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23 de diciembre de 2013

Maté a la anciana porque se me hizo insoportable su presencia. Si lo sé, no le hubiera dicho que había abandonado mis estudios universitarios y que venía a la capital a buscarme la vida. Todo me pasó por tratar de ser atento, por condescender a su insoportable locuacidad. También fue mala suerte que me hubiera correspondido sentarme a su lado, y que no quedase ni una plaza libre en el autocar. Así, ella no hubiera ido dándome la matraca con eso de que debía retomar mis estudios y aplicarme, que luego, cuando concluyese la carrera, lo tendría mucho más fácil para alcanzar una buena posición. Yo no sé en qué mundo vivía aquella vieja, ni qué puñetera posición podría alcanzar yo con mis estudios de Filología Clásica. El caso es que una y otra vez me ponía de ejemplo a sus propios hijos, que disfrutaban, según ella, de una envidiable posición. Y mientras me restregaba el éxito de sus vástagos, de vez en cuando se pasaba la lengua por las encías superiores, haciendo que su bigote, mal depilado y lleno de pliegues, ondulase como el lomo de un reptil. Lo que yo no acababa de entender, mientras me reconcomía por dentro, era cómo esos hijos, si de verdad les iba tan bien, no ponían a disposición de su madre un coche particular, con chófer y todo, en vez de hacerle recorrer el país en un vehículo proletario.

Como de costumbre, el autocar efectuó una parada técnica en un área de servicio. Ya habían bajado todos los viajeros y sólo quedábamos la vieja y yo: ella en el asiento del pasillo, revolviendo en su enorme bolso, y yo, mientras, acorralado en la butaca correspondiente a la ventanilla. Su demora se debía, según dijo, a que necesitaba echar mano de unas tijeras, aunque no me aclaró para qué demonios precisaba en aquel momento semejante utensilio.

Diez minutos después, el conductor, que ya se disponía a ocupar su asiento, la encontró espatarrada en medio del pasillo, con las dichosas tijeras hundidas en el gaznate. Según manifestaron algunos testigos, todavía agonizaba, pero poco se pudo hacer por ella. Si no fuese porque me retorcí el tobillo, al saltar aquella zanja, dudo que los de la Benemérita ?tan oportunos? me hubiesen echado el guante.

 

Zombi

Yo nunca quise ser enterrado. Me estremecía la idea de una muerte aparente y un posterior despertar bajo tierra. Imaginar la descomposición de mi cuerpo, al que siempre he cuidado y alimentado con esmero, tampoco me resultaba agradable. Y pensar, asimismo, que, en un futuro más o menos distante, arqueólogos, antropólogos, o cualquier otra especie de profanadores de tumbas, pudieran entretenerse removiendo mis huesos y especulando sobre su condición, me incomodaba una barbaridad.

Yo prefería que mi cuerpo fuera entregado sin contemplaciones al fuego  purificador y definitivo. Así lo he manifestado siempre. Y también, que mis cenizas fuesen aventadas a la orilla del bravo mar que me vio nacer. Pero mi repentino fallecimiento no me permitió dejar este asunto debidamente estipulado mediante el documento pertinente. Y la bruja de mi mujer, que conocía mis angustias mejor que nadie, llegado el momento nada hizo por que se cumpliera mi voluntad; al contrario, me encerró en esta húmeda y pútrida sepultura, adquirida a propósito para fastidiarme. A la muy zorra no le fue suficiente con verme muerto, y aún hoy continúa atormentándome. La pérfida, siempre que viene a traerme sus hipócritas flores ?suele hacerlo una vez al mes?, aprovecha para insultarme y para menoscabar al máximo mi orgullo. Por ejemplo, no hay visita en la que no me refiera de forma minuciosa los excesos sexuales que perpetra con sus jóvenes y vigorosos amantes, a los que recluta en los sitios más indecentes y sufraga con mis suculentos ahorros. Pero ella aún no se imagina el craso error que ha cometido no respetando mi anhelo. Aunque lo sabrá pronto: cualquier noche de éstas, cuando pase a visitarla.

 

Una aventura micológica

            El día anterior había llovido, así que, a media tarde, me puse la ropa y el calzado apropiados, tomé el bastón, la canastilla de mimbre y la navaja, y me fui al bosque próximo a mi domicilio a buscar setas.

                         Después de un comienzo infructuoso, detrás de unos arbustos descubrí una colonia inmensa, con magníficos ejemplares individuales (Lactarius deliciosus), pareados (Boletus aereus) y adosados (Boletus edulis). Su peculiar disposición, no sé por qué, me recordó a las macro urbanizaciones de hoy en día.

                         Inmediatamente, me arrodillé, navaja en ristre, dispuesto a apoderarme de los mejores especímenes; pero, antes de que pudiera echar mano a ninguno de aquellos hongos tan estupendos, del interior de los mismos comenzaron a salir seres diminutos: docenas y docenas de duendecillos y duendecillas. Por sus gestos y gritos amenazadores, rápidamente deduje que lo que pretendía aquella encolerizada marabunta era recriminar e impedir mi propósito recolector. Entonces salí corriendo despavorido y no paré hasta caerme por el terraplén del que, horas más tarde, fui rescatado ?con pérdida del conocimiento y traumatismos de diversa consideración? por una pareja de excursionistas que me trasladó hasta el hospital. Mis salvadoras, pues se trataba de dos chicas, fueron muy amables: durante el tiempo que estuve en observación, permanecieron siempre a mi lado, pendientes de mi evolución. Así y todo, algo en ellas me resultaba inquietante. Aunque no podía distinguirlas bien, porque soy miope y en el percance me había roto las gafas, cuando les mostré mi agradecimiento, las dos parecían bastante turbadas; me dio la impresión, incluso, de que sus mejillas adquirían, de repente, ese rubor tan atractivo que lucen las amanitas más deletéreas.

Escrito en Lecturas Turia por Fermín López Costero

23 de diciembre de 2013

En pocos minutos se difundió la noticia: una ballena en Leme[1] y otra en Leblon[2]. Habían aparecido en la playa, de donde habían intentado salir sin conseguirlo. Eran descomunales a pesar de ser sólo crías. Todos fueron a verlas. Yo no. Corría el rumor de que llevaban ocho horas agonizando y de que habían intentado incluso dispararles, pero continuaban agonizando  sin morir.

Sentí horror ante lo que contaban y que tal vez no eran estrictamente hechos reales, pero la leyenda ya estaba formada alrededor de lo extraordinario que -¡por fin, por fin!- sucedía, porque por pura sed de una vida mejor siempre estamos esperando lo extraordinario, que tal vez nos salve de una vida contenida. Si fuese un hombre quien estuviese agonizando en la playa durante ocho horas lo santificaríamos, de tanto como necesitamos creer en lo imposible.

No, no fui a verla, detesto la muerte. Dios, ¿qué nos prometes a cambio de morir? Porque el cielo y el infierno ya los conocemos, cada uno de nosotros en secreto, casi en sueños, ya ha vivido un poco de su propio apocalipsis. Y de su propia muerte.

Aparte de las veces en que casi he muerto para siempre, cuántas veces en un silencio humano —que es el más grave de todos los del reino animal—, cuántas veces en un silencio humano mi alma agonizante esperaba una muerte que no llegaba. Y por escarnio, porque era lo contrario del martirio en el que mi alma sangraba, era entonces cuando el cuerpo más florecía. Como si mi cuerpo necesitase dar al mundo una prueba al contrario de mi muerte interna, para que ésta fuese aún más secreta. He muerto de muchas muertes y las mantendré en secreto hasta que llegue la muerte del cuerpo, y alguien, al darse cuenta, diga: ésta, ésta ha vivido.

Porque de aquél que más siente el martirio es de quien se podrá decir: éste, sí, éste ha vivido.

Lo más extraño es que cada vez que era sólo el cuerpo el que estaba a punto de morir el alma no lo sabía. La última vez que mi cuerpo casi murió, como ignoraba lo que sucedía, sentía una especie de rara alegría, como si me hubiese liberado por fin mientras el cuerpo dolía como el Infierno. Una de las veces sólo me lo dijeron cuando ya había pasado: había estado tres días entre la vida y la muerte y los médicos sólo podían garantizar que harían todo lo posible. Y yo tan inocente de lo que estaba pasando que me parecía extraño que no me permitiesen recibir visitas. Pero yo quiero visitas, decía, me distraen del dolor terrible. Y a todos los que no obedecieron a la placa “Silencio”, a todos los recibí, gimiendo de dolor, como en una fiesta. Me había vuelto habladora y mi voz era clara, mi alma florecía como un áspero cactus. Hasta que el médico, realmente muy enfadado y en un tono cortante, me dijo: una visita más y le daré el alta tal como está. “Tal como estaba” lo desconocía, nunca durante esos días noté que estaba a las puertas de la muerte. Me parece que vagamente sentía que, mientras sufriese físicamente de una manera tan insoportable, tenía la prueba de que estaba viviendo al máximo.

Recuerdo ahora cuando al mirar una vez un crepúsculo interminable y escarlata también yo agonicé con él lentamente y morí, y la noche vino hacia mí cubriéndome de misterio, de insomnio clarividente y, finalmente, por cansancio, sucumbí a un sueño que completaba mi muerte. Y cuando desperté, me sorprendí dulcemente. En mis primeros ínfimos instantes despierta pensé: ¿entonces cuando se está muerto se conserva la conciencia? Hasta que el cuerpo, acostumbrado a moverse automáticamente, me hizo hacer un gesto muy mío: el de pasarme la mano por el pelo. Entonces comprendí con asombro que mi cuerpo y mi alma habían sobrevivido. Todo esto –la seguridad de estar muerta y el descubrimiento de que estaba viva— todo esto no duró, creo, más de dos ínfimos segundos o tal vez aún menos. Pero que de hoy en adelante todos sepan a través de mí que no estoy mintiendo: en menos de dos segundos se puede vivir una vida y una muerte y de nuevo otra vida. Esos dos ínfimos segundos como forma de contar toscamente el tiempo deben de ser la diferencia entre el ser humano y el animal, así como Dios tal vez cuente el tiempo en fracciones de siglo de los siglos. Quién sabe si Dios cuenta nuestra vida en términos de dos segundos: uno para nacer y otro para morir. Y el intervalo, Dios mío, tal vez sea la mayor creación del Hombre: la vida, una vida. Me acuerdo de un amigo que hace pocos días citó lo que uno de los apóstoles dijo de nosotros: vosotros sois dioses.

Sí, juro que somos dioses. Porque yo también he muerto ya de alegría muchas veces en mi vida. Y cuando pasaba esa especie de gloriosa y suave muerte me sorprendía de que el mundo continuase a mi alrededor, de que hubiese una disciplina para cada cosa, y de que yo misma, empezando por mí, tuviese mi nombre y hubiese ya entrado en la rutina: pensaba que el tiempo se había parado y que los hombres súbitamente se habían inmovilizado en medio del gesto que estaban haciendo, mientras que yo había vivido una muerte por alegría.

No fui a ver la ballena que estaba muriendo realmente al lado de mi casa. Muerte, te odio.

Mientras tanto las noticias mezcladas con la leyenda corrían por el barrio de Leme. Unos decían que la ballena de Leblon aún no había muerto pero que su carne cortada en vida se vendía a kilos porque la carne de ballena era muy buena para comer y era barata, eso es lo que corría por el barrio de Leme. Y yo pensé: maldito sea aquél que coma por curiosidad, sólo perdonaré a los que tienen hambre, aquella hambre antigua de los pobres.

Otros, en el umbral del horror, contaban que también la ballena de Leme, aunque todavía viva y jadeante, había sido cortada a kilos para ser vendida. ¿Cómo creer que no se espera ni a la muerte para que un ser se coma a otro ser? No quiero creer que alguien tenga tan poco respeto a la vida y a la muerte, nuestra creación humana, y que coma vorazmente, sólo por ser una exquisitez, aquello que aún agoniza, sólo porque es más barato, sólo porque el hambre humana es grande, sólo porque en realidad somos tan feroces como un animal feroz, sólo porque queremos comer de aquella montaña de inocencia que es una ballena, así como comemos la inocencia cantante de un pájaro. Iba a decir ahora con horror: antes que vivir así prefiero la muerte.

Y no es exactamente verdad. Soy una feroz entre los feroces seres humanos, nosotros, los simios de nosotros mismos, nosotros los simios que soñaron con volverse hombres, y ésta es también nuestra grandeza. Nunca alcanzaremos en nosotros al ser humano: la busca y el esfuerzo serán permanentes. Y quien logra el casi imposible aprendizaje de Ser Humano, es justo que sea santificado.

Porque desistir de nuestra animalidad es un sacrificio.

 

(Fragmento del libro Aprendiendo a vivir, de Clarice Lispector, que traducido por Elena Losada, fue editado por Siruela)



[1] Barrio de Río de Janeiro donde vivía Clarice Lispector.

[2] Otro barrio de Río de Janeiro.

Escrito en Lecturas Turia por Clarice Lispector

20 de diciembre de 2013

La poesía persiguió a Marcel Proust a lo largo de toda su vida; pero, si empezó escribiendo y publicando en alguna revista durante sus años de estudiante, no tardó en derivar hacia la narrativa, que en sus inicios quedó marcada por esos afanes líricos. Y en su primer libro, recopilación de relatos, no duda en incluir, no sólo ocho poemas dedicados a pintores y músicos, sino textos que más que relatos son poemas en prosa en la estela de Baudelaire. Ese primer libro editado en 1896, Los placeres y los días[1], viene envuelto por el aura de fin de siglo que acaba de contemplar la disolución del simbolismo y se adentra por una de sus derivaciones: un modernismo difuso del que va a librarse la rigurosa experimentación de Stéphane Mallarmé. El autor de Un coup de dés ejercerá sobre Proust una influencia que va más allá y más acá de la poesía: alguno de sus poemas actúa sobre su vida personal –en 1914, por ejemplo, promete a Alfred Agostinelli regalarle un aeroplano en el que hará grabar el soneto «Le Cigne»–, y sobre su obra mayor, A la busca del tiempo perdido, donde el Narrador trufa sus cartas con fragmentos de ese poema citado, de «Le vierge, le vivace et le bel aujourd’hui[2]» y de «M’introduire dans ton histoire».

Sin embargo, el espíritu mallarmeano no dejará rastro alguno en los versos de Proust: después de pensar durante su adolescencia que la poesía era su vocación literaria, no tarda en convertirla en herramienta social en aquel mundo parisiense de salones aristocráticos en los que la literatura desempeñaba un papel decorativo: lecturas en casa de la pintora floral por excelencia del período, Madeleine Lemaire, donde el recitado solía correr a cargo de su amigo y músico Reynaldo Hahn, pues el propio Proust reconocía su falta de talento rapsódico; poemas para amigos con el fin de celebrar algún acto –escojo en la selección, por ejemplo, el que destina a celebrar a Jeanne Pouquet por su interpretación del papel de Cleopatra en una revista–, devolución de odas, apuntes burlescos, irónicos o satíricos… la poesía, en fin, como ejercicio de integración en una «buena sociedad» donde citar versos propios o ajenos suponía un juego de esgrima para el ingenio con el que entretenía sus ocios el mundo aristocrático en el que Proust eligió vivir. En sus casi treinta volúmenes de correspondencia puede apreciarse la cita constante que hace de poemas, y su poderosa memoria para todo tipo de versos, buenos o malos, perfectos o ripiosos, sacados de libros de los siglos XVII-XIX o de revistas de teatro, con algunos de cuyos autores (Meilhac y Halévy) mantuvo estrechas relaciones de amistad personal.

Por otro lado, Proust reflexionó sobre la poesía, no sólo con apuntes («La creación poética») o con el breve ensayo «Contra la oscuridad» de los jóvenes poetas, sino en un largo artículo sobre el autor de Las flores del mal, «A propósito de Baudelaire»[3], comparable por la agudeza de su visión al que quizá sea su mayor aportación filológica, el destinado al autor de Madame Bovary, «A propósito del “estilo” de Flaubert»; es ahí donde puede encontrarse el olfato para la poesía de Proust, y no en los encendidos elogios que dedica a poetas menores, pero amigos, como la condesa de Noailles o Robert de Montesquiou, y que se corresponden con su sentido de la familiaridad y las relaciones sociales.

Pasados el liceo, la adolescencia y el servicio militar[4], Proust se decide por la novela subrayando la diferencia entre ambos oficios: la esencia misma del poeta estriba en lo que tiene «de singular, de inexplicable», mientras que el prosista «saca su inspiración de la realidad»: «Por eso vemos que los poetas desprecian escribir, por notables que sean, sus ideas sobre tal o cual cosa, sobre tal o cual libro, no tomar nota de las escenas extraordinarias a las que han asistido y de las palabra históricas que han oído pronunciar a los príncipes que han conocido, cosas sin embargo interesantes en sí mismas».

Es en los poemas iniciales donde Proust busca en la poesía un cauce para la expresión de sentimientos o la descripción de una situación anímica personal., y entre ellos he escogido los que pertenecen, en mi opinión, a esa corriente lírica finisecular en la que se integran y son comprensibles. En la obra posterior sus poemas son puro juego social y fruto de circunstancias: burlas, ironías, elogios, ponderaciones, imitaciones, pastiches de poetas amigos, expresión de afectos…

Si Proust no publicó en libro más que los poemas en verso y en prosa que figuran en Los placeres y los días, si algunas revistas de escasa difusión también recogieron algunos poemas, y si, a raíz de su muerte, siguieron apareciendo otros gracias a la aportación de los destinatarios que poseían manuscritos, no fue hasta 1982 cuando se recogieron en su totalidad en el volumen Poèmes; Claude Francis y Fernande Gontier[5] hicieron acopio de todos los textos encontrados en los archivo de Suzy Mante-Proust, sobrina del escritor, extraídos de revistas o de la correspondencia del autor. Textos en ocasiones con términos de lectura confusa, dada la difícil escritura proustiana, y que ofrecen en ciertos casos algunas variantes respecto a la publicación en libro o en revista; en la casi totalidad de los poemas, la puntuación apenas si existe en la pluma de Proust; no he respetado este aspecto, pero he intervenido lo menos posible en la puntuación, sólo cuando el sentido podía resultar dañado por esa carencia de los originales.

 

Marcel Proust

CONTEMPLO A MENUDO EL CIELO DE MI MEMORIA

 

Todo lo borra el tiempo como las olas borran

Los trabajos infantiles sobre la allanada arena

Habremos de olvidar estas palabras tan precisas, tan vagas,

Tras las que el infinito sentimos cada uno.

 

Todo lo borra todo el tiempo mas no apaga los ojos

Sean de ópalo, de estrella o de agua clara;

Bellos como en el cielo o en un lapidario

Para nosotros arderán con fuego alegre o triste.

 

Unos, joyas robadas de su vivo joyero,

A mi corazón lanzarán sus duros reflejos de piedra

Igual que un día en que engastados, sellados en el párpado,

Brillaban con un fulgor precioso y frustrante.

 

Otros, dulces fuegos robados también por Prometeo,

Chispa de amor que brillaba en sus ojos

Y que para nuestro amado tormento hemos llevado,

claridades demasiado puras o joyas demasiado preciosas.

 

Constelad por siempre el cielo de mi memoria

Inextinguibles ojos de aquellas que amé.

Soñad como los muertos, fulgid como aureolas,

Como una noche de mayo brillará mi corazón.

 

Borra como una bruma el olvido los rostros,

Los gestos adorados en otro tiempo a lo divino,

Por quien locos estuvimos, por quienes fuimos sensatos,

Fascinación del error y símbolos de fe.

 

Todo lo borra el tiempo, la intimidad de las noches,

Mis dos manos en su cuello como la nieve virgen

Sus miradas que acarician como un arpegio mis nervios

Mientras sobre nosotros sus incensarios la primavera agita.

 

Otros, los ojos sin embargo de una mujer alegre,

Así como las penas eran vastos y negros.

Espanto de las noches, de las tardes misterio,

Entre esas mágicas cejas estaba su alma toda.

 

Y su corazón era vano como una mirada alegre.

Otros, como el mar tan cambiante y tan dulce,

Nos extraviaban hacia el alma en sus ojos hundida

Como en esas tardes marinas a que lo ignoto nos empuja.

 

Sobre tus claras aguas navegábamos, mar de los ojos.

Henchía el deseo nuestras tan remendadas velas.

Y las tempestades pasadas olvidando, partíamos

Sobre las miradas para descubrir las almas.

 

Tantas miradas diversas, las almas tan parejas,

Qué decepción para nosotros, viejos prisioneros de los ojos.

Habríamos debido quedarnos a dormir bajo la pérgola.

Pero os habríais marchado igual de haberlo sabido todo.

 

Para tener en el corazón estos prometedores ojos

Como un mar de atardecida que sueña con el sol

Inútiles gestas habéis realizado

Para alcanzar el país soñado que, bermejo,

 

De éxtasis gemía más allá de las verdaderas aguas

Bajo el arca sacrosanta de una nube que creíamos profética,

Pero es dulce tener para un sueño estas heridas,

Y vuestro recuerdo como una fiesta fulge.

 

En mi cabeza tuve un achacoso pájaro extraño

Que mejor cantaba que las fuentes, que los bosques

—Cuyas solemnes voces sin embargo amábamos —,

Pájaro melancólico y a veces risueño.

 

Debía tenerlo por su fragilidad bien cerrado

Contra el frío y el aire sucio y lluvioso de las ciudades.

Entre flores junto al fuego rutilante se quedaba

Cuando el invierno desplegaba sus desolados escenarios.

 

Pero, ¡ay!, abrí demasiado la ventana y la puerta,

Buscando la acción, el placer, palabras oscuras:

Alguien había entrado, mortal a sus ojos puros.

¿Quién, pues, había entrado? El amado animal murió.

 

¿Quién era el pájaro? ¿Qué celeste llama

Se apagó, me abandonó por el sol?

Algunas veces, despertando sobresaltado del sueño

Que es nuestra vida, me digo: «Era mi alma».

 

El pájaro sagrado es nuestro poeta, nuestra alma

El alma es poesía. ¡El pájaro, ay, enmudeció!

Sonámbulos lamentos acariciados o heridos

¿Hacia qué meta corremos olvidando nuestra alma?

 

Sobre una señorita que encarnó esa noche a la reina Cleopatra, para mayor turbación y futura condenación de un joven que estaba presente[6].

Y sobre la doble esencia metafísica de la citada señorita

 

Tan bella como usted fue quizá Cleopatra,

Pero le faltaba el alma: sólo era el cuadro,

Inconsciente guardián de una gracia inmortal

Que sin haberla comprendido materializa la Belleza.

 

Así es aún el cielo en su gris armonía,

Tan triste y cansado que nos haría llorar:

Expresa la duda y la melancolía

¡y no las siente!

 

A la reina egipcia ha destronado usted

Que es a la vez el artista y la obra de arte.

Tan profunda es su mente como su mirada,

Y sin embargo ninguna belleza la de la reina igualaba.

 

Olía su pelo bien como las flores del campo;

Me habría gustado ver brillar sobre su carne tan amada

El largo desarrollo de las perfumadas trenzas.

Como un cántico era lenta y dulce su palabra,

 

En un fondo de nácar húmedo brillaban sus pupilas,

Y el cuerpo detenía ella en poses lánguidas…

Ha destronado usted a la reina del Cidno.

 

Es usted una flor y es usted un alma.

No habitaba su frente ceñida de loto pensamiento alguno,

Y esto no era ya tan gracioso para una mujer.

 

Como en el claro patio del exquisito monasterio…

 

El encanto tienes de un patio de bonito monasterio.

Entre los blancos arcos azul marino es el cielo .

Qué delicia pasar allí los cálidos días somnolientos

Bajo un grácil pilar, beber al fresco y callarse.

 

Mañana, lo sé bien, una vez solitario,

Iré desvariando hacia palacios turbadores;

Mas hoy tu encanto es mi amigo; las lentas

Miradas de tus ojos malva son todo para mí en este mundo.

 

Tu frente no encierra en su escasa blancura

La infinita sombra de donde brotará la luz,

Sin embargo te amo extrañamente, oh querida cabeza.

 

Cuando a tu clara risa mi corazón ya no palpite

Quizá me ruborice todavía pensando en la dulzura

Que hubiera sentido quedándome agazapado en tu corazón

 

Como en el claro patio del exquisito monasterio…

 

Si harto de haber sufrido, y más harto de haber amado,

Después de haberme con sus lejanías encantado,

En torno a mí cierra la vida su monótono círculo,

Y mi sueño al sentir su horizonte cerrado

Melancólicamente se repliega y se asombra,

Escuchando al conmovedor otoño quién sabe

Si ahoga un sollozo o si retiene un canto

Tan austero como la hora y como ella equívoco.

Mi corazón sin saberlo salvaba un recodo.

 

Dejad llorar mi corazón en vuestras manos cerradas

El cielo descolorido lentamente se marchita

La flor de tus ojos claros como un sosiego

Sobre mi corazón reclina sus encantadas corolas.

 

Sean tus rodillas para mí lecho de paz;

Que me vistan tus miradas, tendré calor de noche

Y tu aliento, mágico vigilante, alejará

Todo lo que ensucia y burla y ofende.

 

Negros son el puerto, los campos; tras el día burlón

Llega la consoladora noche húmeda de lágrimas,

Y derritiendo de dulzura la bruma disipada,

El ardor de tu deseo en mi corazón se enciende.

 

Sobre este cuchillo normando decide tu retiro,

Guerrero demente, o tu, pobre amante envejecido

Ven, entre los calmos pinos, a la cima

Desde donde verás el mar oscuro y el pálido cielo.

El viento marino se mezcla aquí al olor de las frondas

Y la leche. Entre dos finas ramas verás

Cabecear una barca y en noches tan hermosas

Soñarás mucho tiempo con carreras de velas

Hacia la invisible lejanía remoto de aguas lamentables

Y de frustrados retornos a puertos melancólicos;

Del retorno de los barcos en la tardes magníficas,

Lujo y miseria y este sollozo: tu canto

Entre las pompas del poniente

O en el arco triunfal de estos cielos gloriosos.

¿No eres el vencido que al carro de gloria sigue

Y que ha de morir y llora?

Pero el mar no calla su lamento en armonía

Con el tuyo;

Y de esa armonía nacerá la calma.

En medio de los frescos ramos, y como si fueran palmas,

Reúne en el melancólico puerto tus esperanzas.

 

Si la mujer estúpida o detestable es bella

Acuérdate de una para que tu enojo reviva.

Su corazón de ceniza estaba en un cuerpo de flores.

En una lánguida belleza azul y lastimera

Sus ojos de los crímenes de su corazón se arrepentían.

Su cuerpo, rica armonía que ella no entendía,

Cantaba como un verso de lento y ágil rimo

Haciendo pensar en un arte sutil y poderoso

Pero ¿si hubiera preferido otra estética? ¿Cuál?

¡Arded, antorchas! La mujer, olivo o basalto,

No miente por la duración en que la llama vibra.

Antorchas de gloria entre las hogueras de amor,

No sois el orgullo que finge el amante

Para igualar su placer a su única idea.

Que los sabios os dejen vuestra gloria:

Tal una noche sin nube, una mujer sin velo

—¡Pues la Lorelei, aunque obesa, es estrella!—

Hombre, la fe te eleva o el amor te prosterna:

Que tu pupila brille cual astro o cual un agua se apague

Y así no niegue el deseo de una fuente eterna.

 

Para la revista Lilas

A reserva de ulterior destrucción

 

A mi querido amigo Jacques Bizet

 

Quince años. 7 de la tarde. Octubre

 

El cielo es de un violeta oscuro marcado por manchas relucientes. Todas las cosas son negras. Aquí las lámparas, horror de las cosas usuales.

Me oprimen. La noche que cae como una tapadera negra cierra la esperanza, abierta de par en par al día, de escapar. Aquí el horror de las cosas usuales, y el insomnio de las primeras horas de la noche, mientras sobre mí suenan valses y oigo el irritante ruido de las vajillas removidas en una estancia vecina… 

 

Diecisiete años. 11 de la tarde. Octubre.

 

La lámpara ilumina débilmente los ángulos sombríos de mi cuarto y pone un gran disco de viva luz donde entran mi mano, de repente ambarina, mi libro, mi escritorio. En las paredes azulean delgados hilillos de luna que han entrado por la imperceptible separación de las rojas colgaduras. Todo el mundo se ha acostado en el gran piso silencioso… — Entreabro la ventana para ver de nuevo por última vez la dulce cara leonada, muy redonda, de la luna amiga. Oigo algo así como el aliento fresquísimo, frío, de todas las cosas que duermen –el árbol de donde rezuma la luz azul–, de la bella luz azul que a lo lejos, en un entresijo de calles, transfigura, como un paisaje polar eléctricamente iluminado, los adoquines azules y pálidos. Por encima se extienden los infinitos campos azules donde florecen frágiles estrellas… — He cerrado la ventana. Me he acostado. Mi lámpara, en una mesilla al lado de mi cama, en medio de vasos, de frascos, de bebidas frescas, de librillos preciosamente encuadernados, de cartas de amistad o de amor, ilumina vagamente en el fondo mi biblioteca. ¡La hora divina! A las cosas usuales, como a la naturaleza, las he hecho sagradas por no poder vencerlas. Las he revestido con mi alma y con imágenes íntimas o espléndidas. Vivo en un santuario, en medio de un espectáculo. Soy el centro de las cosas y cada una me procura sensaciones y sentimientos magníficos o melancólicos, que disfruto. Ante los ojos tengo visiones espléndidas. Se está bien en esta cama… Me duermo.

 

Pálidos, como en las porcelanas preciosas se ve

El sueño de un mar opalino junto a Yuldo,

Abril sonreiría en un fino canal de agua

Dulcísima con el tono claro de las japonerías,

Un pálido manzano deshojaría

(En este país está el adorable absurdo permitido)

El delicado tesoro de sus amados pétalos.

Centellearía encima un vuelo de falenas blancas

De un matiz exquisito y tierno de satén;

En el cielo languidecerían las rosas matutinas.

 

Lunes a la una

 

La insensibilidad de la naturaleza toda

Parece así colmar de nuestros corazones el vacío.

Decepcionante juego de la ciega materia

En el ópalo y el cielo y los ojos donde, victorioso

Y alternativamente herido, soñar parecía el amor.

La forma de los cristales, el pigmento de las pupilas,

Y el espesor del aire nos engañan sucesivamente,

Tratando de engañar nuestros dolores eternos

Con la naturaleza, y la mujer, y los ojos;

Y la delicadeza del azul pálido

Es una mentira en el ópalo

Y en el cielo y en tus ojos.

 



[1]          Véase mi edición: Los placeres y los días, Editorial Valdemar, 2006. Los poemas a pintores y músicos figuran en las páginas 137-143.

[2]                     Marcel Proust, A la busca del tiempo perdido, trad. M. Armiño, Editorial Valdemar, 2000-2005, t. III, pág. 386-387.

[3]          Contre Sainte-Beuve, précédé de Pastiches et mélanges et suivi de Essais et articles, Gallimard, Pléiade, 1971. Los textos citados figuran en las páginas 412, 390 y 618 respectivamente.

[4]          El poema «Como en el claro patio del exquisito monasterio…», recogido en la selección, está escrito en 1890, durante su voluntariado en Orleáns.

[5]          Cahiers Marcel Proust, 10, Éditions Gallimard, París, 1982.

[6]          El poema está dedicado a Jeanne Pouquet (1874-1961), que recitaba en una revista el papel de Cleopatra. A los dieciséis años, soportó de mala gana el «acoso» de Proust. Según Jeanne, en el amor del Narrador por Gilberte en A la busca del tiempo perdido «encuentro casi palabra por palabra las evocaciones de su amor por mí». Se casó con Gaston Arman de Caillavet (1869-1915), amigo de Proust desde 1890, que hizo carrera como autor dramático, hoy olvidado; su muerte en el frente durante la Primera Guerra Mundial afligió mucho al narrador, que también se enamorará platónicamente de la hija de ambos hacia 1910, Simone Arman de Caillavet, donde aparece convertida en «Estatua de mi juventud» y sirve al Narrador de acicate para escribir antes de que sea demasiado tarde y no pueda terminar su libro (A la busca del tiempo perdido, III, 893-894). Simone terminó casándose en segundas nupcias con André Maurois.

Escrito en Lecturas Turia por Mauro Armiño

19 de diciembre de 2013

Miguel Hernández es un escritor tan insólito que ni siquiera lo parece, y a menudo nos cuesta hacernos cargo de sus peculiaridades, más allá del pintoresquismo del poeta pastor o de su ignominiosa muerte en la cárcel. Ciertamente, se trata de alguien de origen popular, cuando las barreras de clase aún eran muy operativas. Pero lo que singularizó su trayectoria fue que la encarrilase asimilando las tradiciones más cultas (Góngora, Quevedo, Calderón) o las vanguardias más complejas (Gómez de la Serna, el ultraísmo, el surrealismo de Aleixandre, la poesía impura de Neruda). Y no para quedarse en ellas, sino para rehumanizarlas, desandando el camino hasta hacerlas asequibles a todos.

Uno de los muñidores de la llamada Generación de 1927, Dámaso Alonso, pretendió neutralizar tan peculiares coordenadas unciéndolo al equívoco de “genial epígono” de dicho grupo. Otros, más atentos a la cronología, han preferido adscribirlo a la promoción de 1936, aquella cuya obra queda a caballo entre el antes y el después que marca la guerra civil (cuando, en su caso, no puede decirse que hubiera un después). Aunque tanto da. Claro que mantiene vínculos con unos y con otros. Su relación con los escritores que le preceden es clara. De ellos toma elementos creacionistas (en particular, de Gerardo Diego), gongorinos (mucho menos de lo que suele decirse), neopopularistas, surrealistas, etc. Pero su impronta no supera los débitos respecto a Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna o Gabriel Miró.  Y el núcleo de su etapa de maduración es típico de la década de los treinta: el rumbo que debe tomarse tras la fase resolutiva de las vanguardias, que en su caso se saldó con la integración en discursos estéticos de orden neorromántico, expresionista, neobjetivista, neocasticista o más comprometidos desde el punto de vista político.

Lo que lo hace irrepetible hay que buscarlo en otros factores. Tampoco el injerto de lo culto y lo popular resulta raro en latitudes ajenas (en las nuestras es tan habitual que ha podido ser considerado una constante). Sólo que no siempre resulta convincente. Cuando se hace de arriba abajo corre el peligro de caer en la demagogia y el reduccionismo paternalista. Y cuando se acomete de abajo arriba tampoco escasea el quiero y no puedo. El poeta culto cree hablar el lenguaje del pueblo poniéndose soez, y el popular se supone culto echando mano del rebuscamiento y el diccionario. El resultado es una baldía tierra de nadie, el recíproco gangrenamiento por fricción.

Hernández ha sido víctima frecuente de este tipo de malentendidos. El cliché del poeta cabrero ha solido derivar hacia el encefalograma plano, incluso cuando se esgrimían las mejores intenciones. El caso más extremo fue aquella visión que proporcionaba a sus lectores un corresponsal inglés de la guerra civil española, al referirse como algo exótico a una especie de pastor semianalfabeto que había roto a componer versos en la trincheras poco menos que de un modo instintivo, urgido por el combate y el silbido de las balas.

Conviene cuestionar ese tópico, al que no fue ajeno el propio Hernández para captar la benevolencia de los intelectuales y otras gentes bien situadas que podían ayudarle, cuando quedó claro que la atmósfera republicana propiciaba un ambiente más abierto, más interclasista.

No ayudó a ello la cuarentena en la que fue sumida su obra, de la que sólo terminaron esgrimiéndose algunas piezas muy centradas en determinados tonos y registros. Cuando murió, con treinta y un años, apenas había publicado unas quinientas páginas. El franquismo redujo drásticamente ese acervo a las ciento sesenta que tenía El rayo que no cesa de Austral, a las que se añadió alguna antología. Hubo que esperar a los años 1950 para acercarse al medio millar de páginas de la edición de Aguilar. Y otra década más para que la argentina de Losada rozara el millar.

En el cincuentenario de su muerte, en 1992, las Obras completas de Espasa acrecentaron ese caudal en más de dos mil quinientas páginas. Y ahí ya surge otro escritor. Cuando se reconstruye su trayectoria paso a paso, la conversión ideológica cobra otro sentido. No procede ni de una "revelación", ni de tal o cual patrocinio, ni de la guerra civil, ni cualquier otro camino de Damasco. Se muestra como un proceso mucho más amplio y complejo, desarrollado a mitad de camino entre sus vivencias y su oficio de poeta, según las necesidades que le iba demandando la escritura.

Vista con perspectiva, hay una clara evolución desde una literatura de segunda mano a otra obtenida de forma directa de su entorno cotidiano, para luego categorizarla desde lo ascético y neocatólico, hasta concluir en algo mucho más objetual y matérico, que le permitirá la exaltación del amor y del trabajo, de la gente que se entrega a la tierra y a la fecundación. De ahí su rara coherencia, su credibilidad. No se estancó en el mero realismo socialista, aunque en alguna ocasión incurriera en él.

Considerado el conjunto de su obra --no sólo las quinientas páginas publicadas en vida del poeta, sino también las otras dos mil quinientas que dejó inéditas--,  lo que se observa en ese ingente tanteo de manuscritos es un quemar etapas y auscultar el idioma sin tregua, buscando una voz propia. Debutando en la poesía con uno de los libros más herméticos que se ha publicado en España, Perito en lunas (1933), tan complejo que ni siquiera los especialistas se ponen de acuerdo sobre el significado de muchas de sus composiciones. E irrumpiendo en el teatro con un auto sacramental neocatólico de insólito corte calderoniano, sustituyendo las viejas alegorías del pecado por las voces de los sindicalistas.

Esos cientos de manuscritos permiten rellenar los huecos, por muy diversos que se muestren. Están, por un lado, los cuadernillos de adolescencia, con una cuidada caligrafía de plumier, donde se advierten de inmediato los respectivos modelos usados como falsilla. Siguen los apresurados apuntes a lápiz, hechos seguramente sobre las rodillas o el zurrón de pastor, mientras cuida las cabras. Vienen luego los poemas cuidadosamente pasados a máquina, con una mecanografía lustrosa y oronda, añadiendo horas en la oficina del notario para que el trabajaba como pasante. Y después no hay reglas que valgan, desde los escritos de la guerra que llegan a mantener la urgencia de una crónica hasta los frágiles soportes de la etapa carcelaria, con una letra ya convulsa.

Sin embargo, y a pesar de su diversidad, cuando esos papeles se ordenan en la secuencia adecuada, se observa dónde el poeta se ha empleado a fondo, convocando todo su aprendizaje. Como sucede con el deslumbrante “Hijo de la luz y de la sombra”, del que se han conservado hasta seis extensos borradores. Quien desee saber el modo en que surgen sus versos, todo el laborioso proceso que le supusieron, debería rastrear ese ímprobo trabajo donde se aúnan un dominio del idioma que tuvo mucho de innato y una técnica adquirida en un incesante acopio, y adiestrada sin pausa.

El tiempo jugó en contra suya, no le permitió acometer en vida un proceso de depuración que, sin duda, habría llevado a cabo. Las circunstancias lo lastraron de un modo acuciante, dejando mucha ganga en su obra. Y eso ha podido transmitir una idea falsa de él. O, como poco, parcial. A veces esa mezcolanza de voces –casi cacofónicas-- se indujo con la intención de rescatarlo, como hizo en la posguerra el grupo de falangistas ilustrados o católicos más aperturistas, integrado por José María de Cossío, Rafael Sánchez Mazas, Dionisio Ridruejo, Luis Rosales, Antonio Tovar o Luis Felipe Vivanco. Algunos de ellos habían compartido con Miguel revistas de preguerra como Cruz y Raya o El Gallo Crisis. Y así consiguieron editar en Austral El rayo que no cesa (1936), pero apuntalado por las versiones anteriores de El silbo vulnerado. O avalado por los sonetos de Hernández a la Virgen y otros productos muy condicionados por su época, cuando las fuerzas conservadoras que tramaron la guerra civil se hallaban en una actitud defensiva contra la República.

También es cierto que cuando llegó el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y Miguel Hernández publicó hojas volanderas o versos de combate –cuya selección daría como resultado Viento del pueblo (1937)-- no le faltaron los reproches de los intelectuales republicanos. Y en revistas como Hora de España se le echó en cara que rebajase la calidad de su escritura.

Visto el quiebro final que experimentó su obra, cabe pensar que él mismo habría sabido sortear ese lastre, si hubiese contado con el tiempo y la perspectiva adecuados. Una inflexión que ya se observa en la etapa posterior a El hombre acecha (1939). Es decir, la que suele recopilarse bajo las denominaciones de Cancionero y romancero de ausencias y Últimos poemas.

A falta de esa mano suya, el lector avisado puede llevar a cabo la selección por sí mismo. Y lo que resulta es un poeta mucho más matizado que esa especie de trovero instintivo y retórico, arrastrado por su caudalosa estirpe levantina. Se le ofrecerá la otra cara, ese envés que no ha logrado traspasar el muro de equívocos cernido en torno suyo. Un escritor obsesivo, concienzudo y perfeccionista, que trabaja los versos una y otra vez, hasta llegar a la palabra justa, esa expresión feliz que se nos queda enredada en la memoria.

Ni que decir tiene que sus arranques distaban de encaminarse en una dirección tan clara. El Miguel Hernández anterior a su primer viaje a Madrid, a finales de 1931, dependía de modelos regionalistas como Gabriel y Galán o Vicente Medina, cuyas peculiaridades campestres y dialectales salpimentaban de costumbrismo unos recuelos que iban de Espronceda, Bécquer, Zorrilla u otros románticos a modernistas como Rubén Darío. Aquí o allá, asomaba alguna voluntariosa adaptación de los Machado. Y lo más moderno a lo que se llegaba era Gabriel Miró y, en lo pastoril los poemas de este registro de la Segunda Antolojía Poética de Juan Ramón Jiménez.

El medio año que pasó en la capital fue el primer gran giro que experimentó su obra. No sólo se trataba del salto de la clerical Orihuela al ambiente republicano que allí se respiraba, sino de los posromanticismos y modernismos a las vanguardias, que ya habían hecho balance de la su etapa “deshumanizada”, la de las dos primeras décadas del siglo, para promover en aquel inicio de los años treinta un rearme en todos los órdenes.

Una cita a la que él llega en 1933 con considerable retraso, a través de su primer libro de poemas, Perito en lunas. Quizá conviniera matizar que se incorpora tarde para la época, pero no de cara a su consumo interno. Debería haber bastado este escueto conjunto de cuarenta y dos octavas reales para postular este otro Hernández, el clasicista, contenido y de palabra embridada, más cercano a Jorge Guillén, Paul Valéry o el nocentisme dorsiano que al barroquismo posterior. Algo que no debe extrañar, porque sabemos que traduce del francés algunos autores que cubren el arco post-simbolista que arranca con Mallarmé. Y los manuscritos dan fe de cómo brega con esa opaca materia verbal, así como su esforzada mecánica de trabajo, auxiliándose con un diccionario de la rima, el de la Real Academia Española y otro de mitología. Sin embargo, como ese Miguel no encajaba con la posterior imagen canónica, la contradicción se zanjó escribiendo que se mentía a sí mismo al seguir ese camino. Nada más lejos de la verdad. Basta con comparar sus composiciones antes y después de este filtro depurador.

Como propugna su amigo y mentor Ramón Sijé en el prólogo de Perito en lunasparafraseando la poesía pura del abate Brémond, pero también a Baudelaire, José Bergamín y Ortega y Gasset—, en sus páginas se promueve una poesía que rehuye a ciencia y conciencia el nombre cotidiano de las cosas. Estas ya no valen bajo su vestidura habitual, gastada por el uso. Los objetos deben ser abordados por el dorso y explorados a través de otras facetas poco o nada frecuentadas.

Verdad es que a Miguel se le fue la mano en el hermetismo y la pirotecnia metafórica. Sus octavas reales se asientan sobre unas estructuras tan cerradas, están tan armadas y trabadas con su andamiaje de viñetas que a menudo resultan impenetrables. Pero le mostraron a su autor una lección que nunca olvidará: la verdadera poesía es capaz de transmutar el mundo porque puede averiguarlo de otro modo. Y si su instrumental está lo suficientemente afinado no son los objetos o los temas lo que cuenta, sino el modo de acometerlos y manifestarlos.

A partir de ahí, su pequeño huerto oriolano será todo un cosmos, y su experiencia de pastor la puerta a una Naturaleza metamorfoseada. Ya no necesita situaciones preestablecidamente poéticas para componer sus versos (leyendas moriscas, pasionales melodramas campesinos a lo Blasco Ibáñez, crepúsculos,  nenúfares…). Habrá un crecimiento hacia adentro a partir de lo más cotidiano, capaz de redimir la dura realidad a la que debe enfrentarse a diario.

No obstante, desde el punto de vista práctico, ese libro inicial fue un absoluto fracaso. Apenas le supuso reconocimiento alguno. Y seguramente fue uno de los factores que explican la disponibilidad a merced de la cual queda alguien que sólo cuenta con veintitrés años y ningún apoyo dentro de casa. Todo lo contrario: su padre será uno de sus más firmes detractores. Y ahí es donde entra la figura tutelar de Ramón Sijé, más maduro intelectualmente, a pesar de contar con tres años menos que Miguel.

El poeta ya estaba en esa órbita. No debe olvidarse que Perito en lunas  lo había financiado Luis Almarcha, canónigo de la catedral de Orihuela. Ni que apareció en las ediciones del periódico La Verdad, de Murcia. De modo que no debe extrañar que en esta tesitura sea apadrinado por algunas facciones del nuevo catolicismo español, como la que abanderaba José Bergamín. Éste y Sijé explican los modelos de la poesía pura, San Juan de la Cruz o Calderón, de donde surgen entre 1933 y 1935 el ciclo de los Silbos y el auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras.

Sólo que Miguel era demasiado poeta para que le satisficiesen las directrices meramente ideológicas. Siempre pesaron más los modelos literarios. Decisivo fue al respecto Ramón Gómez de la Serna, cuyo ejemplo incidió tan de lleno en su matriz creadora que muy a menudo los borradores de sus poemas empiezan siendo una colección de greguerías, apuntes sueltos, esbozos de metáforas que poco a poco van articulándose, y encajan hasta cobrar la peculiar textura hernandiana.

Esta influencia se advierte de lleno en su obra de teatro El torero más valiente. Por un lado, por gravitar sobre ella la novela El torero Caracho (1926) de Gómez de la Serna. Pero también porque éste aparece como uno de los personajes, y de tanto en tanto dictamina, comenta, propone y tercia a la hora de trasladar a la literatura lo que va sucediendo ante ellos: “He aquí la realidad –viene a decir--; y véase el modo de enunciarla por escrito”.

Estamos inmersos, de lleno, en la etapa más compleja, muy difícil de desglosar: la que media entre 1933 y 1936, entre su primer y segundo libro de poemas, el trayecto entre Perito en lunas y El rayo que no cesa. Hay que hilar muy fino para acotarla, por la simultaneidad de estímulos a los que se atiende, en frentes tan diversificados como los versos, la prosa o el teatro. Seguramente cabe separar el primer Silbo vulnerado y el auto sacramental (compuestos entre 1933 y 1934, bajo la tutela de Ramón Sijé), de El torero más valiente y el segundo Silbo vulnerado (1934-1935), ligados a la Escuela de Vallecas y la relación con Bergamín, Cossío, Aleixandre, Neruda y Raúl González Tuñón. Con estos últimos se entraría ya en la etapa de la poesía impura y el compromiso político de izquierdas que a lo largo de 1936 le conduce a la etapa bélica. Y la transición bien podría marcarla la pieza dramática El labrador de más aire.

Para complicar aún más las cosas, las influencias no le llegan sólo desde las letras, sino también del mundo plástico, a través del grupo integrado por artistas como los pintores Benjamín Palencia y Maruja Mallo o el escultor Alberto Sánchez, absolutamente decisivos para los logros de El rayo que no cesa. Y sobre las cuales se asienta la otra gran mutación del poeta, que se matizará y llegará a buen puerto gracias al magisterio añadido de Vicente Aleixandre y Pablo Neruda. De modo que su transformación ideológica no deriva de la coyuntura de la guerra civil, sino de este eslabonado, cuyas pautas van apareciendo con relativo orden y concierto.

El rayo que no cesa clausura en 1936 el tono espiritualista de los Silbos y el clasicismo que Hernández venía manteniendo desde tres años atrás, para ser sustituido por la técnica parasurrealista, el verso libre, imágenes visionarias, enumeraciones caóticas y toda una nueva iconografía que resulta de su contacto con estímulos más modernos y un compromiso social que le llevará hasta el comunismo. De manera que –conviene insistir-- cuando estalla la guerra civil ya se han producido en él todos los cambios que le permitirán estar a la altura de aquellas graves circunstancias. Y ese proceso, puesto en limpio, contrastado con la realidad de las trincheras, es el que da como resultado todo el ciclo de Viento del pueblo.

Ahora lo público y lo privado se interpenetran hasta hacerse inseparables en los mejores momentos, como sucede con poemas como “Las abarcas desiertas”, “El niño yuntero” o la “Canción del esposo soldado”. Las dos primeras remiten a la propia biografía de infancia y adolescencia, mientras que en la segunda ya se dibuja uno de los más persistentes elementos de continuidad a partir de este momento: la experiencia de la paternidad. Porque el 19 diciembre de 1937, mientras participa en la batalla de Teruel, nace su hijo Manuel Ramón, y pide permiso para ir a verlo de inmediato, llevando consigo los primeros ejemplares de Viento del pueblo.

La muerte del niño a los diez meses de vida da lugar a composiciones como "Era un hoyo no muy hondo" y "Te has negado a cerrar los ojos, muerto mío", así como otras que irán engrosando su libro póstumo Cancionero y romancero de ausencias.  Fue un duro golpe para el joven matrimonio, Y ese tono elegíaco ya está presente en su segundo poemario bélico, El hombre acecha, en cuyo prólogo su autor se dirige a Neruda con estas palabras: "Pablo: un rosal sombrío viene y se cierne sobre mí, sobre una cuna familiar que se desfonda poco a poco, hasta entreverse dentro de ella, además de un niño de sufrimientos, el fondo de la tierra".

Este libro, el último que logra dar a la imprenta, queda abandonado en la Tipografia Moderna de Valencia, con los pliegos tirados, aunque sin encuadernar perdiéndose en su práctica totalidad con la derrota republicana. Su título ya habla de un tono más desalentado. Frente al optimismo de Viento del pueblo, El hombre acecha arroja un estremecedor saldo de odios, cárceles y heridos. Y aunque no faltan composiciones de gran aliento y exaltación bélica, el tono más auténtico se confunde ya con el del Cancionero y romancero de ausencias, y no es raro que retroceda hasta metros breves, como sucede con la “Canción primera”, “Canción última” o “Las cartas”.

El 4 de enero de 1939 había nacido su segundo hijo, Manuel Miguel, que le compensa de la anterior pérdida. A él irán dedicadas otras composiciones más esperanzadas del Cancionero, que supone el último gran esfuerzo de integración de sus versos en un conjunto orgánico. Se trata de un conjunto de poemas que empezó a escribir en una pequeña libreta, compuesto entre octubre de 1938 y las "Nanas de la cebolla", enviadas a su mujer desde la cárcel de Torrijos en septiembre de 1939.

Gran parte de este ciclo está escrito, por tanto, en la cárcel, en las diversas prisiones que le corresponden, tras haber pasado a Portugal, ser detenido allí por la policía y devuelto a España el 7 de mayo de 1939. Como suele sucederles a quienes viven encerrados, los objetos más humildes, las anécdotas más triviales y cotidianas, se convierten en salvavidas, trascienden y se elevan a auténticas categorías. La dicción se adelgaza y troquela hasta alcanzar una engañosa sencillez, donde se quintaesencia todo lo que realmente importa.  En un intenso proceso de interiorización, ya sólo va quedando sitio para lo imprescindible. Ahora se habla a tiro derecho, sin la ganga barroca ni esas palabras con “funda” que le reprochó Juan Ramón Jiménez. Ello otorga a estos poemas una verdad y un grado de necesidad que le hace topar con las palabras más desnudas y principales. Como dirá sentencioso, "Después del amor, la tierra. / Después de la tierra, todo". Hasta reducir su caudalosa dicción a esas tres palabras o heridas primordiales: vida, amor y muerte.

A finales de 1941 la salud de Miguel Hernández se había deteriorado gravemente, en el Reformatorio de Adultos de Alicante.  La única posibilidad de curación pasaba por su traslado al sanatorio antituberculoso de Porta Coeli, en Valencia. Pero sólo acceden a llevarlo allí si reniega de sus ideas revolucionarias. Ese fue el inicuo chantaje al que fue sometido por el capellán de la cárcel para que se convirtiera. Y el sábado 28 de marzo de 1942 moría sin haber cumplido los treinta y dos años de edad.

Si se echan cuentas, sorprende lo fulgurante y precipitado de su trayectoria, una vez que supera el estadio inicial de desorientación, quemando etapas con una rapidez pasmosa. En 1933 publica en provincias y sin pena ni gloria su primer libro de poemas, Perito en lunas. Al año siguiente remata un auto sacramental que ve la luz en Madrid en una de las revistas más prestigiosas, Cruz y Raya. En 1936 su segundo poemario, El rayo que no cesa, lo consagra como el gran poeta del momento, hasta el punto de convertirse en la voz de referencia de nuestra guerra civil, con Viento del pueblo.

Es decir, que en tres años pasa de ser un completo desconocido al grupo de cabeza de la poesía española de su época. Y eso a pesar de llegar con no poco retraso a uno de los momentos más brillantes de nuestra poesía. Algo especialmente arduo en su caso, dado su autodidactismo y humilde procedencia, frente a esos escritores de origen acomodado y que, en más de un caso, mantenían un trato profesional y profesoral con la literatura.

Ello le obligó a recorrer un largo camino para hacerse con una voz culta en una de las etapas más complejas, la que hubo de subsumir los hallazgos de las vanguardias en una dicción más llana. Lo hizo, además, en muy dramáticas circunstancias: entre 1933 y 1936, debatiéndose en la mayor penuria; de 1936 a 1939, con urgentes responsabilidades en la guerra civil; y de 1939 a 1942, en una docena de cárceles, muy debilitado y enfermo.

¿Qué queda de eso más allá de esas coyunturas, a los cien años de su nacimiento? Todo lo que se esté en condiciones de otorgarle mediante una transposición de su mundo y vivencias a los actuales. Por ejemplo, no parece que “El niño yuntero”, haya perdido vigencia, a la vista de la explotación infantil, los niños soldados o tantos atropellos como se siguen cometiendo contra la infancia. Tampoco “El hambre” o “Las cárceles” carecen de sentido, en la actualidad. Pero en muchos otros casos ni siquiera resulta necesario ese ejercicio de traslación. Versos como los de la “Elegía” a Ramón Sijé, las “Nanas de la cebolla” o “Hijo de la luz y de la sombra” seguirán hablándonos por derecho propio, porque en ellos el idioma alcanza un grado de intensidad, vibra con tal capacidad de reverberación que convierten a Miguel Hernández en un poeta imprescindible.                        

               

 

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Sánchez Vidal

17 de diciembre de 2013

No estaba acostumbrada a desplazarse en autobús, pero aquella mañana había subido al 490. El coche estaba en el taller mecánico y el trayecto entre la calle Confalonieri y la plaza Irnerio era bastante largo. Además, no tenía especial prisa. ¿Por qué ir en taxi?

Aunque no fuese una hora punta, en el autobús público los asientos estaban todos ocupados. Elena, cogida de la barra de apoyo, percibía el frío repulsivo del metal. Un poco por encima de la muñeca, entre el pulgar y el índice, notó por vez primera una mancha oscura que destacaba como una nota discordante sobre la blancura lisa de la piel. Se puso a observar distraídamente a sus compañeros de viaje. Los que estaban de pie en general miraban por la ventanilla, poniendo atención en mantener el equilibrio; los otros, más afortunados, leían o fijaban ausentes la vista en un punto indeterminado entre el respaldo del asiento de enfrente y el suelo. Una señora anciana revolvía en su bolso.

A pocos pasos de ella estaba sentada una mujer joven. Eran muchos los asiáticos y los africanos en Roma. Se los veía por todas partes, sobre todo cerca de la estación Termini. Iban y venían, casi siempre en grupo, con el paso ágil y almohadillado de un dios moreno, que conoce las grandes extensiones, los desiertos, la sabana y la selva.

La mujer podía ser filipina. Su piel tenía reflejos de ámbar, los pómulos eran altos y bien dibujados, como los de su compañero, de pie junto a ella. Estaba embarazada. Elena se fijó en la extraordinaria belleza de los cabellos, negros casi azulados, lustrosos y lisos, recogidos por detrás de la nuca con una cinta de un rojo chillón. Más allá de las ventanillas, el cielo aparecía cargado de inquietos nubarrones primaverales, ribeteados de un violeta amenazador, pero dispuestos a quebrarse y a revelar la luz deslumbrante del sol de abril. El follaje de los eucaliptos en los jardines se doblaba, despeinando sus largas melenas con cada leve soplo de viento, présago de lluvia. Elena sentía su perfume acre, un perfume de dulzuras ilusas y melancolías impalpables. Le ocurría lo mismo todas las primaveras, como si el año, en el círculo inexorable y compuesto de los meses, sufriese en ese punto un desfase, una laguna, una incongruencia, en los que una vida, incluso fuerte y feliz como la suya, podía perderse y vacilar.

El chico asiático se inclinó y le susurró algo al oído a su compañera, que levantó la cabeza rozando con los labios la mejilla huesuda y musitó una respuesta. Formaban en aquel momento un arco cerrado y solidario alrededor de ese hijo que llenaba el vientre de la madre: su futuro, su victoria sobre la inmensa soledad que acompaña a quien vive lejos de su tierra.

Elena no tenía hijos. Volvió el pensamiento a su marido para llenar el vacío repentino que sintió abrirse en el fondo del corazón. Y en aquel rostro amado, tan seco y severo pero siempre dispuesto a iluminarse en una sonrisa abierta, percibió la opacidad de los años que les esperaban. A veces ella lo observaba, extrañada y enternecida, mientras leía a su lado por la noche, la espalda erguida también cuando estaba sentado, con las gafas para la presbicia apoyadas sobre la punta de la nariz y la cabeza reclinada sobre el pecho. En esa postura, entre la barbilla y el cuello se le formaba un grueso pliegue de piel marchita. Lo quería también por este envejecer juntos. Siempre se habían bastado. Pero ahora, de repente, le parecía que todo aquel amor y juventud y palabras y complicidad y también lágrimas y dolor hubiesen transcurrido en vano.

El joven filipino le arregló a la chica un mechón de cabellos que se habían deslizado de la cinta roja y se los pasó varias veces con cuidado por detrás de la oreja.

Cuando Elena llegó a su destino y bajó del autobús había comenzado a llover. No llevaba paraguas, pero no lo lamentó. Sintió con placer como las gotas tibias le lamían las manos y le surcaban lentamente las mejillas.

 

Traducción: Valeria Bergalli

 

 

(Este texto forma parte del libro La concha marina y otros cuentos, que publicó Editorial Minúscula)

 

Escrito en Lecturas Turia por Marisa Madieri

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