que sabe por qué.

     Antes de empezar la partida nos comemos un paquete de rosquillas entre las tres. En apenas cuatro minutos y en silencio absoluto. Dolores y yo nos adelantamos enseguida en el tablero, pisándonos los talones la una a la otra, mientras Antonia se desespera porque no le sale el 5 necesario para sacar ficha. Y justo cuando Dolores tiene una a salvo en la casilla de salida de su ansiosa hermana, ¡va y a Antonia le salen dos 5 de golpe! Pero, pobre, es tan grande su ansia que prefiere arrancarse a por mí que zamparse a su hermana y contar 20.

     Intento decírselo con la mirada, pero no lo capta.

     - Esto no te lo esperabas, ¿eh?... ¡Corre, paya, corre!

     Por lo menos le ha vuelto el color a la cara. Y cuando Dolores se cachondea de su error, y de lo mala profesora que será, Antonia no se desanima y sigue adelante. Así pasamos el rato. Yo sigo esperando que la visita despierte y salga en cualquier momento, pero el miedo se ha disipado. Dolores parece impaciente, incómoda, se rasca la cabeza cada dos por tres y se queja constantemente.

     - Cómo pica…

    Las tres oímos las campanas de la iglesia. Yo cuento doce.

     - Las once- dice Antonia.

     - Menuda profesora…- se burla su hermana, rascándose dentro del turbante con un lápiz.

     Y, de repente, se levanta muy decidida.

     - ¿A dónde vas?- se alarma Antonia

     - Esto no hay quien lo aguante .Voy a hacerlo.

     - ¡Estás loca! ¡No lo hagas! ¡No puedes, con la visita no!

     Dolores estira la mano hacia el frutero y le lanza un albaricoque a la cabeza.

     - ¡Cagona!

      Y, con una mirada desafiante, nos da la espalda y camina hacia el baño muy segura de sí misma. Una vez allí, se encierra dando un portazo. Entonces Antonia se pone en pie, derriba su silla, cruza el salón melodramáticamente y se lanza boca abajo en el sofá, cubierto con una sábana blanca. Al verla correr desmadejada me doy cuenta del desarrollo desmedido de sus pechos. No me había fijado antes, siempre van vestidas de forma tan recatada.

     - Ay, ay…- se lamenta Antonia, pataleando y retorciéndose como si se estuviera muriendo de dolor de tripa. Cuando oye el estruendo del calentador en funcionamiento, arrecia en los quejídos. - ¡Ay, ay, que mi hermana está loca! ¡Que es una cabezona y se va a morir por cabezona!

     Yo no entiendo nada. ¿Qué va a hacer Dolores, la cabezona? ¿Por qué se va a morir? Ojalá que ahora mismo aparezca la visita y ponga fin a este dramón. Portazos, golpes, carreras, llantos. ¿Acaso no es suficiente para despertarla? Pues parece que no, porque allí sigue sin haber nadie más que dos hermanas gitanas -la mayor encerrada en el baño, en peligro de muerte, la menor lloriqueando de los nervios en el sofá, con sus grandes pechos-, y yo, aún sentada a la mesa y sin mover una pestaña, paralizada por el miedo.

      - ¿Pero qué está pasando aquí? – pregunto al fin, sin estar nada convencida de querer saberlo.

     Antonia se quita el cojín de la cara y me grita aterrorizada, fuera de sí.

     - ¡¡Que se va a lavar el pelo!!

      Yo cada vez entiendo menos, y cada vez tengo más miedo. Como no sé qué hacer, no hago nada. El mismo instinto, o la misma timidez, que me impidió sacar del féretro a la niña electrocutada de los Rius, y jugar con ella para consternación general, me dice que me esté quieta y no diga nada. Miro con compasión a Antonia, que llora a moco tendido. Hasta que Dolores abre la puerta con una expresión grave y serena.

     - Ya basta de alboroto- dice. Se ha quitado el turbante y lleva su trenza de siempre, con raya al medio-. Entrad las dos, por si me da un parraque.

     Antonia obedece. Se levanta y pasa por mi lado como Juana de Arco camino de la hoguera. Temblorosa, lívida, con el turbante torcido. Yo la sigo, fascinada por su dramatismo. En un arrebato inconsciente de protección maternal, he cogido a la Nancy y no tengo intención de soltarla pase lo que pase. En el baño, Dolores espera tranquila a que el débil chorro llene un barreño de agua caliente. Parece resignada a su destino, casi mística.

     - Te castigarán….- balbucea Antonia, muy congestionada.

     - No, si nadie se entera-. Dolores la mira a los ojos. Luego a mí-.Y nadie se entera, si nadie se chiva.

      Olvida un posible chivatazo por parte de la extraña visita. Cuando se lo recuerdo, todo su misticismo se transforma en una carajada siniestra. Empiezo a creer que se ha vuelto loca de verdad. Antonia se tapa los oídos y se deja resbalar por la pared hasta quedar sentada en el suelo.

      - ¿Qué he dicho?- me pregunto.

      - Verás, es que…- Dolores se santigua con la izquierda y baja el tono de voz-…es mejor no hablar mucho de la visita, ¿sabes? Es un tabú.

     - Ah, ya.

     No puedo evitarlo. Y tampoco me atrevo a pedir que me lo expliquen todo. Hasta donde sé, un tabú es algo de lo que no se habla, materia de escándalo. Pero la curiosidad es a veces más fuerte que el miedo y que la vergüenza. Me siento en la taza del váter, por si el parraque y la visita tabú resultan demasiada revelación para mí, y, con la Nancy encajada bajo la axila, admito mi ignorancia.

     -Vale, no lo entiendo. ¿Quién es? Decidme quién es.

     - Pareces tonta- dice Dolores, deshaciéndose la larga trenza con los dedos -. La visita es como una especie de enfermedad, y mientras dura es mejor no salir ni hablar con nadie.

     - ¿Por eso te has puesto así?- le pregunto a Antonia, que se suena con papel de váter ruidosamente, con la cara roja y contraída. - ¿Tanto duele?

     - ¡Se ha puesto así porque es una cagona!- se adelanta Dolores.- Doler no duele mucho, pero no te puedes lavar y pica que no veas… – Se me acerca. El olor desconocido está impregnado en su pelo-. También puede marchitar las flores, agriar el vino y la leche, nublar los cielos y empañar los espejos. 

     - Anda ya….

     Simulo incredulidad, pero en realidad estoy muy, muy impresionada. Una vez abierta la caja de los truenos, Antonia se anima:

     - También puede matar las abejas y hacer abortar a los animales- asegura con rotundidad.

     - Si, hombre…

     - Y si te bañas en la playa con la visita te siguen los tiburones, nuestra abuela siempre lo dice.

     - ¡Eso no me lo creo!- salto yo, aferrada a la primera y única evidencia real; no hay tiburones en el Mediterráneo.

     - ¡Que nos quedemos ciegas si no decimos la verdad!

     - No exageres tanto, Antonia – la reprime su hermana.

     Pero la maldición escupida de Antonia me ha dejado estupefacta, y por la boca abierta se me cuela el miedo hasta el fondo.

     - Lo que dice abuela- matiza Dolores- es que si te quedas embarazada cuando tienes la visita te salen bebés pelirrojos, viciosos y hasta leprosos…. 

     - ¡Madre mía!

      Aprieto la Nancy contra mi pecho. Me falta el aire. Atroces desgracias me pasan por la mente -plantas muertas, tiburones hambrientos, abortos deformes, bebés contagiados de epilepsia, de parraques, de lepra…¡Contagiados todos!

     Quisiera salir corriendo, pero las piernas no me responden.

     - No es contagiosa- dice Dolores, leyéndome el pensamiento.- Así que puedes quedarte tranquila. Pero no mucho ¿eh? No creas que te vas a librar. Muy pronto tendrás la visita tú también.

     Y, dicho esto, mete la cabeza en el barreño para espanto de Antonia y mío, que nos abrazamos con los ojos cerrados, ambas muy sugestionadas por lo que pueda pasar a partir de ahora. A los suspiros de alivio de Dolores pronto se suman los truenos de la tormenta que se avecina. Al abrir los ojos nos damos cuenta de que ya la tenemos encima nuestro, oscureciéndolo todo. Dolores, que también ha oído crujir el cielo sobre nuestras cabezas, se incorpora chorreando agua. Y en cuanto ve que el espejo se ha empañado cae redonda y se parte la ceja con el lavamanos. Brota la sangre maldita de Dolores, y un torrente de histerismo se precipita vertiginosamente, tanto que apenas retengo algunos destellos del caos. Aparecen por todas partes vecinos, familiares, adultos irritados que quieren tomar el mando y se dan órdenes los unos a los otros. Del baño al sofá y del sofá a la cama, la pobre Dolores es trasladada en alto mientras recobra y pierde el conocimiento alternativamente. En algún momento aparecen los padres, con sus carritos envueltos en plástico, y el hermano mayor sufre una crisis aguda. Antonia y yo gritamos y lloramos y estorbamos alrededor de las comitivas que vienen y van, vociferantes, pero nadie nos hace ningún caso. El espectáculo aterrador termina para mí cuando alguien se apiada, me pone una bolsa de plástico en la cabeza y me envía a casa bajo una lluvia torrencial. Corro por las calles tanto como puedo, con las pesadas sandalias de esparto y sin soltar a la Nancy. Pero, por mucho que corra, sé que no voy a librarme. Muy pronto recibiré la visita.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Berta Marsé

El autor y los folletines

Antonio Castellote publicó en Diario de Teruel cinco folletines durante los correspondientes veranos, recuperando así una forma narrativa que había gozado del aprecio de los lectores al tiempo que un cierto desdén de la crítica, recelosa hacia aquellas manifestaciones literarias que han tenido éxito o popularidad. De hecho, cuando se habla del folletín, su sola mención asocia el término con cultura popular, baja calidad literaria, tramas truculentas y situaciones rocambolescas, personajes maniqueos, enredos inverosímiles y recurrentes sorpresas y apariciones o desapariciones de personajes a lo largo de la trama, entre otros rasgos intrínsecos al género. Pese a los estudios y desvelos de una parte de la crítica por sacar a la luz cuanto de positivo y trascendental tuvo el género del folletín en el devenir de la historia de la literatura, todavía pesan más los rasgos negativos anteriormente esbozados que su posible relevancia en la evolución de la literatura.

Con la aparición de las cinco novelas en el diario en forma de folletín, Antonio Castellote retomaba así a una forma narrativa que permitía ofrecer a los lectores del periódico una obra para ser leída no solo durante el periodo estival para el que parecía ser publicada, a la vez que confirmaba su buen quehacer como novelista, ya que como articulista y crítico literario y cultural era ya conocido y apreciado por los lectores del Diario de Teruel. Antonio Castellote (Teruel, 1965) es licenciado en Filología Clásica por la Universidad de Salamanca y en la actualidad es profesor de Lengua castellana y Literatura en un instituto de Madrid. Trabajó en Radio Nacional como locutor-presentador y tuvo un programa junto al ilustrador Juan Carlos Navarro, quien ha puesto imágenes a las novelas y relatos de Antonio. Su colaboración con Diario de Teruel comenzó en 1990, con las columnas de Vuelo sin motor y continuó más adelante con Miniaturas del 98, Las bugonias y Bernardinas. Es también autor de diversos guiones de documentales, como Témpora y Violeta (1995) de José Miguel Iranzo. En abril de 2005 inauguró su blog Bernardinas, con título homónimo al de las columnas del periódico. Esta bitácora es un referente cultural y literario de primer orden, que también permite leer la obra del autor, junto con reflexiones y artículos de crítica literaria. Al mismo tiempo, posibilita más opciones sobre la lectura de los folletines y su proceso de escritura, ya que facilita conocer la génesis y evolución de cada obra. Y en ella se aloja gran parte de la producción novelística de Antonio Castellote, desde Modelo sin dolor (2000), los cinco folletines publicados en Diario de Teruel (Fabricación británica, 2005; Los ojos del río, 2006; Una flor de hierro, 2007; Otoño ruso, 2008; La enfermedad sospechosa, 2009), hasta diversos relatos y fragmentos de crítica literaria y de creación o traducciones, como la reciente Geórgicas (2013).    

         Para el estudio de los folletines, también hay que tener en cuenta la importancia de Juan Carlos Navarro, su habitual ilustrador. Esta relevancia no solo viene dada por su labor como dibujante, sino también por la ingente tarea de documentación histórica y ambientación para las novelas. En ocasiones, alguna fotografía antigua de la historia de Teruel ha servido para la posterior caracterización de algún personaje o pasaje de las novelas, como la Sangüesita (Sagrario) de Una flor de hierro; e incluso alguna descripción de personaje fue modificada en la escritura tras ver la ilustración diseñada para el capítulo (por ejemplo, en el caso del personaje de Manuela en Fabricación británica). Además, cada capítulo publicado de los folletines iba acompañado en el diario de la correspondiente ilustración de Juan Carlos, como también ha sucedido con las publicaciones en formato libro (Fabricación británica, 2007; Geórgicas, 2010; o la reciente y premiada Caballos de labor, de 2012, aunque solo sea en la ilustración de la portada), en una muestra de trabajo colaborativo para la confección de los folletines.

            La estructura de la narración de un folletín –con su correspondiente división episódica- viene determinada por el medio de publicación. Se impone una limitación espacial relacionada con el lugar en el que figura la narración del texto dentro del periódico: 150 líneas en el caso de Antonio Castellote, que luego aparecían en las páginas centrales del periódico (aunque en los últimos folletines se extendía hasta las 250 líneas); la limitación temporal variaba en función de la respuesta del público, pudiendo alargarse de manera casi paroxística en algunos folletines. En los de Antonio Castellote sí que existía una limitación temporal, que venía marcada por la aparición de cada capítulo en los días laborables del mes de agosto, por lo que el número total de entregas se situaba entre las 21 y las 23 y así, de este modo, se podía establecer un plan de trabajo previo limitado en la extensión de la narración, aunque gran parte de la carga de escritura fuera casi simultánea a la de publicación.

            Antes mencionábamos que gran parte de la novelística de Castellote se encuentra en su blog, ante las dificultades para encontrar acomodo en el complejo y cambiante mundo editorial presente. El blog y la difusión que este pueda tener suponen una salida para estos textos, en una tendencia cada vez más pronunciada dentro del panorama literario. Si nos centramos en el caso de los folletines de Antonio Castellote, observamos que la distribución del Diario de Teruel es limitada a un entorno geográfico próximo y, por tanto, también la de las entregas de cada folletín. Con la opción de publicarlos en el blog se amplían las posibilidades de llegar a más lectores, además de no tener que depender de la compra diaria del periódico o de tener que agavillar posteriormente las entregas, amén de preservar el texto, dada la volatilidad de la hoja impresa del periódico. El blog permite albergar las novelas, pues solo el primero de los folletines –Fabricación británica- fue publicado en formato libro dos años después de aparecer en el diario (editorial Certeza, colección Redallo, número 8); el resto, de momento, no ha corrido la misma suerte.

En cuanto al folletín en su forma originaria –es decir, en la prensa-, su presencia en nuestros días es muy escasa. Por ello, los folletines de Antonio Castellote publicados en Diario de Teruel constituyen, sin duda, una feliz excepción, una aventura singular en este género y forma narrativa, como ha señalado el propio escritor en más de una ocasión. Otra cosa es el “espíritu folletinesco”, que es más común y más perceptible en diversos autores contemporáneos, como se ha indicado antes, y que ya no tiene esa carga peyorativa con la que tradicionalmente se ha venido asociando, y que es, en definitiva, la forma en la que el folletín ha sobrevivido, pues las experiencias de Eduardo Mendoza, Antonio Muñoz Molina o Arturo Pérez Reverte en El País a comienzos de los noventa del siglo pasado quedaron en poco más que fuegos de artificio. Y, aunque hay más ejemplos (Muñoz Puelles, de Prada, Fernando Marías…), el folletín, en su forma originaria –es decir, en la prensa- está prácticamente extinto.

            Pese a la ingente cantidad de obras que se publican y distribuyen por doquier, resulta complicado encontrar un lugar a algunos autores más allá del mainstream narrativo actual. Existen unas líneas temáticas y argumentales muy trilladas y explotadas –no solo la novela histórica, por supuesto- que son las que en estos momentos aglutinan el grueso de la narrativa que se publica en España. Lo que queda al margen puede encontrar su lugar (con suerte) en pequeñas editoriales o servicios de publicaciones municipales o autonómicos, sin que por ello se les asegure una distribución adecuada ni unos mínimos de calidad. Y ese es uno de los problemas con los que se encuentra la narrativa de Antonio Castellote. En el variado y confuso panorama literario actual, la narrativa de Castellote es una excepción, alejada de los vaivenes del mercado y sin caer en las modas más recientes, agostadas de tanta novela que repite los mismos clichés. Su obra narrativa está en diálogo con la gran literatura europea y norteamericana, sobre todo la del siglo XIX, y muestra el poso de un novelista que ha leído y asimilado también a los clásicos, que sabe construir y mantener una trama, sin la artificiosidad y discontinuidad narrativa que caracteriza a parte de la más reciente novela española. El hecho de que no sea subversivo, radical, ni cree argumentos en los que tenga más peso la hibridación de lenguajes o la metaliteratura, tal vez lo alejen del circuito comercial más conocido. Pero la publicación de cinco folletines durante los correspondientes veranos, la perfección formal que alcanza en ellos, con sus correspondientes recreaciones históricas que recorren todo el siglo XIX y comienzos del XX es algo más que un hecho aislado o un pasatiempo veraniego. Es posiblemente la constatación de que se puede hacer una novela de ambientación local con proyección universal, ya que no cae en el provincianismo ni en los localismos más tópicos, sino que a partir de esa localización crea argumentos e historias de mayor alcance. Además, la inmensa labor de documentación, pues recorre gran parte de la historia de Teruel desde el siglo XIX hasta nuestros días, emplea un lenguaje adaptado al tiempo de la narración, en un esfuerzo por ofrecer, a través del relato, fragmentos de la vida del momento. Sus historias son verosímiles y están dotadas de credibilidad, con un estilo y una preocupación por el lenguaje que se refleja en los giros y los términos con los que las narra. Su narrativa requiere de un lector atento, que sepa extraer sus propias conclusiones y que no solo busque un mero entretenimiento.

 

 

Un repóquer de novelas

            Las cinco novelas son folletines por la forma de publicación, pero escapan de los tópicos y características con las que se suele asociar al género desde comienzos del siglo XIX, aunque haya algunos guiños, como el final de La enfermedad sospechosa. Es una forma de publicación que responde a un encargo –un contrato formal, pero también un entretenimiento, como reconocen Antonio y Juan Carlos- y que ha de cumplir unos requisitos (en este caso que tuvieran ambientación en Teruel) y se ajustaran a la parte central de un periódico, es decir, que cada entrega tuviera una extensión similar. Para Antonio Castellote, el folletín es una forma que es juzgada en muchas ocasiones por lectores y críticos solo por los tópicos y no por la técnica narrativa que hay detrás, como si pesasen más los primeros que el oficio que subyace en su composición.

Aunque el grueso de la escritura de los folletines se abordaba en verano, el proceso de creación comenzaba antes, con la recopilación de la información y datos y, más adelante, se comenzaba a pergeñar la historia, hasta que ya en el mes de julio –un mes antes de la publicación en el diario- se iban perfilando los capítulos. Se trataba de un trabajo que requería de muchas horas y dedicación, pues prácticamente se escribía un capítulo por día. Existía por tanto una presión sobre la escritura, por cuanto los plazos tenían que cumplirse y la periodicidad de las entregas marcaba un ritmo de trabajo continuo.

            Cuando comenzó la composición de los folletines la idea fue escribir sobre diversos lugares de la provincia, aunque conforme avanzaba la escritura, la narración derivó en una novela de ambientación histórica para la primera colaboración (Fabricación británica. Folletín romántico del Maestrazgo) y, luego, en las posteriores, se pierde en cierto modo ese componente descriptivo con el que se narran las aventuras de Charles Lamb, protagonista del primer folletín, en el Maestrazgo. 

            Algunos de los elementos temáticos y formales más destacados posteriormente en los folletines aparecen ya en la primera obra de Antonio Castellote, Modelo sin dolor (2000), una larga novela de casi 500 páginas que no se ha llegado a publicar y que se encuentra disponible en el blog del escritor. En ella se narra la historia en primera persona a través de Güino, un bedel y modelo de la Escuela de Arte de Madrid, separado de su mujer Remedios y con una hija en común, Violeta. En algunos breves fragmentos se emplea la segunda persona del singular que alterna entre Güino, su hija Violeta y, justo al final, a través de un podenco que Güino adopta. En ocasiones, el narrador se refiere a su relato como si formara parte de un diario, técnica que el narrador-protagonista de Fabricación británica, Charles Lamb, emplea también para referirse a sus memorias y las de su compañero de viaje Lewis Gruneisen.

            Varios de los temas, ideas o personajes que aparecen en esta primera novela volverán a estar presentes en los folletines publicados entre 2005 y 2009, sobre todo en Los ojos del río (2006), cuyo argumento y personajes están sacados de esta primera obra. Así, la historia de Rosita, la compañera de trabajo de Güino y madre soltera de Lurdes, es la misma que unos años más tarde se desarrollará con Barbarita y su hija Lourdes en el segundo de los folletines. Entre ambas novelas se incluyen pasajes y motivos comunes, como el episodio de unas oposiciones fallidas, el affaire amoroso de la madre con un hombre de buena posición social (un juez y un catedrático, respectivamente) y alusiones a varios lugares comunes de la narrativa de Antonio Castellote. Aquí aparece también el personaje de Sebastián, que trata de ayudar a la hija de Rosita, tal y como su tocayo hará en el folletín de 2006; está también la ambientación de parte de la novela en Pomona (Teruel) y que simbólicamente puede entenderse como el descubrimiento de la ciudad como lugar narrativo para Antonio Castellote, en el que se localizará buena parte de la acción de los folletines.

            Así, con respecto a la serie de folletines posteriores, encontramos las referencias a los clásicos (los veremos, sobre todo, en La enfermedad sospechosa); la aparición de una cámara de fotos Leica y la lectura de los novelistas rusos, la historia de Jan, el chico polaco, tan parecido a Kolia o el episodio del conejo desollado (Otoño ruso, 2008); el personaje literario de Charles Lamb Jr., autor de Fabricación británica (Made in England), que es como Güino quiere titular una serie de ilustraciones para su hija, y que reaparecerá como personaje principal y narrador en la obra homónima y primer folletín de la serie en 2005; las menciones a Pau Monguió y el modernismo en la ciudad de Pomona, los vaciados de escayola (Una flor de hierro)… Al mismo tiempo, no se ha de olvidar la precisión en los registros idiomáticos de los personajes, la querencia por el diálogo como modo de presentación de los personajes –sobre todo en la segunda parte de la novela- y otros elementos que irán apareciendo y configurando la narrativa de Castellote. No se trata de hacer un catálogo de tópicos y temas de esta primera novela, pero esta obra, apenas conocida por el público, resulta de suma importancia para comprender la evolución de la narrativa de Castellote, no tanto por los temas o alusiones señalados, sino porque, muy posiblemente consolida un tono y un modo narrativo que será luego el de los dos primeros folletines.

            En el primero de los folletines, Fabricación británica. Folletín romántico por entregas (2005), Castellote se sirve de un episodio real e histórico –la existencia y presencia del reportero Lewis Gruneisen por el Maestrazgo turolense durante la Primera Guerra Carlista- y de una parte de ficción, que se centra en la historia de su reportero gráfico, Charles Lamb, que es quien narra la historia con posterioridad a lo acontecido. Con este personaje, homónimo del escritor británico autor de los conocidos Cuentos basados en el teatro de Shakespeare o sus celebérrimos Essays of Elia, Castellote rinde homenaje a un escritor que trató temas relativos a la vida cotidiana desde un prisma poético. Otra influencia visible son las narraciones de los viajeros extranjeros por España, como George Borrow quien estuvo entre 1836 y 1840 y cuya experiencia quedó reflejada en La Biblia en España (1842), interesante por su glosario de términos caló y muy útil para algunos pasajes de la novela de Castellote y para la caracterización del personaje de Manuela.

            Este folletín es la historia también de un viaje personal y de crecimiento de un personaje, Charles Lamb, de cuya evolución y aprendizaje (al modo de una bildungsroman) somos testigos a lo largo de la narración. De un joven algo snob y cínico –un poco como Gruneisen, que queda algo oscurecido en la narración-, pasamos a un reportero gráfico convertido en pintor, que ama las cosas sencillas y cercanas, que es consciente de sus defectos y de sus escasas virtudes, pero capaz de querer a los demás y ser bueno. De Gruneisen, presentado en una taberna en vez de en la redacción del periódico, para sorpresa de Lamb, se ha de recordar sus Sketches of Spain and the Spaniards during the Carlist Civil War (1874), que también sirven de apoyo documental a Lamb para su narración. Por otro lado, todos los ropajes descriptivos de la provincia de Teruel que hacían algo morosas algunas partes de la novela irán despojándose en futuros folletines; sin embargo, en Fabricación británica, esa carga la novela la lleva con soltura y sabe salir airosa. Pensemos también que el relato de Lamb, de carácter retrospectivo –cuarenta años después de lo narrado- puede estar dirigido a un público británico, por lo que la profusión descriptiva encuentra mayor espacio y justificación. Como curiosidad, en esa contemplación del paisaje se puede citar el descubrimiento de las “palomitas” (unos restos fósiles con forma de paloma en vuelo), que tanta importancia tendrán en el folletín posterior (Los ojos del río). Lamb alude a su amigo, el doctor Lyell, un eminente geólogo del siglo XIX, quien comentó la riqueza en fósiles de España (también los fósiles y la geología son habituales en la novelística de Castellote).

            En este primer folletín aparecen también por primera vez los caballos percherones, que se convertirán en una presencia casi constante en el resto de novelas, y que adquirirán, a través del caballo Severino (Caballos de labor) un lugar especial. Aparece fray Bernardino, un franciscano que volverá a asomar con el nombre de Silvestre en La enfermedad sospechosa y está también Miguel, tal vez un antecedente del Martín de Caballos de labor, un personaje apegado a su tierra, el Maestrazgo, diestro en tareas con la madera, sincero y cabal, un héroe discreto y abnegado. En el último capítulo de la novela conocemos un poco más a Florence, la esposa de Lamb, una mujer con una personalidad que solo podemos ver en el final del folletín, un antecedente de otros personajes femeninos como Barbarita (Los ojos del río), Roser (Una flor de hierro), Tatiana (Otoño ruso) o Amparín (La enfermedad sospechosa), muchos de ellos precedidos, en cierto modo, por Rosita (Modelo sin dolor): mujeres resueltas, directas, que luchan y pelean por lo suyo y que, en varios de estos ejemplos, están por encima de lo que se espera de ellas.

            Con Los ojos del río (2006), narrada en primera persona del singular a través de Balbino, un guarda fluvial a punto de jubilarse, Castellote retoma gran parte de los temas y argumentos de Modelo sin dolor. Destaca sobre todo la fidelidad lingüística del personaje de Balbino, que permite articular una voz narrativa creíble y verosímil que lleva al lector por los paisajes nevados de la Sierra de Albarracín o entre las tumultuosas fiestas con motivo de las bodas de Diego e Isabel. Está también la presencia del caballo percherón de Balbino, la asunción de la imposibilidad de las utopías (a través del personaje Sebastián y su robinsonismo algo trasnochado –pese a que evolucionará-, quien ya había aparecido en la novela de 2000). Es tal vez una novela más fría, más desilusionada en su descripción de Teruel y su vida –visible, por ejemplo, en las críticas a los últimos desatinos urbanísticos-, con personajes negativos como Simón Pedralba, presentado como un fantoche al estilo del Ramón Cabrera de la novela anterior. Por otro lado, en esta novela también se anuncian algunos de los temas que irán apareciendo en posteriores folletines, como la introducción al mundo de lo ruso, las alusiones a Monguió… Junto a Balbino destaca el inicialmente bisoño Sebastián, que también irá creciendo como personaje y madurando, hasta aceptar las cosas como vienen dadas. Además, es posible ver una relación de admiración por parte de Sebastián hacia Balbino, su mentor, quien siempre está aprendiendo nuevas cosas con él y despojándose de sus prejuicios de urbanita, cada vez más adaptado al medio. Y este último aspecto es una constante en los finales de las novelas de Antonio Castellote, por cuanto los protagonistas (aunque en este caso Sebastián no sea el principal) terminan por aceptar su condición, no luchan contra las circunstancias y se adaptan al medio. También con Balbino observaremos esta misma asunción de la realidad, algo visible desde Modelo sin dolor hasta Caballos de labor. El percherón de la novela adquiere su protagonismo en el capítulo “Los toros en invierno”, título homónimo al del relato publicado en 2010 y escrito tras este folletín, en el que abandonará la primera persona del singular para el narrador y adoptará la tercera, con un narrador omnisciente, que será el que caracterizará el resto de sus folletines.

            Una flor de hierro. Folletín modernista por entregas (2007) es el tercero de los folletines publicados en Diario de Teruel y supone una vuelta a una ambientación pretérita (en este caso el Teruel de comienzos del siglo XX), tras situar su anterior novela en el presente. Se produce un giro significativo en el modo de narrar, pues ahora Castellote emplea un narrador omnisciente y, al mismo tiempo, dota a su relato de “pedrería modernista”, con giros, expresiones y un tempo narrativo que remite a la novela finisecular y que confirma la versatilidad de nuestro autor hacia distintas formas narrativas y estilos. Por otro lado, la linealidad de los dos primeros folletines y la estructura que ambos presentaban cambia con esta tercera novela, más compleja en su estructura y en sus modos narrativos.

            Ahora la acción se sitúa en tierras del Jiloca (las minas de hierro de Ojos Negros) y en Teruel, en un momento artístico y cultural sobresaliente para la ciudad, con los talleres y las forjas produciendo útiles y bellos objetos de hierro y con Pau Monguió de vuelta por Teruel tras su estadía en tierras tarraconenses. Donde quizás se ve mejor el dominio de la técnica y la maestría que alcanza Antonio Castellote es, posiblemente, en los episodios que narran el vaciado de escayola (que ya había aparecido en Modelo sin dolor) y en aquellos que muestran a través de estilo indirecto libre las délusions de grandeur de Guillermina, algo neurasténica, que ve el mundo a través de las novelas francesas que lee, su anhelado mundo refinado y exquisito, que contrastará con el de los obreros que trabajan en la ciudad. Hasta ahora habíamos visto que el narrador omnisciente dejaba paso en contadas ocasiones a monólogos interiores de algunos personajes pero, en general, predominaba la narración en tercera persona; la variedad narrativa también incluye un cronista de un periódico local, en un episodio que supone un interludio cómico, en un cambio de narrador, perspectiva y tono (capítulo 17, “Cajas destempladas”). Y no hay que olvidarse de otros personajes como Roser, una mujer de rompe y rasga, con el pelo a lo garçon, o el niño Raimón, descrito con ternura y compasión, junto con otros personajes que formaron parte de la historia del Teruel de comienzos del pasado siglo. Es, posiblemente, la novela bisagra –junto con el relato Los toros en invierno, también de 2007- de la narrativa de Antonio Castellote, la que marca un cambio más importante y la que muestra la destreza del autor en diversos modos y técnicas narrativas.

            Otoño ruso (2008) sirve para cerrar el ciclo de las estaciones al que alguna vez ha aludido nuestro autor con respecto a sus folletines. Continúa con un narrador omnisciente, pese a que al principio iba a estar narrada en primera persona a través de una adolescente. Con este cuarto folletín se efectúa una vuelta al presente, al Teruel más tradicional y conservador, en una narración plena de fluidez y libertad estructural, que toca temas que ya habían aparecido anteriormente, como la Guerra Civil en Teruel y provincia, la literatura rusa, que flota en el ambiente y cuya influencia va más allá de las alusiones a los nombres de algunos personajes. Tal vez sea una novela más tranquila, serena y sosegada con respecto a la anterior y da la sensación de que con ella se cierra un ciclo. En cuanto a la ambientación, puede ser vista con un costumbrismo casi antropológico de las costumbres y gentes de Teruel, pero es un costumbrismo verosímil, no como algo tópico, sino como algo que el lector se cree.

En esta novela, los temas y motivos que han ido jalonando la novelística de Castellote vuelven a aparecer con fuerza, aunque tal vez sean los fragmentos dedicados a la familia rusa que vive cerca de Alfambra los más logrados, junto con la creación de los personajes femeninos, como Matilde y Tatiana, siempre superiores a los masculinos, con más aristas, complejidades y dudas. Es también una novela que se cierra de manera circular, volviendo, como es habitual en este autor, sobre la idea de que hay que asumir las cosas como vienen. Esta adaptación al medio y a las circunstancias será todavía más clara en el último de los folletines, que cierra también, creemos, un ciclo novelístico para Antonio Castellote.

            La enfermedad sospechosa. Folletín naturalista por entregas (2009) es un folletín lleno de datos históricos y reales, ambientado en Teruel en 1885, durante la epidemia de cólera (también llamada “morbo asiático”) que asoló parte del Levante y zonas limítrofes y que en la provincia de Teruel dejó más de 5000 muertos. Es una novela poblada de personajes que existieron y a los que no se les cambió el nombre, aunque sí se inventaron aspectos biográficos sobre alguno de ellos, como el doctor Aurelio Benito, redactor del periódico El Ferrocarril. Muchos son personas ligadas a la historia reciente de Teruel, como en el caso del botánico Loscos (que falleció al año siguiente debido a esta epidemia y que dejó inconclusa su gran obra de un Herbario Nacional, confeccionado desde su agencia de Castelserás), el novelista Polo y Peyrolón (que aparece en un episodio algo cómico-satírico), el abogado Muñoz Nogués o las hermanas Blanca y Clotilde Catalán de Ocón (botánica y naturalista respectivamente). La aparición de la enfermedad, la crónica detallada y pormenorizada del año 1885 en la ciudad de Teruel son descritas en el primer capítulo de la novela, que sirve como introducción histórica y social para el lector, que conoce así los datos y la ambientación de la historia.

Comparte esta novela con la anterior el tono circular de la narración, con la carta de Loscos que lleva guardada en su bolsillo Ramón Vargas, el heroico maestro protagonista de la novela. De nuevo nos encontramos con un narrador omnisciente, con escenas, como la descripción del hogar del maestro o de la enfermedad y agonía de la joven Encarnita que responden a la más inveterada tradición del movimiento naturalista. Está presente el determinismo biológico, cierta delectación en describir aspectos desagradables de algunos lugares y personas (como la visita médica del comienzo), aunque la narración no está tampoco exenta de algunos toques de humor negro, como el episodio en el que Ramón consigue libros y que muestra las duras condiciones de vida de un maestro que se atreve a hablar de Darwin en sus clases.

Quizás, junto a la mejor dupla de personajes masculinos de la narrativa de Castellote (Ramón Vargas y Aurelio Benito), destaca sobremanera, en especial hasta la mitad de la narración, el personaje de Amparín, la hija del doctor, que quiere ser una mujer de acción, que toma sus propias decisiones, como unirse a Ramón Vargas, en vez del “apareamiento lógico” que quiere su madre con uno de los hijos de la burguesía turolense y que tal vez obedezca (esta unión) a una cuestión meramente patrimonial. Frente a ella y los dos protagonistas a los que antes aludíamos están los personajes negativos, como el hijo del doctor Benito, Julio, prototipo de personaje de folletín. Como en las demás novelas siempre hay un personaje que ha de sufrir o perder más que los otros; en este caso es Julio, aunque su exilio final esté más que justificado por la ignominia que ha cometido con su familia. La adaptación final de los personajes, su aceptación de lo que les ha deparado la vida desemboca en tranquilidad y armonía, como sucede en la narrativa de Antonio Castellote.

 

A modo de conclusión

Los folletines publicados en Diario de Teruel por Antonio Castellote entre 2005 y 2009 constituyen un caso singular dentro del panorama literario actual, aunque su difusión haya tenido un marcado carácter local. Resulta interesante ver cómo a través de la escritura de estas cinco novelas se recrea la vida de una ciudad y una provincia con rigor y precisión históricas, en diversos momentos y tiempos, con un, creemos, profundo amor –no exento de crítica- hacia Teruel.

Antonio Castellote emplea un formato literario –el del folletín- como forma de publicación tradicional, al tiempo que para su posterior conservación y difusión utiliza un nuevo soporte digital, como es el blog. La particularidad de estas cinco novelas no solo radica en el hecho de que los haya publicado un pequeño periódico de provincias para algo más que “llenar los huecos informativos” del verano. Supone también la posibilidad de descubrir a un autor que ya era conocido por los lectores por sus artículos de crítica literaria y cultura, que demuestra su savoir faire narrativo en conjunción con Juan Carlos Navarro, su habitual ilustrador, excelso conocedor de la historia de Teruel, en una dupla que ha trabajado de manera conjunta durante muchos años en diversas actividades.

Cuando hablamos de los folletines de Antonio Castellote conviene hacerlo con el asombro y reconocimiento hacia una obra dotada, a nuestro juicio, de una alta calidad literaria, diferente a gran parte de lo que se publica en la actualidad y que tal vez por ello encuentra difícil acomodo en las líneas o temáticas que marcan las editoriales. Además, la localización en Teruel o su provincia puede ser un obstáculo más para la difusión de sus novelas, si bien es cierto que las historias que cuenta pueden extrapolarse a cualquier lugar, y buena prueba de ello son los lectores que han descubierto su obra desde sitios bien lejanos a Teruel gracias a la publicación en el blog de las novelas. Antonio Castellote logró, con los folletines, adaptarse a una forma de publicación que exigía unas determinadas características, en un oficio de escritor que requería de una gran dosis de conocimiento y habilidad narrativas para no caer en el tópico y lo sencillo, para mantenerse por encima de ello, como un funambulista sobre un fino alambre.

 

 

 

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Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro Moreno Pérez

9 de abril de 2014

            Francisco Brines (Oliva, Valencia, 1932) es autor de una de las más delicadas y sólidas obras poéticas de la Generación de los cincuenta; y uno de los poetas más influyentes del panorama actual de nuestras letras. Heredero de una estirpe privilegiada en la que habría que incluir, partiendo de Juan Ramón, a Cernuda o Juan Gil Albert, por poner sólo ejemplos señeros, ha ido escribiendo con cuidadosa y dedicada lentitud un corpus poético extremadamente coherente, orgánico y unitario. Lo publicó, completo hasta hoy, en 1997 con el título de Ensayo de una despedida. La antología que ahora escoge y prologa el también poeta Dionisio Cañas con el título de Todos los rostros del pasado puede leerse, pues, como una primera cata en ese océano profundo e irisado de una obra vasta y honda, siempre dispuesta a sorprender a cada nuevo lector; a cada nueva lectura.

            Cañas ha confeccionado una antología centrada, según su prólogo, en la figura autoral; en el “yo lírico” protagonista de la poesía de Brines. Una opción que incide particularmente en “esa centralidad existencial que vertebra gran parte de la obra del autor.” Quedan fuera de la selección todos los poemas satíricos (a los que César Simón dedicó un memorable artículo) y los construidos mediante la técnica del monólogo dramático; y están poco representados los eróticos, los amicales, los más directamente oníricos. Todo ello hace de esta antología un territorio perfectamente acotado, por más que en muchas ocasiones se echen de menos muchos temas y motivos tan caros al autor como a sus lectores. Con todo, no tiene Brines un solo poema que desmerezca del resto de su obra, y ese rigor extremo lo agradecerá cualquier antólogo con la certeza de no estarse nunca equivocando mucho. La selección de Cañas cumple con creces su propósito de actuar como pórtico a la obra toda del poeta, con lo que sería difícil ponerle más pegas que la de echar de menos tantos poemas descartados para reconocer a continuación que no sobra ninguno de los que están.

            “Creo que el conjunto de mi obra, aun en los momentos en que aparece el cántico, no es otra cosa que una extensa elegía.” Estas palabras de Brines, publicadas en 1984, han concitado tal unanimidad que no hay hoy crítico en activo que se atreva no ya a discutirlas, sino siquiera a obviar para su autor la etiqueta de “poeta elegíaco”. Pero una vez aceptado el marchamo, y conscientes de su escasa concreción, se hace necesario ahondar en la lectura e ir anotando algunos matices que perfilan el dibujo de un poeta tan elegíaco como epicúreo; y que ha sabido intuir tantas veces (y en su poesía toda, tomada en conjunto) que detrás de la pérdida se oculta la pulsión del renacer.

            En la existencia humana, tal y como creo que la entiende Brines, parece haber dos momentos muy definidos: el tiempo de la vida y el tiempo del poema. Ambos aparecen como perfectamente delimitados, si bien no son en absoluto estancos: el primero engloba al segundo y éste, el del poema, es una transfiguración meditativa del primordial. Pero hay algo del tiempo de la vida que, en el del poema, parece estar no “in pectore” sino más bien, por seguir con las fórmulas jurídicas, siendo juzgado en rebeldía. De esa ausencia de lo que podríamos llamar crestas de plenitud vital parece surgir la necesidad del poema; y del temor existencial de no recobrarlas (o de la certeza de la imposibilidad de hacerlo) nace el tono elegíaco, pero también hímnico y celebrativo, de su poesía: una lírica que celebra “in absentia” lo que, de estar presente, impediría al poeta sentarse a escribir. Así, los tonos de la elegía y el himno se entrelazan con asombrosa promiscuidad, haciendo de Brines un hedonista trágico capaz de cerrar uno de sus poemas más angustiados —“Isla de piedras”: “terriblemente han de venir / todas las horas del dolor” (...) “mis pies pisan el mundo desolados.”—, un poema cargado de semas de oscuridad y podredumbre, en el que la desolación del paisaje se transmite al cuerpo mismo del poeta, con un último verso de amor incondicional a la vida: “porque nunca se acaba el olor de las rosas” (p. 63)

            El contraste insistente y sostenido entre la finitud de lo vivo y el canto gozoso de sus inagotables fuentes de belleza y alegría; el combate entre fauce y caricia de la existencia humana es el hilo conductor de esta extensa meditación en que se resuelve la poesía de Francisco Brines. Una antítesis rica en matices y estadios intermedios (no en vano las horas más familiares a esta poesía son las del crepúsculo) que, como si se tratase de dos tonos musicales, tiene una traducción precisa y reveladora en los tiempos verbales empleados: los pretéritos, los tiempos de aspecto terminativo (el pretérito perfecto simple y las formas compuestas), como el tono menor en la música, son sombríos, doloridos, y se recrean en la pérdida y en la imposibilidad de no aceptarla. Contrastando con ellos, el presente y los otros tiempos simples, solares, llenos de amplia luz, de amor y de placer, son los empleados en ese espléndido y vital canto al mundo natural y a la vida de los hombres que es, en tantos momentos, la poesía de Francisco Brines. Esto que digo puede observarse con viva nitidez, entre otros poemas, en “Museo de la Academia” (p. 49) o “Versos épicos” (p. 54), escritos en un glorioso presente sostenido, que el poeta resuelve en himno: “Yo canto la pureza”, concluye.

            De toda la obra de Brines, el libro más y mejor representado aquí es, sin duda, Palabras a la oscuridad: un título capital para varias generaciones de poetas. En él se construyen ante los ojos del lector, en poemas de una exquisitez desconcertante, el mundo y la voz definitivos del autor. El libro entero es un progresivo desvelamiento del destino individual de un hombre joven, trasunto del poeta: la revelación de ese destino, su aceptación y comunión con él están admirablemente evocados en versos de factura clásica que anunciaban, en 1966, mucho de lo que ha venido después. Creo que aún no se ha señalado suficientemente la importancia que tuvo ese libro en la naciente red de poéticas que acabó por desembocar en los cauces y caudales novísimos y postnovísimos: el cosmopolitismo, la voluntad introspectiva, la renuncia al temario de la poesía social, el culturalismo sin impostas, el dedo puesto en la llaga de la experiencia humana, la huella cernudiana... Todo ello aparecía ya, majestuoso, impregnando de emoción dolorida unos versos imperecederos cuyo fluir reposado nunca atenúa la innovadora radicalidad de la propuesta. Su honestidad, su naturalidad, su cercanía son aún más sorprendentes cuando se repara en la fecha de publicación: esos poemas supieron poner luz mediterránea, pagana y libre en el mundo hostil, pacato y servilón del desarrollismo. Fueron un soplo intenso de aire fresco en medio de la grisura y la ñoñez de la época.

            En su siguiente entrega, Aún no (1971), la expresión de la fugacidad y muerte de lo vivo, ahora más íntimamente ligada a la experiencia amorosa, se decanta, se despoja y va quedando enteca, puro concepto, verdad palmaria y triste. Desde su propio título, a caballo entre la petición angustiada y la constatación teñida de sorpresa, el libro es a la vez una disección de ese dolor de finitud y un débil lenitivo, forjado en la contemplación de las últimas luces. En varios poemas del libro aparece el desdoblamiento del poeta en protagonista y narrador; en actante y observador, que se trasmuta a menudo y salta las fronteras temporales para lograr con su desmantelamiento un sucedáneo, una ilusión de eternidad. Así sucede, por ejemplo, en “El triunfo del amor” (p. 103): uno de los escasos poemas de tema helenístico recogidos en la antología. Hay también un desleírse de la propia identidad que, sabedora de su próxima consunción en cenizas, se anticipa y difumina en bellísimos versos desolados: “Miré desde el balcón / y en el balcón no había nadie.” (“La espera”, p. 108) Ese desdoblamiento lleva al poeta hasta observarse muerto y, en nuevos ejercicios ignacianos (Brines estudió con los Jesuitas en Valencia, y esa experiencia le ha marcado a fuego), asistir a la futilidad de todo funeral en el poema “Palabras para una despedida” (p. 113). Por eso también se insiste en la querencia del presente (“Elca y Montgó”, p. 109): el único tiempo verbal que nos es dado vivir, y el símbolo más puro de la fugacidad.

            El desdoblamiento del “yo” poético persiste aún en Insistencias en Luzbel (1977), el libro más enjuto y conceptual de todos los suyos, de máxima pureza, para estallar en figuras fantasmales y evocar los terrores infantiles. Pero desaparece tras el reencuentro consigo mismo que supone El otoño de las rosas (1986). Ahora, una serenidad augusta se yergue sobre la angustia metafísica, y el poeta Brines aprende a reconciliarse consigo mismo. El retiro de Elca, en su Oliva natal, cobra aquí un definitivo protagonismo, como si el hombre dividido de los dos libros anteriores hubiera logrado al fin reconocer su imagen reflejada en el espejo, hallar su centro y habitarlo conforme. Su último libro hasta la fecha, La última costa (1995), es un definitivo reencuentro con la identidad perdida o disgregada: una recuperación de la propia infancia como cifra de la existencia toda; un cerrarse el círculo que abrieron Las brasas. El poeta, reconciliado, percibe la totalidad mediante sinestesias: “Han tocado mis ojos el esplendor del mundo” (p. 169). La aceptación es un hecho, y la comunión con la condición humana, así como el reencuentro con un pasado personal que vuelve a ser fértil, confieren a estos poemas últimos un inequívoco aroma, paradójico y vívido, de eternidad: hay un poeta en pie, que ha comprendido.

 

 

 

 

Francisco Brines, Todos los rostros del pasado, Madrid, Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg, 2007.

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Pérez Leal

            “Esta es la historia de un hombre que participó en una competencia de baile”, así comienza Una historia sencilla, un reportaje periodístico novelado de la escritora argentina Leila Guerriero. Y no es más ni menos que eso: un festival, un baile, un hombre; un hombre común y corriente, con una familia común y corriente, con una pobreza común y corriente; unos valores, una pasión, un sueño, la lucha diaria y una nación; una periodista que mira, sin censuras ni apriorismos, pero con respeto y admiración, con un objetivo macro en la distancia íntima; un estilo sencillo, casi austero, de tan esencial, completamente universal.

            No es fácil que “menos” sea “más”, mucho “más”, pero en este caso lo que comienza siendo un reportaje sobre el Festival Nacional de Malambo de Laborde, en la Argentina profunda, y el baile tradicional de los gauchos argentinos, el malambo, consistente en un zapateado in crescendo, mezcla de destreza y resistencia, pronto muta hacia la crónica novelada de la lucha del malambista Rodolfo González Alcántara por alcanzar tan preciado galardón. En esos momentos de la narración, el malambo ya no es tan sólo un baile, es más, mucho más: es una forma de ver y entender la vida.  Como el ritmo del mismo zapateado, la historia aumenta en intensidad y es más, mucho más: la “historia sencilla” se transforma en “historia difícil”, en la “historia de un hombre común”, en la historia de todo un pueblo, en nuestra propia historia. Poco a poco, hacia su recta final, la novela es más, mucho más: es pura épica; la épica del Hombre que lucha por sobrevivir con dignidad, que se esfuerza por alcanzar una meta aferrado a unos valores y principios; es la epopeya de un pueblo, de todos aquellos pueblos que se mantienen fieles a sus tradiciones y firmes sobre el escenario de la vida mirando hacia el futuro con decisión.

            Una historia sencilla es una obra tierna y emocionante, arranca como un reportaje que se transforma en crónica que, poco a poco, deriva hacia la novela hasta alcanzar en determinados momentos un intenso lirismo épico, en especial cuando el danzante siente que el malambo le crece dentro y él crece con el malambo, transformándose completamente: “El primer movimiento de las piernas hizo que el cribo se agitara como una criatura blanda mecida bajo el agua. Después, durante cuatro minutos cincuenta y dos segundos, hizo crujir la noche bajo su puño. El era el campo, era la tierra seca, era el horizonte tenso de la pampa, era el olor de los caballos, era el zumbido de la soledad, era la furia, era la enfermedad  y era la guerra, era lo contrario de la paz. Era el cuchillo y era el tajo. Era el caníbal. Era una condena. Al terminar golpeó la madera con la fuerza de un monstruo y se quedó allí, mirando a través de las capas del aire hojaldrado de la noche, cubierto de estrellas, todo fulgor. Y, sonriendo de costado –como un príncipe, como un rufián o como un diablo-, se tocó el ala del sombrero. Y se fue.”

            Este libro podría haber tenido más de mil páginas, pero no supera las ciento cincuenta en un ejercicio de depuración absoluta, de decantación hacia lo esencial, es “más” con “menos”; se elimina todo lo innecesario y se deja única y exclusivamente lo indispensable, conformando un artefacto narrativo de tan extrema como compleja sencillez, que aviva la experiencia literaria, en la que todo lo importante está fuera y es completado por el lector, que es quien da sentido verdadero al texto al interiorizar la historia, identificarse con el personaje y reconocerse en él.

            En definitiva, Una historia sencilla es una crónica novelada que habla de la dignidad en lo cotidiano, de la lucha por la supervivencia. A través de Rodolfo González Alcántara, Leila Guerriero nos habla de la templanza, de la tenacidad y  de la paciencia de un hombre; de la austeridad, el coraje, la altivez, la sinceridad y la franqueza de un gaucho, valores que se repiten a lo largo del texto como un mantra, generando un ritmo, un ritmo de zapateado, un ritmo épico y poético. Pero Una historia sencilla es más, mucho más, y Leila nos habla también del apego a la tradición y del amor a la patria. Nos enseña que en la rutina también puede haber filosofía. Y, sobre todo, intenta hacernos ver que los grandes logros, las más duras batallas, sólo se ganan con una única arma: la confianza en uno mismo y el esfuerzo diario mantenido en el tiempo. Al fin y al cabo, “somos del mismo material del que se tejen los sueños”: la esperanza.

 

 

LEILA GUERRIERO, Una historia sencilla, Barcelona, Anagrama, 2013.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Juan Villalba Sebastián

8 de abril de 2014

 

 

The World at Night (1940)

 

Neón del alma, qué sordid hotel anuncias

en la noche de este París dolorido,

calle del París del cuarenta, neón

del alma, hermano neón, qué inhumanidad

desvela tu luz lívida tan sin rumbo,

este terrible París último, ámbito

de los placeres de la estirpe más turbia,

caros restaurantes del mercado negro,

tangos idos, lupanares verdigrís,

cines sólo para el soldado alemán,

luego las mañanas azules de antaño,

desierto iluminado, infame desierto

del alma mía, ya pianista y poeta

murieron, Hotel de París ya sin alma,

escuchando lluvia andina sobre el zinc.

 

 

 

Un domingo en el Marne (1953)

 

La vida es bella en el río, en la pantalla

fluyen serenas las aguas a ambos lados

de la barcaza, el color de las guinguettes,

tan demóticos paraísos entre ramas,

espacios de baile y vino blanco frío

rumbo a los cuales navega la mirada

en esta segunda posguerra del siglo,

parece mentira que Marne sea también

el nombre de una batalla, tan cercana

en el tiempo, navegando, los taxis

del Marne en la primavera de las guerras,

hoy en el irse de este río retornan

el piano de Poulenc, los cuadros, los trenes

en la memoria, por siempre la banlieue

color cereza, la vida es bella en el río.

 

                                                    

Escrito en Lecturas Turia por Juan Manuel Bonet

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