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26 de diciembre de 2013

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Regresé del Sur hace unos años

Olvidé la humedad en un armario

Lo cerré a cal y canto,

igeramente desmemoriado.

 

Del aire seco hago ahora

riguroso calendario

que observo con atención

aunque el cierzo lo desmienta

de tanto en tanto.

 

Trastorno de la emoción

que me procura su soplo inesperado

confluencia de vientos sin gobierno

que descienden por el valle del Ebro

para morir en una esquina de Montevideo.

 

Pampero y cierzo

¿Ha sido mi destino estar sacudido

(tan luego)

por estos vientos?

 

Idéntica fase inicial,

la ráfaga intensa

descenso brusco de temperatura

el modo que tienen ambos de enervarnos

impaciencia del gesto con que los soportamos.

 

Mas luego aquel lejano Pampero llena de vapor el aire

asciende la presión atmosférica

se diferencia en húmedo o seco

y se pierde en nubes de polvo

o en la esperada lluvia,

en el mejor de los casos.

 

Éste

—el viento cercio de la Hispania Citerior descrita por Catón el Censor—

reseca el aire.

Lo dicen activo y animoso,

aunque irrita su persistencia

el duro quemar de las plantas su temprano brote.

Lo dicen perecedero, aunque el poeta David Mayor nos asegura

el cierzo “nunca huye:

a los días silba de nuevo por los ribazos,

depredador con la tez del desierto encima;

a limpiar las costumbres vuelve;

el itinerario de los viajeros cambia”.

 

Con los años lo prefiero

me aguza el ingenio el frío que provoca.

Lo siento en Zaragoza, lo respiro en Oliete

(¿Se llama esto integrarse o es pura resignación?)

 

Del clima húmedo añoro la empalagosa omnipresencia

de su agobio y cristales empañados

el sudor con que acompañó mi juventud de ventanas abiertas al Río–mar

el cuerpo desnudo sobre la sábana tibia del verano

el frío penetrante de un invierno de bombillas  callejeras

oscilando  en una esquina mal iluminada

donde se pierden amigos y recuerdos

y adonde acudo ahora buscando desentrañar su esencia

antes de que la niebla del olvido lo disuelva todo.

 

(De Clima húmedo, de próxima publicación)

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Aínsa

26 de diciembre de 2013

Imagina la oscuridad.

El horror dispara sus minutos a la velocidad de la metralla.

Las sirenas crecen como aullidos de chacales,

los gemidos retumban entre los escombros, clavan sus esquirlas.

Imagina tus lágrimas como bayonetas,

desahuciadas de todo consuelo, de toda piedad.

Refugios rebosando de miedo, temblando de miedo

mientras los cadáveres elevan sus montañas,

mientras los bombarderos gotean constelaciones en las aceras.

Imagina el aire entrándote, invadiéndote de muerte.

Se pulverizan árboles y bibliotecas;

se desgarran cuerpos y muros,

se mutilan recuerdos y palabras;

se siembran minas, terrores y esqueletos de pájaros.

Imagina la orfandad de las cosas. El llanto de las cosas.

Imagina cómo los héroes se envuelven en capas escarlatas.

Cómo los verdugos despliegan alfombras escarlatas.

Cómo las víctimas se ahogan en manantiales escarlatas.

Y cómo el espanto, la venganza y el odio

ganan batallas en tu corazón sobrecogido.

Estás en medio del recinto inexpugnable del pánico.

Y eres tú quien orquesta los crímenes. 

Porque has sido tú.

Tú, que eres capaz de imaginar,

de sentir todo lo que imaginas,

de fabricar todo lo que sientes,

de construir realidades con los sueños

quién ha dado vida al horror.

Por eso, atrévete a cambiar la estructura

del  mundo

y donde dices temor di esperanza

porque las lágrimas también son de alegría.

Porque la sangre también es nacimiento.

Porque la belleza también es sobrecogedora

y el amor un potente estallido.

Por eso, atrévete.

Apacigua tu mente,

ilumina tus ojos,

imagina justicia.

Imagina consuelo.

Imagina bondad.

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana Rossetti

23 de diciembre de 2013

Maté a la anciana porque se me hizo insoportable su presencia. Si lo sé, no le hubiera dicho que había abandonado mis estudios universitarios y que venía a la capital a buscarme la vida. Todo me pasó por tratar de ser atento, por condescender a su insoportable locuacidad. También fue mala suerte que me hubiera correspondido sentarme a su lado, y que no quedase ni una plaza libre en el autocar. Así, ella no hubiera ido dándome la matraca con eso de que debía retomar mis estudios y aplicarme, que luego, cuando concluyese la carrera, lo tendría mucho más fácil para alcanzar una buena posición. Yo no sé en qué mundo vivía aquella vieja, ni qué puñetera posición podría alcanzar yo con mis estudios de Filología Clásica. El caso es que una y otra vez me ponía de ejemplo a sus propios hijos, que disfrutaban, según ella, de una envidiable posición. Y mientras me restregaba el éxito de sus vástagos, de vez en cuando se pasaba la lengua por las encías superiores, haciendo que su bigote, mal depilado y lleno de pliegues, ondulase como el lomo de un reptil. Lo que yo no acababa de entender, mientras me reconcomía por dentro, era cómo esos hijos, si de verdad les iba tan bien, no ponían a disposición de su madre un coche particular, con chófer y todo, en vez de hacerle recorrer el país en un vehículo proletario.

Como de costumbre, el autocar efectuó una parada técnica en un área de servicio. Ya habían bajado todos los viajeros y sólo quedábamos la vieja y yo: ella en el asiento del pasillo, revolviendo en su enorme bolso, y yo, mientras, acorralado en la butaca correspondiente a la ventanilla. Su demora se debía, según dijo, a que necesitaba echar mano de unas tijeras, aunque no me aclaró para qué demonios precisaba en aquel momento semejante utensilio.

Diez minutos después, el conductor, que ya se disponía a ocupar su asiento, la encontró espatarrada en medio del pasillo, con las dichosas tijeras hundidas en el gaznate. Según manifestaron algunos testigos, todavía agonizaba, pero poco se pudo hacer por ella. Si no fuese porque me retorcí el tobillo, al saltar aquella zanja, dudo que los de la Benemérita ?tan oportunos? me hubiesen echado el guante.

 

Zombi

Yo nunca quise ser enterrado. Me estremecía la idea de una muerte aparente y un posterior despertar bajo tierra. Imaginar la descomposición de mi cuerpo, al que siempre he cuidado y alimentado con esmero, tampoco me resultaba agradable. Y pensar, asimismo, que, en un futuro más o menos distante, arqueólogos, antropólogos, o cualquier otra especie de profanadores de tumbas, pudieran entretenerse removiendo mis huesos y especulando sobre su condición, me incomodaba una barbaridad.

Yo prefería que mi cuerpo fuera entregado sin contemplaciones al fuego  purificador y definitivo. Así lo he manifestado siempre. Y también, que mis cenizas fuesen aventadas a la orilla del bravo mar que me vio nacer. Pero mi repentino fallecimiento no me permitió dejar este asunto debidamente estipulado mediante el documento pertinente. Y la bruja de mi mujer, que conocía mis angustias mejor que nadie, llegado el momento nada hizo por que se cumpliera mi voluntad; al contrario, me encerró en esta húmeda y pútrida sepultura, adquirida a propósito para fastidiarme. A la muy zorra no le fue suficiente con verme muerto, y aún hoy continúa atormentándome. La pérfida, siempre que viene a traerme sus hipócritas flores ?suele hacerlo una vez al mes?, aprovecha para insultarme y para menoscabar al máximo mi orgullo. Por ejemplo, no hay visita en la que no me refiera de forma minuciosa los excesos sexuales que perpetra con sus jóvenes y vigorosos amantes, a los que recluta en los sitios más indecentes y sufraga con mis suculentos ahorros. Pero ella aún no se imagina el craso error que ha cometido no respetando mi anhelo. Aunque lo sabrá pronto: cualquier noche de éstas, cuando pase a visitarla.

 

Una aventura micológica

            El día anterior había llovido, así que, a media tarde, me puse la ropa y el calzado apropiados, tomé el bastón, la canastilla de mimbre y la navaja, y me fui al bosque próximo a mi domicilio a buscar setas.

                         Después de un comienzo infructuoso, detrás de unos arbustos descubrí una colonia inmensa, con magníficos ejemplares individuales (Lactarius deliciosus), pareados (Boletus aereus) y adosados (Boletus edulis). Su peculiar disposición, no sé por qué, me recordó a las macro urbanizaciones de hoy en día.

                         Inmediatamente, me arrodillé, navaja en ristre, dispuesto a apoderarme de los mejores especímenes; pero, antes de que pudiera echar mano a ninguno de aquellos hongos tan estupendos, del interior de los mismos comenzaron a salir seres diminutos: docenas y docenas de duendecillos y duendecillas. Por sus gestos y gritos amenazadores, rápidamente deduje que lo que pretendía aquella encolerizada marabunta era recriminar e impedir mi propósito recolector. Entonces salí corriendo despavorido y no paré hasta caerme por el terraplén del que, horas más tarde, fui rescatado ?con pérdida del conocimiento y traumatismos de diversa consideración? por una pareja de excursionistas que me trasladó hasta el hospital. Mis salvadoras, pues se trataba de dos chicas, fueron muy amables: durante el tiempo que estuve en observación, permanecieron siempre a mi lado, pendientes de mi evolución. Así y todo, algo en ellas me resultaba inquietante. Aunque no podía distinguirlas bien, porque soy miope y en el percance me había roto las gafas, cuando les mostré mi agradecimiento, las dos parecían bastante turbadas; me dio la impresión, incluso, de que sus mejillas adquirían, de repente, ese rubor tan atractivo que lucen las amanitas más deletéreas.

Escrito en Lecturas Turia por Fermín López Costero

23 de diciembre de 2013

En pocos minutos se difundió la noticia: una ballena en Leme[1] y otra en Leblon[2]. Habían aparecido en la playa, de donde habían intentado salir sin conseguirlo. Eran descomunales a pesar de ser sólo crías. Todos fueron a verlas. Yo no. Corría el rumor de que llevaban ocho horas agonizando y de que habían intentado incluso dispararles, pero continuaban agonizando  sin morir.

Sentí horror ante lo que contaban y que tal vez no eran estrictamente hechos reales, pero la leyenda ya estaba formada alrededor de lo extraordinario que -¡por fin, por fin!- sucedía, porque por pura sed de una vida mejor siempre estamos esperando lo extraordinario, que tal vez nos salve de una vida contenida. Si fuese un hombre quien estuviese agonizando en la playa durante ocho horas lo santificaríamos, de tanto como necesitamos creer en lo imposible.

No, no fui a verla, detesto la muerte. Dios, ¿qué nos prometes a cambio de morir? Porque el cielo y el infierno ya los conocemos, cada uno de nosotros en secreto, casi en sueños, ya ha vivido un poco de su propio apocalipsis. Y de su propia muerte.

Aparte de las veces en que casi he muerto para siempre, cuántas veces en un silencio humano —que es el más grave de todos los del reino animal—, cuántas veces en un silencio humano mi alma agonizante esperaba una muerte que no llegaba. Y por escarnio, porque era lo contrario del martirio en el que mi alma sangraba, era entonces cuando el cuerpo más florecía. Como si mi cuerpo necesitase dar al mundo una prueba al contrario de mi muerte interna, para que ésta fuese aún más secreta. He muerto de muchas muertes y las mantendré en secreto hasta que llegue la muerte del cuerpo, y alguien, al darse cuenta, diga: ésta, ésta ha vivido.

Porque de aquél que más siente el martirio es de quien se podrá decir: éste, sí, éste ha vivido.

Lo más extraño es que cada vez que era sólo el cuerpo el que estaba a punto de morir el alma no lo sabía. La última vez que mi cuerpo casi murió, como ignoraba lo que sucedía, sentía una especie de rara alegría, como si me hubiese liberado por fin mientras el cuerpo dolía como el Infierno. Una de las veces sólo me lo dijeron cuando ya había pasado: había estado tres días entre la vida y la muerte y los médicos sólo podían garantizar que harían todo lo posible. Y yo tan inocente de lo que estaba pasando que me parecía extraño que no me permitiesen recibir visitas. Pero yo quiero visitas, decía, me distraen del dolor terrible. Y a todos los que no obedecieron a la placa “Silencio”, a todos los recibí, gimiendo de dolor, como en una fiesta. Me había vuelto habladora y mi voz era clara, mi alma florecía como un áspero cactus. Hasta que el médico, realmente muy enfadado y en un tono cortante, me dijo: una visita más y le daré el alta tal como está. “Tal como estaba” lo desconocía, nunca durante esos días noté que estaba a las puertas de la muerte. Me parece que vagamente sentía que, mientras sufriese físicamente de una manera tan insoportable, tenía la prueba de que estaba viviendo al máximo.

Recuerdo ahora cuando al mirar una vez un crepúsculo interminable y escarlata también yo agonicé con él lentamente y morí, y la noche vino hacia mí cubriéndome de misterio, de insomnio clarividente y, finalmente, por cansancio, sucumbí a un sueño que completaba mi muerte. Y cuando desperté, me sorprendí dulcemente. En mis primeros ínfimos instantes despierta pensé: ¿entonces cuando se está muerto se conserva la conciencia? Hasta que el cuerpo, acostumbrado a moverse automáticamente, me hizo hacer un gesto muy mío: el de pasarme la mano por el pelo. Entonces comprendí con asombro que mi cuerpo y mi alma habían sobrevivido. Todo esto –la seguridad de estar muerta y el descubrimiento de que estaba viva— todo esto no duró, creo, más de dos ínfimos segundos o tal vez aún menos. Pero que de hoy en adelante todos sepan a través de mí que no estoy mintiendo: en menos de dos segundos se puede vivir una vida y una muerte y de nuevo otra vida. Esos dos ínfimos segundos como forma de contar toscamente el tiempo deben de ser la diferencia entre el ser humano y el animal, así como Dios tal vez cuente el tiempo en fracciones de siglo de los siglos. Quién sabe si Dios cuenta nuestra vida en términos de dos segundos: uno para nacer y otro para morir. Y el intervalo, Dios mío, tal vez sea la mayor creación del Hombre: la vida, una vida. Me acuerdo de un amigo que hace pocos días citó lo que uno de los apóstoles dijo de nosotros: vosotros sois dioses.

Sí, juro que somos dioses. Porque yo también he muerto ya de alegría muchas veces en mi vida. Y cuando pasaba esa especie de gloriosa y suave muerte me sorprendía de que el mundo continuase a mi alrededor, de que hubiese una disciplina para cada cosa, y de que yo misma, empezando por mí, tuviese mi nombre y hubiese ya entrado en la rutina: pensaba que el tiempo se había parado y que los hombres súbitamente se habían inmovilizado en medio del gesto que estaban haciendo, mientras que yo había vivido una muerte por alegría.

No fui a ver la ballena que estaba muriendo realmente al lado de mi casa. Muerte, te odio.

Mientras tanto las noticias mezcladas con la leyenda corrían por el barrio de Leme. Unos decían que la ballena de Leblon aún no había muerto pero que su carne cortada en vida se vendía a kilos porque la carne de ballena era muy buena para comer y era barata, eso es lo que corría por el barrio de Leme. Y yo pensé: maldito sea aquél que coma por curiosidad, sólo perdonaré a los que tienen hambre, aquella hambre antigua de los pobres.

Otros, en el umbral del horror, contaban que también la ballena de Leme, aunque todavía viva y jadeante, había sido cortada a kilos para ser vendida. ¿Cómo creer que no se espera ni a la muerte para que un ser se coma a otro ser? No quiero creer que alguien tenga tan poco respeto a la vida y a la muerte, nuestra creación humana, y que coma vorazmente, sólo por ser una exquisitez, aquello que aún agoniza, sólo porque es más barato, sólo porque el hambre humana es grande, sólo porque en realidad somos tan feroces como un animal feroz, sólo porque queremos comer de aquella montaña de inocencia que es una ballena, así como comemos la inocencia cantante de un pájaro. Iba a decir ahora con horror: antes que vivir así prefiero la muerte.

Y no es exactamente verdad. Soy una feroz entre los feroces seres humanos, nosotros, los simios de nosotros mismos, nosotros los simios que soñaron con volverse hombres, y ésta es también nuestra grandeza. Nunca alcanzaremos en nosotros al ser humano: la busca y el esfuerzo serán permanentes. Y quien logra el casi imposible aprendizaje de Ser Humano, es justo que sea santificado.

Porque desistir de nuestra animalidad es un sacrificio.

 

(Fragmento del libro Aprendiendo a vivir, de Clarice Lispector, que traducido por Elena Losada, fue editado por Siruela)



[1] Barrio de Río de Janeiro donde vivía Clarice Lispector.

[2] Otro barrio de Río de Janeiro.

Escrito en Lecturas Turia por Clarice Lispector

20 de diciembre de 2013

La poesía persiguió a Marcel Proust a lo largo de toda su vida; pero, si empezó escribiendo y publicando en alguna revista durante sus años de estudiante, no tardó en derivar hacia la narrativa, que en sus inicios quedó marcada por esos afanes líricos. Y en su primer libro, recopilación de relatos, no duda en incluir, no sólo ocho poemas dedicados a pintores y músicos, sino textos que más que relatos son poemas en prosa en la estela de Baudelaire. Ese primer libro editado en 1896, Los placeres y los días[1], viene envuelto por el aura de fin de siglo que acaba de contemplar la disolución del simbolismo y se adentra por una de sus derivaciones: un modernismo difuso del que va a librarse la rigurosa experimentación de Stéphane Mallarmé. El autor de Un coup de dés ejercerá sobre Proust una influencia que va más allá y más acá de la poesía: alguno de sus poemas actúa sobre su vida personal –en 1914, por ejemplo, promete a Alfred Agostinelli regalarle un aeroplano en el que hará grabar el soneto «Le Cigne»–, y sobre su obra mayor, A la busca del tiempo perdido, donde el Narrador trufa sus cartas con fragmentos de ese poema citado, de «Le vierge, le vivace et le bel aujourd’hui[2]» y de «M’introduire dans ton histoire».

Sin embargo, el espíritu mallarmeano no dejará rastro alguno en los versos de Proust: después de pensar durante su adolescencia que la poesía era su vocación literaria, no tarda en convertirla en herramienta social en aquel mundo parisiense de salones aristocráticos en los que la literatura desempeñaba un papel decorativo: lecturas en casa de la pintora floral por excelencia del período, Madeleine Lemaire, donde el recitado solía correr a cargo de su amigo y músico Reynaldo Hahn, pues el propio Proust reconocía su falta de talento rapsódico; poemas para amigos con el fin de celebrar algún acto –escojo en la selección, por ejemplo, el que destina a celebrar a Jeanne Pouquet por su interpretación del papel de Cleopatra en una revista–, devolución de odas, apuntes burlescos, irónicos o satíricos… la poesía, en fin, como ejercicio de integración en una «buena sociedad» donde citar versos propios o ajenos suponía un juego de esgrima para el ingenio con el que entretenía sus ocios el mundo aristocrático en el que Proust eligió vivir. En sus casi treinta volúmenes de correspondencia puede apreciarse la cita constante que hace de poemas, y su poderosa memoria para todo tipo de versos, buenos o malos, perfectos o ripiosos, sacados de libros de los siglos XVII-XIX o de revistas de teatro, con algunos de cuyos autores (Meilhac y Halévy) mantuvo estrechas relaciones de amistad personal.

Por otro lado, Proust reflexionó sobre la poesía, no sólo con apuntes («La creación poética») o con el breve ensayo «Contra la oscuridad» de los jóvenes poetas, sino en un largo artículo sobre el autor de Las flores del mal, «A propósito de Baudelaire»[3], comparable por la agudeza de su visión al que quizá sea su mayor aportación filológica, el destinado al autor de Madame Bovary, «A propósito del “estilo” de Flaubert»; es ahí donde puede encontrarse el olfato para la poesía de Proust, y no en los encendidos elogios que dedica a poetas menores, pero amigos, como la condesa de Noailles o Robert de Montesquiou, y que se corresponden con su sentido de la familiaridad y las relaciones sociales.

Pasados el liceo, la adolescencia y el servicio militar[4], Proust se decide por la novela subrayando la diferencia entre ambos oficios: la esencia misma del poeta estriba en lo que tiene «de singular, de inexplicable», mientras que el prosista «saca su inspiración de la realidad»: «Por eso vemos que los poetas desprecian escribir, por notables que sean, sus ideas sobre tal o cual cosa, sobre tal o cual libro, no tomar nota de las escenas extraordinarias a las que han asistido y de las palabra históricas que han oído pronunciar a los príncipes que han conocido, cosas sin embargo interesantes en sí mismas».

Es en los poemas iniciales donde Proust busca en la poesía un cauce para la expresión de sentimientos o la descripción de una situación anímica personal., y entre ellos he escogido los que pertenecen, en mi opinión, a esa corriente lírica finisecular en la que se integran y son comprensibles. En la obra posterior sus poemas son puro juego social y fruto de circunstancias: burlas, ironías, elogios, ponderaciones, imitaciones, pastiches de poetas amigos, expresión de afectos…

Si Proust no publicó en libro más que los poemas en verso y en prosa que figuran en Los placeres y los días, si algunas revistas de escasa difusión también recogieron algunos poemas, y si, a raíz de su muerte, siguieron apareciendo otros gracias a la aportación de los destinatarios que poseían manuscritos, no fue hasta 1982 cuando se recogieron en su totalidad en el volumen Poèmes; Claude Francis y Fernande Gontier[5] hicieron acopio de todos los textos encontrados en los archivo de Suzy Mante-Proust, sobrina del escritor, extraídos de revistas o de la correspondencia del autor. Textos en ocasiones con términos de lectura confusa, dada la difícil escritura proustiana, y que ofrecen en ciertos casos algunas variantes respecto a la publicación en libro o en revista; en la casi totalidad de los poemas, la puntuación apenas si existe en la pluma de Proust; no he respetado este aspecto, pero he intervenido lo menos posible en la puntuación, sólo cuando el sentido podía resultar dañado por esa carencia de los originales.

 

Marcel Proust

CONTEMPLO A MENUDO EL CIELO DE MI MEMORIA

 

Todo lo borra el tiempo como las olas borran

Los trabajos infantiles sobre la allanada arena

Habremos de olvidar estas palabras tan precisas, tan vagas,

Tras las que el infinito sentimos cada uno.

 

Todo lo borra todo el tiempo mas no apaga los ojos

Sean de ópalo, de estrella o de agua clara;

Bellos como en el cielo o en un lapidario

Para nosotros arderán con fuego alegre o triste.

 

Unos, joyas robadas de su vivo joyero,

A mi corazón lanzarán sus duros reflejos de piedra

Igual que un día en que engastados, sellados en el párpado,

Brillaban con un fulgor precioso y frustrante.

 

Otros, dulces fuegos robados también por Prometeo,

Chispa de amor que brillaba en sus ojos

Y que para nuestro amado tormento hemos llevado,

claridades demasiado puras o joyas demasiado preciosas.

 

Constelad por siempre el cielo de mi memoria

Inextinguibles ojos de aquellas que amé.

Soñad como los muertos, fulgid como aureolas,

Como una noche de mayo brillará mi corazón.

 

Borra como una bruma el olvido los rostros,

Los gestos adorados en otro tiempo a lo divino,

Por quien locos estuvimos, por quienes fuimos sensatos,

Fascinación del error y símbolos de fe.

 

Todo lo borra el tiempo, la intimidad de las noches,

Mis dos manos en su cuello como la nieve virgen

Sus miradas que acarician como un arpegio mis nervios

Mientras sobre nosotros sus incensarios la primavera agita.

 

Otros, los ojos sin embargo de una mujer alegre,

Así como las penas eran vastos y negros.

Espanto de las noches, de las tardes misterio,

Entre esas mágicas cejas estaba su alma toda.

 

Y su corazón era vano como una mirada alegre.

Otros, como el mar tan cambiante y tan dulce,

Nos extraviaban hacia el alma en sus ojos hundida

Como en esas tardes marinas a que lo ignoto nos empuja.

 

Sobre tus claras aguas navegábamos, mar de los ojos.

Henchía el deseo nuestras tan remendadas velas.

Y las tempestades pasadas olvidando, partíamos

Sobre las miradas para descubrir las almas.

 

Tantas miradas diversas, las almas tan parejas,

Qué decepción para nosotros, viejos prisioneros de los ojos.

Habríamos debido quedarnos a dormir bajo la pérgola.

Pero os habríais marchado igual de haberlo sabido todo.

 

Para tener en el corazón estos prometedores ojos

Como un mar de atardecida que sueña con el sol

Inútiles gestas habéis realizado

Para alcanzar el país soñado que, bermejo,

 

De éxtasis gemía más allá de las verdaderas aguas

Bajo el arca sacrosanta de una nube que creíamos profética,

Pero es dulce tener para un sueño estas heridas,

Y vuestro recuerdo como una fiesta fulge.

 

En mi cabeza tuve un achacoso pájaro extraño

Que mejor cantaba que las fuentes, que los bosques

—Cuyas solemnes voces sin embargo amábamos —,

Pájaro melancólico y a veces risueño.

 

Debía tenerlo por su fragilidad bien cerrado

Contra el frío y el aire sucio y lluvioso de las ciudades.

Entre flores junto al fuego rutilante se quedaba

Cuando el invierno desplegaba sus desolados escenarios.

 

Pero, ¡ay!, abrí demasiado la ventana y la puerta,

Buscando la acción, el placer, palabras oscuras:

Alguien había entrado, mortal a sus ojos puros.

¿Quién, pues, había entrado? El amado animal murió.

 

¿Quién era el pájaro? ¿Qué celeste llama

Se apagó, me abandonó por el sol?

Algunas veces, despertando sobresaltado del sueño

Que es nuestra vida, me digo: «Era mi alma».

 

El pájaro sagrado es nuestro poeta, nuestra alma

El alma es poesía. ¡El pájaro, ay, enmudeció!

Sonámbulos lamentos acariciados o heridos

¿Hacia qué meta corremos olvidando nuestra alma?

 

Sobre una señorita que encarnó esa noche a la reina Cleopatra, para mayor turbación y futura condenación de un joven que estaba presente[6].

Y sobre la doble esencia metafísica de la citada señorita

 

Tan bella como usted fue quizá Cleopatra,

Pero le faltaba el alma: sólo era el cuadro,

Inconsciente guardián de una gracia inmortal

Que sin haberla comprendido materializa la Belleza.

 

Así es aún el cielo en su gris armonía,

Tan triste y cansado que nos haría llorar:

Expresa la duda y la melancolía

¡y no las siente!

 

A la reina egipcia ha destronado usted

Que es a la vez el artista y la obra de arte.

Tan profunda es su mente como su mirada,

Y sin embargo ninguna belleza la de la reina igualaba.

 

Olía su pelo bien como las flores del campo;

Me habría gustado ver brillar sobre su carne tan amada

El largo desarrollo de las perfumadas trenzas.

Como un cántico era lenta y dulce su palabra,

 

En un fondo de nácar húmedo brillaban sus pupilas,

Y el cuerpo detenía ella en poses lánguidas…

Ha destronado usted a la reina del Cidno.

 

Es usted una flor y es usted un alma.

No habitaba su frente ceñida de loto pensamiento alguno,

Y esto no era ya tan gracioso para una mujer.

 

Como en el claro patio del exquisito monasterio…

 

El encanto tienes de un patio de bonito monasterio.

Entre los blancos arcos azul marino es el cielo .

Qué delicia pasar allí los cálidos días somnolientos

Bajo un grácil pilar, beber al fresco y callarse.

 

Mañana, lo sé bien, una vez solitario,

Iré desvariando hacia palacios turbadores;

Mas hoy tu encanto es mi amigo; las lentas

Miradas de tus ojos malva son todo para mí en este mundo.

 

Tu frente no encierra en su escasa blancura

La infinita sombra de donde brotará la luz,

Sin embargo te amo extrañamente, oh querida cabeza.

 

Cuando a tu clara risa mi corazón ya no palpite

Quizá me ruborice todavía pensando en la dulzura

Que hubiera sentido quedándome agazapado en tu corazón

 

Como en el claro patio del exquisito monasterio…

 

Si harto de haber sufrido, y más harto de haber amado,

Después de haberme con sus lejanías encantado,

En torno a mí cierra la vida su monótono círculo,

Y mi sueño al sentir su horizonte cerrado

Melancólicamente se repliega y se asombra,

Escuchando al conmovedor otoño quién sabe

Si ahoga un sollozo o si retiene un canto

Tan austero como la hora y como ella equívoco.

Mi corazón sin saberlo salvaba un recodo.

 

Dejad llorar mi corazón en vuestras manos cerradas

El cielo descolorido lentamente se marchita

La flor de tus ojos claros como un sosiego

Sobre mi corazón reclina sus encantadas corolas.

 

Sean tus rodillas para mí lecho de paz;

Que me vistan tus miradas, tendré calor de noche

Y tu aliento, mágico vigilante, alejará

Todo lo que ensucia y burla y ofende.

 

Negros son el puerto, los campos; tras el día burlón

Llega la consoladora noche húmeda de lágrimas,

Y derritiendo de dulzura la bruma disipada,

El ardor de tu deseo en mi corazón se enciende.

 

Sobre este cuchillo normando decide tu retiro,

Guerrero demente, o tu, pobre amante envejecido

Ven, entre los calmos pinos, a la cima

Desde donde verás el mar oscuro y el pálido cielo.

El viento marino se mezcla aquí al olor de las frondas

Y la leche. Entre dos finas ramas verás

Cabecear una barca y en noches tan hermosas

Soñarás mucho tiempo con carreras de velas

Hacia la invisible lejanía remoto de aguas lamentables

Y de frustrados retornos a puertos melancólicos;

Del retorno de los barcos en la tardes magníficas,

Lujo y miseria y este sollozo: tu canto

Entre las pompas del poniente

O en el arco triunfal de estos cielos gloriosos.

¿No eres el vencido que al carro de gloria sigue

Y que ha de morir y llora?

Pero el mar no calla su lamento en armonía

Con el tuyo;

Y de esa armonía nacerá la calma.

En medio de los frescos ramos, y como si fueran palmas,

Reúne en el melancólico puerto tus esperanzas.

 

Si la mujer estúpida o detestable es bella

Acuérdate de una para que tu enojo reviva.

Su corazón de ceniza estaba en un cuerpo de flores.

En una lánguida belleza azul y lastimera

Sus ojos de los crímenes de su corazón se arrepentían.

Su cuerpo, rica armonía que ella no entendía,

Cantaba como un verso de lento y ágil rimo

Haciendo pensar en un arte sutil y poderoso

Pero ¿si hubiera preferido otra estética? ¿Cuál?

¡Arded, antorchas! La mujer, olivo o basalto,

No miente por la duración en que la llama vibra.

Antorchas de gloria entre las hogueras de amor,

No sois el orgullo que finge el amante

Para igualar su placer a su única idea.

Que los sabios os dejen vuestra gloria:

Tal una noche sin nube, una mujer sin velo

—¡Pues la Lorelei, aunque obesa, es estrella!—

Hombre, la fe te eleva o el amor te prosterna:

Que tu pupila brille cual astro o cual un agua se apague

Y así no niegue el deseo de una fuente eterna.

 

Para la revista Lilas

A reserva de ulterior destrucción

 

A mi querido amigo Jacques Bizet

 

Quince años. 7 de la tarde. Octubre

 

El cielo es de un violeta oscuro marcado por manchas relucientes. Todas las cosas son negras. Aquí las lámparas, horror de las cosas usuales.

Me oprimen. La noche que cae como una tapadera negra cierra la esperanza, abierta de par en par al día, de escapar. Aquí el horror de las cosas usuales, y el insomnio de las primeras horas de la noche, mientras sobre mí suenan valses y oigo el irritante ruido de las vajillas removidas en una estancia vecina… 

 

Diecisiete años. 11 de la tarde. Octubre.

 

La lámpara ilumina débilmente los ángulos sombríos de mi cuarto y pone un gran disco de viva luz donde entran mi mano, de repente ambarina, mi libro, mi escritorio. En las paredes azulean delgados hilillos de luna que han entrado por la imperceptible separación de las rojas colgaduras. Todo el mundo se ha acostado en el gran piso silencioso… — Entreabro la ventana para ver de nuevo por última vez la dulce cara leonada, muy redonda, de la luna amiga. Oigo algo así como el aliento fresquísimo, frío, de todas las cosas que duermen –el árbol de donde rezuma la luz azul–, de la bella luz azul que a lo lejos, en un entresijo de calles, transfigura, como un paisaje polar eléctricamente iluminado, los adoquines azules y pálidos. Por encima se extienden los infinitos campos azules donde florecen frágiles estrellas… — He cerrado la ventana. Me he acostado. Mi lámpara, en una mesilla al lado de mi cama, en medio de vasos, de frascos, de bebidas frescas, de librillos preciosamente encuadernados, de cartas de amistad o de amor, ilumina vagamente en el fondo mi biblioteca. ¡La hora divina! A las cosas usuales, como a la naturaleza, las he hecho sagradas por no poder vencerlas. Las he revestido con mi alma y con imágenes íntimas o espléndidas. Vivo en un santuario, en medio de un espectáculo. Soy el centro de las cosas y cada una me procura sensaciones y sentimientos magníficos o melancólicos, que disfruto. Ante los ojos tengo visiones espléndidas. Se está bien en esta cama… Me duermo.

 

Pálidos, como en las porcelanas preciosas se ve

El sueño de un mar opalino junto a Yuldo,

Abril sonreiría en un fino canal de agua

Dulcísima con el tono claro de las japonerías,

Un pálido manzano deshojaría

(En este país está el adorable absurdo permitido)

El delicado tesoro de sus amados pétalos.

Centellearía encima un vuelo de falenas blancas

De un matiz exquisito y tierno de satén;

En el cielo languidecerían las rosas matutinas.

 

Lunes a la una

 

La insensibilidad de la naturaleza toda

Parece así colmar de nuestros corazones el vacío.

Decepcionante juego de la ciega materia

En el ópalo y el cielo y los ojos donde, victorioso

Y alternativamente herido, soñar parecía el amor.

La forma de los cristales, el pigmento de las pupilas,

Y el espesor del aire nos engañan sucesivamente,

Tratando de engañar nuestros dolores eternos

Con la naturaleza, y la mujer, y los ojos;

Y la delicadeza del azul pálido

Es una mentira en el ópalo

Y en el cielo y en tus ojos.

 



[1]          Véase mi edición: Los placeres y los días, Editorial Valdemar, 2006. Los poemas a pintores y músicos figuran en las páginas 137-143.

[2]                     Marcel Proust, A la busca del tiempo perdido, trad. M. Armiño, Editorial Valdemar, 2000-2005, t. III, pág. 386-387.

[3]          Contre Sainte-Beuve, précédé de Pastiches et mélanges et suivi de Essais et articles, Gallimard, Pléiade, 1971. Los textos citados figuran en las páginas 412, 390 y 618 respectivamente.

[4]          El poema «Como en el claro patio del exquisito monasterio…», recogido en la selección, está escrito en 1890, durante su voluntariado en Orleáns.

[5]          Cahiers Marcel Proust, 10, Éditions Gallimard, París, 1982.

[6]          El poema está dedicado a Jeanne Pouquet (1874-1961), que recitaba en una revista el papel de Cleopatra. A los dieciséis años, soportó de mala gana el «acoso» de Proust. Según Jeanne, en el amor del Narrador por Gilberte en A la busca del tiempo perdido «encuentro casi palabra por palabra las evocaciones de su amor por mí». Se casó con Gaston Arman de Caillavet (1869-1915), amigo de Proust desde 1890, que hizo carrera como autor dramático, hoy olvidado; su muerte en el frente durante la Primera Guerra Mundial afligió mucho al narrador, que también se enamorará platónicamente de la hija de ambos hacia 1910, Simone Arman de Caillavet, donde aparece convertida en «Estatua de mi juventud» y sirve al Narrador de acicate para escribir antes de que sea demasiado tarde y no pueda terminar su libro (A la busca del tiempo perdido, III, 893-894). Simone terminó casándose en segundas nupcias con André Maurois.

Escrito en Lecturas Turia por Mauro Armiño

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