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1 de octubre de 2013

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lo que tus ojos ven dentro de ti,

los números y leyes de la sangre,

el miedo lentamente entre tus bienes

y aquello que la edad ha generado,

no es la vida exactamente,

ni el azúcar engañoso del azar

ni el destino como trampa.

 

Lo que tus ojos ven dentro de ti

pudiera ser

la única verdad de este derrumbe,

la mordida moneda de los años,

el ajedrez violento del insomnio,

 el faenar del nombre que te dieron donde nunca estás del todo,

cazador iluminado.

 

Lo que tus ojos ven dentro de ti

es algo que sube de la infancia con sus festivas bestias arrojadas,

es un agua desfilando por las cuatro esquinas de tu miedo

con su fulgor descalzo.

Porque amas lo que se enciende.

Porque empezaste a morir lentamente hace más de 30 años.

Porque sólo sumas ya intemperies.

Porque aún aprendes del fracaso y en cada desengaño ves un pájaro.

           

Lo que tus ojos ven dentro de ti,

ese batir de bosque o de hombre huyendo,

es aquello que aún no has dicho.

Todo lo que adoras en secreto.

Todo lo que odias como se odia de un país a los héroes indultados.            

 

Lo que tus ojos ven dentro de ti                

tan sólo es una deuda entre dos anatomías,

un pálido animal hecho en silencio

que sólo del amor fue triste senda.

 

La técnica del mundo ha sido esa:

hacer de cuanto existe un mal acuerdo humano.

Aquello que tus ojos sólo ven dentro de ti.

 

Y es tan extraño.

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Lucas

30 de septiembre de 2013

Truman Capote (Nueva Orleans, 1924) se llamó Truman Strekfus Persons hasta que su madre se divorció y volvió a casarse con Joe García Capote, un cubano de padres españoles. De su padrastro, Truman no sólo heredó el apellido, sino también su afición por la Costa Brava, donde escribió gran parte de A sangre fría, y por santa Teresa. De la santa, citaba con frecuencia un aforismo: “Más lágrimas se vierten por las plegarias atendidas que por las no atendidas”. Capote bautizó su obra póstuma, y nunca finalizada, con el título de Plegarias atendidas. Este libro, que él describía como el equivalente contemporáneo de En busca del tiempo perdido, de Proust, mostraría un puñado de personajes cuyas vidas se habían hundido, paradójicamente, tras conseguir sus sueños. Ése era el destino de Capote y el escritor, genial y atormentado, lo sabía. La sentencia de santa Teresa marcaría más de tres lustros de su vida: el tiempo que empleó la muerte en detener su corazón.

En 1966, cuando anunció su nuevo proyecto literario, sus plegarias para conseguir el prestigio, la fama y el dinero habían sido atendidas. Su novela A sangre fría, recién publicada, le había convertido, a los 42 años, en uno de los autores norteamericanos más celebrados. El relato del asesinato de la familia Clutter en un rincón perdido de Kansas catapultaría a Capote a un lugar único en la escena literaria. Sus novelas encabezaban las listas de los más vendidos y se adaptaban con idéntica fortuna al cine.

Su prestigio rivalizaba con su éxito social. Los más ricos entre los ricos del mundo le cortejaban para que asistiera a sus fiestas: los Kennedy, el shah de Persia, Frank Sinatra, Aristóteles Onassis, los Agnelli, Peggy Guggenheim… Los intelectuales, los poderosos y los famosos le adoraban por igual. Su editor le calificaba de “encantador, ingenioso y travieso”, el actor Humphrey Bogart aseguraba querer “tenerlo siempre al lado” y hasta la Reina Madre de Inglaterra le definía como “maravilloso, inteligentísimo, sapientísimo y divertidísimo”. “Un genio”, concluía Cecil Beaton. El nombre de Capote era un poderoso imán al que nada se resistía. Ni siquiera el dinero. Antes de haber escrito una sola línea de Plegarias atendidas, cobró un millón de dólares de adelanto de su editorial y vendió los derechos cinematográficos por 350.000 dólares.

Capote había conseguido todo lo que había soñado, pero las lágrimas que iba a comenzar a derramar superarían muy pronto el placer de lo logrado.

Si hubo un libro por el que Capote rogó, ése fue A sangre fría. Su publicación marcaría el cénit de su éxito, sí, pero también la altura de su tremenda caída. La fusión del relato periodístico con las técnicas narrativas de la novela conmocionó a lectores y escritores. Su impacto aún perdura: sólo en Estados Unidos el número de ejemplares vendidos asciende a cinco millones. Capote dedicó seis años a escribirla. Lo que sucedió durante ese tiempo es tan fascinante como la propia novela y constituye el argumento de la película Truman Capote, que ha puesto al escritor en boca de todos y ha devuelto sus libros a las listas de los más vendidos. Dos décadas después de su muerte, Capote ha regresado por todo lo alto.

Estamos ante una resurrección como a él le hubiera gustado: con el glamour de Hollywood y con el sólido trasfondo de su genio literario. La película recibió un Oscar a la mejor interpretación por la asombrosa metamorfosis de su protagonista en el escritor. El premio lo recogió el actor Philip Seymour Hoffman, pero recayó en realidad en el propio Capote, el más brillante de su amplia galería imaginaria de personajes. Él mismo se presentaba como tal: “No ha habido nadie como yo, y no va a haber nadie como yo cuando me vaya”. La película, además de rendirle homenaje, ha insuflado nueva vida a su obra y propiciado la aparición de dos novedades: la correspondencia completa, Un placer fugaz (Lumen), y una novela inédita, Crucero de verano (Anagrama). Asimismo se ha reeditado su biografía, Truman Capote (Ediciones B), escrita por el respetado Gerald Clarke y en la que se ha inspirado la película

Ha sido Clarke quien ha ordenado la correspondencia de Capote. Las cartas de cualquier artista, por su naturaleza íntima, poseen un atractivo que va más allá de su valor literario. En el caso de Capote, que además de escritor era un incisivo y malicioso cronista social y un amante locuaz, tienen además mucho morbo. Por las páginas de Un placer fugaz desfilan, como en un carrusel enloquecido, una lista de nombres absolutamente asombrosa: los Chaplin, Tennessee Williams, Montgomery Clift, Cecil Beaton, Marilyn Monroe, Arthur Miller, Carson McCullers, Jane y Paul Bowles, Christopher Isherwood, Gore Vidal, André Gide, Andy Warhol, Isaiah Berlin, Orson Welles, Yukio Mishima, Isak Dinesen... Por las sábanas de Capote, según narra en sus cartas, pasa otra asombrosa lista de hombres. El más sorprendente, un reputado mujeriego: Albert Camus.

Respecto a la novela inédita Crucero de verano, el propio Capote la desechó cuando se mudó de Brooklyn a Manhattan. Fue el portero del inmueble de Brooklyn Heights, donde vivía, quien salvó de la basura cuatro cuadernos escolares y setenta y dos notas complementarias, que conforman la novela actual. Ese hombre, cuyo nombre no ha sido revelado, debería haber sido homenajeado por su instinto literario. La existencia de semejantes conserjes quizá expliqué por qué escritores como Paul Auster viven en Brooklyn Heights.

Gran parte del mérito de que Capote se encuentre de nuevo en las mesas de novedades pertenece, pues, a la fanfarria de Hollywood. Constatación que al escritor no le hubiera importado lo más mínimo. Él pertenecía a ese grupo de artistas que adoran los focos y disfrutan con su personaje: un híbrido de hombre y niño que apenas superaba el metro y medio de altura, de voz atiplada, grandes y espectaculares ojos azules y un amaneramiento extraordinario. Capote fue un precursor de la promoción en la que el producto es el propio artista, pero él poseía además una inmensa y bien cimentada ambición literaria.

En el prólogo a Música para camaleones, Capote escribió: “Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”. Hasta la publicación de A sangre fría, en 1966, el escritor disfrutó de su don. Es la época de relatos maravillosos como Un recuerdo de Navidad, de su primera y excepcional novela, Otras voces, otros ámbitos, y de la deliciosa novela corta Desayuno en Tiffany’s. Con A sangre fría apareció el látigo. A lo largo de seis intensos años, Capote desesperó a menudo del fin de un proyecto que él sabía magistral, pero consiguió mantener un equilibrio entre el don y el látigo. La novela tuvo un éxito espectacular, pero Capote no salió indemne.

Algo se había roto dentro de él. Desde la publicación de A sangre fría y hasta su muerte, en 1984, dominó la escena el látigo. Capote se lanzó a una implacable carrera autodestructiva: drogas, alcohol, clínicas de desintoxicación, amantes dañinos como sanguijuelas… Y la desesperación de haberse perdido. Nunca terminó la prometida Plegarias atendidas y sólo se vislumbran destellos de su genio en las piezas que publicó durante esa larga agonía.


La época del don

Los primeros años de Truman, los de aprendizaje e iniciación en la vida y en la escritura, transcurrieron en el profundo sur de Estados Unidos. Sus padres se divorciaron cuando tenía tres años y le dejaron al cuidado de unas viejas tías solteronas en Monroeville, un pueblecito de Alabama. Allí transcurrió su infancia, allí se formó su propia geografía espiritual -el temor a ser abandonado, la soledad, la ingenuidad, el deseo de ser amado, la decepción que sigue a las grandes expectativas…- y allí encontró refugio en la escritura y descubrió su don.

Harper Lee, autora de Matar a un ruiseñor y colaboradora en la preparación de A sangre fría, era su vecina y amiga: “Tenía el pelo blanco como la nieve y pegado a la cabeza como si fuera caspa. Era un año mayor que yo, pero yo era más alta. Lo considerábamos como un Merlín de bolsillo cuya cabeza bullía de excéntricos planes, extraños anhelos y pintorescas fantasías”.

Capote contaba, a su vez, que la madre de Harper Lee no estaba bien de la cabeza y había intentado ahogar a su hija en la bañera. “Cuando hablan del estrafalario Sur no bromean”.

A este “Merlín de bolsillo” sólo le interesaban cuatro cosas: leer libros, ir al cine, dibujar y bailar claqué. A los cuatro años conoció a Louis Armstrong, que tocaba a bordo de un vapor de ruedas que hacía excursiones entre Nueva Orleáns y St. Louis. “Satch fue bueno conmigo, me dijo que tenía talento, que debería actuar en espectáculos de vodevil. Me dio un bastón de bambú y un sombrero de paja con una cinta verde, y todas las noches anunciaba desde la tarima de la orquesta: “Damas y caballeros, ahora voy a presentarles a uno de los niños más guapos de los Estados Unidos, que bailará claqué”. Después pasaba entre los pasajeros, que me llenaban el sombrero de monedas”.

A los ocho años, empezó a escribir. El estrafalario Sur acentuó su sensibilidad, su mágico toque y el don para impregnar sus narraciones de la ingenuidad y el horror, la belleza y la crueldad que sólo poseen las mejores historias. Le descubrió el poderoso corazón de la literatura y le armó con un conmovedor lenguaje propio.

De ese fértil suelo creció su primera novela, Otras voces, otros ámbitos, que publicó cuando tenía 24 años. Esta historia de un chico que crece solo, perdido y falto de cariño en una tosca ciudad de Alabama posee una fuerza e intensidad extraordinarias y supuso una precoz consagración literaria. La fotografía que apareció en la contra del libro llamó la atención casi tanto como el texto: un joven Truman, que aparentaba 13 años, yace en un colchón mientras mira provocativamente al objetivo. Capote intuyó entonces la importancia de una publicidad sabiamente administrada. “Ser un buen escritor y permanecer arriba es un dificilísimo acto de equilibrio. No basta con el talento. Hay que tener una tremenda capacidad de presencia”. Él cultivó su imagen de niño y jugó en sus apariciones públicas con el límite entre el ingenio y el escándalo.

Diez años después publicaba una novela corta, Desayuno en Tiffany’s. Su protagonista, Holly Golightly, procedía del profundo sur y Capote siempre declaró que era su personaje favorito.

Entre medias, escribió colecciones de relatos breves, como Un árbol de noche y el conmovedor Un recuerdo de Navidad, y la hermosa novela El arpa de hierba, continuación espiritual de Otras voces, otros ámbitos.

Capote se había mudado a Nueva York, donde ya era una celebridad, y trabajaba sin descanso. Flaubert, con su espíritu perfeccionista, era su modelo y Nueva York su fuente de energía. “Vivir en Nueva York es como vivir dentro de una bombilla”. Colaboraba de forma asidua con las revistas The New Yorker, Harper’s Bazaar y Mademoiselle. Se aventuró en el teatro y en el cine, donde participó como guionista en magníficos trabajos: La burla del diablo, de John Huston, Suspense, una adaptación de Otra vuelta de tuerca, de Henry James, y Estación Termini.

Era la época del don y todo lo que tocaba resplandecía. Conoció al que sería su amante durante más de 30 años, el escritor Jack Dunphy, y aceptó realizar un curioso reportaje, que le permitiría años después embarcarse en el proyecto de A sangre fría. Era el año 1955 y una troupe de negros americanos iba a emprender viaje a Rusia para representar la ópera Porgy and Bess, de Gershwin. Financiado por The New Yorker, Capote acompañaría a la primera compañía estadounidense que actuaría en la Unión Soviética desde la revolución bolchevique. El resultado fue The Muses are Heard (Hablan las musas), su primera non fiction novel, o novela “de no ficción”,  y el único libro que, aseguraba, había disfrutado escribiendo.    

Capote acababa de descubrir las posibilidades del periodismo como forma artística. Su siguiente objetivo sería la realización de una novela “a gran escala, que tuviera la credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la hondura y libertad de la prosa y la precisión de la poesía”. El camino para A sangre fría estaba abierto.


La época del don y el látigo

“Era como si hubiera una caja de bombones en la habitación de al lado y no pudiese resistirme a ellos. Los bombones significaban que yo quería escribir hechos y no ficciones. Había tantas cosas que sabía que podía indagar, tantas que sabía que podía averiguar. De pronto los periódicos me parecían objetos vivos y comprendí que mi faceta de novelista corría un terrible peligro”. En ese estado de ánimo abrió Truman The New York Times del 16 de noviembre de 1959. Allí había una columna con el titular: “Rico agricultor y tres miembros de su familia asesinados”. Fue el inicio de A sangre fría.

Con el apoyo de su amiga Harper Lee, Capote se embarcó en el relato de aquel oscuro asesinato en una apartada zona de Kansas. Durante seis años recorrió los escenarios del crimen, habló con los vecinos, los policías, los amigos, el juez y con los asesinos, Dick Hickock y Perry Smith, tan pronto fueron detenidos. Llegó a entablar con ellos una relación tan estrecha que, a petición de los mismos, asistió a su ahorcamiento.

Durante los tres años que permanecieron en el corredor de la muerte, Capote escribió dos cartas semanales, una para cada uno. Lo hacía como parte de su trabajo, indagar en la psicología de los asesinos, pero también porque sentía por ellos un gran apego. Sobre todo por Perry, en el que veía su propio reflejo oscuro. Reacio a narrar su vida, Capote no dudó en confiarle su pasado. “Fui hijo único y muy bajito para mi edad: siempre fui el más bajo de la clase. Cuando tenía tres años, mi madre y mi padre se divorciaron. Mi padre (que se ha vuelto a casar en cinco ocasiones) era un viajante de comercio y pasé gran parte de la infancia recorriendo el Sur a su lado. No era malo conmigo, pero nuca me gustó, ni entonces ni ahora. Mi madre, que sólo tenía 16 años cuando me dio a luz, era muy guapa. Se casó con un hombre moderadamente rico, un cubano, y después de cumplir yo diez años fui a vivir con ellos (casi siempre en Nueva York). Por desgracia, mi madre, que sufrió varios abortos y de ello resultaron problemas mentales, se volvió alcohólica y convirtió mi vida en una pesadilla. Acabó suicidándose (somníferos). Siempre fui una persona precoz, tanto intelectualmente como artísticamente, pero inmaduro a nivel emocional”.

 A sangre fría, de cuya narración está ausente el escritor, apareció primero en cuatro entregas, en octubre y noviembre de 1965, en The New York Times y se publicó a finales de enero de 1966 con gran resonancia. Esta crónica monumental de un crimen abrió un camino insospechado que emprendieron otros muchos escritores con notable éxito, desde Norman Mailer hasta Bob Woodward y Carl Bernstein. Capote no había inventado un género, pero había demostrado la inmensa potencialidad de una forma narrativa que bautizó como non fiction novel. Los que le siguieron hablarían de “novela real”, “novela periodística” o, como Mailer, de “la Historia hecha novela, la novela hecha Historia”. Da igual. La realidad es que tras las huellas de Capote se inició una marcha colonizadora de escritores que empezaron a buscar en las noticias material narrativo.

Durante el año de publicación de A sangre fría, los medios de comunicación se convirtieron en una gigantesca orquesta que sólo interpretaba Truman Capote. Estaba en todas partes al mismo tiempo: en la prensa, en la televisión, en los salones, en las cubiertas de los yates... A finales de 1966, celebró su famoso “Baile en blanco y negro” en el hotel Plaza de Manhattan. Al festejo, cuya cobertura fue similar a la de una cumbre entre el Este y el Oeste, acudieron Andy Warhol, los Sinatra, Norman Mailer, Tennessee Williams, los Rockefeller, los Vanderbilt, los Rothschild, junto a invitados de EEUU, Europa, Asia y América del Sur. Las mujeres debían asistir de blanco, los hombres, de negro y todos habían de cubrir sus rostros con máscaras, que hoy se encuentran en el Museo de la Ciudad de Nueva York. La elaboración de la lista de invitados levantó tal expectación que Capote bromeaba diciendo que se estaba ganando tantos enemigos que al final tendría que bautizar la fiesta “A mala sangre”.

 A sangre fría proporcionó a Capote una fama sin igual. Su versión cinematográfica, que dirigió Richard Brooks, fue también un éxito. Y, sin embargo, la novela trajo también sinsabores. Para empezar, nunca perdonó que Norman Mailer, y no él, ganase el Premio Pulitzer y el Premio Nacional de Novela por una ¡novela de no ficción!: Los ejércitos de la noche. No tardó en desahogarse: “Hubo escritores que comprendieron el valor de mi experimento y enseguida se dedicaron a emplearlo personalmente; y nadie con mayor rapidez que Norman Mailer, quien ganó un montón de dinero y de premios escribiendo novelas de no ficción (Los ejércitos de la noche, La canción del verdugo), aunque siempre ha tenido cuidado de no describirlas como “novelas de no ficción”. No importa; es un buen escritor y un tipo estupendo y me resulta grato el haberle prestado algún pequeño servicio”.

Pero A sangre fría resultó, sobre todo, traumatizante. Capote padeció una tensión inmensa durante los últimos años de vida de Dick y Perry. Deseaba que fuesen ejecutados para poner punto final a la novela y, al mismo tiempo, los lazos afectivos entablados pesaban excesivamente sobre su ánimo. Fue el destinatario de sus últimas palabras, asistió a su ahorcamiento, pagó sus lápidas. Demasiado tiempo, demasiado cerca. Se quemó. A sangre fría fue un best-seller, pero algo se rompió dentro de él. 


La época del latigo

“Nadie sabrá nunca lo que A sangre fría se llevó de mí. Me chupó hasta la médula de los huesos. Por poco acaba conmigo. Creo que, en cierto modo, acabó conmigo. Antes de empezar, yo era una persona bastante equilibrada. Luego, no sé qué me sucedió. Sencillamente es que no puedo olvidarlo, especialmente los ahorcamientos al final. ¡Espantoso!”.

La sombra de A sangre fría se proyectaría sobre el resto de su vida. Un tiempo que Capote marcaría con su propia divisa: “Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”.

Para su siguiente novela, Capote abandonó los ambientes marginales y dirigió su mirada al círculo de ricos y famosos donde se movía como pez en el agua. El libro, por el que firmó un sustancioso contrato, se llamaría Plegarias atendidas y Capote auguraba que supondría una nueva vuelta de tuerca a su concepto de novela de no ficción y una revolución literaria. En el prólogo de Música para camaleones escribía lo siguiente: “Durante cuatro años, aproximadamente desde 1968 hasta 1972, pasé casi todo mi tiempo leyendo y seleccionando, reescribiendo y catalogando mis propias cartas y las de otras personas, mis diarios y cuadernos de notas (que contienen descripciones detalladas de cientos de situaciones y conversaciones) desde el año 1943 hasta 1965. Mi intención era utilizar gran parte de este material en un libro que llevaba planeando desde hacía mucho tiempo: una variación de la novela de no ficción”.

Su editor sólo llegó a recibir cuatro capítulos. Capote los entregó asimismo a la revista Esquire, pensando que su aparición aumentaría la expectación, pero el resultado fue catastrófico. Todos sus amigos de la jet-set se enfurecieron al verse retratados y encontrar divulgadas historias que consideraban privadas, y le condenaron al ostracismo.

El escritor declaró que tal furor le dejaba indiferente. “¿Qué esperaban? Soy un escritor y me sirvo de todo. No se puede negar a un escritor el derecho a emplear la documentación que ha recogido como resultado de su propio esfuerzo y observación. Se puede condenar, pero no negar”. Pero la realidad es que no volvió a entregar ni una sola línea más a su editor, aunque anunció en varias ocasiones que acababa de finalizar el libro. Un capítulo pasó a formar parte de Música para camaleones y los tres restantes fueron recogidos bajo el título genérico de Plegarias atendidas. 

Capote mencionaba una crisis creativa y personal como razón de su abandono. Respecto a la crisis creativa, reivindicaba la necesidad de simplificar su estilo para adquirir “la sencillez y la claridad de un arroyo”. Y anunciaba que deseaba aplicar de forma simultánea todas las técnicas aprendidas en guiones de cine, obras de teatro, poesía, cuentos, novelas cortas y novelas a partir de entonces.

La crisis personal carecía de discurso, pero poseía una fuerza impetuosa que pronto arrasaría su creatividad y su propia vida.

“Lo único que puede destruir a un escritor realmente fuerte y con talento es él mismo”, había declarado Capote. Él se arremangó y puso manos a la obra. A principios de los setenta, rompió su relación con Jack Dunphy e inició una batalla salvaje contra sí mismo a base de alcohol, drogas, amantes sórdidos, depresiones, clínicas de desintoxicación, coqueteos con el suicidio...

Durante esos años, publicó varios libros, pero el contenido de la mayoría había sido escrito en los años cuarenta y cincuenta. Sólo Música para camaleones, que iba a ser editado en 1980, contenía material nuevo: una novela de no ficción corta (Ataúdes tallados a mano) y una serie de relatos.

Hizo dos breves apariciones en la pantalla. En ellas ya era evidente su deteriorio: Un cadáver a los postres y Annie Hall.

El prólogo a Música para camaleones finalizaba con un párrafo de negros presagios: “Aquí estoy en mi oscura demencia, absolutamente solo con mi baraja de naipes y, desde luego, con el látigo que Dios me dio”.

Truman Capote murió el 23 de agosto de 1984 en Los Angeles por una sobredosis. Le faltaba un mes para cumplir sesenta años.

 

Escrito en Lecturas Turia por Nuria Barros

27 de septiembre de 2013

 

 

 

 

 

 

 

 

La encontré en el paseo de la playa.

Vengo aquí a ver el mar, me dijo.

 

He vuelto allí. En los graznidos

de las gaviotas oigo la feroz

voz sensual de una mujer.

 

Vengo aquí a ver el mar. 

Delante de las olas lo repito.

Hacia dentro. Para nadie.

 

Escrito en Lecturas Turia por Joan Margarit

27 de septiembre de 2013

Ahora creo que fue así. Habíamos estado en San Juan de la Peña, una especie de monasterio con tumbas de reyes que en lugar de techo tiene una montaña de roca que parece que en cualquier momento va a dejarse caer aplastándolo todo, pero pasan los siglos y sigue allí. Íbamos los del taller de soldadura casi al completo, sólo los rajados de siempre se habían quedado en Madrid, como Fernandito, Subnormal Casillas, el Babas y unas cuantas chicas que sus padres no querían que se quedaran preñadas o algo así. Esos antros de garantía social es lo que tienen, las malas compañías están aseguradas y los amigos, con suerte, van apareciendo a la vez que los problemas. Conmigo, por ejemplo, no paran de meterse en todo el tiempo, me van cambiando el mote para ver cuál me duele más y dejármelo fijo. Es como si jugaran a ver quién es el primero que me arranca la crisis, aunque para eso hace falta humillarme bastante. En esos ataques empiezo a respirar cada vez más fuerte y los chavales se asustan porque dicen que se me pone una cara de loco y que los ojos se me vuelven sanguinolentos como un muslo de pollo medio crudo, entonces todos huyen de mí como de un resucitado y yo acabo en un rincón golpeándome la cabeza contra las paredes. Son como un pozo lleno de bultos negros, mis crisis.  Luego casi nunca me acuerdo de nada, es decir, recuerdo un poco el miedo pero no los motivos, se me queda como una sombra de todos esos nervios, el eco de una voz que no comprendo. No sé por qué lo hago. Es como lo de las heridas, me gusta hacerme cortes en el brazo y luego ir vigilando cómo se van curando solas, a veces les pongo un poco de saliva y las acaricio despacio o me arranco trocitos de costra con las uñas. Siempre llevo rajas más viejas y más nuevas, en ellas observo cómo trabaja el tiempo, otros lo hacen con las plantas de un jardín, cortan rosas y ramas que sobran y miran el paso de los meses en los brotes recién nacidos y en las hojas que se secan. Yo no tengo jardín, tengo estos brazos heridos que me recuerdan el tiempo y que estoy vivo y lleno de glóbulos y cosas que hacer. El tiempo a secas no se puede mirar, tiene que ser con heridas o flores o una roca llena de musgo a punto de desplomarse sobre un monasterio. No sé: algo.

Esta vez no podía quedarme en casa porque el viaje era, entre otros sitios, al castillo de Loarre. Yo soy mucho de castillos. Tenía que estar allí, antes que cualquiera de ellos yo tenía que estar allí, las cosas siempre tienen un precio y llega un momento en que las collejas ya casi no hacen daño, tú acabas tomando cariño a quien te roba la gorra o te escupe en la cara y él a su manera también te quiere a ti, o quizá ésa no sea la palabra, quizá no sea querer.  Además a esta excursión también se había apuntado Vanesa Calvo, la chica de la que hablamos, ¿no es eso?,  aunque yo siempre la llamaba Ojitos. Ojitos esto, Ojitos lo otro, y  ella hacía caso, parece que no le disgustaba ese nombre. Hablaba poco Ojitos, era tirando a cortada, muy para adentro, pero qué melancolía tenía la jodida, siempre tan callada, qué manera de mirar y, sobre todo, qué difícil era no mirarla sin parar. Siempre se estaba recogiendo el pelo y cuando ya lo tenía a su gusto volvía a soltarlo de golpe y empezaba otra vez a hacerse esa especie de coleta que no terminaba nunca, se peinaba con los dedos hacia atrás y andaba todo el tiempo enredando con sus pequeñas cosas, el walkman, las gafas de sol y todos los chismes que llevaba en un bolsito pequeño con cremallera: cacao para los labios, anillos de plástico y un móvil anticuado que no le sonaba nunca. Era tan difícil para mí no mirarla que ya todo el mundo hacía bromas con eso, que si novios, que si tal, todo para ver si nos poníamos colorados o a mí me venía la crisis. Si no hubiera sido por tanta burla habría intentado sentarme a su lado en al autocar, pero así nada, en la otra punta, cada uno con sus pensamientos, yo mirándome las heridas y ella con los auriculares puestos, como en otro mundo, mirando por la ventanilla cómo nos acercábamos a Loarre. Me hubiera gustado decirle lo que pienso en ella por las noches, cuando el novio de mi madre me obliga a apagar la luz y me quedo tan a solas que casi da miedo. Y también decirle lo máximo en esto del amor, lo que no creí que nunca jamás llegaría a pensar: decirle que por ella espero el lunes; por ella, que casi nunca me dirige la palabra.

Yo soy mucho de castillos, digo, me encanta un buen ariete reventando una puerta, imaginar todo eso, mazas que hacen añicos los huesos de los caballeros, cadenas clavadas a la piedra y el aceite hirviendo cayendo desde las almenas, batallas en los que todos sudan y sangran y los hierros hacen chispas al chocar y los heridos maldicen a gritos y se retuercen en la tierra como lombrices rotas. Lo he visto en películas miles de veces, y en libros ilustrados y en tebeos, pero quería estar en el sitio exacto, tocar los muros, mirar desde las torres, ver el mismo paisaje que un guerrero al morir, un guerrero cualquiera y de verdad, imaginar el vientre del buitre tan sombrío tal como él debía de verlo desde el suelo con las entrañas en la mano, el polvo que mordía mientras humeaban las ruinas.

En el autocar la mayoría de los chicos se habían colocado en las últimas filas e iban bebiendo latas de cerveza que habían comprado en una de las paradas. Llevaban las mochilas llenas de botellas. Dicen que vayamos donde vayamos tiene que notarse bien que somos de San Cristóbal de los Ángeles. No sé cómo se consigue eso, pero supongo que tiene que ver con los berridos y las mochilas llenas de botellas. Lo hacían medio a escondidas aunque en realidad Bubu, el monitor, siempre hacía la vista gorda en ese tema porque a fin de cuentas todos habíamos cumplido los dieciocho y, qué coño, él bebía más que nadie, todos los lunes se hacía el chulo contándonos su sábado noche, lo que se metía en el cuerpo, las tías que se levantaba y las horas que resistía sin dormir por bares que él se sabe, garitos que no cierran nunca y donde puedes encontrar las músicas y las mujeres más salvajes.

Y yo diría que más o menos fue así. Al entrar al castillo me olvidé del mundo y eché a correr escaleras arriba, quería subir a todas las torres a la vez, asomarme a los precipicios, gritar desde lo alto. Lamenté que el Babas no se hubiera animado a venir, es el que más sabe de cábalas y cálices, él me ha enseñado casi todo lo que sé sobre esa vida escondida debajo de la vida; se las hubiera arreglado para encontrar entre los muros pasadizos y rastros de un enigma de siglos, quizá la puerta de entrada a una biblioteca secreta con libros forrados de terciopelo negro, Las Clavículas de Salomón, por ejemplo, y recetas malditas para vencer a Dios. Con el Babas siempre hablábamos de estas cosas, de castillos o misterios, de si un espectro puede estar ensangrentado o no o de donde proceden los aullidos que se escuchan a veces en los pasillos. En cambio con estos otros es inútil, no vale la pena, es gente a la que tienes que explicárselo todo, todas las clases de misterios que hay, voces en sitios que no hay nadie, seres que por ejemplo vienen de otro mundo, ánimas y así, para ellos son todo cuentos chinos, se parten de la risa, pero a mí es que éstas son las cosas que me gustan, un crucifijo invertido, bosques de nieblas y tumbas, pucheros con pócimas. No sé cómo decirlo: yo amo el más allá.

Y creo que fue así. Nos habíamos sentado unos cuantos en corro en la oscuridad de las mazmorras y alguien sacó una botella de pipermín. Estuvimos hablando de todo y de nada hasta que empezaron con el tema de siempre: que si ya le había entrado a la Ojitos, que si anda pidiendo guerra, cosas que no me gusta hablar con ellos porque es como si lo ensuciaran todo, absolutamente todo, su cara, su nombre... Nos prepararon una especie de encerrona a la Ojitos y a mí y cuando nos quisimos dar cuenta estábamos solos en el castillo. Se fueron todos y le dijeron al tipo de la entrada que ya podía cerrar las puertas porque no quedaba nadie dentro. Bubu nos echó en falta en el autobús pero le dijeron que hacía un rato ella y yo nos habíamos bajado caminando al camping que es donde íbamos a dormir. Eso dicen, aunque yo creo que Bubu estaba también en esa especie de broma de hacernos pasar una noche juntos para ver cómo me las arreglaba yo con mis fantasmas, y si me decidía a atacar y, sobre todo, para fabricar la anécdota que luego contarían en San Cristóbal, de bar en bar, riéndose de nosotros, la historia de los dos tímidos encerrados durante toda la noche en un castillo, borrachos, que se abrazarían por el frío y por el miedo y por tanto pipermín y por la luna allá arriba que dibujaba el perfil de un lobo en cada matorral.  

Nos parecíamos en mucho, Ojitos y yo, los suspensos del instituto, lo solos que estábamos en aquel taller ocupacional, el mal rollo en nuestras casas, la marca de tabaco, y creo que en más cosas, cosas que ahora mismo no sé decir. Un desaliento, puede ser, un cansancio. Pero casi nunca habíamos hablado en serio porque yo me ponía como nervioso y ella empezaba a mirar hacia abajo y al final lo más cómodo era decirnos hasta luego y seguir cada uno con lo nuestro, ella con sus músicas secretas y yo con mis revistas de misterios y cruzadas, mi cajita con tranquilizantes, mis charlas con el Babas y poco más. Ahora quizás podría hablarle, con tanto alcoholo en el cuerpo y la noche entera por delante llena de sombras y gritos de pájaros y el viento girando en las torres. Aunque yo soy mucho de castillos, pero no como para quedarme atrapado en uno de ellos tantas horas  en la oscuridad y teniendo que cuidar de una muchacha tan frágil que además ahora empezaba a echarme las culpas de todo lo que había pasado. Una cosa es que yo fuera un puto pardillo, decía, y otra que a ella quisieran meterla en el mismo saco, sólo por las tonterías que yo iba diciendo por ahí, que si me gusta, que si Ojitos, que si mierda. Me odiaba a mí en vez de odiarlos a ellos y llegó a decir que hubiera preferido quedarse encerrada con cualquiera del grupo antes que conmigo.

Y no me acuerdo de mucho más. Sé que me estuve golpeando la cabeza contra una piedra de la muralla, sé que vomité bilis y mentas, recuerdo bien esa mezcla de sabores; que me estuve repasando heridas viejas del brazo con un cortaúñas, eso y unas cuantas imágenes sueltas, como de una película antigua que pasara a toda leche por la pantalla, Ojitos y su cara de terror, lo suave que es, lo suave que era quiero decir, escaleras que se perdían en la tiniebla, laberintos negros, la sombra de un arquero en la torre del homenaje y también cómo me faltaba el aire, un dolor en el cráneo y mi amor allí, insultándome. 

No sé cómo hay gente que puede pensar eso, lo de que la maté y toda esa historia. Gente que no lo dirías, que te has tomado con ellos mil cervezas, sabes, y ahora esto, ahora te señalan con el dedo, míralo, allí está el monstruo, me señalan y me insultan hasta cuando estoy dormido, me despierto hecho una sopa, vivo como con fiebre. La veo allí muerta fondo del pozo, tal como decían los periódicos, acurrucada, en posición fetal como si realmente no hubiera vivido, como si todo para ella hubiera sido un mal sueño, todos los fracasos, los suspensos, la melancolía, la soledad de su música invisible, un mal sueño nada más.

Yo veo que a otros presos les mandan revistas y cosas para merendar. Yo si recibo algo es cualquier anónimo en el que un desconocido me explica despacio cómo se despacharía conmigo si me tuviera a tiro, cómo me rajaría, qué haría con mi piel, qué haría con mi corazón. Dicen que si confieso y firmo todos los papeles la pena será mucho más corta. Pero ahora no sé, estoy un poco confuso. De todas maneras, suponiendo que haya sido yo, ¿cuánto le cae a uno por querer así, tan torpemente, es decir, cuántos años te meten por amar hasta la muerte?

 

(Este relato formó parte del libro Sólo de lo perdido, editado por Destino)

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Castán

26 de septiembre de 2013

Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) es un escritor extraño, por no decir insólito. Su obra, aquilatada por el humor y un sentido de la realidad que no excluye jamás los espejismos, arranca de una tradición imposible en la que se mezclan Salvador Dalí, Ramón Gómez de la Serna, Buñuel, Gombrowicz, Pessoa y Rafael Dieste. Sin necesidad de remontarnos a sus primeros libros de textura y aventura vanguardista, debemos evocar algunos títulos de un puro malabarista, de un orfebre de la imaginación cuyo corazón rebosa una erudición imperceptible y la enfermedad incurable de la lectura. Así, sojuzgó a escritores tan personales como Álvaro Mutis o Bioy Casares con su Historia portátil de la literatura abreviada, y logró una maestría diáfana y preciosista en sus dos últimos libros de relatos: Suicidios ejemplares e Hijos sin hijos. Ambos venían a ser dos modelos de novelas disgregadas, libres, cuya unidad de acción venía dada por una idea moral del destino y de la libertad, y por la acumulación de caracteres comunes de los personajes.

Su última entrega es propiamente una novela: Lejos de Veracruz (Barcelona, Anagrama, 1995) donde el autor -fiel a su modo de recrear los viajes y sus propias experiencias- narra la concesión de un premio literario que otorga una revista femenina en Teruel a uno de los protagonistas, Antonio Tenorio (suplantado para la ocasión por su hermano Enrique, el manco Enrique, que siempre aborreció la literatura y la arrogancia del arte). Ese pretexto permite al autor catalán no sólo revivir una de sus estancias en la ciudad mudéjar o recordar al padre Polanco, sino enfrentarse con sagacidad y burla a la feria de las vanidades del universo de las letras. Este episodio es una excursión afectuosa y sentimental en una novela impresionante en su vastedad, en su ambición, en su intensidad lírica. Algo así como un guiño distanciador. Podríamos decir que Lejos de Veracruz es un compendio de la producción anterior de Vila-Matas y a la vez un pantano cuyas olas se expanden con una fuerza voraginosa y embrujada. El escritor no renuncia del todo a su pasado, a su trayectoria si se quiere experimental, afectada de literatura y de prodigios, de juegos y citas clandestinas, pero en esta obra hay otra sedimentación, una madurez narrativa incuestionable, el impulso de una escritura muy sólida y elaborada. Los sentimientos bullen con energía, con rabiosa sinceridad. Aquí reaparece la meditación sobre el destino del artista, reaparecen los lugares legendarios que se alzan y se esfuman en medio de boleros desesperados y de olores a mezcal y tequila, como Veracruz, Jalisco o el París de Baudelaire, pero también la pasión, la tragedia, la paradoja, la referencia a otros libros (Pedro Páramo y Bajo el volcán, las novelas de Sergio Pitol, entre otros) y una atmósfera de fatalidad.

El libro se centra en la historia de los hermanos Tenorio: Antonio, escritor e impostor de travesías que acabará arrojándose al vacío mientras redacta un libro titulado simbólicamente El descenso; Máximo, el artista genial y huraño que renuncia a todo por la sensualidad devoradora de una mujer. Poco a poco, el tercer hermano -que había repudiado los aspectos más grotescos de la creación- se verá en la necesidad íntima de contar los avatares de su saga y en convertirse en escritor. Pero antes, como sus hermanos, habrá orillado el desenfreno, el fracaso, el amor romántico, el amor ardiente y tal vez infame, primero con ese relámpago de brillo fugaz que es Carmen (Vila-Matas, al relatar esa celebración de la ternura, incorpora una novela minúscula, un oasis de voluptuosidad a su relato) y luego con ese torbellino oscuro y malicioso que es Rosita Boom Boom Moreno. Al final, la moraleja es evidente: los tres Tenorios -que nos harán recordar a estirpes de escritores como los Goytisolo o los Panero- han perdido en la travesía del arte y de la vida.

Vila-Matas cuenta la existencia de los Tenorio sin apenas caídas: emplea el hilo del tiempo a su antojo y arma su ficción siempre con un castellano brillante que explora en muchos instantes los sonidos de la poesía, el virtuosismo, la reiteración más expresiva, el desplazamiento sutil de los epítetos. La acción se registra en el dietario de los tres tucanes donde se recuerdan la severidad del padre, la autodestrucción a la que se entregan los tres integrantes de la saga, el desenfreno, las rarezas, el abrupto descenso al infierno. El escritor catalán, con Lejos de Veracruz, ha construido su mejor libro, una narración turbadora recorrida desde las primeras páginas por los céfiros ardientes y acariciadores de la nostalgia acérrima: “La nostalgia de un lugar enriquce siempre que se conserve como nostalgia, pero su recuperación significa la muerte”.

Escrito en Lecturas Turia por Antón Castro

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