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25 de noviembre de 2013

“Abraham siguió estando con Yavé. Se le acercó y le dijo:

¿Pero vas a exterminar juntamente al justo con el malvado?”

(Génesis, 18, 23)

 

“Aún hay sol en las bardas”

(Cervantes, Quijote, II Parte, Cap. III)

 

“A story is the highest mark,

for the world is a story and every part of it,

and there is nothing that can touch the world

or any part of it

that is not a story.”

(G. K. Chesterton, Cuadernos)

 

 

1

 

La vida y otros encuentros

I

 

         Es improbable que mi padre y yo nos paseáramos en el barrio de Delicias por casualidad. Seguramente, aquel dia primaveral del año 75, dos años antes de su muerte, yo le había llevado en un taxi, para oírle contar recuerdos de mi arribada a este mundo y de mi infancia. Mi memoria más temprana arrancaba en la calle de Guillermo de Osma número 4, donde yo suponía que había nacido pero, no lejos de ella, al pasar por el Paseo de Delicias número 139, mi padre me señaló una casa de vecinos modesta, incolora y vieja y dijo: “En esta casa naciste tú”. La miré un momento y no sentí curiosidad alguna e imaginé que no se diferenciaría mucho de las casas madrileñas de corredores que describe Galdós. De todos modos, yo había salido por aquel portal en brazos de mi madre y hoy no acabo de entender tanta indiferencia ante aquel cobijo desconchado que me vio nacer, aunque esa casa, como es de esperar, no formara parte en absoluto de mis recuerdos. La mudanza a Guillermo de Osma debió ocurrir muy pronto y en esa calle pasé los tres o cuatro primeros años de mi vida.

         Desde el Hotel Regina, desde el emporio madrileño de la calle de Alcalá, donde mi padre trabajaba, hasta aquella casa de Guillermo de Osma, las viviendas se iban haciendo más bajas; los árboles, desenfilados y ralos, más frecuentes; los bares más sucios. Carros y, a veces, cabras y ovejas, acompañaban la perezosa marcha de los tranvías y, junto a las aceras, no era extraño encontrarse un gato muerto, tieso, el pelo brillante, la sonrisa roja y un ojo en desvarío. Los solares emanaban un vaho fétido al sol y se oía, de vez en cuando, enganchar vagones, o el resuello domado de un tren avanzando en vía muerta, o pitidos anémicos que parecían pregonar el hambre de los campos. Había puestos de sortijas y puestos de avellanas, de carteras y cintas, de llaves y altramuces y, en balcones y ventanucos oscuros, colgaban jaulas de canarios, colorines y grillos; el grillo preso plañía su carcelera sobre la lechuga y le contestaba el grillo libre del solar, acechado, entre las ortigas, por la boina ociosa de un viejo. Había plantas también, en latas de arenques y en tiestos; geranios, hortensias, claveles, albahaca, verbena. El sol salía para todos, caldeaba las panzas de los churumbeles desnudos y dejaba, al marcharse, una capa de polvo  que  parecía  descansar  por  las  noches del  azacaneo  transeúnte.  El que  usaba sombrero era un tratante en burros; el  que llevaba bastón estaba enfermo o era mayoral, pastor o reñidor; el que lucía corbata, alfiler de corbata y, a veces, camisa a rayas, era carterista.  

           Veo fotografías de mi padre y, en una de ellas, cuando llegó del pueblo a Madrid, aparece como un mozo alto, espigado y fuerte, con algo de gitano desafiante, y así fue siempre, un triunfador del pan de cada día, un hombre atrayente para las mujeres con el que los hombres se identificaban, un gran gozador de los goces de la vida, aunque fuera sumando kilos y señorío en su figura recia que, en los últimos retratos, le asemejan a un siciliano mafioso, con sus rasgos oscuros, su cachaba elegante y su sombrero viejo. Desde el pueblo toledano de donde llegó, cercano a Madrid, La Torre de Esteban Hambrán, fue tirando de todos sus hermanos: a unos, o a sus hijos, les buscaría trabajo, a otros les sacaba de apuros, a otro le puso una taberna. En el pueblo, habían tenido una fonda y su padre, el abuelo Valentín, luchó con los liberales en una de las tres guerras carlistas y escribió sus memorias de la contienda, que anduvieron en manos del hijo mayor, Amando, y se han perdido. En Madrid, el hermano o el tío Medardo fue una panacea para todos ellos en el largo proceso de encarrilar sus vidas en la Capital.

             Lo único que he sabido, por los parientes, de la casa donde vine al mundo, es que nací con una vena bastante acusada en el centro de la frente que se esfumaba en el entrecejo y mi padre, en mis primeros meses de limbo y lactancia, la tomaba a broma o como signo de fealdad y, cuando la familia o los amigos les visitaban para conocerme, trataba de paliar hasta cierto punto la desagradable sorpresa que iban a llevarse enseñándoles antes la foto de un simio que se había escapado de la Casa de Fieras del Retiro, foto que apareció en El Heraldo de Madrid. La vena desapareció pronto y sería, sin duda, beneficiosa y hasta profética. El Heraldo de Madrid, pertenecía a uno de los primeros “trusts” periodísticos que hubo en nuestro país, La Sociedad Editorial de España, dirigida por el gran periodista Miguel Moya y era, por supuesto, de izquierdas o, como entonces lo tildaban, democrático, republicano o liberal. Era el periódico del pueblo jornalero o asalariado que sabía leer, o se paraba a escuchar al que sabía hacerlo,  y fue el primero y único diario que vi, durante años, en las sucesivas casas que habitamos y, en la tercera, frente a la Plaza de la Moncloa, donde mi madre murió,  yo me apliqué un día en solitario, por mi cuenta y riesgo, a copiar el rótulo de ese periódico. ¿Premonición? Tenía cuatro años y mi padre llevó en la cartera la tira de papel que yo había escrito en mayúsculas durante mucho tiempo.

 

II

 

         La que fue una casa marcadora para mí es la de Guillermo de Osma, donde, como ocurre donde no hay nada que robar, las puertas de las viviendas permanecían abiertas casi siempre y los vecinos no vacilaban en pedirse, con la promesa de devolverlos, una patata, una ramita de perejil o una o dos pesetas, si se había evaporado antes de tiempo la paga mensual. La asamblea de vecinas –y algún vecino- se reunía en primavera y verano a ambos lados del portal, con la fresca, auxiliada por dos o tres botijos. Supe allí, con inocencia y tranquilidad plenas, que mi madre no se encontraba bien y eso incrementó mi experiencia vital con las visitas del médico, de gente obsequiosa que preguntaba por la salud o iba a ofrecer ayuda, de los amigos de mi padre y, sobre todo, de mis primas hermanas, Isabel –que había sido mi madrina-, Manolita  y Tomasa, la primera, menuda y casada ya, y las otras algo más vistosas, casaderas e inquietas. Las tres eran hijas de una de las hermanas de mi padre, María, casada con un buen hombre del pueblo, Alejandro, que actuó en su vida casi exclusivamente de garañón. Mis primas, ruidosas, entraban y salían, ayudaban a mi madre, adoraban a su atractivo y próvido tío Medardo y, entre estrujones y besos en serial me llevaban con ellas a hacer recados o a cualquiera de las infinitas verbenas nocturnas del Madrid de entonces y, en una, me perdieron y volvieron a encontrarme, pero no en el templo, sino encaramado a los hombros de un verbenero alto y bondadoso que, a grandes voces, pregonó mi pérdida.

         Creo que la portera, su sobrina y no pocas vecinas cuidaban más o menos de mí o eran conscientes de mi presencia o ausencia. Parece que era un niño observador y tranquilo que, sin demasiada frecuencia, ensartaba alguna pregunta o respuesta  original o que ellos no esperaban.

         Una tarde larga que empezaba a declinar en sombras, una mujercita joven, casi adolescente, que tenía a su cargo ese dia las llaves del sótano donde habitaba la portera, me meneó cariñosa en su regazo y, luego, me tentó a aceptar una bolita de cera. Bajé de su mano las escaleras al sótano, me metió, sin encender la luz, en un cuarto estrecho con un ventanuco alto a ras de la acera, me bajó los pantaloncillos, se quitó las bragas y las colgó en una percha, se echó boca arriba en una cama turca, me colocó encima de su cuerpo y maniobró conmigo todo el tiempo que quiso reteniéndome con besos y halagos. Como su humedad de entrepierna debería sentirse huérfana de la otra varonil, me instó apresurada, apremiante, a que orinara en ella, cosa que no recuerdo haber hecho. Luego me peinó, me compuso la ropa y, en la cocina, rompió un pedazo de vela, lo calentó, hizo con él una bola amarillenta con vetas oscuras y me dejó que subiera solo al piso de mis padres. Debía de ser ya muy tarde, porque la escalera estaba totalmente encendida y había muy pocos vecinos en el portal.

         Hubo revuelo otro día en el barrio, muy temprano, porque apareció un hombre ahorcado con su correa en lo alto del olmo que había en la esquina con Delicias; tenía un palmo de lengua fuera y se le habían caído los pantalones de pana. Tardaron horas en los trámites antes de descolgarle y lo que más parecía intrigar a la gente era cómo aquel pobre diablo había conseguido trepar hasta una rama tan alta, si es que sería farolero y algún irresponsable se  había llevado la escalera al pasar. Contó algún vecino después que era de Santa Olalla y que, el día antes, había matado a palos a su mujer o algo así. Parecía  esmirriado y hambriento.

         La sorpresa feliz de esos años fue un viaje que hicimos a Úbeda, donde me esperaba la atención y el cariño de dos mundos contrarios. Por un lado, mi abuela Carmen, la madre de mi madre, que vivía entonces con una de sus hijas y su marido y los nietos, en un caserón del Callejón de Ventaja. En el portalón de madera  resquebrajada, claveteado y antiguo, me hicieron una foto de presentación o fiesta, con calcetines, sandalias y pololos blancos, en la que predominan mis ojos azules bien abiertos y una frente con relieves que hubieran dejado pleno de esperanza a cualquier frenólogo. Serio siempre, tranquilo y, cuando había que expresar contento con caballos de cartón de fotográfo ambulante, la sonrisa se entreveía más en los ojos que en los labios. Mi abuela y mis tíos eran andaluces pobres, los más sabios de España, los más inteligentes y comedidos, los que sabían hacer a un niño feliz con un solo beso, con una historia de animales de corral o de glorias taurinas, con un montoncillo de avellanas, o una caricia, o una frase oportuna y original que se haría inolvidable.

          Mi abuela Carmen, airosa, espigada, tenía buena estatura y debía de haber sido muy atractiva, con los ojillos pillados ligeramente alegres, la piel suave, pese a haber parido cinco hijos y a los sufrimientos y el paso de los años, y tenía una sonrisa perenne que denotaba el gusto por mirar. De las tres o cuatro faldas que llevaba, extraía de la más recóndita una moneda cobriza, la eterna perra gorda, de diez céntimos, y la ponía secretamente en mi mano, sonriendo, siempre que nos marchábamos de su casa. Hacía años que era viuda y al abuelo José no le conocí nunca, ni siquiera en retrato pero, a lo largo de los años, he escuchado alguna historia sobre él con gusto. Era de la familia de los “Percheras”, gente que se dedicaba, como él, a colocar en las ramas de los olivos lazos –perchas– de crines de cola de caballo para cazar zorzales, un pájaro de carne muy apreciada entonces parecido al tordo, con querencia a un tipo de aceituna llamada, por él, zorzaleña. Vendía zorzales y, a veces, le llamaban de los cortijos para aliviar las plagas de conejos. Atendió a su familia lo mejor que pudo y, cuando se olvidaba, atendía también a su afición al vino y, sólo una vez, por una pendencia etílica, la autoridad que deambulaba por allí, un alguacil, le hizo pasar la noche en la prisión del Ayuntamiento, una celda conocida con los nombres de la casilla o la perrera. Avergonzadas al saberlo, la abuela y sus hijas tramaron, a toda prisa, un escarmiento que le hiciera abandonar el vino por una temporada, si no para siempre. Se pusieron de acuerdo con una vecina de la calle y llevaron entre todas a la casa de ésta los cuatro muebles y los cuatro trastos que tenían en la suya, la dejaron semidesierta y cerraron la puerta con llave. Cuando, al día siguiente, pasado el mediodía, llegó a su casa el abuelo  después de haber pasado la noche en chirona,  abrió la puerta y la encontró medio vacía y sin nadie. Se recostó en un tabique y se echó a llorar.

         Tuvieron cinco hijos, Ana, Agustina, Manuela –mi madre–, Pepa y Juan. Juan era una variante muy cercana a su padre; fue recovero: vendía con buen arte huevos, gallinas, pavos y, para aliviarse de la recova –palabra que cada día frecuenta menos los diccionarios–, se alumbraba con vino peleón, que en eso no era exigente. Era un hombre bueno, que recibió, en una reyerta tonta de taberna, doce puñaladas en el cuello, le llevaron muriéndose a un hospital y allí le salvaron. Luego, no sé por qué –pero no sería por nada malo–, estuvo dos años en la cárcel, se colocó allí de cocinero y, cuando salió, todo el mundo se hacía lenguas de lo guapo que estaba, de lo bien que le había sentado la estancia, que salía de la cárcel hecho un marqués. Estuvo una vez en Madrid, en casa, tampoco sé a qué, y llenó todo el suelo de colillas. Mi padre recordaba que yo, que tenía tres años, y que, evidentemente, era ya madrileño, cogí uno de los ceniceros que había y se lo puse delante. Murió poco después de cumplir los cuarenta, sin enfermedad conocida, de repente, dejando por el mundo hijos e hijas y una mujer que la familia nunca conoció. A su modo, disfrutó mucho de la vida; he conocido a poca gente que sonriera más y mejor. La sonrisa del Duque de Edimburgo me recuerda, a veces, a la de mi tío el recovero.

         Ana, la más guapa de las cuatro hermanas, se había casado con un mercero, que iba en burro de casa en casa ofreciendo su mercancía y era un hombrecillo rubio, incoloro, inodoro e insípido. No sé si de soltera o ya casada, un guardia civil se enamoró de ella y, otro que la rondaba, le mató a tiros. Murió joven, como su hermano Juan, y yo la conocí ya enferma, casi siempre en cama. Fue también a Madrid, a nuestra casa, a que la vieran los médicos, y recuerdo el estupor y la admiración que me produjo que escupiera en el suelo del piso tranquilamente cada vez que sentía necesidad de hacerlo. No trato de disculparla, ¿por qué?, pero en aquella época escupir era un rito nacional, a veces furtivo, a veces solemne. El país estaba lleno de escupideras –que usaban los ricos–, y de letreritos prohibiendo escupir que no leían los pobres. En el despacho de cualquier ministro podía faltar la mesa, pero la escupidera, nunca. Mi tía Ana vivía –honradamente, creo–, en un barrio de mala nota, que yo visitaría de muchacho algunas veces: El Egío, es decir, El Egido, y trataba con prostitutas igual que otras señoras tratan con monjas. Pisar el barrio aquel –donde, a veces, a las horas de calor, se oían ejercicios de guitarra en un patio; donde, a veces, a la sombra de una puerta se veía casi desnudo el pecho de una muchacha–, era sentir, borrosamente, las glorias del infierno. Muchachas decentes, que algunos desearían más que a su esposa, pero que habían sido “desgraciadas por el novio”, o por el señorito de la casa donde servían en cualquier pueblo vecino, y la sociedad rural las relegaba al prostíbulo por  descuidar su “honra”.

         La más esmirriadilla de las hermanas era Agustina, una criatura algo pasmada siempre y en estado de gracia que cosía muy bien y mantuvo con tanto heroísmo a sus cuatro hijos como su marido, José María, un gran carpintero al que no le faltaba trabajo en las mejores casas, por persona decente y por hacer bien las cosas, aunque le pagaran poco y mal, como a tantos trabajadores en Úbeda y en el resto de España. Mi tía Agustina, cuando no se acordaba de algo –y su cabeza no estaba en condiciones de recordar mucho–, lo expresaba lo mismo que Cervantes: “Nada, que no quiero acordarme...” Y hablaba de “estar a pique de...”, del lebrillo y la compaña. Me encantaba oirla.

         Al otro mundo opuesto o contrario a éste, pasé por la misma puerta del amor –la única siempre abierta- por la que había pasado al mundo de los pobres.

         Desde los quince años, mi madre había sido doncella –es decir, criada con cabeza, criada distinguida- de una auténtica señora de Úbeda: Doña Dolores Vázquez Briz, conocida por la familia y sus amistades como “tía Lola”. De ser “tía universal” se gloriaba ella. Su casa, alrededor de dos patios, que hacía esquina con la calle Minas y la calle de la Victoria y se extendía considerablemente en ambas calles, estaba diseñada, a medias, para vivienda y casa de labranza. Desde los quince años, esa fue la casa de mi madre, su escuela y su universidad hasta el día de su boda. Allí lo aprendió todo –o casi todo– y, desde allí, disfrutó con su señora de largos viajes veraniegos a Madrid, San Sebastián, Biarritz o París. En el Hotel Regina, doña Lola se hospedaba siempre en la habitación 33 y, en ese hotel madrileño, conoció mi madre al apuesto conserje, con uniforme casi de mariscal, que fue mi padre.

         Doña Lola provenía de una familia manchega, de San Clemente, y desde niña debieron enseñarle que, donde no hay buenos señores, no hay buenos criados y que la señora de una gran casa tiene que saberlo todo, desde cocinar hasta lo que exigen las distintas estaciones del año, las categorías de las visitas y su manera de servirlas, organizar fiestas, despachar cuentas semanales con el administrador, las matanzas, el orden de las ropas, los zafarranchos y la limpieza en general de las habitaciones de invierno y de verano y que cada cosa se mantuviese inalterable en su sitio. La señora se comportaba con seriedad y cierta gracia, se hacía las joyas a su gusto en Madrid, se vestía en Balenciaga, tenía dos cortijos y un molino de aceite, dos coches, doncella, peinadora, tres criadas, cocinera, chófer, administrador, mozo de cuadras, aperador y aguador y, con todo eso, andaba con mandil –no se decía delantal, sino mandil–, por la cocina, haciendo y enseñando. Se había casado con un señorito rico, ya algo mayor, Antonio Díaz, que, a última hora, decidió compensarle con un cortijo por el capital de ella que había perdido él jugando. Tuvieron una hija, que murió a los tres años y su muerte causó trastornos psicológicos a la madre, que fueron desapareciendo con el tiempo. El marido, reafirmó su fama de calavera marchándose de Úbeda sin previo aviso durante varios días tras los pasos de “La Fornarina” (no la de Rafael), la célebre y bellísima canzonetista Consuelo Bello, hija de de un guardia civil y de una lavandera. Volvió de la costosa aventura, quizá sin consumarla, y se justificó diciendo que había estado ocupado en las faenas del cortijo. Murió relativamente pronto y ella se quedó, todavía joven, con dos buenas fincas, La Minilla, heredada de sus padres, y Nava, que perteneció al marido.

         En la foto de Lola Vázquez que miro ahora, tiene ojos jóvenes, de muchacha, y porte de señora. En ese retrato de estudio, podía estar entre los veinticinco y los treinta y cinco años, con suaves carnosidades que empezaban a ser rubensianas, pelo espeso y negro con guedejas sensuales que se rebelaban en la nuca y enmarcaban el rostro, labios amables prestos al humor, a la palabra, al beso necesario, y también al silencio, y ojos penetrantes, comprensivos, humanos, muy humanos. Podía haber sido una dama joven nacida en el Caribe, envuelta hasta el cuello en blusa de encaje y muselinas y acostumbrada al trato piadoso con mulatos y negros y, para hacer válida la comparación, les faltaba muy poco entonces para ser eso a los andaluces pobres. Sin embargo, mi madre, aun trabajando, debió de ser bastante feliz en aquella casa; parece evidente que encontró allí consideración y cariño y que su carácter manchego-andaluz, de Jaén, alegre y serio, cuadraba con los gustos de su ama. Un matrimonio inglés, en un balneario de Córdoba, viéndola graciosa, inteligente y dispuesta, quiso llevársela a Inglaterra e, incluso, darle estudios. “¿Qué porvenir tienes aquí, en esta jaula?”, le preguntó la inglesa, y mi madre contestó: “Esta es una jaula de oro, señora.” Lola Vázquez y ella tuvieron una trifulca seria sólo una vez y, cuando mi madre había hecho la maleta para marcharse de la casa y fue a despedirse de la señora, se miraron las dos, se les saltaron las lágrimas y se abrazaron.

         Aquella casa, como la de mi abuela o, más tarde, la de mis tíos Agustina y José María, en la calle del Trillo, fue mía por largas temporadas, desde que nací hasta pasadas más de dos décadas y, en ambas casas, me sentí honrado y feliz. Mientras vivió mi abuela en el Callejón de Ventaja y luego, con mis tíos, en la calle del Trillo, un criado me llevaba a última hora de la tarde a dormir allí y me recogía a la mañana siguiente para pasar el resto del día en la otra casa. Lola Vázquez no era mujer fácil ni efusiva, pero el hondo afecto encerrado en ella se transparentaba en una atención sensible, sentido de la responsabilidad y un amor evidente, aristocrático, a la parla del pueblo, que ella adobaba luego en anécdotas contadas con sobriedad y gracia, sin que faltara algo de malicia y de ternura en ellas. Manolilla –como llamaba a mi madre– se había casado y había tenido un hijo y, ese hijo, se convertiría en su único nieto hasta el día de su muerte. Ella, que lo tenía todo, rebosaba en deseos de una criatura y yo también  iba a necesitarla a ella a los cinco años.

         En aquel pueblo, en aquellas casas, la hucha de mi vocabulario se iba enriqueciendo, palabra a palabra: cortijo, garrota, artesa, bardas, altramuz, crujía, jaraíz, chinero, alacena, dompedro, granero, murciélago, aguador, espliego o alhucema, poyo, fuente de taza, arreos, galería, romero, esparto, tábano, vencejo, tórtola, colorín (jilguero), reja, cochera, cuadra, muralla, arrezú (paloluz), feria, era, trillo, alberca, tejeringo, olivo y tantas otras que comenzaron a salir de mis labios como agua de bautismo fecunda y fresca.

         En esa ocasión temprana de mi vida, volvimos a Madrid con la hermana pequeña de mi madre, Pepa, a la que Lola Vázquez había colocado en su casa al marcharse mi madre. Viajó con nosotros para echarle una mano a su hermana, que no se encontraba bien y estaba en su segundo embarazo. Mi tía Pepa era poco más que una adolescente, chatilla, con un cuerpo mediano bien hecho y algo inclinada a la rebeldía y a estar de morros. Con mi padre rebosante de salud y mi madre enferma, fue meter en nuestra casa de Madrid carne propicia a la búsqueda del beso furtivo y a la golosina del tacto.

 

III

 

         Hubo en casa, al volver, dos acontecimientos simultáneos, el nacimiento de mi hermano Jesús y el incendio del Teatro Novedades, cercano a nuestro barrio, la tarde misma en que mi prima Isabel había decidido que, ella y yo, íbamos a ver La tabernera del puerto. Una interferencia fortuíta, o un cambio de planes a última hora, de los infinitos cambios de planes que ocurrían a diario, hizo que no fuéramos al teatro, aunque nuestra ausencia, creyendo que estábamos allí, mantuvo en vilo y angustia a toda la familia durante muchas horas.

         La tragedia, con más de sesenta muertos, tuvo su lado grotesco: al descubrir el fuego, la orquesta del teatro tocó un brioso pasodoble; los muertos se iban cubriendo con mantas y, con un imperdible, prendían un papel en cada manta que sólo ponía “Novedades”; con tantas víctimas como hubo, se salvaron, en un cajón, los papeles de los empresarios y un montón de zarzuelas que estaban allí aguardando su lectura o su estreno, y no menos grotescas fueron las visitas obligadas de las “chisteras” políticas o los héroes de los entorchados, el ministro de Gracia y Justicia, el gobernador militar, Martínez Anido, y Primo de Rivera (el Rey andaba de viaje), seguidos por comparsas y personajillos que esperaban crecer sobre los cadáveres como los hongos. Me salvé aquel dia de la chamusquina y también se salvó de ella –como he sabido veinte años más tarde- el gran poeta de la posguerra, Blas de Otero pero, como es de suponer, las mujeres tertulianas del portal de mi casa, gozaron interminablemente, en sus sillas de anea, imaginando con lamentaciones y horripilantes detalles y consecuencias, lo que hubiera pasado si me hubiera ocurrido lo que no me ocurrió. La luz de luna y la noche, les acercaba aún más a la tragedia.

         Mi hermanillo nació, pese a la recomendación de los médicos a mi madre de evitar embarazos, con todos los rasgos de un ángel; no había en él venas que llamaran la atención, sino belleza y perfección admirables. Aunque recién llegado, parecía ver el mundo con indiferencia, como si ya lo conociera o no le interesara. Así y todo, las primas se entusiasmaron con él y le hicieron participar en la orgía vital del mundo que nos rodeaba, tratándole como a un objeto de sus emociones, como a un muñeco que la cigüeña hubiera traído de París para calibrar la hondura de sus instintos maternales. A los cinco meses, el pobrecito murió, casi sin molestar y sin haber llorado, y se le borró esa sonrisa sabia, o lo que fuera, que dibujaban sus labios. Sesenta y siete años más tarde, yo le recordé así en un texto breve que lleva por título su nombre:

         “Mi madre tuvo un niño llamado Jesús, como la Virgen María. No era vírgen, ni mi abuela Carmen la concibió inmaculada, ni los ángeles la llevaron al cielo en cuerpo y alma; unos amigos de mi padre cargaron con su cuerpo en el ataúd y la enterraron, aunque yo no lo vi. Podía haber sido virgen de retrato, pero su estampa de gitanilla andaluza, sin caracolillos en el pelo, sin malicia en la cara, no se pudo cruzar con Murillo, ni siendo chiquilla ni después, de madona, con guedejas morenas de mujer hecha, poco antes de morir.

         El niño Jesús fue cinco meses mi hermano y nos abandonó para ser ángel. Dejó en el mundo fama de facciones perfectas; la cara de mi padre –según decían-, pero sin el torrente de vida que había en mi padre; un parecido en mazapán o cera. O también un nazarenito, y quizá la elección del nombre tuviera que ver con alguna promesa de mi madre a Jesús de Medinaceli. Su sonrisa era aristocrática y suave y el mundo en que nació le debió parecer demasiado ruidoso y sin norma para habitarlo. Jesús era frutilla de paraíso y allá se fue.

         Sin embargo, no creo que viniera a dejar fama de guapo. Es demasiado estúpido. Mi madre se sentía enferma en su embarazo y se llamaba Manuela. Según los libros, Manuel, Emmanuel, quiere decir ‘Dios con nosotros’ y es el nombre profético que dio Isaías al Verbo encarnado y, según los libros, Jesús, el Verbo encarnado, significa ‘Dios ayuda o Salvador’. Mi madre querría hacer más real su nombre y meter en casa la ayuda de Dios, al Salvador, a Dios con nosotros. Jesús no tendría un pesebre por cuna, pero habitaría una casa humilde, aunque llena de luz.

         Entre el nacimiento de Jesús y la muerte de mi madre debieron pasar dos años, pero él nos dejó enseguida y me pregunto si el ataúd pequeño hizo más llevadero a mi madre el ataúd grande y si aquel angelito le abrió un camino donde no los vemos y la estaba esperando en alguna puerta para seguir creciendo a su lado, al lado de su madre, todos estos años en que yo lo he hecho solo. La aparición del niño Jesús en casa tuvo algo único que no era sólo el nacimiento de un niño. Recuerdo la flor cansada de su piel, el negro en orden de su pelo. ¿Cómo puedo recordar algo de él todavía?

         Me doy cuenta de que yo he sido siempre el hermano de Jesús, un ser borroso que sabe que Jesús ha existido.”

 

(Fragmento del libro de Medardo Fraile El cuento de siempre acabar. Autobiografía y memorias que fue editado por Pre-Textos)

Escrito en Lecturas Turia por Medardo Fraile

20 de noviembre de 2013

Cuando Robert Walser escribe estos artículos,  “Fur die Katz” (“Por nada” o “Para el gato”) 1928/29; “Meine Bemühungen” (“Mis esfuerzos”) 1928/29  y “Der gebrauchte Mensch” (“El hombre gastado”) 1930/31, está entre los cincuenta y los cincuenta y cuatro años, edad en la que un escritor sabe de sobra si ha conseguido algo en su oficio o si, por el contrario, ha fracasado. Walser entonces se encuentra  en una deriva en la que “la soledad si iba haciendo en torno suyo” y no tenía dónde agarrarse, sólo los articulillos que aparecían en “el folletín” (sección de algunos periódicos en la que se publicaban pequeñas notas de interés general, reseñas de libros, novelas y todo lo que escapaba a las secciones “serias” de política y economía) de algunos diarios que todavía se aventuraban a publicarle. Cuando este único asidero le faltó, todo se vino abajo con la crisis de 1928/29 que, precisamente, parece haberse originado por la negativa del Berliner Tagblatt a publicar los textos que Walser había enviado. Desde 1925 este periódico venía publicándole hasta tres colaboraciones mensuales, constituyendo su principal fuente de recursos, la más segura y lucrativa. El redactor jefe le recomienda que momentáneamente deje de colaborar durante seis meses. Desde noviembre de 1928, en efecto, y durante seis meses, ningún texto de Walser aparece en el periódico. Es muy probable que esa noticia desatara la grave crisis cuyo final sería el ingreso en el asilo de Waldau. “Me esforcé en seguir escribiendo a pesar de esta advertencia”, le cuenta a Carl Seelig, “pero fueron sólo tonterías las que me arrancaba con mucho trabajo (…) Para terminar, mi hermana Lisa me llevó al asilo de Waldau. Todavía en la puerta, le pregunté: “¿Hacemos lo conveniente? “ Su silencio fue explícito ¿qué otra cosa podía hacer sino entrar?”

Walser por entonces vivía en Berna (1921/1929) sin trabajo ni domicilio fijos (en los ocho años berneses se cambiaría catorce veces de domicilio) viviendo modestísimamente de sus colaboraciones que aparecen en diarios y revistas y no siempre con la periodicidad deseada (en 1925 publicará Die Rose (La rosa), el último de sus libros).

Los artículos que aquí traducimos permanecieron inéditos en vida de Walser y sólo vieron la luz en 1986 con ocasión de la edición de su obra completa Sämtliche Werke in Einzelansgaben, editada en veinte volúmenes por Jochen Greven, Suhrkamp Verlag, Zurich. En castellano se traducen por vez primera.

Los tres artículos, aparte de tener un cierto aire de época y de mostrar las inquietudes que Walter tenía en aquellos años de crisis, son importantes para entender su abandono de la novela, ante la falta de éxito, y la incursión, casi exclusivamente, en el artículo como única vía de subsistencia. Intenta en esta época un modo de escritura totalmente personal. Pasa conscientemente “de la redacción de novelas a los artículos” porque, como dice en “Mis esfuerzos”, “las vastas construcciones épicas comenzaban por así decirlo a irritarme”. Alude también a la “crisis de la pluma”, cuando habla de que su mano de escritor “se niega a realizar cualquier servicio”; tal como lo sugiere en el mismo pasaje, esboza en primer lugar sus prosas a lápiz, en una escritura microscópica (estos “microgramos”, así denominados por Jochen Greven, tardarían veinte años en ser descifrados y transcritos en su totalidad)  selecciona seguidamente estos borradores y los pasa a limpio, a tinta, para enviarlos a las redacciones de los periódicos.

En Berna lleva una existencia marginal, se convierte en un desconocido que vive en mansardas, pasea por la ciudad vieja y visita sus tabernas. Como apunta en “El hombre gastado”: “La soledad se iba haciendo en torno suyo”. Esta soledad, a pesar de la euforia y  ganas que pone en la redacción de sus artículos, alterna con fases depresivas e improductivas y en uno de estos episodios es cuando acepta ingresar en el asilo de Waldau.

“Für die Katz”, literalmente “Para el gato”, corresponde, más o menos, a la expresión castellana “por nada” o “de balde” (tiene relación con la expresión doméstica “para el gato”, refiriéndose a las sobras de las comidas que se guardan para el gato de la casa). Este artículo, más que ningún otro, viene a decirnos que la “singular felicidad” que nace de la micrografía walseriana, está ligada a verdaderos sufrimientos del autor. El contenido de estos escritos constituye un rico tesoro de eslabones perdidos que relacionan entre sí los textos de Walser, pero que también nos proporcionan nuevas luces biográficas sobre el autor. Cada artículo es para Walser una tentativa de profundización en lo cotidiano. Un simple objeto, un paisaje, un gorrión, se convierten en el emblema de la crónica; como sucede en otro de sus textos titulado precisamente “Yo era un gorrión”, un pájaro de ciudad, de vida efímera, que sabe de sobra que no tendrá la más mínima oportunidad de alcanzar la inmortalidad literaria. El gato en este artículo, uno de los más bellos y profundos de Walser, simboliza la institución del “folletín” y toda la “maquinaria de la civilización” a la que, día tras día, el cronista se ofrece como alimento, como auténtico pasto. Todo el potencial poético que dormita en el artículo de folletín, y que desde Baudelaire será la base de la columna moderna, Walser se preocupará de desvelarlo y de ofrecerlo, inocente, al lector.

 

POR NADA (PARA EL GATO)

Anoto el articulillo que me parece quiere nacer aquí, en el silencio de la medianoche, y lo escribo por Nada, es decir para el gato, es decir, por la costumbre de hacerlo.

Por Nada es una especie de fábrica o de establecimiento industrial para el que los escritores bregan diariamente, cada hora incluso y al que, fieles y asiduos, entregan su mercancía. Producir es mejor que charlar inútilmente sobre la producción, o perderse en discursos estériles sobre lo que es útil. De Pascuas a Ramos, incluso los poetas escriben por Nada, pensando que es más inteligente hacer algo que no hacer nada en absoluto. Quien trabaja para el gato, esta quintaesencia de la comercialización, lo hace por el misterio de sus ojos. A ese gato se le conoce sin conocerlo; dormita, ronronea de alegría en su sueño, quienquiera que intente comprenderlo se encuentra ante un enigma impenetrable. Aunque por Nada represente para la cultura un peligro notorio, no parece que uno esté en condiciones de prescindir de él, pues no es otra cosa que la época en la que vivimos y para la que trabajamos, la época que nos provee de trabajo, pues bancos, colegios, restaurantes y casas editoriales, y la mayor parte del comercio, y la importancia fenomenal de las redes de producción de mercancías, y más aún, suponiendo, lo que considero superfluo, que quisiera enumerar todo aquello que pudiera entrar en esta lista, todo eso, es por Nada, siempre por Nada, y aún por Nada. Por Nada, no es sólo bajo mi punto de vista lo que contribuye a la buena marcha del sistema, que tiene algún valor en la maquinaria de la civilización, sino como he dicho, por Nada, es el mismo sistema, y si hay algo que pueda en rigor distinguirse de él, y pretender no ser hecho por Nada, es precisamente lo que presenta un valor de eternidad: las obras maestras del arte, por ejemplo, o las acciones que sobrepasan los simples gorjeos, efectos sonoros, rumores y estridencias del día. Sólo aquello que no es mascado y devorado por el rechazo o la admiración, dicho de otra forma por Nada, que por cierto representa algo eminente, sólo eso, se dice, está llamado a perdurar y llegará algún día, como un buque de carga o un paquebote, al puerto de una lejana posteridad. Mi colega Tartempion, bajo mi punto de vista, garabatea de todas todas por Nada, aunque escribe y versifica de la manera más sofisticada. En lo tocante a la nadería natural de su trabajo, sin ninguna duda notable, Trucmuche, que puede decir que tiene una bella y encantadora esposa, que cena y se festeja como un príncipe, que pasea estupendamente todos los días y vive en un apartamento romántico, Trucmuche, pues, comete un flagrante error obstinándose en creer que el gato lo ignora. Pues si, por su parte, éste considera a Trucmuche como a uno de los suyos, Trucmuche insiste en pensar que por Nada no lo juzga digno, lo que de ninguna manera corresponde a la realidad.

Al mundo actual, yo lo llamo por Nada; para la posteridad, no me permito denominación familiar.

Por Nada es a menudo desconocido, uno se hace el desdeñoso, y cuando se le echa algo de alimento, se añade con desprecio, en una disposición de espíritu totalmente aberrante, ¡es por Nada! Como si, todos los hombres, desde que el mundo es mundo, no hubieran trabajado para él.

Así pues, el destinatario primero de todo lo que sucede, es él; se repite, y solamente lo que continua viviendo y actuando a su pesar es inmortal.


MIS ESFUERZOS

Con el tiempo me he convertido en un tema de preocupación para mis editores. Hay uno que me ha invitado a escribir nouvelles  para él; ¡a mí, que hasta el momento quizá no haya sido capaz de que ni una sola haya salido bien!  A los veinte años, escribía versos, y a los cuarenta y ocho, de repente he comenzado de nuevo a escribir poemas. Por principio, en la presente tentativa de autorretrato, voy a evitar cualquier deriva personal. Por ejemplo, no diré ni una sola palabra de las personalidades importantes que he encontrado en mi vida. En cambio, me gustaría hablar lo más fielmente posible de hacia dónde van mis esfuerzos. Creo disfrutar hoy de cierta reputación como escritor de historias cortas. Quizás el valor literario del relato breve sea bastante efímero. ¿Puedo por otra parte rogar al lector que tenga la bondad de creer que lo que sale de mi boca es el fruto de mi excelente humor? Tengo la impresión, en este momento delicioso de mi vida, de ser la alegría en persona. Hasta aquí, he escrito por otra parte en una tranquilidad perfecta, a pesar de que mi naturaleza me haya podido llevar a la intranquilidad. Subrayemos de paso que, más o menos, desde hace cinco años, tengo una amiguita que a fe mía, no requiero siempre con un amor de primerísima categoría. De cuando en cuando, lo confieso abiertamente, leo en francés, sin tener la pretensión de comprender cada palabra de esta lengua. Respecto a los libros y a los seres humanos, considero que entenderlos de cabo a rabo, antes que provechoso, carece de interés. Quizá me haya dejado influenciar, aquí o allá, por las lecturas. Hace unos veinte años, redacté con cierta maña tres novelas, que quizá no lo son en absoluto, sino que serían más bien libros, en los que aparecen un montón de cosas, y cuyo contenido parece que ha gustado a un círculo más o menos grande de mis afines. Hace mucho tiempo, uno de mis jóvenes contemporáneos, se puso casi a provocarme al ver que no me emocionaba porque se le hubiera ocurrido decirme que admiraba tal o cual de mis viejos libros. Es un hecho, sin embargo, que la obra en cuestión es por así decirlo inencontrable en librería, por lo que su autor no debería sentirse orgulloso. Sucede quizá lo mismo con alguno de mis honorables colegas. Cuando iba al colegio, uno de mis maestros o pedagogos celebró mi redacción como siendo aparentemente el tipo de escritura de artículo por excelencia, lo que me permitió redactar numerosos borradores, etc., y me llevó a cuidar mi oficio de escritor, por lo que, naturalmente, me enorgullezco. En aquella época, si pasé de la redacción de novelas a los artículos, es porque las vastas construcciones épicas comenzaban por así decirlo a irritarme. Mi mano desarrolló como una especie de rechazo a servir. Para recuperar sus buenas costumbres, no le pedía más que ligeras pruebas de eficacia, pues, son precisamente este tipo de detalles los que me han permitido reconquistarla. Conteniendo mi ambición, he tenido por norma el contentarme con cualquier pequeño éxito, por modesto que fuera. El escritor en mí se conformaba a las órdenes de aquel que deseaba seguir llevando una vida muy tranquila, y que cobraba de las redacciones de periódicos más diversos. Por lo que creo, en otro tiempo tuve un nombre; sin embargo, me acostumbré también a un nombre menos notable pues anhelaba adaptarme a la denominación de “cronista de periódicos”. Jamás me ha llegado a paralizar la idea sentimental de que se me pudiera considerar como artísticamente perdido. Como una suave mano sobre mi hombro, la pregunta se planteaba a veces: “¿Ya no es arte lo que haces?” Sin embargo, podía decirme que lo que continua mereciendo la pena no tiene que dejarse importunar por exigencias cuyo peso ideológico lo ensombrece. Confesémoslo rotundamente, me faltaba voluntad para prohibirme perder el tiempo hasta ciertos límites. Me basta con poder pensar que es verosímil que el tiempo ha cuidado de mí maravillosamente. Aún estoy vivo, lo reconozco, y quizá me sea permitido dar gracias por ello estando dispuesto a vivir en armonía conmigo mismo. Cuando, ocasionalmente, me apetecía garabatear a la buena de Dios, eso podía parecer un poco descabellado a los ojos de la gente archiseria; pero en realidad, experimentaba en el terreno de la palabra, con la esperanza de que la lengua guardara alguna vitalidad aún desconocida que sería una alegría descubrir. Mientras que mi único deseo era liberarme, y permitía que este deseo existiera, ha podido suceder que aquí o allá, se me desapruebe. La crítica acompañará siempre a los esfuerzos.


EL HOMBRE GASTADO

Lentamente, el hombre gastado hacía su camino, dándose cuenta perfectamente de que en otro tiempo se había echado a perder. Con frecuencia, se había podido ver su imagen, no exenta de seducción, entre el grupo de amigos. Hace muchos años, él y estas personas eran presumidos, tenían lo que querían, es decir lo que deseaban, confianza y serenidad. Si apenas se habían sentido llamados a realizar grandes cosas o a esforzarse al máximo. Vivía, como muchos de sus vecinos, en una feliz despreocupación, pasando la mitad de las noches de comilona con toda una compañía de felices guasones y bocazas. Se sentía absolutamente incapaz, por el momento, de dárselas de listo. Ya desde hacía algún tiempo, ofrecía a los demás una cara pasmada, asombrada, por así decirlo, pues la soledad se iba haciendo en torno suyo. Creía tener que acordarse de que en otro tiempo, por ejemplo, una multitud de amigos y conocidos habían formado casi continuamente una especie de muralla protectora a su alrededor. Esta buena gente, en cierto sentido, se le parecía mucho. Era, cómo decirlo, un tipo desajustado, o a punto de llegar a serlo, poco a poco. A lo largo del año, pensaba y hacía siempre lo mismo, tan poco, pequeñas nadas confortables, fáciles, agradables, propicias a la vanidad. La vanidad, sí, era eso, sobre todo, lo que durante años había contado para él. Ahora, sus manos tenían una expresión de molicie. La renuncia había impreso su sello a todo su comportamiento. Sobre todo, no tenía en absoluto ganas de bromear. Había dejado de reír desde hacía mucho tiempo. Algo en él temía el haber recurrido a la risa, como se teme una inconveniencia. Antes, había sido claramente un gatillo o un detonador de cohetes de risa. Estos buenos viejos tiempos parecían huidos para siempre. ¿Era viejo? No. Aún no. Se encontraba más bien en el cenit de la vida, o sea, en su quincuagésimo-tercer o quincuagésimo-cuarto año. ¡Ah! ¡Si únicamente su cráneo había sido el cráneo de un cínico triunfador! ¡He ahí lo que le hubiera convenido en su más alto grado, he ahí con lo que disfrutaría! Pero triunfar, ¡ay! No era necesario soñar con ello. Cómo le hubiera gustado imaginarse que era un tigre, una fiera soberbia, vigorosa, invencible. De eso no se encontraba ni rastro en su persona. Temblaba en su fuero interno como un criminal reincidente, es decir como aquel a quien se le podía reprochar tal o cual crimen. Todo el carácter que había tenido parecía desvanecido, probablemente para siempre. Y su lado petulante, chispeante, lleno de ideas, ¿dónde estaba ahora?

Soñando que en una determinada época, había creído controlar la vida, entró indeciso y a la defensiva, en un museo, y se quedó pasmado ante el retrato de un almirante del Renacimiento, ¡completamente ennegrecido por el humo! ¡Inaudita, la expresión impasible que ofrecía! Le llamó la atención otro cuadro que representaba a un hombre de alrededor de ochenta años y que tenía, sin embargo, la destilada firmeza de un joven de muy buena familia.

Al salir del museo, sabía, con certeza y para su mayor desagrado, que su aspecto era lamentable, y que todo su comportamiento delataba desorden.

Jamás hubiera creído que fuera posible una cosa parecida. Como pasaba ante las ventanas de una casa completamente construida de cristal, quedó clavado en el suelo, estupefacto ante un extraño espectáculo.

Vio una mujer joven y bella, elegantemente vestida, que bajo las miradas de los viandantes, sentada en un canapé, acercaba de vez en cuando a sus labios el borde de una taza. Sobre la mesa se encontraba un libro abierto. Su fisonomía parecía decirle:

“Tú como los demás, esperabas mucho del porvenir. ¡Pero no es lo que habías imaginado!”

Siguió su camino, y por doquier chocaba consigo mismo, y era para no entender nada.

 

Versión y nota de José Luna Borge.

Escrito en Lecturas Turia por Robert Walser

20 de noviembre de 2013

Conduce tranquilo hasta ese punto de la autopista, situado entre el kilómetro doce y el trece, donde se incorporan dos nuevos carriles mediante pasos elevados que forman un entrelazado de hormigón. Hasta entonces circula relajado, automático, escuchando la radio, tamborileando con los dedos en el volante, pero al alcanzar el nudo de carreteras abandona esa relajación y gana cierta tensión, atiende a la carretera hacia delante, revisa los márgenes, echa un vistazo al retrovisor para comprobar si podría cambiar de carril en caso de ser necesario, y acelera ligeramente, atraviesa esos trescientos metros lo más rápidamente posible, adelanta si algún vehículo entorpece su marcha. Mientras pasa bajo los viaductos mira hacia la derecha, al lateral, a los desmontes y el paisaje seco, aunque desde la autopista no puede ver nada, el peralte de la curva y la elevación de la calzada impiden ver lo inmediato, y el guardarraíl tapa por completo lo que aún pudiera verse, como una preocupación estética de los constructores de la vía para ahorrar a los conductores la desagradable vista, y crear en los ciudadanos la ilusión de que eso no existe, ya no.

Normalmente la cuneta está despejada, como mucho dos o tres personas en la cercana parada del autobús interurbano, alguien que llega desde el otro lado, levanta mucho la pierna para salvar el quitamiedos y camina hacia la parada. Otras veces ha visto un vehículo detenido en el margen, con luces de emergencia y un conductor haciendo señales a los coches sin que nadie atienda su petición, pues Emilio supone que el resto de conductores actúa como él, aceleran, cambian de carril, todos saben, todos han leído las informaciones periodísticas, todos han escuchado las historias que circulan de boca en boca y que se convierten ya en leyenda, por eso todos evitan demorarse en ese punto, menos aún detenerse, y aceleran aún temiendo el incidente fatal, el atropello, el zombi que cruza la autopista cojeando y no puedes esquivarlo, cae sobre el parabrisas o queda bajo las ruedas, no sería la primera vez.

No es tan difícil que algo así suceda, su propia decisión de acelerar en ese tramo para cruzarlo cuanto antes le pone en mayor riesgo de un atropello así, por eso cuando ve a alguien caminar por el arcén o a punto de saltar el quitamiedos Emilio cambia de carril, ocupa el central, y una vez superado mira por el retrovisor para ver si algún desgraciado no ha tenido tanta suerte y se ha llevado por delante al moribundo. Qué hacer en ese caso, cómo actuar si un día cae un hombre sobre tu capó, lo ha pensado muchas veces, y le asusta elegir la huida, ese tipo de cosas pasan en caliente, el temor que lleva al conductor a no detenerse y continuar la marcha, más tarde irá a una comisaría a confesar, o ni siquiera eso, revisará la chapa al llegar a casa para comprobar si hay alguna marca, y confiará en que no haya investigación policial, a nadie importará ese cadáver, nadie lo reclamará, nadie perderá tiempo en una muerte que se habría producido pronto de cualquier manera. Ese tipo de cosas pasan en caliente, en efecto, pero él lo decide ya en frío, no detenerse, como si el atropello, el cuerpo sobre el asfalto que otros coches no logran esquivar y pisan, el asustado conductor detenido en el ensanche de la vía que forma la parada de autobús, fuesen a atraer a otros moribundos que ascenderían el terraplén y saltarían el quitamiedos buscando venganza por el compañero muerto.

No sólo hay que tener cuidado con quienes caminan por la autopista y que cruzan sin mirar, también hay que atender a los coches que, detenidos en el arcén sin señalización de emergencia, se incorporan de improviso, sin marcar la maniobra con el intermitente, y pueden ser embestidos por el tranquilo conductor que circula por su carril respetando las normas de velocidad, por eso busca el extremo interior de la calzada si ve un vehículo detenido, ha leído cómo funcionan esos transportes, los llaman cunda, un peculiar taxi, normalmente un coche robado en el que se meten todos los que caben, es habitual que incluso el conductor sea uno de ellos, por eso no hay que esperar que mire por el retrovisor al incorporarse o al abrir la puerta, vienen de otras zonas de la ciudad, paran en el arcén, bajan los cinco o seis que viajan dentro, saltan el guardarraíl y se dejan caer por la pendiente hasta las construcciones que desde la autopista no vemos, y una vez satisfechos vuelven, escalan el terraplén resbalando, clavando las uñas en los terrones hasta alcanzar el punto donde dejaron aparcado el coche.

Otros, por lo que dicen, viajan en autobús, no porque sean partidarios del transporte público, sino porque perdieron su coche, tal vez quedaron inconscientes durante un rato por efecto de la sustancia consumida y cuando despertaron, tumbados entre escombros y plásticos, se arrastraron por el terraplén para comprobar que sus acompañantes ya se habían marchado, no les quedó más remedio que cruzar la barrera y caminar por el arcén hasta la parada de autobús que ensancha ligeramente la calzada bajo el viaducto, y allí esperar a que un transporte se detenga, si bien hay conductores que pasan de largo esa parada, lo que provoca que el desairado viajero salga al paso del autobús para obligarlo a detenerse, causando volantazos y frenazos entre quienes circulan, y en algún caso un lamentable atropello.

******

Por todo ello Emilio no puede creer que un pinchazo sea casual, no allí, precisamente en ese punto, no puede ser fortuito que una rueda que no ha reventado en años lo haga exactamente en el sitio menos apropiado para ello, en esos trescientos metros malditos, justo cuando se aproximaba al nudo de carreteras y empezaba a incorporar tensión a su conducción, miradas al retrovisor y a los márgenes, el pie llevando a fondo el acelerador, y en ese momento, justo entonces, escucha el estallido, una detonación seca que puede ser causada por otra circunstancia, que espera sea causada por otra circunstancia, al pisar un trozo de chapa dejado en el asfalto, una piedra que otro vehículo hace saltar y que impacta contra la carrocería, pero es un pinchazo, resulta evidente en la manera en que el coche se vuelve inestable, avanza cojeando, el ruido de la llanta golpeando en cada vuelta del eje indica que ha sido un reventón grande, disminuye la marcha para no perder el control y aunque inicialmente aspira a atravesar esos trescientos metros aunque sea arrastrando la rueda desnuda, el coche se vuelve más indomable y, ante el riesgo de un accidente mayor, acaba deteniéndose en el arcén, a unos cien metros de la parada de autobús.

No puede ser casual, piensa, y por tanto teme algo intencionado, una trampa en la que hoy le tocó caer a él, unos clavos dejados en el asfalto para provocar el pinchazo, una emboscada de quienes en pocos segundos caerán sobre su coche y le sacarán violentamente del interior para, en el mejor de los casos, dejarlo tirado y algo magullado en la cuneta para escapar con su vehículo. Entre las muchas historias, ciertas o apócrifas, que circulan sobre ese lugar, no recuerda haber oído nunca nada acerca de este tipo de emboscadas. Sabe de atropellos, piedras lanzadas desde el viaducto sobre el parabrisa de los coches, averías fingidas para que un incauto atienda la petición de auxilio y se detenga, autoestopistas de aspecto confiable; pero no conoce ningún caso de clavos para provocar un pinchazo, lo que no le tranquiliza, siempre hay una primera vez para todo.

Qué hacer. Permanece aún dentro del vehículo, agarrado al volante, ya detenido en el arcén. Mira por el retrovisor, a quienes se aproximan por la autopista y le adelantan, se ve él mismo con los ojos de quienes conducen esos otros coches y que le mirarán como él ha mirado otras veces a vehículos detenidos en el arcén, que siempre le resultaron sospechosos, nunca pensó en un pinchazo o una avería más que como una trampa, por eso ni siquiera intenta bajar del coche y hacer gestos para que algún conductor se detenga y le ayude, sabe que nadie se detendrá, todos están al tanto de lo que sucede en ese punto kilométrico y no se arriesgarán por mucho que su aspecto inspire confianza, un hombre aseado, afeitado, con americana de buen corte y corbata.

No baja del coche, para qué, al menos dentro se siente todavía seguro, no merece la pena hacer gestos a los coches, nadie parará, y tampoco contempla siquiera intentar arreglar la avería, cambiar la rueda, nunca lo ha hecho, es torpe, no sabe ni dónde está la rueda de repuesto ni cree contar con las herramientas necesarias, y esa maniobra le retendría allí durante horas. Coge el teléfono y lo mira sin saber todavía a quién llamar. El primer impulso es el número de emergencia, claro, la policía, pero no tiene sentido, no es ninguna emergencia, nadie le amenaza, no todavía. Tampoco puede llamar a un compañero de trabajo, a esa hora están ya todos en casa, él fue hoy el último en salir de la oficina, suele ser puntual y hoy precisamente se retrasó, las fatalidades se suman, sus horas extra de trabajo y el pinchazo, se suman y le dejan ahí, en la cuneta de la autopista cuando empieza a ponerse el sol y en menos de una hora llegará la oscuridad.

Busca en la guantera la carpeta con los papeles del seguro, recuerda que hay una tarjeta de la compañía con un número para estos casos, le mandarán una grúa, un operario que le rescate y le cambie la rueda, aunque sabe que la ayuda puede demorarse un buen rato. Marca el número de la tarjeta, suena tono de llamada durante un minuto pero nadie atiende el teléfono. Cuelga y vuelve a marcar, y de nuevo da tono hasta que una voz grabada le indica que todos los operadores están ocupados, y le invita a volver a marcar pasados unos minutos. Aún lo intenta cuatro veces más, hasta que furioso arroja el teléfono en el asiento.

Levanta la vista y, a través del parabrisa delantero, lo ve. Un hombre, joven, vestido con chándal, desgreñado. En el momento en que lo ve está saltando el quitamiedos, unos cuarenta metros por delante de su coche. Pasa una pierna con dificultad, y al pasar la segunda pierna se engancha la zapatilla con la valla y da un traspiés, se incorpora con torpeza. Echa un vistazo alrededor y por fin empieza a caminar hacia la parada del autobús, pero tras unos pasos se detiene, como si recordase algo, y se gira hacia el coche de Emilio. Lo mira con atención, acaso espera reconocerlo, y así permanece unos segundos, dudando si continuar hacia la parada o desandar el camino y acercarse al coche. Cuando parece que se decide y da los primeros pasos hacia Emilio, algo llama su atención a lo lejos. Emilio ve por el retrovisor el autobús verde que se aproxima. El joven echa a correr hacia la parada, moviendo los brazos para llamar la atención del conductor, que esta vez sí se detiene, frena junto a la parada y abre las puertas para que el joven suba, y con el autobús se aleja una amenaza pero también una salida, pues Emilio piensa, demasiado tarde, que podía haber dejado el coche y correr hasta la parada para subirse él también, al menos le hubiese acercado a la ciudad, ya tendría tiempo de avisar a la grúa para que recogiese su coche.

Vuelve a marcar el número de la compañía aseguradora, con idéntico resultado. Por fin se baja del coche, con cuidado al abrir la puerta pues los vehículos atraviesan ese punto a gran velocidad. Da la vuelta revisando las ruedas hasta que localiza el pinchazo en la trasera derecha. El reventón ha sido grande, la llanta casi toca la calzada, falta un trozo de neumático y huele todavía a goma quemada. Se agacha junto a la rueda con gesto aprendido pero inútil, no sabe qué hacer con una rueda así, se incorpora y abre el maletero pero ahí no encuentra nada, se arrodilla y apoya las manos en el asfalto para mirar bajo el vehículo, donde descubre la rueda de repuesto, enganchada con unos tornillos que no sabe con qué podría soltar.

Se pone en pie, se sacude los pantalones y, ahora sí, se aproxima despacio al guardarraíl, mira al otro lado de la barrera, aquello que nunca ve desde la carretera pero que siempre ha imaginado, ayudado por algunas fotografías de periódico y por toda la imaginería habitual de la miseria. Está en primer lugar el terraplén, que es más escarpado de lo que pensaba, aunque está recorrido por un desagüe, una canalización de hormigón que puede funcionar como escalera empinada. Abajo hay cuatro caravanas aparcadas, viejas, una de ellas sin ruedas, alzada con ladrillos. Tienen las puertas abiertas, y frente a ellas se acumulan restos de todo tipo, palés, cartones, plásticos, un vehículo desguazado, bloques de cemento arrancados. Tras las caravanas hay un terreno descampado, de unos cincuenta metros de ancho, y después comienza el poblado, formado por medio centenar de construcciones, algunas de aspecto inestable, de chapa o madera, otras que podrían considerarse casas, de ladrillo y uralita, de aspecto tosco, a medio acabar. Entre las casas hay algunos coches aparcados, y se ve un grupo de niños que juega y varias mujeres. A la puerta de una de las caravanas más próxima al terraplén hay cuatro hombres sentados en el suelo, haciendo círculo, uno de ellos casi tumbado. Un quinto hombre está de pie, sobre la escalera de entrada a la caravana. Es éste el que levanta una mano y señala hacia la autopista, hacia Emilio, y comenta algo que hace que los otros cuatro miren hacia allá y, tras verle, se pongan en pie. Los cinco quedan unos segundos quietos, mirando hacia Emilio y hablando entre ellos. Uno de ellos grita algo que Emilio no entiende, y ya no ve más, pues retrocede para ocultarse, demasiado tarde, lo sabe.

El primer impulso es echar a correr, pero lo descarta por inútil. Mira hacia la carretera esperando un autobús salvador, pero sólo hay coches que aceleran al ver su vehículo aparcado, evitando la posible trampa como él ha hecho tantas veces. Se mete dentro y activa el cierre centralizado. Coge el teléfono y vuelve a marcar, pero la misma grabación de voz le pide disculpas y le anima a intentarlo de nuevo pasados unos minutos. Piensa que ahora sí debería llamar a la policía, no pierde nada, en el peor de los casos no le harán caso, pero cabe la posibilidad de que le atiendan, si él informa del punto exacto de la autopista en que se encuentra tal vez los uniformados comprendan sin más aclaraciones y manden un coche en auxilio, pero ya no tiene tiempo de marcar, pues en ese momento ve, unos metros por delante, a cuatro jóvenes, los cuatro que estaban sentados en el suelo junto a la caravana, y que ahora saltan el quitamiedos y se acercan a su coche.

En los pocos segundos que tardan en alcanzarle, tiene tiempo de observarlos. Uno de ellos parece el más perjudicado, y camina arrastrando los pies y con la cabeza un poco ladeada, la mirada perdida. Los otros tres parecen en mejor estado, aunque hay algo nervioso en sus gestos. Visten ropa informal que no dice nada de ellos, vaqueros y camisetas, como cuatro amigos en cualquier calle de su barrio. Sólo el rostro demacrado, la barba descuidada y el pelo sucio informan de su condición. Instintivamente vuelve a comprobar si las puertas están cerradas, y ahora ya los cuatro rodean el vehículo, dos por cada lado. El que tiene peor aspecto se apoya en el capó, se deja caer sin cuidado, tal vez hunde ligeramente la chapa.

Qué haces, pregunta uno de ellos, junto a su ventana. No debe de tener más de veinte años, piensa Emilio, aunque su piel lastimada, los ojos humedecidos y la boca desdentada parecen de un anciano. Como no contesta a la pregunta, el muchacho la repite, acompañando ahora sus palabras de un toque de nudillos en el cristal de la ventana: qué haces. Emilio responde sin levantar mucho la voz: he pinchado. Qué, pregunta el otro, con un gesto de no escuchar, abriendo más la boca para mostrar las encías. Que he pinchado, repite Emilio, casi gritando ahora. Joder, cómo tienes la rueda, exclama uno, en la parte trasera, y hace que los otros dos acudan a ver el neumático reventado, mientras el cuarto sigue apoyado en el capó, con la cabeza echada hacia atrás, como a punto de dormirse. Emilio mira por el retrovisor a los tres, hasta que sólo ve a uno pues los otros dos se han agachado junto a la rueda.

Llevas repuesto, pregunta el mismo de antes, que ha vuelto junto a la ventana. Emilio asiente en silencio. Te la cambiamos y nos llevas, propone el joven. Todavía con el teléfono en la mano, sin mirar a los ojos al muchacho, Emilio duda unos segundos mientras valora las opciones. Intenta entender la propuesta. Te la cambiamos y nos llevas. Pesa la desconfianza, no espera nada bueno de esos cuatro, y la posibilidad de una reparación, un viaje juntos y una despedida amistosa al llegar a la ciudad le parece improbable. Ve más verosímil que, una vez les facilite el acceso a la rueda de repuesto, la cambien en efecto, pero después se marchen con el vehículo dejándole a él allí en el mejor de los casos. Cabe una última opción, más aterradora, en la que no le abandonan en la carretera sino que se lo llevan con él, apretado en el asiento trasero entre dos de ellos, a su derecha el que ya no está sentado sino tumbado en el capó, y que probablemente apoyaría la cabeza en su hombro mientras viajaban hacia un destino incierto. Descarta la otra posibilidad aparente, quedarse encerrado en el coche y rechazar el ofrecimiento, pues cree que sería peor, que ellos conseguirán lo que buscan por las buenas o por las malas, mejor no resistirse, y siempre cabe la posibilidad de que mientras cambian la rueda aparezca la guardia civil, o el autobús y él pueda echar a correr para subirse a tiempo dejándolos allí con el coche, o incluso, aunque ahora le parezca improbable, la oferta sea realmente amistosa y se conformen con un paseo de doce kilómetros a cambio de llenarse las manos de grasa en la reparación.

No tardamos nada, insiste el muchacho, la cambiamos en un ratito y nos llevas, venga. Vale, concede Emilio, que en seguida se arrepiente cuando escucha la nueva petición del joven: tienes que abrir el maletero para que saquemos la rueda. Está enganchada por debajo, responde Emilio, que mantiene la esperanza de no tener que salir del coche, y ganar así tiempo. Ya, pero hay que soltarla desde dentro del maletero, tienes que abrirnos, insiste el otro. Vuelve a mirar el teléfono en su mano, ahora sería el peor momento para intentar una llamada, podría poner nerviosos a sus atacantes, pero no hay motivo para llamarlos atacantes, no han hecho nada amenazante, a no ser que consideremos su sola presencia, su existencia, como una amenaza en sí misma. Por fin, resignado, abre la puerta y baja del coche con las llaves en la mano.

Da unos pasos hacia la parte trasera, seguido por el que parece ser portavoz del grupo. Los otros dos están todavía agachados junto a la rueda, y ríen mientras dicen algo en voz baja. Emilio mira de nuevo hacia la carretera, donde no hay autobús ni coche patrulla. Observa los coches que pasan, los rostros de los conductores, y se ve de nuevo a sí mismo desde fuera, como lo vería si fuese él quien atraviesa en ese momento el tramo de autopista acelerando, un coche de gama alta, cuatro tipos manipulando el maletero, uno de ellos con americana y los otros con aspecto más desastrado, una escena extraña, quizás provoque que alguien llame a la autoridad, si dedicasen unos segundos, si redujesen la velocidad y se fijasen bien verían algo sospechoso.

Qué coche más guapo tienes, dice otro de los jóvenes, que ya se ha levantado y le habla de cerca, mientras pasa una mano en caricia por la carrocería y repite: qué guapo. Emilio abre el maletero y da unos pasos hacia atrás. Ve cómo los tres se vuelcan sobre el interior y manipulan el suelo hasta que uno de ellos se gira y muestra en su mano una herramienta cuyo nombre Emilio ignora, una especie de barra larga y curva de acero brillante que, en otras circunstancias, observaría como un arma contundente, se cubriría la cabeza o echaría a correr, pero ahora quiere ver como lo que es, sólo una herramienta para arreglar un pinchazo. Otro de los jóvenes maniobra en el interior del maletero, hasta que la rueda de repuesto cae al asfalto junto a hierros y tornillos. El tercero se agacha y la arrastra hacia el exterior con dificultad, por lo pesado de la pieza y la debilidad del muchacho, muy delgado. El del maletero muestra otra pieza, lo que Emilio sin mucha dificultad identifica con un gato hidráulico.

Durante varios minutos los tres muchachos trabajan agachados en el lateral del coche. Mientras, Emilio camina por el arcén, tres pasos hacia un lado y tres hacia el otro. Observa al cuarto hombre, que sigue acostado sobre el capó, más dormido que desmayado. Siguen pasando coches a gran velocidad, y entre ellos pasa un autobús, que no se detiene al no haber nadie en la parada, y tampoco Emilio intenta alcanzarlo. Reconoce que está algo más tranquilo, los tres muchachos no han vuelto a dirigirle la palabra, hablan entre ellos y maldicen cuando un tornillo se resiste, de vez en cuando sueltan una risotada y uno empuja a otro, que cae de culo en el asfalto, bromas de amigotes. Mientras, se ha hecho casi de noche, los automóviles alumbran con sus faros al pasar, los reflectores del quitamiedos brillan, y en pocos minutos no habrá luz suficiente para terminar la reparación.

De golpe, uno de los tres se incorpora bruscamente y se acerca a Emilio, que en ese momento se giraba, y se sobresalta, reacciona echándose a un lado y tensando el cuerpo, como si fuese a comenzar una pelea, no puede disimular su expresión asustada y el otro la percibe y entiende. Qué te pasa, tienes miedo, le pregunta. No, no, responde Emilio intentando controlar los nervios, claro que no. Tienes miedo de nosotros, confirma el muchacho, que levanta la voz para que los otros dos le escuchen. Los compañeros detienen un instante su trabajo para mirar a Emilio, que quiere serenarse. De verdad que no, claro que no tengo miedo, sonríe. Estás cagado, insiste el muchacho, que se vuelve hacia sus amigos, uno de los cuales asiente y repite: está cagado el tío. Normal, dice el tercero, y los tres se ríen. Los dos agachados continúan apretando tornillos, y el que se acercó a Emilio lo observa unos segundos y por fin habla. Tienes un cigarro, pregunta. No fumo, se disculpa Emilio. Vaya, no fumas, dice el otro, y quedan los dos en silencio, mirándose, mientras los coches pasan a gran velocidad. A su espalda Emilio tiene el quitamiedos, lo roza con los dedos, sabe que detrás está el terraplén, no es una buena escapatoria, caería torpe rodando, y abajo, en las caravanas, en el poblado, sospecha mayores peligros. El otro sigue mirándolo, en silencio, con una expresión indefinida, la boca torcida, los ojos un poco arrugados, deslumbrado por los faros de los coches que pasan.

De pronto frunce la frente, entrecierra los ojos como mirando a lo lejos, después los abre más, y grita a sus colegas, sin mirarlos, vienen los picolos, vienen los picolos, los otros dos se incorporan y miran hacia donde también mira ya Emilio, la luz azul sobre el techo de uno de los coches que se acerca, más lento que el resto. Los tres se desplazan a la parte delantera, donde está el durmiente, al que levantan tirando de su camisa. El coche policial activa el intermitente para señalizar la maniobra, pisa el arcén mientras va frenando, y deslumbra con sus faros a Emilio, que gira la cabeza y comprueba que los otros ya no están. Se asoma al otro lado del guardarraíl y, en lo oscuro, distingue las cuatro figuras que descienden a trompicones. Abajo se ven algunas bombillas débiles entre las viviendas, y más allá se extiende ya la noche.

El coche avanza muy despacio hasta que se para a cinco metros de Emilio, iluminándolo con los faros. Vuelve a mirar abajo, pero ya no puede ver a los huidos. El sonido de las puertas al abrirse y cerrarse le hace atender a los dos guardias que se han bajado y caminan hacia él.

Qué hace ahí parado, no sabe que no se puede parar en el arcén, dice el que conducía. Perdonen, es que tuve un pinchazo. Y por qué no ha señalizado el vehículo, pregunta el otro, en tono duro. No me di cuenta, se disculpa Emilio. Tiene que poner los triángulos de señalización y las luces de emergencia, informa el primero. Y tampoco se ha puesto el chaleco reflectante para bajar del vehículo, añade el segundo. Muéstrenos los papeles del vehículo y su permiso de conducir, exige uno de los dos, Emilio no sabe cuál, pues ha vuelto la mirada al otro lado del quitamiedos, a las luces que ya sólo son puntos de brillo débil en la oscuridad del poblado.

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