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31 de enero de 2014

 

 Mi primer contacto con los Meidosems tuvo lugar hace bastantes años, concretamente a mediados de diciembre de 1995, en el sur de la India. Me encontré con ellos en una librería de Pondicherry. Resultó curioso pagar en rupias por el libro, y me era grato pensar que, al atravesar aquella vez el territorio indio con una obra de Michaux bajo el brazo, añadía otra de las ya numerosas coincidencias biográficas por las que me sentía unida a aquel bárbaro de Occidente.

Los meidosems en seguida me fascinaron y, en el camino de vuelta a Benarés, emprendí una primera traducción de algunos fragmentos. Cuando decidí, recientemente, traducir la obra toda entera, volví a plantearme las preguntas a las que me pareció no haber dado respuesta satisfactoria en aquél momento. ¿Qué eran, realmente, aquellos extraños seres? Torpes a veces, imposibles, aborrecibles incluso, aunque casi siempre entrañables, también eran seres extremadamente dolientes. Filamentosos, perdidos, agitados, enloquecidos, vaciados, extremos, recordaban las figuras de Giacometti o el hombre-hilo de Ponge y si bien nunca me habían parecido el producto de una imaginación descontrolada, no acertaba, sin embargo a situarlos adecuadamente en el territorio de lo imaginario. ¿Eran realmente imaginarios los seres imaginarios de Henri Michaux? 

  A Michaux siempre le había gustado inventarse personajes y pueblos. Eran, según él mismo explicaría más tarde, especies de almohadillas interpuestas entre él y una realidad que le parecía insufrible en cualquier lugar del mundo. Inventar personajes era una manera de elaborar distancias. No hubo territorio al que viajara que no viese aparecer algún personaje. A Plume (1930), lo inventó en Turquía, a los habitantes de la Gran Carabaña (1936), en Portugal y otros lugares de Europa, a los habitantes del País de la Magia (1940), en Brasil. El caso de Ici Poddema (1945), escrito durante la segunda guerra mundial, fue un poco distinto, pues el ailleurs, el otro lugar, era la Europa ocupada. Michaux transformaba la realidad para poderla soportar, la exterior y también la otra, aquel “lejano interior” al que después viajaría y del que daría cuenta en sus trabajos con la droga. En todos estos casos, Michaux se había comportado como un etnólogo. Sus retratos eran “etnografías imaginarias”, como los denominó Jean-Pierre Martin en su biografía. Pero yo me resistía a considerar a los meidosems en un plano de igualdad con los demás seres imaginarios. Había algo que les hacía ser diferentes. Contrariamente a los que poblaban los libros anteriores, éstos no parecían tanto ser el resultado de anáforas o cualquier otro procedimiento transformativo de la realidad como la expresión de la realidad contemplada con otros ojos. Aquellos breves fragmentos me proponían la visión de un mundo que, siendo extraño, no dejaba de ser el nuestro. ¿Era ésta, ya, la descripción de algún “lejano interior”? No me cabía duda de que Retrato de los meidosems era un texto bisagra, una pieza a medio camino entre los viajes exteriores y los interiores. Pero, ¿a qué territorio se estaba refiriendo, y a qué pasaje? ¿Dónde, pues, en qué viaje habían nacido los meidosems? 

Pronto me di cuenta de que la pregunta era acertada, pero no los términos en los que la había formulado. No se trataba de dónde, sino de en qué circunstancias. Había habido viaje, sí, por supuesto, pero era el primer gran viaje para el cual Michaux no había tenido que moverse. Había traspasado fronteras, pero los territorios, oscuros, dolientes, eran interiores. 

La primera edición de los Meidosems, en efecto, data del año 1948. A principios de aquel año, la esposa de Michaux, Marie-Louise, ardió en llamas al encender un fuego en el apartamento de la rue Séguier, en Paris. Murió después de pasar un mes de dolores infernales. Michaux la acompañaba, de día, en el hospital. Por la noche caminaba de vuelta a casa, la cabeza llena de imágenes, y se ponía a pintar. Líneas, manchas, trayectorias de las que surgían cabezas, cuerpos dolientes, filamentosos, fluidos, enmarañados, confusos, retorcidos…  meidosems.    

Con estos datos, mi lectura, como se comprenderá, fue muy distinta. Coincidí con Raymond Bellour en que aquel texto, aún siendo el último de sus “retratos” tribales era,  “un viaje sin viajero, un espacio transfigurado por el dolor”. El universo de referencia, evidentemente, era nuestro mundo, y en especial, un fragmento del mismo, el del hospital, ese “polígono alambrado del Presente sin salida” donde los seres aparecen despojados de apariencia, reducidos a fluidos, a conexiones nerviosas, a filamentos. Los Meidosems somos nosotros, contemplados debajo de la piel, reducidos a estados, a nudos, a elasticidad, con impulsos que son trayectorias y estados que son núcleos. Meidosems es un retrato, sí, el nuestro.- CHANTAL MAILLARD.

 

                                                                                 

 

(Fragmentos)

 

 

La extrema elasticidad de los meidosems: he aquí la fuente de su gozo. De sus desdichas, también.

Unas balas caídas de un carro, un alambre que se balancea, una esponja que embebe, ya casi empapada, la otra vacía y seca, un vaho sobre un espejo, una huella fosforescente, miren con atención, miren. Puede que sea un meidosem. Puede que todos sean meidosems… sobrecogidos, aguijoneados, henchidos, endurecidos por sentimientos varios…

 

*

  

En el hielo, las cuerdas de sus nervios están en el hielo.

Su excursión, allí, es breve, atormentada por punzadas, por filamentos de acero en el camino de vuelta hacia el frío de la Nada.

La cabeza revienta, los huesos se pudren. En cuanto a las carnes, ¿quién piensa aún en las carnes? ¿Quién se las espera?

No obstante, vive.

El reloj avanza, la hora se detiene. El núcleo del drama, ahí está.

Sin necesidad de ir a buscarlo, ahí está.  

El mármol suda, la tarde se oscurece.

No obstante, vive…

 

*

 

 Oh, no juega para reír. Juega para aguantar, para aguantarse.

Luna que se recuelga, que se descuelga.

Se juega una canica contra un buey y pierde un camello.

¿Error? Oh, no, en el círculo fatal nunca hay errores.

No hay risas. Sin lugar para la risa. Movilizada toda entera para sufrir, para aguantar.

La tina de lágrimas está llena hasta los topes.   

 

 

*

 

 Se han puesto guantes para el encuentro.

Dentro del guante, hay una mano, un hueso, una espada, un hermano, una hermana, una luz, depende de los meidosems, de los días, del azar.

Dentro de la boca hay una lengua, un apetito, palabras, una ternura, el agua en el pozo, el pozo en la Tierra. Depende de los meidosems, de los días, del azar. 

En la catedral de la boca de los meidosems también izan pabellones.

 

*

 

   Flujos de afectos, de infección, flujos de sufrimiento residual, caramelo amargo de antaño, estalagmitas formadas lentamente, con esos flujos camina, con ellos aprehende, miembros esponjosos nacidos del cráneo, atravesados por miles de pequeños flujos transversales que llegan hasta el suelo, extravasados, como de sangre que reventase las arteriolas, pero no es sangre, es la sangre de los recuerdos, del alma traspasada, la frágil cámara central, luchando en la estopa, es el agua enrojecida de la vena memoria fluyendo sin propósito, pero no sin causa en sus tripas pequeñas que hacen aguas por doquier; ínfima y múltiple descomposición.

Un meidosem estalla. Mil venillas de su fe estallan en él. Vuelve a caer, se derrama y se extravasa en nuevas penumbras, en nuevos estanques.

Qué difícil es caminar así…

 

*

 

    ¿A qué paisaje meidosem podría faltarle las escaleras? Por todas partes, hasta el horizonte, escaleras, escaleras… y por todas partes, cabezas de meidosems encaramados a ellas.

Satisfechas, molestas, ardientes, inquietas, ávidas, valientes, serias, descontentas.

Los meidosems de abajo que circulan entre las escaleras trabajan, mantienen una familia, pagan, pagan a acreedores de toda clase que llegan sin cesar. De ellos se dice que no padecen la llamada de la escalera.

 

 

 

(Fragmentos del libro Retrato de los meidosems, de Henri Michaux. Traducido y seleccionado por Chantal Maillard, será próximamente publicado por la editorial Pre-Textos)

 

                                                                      

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Henri Michaux

Querido Antonio: ahora,

de madrugada, necesito decirte que he mirado

con pena fraternal tu rostro, allí, aquí, sonando

qué silenciosamente en Los Cuadernos de Música

y he visto cómo llorabas por los ojos:

dulcemente y contagiosamente…

¡Ah! ¿Resulta entonces que éramos ¡entonces!

absolutamente felices

robándome tú a mí prestado para siempre un Lester Young

y yo prestándote esa joya,

sabiendo que ya era tuya sin apelación para toda la vida,

y Paca iluminando el cuartito de casa

con su sonrisa a la vez laboriosa y fulminante,

y Josemari Guelbenzu afelpándonos con su austera pasión

como si nos alojase con cortesía palaciega

en uno de sus invisibles paraguas británicos?

¿Resulta, Antonio, judío llorón, que éramos felices

y no tuvimos el arrojo de aceptarlo con humildad

como corresponde entre damas y caballeros?

 

Yace la vida envuelta en alto olvido, leche!

 

¿Y ahora, Antonio, hermano lágrima de música?

¿Y si al creernos desdichados o adultos (¡Santodiós!)

estuviéramos equivocándonos como grandes autofarsantes

y mañana, así que pasen quince años,

resulta que caemos en la cuenta

de que somos felices esta noche enigmática

mientras lloras por los dos ojos

hasta empapar Los Cuadernos de Música

y yo me acongojo, como Vallejo se encebolla?

 

¿No será que casi siempre somos felices

y,  par darnos cuenta, tan sólo nos hace falta

un poco de distancia, o sea, juntar las ovejas,

ordeñar la memoria, y bebernos la leche recién calentita,

y limpiarnos la espuma en los morros

como dizque con el dorso de la mano se retira una lágrima?

 

¡Y yo qué sé!

 

Lo que sí entiendo, ahora, a las cuatro,

en esta madrugada gentil que camina con los piececitos desnudos,

y a la cabecera de mi radiocasette,

es que he escuchado mi The Koln Concert de Keith Jarrett,

y luego, varias veces, Don’t cry Rochelle

labiado por Gato Barbieri, y que te brindo esta hora,

por aquellos tiempos, y por cuanto, fugitivo,

permanece y dura, y por la soledad, la lluvia,

los caminos por donde nos perdimos y por donde,

fíjate vos, nos encontramos esta madrugada.

 

A la que beso ambas mejillas.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Félix Grande

31 de enero de 2014

 

A Francisco Lira

 

 

 

 

 

 

La soledad, la lámpara, la mesa,

aquí el recado de escribir dispuesto.

¿Es eso compañía?

Quizá la solución sea el amor.

¿Y como se ama?

¿Lo supe alguna vez y lo olvidé?

Quizá nunca lo supe y ahora me doy cuenta.

Escribí libros de poesía.

Quise decir palabras bellas y a la vez verdaderas.

Pues el tiempo se acorta,

¿irreal fue mi vida, humo dormido, niebla?

Amargo es despertar, malgastado el pasado

si quedan menos horas

y en éstas sólo ves vacío.

¿Qué te dicen los años?:

Araña con tu pluma tu presente

y pon verdad

para que así ilumine tu pasado el futuro.

¿Dónde la compañía?

La soledad, la lámpara, la mesa

he aquí el recado de escribir dispuesto.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Ortiz

30 de enero de 2014

1. Subasta

 

Manuel y yo ayudábamos a llevar cuadros en una subasta de arte. Habían venido a Huesca unos marchantes con un camión lleno de cuadros, un camión con matrícula de Pamplona. Durante unos días habían tenido los lienzos expuestos en un salón del hotel Pedro I; un cartel anunciaba la subasta ahí mismo para el viernes. El hombre que parecía llevar la voz de mando nos detuvo a Manuel y a mí en una acera del hotel, nos llamó “chavales”. Nos propuso entonces que hiciésemos para él de mozos de subasta. Cuando llegó el viernes nos hizo vestir unos jerséis blancos de cuello alto y nos dio las instrucciones de cómo debíamos sostener delante del público las obras de arte. El efecto de los ayudantes uniformados, cierta ceremoniosidad, trataban de dar lugar a una sugestión entre el público, de envolver de prestigio aquellos cuadros. El acompañante joven del hombre que llevaba la voz de mando se descalzaba detrás de una tela grande para inyectarse heroína en el tobillo. La mujer del hombre de la voz de mando nos repetía durante la subasta los números de los lotes que debíamos sacar, las marinas de acuarela, los paisajes de labranza, las muchachas de caras sucias. De vez en cuando nos hacía mostrar un cuadro de precio muy alto por el que nadie pujaba, pero que, de algún modo, después de la venta seguida de láminas de baratillo y lotes de oferta, volvía a levantar entre los asistentes una ilusión de lujo, cierta convención de gran subasta, de participar, aunque sólo fuese con el estar ahí, de un mundo al que no se pertenecía.

 

Manuel iba a clases de yudo. Huesca era, según la estadística, la ciudad con menos delincuencia de España. Manuel pensaba que en otras ciudades, quizá en Pamplona, podrían servirle un día, por sorpresa, sus conocimientos de artes marciales. El hombre de la voz de mando, cuando todavía no bebíamos cerveza, nos hizo servir dos cañas en la barra y nos pagó lo acordado. A la mañana siguiente ayudamos a volver a cargar los cuadros en el camión. El ayudante joven del hombre de la voz de mando no tenía sitio en la cabina, acomodaba su cuerpo duro de drogadicto en la penumbra de la carga, entre las molduras doradas de los marcos. Manuel se quedó junto al camión hasta el último momento, aunque nadie le ofreció subir e irse.

 

2. Boda

 

En el banquete de boda de mi prima Merche cantaban los tunos. Abadías decía que en el hospital donde trabajaba su padre se guardaba una colección de envases y objetos extraídos de los anos. Mi prima Merche hizo su banquete de boda en un restaurante de la carretera de Ayerbe. Era el mismo restaurante en el que, unos meses antes, se detuvieron los padres de Blasco para avisar de que les había sobrevolado un ovni. El tuno de la pandereta raspaba el parche con el dedo, ponía la mano en forma de pistola. De pronto, el tuno daba de tacón un golpe seco al instrumento, como un disparo, mientras apuntaba a un comensal. Ya se encendían los puros. En el fondo de una mesa, con sueño, la hermana pequeña de mi prima Merche ensayaba su compromiso con el anillo de las vitolas. Fuera, junto al aparcamiento, se reconocían en el fondo sucio de un arcón las latas atadas otras tardes a los coches de los novios.

 

Abadías decía que en el hospital donde trabajaba su padre había un encargado de cerrar la boca de los muertos con una sutura, y de adecentarlos. A veces el propio Abadías, siguiendo la broma, mandaba callar con el gesto rápido del que se da dos punzadas sobre los labios. Los tunos se balanceaban a un tiempo; a sus pies, el de la pandereta animaba el cuadro con ejercicios de evocación rusa. En el papel de una servilleta de este restaurante dibujaron los padres de Blasco, por primera vez, las luces del ovni que los sobrevoló. Ya tarde, ebrio del todo, el padre de mi prima Mercha fue por las mesas llamando “muertos de hambre” a los invitados. Los tunos, quizá como parte del pago, se quedaban a cenar en otro de los salones; sus capas y sus cintas, amontonadas sobre una silla, formaban un cuerpo más, negro y mudo, entre las rondas de chistes de la comparsa.

 

Los novios abandonaron por fin el salón. El novio, también claramente bebido, se llevaba consigo el cuchillo del cubierto. Lo utilizó para cortar la cuerda de latas y envases, atada todavía al parachoques. Luego, delante de los que estábamos ahí, miraba a un lado y a otro; por un momento parecía no saber qué hacer con el cuchillo, antes de tirarlo sobre la grava, como un culpable.

 

3. Interior

 

El padre de Manuel no estaba nunca en casa; su trabajo, decían, lo mantenía fuera del país. En el cuarto de estar de la casa de Manuel sonaba el teléfono. Era el padre de Manuel. En el dibujo del plato chino de ese cuarto de estar una cortesana se asomaba al agua de una pecera. Manuel, después de hablar con su padre, se iba corriendo hacia su habitación para que no le viésemos llorar. La madre de Manuel le quitaba importancia; decía: “Yo también soy de lágrima fácil”. Decía “¿Ves?”, porque alguna escena de la televisión, después de haber atendido durante un instante a la pantalla, ya le estaba humedeciendo los ojos. A un lado del pasillo, como una tumba puesta de pie, se sostenía la caja de reloj de pared, regalo del banco –mis tíos, los de la casa del pueblo, se habían hecho con otro igual-. En aquel reloj cabría el padre de Manuel. Era como si para la madre de Manuel, ahí, en el cuarto de estar, todas las películas fuesen de llorar.

 

Manuel acompañaba a su madre al cine. Yo no fui a ver Kramer contra Kramer. La madre de Manuel iba a clases de pintura. En la cocina tenía empezado el retrato de su hijo. También era aficionada a la cartomancia. Sobre el maletín cerrado de los óleos barajaba las setenta y ocho cartulinas del tarot. Durante meses tenía en el caballete el retrato esbozado de Manuel, apenas avanzaba. Entre bromas, dedicaba más tiempo a leer el futuro de los demás, también de la figura esbozada, que a tratar de continuarla. En una esquina del lienzo, como modelo, estaba sujeta una fotografía de Manuel ya un poco vieja, ya algo del pasado que no iba casi con él.

 

En la casa de Manuel sonaban varios cerrojos antes de que él o su madre abriesen por fin la puerta. La lente de la mirilla hacía ver el rellano como a través de la bola de pecera del plato chino, o una esfera de adivinación. La madre de Manuel miraba por ella antes de abrir, debíamos posar frente a la puerta durante un instante, igual que frente a una cámara, una vez y otra, hasta venir a formar una secuencia de la película patética de la casa.

 

4. Puf

 

En un último minuto la selección española de baloncesto perdía, o ganaba, contra la de otro país. Mi padre, nervioso frente al televisor, acababa entonces sentado en el borde del asiento. Mi hermano se levantaba el pijama para palmearse la tripa, repetía el estribillo de “¡Es-pa-ña!” entre desinteresado y divertido. Dentro del puf de esa sala de estar se guardaban las madejas de hacer punto de mi madre. Las dos agujas largas, clavadas en el ovillo de perlé, hacían pensar en otra antena de televisión, la antena simultánea de una emisión ciega. Mi madre, a ratos, sacaba las madejas de la oscuridad del puf y comenzaba el ese o ese de los choques de las agujas.

 

En la visita a la casa de los tíos de Madrid habíamos ido a ver el Valle de los Caídos y El Escorial. Sobre mi mesilla de noche, ya en Huesca, después de apagada la lámpara, la luz de la figurilla fosforescente del Valle de los Caídos seguía trayendo el recuerdo de las fotografías que nos habíamos hecho bajo esa escalinata de los padecimientos, del señalar hacia los nidos que habían dejado las aves en los pliegues de las estatuas gigantes de los evangelistas; de cuando la hija de mi tío el de Madrid, después de haber sido maoísta durante un año, recordó desengañada que también los chinos se dieron prisa por hacer llegar flores a aquella tumba.

 

La hija maoísta de mi tío el de Madrid llevaba prendas de hilo tejidas por su madre. A nuestro hogar, autosuficiente en jerséis y chaquetas de punto, también lo recorría, según se mirase, un aire oriental de anticapitalismo. El árbitro de la pantalla pitaba pasos contra España. Mi hermano se levantaba del sofá, desde la puerta abierta del cuarto de baño dejaba oír el chorro de la orina contra el fondo de la taza. Lao Tse, en los libros de la hija de mi tío el de Madrid, se dolía de los avances técnicos de la agricultura: ¿es que no eran ya felices con las herramientas de que disponían, las mismas que las de sus antepasados? Bajo mi cama, entre un desorden de juegos, hacía tiempo que el robot sin pilas no proyectaba transparencias de otros mundos en la pantallita del pecho.

 

5. Clásicos

 

Eloy, el profesor de dibujo, acompañaba sus clases con música clásica. Decía: “Recordad, esto es de Vivaldi”, o “Esto es de un español que se llamaba Cabezón”. Otras veces dejaba oír un fragmento conocido y preguntaba: “¿Quién sabe de qué compositor es esto?” La música clásica era el camino bueno. A veces costaba esfuerzo mantener la atención, pero había que pensar que todo lo valioso exigía algo de disciplina y de voluntad. Cabezón era un maestro del contrapunto. Eloy, en un momento de enfado, tiró el borrador de la pizarra a la cabeza de Abadías. Avisó luego a una señora de la limpieza para que acompañase al alumno hasta el botiquín. Eloy nos pedía que le tuteásemos. Volvían a sonar unos violines. “A ver, ¿de quién es esto?” Era como un concurso de televisión para chicos aventajados pero en el que nadie respondía, aún cuando se supiese la respuesta.

 

Manuel, cuando Eloy mandaba hacer dibujo libre, seguían haciéndolo geométrico, con regla y compás. Las láminas de dibujo libre de Manuel se acababan pareciendo todas a la carta de ajuste del televisor. Eloy, queriendo ser gracioso, le preguntaba a Manuel si era musulmán, por sus reparos en dibujar personas o animales. El sentido del humor de Eloy solía ser así, culto e instructivo, como su música de fondo de los grandes maestros. Manuel, en realidad, no dibujaba personas porque las hacía igual que de niño pequeño, unos monigotes por los que sentía vergüenza. Eloy, delante de todos, pidió disculpas a Abadías por lo del borrador. Después del timbre del final de clase, solo, recorría el pasillo de las aulas con su tocadiscos portátil de maletín.

 

En verano, a mediados de agosto, Manuel, Abadías y yo subíamos a las ruinas del castillo de Montearagón. Ibamos a ver estrellas fugaces. Allá la oscuridad era completa. Tumbados de cara al cielo, sentíamos el mareo de mirar al firmamento. El silencio, a ratos, parecía también algo profundo, entre el cansancio y el mirar en el reloj luminoso la hora de volver. Aunque todavía no éramos capaces de ver una estrella fugaz sin decirlo en voz alta al momento, sin señalarla y sin llevar la cuenta.

 

6. Premios

 

Manuel se quedó entre los seis primeros del campeonato de ajedrez del colegio. En su casa tenía un tablero de ajedrez de imán. Jugaba contra su padre –no mucho, sólo las veces en que venía a verle-. Nosotros no llegamos a conocer nunca al padre de Manuel. Había junto a la cama de Manuel un libro sobre el ajedrez, sacado de la biblioteca pública, y el tablero de metal. El padre estaba fuera y Manuel se adiestraba en su habitación para la siguiente partida. Quizá pensara que era un buen jugador, no admitía que hubiese perdido limpiamente su partida en el campeonato del colegio; que, sin ir más lejos, en el pasillo de las aulas, hubiese por lo menos cinco compañeros capaces de manejar las fichas mejor que él contra sus padres. En la fiesta del colegio regalaban bolígrafos de propaganda y siluetas del mapa de Aragón, también de imán.

 

Abadías ganaba un concurso de redacción, una Caja de ahorros le premiaba con un diccionario de la Real Academia Española. La hermana de Abadías le hizo una mamada a su otro hermano mayor a cambio del dinero para un concierto. El diccionario que de verdad valía era el de la Real Academia; Abadías, si lo deseaba, ya podía ser escritor. El encuadernado de piel de los dos volúmenes de la obra se recalentaba bajo la lámpara del flexo. Abadías ya no volvía a ganar ningún concurso. Durante las fiestas de San Lorenzo, apretados entre siete u ocho amigos más, acertamos luego en la diana de la feria con premio de fotografía instantánea.

 

Mi hermano y yo nos avisábamos a voces, si uno de los dos no estaba frente al televisor, cuando en la pantalla llegaba el momento de acción de la película, la secuencia bélica o de catástrofe, o cuando en el programa de conducción sobre carretera, “La segunda oportunidad”, hacían caer un coche barranco abajo antes de los consejos y las advertencias. De ese acudir corriendo hacia la televisión, del frenarnos con las manos en la curva del pasillo, fuimos dejando mi hermano y yo una huella negra sobre el empapelado.

Escrito en Lecturas Turia por Ismael Grasa

29 de enero de 2014

Ya en el colegio, Armando Lombarte se dio cuenta de que era capaz de leer en la mente de los demás, y desde entonces esa suerte de don no hizo sino ir en aumento. Al principio no le había resultado tan fácil como lo fue después: conseguirlo le exigía una gran concentración, lo cual solía dejarlo exhausto y dolorido, como si hubiera hecho un esfuerzo impropio para sus años, pero con el transcurso del tiempo lo fue logrando con menos dificultad. Leía los pensamientos de sus profesores y de sus compañeros, conocía las preguntas que le iban a formular cuando se dirigían a él, y en su casa no hacía falta que su padre, su madre y su hermana (seis años mayor que él y a quien adoraba) abrieran la boca para saber qué iban a decirle. Ese descubrimiento le excitó porque le hacía sentirse diferente, mas llegó un momento (prolongado hasta su adolescencia) en que se hastió de su poder porque le distraía del placer de otros hallazgos y otras dedicaciones, y se esforzó por olvidarlo. Sin embargo, cuando estaba a punto de cumplir catorce años la conciencia de su don volvió a absorberlo, pues le era útil en su trato con las chicas; sabía lo que pensaba cada una de cuantas se relacionaban con él y, lo que era aún más importante, conocía cuándo mentían y cuándo decían la verdad, así como la opinión que les merecía (coincidían en pensar que era «un chico extraño»); leyendo como leía sus pensamientos, se percataba con regocijo de cuándo se hallaba ante una chica vanidosa, fútil (en la mayor parte de las ocasiones), o ante otra que pretendía adoptar una actitud personal frente a la vida y tenía ideas propias, no adocenadas. Las deslumbraba siempre que le preguntaban por algo, fuera lo que fuese, ignorantes de que leía en ellas las respuestas con la misma nitidez con que veía sus cabellos, sus orejas, sus ojos, su nariz y su boca. No se trataba de que entrara en algún lugar y supiera en el acto lo que estaban pensando las personas congregadas en él, sino de que en cuanto se situaba junto a una de ellas y la miraba, los pensamientos de ésta afluían a su mente como propios. Aunque más de una vez estuvo tentado de dar a conocer a los otros su don, efectuar demostraciones públicas de su poder, supo guardarse el secreto porque eso le hacía sentirse mejor, más poderoso, y se negaba a convertirse en un fenómeno de feria o en una atracción de salón que llevara al extremo la antigua doctrina del profesor Mesmer.

   Es lógico que su existencia no fuese como las de quienes lo rodeaban: vivía inmerso en una especie de juego continuo, más excitante a medida que iban transcurriendo los años, pero que también le parecía insuficiente cuando se percataba de sus límites: la mente humana no le bastaba, por ser demasiado previsible. Deseaba ir más lejos, aprovechar su don para conocer secretos que le estaban vedados, y, de esa manera, cultivando un estado de perpetua abstracción, se convirtió en un «chico extraño» (como lo habían definido las chicas), en un «joven viejo» (así lo llamaban ahora). Quería penetrar en el fondo de todas las cosas cuando las miraba, posar sus ojos sobre un libro y conocer su contenido de principio a fin, mirar las estrellas y ser testigo ocular de su fuego, observar la cara visible de la luna y divisar también la oculta, estar ante una catedral o un palacio renacentista y enterarse al momento de cómo fue construido y de los secretos que encerraba, admirar un cuadro o una escultura y saberlo todo sobre ellos, más allá de lo que pudieran ver en esas obras los críticos de arte (un deseo que fue en aumento durante un viaje a Florencia, Siena y Arezzo, y más al ver en esta última ciudad los frescos de Piero Della Francesca, el llamado ciclo de la Vera Cruz), mientras apretaba los puños y los dientes hasta hacerse daño con el fin de comprobar si era capaz de transgredir las fronteras del tiempo y penetrar en el pensamiento de sus constructores y sus pintores, como si los edificios, los cuadros y las esculturas que surgían ante él en las galerías y en la penumbra de los templos tuvieran una mente igual que los seres humanos. Al no lograrlo, trató de consolarse diciéndose que habría sido un don excesivo, mas eso introdujo en él mayores inquietudes con respecto a sus coetáneos y se dedicó con mayor intensidad a leer sus pensamientos y, yendo todavía más lejos, a experimentar si podía analizar sus sensaciones como si fueran propias, pero continuó sin hablarle a nadie sobre su poder.

   A una atractiva joven con la que salió durante dos semanas le dijo que no se preocupara tanto por no haber encontrado aún su identidad sexual, atraída como se sentía más por las mujeres, a lo que ella reaccionó con un perplejo «¿cómo lo sabes?», para luego sonrojarse y alejarse de él para siempre. A un amigo de infancia le recomendó que dejara de sustraer dinero de la caja de su padre, en cuya empresa trabajaba, si quería olvidarse de sus sentimientos de culpabilidad a la hora de gastar el fruto de sus robos. No volvió a verlo nunca más.

   Hasta entonces, un atávico pudor le había impedido ejercer su poder con sus padres y su hermana, y por ello evitaba mirarlos de frente, ganándose los epítetos de huidizo, antipático e insociable. No habría soportado conocer sus pensamientos, penetrar así en los complejos laberintos de una intimidad que sólo a ellos pertenecía, ni saber qué opinión les merecía aparte de aquellos calificativos. Por esa razón procuraba pasar en casa el menor tiempo posible, mantenerse lejos de un espacio, unos colores y unos olores que le remitían a los días de su niñez, cuando aún estaba en condiciones de controlar el juego.

   Todo eso cambió cuando su hermana, Carlota, cayó enferma. No fue una enfermedad repentina, sino que se fue manifestando progresivamente hasta que se vio obligada a guardar cama. Su sonrosada piel se tornó del color de la ceniza y el fulgor de sus ojos se hacía opaco conforme avanzaban los días y el otoño iba al encuentro del invierno. Los médicos diagnosticaron leucemia y Armando  sintió que algo se desgarraba en su interior, hasta el extremo de que empezó a perder peso y sus ojos y su piel se fueron asemejando a los de Carlota. Sus padres, preocupados pese a que aseguraba no sentirse enfermo, le pidieron que fuera al médico, pero tanto la primera consulta como las otras que hicieron «con el fin de asegurarse» revelaron que no padecía ninguna enfermedad salvo una fatiga mental.

   Armando no solía pensar en la muerte salvo como en un hecho estético que salía a su paso ocasionalmente en los libros que leía, en ciertos cuadros que admiraba y en los escasos filmes que veía, pues no le agradaba sentarse en las oscuras salas de proyección. Sin embargo, desde que la enfermedad de Carlota impuso su sombra en la casa, la muerte ocupó un lugar destacado en su vida. A diferencia de sus padres y de su hermana, tampoco había sido una persona religiosa ni aun en su niñez, cuando era más influenciable y estaba más abierto a estímulos externos. Se consideraba ateo antes que agnóstico, y el hecho de que la idea de la muerte empezara a abrirse paso con frecuencia entre sus pensamientos hizo nacer en él una curiosidad morbosa por el final de la existencia humana. Estaba convencido de que no había nada más allá de la muerte, como no lo había antes del nacimiento, pero le obsesionaba saber qué se sentía en el tránsito de la luz a la oscuridad o, mejor todavía, hacia el vacío, porque la oscuridad ya habría sido algo. ¿Se daría cuenta el que iba a morir de cómo perdía sus conexiones sensoriales con el mundo? ¿Percibiría de alguna manera el vacío que lo esperaba cuando sus ojos se cerraran para siempre, antes de perder hasta el mínimo hilo de actividad mental? Si era así, ¿sufriría? ¿Qué sentiría una persona religiosa si la muerte le revelaba, antes de engullirlo del todo en la nada, que no existían paraíso ni infierno, luego de haber practicado la doctrina de la Iglesia a lo largo de toda su vida? No quería comprobarlo por sí mismo, lo cual le hizo eludir la tentación del suicidio, entre otras cosas porque la experiencia ya no le serviría para nada y lo que le interesaba era recordar sus sentimientos en ese trance.

   Cierta noche de insomnio, dando vueltas en la cama se le ocurrió una idea que en un primer momento le pareció monstruosa y después apasionante. Si era capaz de leer las mentes de los demás, ¿no podría conseguir también, de la misma forma, instalarse en ellas aunque fuera temporalmente y vivir las experiencias de los otros?, ¿no podría ocupar cuando quisiera la mente de su hermana? Se estaba cumpliendo el plazo de vida que los médicos le habían concedido a Carlota y, a juzgar por el aspecto de ésta, su final no debía de estar lejano. Pero lo que en modo alguno deseaba era salir vencedor en la prueba y experimentar él mismo los sufrimientos de la enferma, la cual se consumía a ojos vista instalando en la mente de Armando un insoportable dolor: sólo lo haría, pensó, si con eso ayudaba a aliviarlos; otra cosa sería intentarlo en el momento de la muerte.

   Decidió empezar haciendo la prueba con otras personas, aun sabiendo que disponía de muy poco tiempo. El primer día frecuentó lugares abarrotados, venciendo el rechazo que le inspiraba cada vez más estar rodeado de gente, para detectar a su alrededor unas mentes más propensas que otras a dejarse leer. Observaba a todos con insistencia, recibiendo a cambio miradas airadas, y en un bar musical eligió a una joven rubia que se encontraba sentada a una mesa en compañía de una pareja cuatro o cinco años mayor que ella. Como siempre, le resultó fácil penetrar en sus pensamientos: acababa de recibir la proposición de hacer un trío en la cama, y aunque estaba decidida a aceptar le gustaba mostrarse indecisa, a pesar de que su mirada desprendía un brillo lujurioso que cualquiera habría sabido entender si se hubiera molestado en mirarla. Apretó los dientes y concentró su mirada en la joven, tratando de ir más allá que en otras ocasiones con el propósito de averiguar si era capaz de instalarse en su mente y controlar el curso de sus pensamientos. La tentativa fracasó; leía lo que pensaba, pero cuando se proponía ir más allá la mente lo expulsaba como si se tratara de un invasor y hubiera puesto en marcha un mecanismo de autodefensa para expulsarlo. Le sucedió lo mismo al probar suerte con la pareja que se hallaba con la joven. El esfuerzo lo dejó agotado y tuvo que marcharse del local, molesto también porque la lectura de otras mentes, al azar, le reveló que tenían unos pensamientos similares al del trío. Se preguntó con inquietud si no se estaría convirtiendo en un moralista, algo que detestaba, pero se tranquilizó diciéndose que su molestia provenía de haber confirmado la existencia de un pensamiento casi único en ese lugar, no de su naturaleza ni del tema: le gustaba más la diferencia que la uniformidad incluso en los lugares donde la conducta y el pensamiento uniformes son una costumbre. Optó por intentarlo en otros sitios.

   En los días que siguieron frecuentó otros ambientes, desde teatros y bares hasta paseos y librerías, y se sirvió de personas de más edad que le pudieran garantizar mayor diversidad de pensamientos (si bien al leer en ellas tropezó con la repetición de los temas de los coches y el dinero), pero el resultado fue el mismo: entraba en las mentes sin lograr permanecer dentro, sólo como un visitante. Los sucesivos intentos acabaron por agotarle y volvió a adelgazar, lo cual introdujo de nuevo otro motivo de preocupación en su casa, y tuvo que asegurar a sus padres que se sentía bien y con fuerzas. Mas eso no era cierto: se notaba debilitado, como si cada tentativa de instalarse en la mente de otra persona le fuera arrancando la vitalidad igual que un vampiro bebe la sangre de su víctima hasta dejarla exangüe. Entretanto, Carlota languidecía; sus ojos azules se habían hundido en las cuencas, rodeadas a su vez de un halo violáceo, sus pómulos estaban cada vez más acentuados, y la pequeña cama donde yacía resultaba demasiado grande para su esquelético cuerpo. El final se aproximaba y Armando pasaba los días intentando llevar a cabo con éxito su propósito y preguntándose si la persona que moría sería consciente en el último momento de que al otro lado no le esperaba más que un vacío y un silencio eternos. Para entonces su don había dejado de parecerle atractivo, porque lo consideraba insuficiente ante la magnitud de las preguntas que se formulaba a sí mismo.

   Carlota murió a las ocho y veintisiete de la mañana cubierta de niebla de un frío viernes de diciembre. Un espeso silencio se apoderó de la casa, quebrado por los sollozos de los padres. Armando no lloraba, pero pasó el día al lado del cadáver, sin dejar de contemplar un rostro que apenas podía reconocer, corroído por la enfermedad, intentando entrar en una mente que, según el dictamen médico, ya había dejado de pensar para siempre. Sólo de tanto en tanto un suspiro nacido en su pecho iba a morir en su garganta, ahogándolo de pesadumbre. No quiso estar presente cuando el cuerpo fue introducido en el féretro, ni en el funeral que se celebró a las nueve de la mañana siguiente, neblinosa también, en una iglesia próxima a la casa rodeada de verjas negras acabadas en puntas herrumbrosas. Sus padres eran creyentes, él no. Por eso no se unió a los inconexos rezos cuando el ataúd fue introducido en el nicho, y no sintió sino vacío mientras pensaba qué habría notado y visto Carlota en el momento de morir.

   Como estaba demasiado cansado para concentrarse y no quería intentar nada delante de sus padres y sus amigos, quienes por lo demás ignoraban su poder y quería que siguieran así, pospuso para el día siguiente su propósito de tratar de comunicarse con la mente de su hermana. Libre de presencias ya, el nicho se ofreció entonces a sus ojos rodeado de flores multicolores que empezaban a dar señales de marchitarse, fugaces como todo lo vivo, y pudo dedicarse con cierta calma a la tarea de observar el agujero cerrado con tanta intensidad como si quisiera taladrarlo con la presión de sus ojos. Al principio no sintió más que unas leves náuseas provocadas por el olor de las flores en descomposición, pero al cabo de un rato empezó a divisar el féretro entre la negrura del nicho, una figura que le llegó acompañada de un creciente dolor de cabeza. ¿Será aún tiempo para saber?, se preguntó. Aunque tenía miedo y la cabeza le dolía cada vez más, no cesó en sus esfuerzos. A su alrededor, la tibia luz solar tamizada por la niebla pareció esfumarse, para envolverlo de tinieblas. Coincidiendo con el ruido que produjo su cuerpo al desmoronarse sobre la tierra, dejó de ver lo que estaba viendo y se notó apresado en aquel cerebro muerto, sin que las órdenes que daba a sus miembros para moverse fueran obedecidas. Pensaba, pero no podía mover los brazos y las piernas, y tampoco logró nada cuando intentó evadirse de la prisión del cuerpo muerto, que, comprendió, sería el suyo mientras el cerebro lo soportara. Sin abrir los ojos, porque no tenía ojos para abrir, se supo rodeado de oscuridad y se dio cuenta de que no podría salir nunca de allí, en una fusión total de muerta y de vivo, en tanto fuera del nicho cerrado algunas personas se aproximaban al joven caído para averiguar qué le había pasado.•

Escrito en Lecturas Turia por José María Latorre

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