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Configurar sentido ascendente

18 de octubre de 2013

                      

Estando Alberto, Bonifacio, Carlos, Damián, Ernesto, Fernando, Genaro y yo reunidos en los raídos y confortables sofás del casino, hacia la mitad de la tarde Alberto contó el siguiente chiste:

Avisan a un teniente de que la madre del soldado Martínez acaba de morir.

El teniente llama al sargento y le dice:

--Estoy muy agobiado. Menudo compromiso. No sé cómo decirle al soldado Martínez que su madre ha muerto. Es algo tan doloroso, tan delicado… ¡Qué responsabilidad!

--U’té no se preocupe, mi teniente –dice el sargento--. Déhelo de mi cuenta que tengo yo mushia ep-periensia en estas cosas.

El teniente: “¿De verdad? Gracias, sargento, me quita un peso de encima. ¿Pero está seguro de que sabrá… en fin, decírselo con toda la delicadeza que requiere el caso?”

--¡De’cuide, mi teniente! ¿No le he disho que yo tengo musha ep-periensia?

En seguida el sargento sale al pasillo y grita:

--Compañía a formar, ¡Arrrr!... --Los soldados se ponen en firmes.-- ¡A ver, que den un paso al frente todos los que tengan madre, ¡Arrr!… ¡Tú, Martínez, quieto ahí ande estás! ¿Ánde crees que vas, de’grasiao?

 

º  º  º

        Aunque todos los tertulianos conocíamos el chiste, Alberto lo contaba con los oportunos cambios de entonación, las pausas y deslizamientos suaves o bruscos de una frase a la siguiente, y los ademanes y muecas del caso, así que nos reímos.

Ese chiste lleva décadas circulando por España y siempre hace reír, o sonreír, a la audiencia, comentó Bonifacio.                             

Su éxito, agregó, no responde tanto a la cómica distancia entre el objetivo que persiguen los protagonistas del relato (comunicar una pésima noticia a un tercero, con la mayor delicadeza posible) y el efecto que realmente alcanzan (le informan de la desgracia al estilo militar, o mejor dicho cuartelero, esto es, con pretensiones de eficacia técnica, pero de forma brutal y estúpida), cuanto en la complicidad que el relato establece entre el narrador y su oyente. Estos comparten una serie de convicciones e ideas previas A, B, C, D, E, F y G, que el chiste viene a confirmar:

A.—La pérdida de la madre es una experiencia incomparablemente dolorosa, una de las mayores desgracias en la vida del ser humano.

B.—Los miembros de las castas sociales intermedias o inferiores (que en el chiste están encarnadas por el sargento) son por definición toscos, zafios, primitivos; mientras que las castas superiores suelen destilar individuos más educados, más refinados y con más escrúpulos de conciencia.

C.—En el ámbito militar impera la necedad.

D.-- El mundo es un lugar grotesco y despiadado donde  nuestros sentimientos están sometidos al albur de individuos inferiores que ocupan, inmerecidamente, posiciones dominantes.

El narrador del chiste y los oyentes comparten también:

E.-- Conocimientos básicos sobre el orden físico del mundo: la organización del ejército, la jerga que le es propia, etc.

F.-- El lugar del teniente (con cuya responsabilidad, delicadeza y deseos de pasar la carga a otro se identifican), y su superioridad espiritual sobre el sargento.

G.—La idoneidad de los nombres. El teniente y el sargento no necesitan nombre propio, pues el cargo que ocupan les define, les contiene, les presta su identidad nominativa. Y el recluta se ha de llamar “Martínez”, que es el apellido más común en España y en este contexto significa “uno cualquiera, uno que representa al pueblo llano, el hombre de la calle, víctima siempre de poderes superiores”. 

(Si el recluta se llamase, por ejemplo, Ildefonso del Valle de Entramabasguas, el chiste derraparía y el oyente se encontraría  distraído por esa información derivativa.)

Al narrador del chiste y a su audiencia les resulta grato coincidir en tantas cosas, y todos ríen complacidos.

º   º   º

Carlos dijo: Es un chiste ciertamente muy divertido y a lo largo de las últimas décadas lo he oído contar muchas veces, pero luego, cuando se van apagando las risas, suelo quedarme con una sensación de carencia, porque noto que la escena se reduce a los rasgos más esquemáticos, y que los personajes circulan por las frases como meros vehículos de ideas a priori, de esas empatías entre el narrador y el oyente que Bonifacio acaba de exponer con tanta precisión y claridad. A mi modo de ver, se echa en falta toda clase de información. Hechos. Datos. Detalles. Por ejemplo, ¿cómo es el teniente?...

Carlos se respondió a sí mismo: al teniente podemos imaginarlo joven, delgado, un rostro de rasgos finos, manos finas, lleva gafas de montura dorada, es un militar profesional, un teórico de la guerra muy aplicado y con un brillante porvenir. A su novia no le gusta que siga la carrera de las armas, que está sujeta a traslados periódicos, mientras a ella le gustaría no moverse nunca de la pequena ciudad de provincias donde nació. Además, encuentra que en su carácter hay una cierta cualidad mecánica, de la que culpa a la profesión que ejerce y al trato diario con tipos ordinarios en un ambiente sin mujeres.

El sargento, en cambio, lleva barba cerrada, tiene las piernas arqueadas, quizá un inicio de tripa, camina como un vaquero. Es huérfano de un campesino pobre, y después de cumplir el servicio militar obligatorio se reenganchó al Ejército. Para él, no pasar hambre ya es un logro, y lleva ya seis años bajo la bandera, y ni un solo día se ha quedado sin comer tres veces. Pero es que además los sábados corteja a una criada en la ciudad, una muchacha con mejillas de manzana y manos ásperas y rosadas, con la que se acuesta en la cama matrimonial de sus señores, bajo el gran crucifijo de marfil, cuando éstos han salido de visitas, lo que a los dos les parece especialmente excitante, y luego cuando la deja se emborracha en un bar con mostrador de aluminio y pavimento cubierto de aserrín y de los rotos boletos verdes de una lotería ilegal. Para él esta vida es sencilla, clara, ordenada y relativamente agradable, comparada con su infancia. Le está agradecido. Está seguro de que durante los próximos cincuenta años podrá soportarla sin mucho esfuerzo.

            Ahora, ese teniente le dice:

         --¿De verdad cree usted que sabría… anunciarle esa trágica noticia a Martínez?

--Efe’tivamente. Positivo.

--Piense que es un tipo más bien primario, no dispone de grandes reservas emocionales para afrontar un trauma de estas características, su psique puede venirse abajo.

            --De’cuide, teniente, si es pan comido. ¿No le’disho que no s’ha de preocupá? Eso corre de mi cuenta. Fíese uté de mí, yo conosco a mis hombres.

            El sargento choca talones y sale del despacho. En el corredor la atmósfera es fría, transida por corrientes de aire húmedo. Es la hora crepuscular. Al oír su orden, “¡Compañíaaaaa… a formarrrrr!”, los soldados salen como cucarachas huyendo de los dormitorios, de las salas de televisión, de la cantina, los unos calándose la gorra, los otros abotonándose la guerrera o ciñéndose el cinturón, y rápidamente forman filas bajo la luz mortecina de los grandes ventanales, que dan al patio interior y arrojan delante de ellos sus propias sombras. En esa oscuridad de eclipse interior suenan como  latigazos las palabras del sargento:

            --¡Commmmmm-pañíííí´-a! ¡Paso al frenteeeee los que tengan madreeeee!... ¡Martínesss, quieto ahííí gilipoyas…! (Etc.)

  º  º  º

Damián, que es el más raro de la tertulia, el más imprevisible, dijo: el teniente se llama Sesé; Gaspar o Alfonso Sesé.

El sargento podría llamarse Francisco Ceballos. Paco Ceballos. Sargento Paco Ceballos.

Y el recluta, sí, claro, se llama Martínez.

 º  º  º

Ernesto dijo: Si te empeñas en nombrarlos, por mí vale, que se llamen así. Para mí, eso no es lo  interesante. Para mí lo interesante viene luego, años más tarde. Algo les sucedió en aquel cuartel, algo que se mantiene en secreto, pero es evidente que a consecuencia de ello la carrera del teniente y la del sargento se han descalabrado. Ahora están viviendo en un pelado islote frente a la costa africana y no lejos de la española. Ellos dos componen la única guarnición. Pasan las veladas y las noches en una casucha de mampostería, con techo de uralita, y cada mañana, después de izar la bandera, hacen la ronda de las casamatas y de los búnkeres costeros, seguidos de una jauría jadeante de perros flacos y pelones.

En el café del puerto español al que viaja cada mes uno de los dos, por rigurosa alternancia, para reponer vituallas y entregar el parte de novedades en Capitánía, se comenta que años atrás, durante unas maniobras, a un soldado se le disparó el arma, alguien resultó herido, y la culpa recayó sobre el sargento, por no haber estado atento, y sobre el teniente, que aquel día estaba al mando del cuartel. Otros rumores apuntan a un desfalco en la caja, y uno de los dos era culpable y el otro inocente, pero el tribunal no hizo distingos y como carecía de pruebas incriminatorias para expulsarles del Ejército, les dio a elegir entre dos destinos igualmente aislados y miserables:

 El islote, o un cuartel perdido en medio del desierto de los Monegros. Aunque los Monegros sean tentadores, con la sugestión de infinito de su interminable erial y de su cielo, los dos eligieron el islote por su peligrosidad, pues se teme que el día menos pensado lo invadan los árabes, que lo codician porque allí se retiró hace mil años un profeta de su religión para hacer penitencia. También hubieran podido elegir un destino diferente cada uno, por ejemplo el desierto para el sargento y el islote para el teniente, o viceversa: el sargento se hubiera podido ir al islote, con un oficial desconocido, y el teniente, a mandar la guarnición del fuerte en los Monearos...

Pero decidieron permanecer juntos. El alma del teniente tiene una fibra masoquista, y no quiere separarse del sargento, cuya barba prematuramente canosa y cuyos rasgos faciales ennoblecidos por las huellas del sufrimiento son un permanente recordatorio de su grave error, falta o delito. Se siente responsable de lo que le pase al pobre diablo. Y el sargento también quiere permanecer cerca del teniente, también se siente culpable de su caída en desgracia. Él es consciente de que, de todas maneras, aunque aquello no hubiera sucedido, los limitados recursos de su inteligencia y su educación elemental no le hubiesen permitido ascender muy alto en el escalafón. Por el contrario, el teniente, siendo tan listo y estudioso, hubiera podido tener una carrera brillante, e incluso casarse. El sargento se propone no alejarse nunca del teniente, a ver si se le presenta una ocasión de hacerse perdonar…

   Ambos han dicho adiós a las fantasías matrimoniales y los proyectos de llevar una vida “normal” que al principio de su estancia en el islote les acosaban durante sus muchas horas vacías. Cada mañana, después de izar la bandera, ellos dos, el alto y el patizambo, seguidos de los perros, dan un paseo exploratorio por los acantilados, para observar el mar y la línea quebrada de las montañas azules, de donde cualquier día podrían llegar los invasores. En los acantilados sopla un viento fuerte y racheado que hace restallar la ropa contra el cuerpo y les obliga a sujetar bien las gorras para que no salgan volando. El estrépito de las gaviotas es ensordecedor. Un día al sargento se le ocurre que si mataran a unos cuantos miles de esas aves escandalosas las demás aprenderían a eludir la isla, y ellos podrían descansar del ruido de sus gritos. Después de una pausa, el teniente le responde que se olvide de ese plan: como gasten una sola bala sin justificación, en intendencia les brean. El sargento sugiere que se podría justificar el holocausto avícola como avituallamiento de carne para intendencia. El teniente responde que la carne de las gaviotas no hay quien se la coma; y además la munición hay que economizarla por si se presenta el enemigo.

Hablan a menudo de qué harán si llegan los africanos en sus barcas para adueñarse del peñón, y es curioso: es el teniente el que está resuelto a hacerles frente a tiro limpio, mientras que el sargento insiste que eso equivaldría a una acción de guerra de la que se seguiría una catástrofe para ambos países, y que lo mejor sería rendirse a un enemigo tan superior en fuerzas y dejar que los diplomáticos y los políticos enderecen el asunto. El teniente no atiende a estas razones. A él el enemigo no le cogerá vivo, así el mundo entero se hunda en el infierno.

Una vez al mes uno de los dos toma la lancha y va al continente, para entregar el parte de novedades y hacer las compras. Ellos llaman a esa excursión “bajar a la península”, como si estuvieran muy por encima de nosotros. En capitanía, el sargento suele encontrarse con un  antiguo compañero, ahora ascendido a brigada, que se interesa por su vida en el islote. El sargento dice que no estaría tan mal, si no fuera por esa pesadez de las gaviotas. Otras veces se queja de la soledad, o del carácter crecientemente huraño y lacónico del teniente. El otro le dice que no se queje, porque hay quien está peor. ¿Quién? La guarnición de un fuerte tierra adentro, que tienen que cuidar una granja de cerdos. Al sargento se le abren los ojos: ¿Y esos cerdos, qué comen? ¿Podrían comer carne de gaviota?…

El antiguo colega le interrumpe:

--Oye, me apena tu situación y hace tiempo que siento curiosidad por saber… en realidad, ¿por qué os castigaron? ¿Qué hicisteis, allá en el cuartel?

--… Ná, envidias. ¡El mal de España, masho! Bueno, me tendo de ir. Hasta el mes que viene.

 El sargento aprovecha para ir a putas y luego se toma tres copas, ni una más, en la cantina del muelle, antes de tomar la lancha de regreso a la isla.

Cuando es el teniente el que “baja a tierra”, visita una librería y hace acopio de novelas policíacas. El año pasado, en cambio, le gustaban mucho las del Oeste, y el anterior, las de ciencia ficción…

En la charcutería les atiende un empleado, con bata blanca y calva brillante, que parece un doctor, mientras junto a la puerta, sentado en alto detrás de la caja registradora, el propietario, orondo, de relucientes y rubicundas mejillas, que no es otro que el ex soldado Martínez, contempla sus dominios: las alacenas colmadas de latas y botellas y los frigoríficos de puerta de vidrio y los adiestrados dependientes en bata blanca que circulan entre ellos y escuchan a los clientes frotándose las manos. 

 º  º  º

Después de una pausa para que los tertulianos rumiásemos el desasosegante relato de Ernesto, y para que pidiéramos al camarero que encendiese de una vez las lámparas y que nos sirviese otra ronda, Fernando tomó la palabra. Todo eso está muy bien, dijo,  pero quedan por el camino muchos cabos sueltos, aspectos secundarios, laterales, pero que merecerían también ser tomados en consideración, por ejemplo el espacio físico, y la disposición en él de los objetos. ¿Cómo era, vamos a ver, el despacho aquel donde el teniente le dijo al sargento que no sabe cómo comunicarle al soldado Martínez la noticia de la muerte de su madre?... En la pared detrás del escritorio colgaba un plano geológico de la región con chinchetas de colores, y dos grabados de unas elegantes goletas, porque el teniente hubiera preferido servir en la Marina, pero su difunto padre, coronel de infantería, le asendereó por otro rumbo. Había un sillón de mimbre, un silloncito déco, con asiento y respaldo de mimbre y  reposabrazos de madera de cerezo con elegantes molduras geométricas, que compró para que sus visitas tuvieran dónde sentarse; pero como nadie le visitaba en el cuartel, servía para dejar la gorra y el cinturón con la pistola. En la pared tenía un reloj grande, un silencioso y elemental reloj de cocina, y por lo demás las paredes estaban desnudas y en el cuarto reinaba un orden espartano. 

Aquella mañana, el teniente, sentado a su escritorio, colgó el teléfono, se pasó la mano por la cara, restregándose los ojos bajo las lentes doradas, y luego apoyó en esa mano la frente preocupada, pensando: “Tengo que decírselo. Pero ¿cómo se lo voy a decir?... ¿Cómo se dicen estas cosas? ¿Cómo le dices a un muchacho tan joven algo tan triste?” En el cuarto reinaba un silencio espeso, como si se hubiera hecho el vacío. 

--¿Dausté su permiso, mi teniente? --Entró el sargento, a contarle naderías sobre el servicio, y el teniente le explicó la  embarazosa situación en que se encontraba.

--No se preocupe que ya m’encargo yo de decírselo al shavá. Tengo yo para estas cosas musha mano i’quierda.

 º  º  º 

     Gerardo había estado escuchando con evidentes muestras de desacuerdo, muecas y bufidos, y entonces tomó la palabra y en el tono más impaciente dijo:

Se abre la puerta y entra el sargento, seguido de Martínez. A una señal del teniente, el sargento retira del silloncito déco la gorra, el correaje y la pistola, lo deja todo sobre el escritorio, y le dice a Martínez que se siente. El soldado lo hace. El teniente le observa. Es obvio, piensa el teniente, que el muy infeliz no sospecha la desgracia que se le viene encima. Muy pronto esas mejillas gordezuelas, esos ojos asombrados van a sufrir una transformación atómica. Al teniente le da pena. Desde luego el sentido de la vida es aprender algo para morirte menos ignorante y tonto de lo que eras cuando naciste, pero muchas veces el conocimiento es una puñalada en el alma, muchas veces es mejor no saber. Abre un cajón y saca botella y vasos. 

--Beba, soldado –dice el teniente, sirviendo una copa de orujo—Tómeselo de un trago, como los hombres.

El sargento, de pie contra la pared y con las manos a la espalda, aguarda, para empezar a hablar, a que el recluta se haya bebido el primer vaso: ¿Tú te imaginas, Martínez, que la central nuclear de Tarragona ha sufrío una avería, se escapa la radia’tividás a shorro por una grieta en el hormigón y infesta toa España, y que la gente se cae muerta a puñaos, de manera que tú andas por un sendero en el campo tratando descapá de la radiatividás, y ves que ahí mismo, al pie de una ensina, hay un tío agonisando y delante tuyo uno que iba andando por el camino se cae al suelo, muerto, y aluego otro, y otro, y otro, ¡to´os! Y aluego tú también enpiesas a sentir los síntomas… No. ¿pero tú mentiendes lo que te digo? Náuseas. ¡De repente enpiesas a argomitar! ¡Argomitas cosas raras, cáscaras de huevo y esponjas y… ¡Sírvale otra copa, mi teniente!... ¡Bébete eso ahora mismo, maricón!... ¡Así!... ¿Y te imaginas que mientras tanto por el sur la morisma crusa el Estrecho de Gibraltá, en barcas, a millones, millones de moros maricones ansiosos de darnos por el culo y pasarnos a cushillo y así lo hasen, y violan a nuestras madres y nuestras hermanas?... Imagínate tú que te pillan entre varios buharrones y te cortan los brazos y las piernas y te dejan ciego. ¡Imagínalo! Pá violarte a toa hora sin que tú puedas haser ná. Y meársete ensima cuando les venga en gana. ¿Te gustaría seguir viviendo así? No, para eso es mejor morir. Morir no es tan malo. Mi teniente, sírvale otra copa. Bébete eso, shavá. Bebe, Martínez, coñio… Ha pasado una cosa que es mala, mala, mala, ¡pa qué vamos a engañan-nos!, mala de cojones, pero no tan mala como lo que acabo de contarte. ¡Que te bebas esa copa! Atiende, shavá, te lo tendo de decir…  La madre, la madre de uno es la cosa má sagrá y más bonita que hay…

El teniente, que ha escuchado este soliloquio emitiendo tosecitas sordas y rebullendo en su asiento, le interrumpe:

--Escuche, Martínez: su madre ha muerto. Tiene usted quince días de permiso para enterrarla. Le acompañamos en el sentimiento. De verdad.

Martínez se queda unos instantes en silencio, asimilando la noticia.

Luego, en un tono muy calmo y pausado, dice:

--Mi teniente, mi sargento, lo primero quiero agradecerles las molestias que se han tomado, pero la verdad es que todos estos circunloquios y rodeos eran innecesarios porque mi madre y yo nunca hemos estado muy unidos, nunca nos hemos llevado bien, sino todo lo contrario: ella jamás me dedicó el menor gesto de cariño. Sepan ustedes que mi padre, que afortunadamente ya falleció, apuñalado a la salida de un figón de madrugada, era un alcohólico y un tirano que hizo de mi infancia un calvario. Me pegaba muy a menudo. Y cuando le veía sacarse el cinturón, mi madre en vez de terciar en mi favor y suplicarle que se apiadase de mí, le animaba a pegarme más fuerte. Así que por ella no siento nada. Nada, nada. Ni siquiera la detesto, y su muerte me resultaría por completo indiferente si no fuera porque tiene… porque tenía un  colmado; voy a heredarlo y viviré como dios manda.

El Teniente:

--¿Y para esto tanta historia? ¡Si me lo hubiera dicho usted antes, Martínez! ¡Cuántas desgracias me hubiese ahorrado! ¡El consejo de guerra! ¡Esos atardeceres melancólicos del Peñón, mirando la línea de la costa! ¿No es verdad, sargento?

El Sargento:

--Efetivamente. Coñio, Martínez.

Martínez:

--¿Mi teniente, el permiso no podría ser de tres semanas? Tendré que llenar mucho papeleo…

El sargento señala la pistola y dice:

--Martínez, ¿Tú sabes qué es la ruleta rusa?

El teniente:

--¡El horrible graznido de las gaviotas! ¡El frío y la humedad de aquellos inviernos interminables!

 º           ª           ª

Yo dije: en cuanto al despacho, había una alacena en la que tenía, junto a las Reales Ordenanzas militares, 30 novelas de Edgar Carr, un celador de hospital que a mediados del pasado siglo, en un semisótano de Atlanta, Georgia, escribió la más delirante y visionaria saga de fantasía científica, y luego se adhirió con fanatismo a la religión católica, suplicando el ingreso en una orden monástica, que le rechazó por temor a los excesos fanáticos de su fe, aunque le permitían contribuir en calidad de hermano lego a las más humildes tareas de limpieza del monasterio, lo que hizo con mucha alegría hasta la misma víspera de su muerte, que la alcanzó a edad no muy avanzada, en un estado de grave deterioro de sus facultades cognitivas y habiendo olvidado por completo que era el eminente autor de la “Saga de Kral”…

      Volviendo al despacho: el escritorio procuraba mantenerlo vacío, salvo por el sobre de cuero verde, con sus folios negros, en los que escribía con tinta negra, pues así podía escribir la verdad sin que nadie la viese, y el teléfono, que a veces sonaba, y yo descolgaba y me decían: “Ha muerto la madre del soldado Martínez”. La gorra y la pistola solía dejarlas en el precioso silloncito déco que mi novia compró en un anticuario y me regaló por mi treintavo aniversario. En una esquina tenía un cactus muy grande, y un paragüero, completamente innecesario, un paragüero alto, redondo, de loza blanca, al que siempre se me iba la mirada.

     Y en aquel despacho no tenía nada más, ni echaba nada en falta.

    Yo dejaba la puerta entornada, y a veces, mirándola con la intensidad suficiente y en un determinado estado de ánimo desasido, me entretenía en forzar las apariciones. Que entrase por aquella puerta una mujer-ángel, un ángel turbador, un gigantesco ángel femenino de una palidez resplandeciente, y con alas grandes, que apenas pasan entre las jambas con un gran fragor de plumaje. Detrás de ella, en lugar del corredor, se alejan dos hileras de altos álamos otoñales junto a un camino lleno de hojas muertas. La ángel, con un dedo sobre los labios, me reclama silencio, y yo no estoy seguro de si viene para llevarme con ella a lo alto de un risco y allí devorarme tranquilamente, entre los huesos y la carroña de festines precedentes, o si…

            También imaginaba otras presencias cruzando aquella puerta. Algunas, hablaban.

            …Aunque la verdad es que nunca entraba nadie en mi despacho, nadie salvo a veces el sargento Ceballos.   

                                                                                             

   

Escrito en Lecturas Turia por Ignacio Vidal-Folch

16 de octubre de 2013

 

 

 

 

 

 

 

Esta sangre sin cuerpo que sube

Sin dolor ni rastro, enamorada

De las vueltas azules del aire,

Y me rodea, me define, me asombra,

 

Esta sangre que llevo sin que la mire,

Esta marea, el tibio olor que me anega,

Me rebosa con heridas y futuras

Emboscadas y derrotas si amanece.

 

Ésta ha sido la senda y su tormento,

La calma vacía de las vigas

Diezmadas, el sol en el suelo licuado,

Sedientos los ojos de aquí al horizonte.

 

De aquí que es nada, sólo la enseña

De hoy o de antes, esta hoguera en el aire

Que la memoria ha subido a deshacer,

He bebido sus sombras de carne.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por José Carlos Cataño

16 de octubre de 2013

               

  Antes se castraba a la gente para que su voz

  sonase mejor; ahora, para que no suene.

   Ángel Crespo

 

 

 

Si escribiese que leo

en dirección contraria a como escribo,

o no sería cierto que leo

o no sería cierto que escribo

o ambas cosas serían ciertas

o ninguna.

 

En cualquier caso,

la verosimilitud del argumento

tiene mucho más que ver

con las contradicciones

que con las evidencias.

 

De igual modo que el camino que asciende

debe más a las curvas

que a las rectas.

 

Los libros habría que empezarlos

por el final.

 

Entre el cero y el nueve

ocurren todas las variantes

del límite y del infinito.

 

Contar y perder la cuenta.

Mejor aún,

contar hasta perder la cuenta.

 

Porque la escala no ordena notas,

sino cifras y silencios.

 

Un número dividido por sí mismo.

 

La melancolía

es una incógnita sin despejar.

Y es precisamente la melancolía

el material dúctil y extraño

del que está hecha la música.

 

Ha habido soldados que,

mientras agonizaban,

han comenzado de pronto

a susurrar, delirando,

la letra de las nanas

que sus madres les cantaban.

 

De noche las puertas

se cierran por dentro.

 

A los indecisos se les repetía

(el poder se consigue

con figuras retóricas)

una fábula de renuncia y pureza:

la poda sacrifica unas ramas

para que el resto del árbol

conozca la altura.

 

La diferencia entre nosotros y ellos

estriba en que nosotros tenemos

un cuchillo.

Y ellos no.

 

El flautista continúa tocando

a cambio de unas monedas.

 

Los actores, en efecto, mienten de memoria.

Pero el público, que ha pagado

la entrada, sabe que son actores.

 

Sin embargo, aunque la función

no nos guste o ni siquiera

hayamos ido al teatro,

nunca ha de dejarse

de pagar al flautista.

 

 De nuevo otra fábula.

 

Los instrumentos de viento

deforman la boca.

 

El mal menor no existe.

 

Puedo decir que leo

en dirección contraria a como escribo

o puedo de verdad leer al revés

lo que ya está escrito

y tener así el valor

de darle la vuelta al argumento

de este relato de vencedores

que (al tiempo que el himno suena

reforzando la identidad del grupo)

castran a sus prisioneros.

 

Escrito en Lecturas Turia por José María Cumbreño

 


Man in not center of the Universe

And working in an office makes it worse.

W.H Auden

 

 

En varios de sus ensayos (¿los dedicados a Marina Tsvietáieva?) dice Brodsky que en la elección de las rimas, de las palabras, de la longitud de los versos, está toda la biografía del poeta. Más incluso que en el tema. Es una idea sugestiva, y seguramente cierta. Al terminar la lectura de su libro Menos que uno,[1] una antología de sus ensayos que reúne desde un recuerdo de infancia a una notas de un viaje a Estambul, pasando por el texto de una conferencia sobre la novela rusa actual o algunos ensayos sobre sus poetas preferidos (Auden, Cavafis, Walcott, Montale, Ajmátova, Tsvietáieva), nos damos cuenta de que en realidad lo que hemos leído ha sido la autobiografía de Joseph Brodsky. No sé si esta impresión tiene que ver con la selección de los ensayos, o con el hecho de que el primero y el último sean recuerdos de infancia. Aunque me inclino a pensar que ninguna de las dos cosas ha sido determinante y proponer la siguiente hipótesis: cuando un poeta habla en prosa, siempre habla de su vida.

En Una poetisa y la prosa (se trata una vez más de Marina Tsvietáieva, claro está) Brodsky analiza la prosa de los poetas. Es frecuente que un poeta (su caso mismo, si vamos al caso) se exprese en ocasiones en prosa. En cambio, que un prosista se exprese en poesía no suele darse tanto y sus tentativas (Nabokov, por ejemplo) suelen ser más bien anecdóticas dentro de su obra, aunque él piense lo contrario. Para el poeta las cosas son diferentes, la prosa puede llegar a ser una necesidad. Por ejemplo, sigue diciendo Brodsky, hay determinados temas que exigen la prosa. Uno de esos temas son precisamente los recuerdos de infancia. También, se nos ocurre, puede llegar a ser una necesidad económica, pues la poesía vende poco. No creo que ningún poeta pueda vivir de sus versos. Me refiero a comer, por supuesto. Aunque, claro está, no es de estas razones de las que habla Brodsky; sin embargo, yo no las descartaría. Otro tema que exige la prosa es, creo yo, la política. Otro más, añade Brodsky, la historia. Lo cual no quiere decir que no se trate de tapar la boca a los poetas, como muy bien sabemos, pero El pabellón del cáncer, El cero y el infinito, o las obras de Platónov que menciona Brodsky en Catástrofes en el aire, no podrían haber sido escritas en verso, como tampoco, por poner otro ejemplo, las magníficas novelas de Koeppen que han tenido que esperar prácticamente hasta nuestros días para ser reeditadas en Alemania y traducidas a otras lenguas, la nuestra incluida.

Una autobiografía indirecta, como podríamos llamar sin forzar mucho las cosas a este libro de Joseph Brodsky, tiene algunas ventajas. La primera, y posiblemente la mayor, la veracidad, término que no conviene confundir con sinceridad, pues se puede ser sincero sin decir la verdad y viceversa. Pero dejemos este filosófico tema para otra ocasión. Otra ventaja es que el poeta sabe que la memoria no es fiable, que está hablando del presente aunque hable del pasado, y que el pasado, su pasado, seguirá vivo de un modo u otro mientras él siga vivo. Hay muchas formas de recordar, una de ellas, por ejemplo, es imitar. Imitar el estilo, pero también la forma de vestir o la marca de whisky. Sería una pena que este libro de Brodsky se tomara sólo por una antología de ensayos sobre literatura, aun conteniendo insuperables ejemplos del género. Las notas que siguen, como es función de las notas en general, no son más que apuntes a la lectura de algunas páginas de Joseph Brodsky. Y, claro está, como la mayoría de las notas también, son, por supuesto, prescindibles.

 

Sobre lo que no se puede decir en verso.

 

Our school text-books lie.

What they call History

Is nothing to vaunt of.

W.H. Auden.

 

Todavía hoy sigue habiendo pueblos cuya población se divide en víctimas y verdugos. No es que en el padrón se inscriban como tales, aunque podría llegar a darse el caso algún día. Dos clases únicamente, por lo demás, y en esto reside la indiosincrasia de su sistema político, intercambiables. Intercambiables quiere decir algo más que sustituibles, pues no sólo el verdugo de hoy puede ser la víctima de mañana, y viceversa, sino que ya hoy se reconoce como una víctima en potencia. Una forma de democracia también, bien mirado. Un pueblo cuya población se divide en víctimas y verdugos es un invento del siglo XX. La Rusia de Stalin es el ejemplo paradigmático. Quizás, junto con el vodka, su producto nacional más genuino, que siempre que tuvo ocasión trató de exportar a otros países. En un país así las aulas se parecen a las dependencias de las comisarías, y las celdas a las habitaciones de hospital, como cuenta Brodsky en Menos que uno, texto autobiográfico que se inicia con la frase: Puestos a hablar de fracasos

Ha llegado la hora de revisar algunos artículos de fe. “La existencia condiciona la conciencia”. Marx, por supuesto. Bueno, pues, relativamente, o hasta cierto punto, o incluso quizás sea al revés. “Las claves del carácter de un individuo hay que buscarlas en su infancia.” Freud, claro está. ¿Un comentario a la frase de Marx? Qué quieren que les diga. Como hipótesis no está mal. Pero pregúntense ustedes mismos. Los rusos de la época de la que habla Brodsky no iban al psicoanalista. Los españolas de la misma época tampoco, por cierto. Ahora sí. Incluso se hacen ellos mismos psicoanalistas. Hablo de los españoles, de los rusos no sé mucho. Pero entonces, dice Brodsky, no sólo no había, sino que cuando los instintos tropezaban con la conciencia y “descubrían el cerdo que llevamos dentro, recurrimos al alcohol y nos emborrachamos hasta perder el sentido. Creo que ese sistema es eficiente y requiere menos dinero”. Como si les dijera que estoy de acuerdo tal vez sospecharían de mí, les completaré la frase: “Además, pensar que eres un cerdo es más humilde y, en definitiva, más exacto que verte como un ángel caído”. Habría que ser un cerdo para no estar de acuerdo, creo yo.

Joseph Brodsky nació en San Petersburgo, Leningrado cuando el naciera (1940), poco antes Petrogrado, originariamente San Petersburgo, y de nuevo, hasta la fecha, San Petersburgo, pero siempre, al parecer, “Peter” para sus habitantes, significativo y conmovedor detalle. Si eres ruso, nacer y vivir (treinta y dos años en su caso) en esa ciudad, es como un destino. Era, quiero decir, hoy posiblemente no importe tanto, ni el lugar de nacimiento, ni el lugar de residencia, y a lo mejor ya ni el destino. En cierta ocasión, cuenta Brodsky, le pidieron a Mandelstam que definiese el “acmeísmo”, movimiento literario al cual pertenecía, “Nostalgia de una cultura mundial” respondió el poeta. Pues bien, yo creo que esto mismo es lo que sintió Brodsky durante toda su vida. Sin olvidar, por supuesto, que “la cultura es ‘elitista’ por definición y la aplicación de los principios democráticos a la esfera del conocimiento propicia la equiparación de la sabiduría con la imbecilidad”. Esa cultura mundial está compuesta de un puñado, no demasiado numeroso, de ahí lo de elitista sin duda, de nombres propios, y por sus lenguas, las lenguas en las que escriben sus obras, y las lenguas a las que se traducen.

4

Para un poeta ruso nacido en 1940 y forzado a exiliarse, siempre habrá una constelación dominante: Ajmátova, Mandelstam, Tsvietáieva. Y aunque seguramente no es fácil transmitir a los lectores no rusos la inconmensurable altura de la lengua de esta trinidad, Brodsky sí consigue en cambio transmitirnos la altura de sus almas. Nota al pie de un poema se titula uno de los ensayos más largos de esta antología de textos. El poema en cuestión es “Novogodnee” (“Felicitación de Año Nuevo”) de Marina Tsvietáieva, un poema de casi 200 versos que acabaría de escribir el 7 de febrero de 1927 en París, por la muerte de Rilke. Brodsky, en esta nota – es significativo que llame nota a uno de sus textos más largos, sin duda quiere decir que las notas no se definen por su extensión, sino por su contenido – analizará sólo unos cuantos versos y estrofas del poema. Los suficientes sin embargo para transmitirnos la excepcionalidad del poema de Tsvietáieva y la peculiaridad de su método de análisis, que no es, en última instancia, más que una forma de leer poesía. Mejor dicho la forma de leer poesía, que difiere de la forma de leer prosa tanto como difieren sus respectivas escrituras o procesos creativos. Tampoco resulta indiferente que este texto sea el texto central de la antología.

5

Después de Catástrofes en el aire, conferencia en la que da un breve repaso (político como exige el tema) a la narrativa rusa actual, tenemos otro ejemplo de análisis-lectura de otro poema, esta vez de un poeta inglés-americano con bastantes afinidades con el autor. Se trata de W. H. Auden, y su poema “1 de septiembre de 1939”. De modo que la poesía no es tan inepta para hablar de historia después de todo. Como se sabe Auden, además de un enorme poeta, fue un sutil crítico literario, cualidades ambas que comparte con Brodsky, junto con otra característica común que se da tanto en su prosa como en su poesía: la ironía, la divina ironía que hace la lectura de estos textos tan regocijante en ocasiones, y eso que en la ironía anida siempre un fondo de  desesperación. Y a la lectura de este poema sigue el texto Para agradar a una sombra, la de W.H. Auden evidentemente, con el que Brodsky completa su emotivo homenaje a quien consideró “la mayor inteligencia del siglo XX”.

6

Por cierto que en este último texto nos confiesa Brodsky su afición por las fotografías de los autores, particularmente por las de sus autores favoritos, claro está. Una afición muy extendida entre lectores. La fotografía de un autor dice mucho efectivamente sobre el hombre que es, o que fue, o incluso sobre el que será. No tanto como su obra, evidentemente, pues la fotografía también dice algo del fotógrafo que la tomó. Y cuando alguien se interesa por las fotografías de los demás, no se interesa menos por las propias. En Menos que uno tenemos dos fotografías de Brodsky. Una en la cubierta del libro, tomada en 1979 en Estados Unidos, es decir a punto de cumplir cuarenta años el autor, en que aparece sentado, la pierna izquierda sobre la derecha, en una actitud desenfadada como se suele decir, es decir afectando naturalidad. Está probablemente en su habitación (¿la habitación del campus?), libros, papeles, y ropa en un cierto desorden, y mira a la cámara. Parece que acaba de decir algo, o que está a punto de decir algo. La foto es de Dominique Nabokov. La otra, en la solapa del libro, es de Simone Sassen. Un primerísimo plano, a no ser que la foto haya sido recortada. Brodsky, con unas enormes gafas redondas, también mira a la cámara. Un rostro inteligente y hermoso que trasluce experiencia. El tipo de fotografía sin duda con la que un autor querría pasar a la posteridad.

7

La literatura siempre va a la zaga de la experiencia personal, y experiencia es otra forma de llamar a la vida. Cuando va por delante, como ha empezado a ocurrir, se pierde irremisiblemente. El arte no imita a la vida, ni viceversa. Estéril y ociosa polémica romántica. Es la vida la que imita a la vida, y el arte al arte. El arte y la vida son cosas distintas, precisamente en la medida en que son lo mismo.

8

Que el principio democrático no sea aplicable al arte ni a la ciencia ha sido siempre una idea difícil de digerir. Y todavía más difícil de tragar, por supuesto. Que no sea aplicable a la ciencia, pase. Pero al arte, ¿por qué no va a ser cualquiera capaz de producir una obra de arte? Negar la categoría de arte a un hierro retorcido, o a una novela de quinientas páginas sobre una civilización perdida, como si la nuestra no lo estuviera ya bastante, puede colgarnos el sambenito de elitistas que sólo disfrutan con el Ulises, pues al parecer estamos negando el principio democrático por antonomasia de la igualdad del gusto, como si se tratase de la igualdad ante la ley. ¿Acaso no están todos los gustos en la naturaleza humana? Sí, efectivamente, lo están, pero que estén todos no significa que todos sean iguales, sino precisamente lo contrario.

9

El hombre es lo que lee”, nos recuerda Brodsky una vez más. Yo más bien creo que es lo que no lee, aunque ambas frases tal vez quieran decir lo mismo. Pero con un matiz. Quien es lo que lee, se ha encontrado a sí mismo por decirlo así, o si prefieren se ha reconocido a sí mismo. En otros. A través de otros. Mientras que el que es lo que no lee, no sabe todavía quién es. Ni siquiera sabe que es. ¿O tal vez sea al revés?

10

Joseph Brodsky nació en Leningrado en 1940. Murió en Nueva York en 1996. Y está enterrado, por deseo explícito suyo, en el cementerio de San Michele de Venecia, “tras el intento fallido de nacer en ella”. Sobre Venecia, sus viajes y estancias en Venecia, nunca en verano, “tolero muy mal el calor, y las fuertes emisiones de hidrocarburos y sobacos aún peor”, escribió en un hermoso libro.

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La política llena el vacío dejado en la cabeza y el corazón de las personas por el arte.” (Joseph Brodsky) Esto sería en el caso de que esas cavidades fueran similares. Es decir, cavidades susceptibles de llenarse y vaciarse con cualquier cosa. No lo son. El corazón rechaza la política al parecer, son incompatibles. La confusión se debe a que no todas las pasiones anidan en el corazón, ni todas las ideas en el cerebro. Por lo demás, es perfectamente posible vivir con la cabeza o el corazón vacíos. Incluso con ambos. Al menos lo fue en el siglo XX. Y parece que lo va a seguir siendo en el XXI.

12

En 1985 Joseph Brodsky escribió sobre 1948. Sobre sus padres, ya muertos, claro, a los que en los últimos doce años de su vida manutuvo unidos una llamada telefónica semanal, el envío de cuando en cuando de libros, no de los suyos evidentemente, y la esperanza de un permiso para viajar que nunca llegó. Brodsky escribió esto: “Se tomaban todo con naturalidad: el sistema, su impotencia, su pobreza, su díscolo hijo. Simplemente procuraban sacar el mejor partido de todo: tener siempre comida en la mesa – y, fuera cual fuese ésta, convertirla en bocados exquisitos --, llegar a fin de mes y, aunque siempre vivíamos al día, ahorrar algunos rublos para el cine del niño, visitas a museos, libros, golosinas. Los platos, utensilios, ropa, mudas que teníamos estaban siempre limpios, bruñidos, planchados, remendados, almidonados. El mantel estaba siempre impoluto y recién planchado; la pantalla de la lámpara por encima de él, limpia de polvo; el entarimado, barrido y reluciente.”         



[1] Joseph Brodsky, Menos que uno. Ensayos escogidos. Traducción de Carlos Manzano. Madrid: Siruela, 2006.

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Arranz

14 de octubre de 2013

Uno prefiere saber cuándo nació, en la medida de lo posible, estar al tanto del instante numérico en que todo arranca, en que la trama comienza con el aire, la luz, la perspectiva, las noches y los sinsabores, los placeres y los días. Ello permite disponer de un primer punto de referencia, de una señal escrita, de un número útil para los cumpleaños. Marca también el punto de partida de una pequeña noción personal del tiempo cuya importancia es de todos sabida, tan es así que la mayoría de nosotros decide, acepta lle­varlo permanentemente consigo, desglosado en cifras más o menos legibles y aun a veces fluorescentes, fijado con una pulsera en la muñeca, la izquierda con más frecuencia que la derecha.

Pero ese momento exacto Gregor no lo conocerá nunca. Nació entre las once y la una de la mañana. Las doce en punto, poco antes o poco después, nadie sabrá decírselo. De modo que ignorará durante toda su vida qué día, víspera o día siguiente, podrá celebrar su cumpleaños. Esa cuestión del tiempo, con ser tan común, será pues para él un primer asunto personal. Pero el que no se le pueda informar de la hora con­creta en que vino al mundo obedece a que tal evento se produce en condiciones caóticas.

Al principio, minutos antes de que aflore del vientre de su madre y cuando todo el mundo se afa­na en el caserón –gritos de amos, encontronazos de criados, tropezones de criadas, peleas entre comadro­nas y gemidos de la parturienta– se desata una vio­lentísima tormenta. Precipitaciones granulosas y muy densas que provocan un fragor regular, afelpado, susurrado, imperioso como si quisiera imponer el silencio, dislocado por cortantes movimientos de aire. Después, y sobre todo, un viento perforante de gran magnitud intenta derribar esa casa. No lo logra pero, forzando las ventanas abiertas de par en par, cuyos vidrios saltan y cuyas maderas comienzan a batir, mandando a volar las cortinas al techo o aspirándolas hacia el exterior, se adueña de la casa para destruir su contenido y permitir que lo inunde la lluvia. Ese viento lo hace bailar todo, vuelca los muebles al le­vantar las alfombras, rompe y disemina los objetos que descansan sobre las chimeneas, voltea en las pa­redes los crucifijos, los apliques, los marcos, invir­tiendo paisajes y retratos de cuerpo entero. Apaga también todas las lámparas, trocando en columpios las arañas cuyas velas se extinguen al instante.

El nacimiento de Gregor transcurre pues en esa estruendosa oscuridad hasta que un relámpago gi­gantesco, denso y ramificado, torva columna de aire inflamado en forma de árbol, de raíces de ese árbol o de garras de rapaz, ilumina su aparición hasta que el trueno ahoga su primer llanto mientras el rayo incendia el bosque colindante. Es tal el desbarajuste que se organiza que en medio del pánico general nadie aprovecha el vivo fulgor tétanisé del relámpago, su pleno e instantáneo resplandor, para consultar la hora exacta, aunque en cualquier caso, las péndolas, por mor de antiguas divergencias, hace tiempo que no coinciden.

Nacimiento al margen del tiempo, por lo tanto, y al margen de la luz, pues de ese modo se alumbra la gente por aquel entonces, a base de cera y de acei­te, todavía no se conoce la corriente eléctrica. Ésta, tal como la utilizamos en la actualidad, tarda aún en imponerse en los hábitos, y ha de pasar no poco tiempo para que se le preste atención. Como para solventar ese otro asunto personal, Gregor lo tomará a su cargo, a él corresponderá ponerlo en marcha.

 

2

 

Tales venidas al mundo pueden ponerle a uno un tanto nervioso, por lo que su carácter se perfila muy pronto: receloso, despectivo, susceptible, cor­tante, Gregor resulta ser precozmente antipático. Se hace notar por sus caprichos, cóleras, mutismos, arrebatos y actos intempestivos, destrozos, roturas de objetos, sabotajes y otros desperfectos. Sin duda para solventar ese asunto del tiempo que le trae obsesio­nado, se dedica en cuanto puede a desmontar todas las péndolas y relojes de la casa, por supuesto para montarlos acto seguido, pero observando no sin rabia que, si bien la primera etapa de tales operaciones funciona siempre, el éxito de la segunda es mucho más infrecuente.

Con todo, se muestra también harto impresio­nable, nervioso, frágil y especialmente sensible a los sonidos de manera poco normal, agobiado en dema­sía por toda suerte de ruidos, rumores o vibraciones, ecos: aunque éstos sean sumamente lejanos, imperceptibles para cualquier otra persona, a él pueden causarle inquietantes arranques de furor. Sufre asi­mismo serias crisis en el transcurso de las cuales, viendo y reviviendo aun bajo un cielo sereno el re­lámpago de su nacimiento, presenta accesos de des­lumbramiento que le hacen parecer ciego, suscitando el pánico de su familia y los perplejos movimientos de cabeza de los médicos al punto convocados. Sobre ese fondo desordenado, su crecimiento se produce a un ritmo anormalmente rápido, se pone muy alto muy deprisa, y más alto que todo el mundo todavía más deprisa.

Tan tormentoso desarrollo tiene lugar en un lugar del sudeste de Europa, lejos de todo salvo del Adriático, en un pueblo perdido, encajonado entre dos cadenas de montañas y sin posibilidad de recurrir a médicos del alma cercanos. Gregor recobra el so­siego a ratos contemplando las aves durante horas. Pero si bien tales turbulencias de carácter hacen temer al principio que muden en lamentable locura, sus allegados no pueden sino constatar que su inteligen­cia se despliega a un ritmo más vivo si cabe que su morfología.

Tras dominar en un santiamén media docena de lenguas, despachar distraídamente su currículo sal­tándose un curso de cada dos, y sobre todo solventar de una vez por todas el asunto de los relojes –que logra desmontar en un instante, con los ojos venda­dos, hecho lo cual todos marcan eternamente la hora exacta con un margen de nanosegundos–, se labra un primer puesto en la primera escuela politécnica a mano, lejos de su pueblo, donde absorbe en un abrir y cerrar de ojos matemáticas, física, mecánica y quí­mica, conocimientos que le permiten a partir de entonces concebir objetos originales de todo tipo, mostrando un singular talento para esa actividad. Su memoria es en efecto tan precisa como la fotografía recientemente descubierta y, sobre todo, Gregor po­see el don de representarse interiormente las cosas cual si existiesen previamente a su existencia, de ver­las con tal precisión tridimensional que, en el impul­so de su invención, no necesita boceto, esquema, maqueta ni experiencia previa. Al considerar de in­mediato como auténtico aquello que imagina, el único riesgo que corre, y que quizá correrá siempre es confundir la realidad con lo que proyecta.

Y como no tiene tiempo que perder, los disposi­tivos que idea no caen en lo accesorio ni en lo trivial, ni en el detalle. A Gregor no se le ocurrirá nunca perfeccionar una cerradura, mejorar un abrelatas o apañar un encendedor de gas. Cuando le vienen las ideas a la cabeza, surgen raudas de arriba, de muy arriba, de la inmensidad cósmica y el interés univer­sal.

Y así, una de las primeras es la de un tubo insta­lado en el fondo del Atlántico que, entre otras pres­taciones, debería permitir intercambiar rápidamente correo entre América y Europa. Gregor pergeña pri­mero los planos detallados de un sistema de bombeo, encargado de enviar agua a presión por ese conducto con el fin de impulsar los recipientes esféricos que contienen la correspondencia. Pero el problema de la resistencia originada por el frotamiento del agua en el tubo, demasiado fuerte, lo llevan a abandonar en proyecto en beneficio de otro no menos ambicioso.

Se trataría de construir un gigantesco anillo en torno a nuestro planeta, por encima del ecuador y girando libremente a la misma velocidad que aquél. Comoquiera que la fuerza de reacción permitiría inmovilizar ese anillo, podríamos subir dentro y girar alrededor de la Tierra a mil seiscientos kilómetros por hora, admirando sus paisajes, o más exactamente sería ella la que giraría debajo de nosotros; conforta­blemente acomodados en asientos –cuyo diseño y ergonomía Gregor ha previsto distraídamente, pero con precisión–, daríamos la vuelta a la Tierra en el día.

Como puede verse, no son proyectos de poca monta, pues a Gregor sólo le interesa medirse con amplias dimensiones. Muy pronto, entre éstas, le embarga la certeza de que podría hacer una cosilla por ejemplo con la fuerza mareomotriz, los movi­mientos tectónicos o la radiación solar, elementos por el estilo –o, por qué no, siquiera en plan de entreno, con las cataratas del Niágara, de las que ha visto gra­bados en los libros y que se le antojan bastante a su medida. Sí, el Niágara. El Niágara estaría bien.

Entretanto, con sus títulos arrugados en los bol­sillos, Gregor marcha a trabajar al oeste, a algunas de las grandes ciudades de la Europa occidental donde sus capacidades, según le han asegurado, hallarán un terreno más fértil para desarrollarse. Ejerce distintas actividades de ingeniero, de experto, sin que ninguna la satisfaga, y, para hacer algo entre las horas de ofi­cina, construye su primera máquina seria. Se trata de un motor de inducción y corriente alterna de carác­ter novedoso, que presenta con su habitual arrogan­cia a sus colegas y ante el cual éstos tuercen el gesto durante largo rato. Al final, tras tragarse la envidia y obligados a admitir que ese aparato podría trastocar­lo todo, los colegas se dominan, sobrellevan su fasti­dio y le sugieren que no se detenga: tal vez le conven­dría marcharse más al oeste, donde un terreno nuevo, más rico y abonado, permitiría que sus ideas alcan­zaran su pleno desarrollo. Cabe suponer que tales consejos no sin del todo desinteresados y que los colegas ven así el modo de deshacerse de Gregor quien, amén de antipático, empieza a resultar un tanto pesado.

       Sucede también que, en efecto, incluso pasada la fase en que el crecimiento decae, Gregor continúa creciendo.

 

3

 

Con veintiochos años de edad, y ya dos metros de estatura, Gregor decide tomar un barco hacia los Estados Unidos de América. Desembarca en un mue­lle de Nueva York provisto de su pasaporte y de su bombín, de una maletita con apenas ropa, de otra con apenas instrumentos, de veinte dólares doblados en un bolsillo y en otro bolsillo una carta de reco­mendación para Thomas Edison.

Edison es un inventor rico y poderoso, director de la sociedad General Electric y tan famoso univer­salmente que por ejemplo, en vida, ha accedido ya al estatuto de personaje central de una novela de Villiers de L’Isle-Adam publicada por entregas a la sazón en París en la revista La Vie moderne. Autor de mil no­venta y tres inventos –sin empacho en atribuirse un buen número de ellos realizados por otros–reivindica fundamentalmente los del teléfono, el cine y la gra­bación de sonido, por no hablar de la electricidad, tema que ocupará no poco nuestra atención.

Después de inventar, tras múltiples otras cosas, la bombilla de incandescencia, Thomas Edison ha ideado un sistema de distribución para alimentar esas bombillas e inaugurar, dos años después, la primera central eléctrica del mundo. Al llegar Gregor, ésta suministra ya corriente continua de 119 voltios a cincuenta y nueve clientes residentes en Manhattan, en la inmediata periferia del laboratorio de Edison, pero, para el inventor, eso sólo supone un comienzo: acaba de desarrollar el sistema creando una red que comunica distintas fábricas y manufacturas, así como teatros repartidos en todo Nueva York. Todo ello está pidiendo a ojos vista ampliarse, pero requiere apor­tación de fondos e inversiones. Con todo, los finan­cieros no parecen acabar de calibrar las ventajas de esa electricidad, salvo el más rico de todos ellos, un tal John Pierpont Morgan. Temible, temido por su poder y su endiablado mal genio, John Pierpont Morgan lo es también por su clarividencia: prefirien­do callar y aguardar el momento propicio, ha com­prendido enseguida que, tras la invención del torni­llo por Arquímedes, esa energía es lo mejor de cuanto se ha descubierto en la historia de las ciencias.

Gregor, con ser muy guapo no obstante su gigan­tismo, espigado, distinguido, de apariencia resuelta, largo rostro acotado por un elegante bigote, se mues­tra bastante intimidado al llegar a casa de Edison aun cuando éste no descolle por su físico, y tal vez preci­samente por eso. Thomas Edison es un hombre feo, encorvado, desmañado y desagradable, que camina arrastrando los pies, de mirada huidiza, siempre em­butido en batas de algodón beige o tirando a marro­nes, confeccionadas por su mujer y que se abotona hasta la barbilla. Amén de eso, es sordo desde los trece años a resultas de una escarlatina traicionera, cuyo obstáculo no le impidió imaginar y construir, siete años atrás, el primer fonógrafo.

Encima, cuando Gregor se presenta en su casa, Edison está de un humor de perros: en los últimos días se multiplican los incidentes en las instalaciones que trabajan con corriente continua, tanto en algunas empresas como en domicilios de particulares. Tras acudir todos sus ingenieros a reparar urgentemente la de los Vanderbilt, en la Quinta Avenida, una com­pañía de navegación acaba de comunicarle en ese instante que las dinamos del paquebote Oregon, su­ministradas por su sociedad, sufren también averías. Al tener que permanecer atracado, la compañía pier­de a diario cuantiosas sumas y amenaza con quere­llarse contra Edison. Éste, tan avaro como desagra­dable, carece de personal disponible cuando Gregor le alarga tímidamente la carta, que expone sus cuali­dades de electricista. Por si las moscas pero sin abrigar esperanza alguna, Edison echa un vistazo al papel, sin mirar siquiera al joven, y lo envía a analizar la situación a bordo del Oregon.

A Gregor le cuesta lo suyo dar con el puerto y con el muelle donde está amarrado el paquebote, sobre el que vuelan gaviotas que captan su atención, pues siempre le ha interesado todo cuanto vuela, en especial, vete a saber por qué, palomas de toda suer­te, tórtolas y demás familia. Pero en fin, los gaviones tampoco carecen de interés. Tras mirarlos planear y zambullirse un rato, un hosco sobrecargo le indica el camino de la sala de máquinas, donde se encierra a solas con sus instrumentos. Se pone enseguida manos a la obra y arregla las dinamos durante la noche. Cuando regresa a las oficinas de Edison a la mañana siguiente, éste, sin decir una palabra, lo contrata como ayudante a cambio de un sueldo de botones.

 

4

 

Ayudante, para Edison, significa, lejos de hombre de confianza, peón, criado para todo, y el papel de Gregor residirá sobre todo en obedecer a las imposi­ciones más diversas. Quehaceres domésticos, incluso caseros, sin derecho alguno a expresar su opinión, asumiendo no obstante una guardia permanente para solucionar los percances cada vez más frecuentes que se producen en las instalaciones realizadas por la General Electric. La persistencia de tales averías ter­mina por insinuarse en la mente de Gregor y acre­centar una duda sobre el principio mismo de los equipamientos de Edison, a saber la corriente conti­nua.

Intentemos comprender esa corriente continua. Se trata de una corriente –es decir de un desplaza­miento de la electricidad, digámoslo así–, en la que los electrones circulan en un solo sentido. Las dina­mos generan una tensión bastante débil, lo cual re­quiere una importante intensidad. De ahí la necesidad de utilizar gruesos cables, exponiéndose con ello a pérdidas importantes, pues la resistencia de dichos cables transforma parte de la corriente en calor. Y quien dice calor dice en breve tiempo chispa, ignición, desastre, agentes de seguros y bomberos, es una lata. Por otra parte, la corriente continua no puede trans­portarse a más de tres kilómetros en esos cables, in­capaces de soportar tensiones altas imprescindibles para las transmisiones lejanas. Así pues, es necesario vivir, como los vecinos de Edison, cerca de una cen­tral para beneficiarse de la electricidad. Además y por consiguiente, el sistema adolece de graves deficiencias: incendios regulares, averías crónicas y accidentes frecuentes: demandas, juicios, indemnizaciones. Diga lo que diga Thomas Edison, la cosa no funciona.

Gregor, durante sus estudios, ya había detectado que la cosa no funcionaba al observar una máquina de tipo similar que le había mostrado su profesor de física. Como producía demasiadas chispas, Gregor había sugerido tímidamente sustituir la corriente continua por corriente alterna, es decir una corrien­te que cambiara regular y periódicamente de sentido. El docente se encogió de hombros argumentando que semejante idea entraba en el ámbito del movimiento perpetuo y por ende de lo imposible, de modo que Gregor no insistió.

        Ahora que trabaja en la General Electric, Gregor ha apuntado un par de veces la hipótesis de la co­rriente alterna, pero comoquiera que Edison ruge ante tal evocación como ante la del Anticristo, Gregor sigue sin insistir. Entretanto, por más que haya sabi­do ganarse la estima de su jefe resolviendo numerosos problemas técnicos, y trabajando siete días por sema­na a razón de dieciocho horas diarias, ha surgido una duda en la mente suspicaz de Edison: el hecho de que un elemento tan competente, tan entregado, pueda sugerir una solución distinta de la corriente continua, hace nacer y desarrollarse su recelo. Cuando ya Gre­gor describe a Edison cómopodría mejorar el rendi­miento de su generador, Bien, le dice el jefe, pues adelante. Cincuenta mil dólares si lo consigue. Gre­gor se pone manos a la obra, y transcurren seis sema­nas al cabo de las cuales el generador ha recuperado, en efecto, su plena forma. Gregor se apresura a co­municárselo a su empresario.

Bueno, exclama Edison repantingado en su bu­taca, bien, muy bien. De verdad –se inquieta Gregor–, está usted contento. Encantado, declara Edison, muy satisfecho. Entonces, se aventura Gregor sin poder terminar la frase. Entonces qué, lo interrumpe Edi­son, cuyo rostro se endurece. Hombre, se envalento­na Gregor, me pareció comprender que cincuenta mil dólares. Pero bueno, Gregor, le ataja Edison descru­zando los pies apoyados encima del escritorio, ¿toda­vía no ha comprendido el humor americano o qué?

       Esta vez Gregor se ha levantado, se ha encami­nado hacia la percha, donde ha descolgado su som­brero hongo, y hacia la puerta, que ha traspuesto sin pronunciar una palabra ni cerrarla tras de sí, acto seguido hacia las oficinas para cobrar su sueldo, y hacia la calle preguntándose qué hará después de esa jugarreta.

Pues muy sencillo, intentará desarrollar en soli­tario su pequeño descubrimiento de la corriente al­terna. Durante los tres meses que ha trabajado en la empresa de Edison, ha destacado muy pronto por su rauda eficacia, por la originalidad de sus soluciones y, en breve tiempo, se reputación de ingeniero se ha impuesto más allá del ámbito de la General Electric. Así pues, Gregor se persona en la sede de un grupo de financieros a quienes expone sus ideas. Estado del sistema, crítica del sistema, modo de mejorarlo, pla­zo seguro y presupuesto exacto.

Y héteme aquí, mira por dónde, que las cosas se han desarrollado de modo satisfactorio. Con su don de lenguas precozmente manifestado y su ya buen conocimiento del inglés, esos primeros años ameri­canos han permitido a Gregor adquirir un dominio casi perfecto del idioma, a los que se suman una elocuencia innata, un talento para escenificar su dis­curso y una fuerza de convicción que no dejará de serle de extrema utilidad. Los financieros se reúnen tras marcharse él y convienen en que ahí hay algo sin lugar a dudas. Convocándolo a los dos días, se decla­ran lo bastante interesados como para proponerle fundar una sociedad a su nombre, la Gregor Electric Light Company, en el seno de la cual podrá desarro­llar sus investigaciones. Huelga decir que, por el hecho de financiarla, ellos serán accionistas mayori­tarios, ya saben ustedes cómo funcionan esas cosas, pero es conveniente que Gregor inyecte fondos a su vez para justificar el nombre de la empresa y su nue­vo estatus. Gregor reconoce que es muy lógico y se deshace de golpe y porrazo de todo el dinero que ha ahorrado durante esos tres años de trabajo en la Ge­neral Electric: todo, o sea nada, aunque no deja de ser todo. Y como ese todo no es suficiente, ahí lo tenemos pidiendo un préstamo con la mayor audacia.

Lo que vino después también sucedió muy de­prisa. Lo poco que le costó inventar una lámpara de arco inmediatamente patentada, fabricada y de in­mediato generadora de beneficios, les costó a sus socios dar un pequeño giro sobre la inversión, giro que les permitió ingresar sustanciosos márgenes de ganancias. Al poco, Gregor se ve expulsado de su propia empresa, que recuperan sus socios, encantados de poder celebrar esos nuevos ingresos con champán. Por lo que a él respecta, lo dejan totalmente desplu­mado. De nuevo lo vemos en la calle, reducido a faenas de picapedrero, peón y mozo de cuerda, cu­bierto de deudas en la industria de la construcción, durante cuatro años.

 

 

(Fragmento de la novela de Jean Echenoz, Relámpagos, que fue publicada por la editorial Anagrama. La traducción corresponde a Javier Albiñana)

Escrito en Lecturas Turia por Jean Echenoz

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