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“La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras” (“Elogio de la lectura y la ficción”, Discurso del Nobel, 7 de Diciembre de 2010)

La noticia de la concesión del Nobel le llegó a Mario Vargas Llosa mientras leía a primera hora de la mañana, según confesó el propio autor, como hace durante cualquiera de sus setenta años, alimentando una pasión que no ha menguado lo más mínimo con el paso del tiempo, y que lo ha convertido en un lector no sólo voraz, sino de una agudeza implacable, tal y como ha dado noticia en numerosas ocasiones. Ni siquiera en los meses durísimos de su candidatura presidencial, el novelista metido a político dejó de leer con ese ansia que lo ha caracterizado siempre, dedicándole los primeros ratos del amanecer a algunas obras predilectas, como La condición humana de Malraux, Moby Dick de Melville o Luz de agosto de Faulkner, a las que vuelve una y otra vez, teniendo como referente último de su creación el mundo perfecto y sin fisuras creado por don Luis de Góngora. No deja de sorprender que quien trillara cada uno de los rincones del Perú, tropezándose con la miseria a cada rato, soportando la ponzoña política y el encanallamiento de los discursos de sus rivales, esquivando a cada momento las conspiraciones y las conjuras de los poderes fácticos de la sociedad andina, al quedarse a solas, en medio de ese borboteo incansable de sensaciones y recuerdos de las primeras luces de la mañana, el lector Vargas Llosa se encerrara con la perfección inacabada de Las soledades y la tensión dialéctica de la Fábula de Polifemo y Galatea. Es evidente que la lectura ha sido para el escritor peruano más que una afición, ha sido un bálsamo para corregir y subsanar las imperfecciones del mundo real, repitiendo en cada momento aquello que le permitió sobrevivir en la dura y lejana infancia.

Lo que leyó Varguitas

La pasión por los libros es uno de los enigmas que todo lector guarda en su memoria infantil como si fuera un cofre lleno de tesoros insondables. Ni siquiera sabemos por qué surge esta pasión en ciertos individuos, frente a la indiferencia del resto, mientras que en las casas y en los colegios se comparte la lectura de los clásicos infantiles, para fascinación de algunos y fastidio de muchos. Es evidente que en el caso de Vargas Llosa, la afición lectora, el gusto por los libros y las bibliotecas, el valor de la cultura en su sentido más amplio le viene por la familia materna, los Llosa, propensos a la poesía, al teatro, al melodrama, a las telenovelas y a los novelones decimonónicos. Sin embargo, en el caso del autor peruano, su afición pasó a ser muy pronto vocación y más tarde pasión lectora, una devoción casi religiosa por el libro como objeto, creado o leído, que parece ser una respuesta casi freudiana a las intransigencias paternas y a la insensibilidad demostrada por ese padre surgido ex nihilo en su infancia, extrañamente resucitado desde el limbo del olvido familiar, para recordarle que la vida puede ser un camino lleno de piedras filosas, como las descritas por Rulfo en su relato “No oyes ladrar a los perros”.

Antes de que Ernesto J. Vargas apareciera redivivo para poner orden y disciplina en la vida del joven Marito, éste había leído con verdadera fruición “las historias de Genoveva de Brabante y de Guillermo Tell, del rey Arturo y de Cagliostro, de Robin Hood o del jorobado Lagardère, de Sandokán o del capitán Nemo-, y, sobre todo, la serie de Guillermo, un niño travieso de mi edad de quien cada libro narraba una aventura, que yo intentaba repetir luego en el jardín de la casa”[1]. La lectura aparece casi al mismo tiempo que su necesidad de garabatear unos versitos almibarados que la familia celebra con entusiasmo, porque el joven Mario parece seguir los pasos de la familia, con el antecedente notable del bisabuelo Belisario Llosa, quien había sido poeta y había publicado una novela, o el estímulo del abuelo materno, quien le enseñaba versos de Campoamor y de Rubén Darío o de su propia madre, a la que recuerda con un ejemplar semiclandestino y cuasi furtivo de Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda encima de la mesita de noche. El joven aprendiz pasa las horas de su infancia fascinado ante las colecciones familiares de sellos, estampitas y otras reliquias exóticas y extravagantes, pero lo que le provoca verdadero entusiasmo es el Libro de las Óperas, una obra en la que relee una y otra vez los principales argumentos operísticos de Italia, familiarizándose con sus héroes y villanos, sus romances tormentosos, las contrariedades provocadas por los pellizcos del amor y los contratiempos del destino.

Todo podría haber quedado en un coqueteo más o menos intenso con la literatua y el arte de no haber sido por las pésimas relaciones mantenidas con un padre duro como el pedregal, misántropo, violento y autoritario, ajeno a cualquier forma de compasión y ternura que obligó al joven Vargas Llosa a recluirse en un mundo de fantasía que funcionó en todo momento como una válvula de escape para sortear las represiones de la vida familiar. En su casa de Lima, lejos de la familia amada que se había quedado en Piura, el joven lector compra revistas y libros en una librería semiclandestina que se encontraba en el interior de un garaje en la avenida Salaverry. Allí consigue ejemplares de Emilio Salgari, Karl May y de Julio Verne, especialmente La vuelta al mundo en ochenta días, que espolea su imaginación lanzándole de un trallazo literario hacia países exóticos, alejados de la dura realidad familiar. Como recuerda el autor en El pez en el agua “En esos primeros meses largos y siniestros de Lima, en 1947, las lecturas fueron la escapatoria de la soledad en que me hallé de pronto (…) En esos meses me habitué a fantasear y soñar, a buscar en la imaginación, que esas revistas y novelitas azuzaban, una vida alternativa a la que tenía, sola y carcelaria. Si ya había en mí las semillas de un fabulador, en esta etapa cuajaron, y, si no las había, allí debieron brotar” (pág. 60).

El aprendizaje de la literatura pasa, inevitablemente, por el colegio La Salle, en cuyos pupitres se encontraba otro ilustre alumno peruano, José Miguel Oviedo. Ambos aprenderán la poesía del Siglo de Oro, recitando a los clásicos, como fray Luis de León, todo ello para disgusto de un padre excesivamente severo y celoso de los hiatos de la masculinidad, que ve en la afección poética de su hijo una forma de amaneramiento y de desviación sexual, una forma de “mariconería” [pater dixit], y una forma insoportable de perder el tiempo. No es de extrañar que en la casa limeña no hubiese libros, ni lecturas, ni nada que pudiese contribuir a convertir al muchacho en un ser fantasioso. Sin embargo, todos estos cepos estéticos e ideológicos funcionan en sentido inverso, espoleando la necesidad de acercarse a la poesía como una forma de subvertir el orden familiar, de ahí que el joven Vargas Llosa lea con verdadero entusiasmo la poesía de Bécquer, de Santos Chocano, de Amado Nervo, de Juan de Dios Peza o de Zorrilla, sintiendo la poesía como una forma de conocimiento a mitad de camino entre lo sagrado y lo peligroso. Peligroso por la persecución implacable del padre, sagrado por la consideración que los Llosa daban al ejercicio poético, desde el bisabuelo hasta el último de sus tíos.

Es evidente, y así lo ha dejado escrito en numerosas ocasiones, que su vocación literaria fue un desafío, una forma de sortear la autoridad paterna, una forma de autoafirmación frente a la virulencia del cabeza de la familia: “Y es probable que sin el desprecio de mi progenitor por la literatura nunca hubiera perseverado yo de manera tan obstinada en lo que era entonces un juego, pero se iría convirtiendo en algo obsesivo y perentorio: una vocación. Si en esos años no hubiera sufrido tanto a su lado, y no hubiera sentido que aquello era lo que más podía decepcionarlo, probablemente no sería ahora un escritor” (pág. 113). En cualquier caso, su acercamiento a la lectura es siempre fruto de la necesidad interior, del instinto de la ficción, lejos de las formas anquilosadas con que se explican a los clásicos tanto en la escuela como en el colegio militar Leoncio Prado, a partir de su ingreso en 1950. La literatura en esta institución no está pensada para su lectura, sino como ejemplos de la lengua castellana, de su gramática y de su sintaxis. Los alumnos se ven obligados a soportar sesiones tediosas en las que tienen que memorizar poemas enteros o fragmentos de obras clásicas.

La experiencia vivida en el Leoncio Prado resulta, a todas luces, decisiva, no sólo porque de ahí saca los materiales necesarios para construir esa primera gran novela, La ciudad y los perros, sino también por las relaciones que establece con el escritor César Moro, profesor de francés y una de las voces más importantes del surrealismo peruano. Vargas Llosa se gana incluso cierto crédito entre los cadetes escribiendo cartas de amor y alguna que otra novelita erótica que es recibida entre la muchachada con un estruendo de vítores y obscenidades. Ese bienio de 1950 y 1951 es el periodo en el que se forma el gran lector que ha sido el arequipeño, un lector a tiempo completo que le roba horas al sueño, que lee con pasión y disimulo en las clases tediosas de matemáticas o de instrucción militar, lee en los recreos, en los turnos de imaginaria, como un antídoto frente a las limitaciones de la vida castrense:

“Sumergirse en la ficción, escapar de la humedad blancuzca y mohosa del encierro del colegio y bregar en las profundidades del abismo submarino en el Nautilus con el capitán Nemo, o ser Nostradamus, o el hijo de Nostradamus, o el árabe Ahmed Ben Hassan, que rapta a la orgullosa Diana Mayo y se la lleva a vivir al desierto del Sáhara, o compartir con D’Artagnan, Porthos, Athos y Aramis las aventuras del collar de la reina, o las del hombre de la máscara de hierro, o enfrentarse a los elementos con Han de Islandia, o a los rigores de la Alaska llena de lobos de Jack London, o, en los castillos escoceses, a los caballeros andantes de Walter Scott, o espiar a la gitanilla desde los recovecos y gárgolas de Notre Dame con Quasimodo, o, con Gavroche, ser un pilluelo chistoso y temerario en las calles de París en medio de la insurrección, era más que un entretenimiento: era vivir la vida verdadera, la vida exaltante y magnífica, tan superior a esa de la rutina, las bellacadas y el tedio del internado” (págs. 128-129).

El colegio militar Leoncio Prado está ligado a la épica de Alejandro Dumas. Robándole tiempo al tiempo, Vargas Llosa lee en las ediciones maltrechas de Tor o de Sopena, novelas como El conde de Montecristo, Memorias de un médico, El collar de la reina, Angel Pitou y toda la serie de los mosqueteros que terminaba con la trilogía de El vizconde de Bragelonne. Una literatura llena de aventuras que parece no tener fin, porque cada historia tiene su secuela, cada obra tiene su continuación, cada novela tiene su propia parentela argumental. El genio inagotable de Dumas enciende la imaginación del cadete que sueña con una Francia culta e ilustrada, exquisita y galante, una Francia democrática y justa, lejos del provincianismo ramplón que se vivía en la Lima de mediados de siglo. En cierto sentido, todas éstas son lecturas de juventud, sin embargo, la relectura de Los miserables años más tarde llevó al escritor a la certeza de que era posible concebir un proyecto de “novela total”, como habían hecho los grandes narradores en la Francia decimonónica. Esa pasión por la literatura de Victor Hugo, alimentada durante años, acabó culminando en una obra de gran calado interpretativo: La tentación de lo imposible (2004).           

La pasión por la literatura corre pareja a su tentación por el periodismo. Las relaciones entre Ernesto J. Vargas y su hijo entran en un momento más templado, gracias a que el joven cadete, durante el verano, colabora con la International News Service en donde trabajaba su padre, llevando boletines informativos desde ese edificio hasta el emplazamiento del diario La Crónica, situado en la calle de enfrente. El joven Varguitas vislumbra la posibilidad de ser periodista, como una forma de bordear el mundo literario y socavar de manera progresiva la autoridad paterna. Su colaboración en La Crónica fue decisiva, no sólo porque inició su trayectoria como periodista, que ha mantenido con los diarios más importantes del mundo de manera ininterrumpida durante los últimos sesenta años, sino también porque en torno al periódico descubre todo un mundo literario, asociado a la libertad, la noche y la bohemia. De la mano de su director literario, Carlos Ney Barrionuevo, Vargas Llosa lee por primera vez a César Vallejo, y junto a él buena parte de la poesía moderna, en la que tiene un lugar destacado el poeta Martín Adán, visionario y extravagante, que decidió vivir los últimos años entre la clínica psiquiátrica y las tabernas limeñas. Carlos Ney le abrió un mundo literario insospechado hasta entonces, con “libros y autores que marcarían con fuego” al futuro escritor, descubriendo nombres y títulos que desconocía por completo y que venían a puntear el complejo mapa de la literatura moderna dentro y fuera del Perú. Junto a su amigo descubre al Malraux de La condición humana y La esperanza, se acerca a los poetas surrealistas, a Eguren, a la complejidad formal de Joyce y, sobre todo, debe a esas rondas nocturas su predilección por la Generación Perdida norteamericana, capitaneada siempre por William Faulkner y su fascinación de juventud por Jean-Paul Sartre, de quien leyó en aquel verano los cuentos de El muro, publicados en Losada con prólogo de Guillermo de Torre.

La vida bohemia y nocturna trajo nuevos problemas familiares, nuevas incomprensiones y nuevos estallidos de violencia por parte de un padre convertido en carcelero de su propia familia. Su viaje a Piura con sus tíos Lucho y Olga, en 1952, para seguir allí sus estudios le abrirá nuevas puertas y nuevos ámbitos para su condición de verdadero depredador de la literatura. La habitación-biblioteca que ocupa está llena de libros, los “viejos volúmenes de Espasa-Calpe, ediciones de clásicos de la editorial Ateneo, y, sobre todo, la colección completa de la Biblioteca Contemporánea, de la editorial Losada, unos treinta o cuarenta ejemplares de novelas, ensayos, poesía y teatro que estoy seguro de haber leído de principio a fin, en ese año de voraces lecturas” (pág. 207). Aunque de toda esa literatura la que más le impresionó fue la autobiografía de Jan Valtin, La noche quedó atrás, que en cierto sentido pone en funcionamiento todos los mecanismos del compromiso social y político que debe asumir el aspirante a escritor, que ve en esta figura política una especie de santo laico. La literatura ya no es sólo acción, aventura, emociones y grandes pasiones amorosas, sino también una forma de acercarse al hombre como sujeto conflictivo, cercado por todo tipo de problemas económicos, históricos y sociales, de ahí la necesidad que plantea la sociedad moderna de generar cambios drásticos a través de la revolución y el socialismo.

En el colegio de San Miguel de Piura descubre la prosa preciosista de Azorín, con obras como Al margen de los clásicos y La ruta de Don Quijote, autor al que dedicará su discurso de ingreso en la Real Academia Española en 1996. Pero Piura es más que Azorín, es también la casa destartalada y pintada de verde que sirve para desbravar las pulsiones sexuales de los jóvenes (y no tan jóvenes) piuranos que tienen en el prostíbulo un lugar feliz para el vicio, el bullicio y el fornicio, como se diría en el argot clásico. Esa casa verde, novelada años más tarde, lleva al joven periodista a descubrir otros prostíbulos míticos, como la Maison Tellier de Maupassant, y el barrio en el que se encuentra a relacionarlo con la Corte de los Milagros que aparece en las novelas de Alejandro Dumas, como una forma de completar y alimentar la realidad real con la realidad literaria. Los meses piuranos son también el momento en el que descubre su tentación política, su compromiso con las injusticias sociales, el conocimiento y la reflexión sobre los sistemas políticos que se han impuesto en las sociedades occidentales desde el siglo XIX. No obstante, el gran descubrimiento literario de este periodo es Los hermanos Karamazov de Dostoievsky, libro que lee mientras prepara los exámenes para entrar en la universidad y que le provoca una agitación vital e intelectual, próxima a las alucinaciones características de la socorrida contracultura.

Su ingreso en la Universidad Nacional de San Marcos supone una especie de clímax intelectual y literario, no tanto por la aportación de la institución sanmarquina a la que considera plana, anémica y llena de profesores lastrados por la apatía y el servilismo oficial, como por el hecho de entrar en contacto con mundos culturales nuevos, nuevos personajes, nuevos escritores, sin olvidar en ningún momento su fascinación por la lengua y la cultura francesa con lecturas obsesivas de las obras de Gide, Camus o Saint-Exupéry que le hacen sentirse dueño de la lengua de Montaigne. Las relaciones de Vargas Llosa con la universidad son tormentosas y están llenas de tropezones y malquerencias. “San Marcos, escribe el Nobel en sus memorias, no había caído aún en la decadencia que, en los sesenta y setenta, la iría convirtiendo en una caricatura de universidad, más tarde en ciudadela del maoísmo y hasta del terrorismo” (pág. 260). En la época que le tocó vivir, la vida cultural universitaria gira en torno a los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana de José Carlos Mariátegui, que la mayoría de los jóvenes universitarios abrazan, en su querencia marxista, como si se tratara de un nuevo catecismo político. Al joven escritor le interesa esta visión de la realidad peruana, sin embargo, no cede su talento a lo inmediato, como prueba su seguimiento de la cultura francesa y europea a través de las suscripciones a las revistas Les Temps Modernes, de Sartre y Les Lettres Nouvelles, de Maurice Nadeau.

De la mano de quien fue su gran maestro, el sabio y, en cierto sentido, ágrafo, Raúl Porras Barrenechea, el sartrecillo valiente, como se le comienza a llamar en los foros universitarios, descubre el mundo de los cronistas de Indias, con sus ristras de mitos y leyendas bombeando hacia el interior de los textos un mundo lleno de fantasía y pulsiones literarias, que le llevan a uno de sus grandes descubrimientos de aquel 1953: La rama dorada de James Frazer. La literatura y la política, los dos grandes amores vargasllosianos, se estrechan con la militancia del universitario en una de las células de la recién fundada Cahuide, nombre con el que se trataba de mantener vivo al Partido Comunista, que permanecía en la clandestinidad. En ese grupo de jóvenes aspirantes a revolucionarios lee las Lecciones elementales de filosofía de Georges Politzer, el Manifiesto comunista y La lucha de clases en Francia de Marx, El Anti-Düring de Engels y el Qué hacer de Lenin, textos que ofrecían una visión granítica de la Historia y que más tarde, ya en Europa, fueron matizados con las lecturas de los heterodoxos o disidentes Lukács, Gramsci, Goldmann y Althusser.

Sin embargo, más allá de estos zarandeos políticos, su vocación literaria se atornilla a su condición de escritor embrionario con la amistad y el asesoramiento de Carlos Zavaleta, que había traducido el Chamber Music de Joyce y era el gran conocedor de la literatura norteamericana. Fue Zavaleta quien le habló del condado mítico de Yoknapatawpha y le dio a conocer Las palmeras salvajes de Faulkner, en la traducción exquisita realizada por Borges:

“Fue el primer escritor que estudié con papel y lápiz a la mano, tomando notas para no extraviarme en sus laberintos genealógicos y mudas de tiempo y de puntos de vista, y, también, tratando de desentrañar los secretos de la barroca construcción que era cada una de sus historias, el serpentino lenguaje, la dislocación de la cronología, el misterio y la profundidad y las inquietantes ambigüedades y sutilezas psicológicas que esa forma daba a sus historias. Aunque en esos años leí mucho a los novelistas norteamericanos –Erskin Caldwell, John Steinbeck, Dos Passos, Hemingway, Waldo Frank-, fue leyendo Santuario, Mientras agonizo, ¡Absalón, Absalón!, Intruso en el polvo, Estos 13, Gambito de caballo, etcétera, que descubrí lo dúctil de la forma narrativa y las maravillas que podía conseguir en una ficción cuando se la usaba con la destreza del novelista norteamericano. Junto con Sartre, Faulkner fue el autor que más admiré en mis años sanmarquinos” (págs. 313-314).

Su descubrimiento de la literatura norteamericana tiene su propio correlato con un nuevo y sorprendente hallazgo, el de la literatura hispanoamericana, más allá de los productos regionalistas y costumbristas de los que siempre ha huido, como el pájaro de la plaga, por utilizar una imagen de Álvaro Mutis, con esa manía de convertir lo telúrico en el centro de la creación, como ocurre en los títulos clásicos de la época como Raza de bronce de Alcides Arguedas, Huasipungo de Jorge Icaza, La vorágine de José Eustasio Rivera, Doña Bárbara de Rómulo Gallegos o Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes. Quien hace de Virgilio en esta nueva travesía por los laberintos de la creación latinoamericana es, de nuevo, un compañero de estudios, en esta ocasión de la Universidad Católica, llamado Luis Loayza, un entusiasta de Camus, de Henry James, Paul Bowles y Truman Capote, que se burla de Sartre, que reverencia a Borges en una época en que el gran escritor argentino era todavía bastante desconocido, y gracias a Loayza, Vargas Llosa tiene acceso a figuras como Alfonso Reyes, Adolfo Bioy Casares, Juan José Arreola, Octavio Paz o Juan Rulfo, quien para esas fechas ya había publicado todo lo que nos ha dejado, sin olvidar tampoco la labor ímproba realizada por la argentina Victoria Ocampo desde su revista Sur, autora por la que siente una devoción muy especial.

En medio del trasiego académico sanmarquino, el periodista Varguitas, como se le conoce, asiste a los seminarios sobre literatura hispanoamericana que imparte el gran polígrafo peruano Luis Alberto Sánchez, que había vuelto del exilio en 1956. Con él conoce a Rubén Darío y sigue la impronta estética del vate nicaragüense en los poetas españoles Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, así como en Vallejo y el propio Neruda. Vargas Llosa decide entonces realizar su tesis doctoral sobre la poética de Darío y para ello consigue una de las mejores becas del momento, la Javier Prado, que le permitiría una estancia larga en Madrid, y los saltos oportunos más allá de los Pirineos, para vivir esas ciudades engrandecidas en el imaginario latinoamericano, como París y Londres, fundamentales para que el escritor dé un giro internacional a su literatura.

De los lápices afilados al lector total

Es un hecho demostrable, como recuerda Jordi Gracia en una de las notas aparecidas a raíz de la concesión del Nobel, que no siempre detrás de un gran escritor se encuentra un gran lector: “Ni suele ser así ni hay ninguna obligación para que suceda así. Lo excepcional es más bien lo contrario. Cuando hay un buen lector perspicaz, imaginativo, lúcido y además concurre el don de desentrañar el corazón que bombea en los libros de los otros, entonces el número de candidatos se reduce ya drásticamente. Vargas Llosa vive en ese reducidísimo grupo que lo tiene todo: es un deslumbrante ensayista literario sin reservas, quizá porque luchó desde muy temprano con la ansiedad por comprender los mecanismos de la novela, el modo en el que funcionan artefactos virtualmente invisibles y sin embargo terriblemente eficaces”[2]. En cierto sentido, su labor como crítico y ensayista ha sido, hasta cierto punto, un espléndido reverso a su universo creativo, dando variedad y juego a sus “demonios personales” que le han llevado a una doble dirección: el lector voraz que descubre de forma incesante autores, temas y escuelas y aquel que ha aprendido de los maestros del género narrativo toda una constelación de técnicas que ha utilizado para enriquecer y engrandecer su propia obra. En todo este proceso ha resultado fundamental su tenacidad, su rigor, su disciplina “vargasllosiana”, contribuyendo de forma decisiva sus estancias europeas para alcanzar un registro literario verdaderamente internacional y cosmopolita. Muchos de estos ensayos[3], como recuerda Joaquín Marco[4], han sufrido su particular peregrinaje intergenérico, desde la conferencia, el curso magistral dictado en alguna universidad importante, el artículo periodístico o el prólogo a sus obras favoritas, hasta convertirse en un libro de referencia dentro de su bibliografía, como así ha pasado con La verdad de las mentiras y con los estudios dedicados a José María Arguedas, Victor Hugo o Juan Carlos Onetti.

Su viaje a Madrid en 1959 para realizar su tesis doctoral en la Universidad Complutense, resulta fundamental, porque aquí se topa de bruces con el clima rancio del franquismo exaltado, frente al aluvión cultural vivido en París, con el auge del existencialismo con dos figuras de relumbrón, como Sartre y Camus, y toda una pléyade de revistas literarias que estaban fomentando y divulgando la literatura y la cultura latinoamericanas. Esta es una de las razones, quizás la principal, por la que a finales de ese año se muda a la capital francesa, lo que le posibilita entrar en contacto con los escritores del “novueau roman”, como Michel Butor o Alain Robbe-Grillet, que compaginaron creación y ensayo. Son los años fuertes de los teóricos de la literatura como Derrida, Foucault, Habermas, Kristeva o Fukuyama, a los que nunca cita, aunque los conozca al dedillo, entre otras razones porque Vargas Llosa ha creado su propio sistema analítico.

Es evidente que sus lecturas están acordes con su propia inflexión o maduración ideológica, tal y como puede rastrearse en los textos que a lo largo de los años dedicó a Sartre y a Camus, recogidos más tarde en su obra Contra viento y marea. Frente al intelectual desdeñoso y remilgado en asuntos sociales y políticos, Sartre propone al escritor comprometido con su tiempo, que toma partido ante las coyunturas económicas difíciles, que se convierte en vocero frente a los ataques dirigidos contra la libertad y la dignidad de los pueblos. Esta visión ética del escritor encuentra su propio antídoto en algunas posturas un tanto disparatadas y extremas del filósofo francés que chocan con la mentalidad abierta e inquieta del joven Vargas Llosa. Sartre llega a proponer que la escritura se produzca como producto cultural en las sociedades avanzadas, mientras que en los países pobres o en vías de desarrollo el escritor debía cancelar su vocación literaria para dedicarse a otros menesteres más útiles para la sociedad[5]. En cierto sentido, la tesis sartreana venía a cuestionar aspectos fundamentales del quehacer literario vargasllosiano, como es el compromiso del escritor con su mundo, con su obra, con su lenguaje, de ahí que el peruano se distanciara de este esquema maniqueo poniendo los puntos sobre las íes: “la literatura cambia la vida, pero de una manera gradual, no inmediatamente, y nunca directamente, sino a través de ciertas conciencias individuales que ayuda a formar”[6].

Su distanciamiento de Sartre coincide con un acercamiento generoso a la literatura y a la dimensión humana de Albert Camus. Estamos a comienzos de la década de los años setenta y el comunismo ortodoxo ha presentado su cara menos amable con la invasión soviética de la antigua Checoslovaquia y el famoso “caso Padilla” en Cuba, que dividió de forma irreconciliable a la intelectualidad a ambos lados del océano común[7]. El descrédito de las utopías revolucionarias lleva a Vargas Llosa a canjear a los teóricos del marxismo por otros autores que pueden ser considerados disidentes de la llamada idolatría de la Historia, reemplazando el compromiso socialista por el compromiso ético con el hombre moderno. De Camus le interesa su sentido del hombre integrado en la sociedad y en el mundo natural, enriquecido con los valores que vienen del mundo clásico y que se concretan en la amistad, el valor, el honor o la solidaridad, sin olvidar la importancia que tiene en las relaciones humanas la moderación, la razón, la tolerancia, la prudencia y, por encima de todo, la libertad individual para alcanzar la libertad de los pueblos, tal y como dejó reflejado en su libro Entre Sartre y Camus de 1981. Es más, esa visión del hombre total camusiana tiene efectos estimulantes para un Vargas Llosa obsesionado en la búsqueda de una novela total.

Si hay un autor que parece ser el alter ego del arequipeño ese es, sin duda alguna, Gustav Flaubert, cuya producción novelesca constituye el inicio de la modernidad narrativa. Desde que la leyó por primera vez, allá por 1959, Madame Bovary pasó a ser el paradigma de la estructura narrativa perfecta, cuya simetría era capaz de crear un mundo autónomo y autosuficiente, como una síntesis perfecta de la vida, donde los sentimientos y la subjetividad de los personajes se hacían tangibles y objetivables. Vargas Llosa queda atrapado no sólo en la lectura de esta obra mayor de las letras francesas, sino también en su proceso de creación, minucioso y lleno de tensiones creativas, que dio como resultado la impersonalidad y, a veces, la invisibilidad del narrador flaubertiano, que por momentos parece un suplantador de Dios. Flaubert ofrece al lector un cóctel extraordinario donde se mezclan la violencia, el sexo, lo sublime y lo vulgar, como formas poliédricas de representar la complejidad de la realidad que tiene todo tipo de anclajes en el mundo objetivo. A Flaubert le dedicará uno de sus ensayos más logrados y vigorosos, La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary (1975).

Si hay un autor omnipresente a lo largo y ancho del continente americano en la década del sesenta ése es, sin duda alguna, William Faulkner, visible y presente, de una u otra manera, en las creaciones de Onetti, de Carlos Fuentes, de Otero Silva, de García Márquez o del propio Vargas Llosa, que parece haberlo leído y desmontado con la paciencia de un relojero desde su época de estudiante universitario. La narrativa faulkneriana no sólo forma parte del bagaje cultural del Nobel peruano, también lo es de su mundo narrativo, especialmente el que aparece en La casa verde, tal y como reconoció algunos años más tarde en la Historia secreta de una novela (1971). El sonido y la furia, Mientras agonizo, Luz de agosto, Las palmeras salvajes son algunos de los títulos a los que vuelve una y otra vez, porque en estas novelas del ciclo de Yoknapatawpha, descubre una escritura sublime, a mitad de camino entre lo religioso, lo mítico y lo épico, donde los matices, las evocaciones, las resonancias, las simbologías y las anfibologías se multiplican hasta lo indecible. Faulkner le da el modelo de un mundo mítico, como el que aparecerá en La casa verde, en el que echa a andar un enjambre de personajes en perfecta tensión con el entorno que les ha tocado vivir. Vargas Llosa supera las formas decimonónicas de la narración, para construir un relato que fluye gracias al monólogo interior múltiple, que supone, una nueva forma de perspectivismo, siguiendo, aunque sea de lejos, la estela cervantina. Faulkner legitima, en cierto sentido, la sustitución de un narrador omnisciente por un verdadero mosaico de narradores-pensantes que se mueven a saltos por entre una maraña de trampas espacio-temporales que convierten la narrativa vargasllosiana en una obra llena de indicios y matices, donde la complejidad argumental ha devorado literalmente cualquier forma de narración lineal.

Uno de los grandes aciertos lectores y críticos de Vargas Llosa consiste en haberse convertido en el rescatador más ilustre de la novela de Joanot Martorell, Tirant lo Blanc, publicada en 1490 y por la que el propio Cervantes, en boca de don Quijote, sentía una admiración completa y sin fisuras. De ella dice en su “Carta de batalla por Tirant lo Blanc” que es “fantástica, histórica, militar, social, erótica, psicológica: todas esas cosas a la vez y ninguna de ellas exclusivamente, ni más ni menos que la realidad. Múltiple, admite diferentes y antagónicas lecturas y su naturaleza varía según el punto de vista que se elija para ordenar su caos” (pág. 49). La pone como ejemplo de lo que siglos más tarde sería el antecedente del “realismo total” y a su creador como un suplantador de Dios. Martorell creó su obra maestra a partir de los materiales de su época, sin hacer discriminaciones, mezclando niveles que podían resultar incómodos para la cultura oficial del momento. Su actitud es abiertamente deicida, de fagocitación de la realidad, mostrando las costuras de su entorno, al tiempo que trasciende su época para erigirse en una novela total y totalizadora.

Un rasgo sobresaliente que la crítica vargasllosiana ha señalado de forma unánime es la generosidad con que el arequipeño se ha acercado a otros autores, muchos de ellos contemporáneos y coetáneos, rivales incluso en el mercado del libro, en las listas de los más vendidos, en los más utilizados e investigados en el ranking venenoso de los circuitos universitarios. Así nació García Márquez: historia de un deicidio en 1971. Primero fue tesis doctoral, bajo la dirección del gran dialectólogo Alonso Zamora Vicente y más tarde libro de coleccionistas obsesivos porque la edición fue pulverizada de las librerías tras los encontronazos personales entre los antiguos compinches literarios. Hasta hace unos años, en el 2006, que fue publicado en sus Obras Completas por el Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg, el ensayo más completo y rompedor sobre el Nobel cataquero sólo podía ser consultado en bibliotecas, circulando alegremente entre varias generaciones de estudiantes como texto fotocopiado para regocijo de los multicopistas. Un intento totalizador parecido puede observarse en su obra La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, de 1996, texto tan aplaudido como criticado en el momento de su publicación, porque si bien en él hay un homenaje sentido a la figura de Arguedas como creador, como escritor-bisagra que conecta dos mundos, dos culturas, dos lenguas, al tiempo que el más brillante y mejor formado de los Vargas Llosa pulveriza con infinidad de argumentos cada uno de los entresijos del pensamiento arguediano, cuestionando desde cualquier médula literaria y filosófica viable la posibilidad de mantener un mundo indígena y arcádico, alejado del progreso, la ciencia, la tecnología, los grandes pasos dados por la humanidad para la mejora de las sociedades. Mucho más liviano, pero igualmente sentido y afilado resulta su estudio sobre la narrativa onettiana, publicado en el 2008 para conmemorar el centenario del nacimiento del escritor uruguayo, bajo el título El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti.

En un ensayo algo discutible en su formato, tildado de simplón en abierto contraste con la profundidad de las teorías expuestas, Cartas a un joven novelista (1997), el escritor peruano reúne toda una serie de conceptos que ha ido espigando a lo largo de su trayectoria literaria, como ejemplo para los futuros novelistas. Ahí encontramos explicados conceptos y marbetes como la “parábola de la solitaria”, el catoblepas, las mudas y el salto cualitativo, la caja china, el dato escondido, los vasos comunicantes, además de los demonios literarios y personales que son una constante en una parte de su obra ensayística, desarrollando su concepción del estilo, el espacio y el tiempo como elementos estructurales de cualquier obra. Son todos ellos conceptos que ha manejado desde sus primeros pinitos literarios con la intención de “escribir historias que deslumbraran a sus lectores como me habían deslumbrado a mí las de esos escritores que empezaba a instalar en mi panteón privado: Faulkner, Hemingway, Malraux, Dos Passos, Camus, Sartre”[8]. Y para cada concepto Vargas Llosa ha recurrido a su bagaje lector, presentando ejemplos novelescos o cuentísticos que resultan, la mayor parte de las veces, rutilantes, de gran acierto y con un trasfondo pedagógico innegable que ponen de relieve la calidad docente de quien ha ejercido la enseñanza universitaria por medio mundo en las mejores tribunas académicas.

La metáfora de la solitaria había sido utilizada por el novelista norteamericano Thomas Wolfe, el maestro de Faulkner, autor de dos ambiciosas novelas que recomienda, como Del tiempo y el río y El ángel que nos mira. Si la necesidad imperiosa de escribir y de crear mundos ficticios se apoya en la imagen del parásito, Vargas Llosa recurre a la imagen mitológica del catoblepas, la criatura que se alimenta de sí misma,  cuando hace referencia a la realidad intrínseca que subyace a toda ficción, por muy fantástica que ésta sea. Como ha afirmado en otro lugar: “Yo creo que todas las novelas son autobiográficas y que sólo pueden ser autobiográficas (…) la habilidad del escritor, del novelista, no está en crear propiamente sino en disimular, en enmascarar, en disfrazar lo que hay de personal en lo que escribe”[9]. Esta extraña criatura procedente de los bestiarios medievales ya fue utilizada por Flaubert en La tentación de San Antonio, y más tarde por Borges en su Manual de Zoología Fantástica. La búsqueda de escritores que alimentan la ficción de sus propias entrañas lo lleva a considerar a Marcel Proust como el verdadero escritor-catoblepas, porque gracias a su literatura “transformó los episodios bastante convencionales de su existencia en un esplendoroso tapiz, en deslumbrante representación de la condición humana” (pág. 1304).

Al hablar del estilo reconoce que hay autores muy correctos desde el punto de vista gramatical, acordes con el canon estilístico imperante en una época –“como Cervantes, Stendhal, Dickens, García Márquez”, y otros más díscolos desde el punto de vista gramatical y el estilo de la época: “como Balzac, Joyce, Pío Baroja, Céline, Cortázar y Lezama Lima”. Se considera deudor de la poderosa capacidad inventiva de Joyce, genial en la utilización del monólogo interior, al tiempo que se siente atraído por el estilo abrupto y desconcertante de Louis-Ferdinad Céline, sobre todo en lo referido a su novela más emblemática, Viaje al final de la noche, aunque dejando bien claro el rezacho e, incluso, la repugnancia que le producen sus actitudes racistas y fascistoides que convirtieron a Céline en un icono del colaboracionismo nazi. De Carpentier critica su amaneramiento estilístico y académico, su barroquismo lleno de arcaísmos y artificios, que dan, no obstante, un rendimiento extraordinario cuando se trata de una novela como El reino de este mundo, a la que considera como “obra maestra absoluta”. A Borges lo encumbra como uno de los prosistas más originales de la lengua española, “acaso el más grande que ésta haya producido en el siglo XX” (pág. 1318), razón por la que ha podido ejercer una influencia nefasta entre los jóvenes narradores, que han tratado de imitarlo hasta la banalización del estilo, algo que también ha sucedido con el otro gran imitado del siglo XX, el Nobel colombiano Gabriel García Márquez.

En sus consideraciones sobre el estilo de los nuevos narradores propone como única estrategia posible la lectura voraz para enriquecer el lenguaje, y seguir paso a paso las trayectorias novelísticas de dos arietes de la narrativa mundial: Faulkner y flaubert. El primero de ellos fundamental por la utilización de un lenguaje único, con resonancias míticas y épicas, y atravesado por todo tipo de referencias religiosas; el segundo, Flaubert, porque es el escritor de la estructura y la simetría perfectas, el genio esculpido palabra a palabra, el artífice de un lenguaje justo y exacto, depurado hasta límites indecibles para representar la idea exacta.

Cada uno de los ejemplos que utiliza para apuntalar sus teorías literarias tienen en común la huella dejada en su formación como escritor, mostrando una pulsión literaria ecléctica, que trasciende épocas, estilos y fronteras, lo que le lleva a citar como textos paradigmáticos Las uvas de la ira de John Steinbeck, El empleo del tiempo de Michel Butor, Aura de Carlos fuentes, Juan sin tierra de Juan Goytisolo, Cinco horas con Mario de Delibes, el Galíndez de Vázquez Montalbán, Moby Dick de Herman Melville o ese monumento a la desolación que es Mientras agonizo de William Faulkner. Considera Los miserables como “una de las más ambiciosas creaciones narrativas de ese gran siglo novelesco, una historia que está amasada con todas las grandes experiencias sociales, culturales y políticas de su tiempo y las vividas por Victor Hugo a lo largo de los casi treinta años que le tomó escribirla (retomando el manuscrito varias veces después de largos intervalos)” (pág. 1330). Este ejemplo de obra mayor del siglo XIX, sólo puede ser comparado la “otra catedral del género novelesco”: Madame Bovary.

Al hablar del tratamiento temporal, señala casos verdaderamente notables, como “Regreso a la semilla” de Carpentier, una novela con un arranque prenatal como es el Tristan Shandy de Lawrence Sterne, o El tambor de hojalata de Günter Grass, cuyo protagonista decide no crecer, o el de Rayuela, novela lúdica y experimental que fractura cualquier concepto tradicional de la estructura narrativa o La máquina del tiempo de H. G. Wells (el viajero del futuro que vuelve con la rosa en la mano, lo que fascinó a Borges) o el relato “La trama celeste” de Bioy Casares.

Como ejemplo de la maestría en los puntos de vista cita la novela de Henry James, Otra vuelta de tuerca. Rescata por su interés técnico la La celosía de Alain Robbe-Grillet, al que prefiere como autor, más que como teórico, tildándolo de pobre y aburrido. Lugar destacado le concede al Orlando de Virginia Woolf, a la que considera “otra de las grandes escritoras de la novela moderna”, al tiempo que destaca como obras mayores de la literatura El castillo y El proceso de Kafka, el Pedro Páramo de Rulfo y a Julio Cortázar como uno de los escritores más sobresalientes en el uso de la muda o el salto cualitativo en la nueva narrativa latinoamericana. La vida breve de Onetti le sirve para ejemplificar su teoría sobre las estructuras ficcionales de inclusión, como “la caja china” y utiliza la Rayuela de Cortázar y Las palmeras salvajes de Faulkner para exponer a ese joven novelista que lee su ensayo sobre las ventajas que tiene la utilización de los vasos comunicantes en la búsqueda de una estructura total y totalizadora de la novela. Sin embargo, es, en lo que él llama “el dato escondido”, donde Vargas Llosa hace coincidir los ejemplos más representativos con sus propias devociones literarias, como ocurre con el cuento “Los asesinos” de Hemingway, con su novela Fiesta o con la monumental Santuario de Faulkner, en el que el enigma que contagia toda la narración tiene que ver con la impotencia de un personaje encanallado y siniestro como Popeye, quien desflora a Temple Drake con una mazorca. Sin embargo, para el peruano es de nuevo el Tirant lo Blanc la novela paradigmática en la utilización del dato escondido, anticipándose en varios siglos a la novela moderna.

Es evidente que sólo hay que echarle un vistazo a vuelapluma a la biblioteca vargasllosiana para certificar que su potencialidad creadora ha corrido pareja a su capacidad para la lectura, la crítica y el ensayo. Puestas juntas y en hilera sus obras de creación y de crítica, el lector contempla con asombro los muchos centímetros de talento que aquel niño que aspiraba a ser un marino, para parecerse a los héroes de las novelas de aventuras que leía, ha conseguido cincelar como un escribidor incansable, con una paciencia y un rigor de picapedreros, acercándose, desde su condición agnóstica, a una especie de santidad laica, aquella que se consigue con la excelencia en el trabajo y la disciplina de hierro con que ha sabido renunciar a casi todo a favor de una obra que le sobrevivirá más allá de las miserias del cuerpo. Leída en su conjunto la impresionante obra vargasllosiana tenemos la certeza de que no sólo ha sido un incansable buscador y ejecutor de la llamada “novela total”, también ha sido, y es, un “escritor total”, cuya sagacidad literaria lo sitúa muy arriba en el parnaso de las letras en español desde mediados del pasado siglo. Quizás sea la necesidad de salvaguardarse de las traiciones de la memoria y de protegerse entre los repliegues de la mejor literatura lo que ha motivado que su discurso de aceptación del Premio Nobel, posiblemente el más importante de su vida, lo haya titulado “Elogio de la lectura y la ficción”, como una forma de exorcizar las miserias con que todo hombre tiene que luchar a brazo partido más allá de la magia de los libros.



[1]              El pez en el agua, Madrid, Alfagura, 2ª edición de 2010, pág. 22. En adelante cito siempre por esta edición en el propio texto.

[2]              Diario Público, viernes 8 de octubre de 2010.

[3]        Carta de batalla por Tirant lo Blanc, prólogo a la novela de Joanot Martorell (1969); García Márquez: historia de un deicidio (1971); Historia secreta de una novela (1971); La orgía perpetua: Flaubert y "Madame Bovary" (1975); Entre Sartre y Camus, ensayos (1981); Contra viento y marea. Volumen I (1962-1982) (1983); La suntuosa abundancia, ensayo sobre Fernando Botero (1984); Contra viento y marea. Volumen II (1972-1983) (1986); Contra viento y marea. Volumen III (1964-1988) (1990); La verdad de las mentiras: ensayos sobre la novela moderna (1990); Carta de batalla por Tirant lo Blanc (1991); Un hombre triste y feroz, ensayo sobre George Grosz (1992); Desafíos a la libertad (1994); La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (1996); Cartas a un joven novelista (1997); El lenguaje de la pasión (2001); La tentación de lo imposible, ensayo sobre Los Miserables de Victor Hugo (2004); El viaje a la ficción, ensayo sobre Juan Carlos Onetti (2008); Sables y utopías. Visiones de América Latina (2009). 

[4]              Véase su prólogo a los Ensayos Literarios I, con el título “El reverso de la creación”, en Obras Completas IV, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2006, págs. 9-29.

[5]              “Los otros contra Sartre” de 1964 en Contra viento y marea (1962-1982), Barcelona, Seix Barral, 1983, págs. 38-42.

[6]              Ibídem., págs. 39-40.

[7]              Véase el excelente libro de Pablo Sánchez, La emancipación engañosa. Una crónica transatlántica del boom (1963-1972), Alicante, Cuadernos de América sin nombre, 2009.

[8]              Recogido en Ensayos Literarios I, op. cit., pág. 1293. En adelante cito por esta edición en el propio texto.

[9]              “La novela”, conferencia de 1966, recogida en el volumen Los novelistas como críticos II (edit. Norma Klahn y Wilfrido H.Corral), México, F.C.E., 1991, págs. 344-345.

Escrito en Lecturas Turia por José Manuel Camacho Delgado


Se edita un número especial con textos inéditos de grandes autores.

La nueva entrega se dará a conocer en Teruel, el próximo 19 de noviembre.



El escritor Javier Cercas será el encargado de presentar en Teruel, el próximo día 19 de noviembre, el número conmemorativo del 30 aniversario de la revista cultural TURIA. Será un sumario especial, con textos inéditos de algunos de los grandes autores que han colaborado con esta publicación cuatrimestral. No en vano, la revista siempre se ha caracterizado por su capacidad integradora de la rica y diversa creatividad literaria contemporánea. 

Javier Cercas respaldará con su presencia en Teruel esa filosofía de trabajo que ha caracterizado a TURIA y que ha sido el secreto de su éxito: ser capaz de reunir en sus páginas lo universal y lo local, a los autores emergentes y a los clásicos de nuestros días.

Fundada en 1983, TURIA ha conseguido convertirse en una de las revistas culturales de referencia y ha situado a Teruel en el mapa literario en español, gracias a su difusión nacional e internacional por suscripción. En sus páginas han publicado más de mil autores de diversas procedencias estéticas e ideológicas, lo que da idea de la riqueza y pluralidad de sus contenidos. Como reconocimiento a su labor, la revista obtuvo en 2002 el Premio Nacional al Fomento de la Lectura.

A partir del pasado mes de mayo, además de su edición en papel la revista TURIA tiene ya una versión digital, a través de una nueva web y de una página en Facebook que está obteniendo una muy favorable acogida.

UN SUMARIO MUY ATRACTIVO  PARA LOS LECTORES

Entre los escritores que participan con textos inéditos en este número 108 de TURIA figuran premios Cervantes como Antonio Gamoneda, o ilustres premiados con el Príncipe de Asturias como el italiano Claudio Magris; académicos como Luis Mateo Díez, José María Merino y Soledad Puértolas, o editores de prestigio como Jorge Herralde o Jacobo Siruela.

Destacados nombres propios de la narrativa contemporánea como Antonio Tabucchi, Ignacio Martínez de Pisón o Javier Tomeo (de quien se anticipa un capítulo de su libro póstumo “El hombre bicolor”), o poetas como Joan Margarit, Luis Alberto de Cuenca, Clara Janés, Vicente Molina Foix, Luis Antonio de Villena, Andrés Trapiello, Luis García Montero, Ángel Guinda o el portugués Nuno Júdice, también se suman con trabajos inéditos a esta celebración.

JAVIER CERCAS Y “TURIA”

Javier Cercas es, sin duda, uno de los autores más interesantes del actual panorama de las letras españolas. El escritor extremeño, aunque radicado desde hace tiempo en Cataluña, es autor de una sólida y muy apreciada obra literaria. Colaborador de TURIA en distintas épocas, su última aportación a la revista fue un artículo publicado en el espectacular monográfico que se dedicó a Mario Vargas Llosa.

Suele afirmarse con buen criterio que hay dos Javier Cercas, el anterior a “Soldados de Salamina” y el que nace de esa novela de extraordinario éxito internacional. Una novela que, basada en un hecho real de la guerra civil, también fue llevada al cine por David Trueba y que obtuvo elogios del ya citado Vargas Llosa y de otros autores relevantes como Susan Sontag, George Steiner o J.M. Coetzee. 

Premio Nacional de Narrativa 2010 por “Anatomía de un instante”, una acertada muestra de ensayo narrativo a partir del 23-F, Javier Cercas es también autor de las novelas “El móvil”, “El inquilino”, “El vientre de la ballena” o “La velocidad de la luz”. Por ahora, “Las leyes de la frontera”, editada en 2012, es su novela más reciente.

Traducido a numerosas lenguas, Javier Cercas se ha convertido ya en uno de los más destacados narradores europeos del siglo XXI. Según la crítica, Cercas practica una escritura porosa entre la historia y la ficción, que hibrida lo verdadero con lo imaginario, que adopta las libertades del ensayo y las argucias de la novela, que acude con desenvoltura al periodismo y a la biografía con el equipaje técnico del artífice literario. Y es que Javier Cercas ha sabido convertir su escritura en un pasadizo que conduce al cuarto de máquinas de la realidad, según la certera interpretación del profesor Domingo Ródenas de Moya.

Doctor en Filología Hispánica, Javier Cercas dio clases en Estados Unidos y actualmente es profesor de Literatura española en la Universidad de Girona.

TURIA es una revista cultural editada por el IET de la Diputación de Teruel, el Ayuntamiento de Teruel y el Gobierno de Aragón. Este número cuenta también con el patrocinio de la empresa Aragonesa de Servicios Públicos. 

Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

 

 

Yo no puedo ir contigo. Tienes que seguir adelante. No se sabe lo que puede deparar la carretera. Siempre hemos tenido suerte. Tú la tendrás otra vez.

Cormac McCarthy, La carretera

 

 

 

Desde hace más de dos décadas la narrativa de Cormac McCarthy[1] se ha convertido en uno de los principales puntos de referencia de la literatura norteamericana contemporánea. En efecto, aunque ya durante los años sesenta y setenta McCarthy dejó constancia de su poderío narrativo con cuatro notables novelas ambientadas en el Sureste de los EE.UU., hay que esperar hasta la segunda mitad de los ochenta y principios de los noventa para que McCarthy alcance por fin un reconocimiento significativo por parte de la crítica especializada, especialmente tras la publicación de Meridiano de sangre (Blood Meridian, 1985)[2] y Todos los hermosos caballos (All the Pretty Horses, 1992). Desde entonces, McCarthy ha acumulado elogios de la crítica[3] y prestigiosos premios, entre ellos, el National Book Award por Todos los caballos hermosos y el Pulitzer de ficción por La carretera (The Road, 2006)[4], logrando además alcanzar un considerable número de lectores. El éxito de su obra ha traspasado fronteras y sus diez novelas publicadas hasta la fecha no sólo se han traducido ya a varios idiomas (por ejemplo, todas ellas pueden encontrarse ya en castellano), sino que también se han trasladado a la pantalla grande, con resultados dispares, como el clamoroso fracaso en el año 2000 de la película de Billy Bob Thornton Todos los caballos bellos, que contrasta vivamente con los múltiples premios obtenidos por el film de los hermanos Coen No es país para viejos, basado en la novela homónima de McCarthy (No Country for Old Men, 2005) y galardonado, entre otros, con el Oscar a la mejor película en 2008.[5]

 

Durante estos últimos años los calificativos empleados para definir la obra de McCarthy se han sucedido y los intentos por clasificar su universo literario han abundado. Así, por ejemplo, se le han aplicado con frecuencia etiquetas tales como "escritor regionalista", "autor hermético" (calificativo este último referido tanto a su prosa como a su vida personal), "faulkneriano", "realista mórbido", "hiperrealista", "nostálgico", "barroco", "heredero del renacimiento sureño" o "revisionista del `western' ". Sin embargo, quizás la principal característica del universo literario de McCarthy y, en cierto modo, también de su periplo personal sea su resistencia a las definiciones, a los límites, a las etiquetas, su ubicación en un territorio liminal, complejo y transfronterizo, donde las barreras tradicionales tienen escaso sentido. En efecto, se trata de un autor que aspira a superar fronteras, recurriendo a una articulación artística peculiar que hace difícil su clasificación según las fórmulas o convenciones literarias habituales.

 

Antes de adentrarnos en el universo literario de McCarthy, resulta útil realizar un breve recorrido por su trayectoria personal para comprobar cómo ya en su biografía existen diversos datos que nos anticipan las dificultades que surgen a la hora de clasificar este escritor y su obra. Para empezar, debemos destacar que McCarthy no es originario de ninguna de las regiones de los EE.UU. que se han convertido en su principal fuente de inspiración artística (el Sureste y el Oeste), sino que nació en Providence (Rhode Island), en 1933. Por ello, calificativos tales como los de "escritor sureño" o "autor del Oeste" pueden resultar un tanto problemáticos, al menos desde el punto de vista estricto del lugar de nacimiento de McCarthy. Ciertamente, la influencia del Sur en su obra está estrechamente ligada a su infancia y adolescencia en Knoxville (Tennessee), lugar adonde se trasladó su familia cuando él apenas contaba cuatro años de edad. Aunque McCarthy, el mayor de los seis hijos de un abogado, acudió a la Universidad de Tennessee de 1951 a 1952, pronto la abandonó para enrolarse en la Fuerza Aérea durante cuatro años, siendo destinado, entre otros lugares, a Alaska. En 1957 regresó a la Universidad de Tennessee, pero no llegó a graduarse en la misma. Ello no fue óbice, sin embargo, para que durante su etapa universitaria publicase sus primeras historias breves, "A Drowning Incident" y "Wake for Susan", en la revista de la citada universidad y obtuviese una beca para dedicarse a escribir durante 1959 y 1960. Posteriormente, McCarthy abandonó temporalmente el Sur, trasladándose a Chicago, donde compaginó su labor creativa con otros oficios, llevando una existencia bastante errante. De regreso al Sur, McCarthy pareció asentarse en Tennessee junto a su primera mujer y a su hijo, pero en el mismo año en que se publicó su primera novela, El guardián del vergel (The Orchard Keeper, 1965), de inspiración claramente sureña, decidió dejar no sólo el Sur, sino también los EE.UU., iniciando un periplo de dos años por Europa que le llevaría a conocer a su segunda mujer y a visitar lugares como Irlanda (cuna de sus antepasados), Inglaterra, Francia, Suiza, Italia y España[6]. Este nuevo rumbo cosmopolita en la biografía de McCarthy pronto tocó a su fin ya que en 1967 regresó al Sureste de los EE.UU., estableciendo su residencia primero en Tennessee y posteriormente en Louisiana, y volvió a utilizar dicho territorio como fuente de inspiración literaria en otras tres novelas. Este período de estabilidad personal apenas duró una década ya que a mediados de los setenta McCarthy no sólo se separó de su segunda mujer, sino que también abandonó el Sureste, trasladándose al Oeste, lugar que se convirtió también en el espacio literario dominante en sus novelas a partir de la publicación de Meridiano de sangre. Tras haber vivido durante años en El Paso (Texas), en la actualidad McCarthy reside, al parecer, cerca de Santa Fe (Nuevo México), junto a su tercera esposa y su segundo hijo. Y decimos "al parecer" porque McCarthy es un escritor que de forma habitual rehuye ofrecer demasiados datos sobre su vida e incluso sobre su obra. En efecto, durante mucho tiempo McCarthy se ha labrado una fama de escritor hermético, únicamente interesado en darse a conocer a través de su obra por lo que rechaza el contacto con los medios de comunicación o la participación en conferencias o en giras de promoción de sus libros. Esta huida del "ojo público" de McCarthy ha hecho que la crítica a menudo le haya catalogado de "autor invisible", resaltando las semejanzas entre dicha actitud y la de otros autores norteamericanos contemporáneos como J.D. Salinger o Thomas Pynchon. Sin embargo, en los últimos tiempos McCarthy en su afán por huir de las etiquetas y los encasillamientos ha concedido dos entrevistas a medios de gran difusión que parecen poner en tela de juicio su condición de autor hermético. La primera de ellas al New York Times en 1992, coincidiendo con la publicación de su primer "best-seller", Todos los hermosos caballos, y la segunda y más controvertida a Oprah Winfrey en 2007. De hecho, el anuncio de su participación en el programa de TV de esta popular presentadora fue recibido por muchos como el final de la invisibilidad de McCarthy y su sumisión definitiva a las leyes del mercado literario.[7] En este sentido, puede decirse que de nuevo, McCarthy volvió a romper las expectativas creadas en torno a su figura, ya que se limitó a conceder una entrevista monótona (tanto en la forma como en contenido, adoptando una actitud especialmente pasiva), que no aportó apenas nuevos datos sobre su vida o sobre su obra.

 

Centrándonos ya exclusivamente en su carrera literaria, puede decirse que, a pesar del talento artístico de McCarthy para trascender los límites espaciales y dotar a su obra de características universales, a menudo destaca la particular relación de su literatura con un entorno geográfico y cultural muy concreto. De todas formas, y a diferencia de otros autores a los que se ha aplicado el calificativo de "regionalista", McCarthy no rinde pleitesía a un único territorio literario. De hecho, su trayectoria novelística se centra en dos puntos diferentes de la geografía norteamericana, el Sureste y el Oeste. Así, en función al menos de sus inicios literarios Cormac McCarthy podría ser encuadrado dentro de la llamada literatura sureña moderna. En efecto, sus cuatro primeras novelas, la ya citada El guardián del vergel, La oscuridad exterior (Outer Dark, 1968), Hijo de Dios (Child of God, 1974) y Surte (1979), no sólo están ambientadas en el Sureste de los EE.UU., sino que contienen elementos habituales en dicha literatura, tales como el énfasis en los aspectos grotescos, a menudo de corte violento, o la huella estilística de Faulkner. La primera de estas novelas además describe sin sentimentalismos la desaparición del viejo Sur y de valores como el honor, la dignidad y la conciencia frente al empuje del nuevo orden, la modernización y la corrupción asociadas al nuevo Sur. Esta novela de características básicamente iniciáticas está llena de resonancias faulknerianas, que no sólo se limitan a la recreación de los personajes y escenarios, sino que se extienden también al lenguaje, oscuro y complejo, con un protagonismo importante del dialecto rural y una puntuación reducida a su mínima expresión. La conexión faulkneriana se extiende también al editor de esta novela, Albert Erskine (el mismo de Faulkner), que se convertiría en el editor de McCarthy durante los veinte años siguientes. La segunda novela de McCarthy, La oscuridad exterior, fue escrita en parte durante su estancia en Ibiza, aunque es una obra claramente sureña, que guarda importantes semejanzas con su primera novela, aunque esta vez el proceso iniciático del protagonista, un ser condicionado por su particular pecado original (el incesto), le conduce al encuentro con el mal en un entorno natural y social hostil, que incluye dantescas escenas de destrucción, violencia y muerte. Hijo de Dios, por su parte, también se encuadra dentro de lo que podríamos llamar su etapa gótica sureña y es una novela donde McCarthy vuelve a incidir en un personaje con problemas de conducta sexual cuyo destino aparece inevitablemente ligado a la violencia, en este caso, al asesinato en serie y a la necrofilia. Esta combinación de sexo y violencia en un entorno rural sureño y el estilo de la novela han hecho que con cierta frecuencia se haya comparado a esta obra con la novela de Faulkner Santuario. De todas formas, la mejor novela de este período sureño es, sin lugar a dudas, Suttree, donde McCarthy recrea con precisión algunos de los personajes y ambientes más extravagantes que conoció en Knoxville y proyecta en la historia del protagonista de la novela algunos datos autobiográficos, en particular, su conflictiva relación con su padre. Es una novela de tono ambiguo, donde con frecuencia se combinan perfiles grotescos con rasgos expresionistas, y una importante complejidad estilística acentuada por las elipsis temporales que abundan en el texto. Su estructura narrativa, sin embargo, no presenta demasiadas dificultades puesto que McCarthy vuelve a recurrir a una estructura de corte iniciático, con un protagonista lleno de contradicciones que debe descender a los infiernos (lugar representado por McAnally, suburbio de Knoxville donde moran pobres, borrachos, asesinos, violadores de sandías, "sin techo"...) para superar su crisis de identidad, alcanzar el conocimiento interior y emprender un renacimiento espiritual.

 

En general, estas novelas sureñas de McCarthy pasaron bastante desapercibidas entre los lectores en el momento de su publicación. Posiblemente el lenguaje oscuro de las mismas, su inusual sintaxis y puntuación, su excesivo énfasis en aspectos tales como la violencia, el mal y el nihilismo, su predilección por retratar personajes y ambientes sórdidos con un realismo extremo rayano en ocasiones en lo macabro, además del nulo interés de McCarthy en promocionar estas novelas, sean algunos de los factores principales que explican esta fría acogida de los lectores en su día. Dichas novelas tuvieron mayor eco entre los críticos, aunque tampoco puede hablarse de un reconocimiento mayoritario por parte de la crítica especializada. De todos modos, en general las reseñas aparecidas de estas novelas, sobre todo, de las dos primeras, fueron bastante positivas. Ello al menos le permitió a McCarthy obtener becas y premios de cierta consideración (en algunos casos procedentes de prestigiosas instituciones como la Academia Americana de Artes y Letras, la Fundación William Faulkner, la Fundación Rockefeller, la Fundación Guggenheim o la Fundación McArthur) y continuar su carrera literaria sin tener que recurrir a otros oficios como la enseñanza en talleres de escritura.[8] Habrá que esperar, sin embargo, a la publicación de su "western" apocalíptico Meridiano de sangre para poder hablar de la consolidación de McCarthy como escritor. En efecto, aunque la novela no despertó un interés inmediato entre los críticos, transcurridos unos pocos años dicha obra le proporcionó a McCarthy un notable prestigio entre los mismos. De hecho, buena parte de la crítica todavía hoy considera a esta obra como su mejor novela. Por ejemplo, para el ya citado Harold Bloom Meridiano de sangre es “la auténtica novela apocalíptica norteamericana” y una “insuperable culminación del `western´”.[9] Por otra parte, esta novela supone un hito fundamental en la trayectoria como escritor de McCarthy porque marca su ruptura con la etiqueta de "autor del Sureste" y señala el desplazamiento hacia el Oeste de su universo literario, con un especial énfasis en la dicotomía entre el mito y la realidad de la frontera. Es una novela histórica de estética postmodernista y tenebrista, con ecos de Moby-Dick (principalmente, en el perfil demoníaco del juez Holden) y de El corazón de las tinieblas (presentes, sobre todo, en la descripción del viaje iniciático hacia el horror del protagonista, al que únicamente se le conoce como "el chico"), y donde McCarthy combina con brillantez diálogos punzantes y descripciones sórdidas no exentas de lírica, convirtiendo al paisaje del Oeste en un personaje más de su historia. En particular, las tierras desérticas del noroeste de México aparecen retratadas como un escenario hostil para la vida humana y se convierten en el símbolo perfecto de la destrucción, la muerte y la desolación que crean a su paso los protagonistas de la novela. A lo largo de la misma McCarthy cuestiona las tesis tradicionales en torno a la conquista del Oeste en el siglo XIX, haciendo hincapié en la extrema violencia y en las dimensiones profundamente etnocéntricas y colonialistas de la experiencia fronteriza. De hecho, en la novela son los nativo-americanos primero y los mexicanos después, las principales víctimas de la espiral de violencia impulsada por los mercenarios norteamericanos que se adentran en México amparados por doctrinas tales como el "destino manifiesto" o la creencia en la superioridad racial y cultural anglo-sajona. Dichas ideas no pueden ocultar, sin embargo, la importancia de otros factores como los intereses mercantilistas o el mero placer de matar en la vorágine de destrucción y muerte retratada por McCarthy en esta novela.

 

El interés de McCarthy por explorar la dimensión mítica del Oeste norteamericano, magistralmente anticipado en Meridiano de sangre, quedará confirmado en la década de los noventa en su llamada "trilogía de la frontera", compuesta por las novelas Todos los hermosos caballos (1992), En la frontera (The Crossing, 1994) y Ciudades de la llanura (Cities of the Plain, 1998). El primer volumen de esta trilogía, Todos los hermosos caballos, presenta importantes diferencias estilísticas, estructurales y de tono respecto a Blood Meridian. De hecho, su apariencia de "western" clásico y la menor complejidad de su trama argumental parecen haber contribuido decisivamente a su extraordinaria acogida por parte de los lectores, convirtiéndose en la primera obra de McCarthy en alcanzar el éxito popular.[10] Sin embargo, en realidad Todos los hermosos caballos puede considerarse como una profundización en la línea marcada por Meridiano de sangre, con un interés especial por deconstruir el mito del Oeste, un mito que no sólo define a los Estados Unidos, sino que tiene resonancias universales. Como ha señalado el propio Cormac Mc Carthy, "no hay un lugar en el mundo en el que no conozcan a los vaqueros, los indios y el mito del Oeste".[11] En la novela McCarthy presenta una visión postmodernista del Oeste a mediados del siglo XX, un territorio en el que la nostalgia por el pasado mítico contrasta vivamente con la cruda realidad del presente moderno e industrializado. De hecho, en esta novela el Oeste ya no es el espacio mítico o tierra prometida que representa la aventura, la huida o la posibilidad de regeneración espiritual. Al contrario, los protagonistas de la novela son seres desplazados y alienados en un espacio irreconocible, que ha perdido su legendario atractivo y que sólo ofrece un presente impersonal y un futuro incierto. Como señala el padre de John Grady Cole, protagonista principal de la novela, "la gente ya no se siente segura. [...] Somos como los comanches de hace doscientos años. No sabemos qué va a aparecer aquí cuando despierte el día".[12]

 

La novela de McCarthy presenta un Oeste crepuscular, desprovisto de sus clásicas señas de identidad, que obliga a aquellos nostálgicos de la mitología fronteriza a abandonar este territorio. En efecto, los adolescentes norteamericanos protagonistas de la novela, encabezados por John Grady Cole, huyen de Texas, de un Oeste mecanizado y urbano, reflejo de la América de postguerra, en busca de su particular paraíso mítico en México. Se produce, por tanto, un desplazamiento de la frontera hacia el Sur, al identificarse el menor grado de desarrollo de México con la posibilidad de revivir el romanticismo del Viejo Oeste y, en particular, el mito del "cowboy". Sin embargo, McCarthy cuestiona la visión nostálgica del "cowboy" y de los valores míticos que definen su particular código del honor (lealtad, camaradería, sacrificio, coraje, identificación con el medio natural...) en el contexto del Nuevo Oeste y revela la imposibilidad de recrear dicho pasado mítico incluso en el territorio mexicano, concebido como la última frontera. En efecto, en esta novela México, a pesar de su menor grado de desarrollo, se encuentra ya inmerso en su propio camino hacia la modernidad y no puede compararse con el Viejo Oeste. Además, sus peculiares tradiciones socio-culturales conforman un universo excesivamente complejo para aquellos vaqueros que, como John Grady Cole, creen haber encontrado allí su paraíso perdido. En este sentido, puede decirse que en Todos los hermosos caballos la frontera cultural resulta más impermeable que la geográfica o la lingüística.[13] Además, en este primer volumen de la trilogía de la frontera McCarthy anticipa también el poder destructivo del mito del Oeste. En concreto, John Grady Cole, reencarnación del héroe clásico de la frontera, pierde su inocencia en México, pero este territorio no le proporciona una identidad conforme a la imagen mítica del "cowboy. La frontera ya no es, por tanto, una fuente de identidad ni garantiza una regeneración espiritual o renacimiento a través de los clásicos ritos de iniciación. De hecho, uno de los principales aspectos de esta identidad anhelada, la simbiosis con la Naturaleza, representada a lo largo de toda la novela por la especial conexión entre Cole y los caballos, resulta ser una mera quimera tanto en los EE.UU. como en México.

 

Aunque el segundo volumen de la trilogía, En la frontera, cuenta con protagonistas diferentes respecto al primero y se caracteriza por una mayor complejidad estilística y estructural (por ejemplo, contiene numerosas digresiones que funcionan a modo de "exempla" para el protagonista principal), las similitudes de esta novela con Todos los hermosos caballos resultan particularmente significativas. Así, de nuevo, asistimos a una revisión del "western" clásico a través de un ritual iniciático en la frontera, en el que el arquetipo del viaje desempeña un papel fundamental. El punto de partida vuelve a ser la separación de la civilización, simbolizada por el entorno familiar del protagonista, Billy Parham, en Nuevo México, en aras de una idílica comunión con la Naturaleza, representada en esta ocasión por la especial relación entre el citado Billy Parham y una loba procedente de México. Al igual que sucedía en el primer volumen de la trilogía, en esta novela la necesidad de cruzar la frontera con México  responde, por un lado, a una situación de desarraigo social y familiar en los EE.UU. y, por otro, al deseo de forjarse una identidad de acuerdo con la imagen mítica del "cowboy", en un territorio al que de forma bastante equívoca se trata de equiparar con el Viejo Oeste. En la frontera también supone un paso más en la desmitificación de México como el último paraíso del "cowboy", obligado a reconocer que su mundo ideal no existe ni en EE.UU. ni al otro lado de la frontera. Esta fallida idealización de México como última frontera o paraíso perdido le sirve a McCarthy para cuestionar el propio punto de partida de dicha idealización, la visión mítica del Oeste. De hecho, buena parte de la mitología fronteriza podría encuadrarse dentro de lo que Barry Lopez ha denominado como "false geographies",[14] románticas ideas preconcebidas y simplistas en torno a complejos espacios geográficos. Incluso En la frontera hace hincapié en el carácter artificial de las fronteras trazadas por el hombre y en su inútil obsesión por delimitar lugares a través del mero hecho de darles un nombre. Como le señala uno de los protagonistas mexicanos de la novela a Billy Parham, "el mundo no tiene nombre. [...] Los nombres de los cerros y las sierras y los desiertos sólo existen en los mapas. Les  nombramos para no extraviarnos”.[15]

 

Además, En la frontera destaca por la crudeza con la que McCarthy muestra el poder destructivo del mito del "cowboy", representado por el fallido intento del protagonista de construirse una identidad conforme a la mitología clásica fronteriza. Dicha identidad, simbolizada en la obra por dos términos clave, "americano" y "vaquero", y articulada a través de los clásicos ritos iniciáticos, resulta una mera utopía, tal y como se pone de manifiesto a lo largo de las tres ocasiones en las que Billy Parham cruza la frontera mexicana. Al final, la frontera sólo le proporciona a Billy un cierto grado de conocimiento en torno a la condición humana, en especial, acerca de su vulnerabilidad y de la importancia de la compasión. Además, McCarthy resalta que el precio a pagar por dicho conocimiento es muy elevado. En efecto, Billy Parham no sólo debe renunciar a su idealismo originario, y en particular a cualquier aspiración de comunión idílica con la Naturaleza, sino que también sufre la trágica pérdida de su hermano.

 

El último volumen de la trilogía, Ciudades de la llanura, además de compartir con los dos anteriores un mismo escenario, la frontera mexicano-estadounidense, y un ámbito temporal similar, representa la confluencia de las dos novelas anteriores, al compartir protagonismo los dos principales personajes de cada una de ellas: John Grady Cole y Billy Parham. Las similitudes entre esta novela y las dos anteriores se extienden también a otros niveles puesto que en Ciudades de la llanura McCarthy vuelve a poner de manifiesto las contradicciones inherentes al mito clásico de la frontera. En efecto, la novela refleja el conflicto existente entre la abrumadora extensión del llamado "progreso" (fin último de la conquista del Oeste) y la negativa a renunciar al modo de vida tradicional del "cowboy", asociado a unos valores míticos, entre los cuales la estrecha relación con el medio natural adquiere una relevancia especial.

 

Al igual que sucedía en Todos los hermosos caballos, McCarthy retrata en Ciudades de la llanura el final de una era, de una concepción mítica y legendaria de la vida en el Oeste, ante la creciente modernización e industrialización de este territorio. De hecho, los protagonistas de la novela, empleados como vaqueros en un rancho de Nuevo México, son plenamente conscientes de que su peculiar forma de vida supone un anacronismo en el Nuevo Oeste, urbano e impersonal. Incluso se hace referencia explícita a la próxima ocupación de los terrenos del rancho por parte del ejército. Se trata, por tanto, de una visión crepuscular e incluso elegíaca del Oeste, donde McCarthy contrapone el creciente realismo de Billy Parham, consciente de la inexorabilidad del paso del tiempo, con el idealismo aún presente en John Grady Cole, cuya mayor juventud se corresponde con un mayor deseo de asumir riesgos en aras de ser fiel al código de honor del "cowboy" mítico. Así, aunque ambos vaqueros han conocido el sabor de la derrota en México, destaca el contraste entre la resignación y mayor madurez de Billy y el espíritu de aventura que todavía prevalece en la personalidad de John. En particular, llama poderosamente la atención su diferente actitud hacia México, su antiguo paraíso perdido. En concreto, Billy, cuya experiencia en México ha sido mucho más traumática que la de John, parece haber renunciado a revivir su ideal romántico del "cowboy" al otro lado de la frontera y confiesa su incapacidad para entender la complejidad de aquel país, un lugar en el que también el oficio de vaquero se encuentra en extinción. Por ello, Billy se limita a disfrutar de su vida en el rancho mientras le sea posible, intentando minimizar el dolor y la nostalgia por los viejos tiempos. John Grady Cole, por su parte, representa al "all-american cowboy", el prototipo del vaquero mítico por excelencia, dispuesto a cruzar la frontera con México y con ello importantes fronteras culturales y sociales para hacer realidad su sueño: fundar su propio hogar en Nuevo México junto a Magdalena, una prostituta mexicana. En este sentido, puede decirse que John Grady Cole encarna en Ciudades en la llanura a un idealismo estrechamente vinculado al individualismo propio de la mitología fronteriza.   

 

El trágico final de John Grady Cole en esta última novela puede interpretarse como una nueva muestra del poder de las fronteras culturales y sociales, mucho más impermeables que las meramente geográficas o lingüísticas. Además, McCarthy utiliza el fracaso de Cole para incidir una vez más en el poder destructivo del mito del Oeste puesto que podemos considerar a Cole como una víctima de su lealtad extrema al código de honor del "cowboy". Este código pierde vigencia en el Nuevo Oeste por la progresiva transformación socio-económica de este territorio y por su excesiva dependencia de actitudes y elementos propios de la mitología fronteriza, tales como el etnocentrismo, la legitimación de la violencia, el culto a la masculinidad o la glorificación del individualismo.    

 

La visión postmodernista del Oeste que McCarthy presenta en Ciudades de la llanura alcanza su máxima expresión en las últimas páginas de la novela, a través de la descripción de la nueva vida de Billy Parham, obligado a conformarse con la mera supervivencia en un Oeste sin agua, sin ganado y sin vaqueros. Particularmente significativa resulta la referencia al papel de extra en una película del Oeste que Billy se ve obligado a aceptar en el año 2001. De este modo, McCarthy ilustra el final de una era y la desaparición de un modo de vida legendario, aunque no del mito del Oeste, cuya pervivencia y popularidad están garantizadas, entre otros medios, por Hollywood. 

 

En general, en su trilogía de la frontera McCarthy ofrece al lector un extraordinario retrato del conflicto entre mito y realidad en el Oeste norteamericano, con una especial atención a la figura del "cowboy" y a su peculiar alienación en el Nuevo Oeste. De hecho, en su trilogía McCarthy presenta a este héroe clásico de la mitología fronteriza como un antihéroe, privado de una frontera que conquistar (a pesar de su visión romántica e idealista de México), y básicamente incapaz de alcanzar un renacimiento espiritual o regeneración a través de los ritos iniciáticos tradicionales.

 

Tras su trilogía de la frontera, McCarthy consolidó su condición de autor del Oeste con una nueva novela ambientada en este territorio que, sin embargo, difiere bastante, sobre todo, estilísticamente de las anteriores. En efecto, aunque No es país para viejos vuelve a incidir en cuestiones tales como la violencia extrema en la frontera o la desmitificación del Oeste como tierra prometida, esta novela aborda un tema muy contemporáneo (el tráfico de drogas) y presenta una estética de "thriller" policíaco, bastante alejada del tono barroco de sus anteriores "westerns", con una historia narrada a ritmo frenético y un lenguaje efectista y directo donde los diálogos y la acción tienen preferencia sobre las descripciones. De hecho, algunos de los lectores y críticos seguidores de McCarthy se sintieron decepcionados por el cambio estilístico operado en esta novela y la han considerado como una obra menor dentro de su producción literaria. Por lo demás, McCarthy vuelve a demostrar su talento artístico para crear personajes despiadados, como el asesino a sueldo Anton Chigurh, para retratar antihéroes, como el "sheriff" Tom Bell o el cazador Llewelyn Moss, y para reflejar el lenguaje de la frontera, incluido el español. En general, se trata de una novela que bajo su apariencia de "thriller" sencillo alberga una profunda reflexión sobre la condición humana en nuestros días, centrada en aspectos tales como el poder del mal, la extensión de la codicia, la naturaleza de la violencia, el significado del honor, el peso de la culpa o la influencia del destino, con un especial hincapié en la omnipresencia de la fatalidad: "la mala suerte está en todas partes. Espera un poco y verás cómo tienes tu ración".[16] Además, el éxito de la adaptación al cine de esta novela por parte de los hermanos Coen ha contribuido a aumentar el interés del público y la crítica por esta obra.

 

En 2006, después de dos décadas de escribir sobre el Oeste y cuando parecía haberse convertido en el prototipo por excelencia de autor del Nuevo Oeste, McCarthy volvió a sorprender con una novela (La carretera) donde no sólo se alejaba de su habitual escenario fronterizo, sino que incluso rompía con su imagen de escritor regionalista. En efecto, La carretera es la primera novela de McCarthy en la que sus protagonistas no aparecen imbricados en una región concreta de los EE.UU., bien sea el Oeste o el Sureste. En esta ocasión, McCarthy nos presenta un paisaje norteamericano desolado, como consecuencia de lo que parece haber sido un holocausto nuclear, donde los dos protagonistas, un padre y su hijo, avanzan penosamente hacia el Sur, hacia el mar, huyendo del hambre, el frío, la contaminación y las bandas de caníbales. La referencia general al Sur como destino de los dos viajeros es la única orientación geográfica que nos ofrece McCarthy en una novela en la que los nombres propios brillan por su ausencia. De hecho, además de no incluir apenas topónimos,[17] La carretera carece de nombres propios para la gran mayoría de sus personajes principales, incluidos sus protagonistas.[18] De esta forma, McCarthy refuerza el significado universal de su historia, que no se limita a un espacio concreto, o a un tiempo determinado, o a unos personajes específicos. Su historia adquiere una dimensión universal que incluye temas clásicos como el enfrentamiento entre el bien y el mal,[19] la lucha por la supervivencia,[20] o la búsqueda de Dios.[21] En esta novela nuevamente McCarthy relega a los personajes femeninos a un papel secundario,[22] situando el núcleo emocional de la misma en la relación entre padre e hijo y haciendo especial hincapié en la determinación del padre por salvar a su hijo: "sabía que aun siendo un buen padre era muy posible que ella llevaba razón en lo que dijo. Que el chico era lo único que había entre él y la muerte" (p. 27). A pesar de que el paisaje post-apocalíptico y el viaje nihilista que se nos describen en la novela invitan al pesimismo, al final de la misma McCarthy deja entrever que siempre hay lugar para la esperanza por lo que merece la pena seguir luchando, tal y como le pide el padre a su hijo: "No te rindas nunca" (p. 205). Es una novela no excesivamente compleja desde el punto de vista argumental, pero que destaca por la acertada combinación de elementos tales como el tono épico que marca la resistencia ante la adversidad de los protagonistas, las pinceladas poéticas (particularmente presentes en la descripción del paisaje y de la relación entre padre e hijo) y el estilo sobrio y conciso que preside la mayor parte de la obra y al que McCarthy imprime su habitual sello particular en forma de diálogos sin guiones y sin comillas, de frases fragmentadas o de la reiteración de las oraciones coordinadas. Con La carretera McCarthy ha logrado por fin no sólo el reconocimiento prácticamente unánime de la crítica, sino también el beneplácito generalizado de los lectores, quienes a pesar del carácter sombrío y angustioso de la historia, se sienten irremediablemente atrapados y conmovidos por la misma.[23]

 

 El universo literario de McCarthy se completa hasta la fecha con una obra de teatro centrada en una familia afro-americana de Kentucky, The Stonemason (1994), y un texto híbrido, una novela escrita en forma de drama, The Sunset Limited (2006), que es una alegoría sobre el sentido de la vida y de la muerte ambientada en un tranvía de Nueva York. Aunque estas obras carecen del calado temático y estilístico de sus novelas y tampoco han alcanzado su repercusión, sí dan fe nuevamente del interés de McCarthy por explorar nuevos caminos y superar fronteras. Después de todo, el territorio de McCarthy es un espacio indefinido e inestable, a caballo entre el Oeste y el Sureste, entre el gótico y el realismo, entre lo regional y lo global, entre la invisibilidad y la exposición pública, entre el nihilismo y la esperanza.

 


[1]     La investigación para el presente artículo ha sido financiada por el proyecto de investigación del MEC FFI 2008-03833/FILO y por el programa FEDER.

[2]              De hecho, el primer estudio íntegramente dedicado a la obra de Cormac McCarthy, el libro de Vereen M. Bell, The Achievement of Cormac McCarthy (Baton Rouge: Louisiana University Press) no apareció hasta 1988.

[3]              El prestigioso crítico literario Harold Bloom, por ejemplo, afirma que "ningún otro novelista norteamericano vivo, ni siquiera Thomas Pynchon, nos ha dado un libro tan fuerte y memorable como Meridiano de sangre" (Harold Bloom, Cómo leer y por qué. Trad. Marcelo Cohen. Bogotá: Editorial Norma, 2000, p. 306).

[4]     Trad. Luis Murillo Fort. Barcelona: Mondadori, 2007, p. 204. En adelante, todas las referencias a La carretera pertenecerán a esta edición

[5]              En la actualidad se está rodando una adaptación cinematográfica de La carretera, dirigida por John Hillcoat y con Viggo Mortensen en uno de los papeles protagonistas. El estreno de este film en los EE.UU. está previsto, en principio, para finales del presente año.

[6]              De hecho, durante cerca de un año residió en Ibiza, donde compartió el espíritu bohemio de la época dominante en la isla con escritores como el hoy olvidado Leslie Garrett. Ver Don Williams, “Leslie Garrett and Cormac McCarthy”, New Millenium Writings, Vol. 4, 2, 1999-2000, pp. 116-118.

[7]              Oprah Winfrey incluyó La carretera como novela recomendada en su famoso "club de libros".

[8]              En este sentido, cabe señalar que el rechazo de McCarthy hacia los talleres de escritura es visceral: “enseñar a escribir es una estafa”. Ver Richard B. Woodward, “Cormac McCarthy’s Venomous Fiction”, The New York Times Book Review, 19/04/1992, p. 36.

[9]              Harold Bloom, op. cit., pp. 306-307.

[10]             Por ejemplo, se vendieron más de medio millón de ejemplares en los dos años posteriores a su publicación y la obra permaneció durante 43 semanas en la lista de “best-sellers” del Publishers Weekly.

[11]             Ver Richard B. Woodward, op. cit., p. 36

[12]               Cormac McCarthy, Todos los caballos bellos (Todos los hermosos caballos). Trad. Pilar Giralt. Barcelona: Debate, 2001, p. 32.

[13]             La novela, al igual que las otras dos que componen la trilogía, contiene numerosos términos en español que aportan autenticidad al universo fronterizo descrito por McCarthy.

[14]             Ver Michael Kowalewski, ed. Reading the West: New Essays on the Literature of the American West. New York: Cambridge University Press, 1996, p. 6.

[15]             Cormac McCarthy, En la frontera. Trad. Luis Murillo Fort. Barcelona. Plaza & Janés, 1996, p. 377.

[16]             Cormac McCarthy, No es país para viejos. Trad. Luis Murillo Fort. Barcelona: DeBolsillo, 2008: 208.

[17]             Curiosamente, los escasos topónimos que aparecen en la novela hacen referencia en su mayoría a lugares situados fuera de los EE.UU., como Cádiz, Tenerife, Bristol o Marte.

[18]               Sólo aparece un personaje muy secundario que se hace llamar Ely, e incluso éste parece no ser su verdadero nombre.

[19]             De hecho, a la largo de la novela abundan las expresiones del tipo “todavía somos los buenos. Y lo seremos siempre” (pp. 61-62), “Son muchos, esos malos” (p. 72), “Porque nosotros somos de los buenos […] Y llevamos el fuego” (p. 98).

[20]             Destacan, por ejemplo, frases como éstas: “No podemos compartir lo que tenemos porque nos moriríamos también” (p. 43) o “No somos supervivientes. Esto es una película de terror y nosotros somos muertos andantes” (p. 46).

[21]             Ver, por ejemplo, las siguientes referencias a Dios: “En esta carretera no hay interlocutores de Dios. Se han ido y me han dejado aquí solo y se han llevado consigo el mundo” (p. 30) y “Él intentó hablar con Dios pero lo mejor era hablar con su padre y eso fue lo que hizo y no se le olvidó. La mujer dijo que eso estaba bien. Dijo que el aliento de Dios era también el de él, aunque pasara de hombre a hombre por los siglos de los siglos” (pp. 209-210).

[22]             En su entrevista con Oprah Winfrey, McCarthy justificó el escaso peso de los personajes femeninos en su obra, comentando simplemente que para él las mujeres eran un misterio.

[23]             Por ejemplo, en España ya se han vendido más de 50.000 ejemplares de esta novela, que en la actualidad se encuentra ya en su 11ª edición.

Escrito en Lecturas Turia por David Río Raigadas

28 de octubre de 2013

 

 

 

 

 

 

 

 

Tu me oyes, Enrique,

en ese mundo vuestro del enigma

y de la soledad.

 

Aquí,

mientras pasa el verano

con su rumor de estrellas,

y las olas meditan,

y la luna es más tibia

pensada sobre el mar de las preguntas,

y los sueños insisten en descifrar la noche,

hay una copa tuya

y una silla que espera

en las mesas calladas de la aurora.

 

Allí,

en ese mundo vuestro,

quizás haya un lugar donde poder sentarse

para escuchar contigo,

para vivir contigo las reuniones

secretas de la muerte.

Y tal vez haya copas y palabras

y vino derramado en los manteles,

y un recuerdo lejano de nosotros,

el eco de la vida.

 

Así,

el tiempo con su niebla y con sus emociones

devuelve el corazón a su pasado.

Estamos todos juntos. Las ausencias

son otra forma de seguir presentes,

en una realidad que no es tan sólo

la llama de un recuerdo,

sino la vida misma,

lo que va con nosotros, porque es nuestro,

cuando todo se pierde,

aquello que nos hace

como la luz al día

y la sombra a la noche.

 

Ahora

los dos somos amigos del naufragio

y el mar puede reunirnos

para seguir hablando en dos orillas.

Es un destino propio de los seres mortales

negarse a que la muerte interrumpa una cita.

Escrito en Lecturas Turia por Luis García Montero

25 de octubre de 2013

 

                              

                                    Un mar de verdes sombras

                                     Sobre el azul silvestre

                                     Y un oleaje tierno

                                     Sonámbulo y terrestre

                                     En el preciso ángulo

                                     En que estoy convergen

                                     Mientras miro macizos

                                     De setos sucederse

                                     En la lenta penumbra

                                     Del día que anochece.

                                     Como las cinerarias

                                     Aprendo a sucederme:

                                     A ser como las cosas

                                     Que son lo mismo siempre

                                     Y en un mismo paisaje

                                     Encontrarme, perderme.

Escrito en Lecturas Turia por Jaime Siles

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