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6 de mayo de 2014

 












(Basado en hechos reales)

 

He visto un hombre limpiando su coche un día de lluvia, a las doce de la noche.

He visto a los gatos andando hacia atrás, erizados ante la forma de la nada.

He visto los ojos de un icono ruso observando el crecimiento del tiempo.

He visto a un poeta desesperado por escapar de la palabra celeste.

He visto a mujeres combadas de dolor por un presagio.

He visto un ahorcado balanceándose levemente por el viento.

He visto a un potrillo salir al mundo sobre el heno, con el rostro triste.

He visto olas que no llegaban a romper, y regresaban.

He visto niños intentando recomponer a las hormigas rotas.

He visto a borrachos seguir bebiendo para perder el sentido. Todo sentido.

He visto a una mujer llorando de alegría, mientras miraba a su hombre.

He visto rectas circulares en carreteras infinitas.

He visto a pescadores acariciando el mar.

Y yo era el hombre.

 

Escrito en Lecturas Turia por Vicente Luis Mora

6 de mayo de 2014

                                             

            Puntual a su cita periódica con el lector,  José Antonio Marina (autor de obras tan celebradas como Elogio y refutación del ingenio, Teoría de la inteligencia creadora, Crónicas de la ultramodernidad o Anatomía del miedo entre otras muchas) acaba de publicar Las arquitecturas del deseo, un libro de esclarecedor subtítulo: Una investigación sobre los placeres del espíritu. Tan prometedor planteamiento no se ve defraudado en las amenas y rigurosas páginas de quien ha elaborado ya -y desde hace años- un sistema filosófico coherente y trabado, una inteligente mirada sobre la realidad y una conciencia crítica sobre nuestro mundo actual. Con su ya conocido estilo cercano, su capacidad ejemplificadora de las más diversas circunstancias conceptuales, la sabia utilización de referentes interculturales y su particular dosis de bonhomía bienhumorada, este ensayo nos acerca a los resortes, impulsos y contradicciones del anhelo y el deseo como elementos integrantes de una nueva moral, pujante y desinhibida, pero también esclavizada y desquiciante, una acaso renovada enajenación colectiva. Con su característico tono relativizador, revisionista incluso, en la senda del mejor Ortega y Gasset, Marina nos ofrece una vez más ese tipo de discurso ensayístico que cabalga sobre la filosofía, la sociología, el cine, la literatura o la psicología, en una ejemplar confluencia interdisciplinar.

 

            Este libro parte de una epistemología del deseo; su pretensión es adentrarse en los modos de conocimiento del anhelo personal y en los objetos, sentimientos o pasiones que lo suscitan. El sujeto deseante es analizado así con la implacable mirada del antropólogo cultural que desmenuza los caracteres de una ancestral condición humana centrada en la voluntariosa consecución de un fin necesario o superfluo, pero que se presenta como esencialmente imprescindible. Se recalca, con singular acierto, la función liberadora del capricho, se reivindica el valor transgresor de la obsesión placentera, y se ahonda en la fascinación gratificante que ejerce la obtención de poder (político, sobre todo). Y la cosa se anima cuando el lector se adentra en los argumentos que relacionan tentación, pecado, culpa, perdón, penitencia, redención y condena; la faceta religiosa, en fin, del deseo. Sin olvidar las referencias a las teorías freudianas, en las que se conecta la satisfacción placentera con una sociedad no civilizada, la barbarie de una voluptuosidad incontrolada como desencadenante “subversivo” de una honda perturbación social. La sexualidad, como potente componente de esta temática, se vertebra aquí a modalidades de lo sádico o lo fetichista como expresión de creativos deseos espúreos, fijaciones psicológicas de lo anticonvencional. Marina profundiza así en las pulsiones que genera el delirio absorvente de lo deseado, en la satisfacción personal y su repercusión neurológica, y en el carácter también “espiritual”, casi místico, de hondo tono ético del placer obtenido.

 

            La represión psicológica o social del deseo resulta particularmente interesante, porque evidencia las contradicciones de una moral natural sin un claro contenido racionalista. La inhibición de la ansiedad anhelante, los efectos contraproducentes de una libido reprimida o la influencia de estas contenciones en la sentimentalidad amorosa son aspectos ampliamente desarrollados en estas páginas entre ejemplos, referencias, citas,  modelos de conducta o anécdotas que agilizan un texto de amena configuración teórica. Determinados deseos, ligados a una emotividad radical, constituyen un singular proyecto vital (con Castilla del Pino al fondo), capaces de dar sentido propio a toda una existencia y, desde este punto de vista, erigirse en motor de unas finalidades íntimas. De este modo, son los deseos y no las opiniones, los que configuran la personalidad, conforman el sentido de las preferencias personales y establecen las diferentes tipologías humanas. El deseo, que tanto tiene que ver con el placer, se relaciona también con la distinción y la aprobación social, con el exhibicionismo colectivo, con la sociabilidad o, incluso, con las capacidades económicas del sujeto, aspectos estos integrados en una sistemática de lo comunitario que aparece aquí perfectamente glosada y analizada. La insaciabilidad del deseo, los terrores que se agazapan tras su represión canónica o el carácter lúdico también de los anhelos incontrolados o festivos son cuestiones que fluyen igualmente en este reflexivo contexto de voluptuosas ansiedades. Se traza a la vez un incisivo análisis de las dimensiones culturales del placer, sus implicaciones estéticas y la óptica antropológica que tan bien ilumina todos estos referentes. En las propias palabras de Marina: “En el origen de la cultura está el deseo. Todas las invenciones de la humanidad tienen como meta satisfacer nuestras necesidades y anhelos, sean reales o ficticios. Vivimos, como los demás animales, en un universo físico, pero habitamos en un mundo simbólico, expansivo, explosivo, deflagrante. Llamaré cultura a esa morada construida, es decir, a la realidad humanizada.” (pág. 141)

 

            Es evidente que, tras la dilatada trayectoria intelectual de José Antonio Marina, no existe solamente una trabada concepción filosófica y humanista de las realidades contemporáneas, sino que su ensayismo ha generado también un determinado tipo de lector, inquieto, crítico y sensible, buen conocedor quizá, en este caso, de los factores que distancian -o aproximan- la realidad del deseo; un excelente libro este para ahondar en estas identidades, caracteres y contrastes.

 

 

José Antonio Marina: Las arquitecturas del deseo. Una investigación sobre los placeres del espíritu. Anagrama. Barcelona, 2007.

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Ferrer Solà

El nombre de Mario Vargas Llosa ha estado asociado a mi vida desde siempre, incluso desde antes de que ese nombre tuviese un rostro o una biografía o la cantidad de obras que puedo enumerar ahora en orden de publicación. Mario Vargas Llosa estuvo conmigo siempre, desde niño, aunque solo después de una década leí cada uno de sus libros, sus ensayos, sus crónicas, sus artículos de diario, muchas de sus entrevistas o ponencias (imposible seguirlas todas) y centenares de monografías sobre él que tuve que leer y calificar, en un curso que dicté en la universidad dedicado a La ciudad y los perros.

Al principio, insisto, era solo un nombre. Un nombre más en medio de una lista de nombres en los que apenas podía reconocer uno de otro. En esos años de infancia solo habían dos nombres que podía identificar claramente: Hans Christian Andersen, el cuentista danés, cuyo nombre llevaba mi colegio y por ello me sentí en la obligación de leer todos los cuentos suyos que pude conseguir (y amé algunos cuentos suyos menos célebres que el “patito feo”, como “la reina de los ventisqueros” o aquel en que una madre va en busca de su hijo que se lo llevó la muerte), y Abraham Valdelomar, cuyo cuento “Los ojos de Judas” me impresionó de tal manera (y me sigue impresionando) que quise saber más de su autor, y así me enteré de su vida de snob, de su temprana muerte bajo terribles gritos de dolor y su monóculo.

Todos los demás autores, desde Ventura García Calderón, pasando por José María Arguedas, Julio Ramón Ribeyro o Vargas Llosa, eran solo nombres imposible de identificar en el libro de literatura de la empleada de mi casa. En aquel libro, el autor había colocado un cuento cada semana y luego un cuestionario para controlar la lectura y fomentar el análisis crítico y el juicio social. Además, como método didáctico de avanzada, se le ocurrió dejar un recuadro en blanco para que el joven estudiante dibuje la escena que más le había impactado, o aquella que mejor resumía, el relato. Mi empleada sabía que me gustaba leer, que desde que aprendí a leer no solté jamás los libros (unos libros juveniles, resúmenes de obras famosas, que mi padre compraba en kioskos muy baratos, impresos en Ecuador). Además, era el dibujante de la familia (aunque fue mi hermano quien después se hizo pintor e ingresó a estudiar Artes), garabateando no solo hojas, cuadernos, libretas de apuntes de mi madre, sino también paredes, las maderas de mi cama e incluso las sábanas.

Por lo tanto, yo era perfecto para que ella pudiese saltarse una tarea que no le apetecía hacer. Me pedía siempre que leyese el cuento e hiciese el dibujo, aunque ella contestaba las preguntas (o las copiaba de sus amigas más aplicadas). Me encantaba esa tarea. Sentí una gran decepción cuando ingresé al colegio y nadie me pidió una tarea parecida. Por aquellos años era feliz leyendo los cuentos, pensando en la escena principal y dibujándola. No me importaba quién había escrito el cuento o si era bueno o malo (normalmente, no podía distinguir la calidad de esos relatos ni de la prosa, salvo el mencionado de Valdelomar), sino qué dibujo podía usar y cuántos colores podría poner. Me gustaba el rojo, por eso prefería siempre escenas donde ese color se podía utilizar, como aquellas en las que se veía sangre (me imagino lo divertido que fue dibujar “El campeón de la muerte” de Enrique López Albújar). Desde luego, Mario Vargas Llosa fue uno de los cuentos que leí y dibujé entonces. No recuerdo bien aquel cuento, pero mi memoria se inventa que fue “El desafío” lo primero que leí de él. No me impactó demasiado, como no me impactó nunca ninguno de los cuentos de Vargas Llosa. He leído un par de veces su única colección de relatos Los jefes y a pesar de descubrir en él rasgos que serán puestos en evidencia en La ciudad y los perros es obvio para mí que el Vargas Llosa cuentista era un embrión que nunca se desarrolló dentro del género, y dio un paso al costado (nunca un salto hacia adelante, como les gusta decir a los editores, a los profesores de taller y a los escritores jóvenes más ambiciosos de reconocimiento) muy pronto para dedicarse a la novela. En ese sentido, es interesante la anécdota que cuenta el mismo Vargas Llosa (y ha certificado uno de los presentes, Abelardo Oquendo) sobre la vez que leyó un relato en una tertulia de amigos, luego de lo cual se hizo un silencio profundo y se siguió la conversación sin aludir a lo que acababa de ser leído. Así de malo parecía ser. Y así de malo se pinta Varguitas en La tía Julia y el escribidor, resumiendo los argumentos de sus primeros cuentos, todos ellos condenados al fracaso.

Mario Vargas Llosa empezó a tener rostro y biografía, para mí, antes de leer el primer libro suyo. Lo tuvo años después de ese oficio de lector-ilustrador para una chica que iba a la escuela nocturna. Vargas Llosa empezó a existir para mí debido a la cama de mis padres. La cama en la que ellos durmieron sus primeros años era un modelo de los años sesenta (un vintage que, por cierto, jamás he vuelto a encontrar en mis búsquedas en la cachina de muebles viejos) que incorporaba, en la cabecera, dos pequeños cajones sobre cada almohada y un espacio vacío entre ambos, que bien podía ser utilizado como librero. Siembre habían ahí los mismos libros, quizá algunos cambiasen de vez en cuando, pero la mayoría no se movían. El que más recuerdo era una primera edición, en Seix Barral, de La casa verde de Mario Vargas Llosa. Se lo había prestado un primo suyo a mi madre, y ella no había superado jamás las primeras páginas (el tedioso descenso hacia la nada de Fushía), pero el libro quedó ahí durante años, hasta que yo decidí armar una biblioteca personal y me lo llevé (y aún lo conservo). Me llamó la atención de inmediato el diseño de la carátula, que era un garabato verde. Un simple garabato, hecho con crayón gris o carboncillo, como una travesura de mi hermano o mía. Muchos años después me enteraría de que el autor de ese “garabato” era, ni más ni menos, que Antoni Tapiés. La sorpresa del garabato me llevó a abrir el libro, quizá pretender leerlo, enterarme del autor, ver su foto riendo en la solapilla, enterarme de que vivía en España. Ese libro representó para mí la infancia, la época en la que pensaba que mis padres leían mucho, el deseo de seguir con esa tradición de buenos lectores. No pude, desde luego, a esa edad, leer La casa verde, aunque sin duda lo intenté varias veces. Pero sí sostuve el libro en mis manos muchas veces y mi memoria, otra vez mentirosa, quiere recordar una foto en la que mi hermana toma el biberón, con las piernas dobladas, y yo tengo cogido el libro como si lo estuviese leyendo.

Mario Vargas Llosa ya era un nombre conocido para mí, y muy admirado y respetado, cuando ingresé a secundaria, en marzo de 1980. Ya había ganado todo lo que debía ganar y yo lo admiraba profundamente, aunque solo hubiese leído sus cuentos. Su fotografía no me resultaba extraña y su nombre, que solía aparecer en los suplementos culturales, me sonaba siempre conocido. Mi padre era un coleccionista de libros (que no leía) y había comprado una colección de autores peruanos editada por Peisa, una biblioteca de tapas azules con listones de diversos colores, cuyos títulos eran escogidos muy azarosamente según creo (y no discriminaban poetas, ensayistas, novelistas y cuentistas). La virtud de esa biblioteca de autores peruanos fue adoptar escritores de la generación de los 50, e incluso menores, además de hacer antologías de cuentistas como Julio Ramón Ribeyro o Carlos Eduardo Zavaleta. También apareció ahí un título de Mario Vargas Llosa: Los jefes/ Los cachorros. Habían integrado ambos libros para hacer un solo volumen. Leí el libro y finalmente pude sentirme identificado con los personajes de Los jefes, que antes me parecían apátridas. Ahora resultaban limeños típicos, como yo. Pero lo que realmente me impactó fue Los cachorros. Apenas demoré unos minutos de incertidumbre antes de darme cuenta de que se mezclaban dos narradores, uno colectivo en primera persona, y uno en tercera persona, omnisciente. La historia me sedujo de tal forma que superé el tema del intercambio de narradores y devoré la novela, sintiéndome conmovido por el drama de Pichulita Cuéllar, y enamorado de la muchacha imposible y de nariz respingada, Teresita (que en la versión original la llamaban “potoncita” pero por error tipográfico acá la calificaban de “patoncita”, un adjetivo que me seducía muchísimo porque me la imaginaba de andar torpe, como de pato, y la torpeza femenina siempre ha sido una debilidad mía).

Leí varias veces Los cachorros y alguna vez lo comenté a mis padres. Ellos no lo habían leído pero avivaban mi deseo por la lectura. Buscaron nuevos libros de Vargas Llosa para comprarme y así conseguí una edición de bolsillo de La ciudad y los perros, que también leí apasionadamente. Otra vez surgió en mí la identificación con el barrio de Miraflores y con la juventud de los protagonistas, aunque a decir verdad esa identidad era más bien extraña porque mi barrio era el clasemediero San Miguel, muy lejos de la Miraflores de clase media alta, y mi colegio era mixto y bastante poco atractivo literariamente, nada que ver con el Champagnat de Los cachorros o el colegio militar Leoncio Prado de La ciudad y los perros. Las menciones a la música de Pérez Prado me dejaban intrigado (me llevaban hacia el mundo de mis padres), pero cuando anotaba el nombre de una calle, de un restaurante o de un parque, sí podía verme en ellos comprando un helado, esperando a una novia para ir al cine, conversando con amigos de barrio o de colegio (amigos que, por cierto, no tenía en aquellos años).

Recuerdo claramente mi primera pelea literaria, dedicada a Vargas Llosa. Unos vecinos nos habían invitado a un picnic en algún club campestre, y yo me llevé un libro para leer durante el camino y, por qué no decirlo, también durante el picnic, porque ser fóbico social es lo único que he sabido ser constantemente en mi vida. La amiga de mi madre, que me conocía desde bebe, se sorprendió al verme apartado de todos leyendo un libro y decidió buscarme conversación.

¿Te gusta la lectura?, me dijo.

Sí, me gusta mucho, solo quiero leer toda mi vida.

A mí también me gusta leer, sobre todo antes de dormir.

Yo antes de dormir leía muchísimo, demasiado, en una carrera extravagante por leer un libro al día. No comprendo por qué tenía esa obsesión. Uno al día. Lo logré eventualmente con algunos (recuerdo una biografía de Napoleón) pero igual, leer a carreras era usual en esos años.

No le dije nada de eso a la vecina.

Ella no se dio por vencida y me preguntó cuál era mi autor favorito.

Sin dudar, pronuncié el nombre de Mario Vargas Llosa.

Los ojos de la señora se desorbitaron. “¿Vargas Llosa?” “¿Cómo era posible que Vargas Llosa fuera una lectura, ya no favorita, sino probable?” Ella dijo que jamás, jamás había leído uno de sus libros. Que alguna vez lo intentó pero quedó impresionada por la cantidad de malas palabras y vulgaridades que había en cada página. Definitivamente, no era un buen autor y era un desperdicio que yo lo leyese, habiendo tantos escritores con valores positivos.

Mi defensa de Mario Vargas Llosa fue heroica, quijotesca, por inútil. No iba a hacerla cambiar de opinión jamás. Pero le di mil argumentos a favor de la calidad de sus novelas, de sus personajes inolvidables, de su complejidad estructural. Nada de eso valía como argumento para defender a aquel cuya frase más célebre incluye la palabra “jodió”. Nunca más escuché un argumento semejante contra Vargas Llosa (hasta que hace poco leí las objeciones que los censores españoles franquistas le pusieron a sus primeros libros) pero la buena señora, en su ira, trajo a la mesa otro argumento que sí lo he oído innumerables veces: que Vargas Llosa y sus lisuras y argumentos degenerados lo que hacía era insultar al país. No solo porque un peruano fuera tan grosero sino porque, según sabe, siempre deja mal a los peruanos en sus libros, como seres grotescos, lisurientos, aberrantes sexuales, delincuentes, marginales, pobretones, rateros, dictadores y, por su fuera poco, maricones.

Muchas veces he oído ese argumento: que Vargas Llosa hace quedar mal al Perú. Lo he oído respecto de sus novelas y también respecto a sus declaraciones políticas, a raíz de su candidatura presidencial. Cuando luego del golpe pidió que se cierren las fronteras a la dictadura fujimorista, se le consideró un traidor. Pero ya antes se le había llamado así, cuando escribió La tía Julia y el escribidor y según muchos “traicionó” a su primera esposa al contar, con pelos y señales, su historia de amor. Una historia de amor absolutamente idílica, hay que decirlo, con un personaje como Julia convertido en una mujer enamorada, decidida y capaz de romper con los moldes sociales de la época, es decir entrañable. Cuando luego supe, por el libro que Julia Urquidi escribió para contrarrestar el de Vargas Llosa, que lo que más le afectó a la tía Julia fue que Vargas Llosa confesase que tuvieron por primera vez relaciones sexuales horas antes de que llegase el cura, es decir sin estar casados, descubrí que detrás de ese personaje entrañable que había retratado Vargas Llosa había una mujer vencida por las convenciones sociales y un rencor, difícil de tragar, por haber sido traicionada por su sobrina. Una mujer que exigía para sí misma el haber convertido a Vargas Llosa en escritor, aunque su convivencia (y por tanto, su influencia) solo se limitó a la escritura y edición de La ciudad y los perros. Difícil compaginar a Julia Urquidi (ella sí bastante chismosa y mala onda en su libelo Lo que Varguitas no dijo) con la encantadora tía Julia de la novela de Vargas Llosa.

Defender a Mario Vargas Llosa de los ataques de esa vecina solo hicieron que mi admiración y respeto hacia él se afianzaran. Había dejado de ser mi escritor favorito y se había convertido en mi ídolo. El no solo escribía estupendas novelas, sino que además era perseguido, acosado, insultado, por aquellas personas que no podían soportar el éxito ajeno. Y aquel odio parecía ser el combustible para seguir triunfando y escribiendo novelas extraordinarias. Cuando me enteré de algunos datos biográficos, como la historia con su padre o los primeros años de pobreza o el triunfo durante el Boom, quedé fascinado por el personaje Vargas Llosa casi tanto como por el escritor. Cuando en cuarto de secundaria me tocó estudiarlo en el colegio, me había leído casi todas las novelas y ensayos que habían aparecido suyas en ese año (1984) y conocía mejor que nadie (mejor desde luego que la profesora de literatura) todo lo que concernía a Vargas Llosa. Tenía además una foto suya, recortada del diario, en mi mesa de noche (al lado de la de Mario Kempes, el otro de mis ídolos de adolescencia) y el deseo, aun imposible de ser proferido en voz alta, de ser como él. No solo un triunfador, sino sobre todo un escritor.

Curiosamente, cuando empecé a escribir no sentí la influencia de Vargas Llosa. Mis temas no se parecían a los suyos, yo no era un escritor “topográfico” y tampoco me consideraba un escritor que quisiera escribir sobre el Perú. Cuando escribí mi primera novela, la influencia fue la de un cura que escribía novelas de adolescentes bajo el nombre de Francisco Finn. Olvidable. Cuando empecé a escribir mis cuentos, la influencia más notable fue la de Juan Carlos Onetti, cuyo libro de cuentos de poco más de 100 páginas demoré en leer casi seis meses, internándome en ese mundo escabroso con entusiasmo pero también con agonía, pues muchas veces me daba cuenta de que la página que leí ayer no la recordaba al día siguiente. Cuando en 1985 leí Lolita, supe exactamente qué clase de escritor quería ser. El modelo Vargas Llosa y sus complicadas estructuras me importaban menos que la prosa inteligente y pulida de Nabokov. Los cuestionamientos por la identidad o por el poder no me atraían tanto, como autor, como las lobregueces y el escepticismo de Onetti. Cuando leí aquella épica narrativa La guerra del fin del mundo por primera vez, además del prólogo que le dedicó a Tirante el blanco, supe que yo jamás sería un escritor como Mario Vargas Llosa, ni lo intentaría, aunque la admiración por su obra seguía intacta.

Sin embargo, la influencia más notable seguía en mí de manera inconsciente. Mario Vargas Llosa era el único escritor cuya vida yo podía seguir, el único modelo real de escritor al que podía acceder, lejos de las borracheras putañeras de Onetti y de las petulancias eruditas de Nabokov. Mario Vargas Llosa era el escritor que yo también podía ser. Era peruano, era sobrio, tenía una familia, escribía en un escritorio con ventanas anchas que daba al mar de Barranco, y cuando no estaba escribiendo se dedicaba a leer y a hablar de libros y autores.

Por ello, durante mi último año escolar, decidí tomar a Vargas Llosa como cábala. Soy muy supersticioso, demasiado supersticioso (y no temo admitirlo pues parte de mi superstición implica declarar en voz alta, siempre que puedo, que soy supersticioso). Estando en quinto año de secundaria, había decidido que quería estudiar derecho (como Vargas Llosa) y dedicarme a la diplomacia (para viajar como Vargas Llosa), robándole tiempo a mis labores diplomáticas para escribir novelas. En realidad, todo era un plan para ser novelista. Ahora, los jóvenes que se inician en la literatura no necesitan planes para ser escritores, simplemente declaran serlo y lo son. Pero en mis años de adolescencia, a mediados de los 80, y a pesar del éxito de Vargas Llosa, uno siempre pensaba que tenía que tener un plan de contingencia y no declararse escritor así nomás, aunque fuese lo único que uno quería ser.

Dentro de mi superstición, se me ocurrió una muy extraña durante mi último año de colegio. Debía tratar de ir todos los días a la casa de Vargas Llosa, la antigua casa de Barranco, antes de que la convirtiesen en edificio, y mirar por la ventana del segundo piso, que yo sospechaba era su escritorio. Iba todos los días y la cábala era: Si aparece Vargas Llosa, si logro verlo aunque sea un segundo, seré escritor.

Fui durante meses.

Nunca apareció.

Sin embargo, la persistencia, la terquedad, la supersticiosa insistencia de ir a ese lugar y esperar esa aparición “milagrosa” me enseñó un lección literaria inolvidable. La lección que durante años Vargas Llosa le ha estado enseñando a los escritores jóvenes de todo el mundo: persistir.

En literatura no suelen ocurrir milagros ni cumplirse supersticiones, y por eso la ventana de Vargas Llosa estuvo vacía para mí durante todos esos años. Ahora la cábala ha desaparecido, aunque tengo la suerte de conocer personalmente a Vargas Llosa, quien ha sido muy generoso conmigo y mi carrera siempre. Cuando lo vi por primera vez directamente la superstición había desaparecido. Quedaba la vocación.

Y es que lo más importante que me ocurrió en esos años de formación fue ir hasta Barranco y pararme bajo esa ventana, esa ilusión adolescente, ese acto estrafalario y crédulo, que se fue convirtiendo en un deseo real y concreto. No lo sabía, pero me estaba probando como escritor bajo la ventana de Vargas Llosa. Y detrás de la frustración de no poder verlo entonces, crecía la decisión, cada día más férrea, de dedicarme a escribir siempre.

Y así ha sido hasta ahora.

Escrito en Lecturas Turia por Iván Thays

2 de mayo de 2014

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Siete por ocho, cincuenta y seis. Este es el 

número  de  ventanas que tenía un edificio 

de  Varsovia.  Dormí  junto  a  una de esas 

ventanas.  En Washington  y  en Budapest 

también descubrí otros edificios que tenían 

cincuenta y seis ventanas.  Pero  no dormí 

dentro.  Es  fácil contar las ventanas de un 

edificio.  Y  las  personas  que se asoman. 

Lo  que  no es fácil es contar las ventanas 

que hay en cada persona. Y no hablo de lo 

irreversible.

 

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Sanmartín

2 de mayo de 2014

La aparición de La edad de oro y El perro andaluz señalan la primer irrupción deliberada de la poesía en el arte cinematográfico. Las nupcias entre la imagen fílmica y la imagen poética, creadoras de una nueva realidad, tenían que parecer escandalosas y subversivas. Lo eran. El carácter subversivo de los primeros films de Buñuel reside en que, apenas tocadas por la mano de la poesía, se desmoronan las fantasmales convenciones (sociales, morales o artísticas) de que está hecha nuestra realidad. Y         de esas ruinas surge una nueva verdad, la del hombre y su deseo. Buñuel nos muestra que ese hombre maniatado puede, con sólo cerrar los ojos, hacer saltar el mundo. Esos films son algo más que un ataque feroz a la llamada realidad; son la revelación de otra realidad humillada por la civilización contemporánea. El hombre de La edad de oro duerme en cada uno de nosotros y sólo espera un signo para despertar: el del amor. Esta película es una de las pocas tentativas del arte moderno para revelar el rostro terrible del amor en libertad.

 

Un poco después Buñuel exhibe Tierra sin pan, un film documental que en su género es también una obra maestra. En esta película el poeta Buñuel se retira; calla, para que la realidad hable por sí sola. Si el tema de los films surrealistas de Buñuel es la lucha del hombre contra una realidad que lo asfixia y mutila, el de Tierra sin pan es el del triunfo embrutecedor de esa misma realidad. Así este documental es el necesario complemento de sus creaciones anteriores. El las explica y las justifica. Por caminos distintos Buñuel prosigue su lucha encarnizada con la realidad. Contra ella, mejor dicho. Su realismo, como el de la mejor tradición española –Goya, Quevedo, la novela picaresca, Valle-Inclán, Picasso- consiste en un despiadado cuerpo a cuerpo con la realidad. Al abrazarla, la desuella. De allí que su arte no tenga parentesco alguno con las descripciones más o menos tendenciosas, sentimentales o estéticas, de lo que comúnmente se llama realismo. Por el contrario, toda su obra tiende a provocar la erupción de algo secreto y precioso, terrible y puro, escondido precisamente por nuestra realidad. Sirviéndose del sueño y de la poesía o utilizando los medios del relato fílmico, el poeta Buñuel desciende al fondo del hombre, a su intimidad más radical e inexpresada.

 

Después de un silencio de muchos años, Buñuel presenta una nueva película: Los olvidados. Si se comparan a esta cinta las realizadas con Salvador Dalí, sorprende sobre todo el rigor con que Buñuel lleva hasta sus límites extremos sus primeras intuiciones. Por una parte, Los olvidados representan un momento de madurez artística; por la otra, de mayor y más total desesperación: la puerta del sueño parece cerrada para siempre; sólo queda abierta la de la sangre. Sin renegar de la gran experiencia de su juventud, pero consciente del cambio de los tiempos – que ha hecho más espesa esa realidad que denunciaba en sus primeras obras-, Buñuel construye una película en la que la acción es precisa como un mecanismo, alucinante como un sueño, implacable como la marcha silenciosa de la lava. El argumento de Los olvidados – la infancia delincuente- ha sido extraído de los archivos penales. Sus personajes son nuestros contemporáneos y tienen la edad de nuestros hijos. Pero Los olvidados es algo más que un film realista. El sueño, el deseo, el horror, el delirio y el azar, la porción nocturna de la vida, también tienen su parte. Y el peso de la realidad que nos muestra es de tal modo atroz, que acaba por parecernos imposible, insoportable. Y así es: la realidad es insoportable; y por eso, porque no la soporta, el hombre mata y muere, ama y crea.

 

La más rigurosa economía artística rige a Los olvidados. A mayor condensación corresponde siempre una más intensa explosión. Por eso es una película sin “estrellas”; por eso, también la discreción del “fondo musical”, que no pretende usurpar lo que en el cine la música le debe a los ojos; y finalmente, el desdén por el color local. Dando la espalda a la tentación del impresionante paisaje mexicano, la escenografía se reduce a la desolación sórdida e insignificante, más siempre implacable, de un paisaje urbano. El espacio físico y humano en que se desarrolla el drama no puede ser más cerrado: la vida y la muerte de unos niños entregados a su propia fatalidad, entre los cuatro muros del abandono. La ciudad, con todo lo que esta palabra entraña de solidaridad humana, es lo ajeno y extraño. Lo que llamamos civilización no es para ellos sino un muro un gran No cierra el paso. Esos niños son mexicanos pero podrían ser de otro país, habitar un suburbio cualquiera de otra gran ciudad. En cierto modo no viven en México, ni en ninguna parte: son los olvidados, los habitantes de esas waste lands que cada urbe moderna engendra a sus costados. Mundo cerrado sobre sí mismo, donde todos los actos son circulares y todos los pasos nos hacen volver a nuestro punto de partida. Nadie puede salir de allí, ni de sí mismo, sino por la calle larga de la muerte. El azar, que en otros mundos abre puertas, aquí las cierra.

 

La presencia continua del azar posee en Los olvidados una significación especial, que prohíbe confundirlo con la muerte. El azar que rige la acción de los héroes se presenta como una necesidad que sin embargo, pudiera no haber ocurrido. (¿Por qué no llamarlo entonces con su verdadero nombre, como en la tragedia: destino?) La vieja fatalidad vuelve a funcionar, sólo que despojada de sus atributos sobrenaturales: ahora nos enfrentamos a una fatalidad social y psicológica. O, para emplear la palabra mágica de nuestro tiempo, el nuevo fetiche intelectual: una fatalidad histórica. No basta, sin embargo, con que la sociedad, la historia o las circunstancias se muestren hostiles a los héroes; para que la catástrofe se produzca es necesario que esos determinantes coincidan con la voluntad de los hombres. Pedro lucha contra el azar, contra su mala suerte o mala sombra, encarnada en el Jaibo; cuando, cercado, la acepta y la afronta, transforma la fatalidad en destino. Muere, pero hace suya su muerte. El choque entre la conciencia humana y la fatalidad externa constituye la esencia del acto trágico. Buñuel ha redescubierto esta ambigüedad fundamental: sin la complicidad humana el destino no se cumple y la tragedia es imposible. La fatalidad ostenta la máscara de la libertad; ésta, la del destino.

 

Los olvidados no es un film documental. Tampoco es una película de tesis, de propaganda o de moral. Aunque ninguna prédica empaña su admirable objetividad, sería calumnioso decir que se trata de un film estético, en el que sólo cuentan los valores artísticos. Lejos del realismo (social, psicológico y edificante) y del esteticismo, la película de Buñuel se inscribe en la tradición de un arte pasional y feroz, contenido y delirante. Que reclama como antecedentes a Goya y a Posada, quizá los artistas plásticos que han llevado más lejos el humor negro. Lava fría, hielo volcánico. A pesar de la universalidad de su tema, de la ausencia de color local y de la extrema desnudez de su construcción, Los olvidados posee un acento que no hay más remedio que llamar racial (en el sentido en que los toros tienen “casta”). La miseria y el abandono pueden darse en cualquier parte del mundo, pero la pasión encarnizada con que están descritas pertenece al gran arte español. Ese mendigo ciego ya lo hemos visto en la picaresca española. Esas mujeres, esos borrachos, esos cretinos, esos asesinos, esos inocentes, los hemos visto en Quevedo y en Galdós, los vislumbramos en Cervantes, los han retratado Velázquez y Murillo. Esos palos –palos de ciego- son los mismos que se oyen en todo el teatro español. Y los niños, los olvidados, su mitología, su rebeldía pasiva, su lealtad suicida, su dulzura que relampaguea, su ternura llena de ferocidades exquisitas, su desgarrada afirmación de sí mismos en y para la muerte, su búsqueda sin fin de la comunión – aun a través del crime- no son ni pueden ser sino mexicanos. Así, en la escena clave de la película –la escena onírica- el tema de la madre se resuelve en la cena en común, en el festín sagrado. Quizá sin proponérselo, Buñuel descubre en el sueño de sus héroes las imágenes arquetípicas del pueblo mexicano: Coatlicue y el sacrificio. El tema de la madre, que es una de las obsesiones mexicanas, está ligado inexorablemente al de la fraternidad, al de la amistad hasta la muerte. Ambos constituyen el fondo secreto de esta película. El mundo de Los olvidados está poblado por huérfanos, por solitarios que buscan la comunión y que para encontrarla no retroceden ante la sangre. La búsqueda del “otro”, de nuestro semejante, es la otra cara de la búsqueda de la madre. O la aceptación de su ausencia definitiva: el sabernos solos. Pedro, el Jaibo y sus compañeros nos revelan así la naturaleza última del hombre, que quizá consista en una permanente y constante orfandad.

 

Testimonio de nuestro tiempo, el valor moral de Los olvidados no tiene relación alguna con la propaganda. El arte, cuando es libre, es testimonio conciencia. La obra de Buñuel es una prueba de lo que pueden hacer el talento creador y la conciencia artística cuando nada, excepto su propia libertad, los constriñe o coacciona.

 

Cannes, 4 de abril de 1951

Escrito en Lecturas Turia por Octavio Paz

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