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3 de abril de 2014

Luis Buñuel es inagotable. Por más que pase el tiempo, y ya van casi tres décadas de su muerte, el cineasta calandino sigue suscitando libros y más libros. Los que estudian su obra resultan por lo general reiterativos, mientras que los que más interés despiertan son aquellos que insisten en revelar las “confesiones” del cineasta con quienes mantuvo una estrecha relación profesional o de amistad. Entre ellos, a la espera de lo que lamentablemente nunca harán sus hijos Juan Luis y Rafael, sobresale Jean-Claude Carrière, el guionista fiel, el escritor con el que Buñuel regresó a sus orígenes cinematográficos, con el que escribió los guiones de su última etapa, la francesa, y a quien confió sus memorias en Mi último suspiro. No es la primera vez que Carrière escribe de Buñuel, aunque sí la primera en la que centra su discurso en la relación del cineasta con su país natal. Anteriormente lo había hecho en obras más generales sobre su trayectoria o incluso en libros de entrevistas publicados por festivales de cine, pero ahora habla de Buñuel en y sobre España en Para matar el recuerdo, un libro de memorias que aparte de servir para revelar las “confesiones” que le hizo el realizador durante las dos décadas de convivencia profesional que mantuvieron, permite a Carrière reflexionar en voz alta sobre un país ignoto cuando puso su pie en él por primera vez a principios de los años 60, y que acabó conociendo a través del realizador.

Hay por ello en Para matar el recuerdo un profundo sabor a Buñuel, pero también una mirada crítica desde fuera sobre la reciente trayectoria social y cultural de España, con apuntes históricos que abarcan desde cómo la religión ha marcado tanto el devenir de los españoles, hasta los vínculos con América Latina a través de figuras como Fray Bartolomé de las Casas. Estamos ante un viaje a los recuerdos de quien ha convertido España en su segunda patria, aunque el autor deteste este término al igual que lo hacía Buñuel. Sin el cineasta de Calanda, la trayectoria profesional de Carrière no hubiera sido la misma, si bien su filmografía como guionista tampoco ha quedado marcada por el influjo buñueliano, sino más bien lo contrario. A pesar de ello, si se le conoce por algo es por haber sido el guionista fiel de Buñuel en su última etapa francesa, el que rescató al cineasta para esta cinematografía, pese a que su cine está lleno de las contradicciones y la picaresca de la cultura española.

El título del libro responde a un comentario que el propio Buñuel hacía a Carrière refiriéndose a aquellos lugares de los que se guardan gratos recuerdos y a los que hay que volver “para matar el recuerdo”. Carrière lo hace con la España de Buñuel, que no es otra que la de su juventud, la de la Residencia de Estudiantes, la de Toledo, la de la Edad Media, la del subdesarrollo cultural y social que alentó el franquismo, la de personajes como Carlos Saura, José Bergamín, Fernando Rey o el “enigma sin fin” que fueron Buñuel, Lorca y Dalí, y no parece que a través de sus páginas haya matado el recuerdo sino que lo ha avivado. El guionista de Buñuel reconoce que debe muchas cosas a España, y no solo su barba, sino momentos entrañables ligados al cineasta turolense y el interés hacia figuras como Goya.

Peca a veces Carrière de dejarse llevar por la nostalgia, de evocar sin más sus estancias en lugares como Toledo y El Paular, y se echa en falta que esas memorias en torno a Buñuel se circunscriban exclusivamente al paso de ambos por España mientras escribían juntos sus guiones, menospreciando una vez más, como ya ocurriera en Mi último suspiro, la etapa mexicana del realizador. El guionista francés se ha dejado llevar por los recuerdos sin más en esta obra repleta de anécdotas sobre Buñuel, pero sobre todo reflexiones sobre España, que sin duda será lo que menos interese a los lectores, que preferirán indagar más en las “confesiones” y el “anecdotario surrealista” del director de Ese oscuro objeto del deseo. Carrière conoció España a través de Buñuel, y así lo relata en este libro, pero en cambio, con el paso del tiempo fue el guionista quien acabó enseñando al realizador esa otra España que estaba más allá de la meseta central, como sucedió con Sevilla, donde se rodó la película antes citada.

Para matar el recuerdo son las memorias, quién sabe si otro “último suspiro”, de quien fuera la mano derecha de Buñuel durante las dos últimas décadas de su trayectoria profesional. Son unas memorias libres, espontáneas, hasta cierto punto desordenadas, aunque a veces su autor quiera imponer un cierto orden cronológico sin conseguirlo, en las que se da pie al ejercicio “tramposo” del recuerdo, tamizado siempre no solo por los hechos ocurridos en nuestras vidas sino por la idealización y fantasías que sobre los mismos ejerce la memoria. A este respecto, Carrière advierte de que ese “defecto” lo posee también Mi último suspiro, como por otra parte se ha puesto de manifiesto a lo largo de estos más de cinco lustros de estudios sobre su obra, en los que los investigadores han podido dar fe de las contradicciones entre lo “recordado” por Buñuel y lo ocurrido realmente. Quién sabe si a veces esos “falsos” recuerdos no fueran sino bromas premeditadas por el propio cineasta, como aquella ya conocida, y que Carrière vuelve a recoger en este libro, del soborno hecho a los miembros de la Academia de Hollywood para que le entregaran el Oscar, y que escandalizó a su productor Serge Silberman.

El anecdotario, tratándose de Buñuel, vuelve a ser lo más suculento de este libro. Aunque muchas anécdotas ya las había contado el propio Buñuel en sus memorias o eran conocidas por otras fuentes, hay nuevos aportes sobre ese “bromista empedernido” que era el realizador, donde además de sus recuerdos se suman los de otras personas próximas a él como el doctor José Luis Barros o Conchita, su hermana, sobre la que Carrière rememora aquella llegada en tren del cineasta a Zaragoza, en la que fue recibido por sus familiares con balidos como si fueran un rebaño de corderos, y a los que respondió de igual manera hasta que salieron de la estación. Una imagen que, por otra parte, recuerda algunas escenas cinematográficas de su obra y no precisamente de su etapa francesa, sino mexicana.

Para matar el recuerdo es un libro de memorias ameno, entretenido para los seguidores de Buñuel e interesante para cualquiera que quiera mirar hacia la España de la segunda mitad del siglo pasado a través de la mirada de alguien de fuera, como es Carrière, para descubrir que más allá del surrealismo cotidiano mexicano que tanto gustó al cineasta, la España franquista también fue una permanente fuente de inspiración de su obra, aunque siempre desde el exterior, para indagar en la condición humana desde lo local a lo universal. En definitiva, tras su exilio, ya no solo político sino intelectual desde finales de los años veinte, Buñuel también miró así a España, desde fuera aunque conociendo desde dentro el país, y así se lo enseñó a Carrière. El guionista francés descubrió España a través de la mirada del realizador de Calanda y en las páginas de este libro se adivina la nostalgia de quien sigue viendo un país a través de los ojos y los recuerdos de Buñuel. Quién sabe si mediante ese ejercicio traicionero de introspección que es la memoria, el guionista fiel de Buñuel haya matado definitivamente el recuerdo. –FRANCISCO JAVIER MILLÁN

 

Jean-Claude Carrière, Para matar el recuerdo, Barcelona, Lumen, 2011 .

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jean-Claude Carrière

2 de abril de 2014

 Brillante antropólogo, inmenso viajero, experto en Oriente y, por supuesto, notable poeta: de estas maneras y muchas más podemos definir a Ruy Cinatti Vaz Monteiro Gomes, más conocido como Ruy Cinatti, escritor portugués nacido en Londres en 1915 –era nieto del cónsul general de Portugal en Inglaterra por aquel entonces– y fallecido en Lisboa en 1986. Resulta cuando menos curioso el escasísimo conocimiento que en España tenemos de Ruy Cinatti, figura que en las letras lusas goza de considerable prestigio: no en vano fue cofundador, en 1940, de la emblemática y ecléctica revista Cadernos de Poesia, así como autor de más de quince libros de poemas –algunos de los cuales merecieron importantes premios– y de una docena de obras de carácter antropológico y botánico sobre las colonias portuguesas en general y Timor en particular, isla donde residió largas temporadas y que se convirtió en el centro de sus preocupaciones vitales y literarias; en 1992, y a título póstumo, el gobierno portugués le concedió la Gran Cruz de la Orden del Infante Don Henrique por su relevante contribución a la cultura nacional. 

 

Hasta donde llega mi conocimiento, las primeras y principales manifestaciones impresas de la obra de Ruy Cinatti en nuestro idioma son los ocho poemas que Ángel Crespo incluyó en la precursora Antología de la nueva poesía portuguesa, editada en 1961 en la colección Adonáis de Rialp, y los once poemas que Pilar Vázquez Cuesta tradujo para su Poesía portuguesa actual, publicada en 1976 por Editora Nacional, y en la que Cinatti comparte volumen con otros catorce autores de la talla de Fernando Pessoa, Mário de Sá-Carneiro, Miguel Torga o Eugénio de Andrade. Pero, al contrario que la práctica totalidad de sus compañeros de antología, cuyas obras fueron progresivamente divulgadas en lengua castellana, Ruy Cinatti se topó con un mayúsculo silencio editorial: así lo indican tanto los registros del ISBN y de la Biblioteca Nacional de España como las escasas referencias en Internet sobre su obra –apenas un reducido número de páginas web recogen una brevísima muestra de sus poemas–, lo que también nos permite dudar de la presencia de Ruy Cinatti en publicaciones hispanoamericanas en papel: un caprichoso velo, una especie de bruma injustificada y singular cubre la figura de nuestro poeta.

 

No sin esfuerzo, conseguí hacerme con un ejemplar de la extensa Antologia poética de Ruy Cinatti que Joaquim Manuel Magalhães seleccionó en 1986 para la editorial lisboeta Presença. Y, tras su lectura, llegué a la conclusión de que Cinatti es un poeta a todas luces inclasificable: cuando nos acostumbramos a las breves piezas de lo que podríamos definir como “romanticismo metafísico” de sus primeros libros, nos sorprende con poemas de marcado carácter cristiano; cuando creemos descubrir a una suerte de Álvaro de Campos resucitado, nos topamos con una numerosa serie de poemarios relativos a sus experiencias en Timor y otras colonias (no en vano seis de sus libros tienen referencias alusivas a estos territorios en el propio título). Cayendo en una posible simplificación, podemos afirmar que en la obra de Cinatti se presiente un camino que va desde lo sugerido o lo soñado hasta lo puramente vivido, hasta la cruda realidad que vivió entre aquellos hombres colonizados que de casi nada disponían: mientras que en sus primeros libros –a mi juicio, los más interesantes– nos encontramos con un Cinatti, por así decirlo, más poético, más decantado por la belleza

 

que por la verdad y más minimalista, en sus libros posteriores, pasados por el amargo filtro de sus vivencias en ultramar, hallamos unos poemas más narrativos, más etnográficos y más reivindicativos, escuchamos una voz más preocupada por informarnos de cómo era aquel extraño mundo colonial que habitaba –a veces injusto, casi siempre hermoso– que por el placer de la palabra misma: en los primeros libros prima el poeta, en los posteriores se impone el antropólogo. Una actitud que se fue tornando hastío, ironía y desazón al final de su vida, decepcionado de la barbarie que el supuesto hombre civilizado había perpetrado contra aquellos desorientados indígenas: así, ya de vuelta en Lisboa, sus dos últimos libros abandonan parcialmente la temática colonial y retornan a los eternos conceptos de amor y religión. En todo caso, lo que sí es común a todos los períodos de la obra de Cinatti es la gran presencia que la naturaleza tiene en sus poemas, el anhelo de un mundo en el que la acción del hombre resulte restringida, difuminada.

 

A falta de una antología de su obra en nuestro idioma que sitúe a Ruy Cinatti en el destacado lugar que merece, valga de momento este sucinto ramillete de poemas, que he tenido el placer de seleccionar y traducir, como humilde continuación de la labor que Crespo y Vázquez Cuesta iniciaran, y que espero contribuyan, desde su modestia, a abrir un poco más la pesada puerta tras la que se oculta tan interesante escritor.

 

 

SEIS POEMAS


Lentamente, al golpear de los remos, van los barcos

río arriba, río abajo, en el quehacer cotidiano de los días de sol y lluvia.

Los hombres ya han arrastrado los barcos a la orilla,

donde pasan señores, altaneros y herméticos,

por entre los plebeyos –aquellos que transportan sacos de trigo.

Los gestos se repiten, milenarios,

mientras, de sol a sol, los barcos pasan

sin prestar atención a los labradores de los campos.

Lentamente, sosegado como el correr de las aguas,

se yergue suplicante el canto durmiente de los remeros…

 

Va pasando, va rompiendo, va huyendo…

 

 

(Nós não somos deste mundo, 1941)

 

Tu felicidad fue como una sonrisa abierta en una mañana soleada, 

brillando sobre la tierra en una alegría inmensa.
Y tus ojos demoraban el vuelo de las aves y se alegraban,
sorprendidos y meditativos como el mirar de los siglos
ante el límpido despertar del paisaje.
Sin embargo, bajando rápidamente por el brillo de tu alma,
vino el sueño a posar, en tus rodillas,
la sombra de tu duro destino, 
de tu desnudez pesada y triste.

                                                   

  (Anoitecendo, a vida recomeça ,1942)

 

 

LOXODROMIA

 

Quien no me dio Amor, no me dio nada.

Estoy parado…

Miro a mi alrededor y veo inacabado

mi mundo mejor.

 

Tanto tiempo perdido…

Con qué saudade lo recuerdo y bendigo:

campos de flores

y zarzas…

 

Fuente de vida fui. Medito. Ordeno.

Pienso en el futuro que vendrá.

Y deslumbrado sigo el pensamiento

que se descubre.

 

Quien no me dio Amor, no me dio nada.

Desterrado.

Desterrado prosigo,

Y me sueño sin Patria y sin Amigos,

adrede.

 

 

 

  (O livro do nómada meu amigo, 1958)

 

 

Caminamos a solas por la ruda arena.

Bancos partidos, sol oblicuado,

papeles por el viento, polvo fino,

ruinas que se enredan como traicioneros

sueños despertados.

 

Él, entre todos, surgió.

Miró a su alrededor: vacío.

Muros ignotos: vacío.

Un río oculto inunda la ciudad.

Peligro eminente.

Pobres pidiendo limosna en una esquina.

Alguien atrasado, como siempre

adverso y diletante.

 

Él, entre tantos, surgió.

Temprano.

Se apoyó en el muro habitual,

abrió el periódico

y leyó.

 

 

(Borda d´Alma, 1970)

 

Sobre Timor planea un fuego fino,

se propaga, crepita cuando ronda la tierra

y creciente, envolvente, cerca el monte

y se afirma corona.

 

Mis ojos sienten la belleza roja

ululante de perros en la noche,

la paciencia del bosque destruido,

catana en la raíz, después ceniza.

 

Mi incomprensión procura en vano

resucitar las vanas creencias de otros tiempos,

las florestas sagradas donde el frío habita

en el temor que agarra y petrifica las manos.

 

Mi imaginación procura en vano

detener con astros y otras manos el destino

insidioso como la muerte de un hombre

anclado en el árbol que sobre la tierra se persigna.

 

Y veo un monte de paja

ardiendo de la cima hasta el mar que ondea y se derrama por las playas,

y contra el humo denso que me envuelve,

avanzo, resoluto, antorcha en vida,

mientras proclamo la verdad del cántico,

la danza terrenal que me fascina.

 

 

(Uma sequência timorense, 1970)

 

MOEURS CONTEMPORAINS O EL IMBÉCIL COTIDIANO

 

 III

 

No, no es una mujer lo que quieres.

Lo dijiste, salvo error.

Ni yo la boca de la noche

para poder perderme, sentarme y dar vueltas sin fin por el barrio

como ayer, como mañana,

como ojalá sea así por muchos años.

Todo son engaños.

¿Por qué no te enfrentas a la verdad de una vez por todas?

El hombre y la mujer se volvieron definitivamente

insoportables el uno para el otro.

Y es cierto que aceptamos este aturdimiento sin una protesta, este balanceo

del día a día, este sucio traje del hábito, este volteo asesino,

mintiendo, engañando, conspirando

hasta que la tierra ya no pueda con nosotros. Tú me odias, yo te desprecio,

siempre arrastrándote cuando me tocas,

siempre lagarta pidiendo el capullo del que te desprendiste

en la rutina de tus días.

¿Cómo es posible que todavía quieras hacer el amor en una cama que huele a

[cadáveres?

¿Cómo vas a querer, cómo vamos a querer

contemplar fraudes mezquinos sinceramente inmunes a la culpa que hemos olvidado

con tanta frecuencia? ¿Por qué no te enfrentas

a la verdad?

Todo perdido. Entonces,

¿por qué esperas? Hicimos del dinero y de lo funcional

nuestros dioses de guerra. Ahora aguanta la ley que los aguanta

hasta que seas barrido,

no de la tierra, pues ya lo fuiste, sino del aire y de las fétidas buhardillas que  

[habitamos.

Sácate el dedo de la boca, el dedo separado de la mano,

separado del brazo,

separado del tronco,

separado de la…

caricatura no reflejada en ningún espejo.

Nadie te ayuda,

porque todos estamos viciados por lo mismo.

Por la misma droga que infantilmente fabricamos,

como quien construye una casa con cubos pintados

y de repente la ve caer, y a él con ella.

No, el tuyo no es un problema de mujer,

ni el mío de fluidez translúcida.

Traicionamos a la mujer y al poeta, al animal, al espíritu

 

en las manos de quien, cruel, se exhibe igual que nosotros.

Yo no te conozco

sino como fantasma.

Todavía te acepto una bebida,

pero no me hables de Dios.

 

 

 (Memória descritiva, 1971)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

2 de abril de 2014

Has venido a buscarme

cuando ya unos hombres me recuerdan a otros,

tus miradas a otras, tus palabras

a otras que hace tiempo me dijeron.

 

Y cuando ya he buscado detrás de las canciones,

de los nombres que acarició mi lengua,

de los cuerpos que ardieron ante mí.

Tantos incendios

fueron luces fugaces apenas presentidas

a lo lejos por dios o por el diablo

o por quien sea

que gobierne ese páramo desde el que me sonríes.

 

Debo decirte cuando me preguntas

en qué pienso o qué me preocupa

que vivir es también negarse a hacerlo.

 

Cómo voy a contarte las cosas que me pasan,

la sangre que me hierve mientras guardo

las formas y la voz.  Y también guardo

algunas cicatrices y locas estampidas

de bisontes azules contra mi corazón,

los bisontes azules que golpean

y corren hacia mí o desde mí o acaso

galopan sobre mí. A veces duermen

dóciles por mis venas; tengo entonces

la sangre acariciada por un frágil ejército 

de niños navegantes.

 

Pero cómo decirte que me duelen

y me gustan, sentirlos es sentir

y así es mi extraña vida. Si despierta

de noche la manada, yo quisiera

ser ellos, no ser yo; correr con ellos

-brutales y magníficos-, son ellos

mis canciones de amor.

 

Has venido a buscarme cuando sé

que estoy perdida. Vete

tras tu triste pedazo de realidad, conquista

con tu sangre tus propios desengaños.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Olga Bernad

1 de abril de 2014

Después de la segunda edición, ampliada y revisada, de su poesía completa (1985-2012) Seguro que esta historia te suena, aparece Las luces interiores, nuevamente en la editorial Renacimiento (2013), un  volumen pequeño, homogéneo y breve, algunos de cuyos textos ya estaban entre los inéditos de su poesía reunida. Coincide, además, la publicación (no sé si es sólo una casualidad o si es un pacto tácito entre ambos) con la vuelta de otro de los epígonos del género del denominado realismo sucio, Roger Wolfe, que nos trae Gran esperanza, un tiempo, también en Renacimiento.

Afortunadamente, y contra el pronóstico que él mismo hiciera, Iribarren no ha dejado de escribir. Tampoco es responsable, en ningún caso, del mito que lo envuelve. En Las luces interiores, al igual que en Atravesando la noche, Iribarren se desmarca cada vez más del realismo figurativo de sus primeras obras, para acercarse más al concepto del haiku: esto supone vaciarse, reflexionar hasta un punto de transcendencia, y condicionar la experiencia de ese instante descrito a una cota de elevación vital máxima, lo cual requiere una rápida transcripción escritural de la imagen. Recurso del que ya hicieron uso autores tan frecuentados por Iribarren, como Kerouac (Libro de Jaikus).

La expresión poética de Iribarren es, por tanto, un fogonazo existencial. Recoge al inicio del libro una cita de Manuel Machado: Lo importante / es el instante / que se va. La inmediatez del mensaje hace del sujeto autobiográfico una vivencia comunicativa. El que escribe (el hombre textual) lo hace como testigo, como observador pasivo: es alguien que selecciona estampas o secuencias de la vida conforme a los pequeños estímulos diarios. Y las atribuciones que Iribarren hace a esa personalidad literaria son, en esencia, afectivas: divagaciones o ensueños, como Pessoa cuando afirmaba: He llegado a ese punto en el que el tedio es una persona, la ficción encarnada de mi convivencia conmigo mismo.

 

“Todo puede suceder en un poema: lo cotidiano, sí, pero también lo deslumbrante, e incluso ambas cosas a la vez”, dice Iribarren en el libro Otra ciudad, otra vida. Y es toda una poética. El tono directo entrega el poema: hace extraordinario lo cotidiano. Escribe sobre el fracaso de vivir, en la frontera que separa la poesía de la anécdota. No pretende pasar por un lúcido analista de la sociedad contemporánea: no hace observaciones apocalípticas al estilo de Roger Wolfe, que antes mencionábamos. No es tópico, sí contundente. Lo que le sucede es siempre tangible y conforma una delimitación vivencial. Hay, en todo ello, un estado de felicidad puntual, una serena aceptación de la fragilidad de lo vivido.

Si bien se les achaca a sus últimos libros dados a la imprenta, una mayor tendencia melancólica, pues da la sensación de que muchos de los poemas son apuntes, anotaciones, textos sin acabar: obviamente, no es así, acogen un sentido de conjunto. La disciplina de Iribarren en el momento de escribir es la ir retirando piezas, la de ir construyendo el poema desde la desaparición del mismo: escribir como quien no lo hace, yendo hacia lo innato y lo esencial: sigue el curso de la vida misma, quita más que pone. Todo en sus poemas parece hecho de nada; su talento no necesita exhibirse. En ese levedad, en ese minimalismo, engañosamente simple y directo, Iribarren tiende la mano de la emoción. Es descarnado, práctico: el poema es casi una advertencia, o si se prefiere,  un error, como en Las puertas (“Con las entreabiertas / hay que tener mucho cuidado, / suelen ponerse irresistibles”). El papel no se escribe, o se escribe poco, pero mancha. Iribarren tiene la maestría de hacer de la anécdota banal, de la anotación de paso, su legado poético particular: un antimundo demoledor, cuyo centro de destrucción es, muchas veces, él mismo. Escribe como diría Darío de Machado: Ha escrito poco y meditado mucho. Su vida es la de un filósofo estoico. Sabe decir sus enseñanzas en frases hondas. Escéptico, desengañado, incombustible, su escritura va de manera progresiva ramificándose y haciéndose más esquemática, más pulcra, llena de sí misma, tierna  e indefectiblemente contemporánea. Cada fragmento como una embestida, casi como un golpe que no se nota hasta mucho después. Una obra congruente, un único poema, que se une a Seguro que esta historia te suena.

 

Karmelo Iribarren, Las luces interiores, Sevilla, Renacimiento, 2013.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Aitor Francos

1 de abril de 2014

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Se llama Ana.

 

Es un poco más alta que yo.

Tacones de siete centímetros: gula, lujuria, envidia y todos los demás.

 

Es rubia. Teñida (su raíz asoma negra y sucia como un gusano).

 

Aguarda junto a mí en la parada del 42. A La Almozara. Maldito autobús.

 

Habla por teléfono como quien lo hace frente a un folio en blanco o una pared de gotelé. Cruza las piernas. Parece balancearse. El cierzo la balancea. Sus zapatos rojos brillan y bailan. Juega su pelo. Con el cierzo. También brilla y baila. El pelo.

 

Nombra a Saúl, a Carmen, a Silvia, a aquel Carlos Antonio que votaba a los socialistas y conducía un Mercedes.

 

Vive en Teruel. Y se conoce mi vida como la ruta del 42. Maldito autobús.

 

Permanezco en silencio. Cómo decirle que no es la dueña de los recuerdos que olvido. Cómo decírselo. Cómo decirle que ella es “yo”, aunque un poco más alta. Y rubia. Sí. Teñida.

 

Llega el 42 y me quedo abajo. Que suba, que suba, por Dios, que suba y que se pierda. No puede reconocerme. No me reconocerá. No me reconoce. Calzo deportivas y ahora soy morena.

 

La próxima vez que me toque ir a La Almozara lo haré andando: es muy desagradable encontrarme conmigo misma en Zaragoza.

 

Nunca creas que una vez te abandonaste en otra ciudad.

Escrito en Lecturas Turia por Ana Muñoz

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