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26 de septiembre de 2013

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Para el tiempo que vendrá

burilamos nuestra huella, 

para que sobre ella pise

y la borre, 

para el tiempo que vendrá

y nos conocerá por un libro de estampas

en las que buscará a los audaces,

a los libertos, a los abnegados,

y en las hileras de iguales acomodados

reparará apenas en un estilo, en un peinado,

un motivo de risa repetida

a costa de quienes sus afanes empeñaron

en vanos prestigios fugaces; 

para el tiempo que vendrá

a descubrir ruinas nuevas que revelarán

nuestros equívocos sobre el pasado,

y habrá hecho de nuestra lengua

una jerigonza deliciosa en la que hablar

de cosas prodigiosas que nunca hubiéramos soñado, 

para el tiempo que vendrá y querrá saber

cómo nos amamos, el motivo de nuestro sufrimiento

y en qué nos distinguimos del triste rebaño, 

para el tiempo que vendrá a culparnos

mientras nos imita, para ese tiempo también nuestro.

 

Escrito en Lecturas Turia por Martín López-Vega

Soñar, saber, contar....

El 10 de noviembre de 1979 Carmen Martín Gaite apuntó un sueño en aquel Cuaderno de todo al que sus editores han dado el número 22, uno de los últimos de aquella serie que la autora había convertido en almacén de sus experiencias, comentarios y hasta borradores, pero también en una proyección de sí misma: de su talante a la vez fetichista e iconoclasta, organizador y desorganizado, convencido de su propia valía pero, a la par, muy frágil. Nos cuenta que se soñó muerta y, al igual que sus padres que acababan de fallecer con pocas fechas de distancia, enterrada en el cementerio de Salamanca. Y sin embargo estaba misteriosamente inquieta por hallar unas unos papeles que sirvieran “para que alguien pudiera contar las cosas como habían sucedido”. El lector reconocerá en otro de los ingredientes del sueño que allí narra algo que, un año antes, había estructurado su novela El cuarto de atrás. Si allí el responsable de la existencia del relato era un extraño daimon, una presencia masculina nocturna entre provocativa y afectuosa, galante e irónica, que la conocía muy bien, aquí el visitante es un muchacho desconocido, “que me sonreía muy guapo, con sus ojos claros”. Y que a la postre le ayuda, le custodia los papeles perdidos y le tranquiliza: “Hay tiempo. Algún día me lo tienes que contar bien” (Cuadernos de todo, ed. Maria Vittoria Calvi, pról. Rafael Chirbes, Barcelona, Círculo de Lectores, 2002, pp. 467 y ss.).

Podríamos hablar, aquí y ahora, de la función que los sueños, como mensajeros de lo olvidado y clarificadores del presente, tienen en la narrativa de Carmen Martín Gaite. Y, por supuesto, también habríamos de hacerlo de cómo sintió siempre que escribía en función de una oscura pero evidente designación del destino. Martín Gaite se percibió misteriosamente llamada para hacer lo que hizo. Incluso en un relato infantil, como “El pastel del diablo” (1985), a Sorpresa, la niña protagonista, la vieja curandera le pronostica al nacer que “trae en el alma el viento de la inquietud y en el corazón el fuego de la pregunta. Hará preguntas que no le sabrá contestar nadie y deseará todo aquello que no puede tener” (“El pastel del diablo”, Dos relatos fantásticos, Tusquets, Barcelona, 1986, p. 87). Lo cual, como iremos sabiendo, le lleva a inventar cuentos, pero también a desear crecer, lo que significa el afán de conocer más y mejor: el “pastel del diablo” titular del que oye hablar en la Casa Grande o la piedra de ámbar, obsequio del demonio, que debe enterrarse en el “lugar de origen”, son los nuevos frutos del paradisíaco árbol prohibido o, si se prefiere, las metáforas de la pasión por el conocimiento y la madurez. Quienes escriben serán siempre seres incómodos… Mucho tiempo antes, en las páginas finales de El libro de la fiebre, recientemente rescatado de entre sus papeles inéditos, la jovencísima autora, salida del tifus y todavía enfrascada en la turbadora escritura de su testimonio, quiere acercarse a las gentes “que tienen su vida canalizada en un sentido o en otro”. Y piensa que le miran “con una curiosidad cariñosa, quién sabe si compadeciéndome un poco”. Y afirma: “Sé que piensan: “Esta muchacha es como un fantasma. Estamos hartos de verla y de no saber a qué viene con nosotros. No se define, tiende a conseguir algo y no sabe qué. Podía meterse en su casa de una vez y apagarse”. Sé que piensan esto y les miro, incómoda, entre sonrisas. Cuando me voy, aprieto a mí el recuerdo de mi libro empezado y me pesa con un peso de compañía” (El libro de la fiebre, ed. Maria Vittoria Calvi, Cátedra, Madrid, 2007, pp. 176-177).

Pero, en orden al contenido de su sueño, prefiero fijarme en otras expresiones que son muy inequívocamente suyas y que constituyen el protocolo central de su escritura: “tener tiempo” y “contárselo bien” a alguien. Carmen Martín Gaite, como toda persona fuertemente afectiva, sentía agudamente cómo corre el tiempo y convierte todo en pasado, pero también sabía que lo perdido volvería dócilmente, a voluntad de quien cuenta, a través del ejercicio de la memoria. Y “contar bien” las cosas, circunstanciada y pausadamente, fue otra obligación que se impuso. Las cosas existen en la medida en que se cuentan, adquieren sentido al articularse como relato: “Empecé a dejar de leer libros para escribirlos; ya no me entraba a verter sus aguas para otra zona”, escribió el 14 de febrero de 1978, en el Cuaderno de todo que lleva el número 18 (ed. cit., p. 427). Y también supo que, muertos sus padres y la memoria que se llevaron con ellos, “ya avanzo yo en cabeza de la edad, al raso, sin la confianza que me daba saberme respaldada por ese muro de contención y me adentro en el tiempo como capitana mayor heredera de todas las tramas más mezcladas y distantes, sintiendo que se añadido al petate de la mía el de la memoria ajena […]. Por eso se encuentra uno, de repente, hablando solo, como en borrador” (ed. cit., p. 474).

Hablar en borrador… ¿Cuál es la diferencia entre lo improvisado y lo organizado, que había sido el gran reto formal de su obra de 1974, Retahílas? Y ¿qué es lo que, a fin de cuentas, organizamos?: ¿los recuerdos mismos o las palabras que los van creando? ¿Hay realidad sin palabras que la cuenten? Todo esto se lo habían planteado Germán y Eulalia, tía y sobrino, en aquella dilatada confrontación de monólogos que reconstruyen y dan sentido a un pasado común, pero que, a la vez, edifican también un futuro posible para ambos: una comunicación –atrevidamente tocada de incesto- que les hace legítimos dueños de la casa, a la que les ha llevado la noticia aciaga de una muerte. Esa fue la primera experiencia narrativa en que Carmen Martín Gaite hizo suya la misión de explicarse lo que alguien y los suyos, los cercanos y los remotos, habían llegado a ser, sin saberlo del todo. Y supo entonces también que las mujeres tenían algo de particularmente apto para realizar esa función de rescate, reordenación y reconstrucción de los pasados: porque ellas han vivido la soledad radical de su condición de Antígonas familiares, a través de la obligación (y la costumbre) de regentar la vida doméstica. “Todo lo que somos las mujeres está relacionado con la familia. Por eso escribimos preferentemente de familia”, escribe fascinada por la lectura de Lessico familiare, la gran novela de Natalia Ginzburg (pp. 471-473). Y no puede menos de recordar que su madre la llamaba, en su gallego familiar, “carta vella”, “carta vieja” (“sí, no me extraña que escriba porque es una carta vella, cómo no va a escribir con esa memoria”).

 

La búsqueda de interlocutor, la búsqueda del lector

La escritora había acuñado esa estrategia en una fórmula verbal con la que tituló un artículo de 1966 y que desde entonces hemos repetido todos: habló allí de “la búsqueda de interlocutor”, que se refiere tanto a la urgencia que sus personajes tienen de comunicarse, como a aquella otra que la creadora persigue al escribir. Y si una parte de sus textos patentizó al máximo esta necesidad perentoria de comunicación interpersonal, tal hicieron las dedicatorias de sus libros. Porque una dedicatoria señala siempre a un lector especial, privilegiado, al que cabe suponer más consciente que otros de los motivos e implicaciones de la obra. Pero esa elección no nos excluye a los demás como lectores. Entre todos los escritores de su tiempo, Martín Gaite fue quien con mayor insistencia supo que todo acto de escritura es una comunicación privada (aunque múltiple), una búsqueda particular de sintonía, que se repite indefinidamente con cada lector. Y seguramente por eso, advertiremos que Carmen Martín Gaite usa en sus dedicatorias la preposición “para” con preferencia a la más impersonal y clásica “a”: este “para” explicita lo que de regalo tiene lo que nos ofrece y que el uso de “a” parecería limitar exclusivamente a una intención, sin otra trascendencia. El “para” es, sin duda, un ademán que implica muchísimo más al destinatario: nadie puede permanecer indiferente a ese modo de presentar la ofrenda.

Recordemos algunos de esos preliminares, de esos seuils o umbrales de sus libros (por usar de la terminología que instauró Gérard Genette). La primera novela, Entre visillos, se dedicó a “mi hermana Anita, que rodó las escaleras con su primer vestido de noche, y se reía, sentada en el rellano”. Y lo cierto es que no habría podido expresarse de modo más eficaz la complicidad fraterna en torno a una novela que vino a desarticular las liturgias y los prejuicios que lastraban la vida de las chicas de provincias. Retahílas está dedicada a “Marta y sus amigos (Máximo, Elisabeth, Juan Carlos, Alicia, Pablo), siempre turnándose, al quite de mis horas muertas”: se trata, en este caso, de su hija, Marta Sánchez Martín, que había vivido con ella trances amargos y con la que mantuvo una relación no siempre fácil, pero que vino a suponer en su obra la presencia y el estímulo de una sensibilidad más joven, una interlocución que fue trascendental (y tendremos oportunidad de volver a subrayarlo) en la evolución temática de la escritora. Si Fragmentos de interior está dedicada a un íntimo amigo, Ignacio Martínez Vara, por un motivo que se apunta coquetamente pero no se declara, El cuarto de atrás, una novela ambiciosa, que le hizo buscar (o reencontrar) nuevos supuestos de su escritura, tiene la dedicatoria más atrevida… e inverosímil, por dirigirse a un ilustre clásico que nunca pudo congratularse de ello: “Para Lewis Carroll, que todavía nos consuela de tanta cordura y nos acoge en su mundo al revés”. Y también La reina de las nieves tuvo una dedicatoria humorística del mismo jaez: “Para Hans Christian Andersen, sin cuya colaboración este libro nunca se hubiera escrito”.

Pero adviértase que la dedicatoria de El cuarto de atrás tiene dos partes; la primera se refiere a su nueva etapa personal, pero la segunda nos alude a todos, y creo que precisamente en función de aquello que la novela trata: la posibilidad colectiva de revisar el pasado inmediato español -el franquismo y su eclipse- de un modo que fuera, a la par, liberador y consciente, crítico y emocional. Y también la dedicatoria de La reina de las nieves tiene una segunda parte que se refiere a su hija Marta, muerta no hacía mucho y que fue, como diré, destinataria del más dramático de estos umbrales. No será la única que evoca con dolor a un difunto cercano. El cuento de nunca acabar se dedicó “a Gustavo Fabra Barreiro, in memoriam”, uno de aquellos amigos más jóvenes que ella y que le estimularon tanto, cuya muerte tan temprana le sobrecogió: vinculaba de ese modo una obra que le parecía importante –la clarificación de los componentes de su taller literario- a un integrante de una nueva generación de críticos de la cultura. En cambio, Nubosidad variable contiene, como ya anticipé, una dedicatoria inolvidable que nos hace leer de otro modo el libro: la muchacha que había estado presente en las revelaciones de El cuarto de atrás, Marta, “la Torci”, es ahora la médium que ha llevado a su madre a recuperar un periodo de su juventud y a narrar cómo nació una escritora. Y por eso, la novela es “para el alma que ella dejó de guardia permanente, como una lucecita encendida en mi casa, en mi cuerpo y en el nombre por el que me llamaba”.

(Recuerdo inevitablemente la lancinante dedicatoria que el padre de la muchacha, Rafael Sánchez Ferlosio, escribió al frente de La homilía del ratón y también, un antecedente de ambas que no resulta menos impresionante: el envío de Peñas arriba (1895), de José María de Pereda, “a la santa memoria de mi hijo Juan Manuel”, lo que se expresó en un largo texto y en un impresionante detalle que el autor contó allí. Al conocer el suicidio de su hijo mayor, Pereda trazó una cruz roja en el manuscrito del relato, precisamente en el lugar de su capítulo XXI en cuya redacción la noticia le había sorprendido. Quizá, escribía el piadoso Pereda, sólo Dios sabe por qué siguió entregado a su trabajo y “por qué, en fin, y para qué declaro yo estas cosas desde aquí a esta corta, pero noble falange de cariñosos lectores que me ha acompañado fiel en mi pobre labor de tantos años”. Retóricas decimonónicas aparte, la atrevida  voluntad de compartir el peor trance de una vida con sus lectores y el designio de seguir escribiendo, pese a todo, son idénticas en el hidalgo montañés del XIX y en la mujer y el hombre de finales del siglo XX).

Lo raro es vivir e Irse de casa fueron las admirables novelas de una sobreviviente y tienen dos dedicatorias parecidas, ambas a sendas amigas en momentos de crisis: en la primera, la perturbación es también vivida por la destinataria, Lucila Valente, a la que se ve “siempre sacando la cabeza entre ruinas y equivocaciones con su sonrisa de luz”; en la segunda, la crisis es la suya propia, como deja ver que se dedique a su secretaria, Ángeles Solsona, “mi fiel escudero en la lucha con los fantasmas”. Pero Ritmo lento –quizá el relato más rico en componentes dolorosos de su propia experiencia- fue la única de sus obras que no tiene dedicatoria, aunque sí un exergo machadiano y una nota al lector, muy expresivos ambos. Pero sabemos por la misma escritora que tuvo un lector muy especial, presente en la nota a la tercera edición y en un par de textos de lo que conocemos de Cuadernos de todo: el novelista Luis Martín-Santos, que acababa de publicar su Tiempo de silencio. Uno y otro escritores tuvieron la intuición de que sus dos relatos abordaban registros temáticos parecidos, aunque su suerte editorial fuera tan dispar; la inopinada muerte del novelista donostiarra produjo en su colega un profundo efecto, similar, en cierto modo, al que años después, le causaría el tránsito de Ignacio Aldecoa.  El destino cortaba en agraz la carrera de alguien que, como ella, sabía lo que era “meterse a novelista”. Una anotación de Cuadernos de todo de primeros de 1964 subraya que, poco antes de morir, Martín Santos había estado en Salamanca, donde vivió de niño, para recoger materiales de cara a un nuevo relato. No se habían conocido entonces -se asombra Martín Gaite-, pero no puede dejar de pensar que uno y otro habían abordado en tiempos diferentes una experiencia inevitablemente común: la que ella recogió en Entre visillos y la que Martín Santos llevaría a un par de inolvidables capítulos sobre la juventud de Agustín, en su novela inconclusa Tiempo de destrucción (ed. cit., pp. 116-117).

 

Meterse a novelista

¡”Meterse a novelista”! La frase revela, otra vez, el gusto por las locuciones comunes que siempre tuvo Martín Gaite, que la usó al trazar una semblanza de otro compañero de generación, Jesús Fernández Santos (“Meterse a novelista”, Agua pasada, Barcelona, Anagrama, 1993, pp. 179-183). Y cumple reconocer que se ajusta como un guante a la idea que la escritora tenía de su empeño: lo que denotaba de esfuerzo de voluntad y de compromiso, pero también de brega con los elementos materiales propios del oficio. La “capacidad narrativa latente” –escribía Martín Gaite en “La búsqueda de interlocutor”, un artículo dedicado significativamente a Juan Benet- empieza cuando nos contamos las cosas a nosotros mismos. Y cuando decidimos ponerlas por escrito, “se escribe y se ha escrito siempre desde la experimentada incomunicación y al encuentro de un oyente utópico”. No nos importa que lo que decimos ya lo hayan podido escribir otros, ni la estricta obediencia a un proyecto artístico autónomo, válido por sí mismo (se lo recordaba, precisamente, al escritor más obsesionado por el “estilo elevado” y más fiel a su propio mundo interior), sino que importa saber que se “elige deliberadamente coger la pluma en lugar de elegir dejar de cogerla, pero es que es el único momento que importa, si bien se mira” (La búsqueda de interlocutor, Barcelona, Anagrama, 2002, p. 32).

Y Martín Gaite tomó la pluma, ya para siempre, porque urgía decir algo a la sociedad que, atónita y convaleciente, veía transcurrir los últimos años cuarenta y primeros cincuenta del siglo pasado. Y acabó de hacerlo al borde mismo de un nuevo siglo, concluida una larga postguerra, los años bocalicones del desarrollismo y el decenio incierto de la Transición por antonomasia… Pero, ¿hablar y contar acerca de qué? Acerca de “la realidad”, hubieran respondido, sin vacilar, Carmen Martín Gaite y sus amigos novelistas, convencidos de que tal realidad era el resultado de una operación de desnudamiento de todos los prejuicios, falseamientos, hipocresías más o menos piadosas, que la recubren usualmente. Todos compartieron la misma idea básica y por ende, la mayoría fijaron su atención sobre los rasgos más desfigurados por la hipócrita vida social de la Dictadura franquista: la desintegración de la sociedad campesina, la falta de horizontes vitales de la juventud, la alienación y el embrutecimiento generales, el soterrado recuerdo de la guerra civil, el abismo abierto entre las clases sociales, la violencia heredada de la contienda…

Cada cual pareció haber elegido su campo de trabajo predilecto, de modo que, cuando leemos aquellos relatos de 1950-1965, tenemos la sensación inequívoca de un proyecto, a la vez común y cuidadosamente parcelado. Y Carmen Martín Gaite tuvo también muy clara su parte: resueltamente, decidió que hablaría de ellos mismos, del sujeto enunciador de tanto descontento. Lo que, por ende, comportaba hablar de su propia clase social –la clase media- y, al cabo, también de sí misma, en cuanto una y otra cosa eran sus realidades primarias: un grupo social que hubo de cambiar mucho y unos miembros de éste, los chicos raros y las chicas raras, que nunca quisieron aceptarlo tal como era y que pugnaron por modificar, cuando menos, el horizonte de quienes tenían más cerca. Resulta revelador que los dos primeros cuentos que conocemos de Martín Gaite, ambos de 1953, vengan a ser como una metáfora de su propósito de escribir sobre estas cosas. En “La chica de abajo” describió un desgarro afectivo que determinan los prejuicios y el paso del tiempo, más que la voluntad de las protagonistas: Paca, la niña pobre, y Cecilia, la niña de clase media, no podrán ser nunca más amigas; con el tiempo, Paca será simplemente la destinataria de un recuerdo anotado al pie de una postal de Cecilia (“recuerdos a Paca, la de abajo”) y su turbación ante los requiebros del cartero le hará saber (o nos hará saber) cuál ha de ser su destino. En “Un día de libertad”, un modesto empleado copia unos oficios que su jefe le dicta en francés. La monotonía del trabajo y el calor del cuarto le llevan a evocar un día veraniego de su infancia, cuando jugaba a los indios y era el jefe “Pies de Plata”. Y resulta que eso, y no lo que le dicen, es lo que ha escrito. De repente, todo le resulta extraño: “Se apoderó de mí esa sensación, esa certeza, a pesar de que vagamente se esforzaba por recordar que durante diez años había tenido su rostro delante del mío”.

Escribir es la forma más hermosa de la liberación, nos enseña “Un día de libertad”. Pero también es ajustar las cuentas con algo que puede ser tan habitual como injusto: ser burlados en nuestras ilusiones por la fuerza de las rutinas, como viene a decirnos “La chica de abajo”. La escritora sabe que una y otra cosa son serios asuntos de conciencia, que requieren lucidez, orden y muchas notas previas. Pero también a veces ha soñado –y esta recurrencia es significativa- que los textos se iban generando autónomamente, como si fueran ajenos al esfuerzo de escribir (pero no, por supuesto, al propósito ni al sentimiento) de quien los manufactura. En El cuarto de atrás, que se acaba de mencionar, los folios de la novela de ese nombre están ya escritos y hasta numerados cuando acaba la última y misteriosa visita del hombre que ha provocado el hilo de los recuerdos. En el final de Nubosidad variable, Sofía Veloso y Mariana León pasan sus mañanas, una al lado de la otra, entregadas febrilmente a la escritura en la terraza de un bar. Y un día de tormenta, un camarero recoge de entre los papeles que han volado del velador donde trabajan las dos amigas una cuartilla en la que pone Nubosidad variable: el título de la novela que precisamente está concluyendo el lector. Algo que también, aunque de otro modo, cierra Irse de casa, cuando sorprendemos in statu nascendi la novela La calle del Olvido que ha de volver a contarlo todo.

 

Retratos de familia: un proyecto narrativo continuado

No es una casualidad que la escritura de Martín Gaite comience siempre anidando en cuadernos de notas que hoy nos permiten recorrer su larga gestación. En rigor, pocas trayectorias literarias ofrecen tan poderoso aspecto de obedecer a un texto unitario que se explicita y despliega en novelas diferentes, pero cada una motivada en la anterior y  rectificada, o apostillada, por la siguiente. Varían los personajes y los temas, incluso los tratamientos narrativos (como le sucedió en los años setenta, cuando descubrió –con una mezcla de incomodidad, escepticismo y curiosidad- lo que pontificaba la nouvelle critique), pero persiste siempre un compromiso claro con las preguntas capitales que se había hecho a principios de los años cincuenta y que hemos recordado más arriba. Por eso se hace posible –y resulta muy sugestiva- una consecuente lectura continuada de las novelas de la escritora, asentada en la fecunda tautología que comportan: su tema fundamental era… la vida de su propio público. Martín Gaite escribía para aquellos acerca de quienes escribía, y creo que así lo reconocieron cuando empezó a ser una autora imprescindible y, en cierto modo, un oráculo de sus lectores. Martín Gaite narraba acerca de una clase media que había transitado desde la mesocracia provinciana hasta las familias desintegradas de hoy, siempre con la atención puesta en las razones de sus miembros más conflictivos, más menesterosos de libertad, pero también vuelta a la necesidad de mantener la cohesión sentimental del núcleo amenazado.

Entre visillos (1958) fue el primer esbozo del proyecto narrativo del que hablamos, donde se hizo hincapié en los elementos que le resultaban más lancinantes y cercanos: la vida de provincias, marcada por la vigilancia de los demás y por el comadreo; la perspectiva del matrimonio como única salida posible para la juventud femenina (a esa condición se refiere el título, afortunado como pocos de los que plasmó esta gran rotuladora que fue Martín Gaite); el mundo en que vegetan los especimenes jóvenes masculinos, emplazado entre la frivolidad, el machismo y la falta de horizontes vitales. Natalia, la más joven del grupo descrito, asume la función de revulsivo en un triple y significativo frente: apoyando a su hermana Julia en la nada fácil relación que mantiene con su novio; previendo el naufragio de su amiga Gertru, que va a casarse con un oficial de Aviación que reúne los peores atributos del tradicional conquistador hispano; intentando convencer a su padre viudo de la necesidad de otra relación familiar más abierta. Puede que en esta primera novela, tan fresca y directa en su fértil aproximación a la realidad que describe, haya un exceso de didactismo y una búsqueda de contrastes algo maniquea. Al respecto, la reveladora presencia del forastero Pablo Klein, que sin buscarlo se erige en conciencia crítica de todos, resulta algo forzada y es muy posible que la autora percibiera con claridad este defecto al abordar su segundo reto narrativo, Ritmo lento (1962), que se escribió con el decidido propósito de no moralizar tan directamente y de explorar también las contradicciones y el sufrimiento que los raros podían crear en torno suyo.

Al leer la nueva novela, se nos hace patente que el hipercrítico pero desinteresado Pablo Klein se ha transformado ahora en el neurótico David Fuente, el muchacho que todo lo quiere razonar, al que nada ni nadie le parecen lo suficientemente críticos y sinceros, el que es capaz de perder horas en conversaciones de adolescente, presuntamente trascendentales… David, como Pablo Klein, es el fruto de un padre inteligente y absorbente, aunque débil, que fue víctima de las depuraciones de postguerra, y de una madre frágil y resignada. Y David acaba destruyendo físicamente a su padre, como previamente ha destruido moralmente a su novia, Lucía, y sobre todo a sí mismo, incapaz de estudios regulares (que desprecia), de la relaciones afectivas (que siempre somete a escrutinio intelectual), y de compromisos morales o laborales (que siempre aplaza). Pocas novelas españolas de su tiempo han sido tan críticas como ésta con una patología social que procedía, en efecto, de la guerra civil, pero que también denunciaba la patética inadaptación de quienes prefirieron la esterilidad a la transigencia. Ritmo lento explora un fracaso y, en el fondo, habla de un error vital que su autora debió haber experimentado muy intensamente en los días de su concepción.

¿Por dónde salir del impasse al que la llevó esta novela? No creo que el menguado éxito de Ritmo lento fuera el único motivo del silencio de Martín Gaite hasta la aparición de Retahílas (1974). Más bien, ese largo lapso parece haber sido el tiempo de reposo necesario para proporcionar una salida viable a las ejecutorias heredadas de las dos novelas anteriores: por un lado, estaban, claro, los peligros de la domesticidad aceptada - los metafóricos visillos que nos separan del mundo-, pero, de otro, también estaba la rareza convertida en pulsión autodestructiva; de una parte, estaba la vida familiar entendida como trampa emocional en la que se agostan las ansias de independencia de cada cual y, de otro, la evidente dificultad de subsistir sin afectos cercanos, cuando se navega al margen del grupo. Ese es el equipaje que llevaron a la casona de Louredo una tía y un sobrino, Eulalia y Germán, en la fascinante trama de monólogos alternos que constituyó Retahílas. En el personaje masculino, la autora inició una tipología juvenil que va a darle amplio juego -el muchacho limpio y generoso, a despecho de cuantas trampas ha vivido- y en Eulalia definió un espécimen femenino, también destinado a perdurar: la mujer inteligente e independiente pero que, entrada en la madurez, ha visto quemarse su estabilidad afectiva y que no oculta su profunda insatisfacción. Ellos, que a la postre son los más atrevidos y lúcidos, nos permiten juzgar al resto de la galería: a la abuela Matilde, último testigo de una armonía que ya es imposible; a Juana, aparente vestal de ese pasado pero en quien el resentimiento puede más que otra cosa; a Germán padre, encarnación de la debilidad; a su primera mujer y madre de Germán hijo, Lucía, cuyo sacrificio cobra ahora todo su valor.

 

El valor de las casas

Muy poco después, Fragmentos de interior (1976) reflexionó de nuevo sobre la continuidad de una casa, erigida en símbolo de la vida familiar. Si el significado de Louredo como paraíso fue rescatado por los visionarios Eulalia y Germán, la casa madrileña de Diego y Agustina está al borde mismo del naufragio; ni él, inteligente aunque acomodaticio, ni ella, apasionada pero desequilibrada, pueden contener una decadencia que es también la de sus hijos: una chica emprendedora pero distante y un chico tan valioso como errático, homosexual y drogadicto. Pero la ruina es también la consecuencia de un tiempo de disipación y de inconsciencia que se corresponde muy bien a los primeros años de la Transición. Y es curioso que solamente las criadas, tan sensatas y sólidas como Pura y Basi, sostienen lo que queda de un hogar. Y solamente Luisa, la nueva criada (que ha traído hasta Madrid el mismo problema de abandono de Agustina), se dispondrá en la escena final a tomar las riendas de aquellas vidas.

Dos años después, en El cuarto de atrás (1978), la necesidad de recapitular el pasado próximo toman un evidente primer plano, aunque subsista también aquel otro problema cuyos diferentes avatares hemos ido viendo: la casa familiar amenazada de Entre visillos había sido después el chalet ruinoso de Ritmo lento, el paraíso perdido (y en parte recobrado) de Louredo, en Retahílas; luego se transformó en el domicilio en disolución de Fragmentos de interior y ahora ha venido a ser la casa semivacía donde una mujer separada, con una hija que va y viene sin demasiada continuidad, repasa su vida. Y es allí donde una estancia concreta –el epónimo cuarto de atrás- cobró la importancia  central que esa habitación vivida y desordenada, entrañable  e ininteligible, va a adquirir en los textos posteriores, siempre a modo de “un desván del cerebro, una especie de recinto secreto lleno de trastos borrosos, separado de las antesalas más limpias y ordenadas de la mente por una cortina que sólo se descorre de cuando en cuando”.

La poderosa imagen que asocia la función de esa estancia familiar a una topografía de la propia mente proclamaba la importancia del hallazgo. Una habitación de esa índole es también la única referencia vital que le queda a Sofía Veloso, una de las dos protagonistas de Nubosidad variable (1992), la novela que sobrevino tras otro largo lapso de silencio, como Retahílas con respecto a Ritmo lento. Sofía ha llegado al límite: ya no es una mujer joven, su marido se ha convertido en un ser vulgar que además la engaña, sus tres hijos ya casi no cuentan con ella. Y la casa que fue de todos es víctima de las reformas postmodernas que impone Eduardo y que incluso amenazan la subsistencia del “trastero de Encarna”, la última estancia que conserva el sabor de lo fue vida común. Siente que ha vivido su destino de hija de familia, de mujer y de madre, pero “reconozco que no me gusta la realidad, que nunca me ha gustado. He cumplido con ella como Dios me ha dado a entender cuando no había manera de esquivar sus leyes, pero el texto de estas leyes –que además son tantas- no me entra” (Nubosidad variable, Anagrama, Barcelona, 1992, p. 111). Su salvación vendrá del reencuentro con una amiga de infancia, Mariana León, psiquiatra afamada, cuya vida ha sido el envés de la suya: independencia, éxito, pero también toda clase de fracasos sentimentales y el amargo sabor final de una soledad sin remedio. Gracias al estímulo de las cartas de Mariana, Sofía recupera el valor compensatorio de escribirlo todo: como tantos otros personajes, apunta febrilmente su relato en sus cuadernos, y cuando no, compone collages (como hacía su inventora, Carmen Martín Gaite). El hermoso final de la novela –las dos amigas escribiendo juntas, más allá de todos sus problemas- lo hemos comentado más arriba; ese triunfo de la escritura sobre la mala fortuna y aquel otro capítulo penúltimo (“Persistencia de la memoria”), en el que la abuela muerta regresa a la casa de Sofía para consolarla, son los dos momentos culminantes del que fue el último gran relato de la autora.

Pero no iba a ser el último. La reina de las nieves (1994) fue el cuento fantástico de otra salvación del abismo: Leonardo Villalba, el hombre derrotado y perdido que también escribe desordenados cuadernos, encuentra a su redentora en Casilda Iriarte, la escritora ya entrada en años que compró un día su casa familiar, la Quinta Blanca. La creación literaria como forma de redención, la rehabilitación de una casa, la lucha contra una encarnación del mal (que tiene más que ver con la fatalidad y la debilidad que con la inclinación perversa), son temas que reaparecieron de nuevo y que fueron el tempo ostinato de este ciclo creador final. Y que tampoco son ajenos a una novela más deslavazada y como en embrión, Lo raro es vivir (1995), que nos importa por esbozar otra imagen de mujer que busca su independencia (Águeda Soler Luengo, en sus treinta y cinco, atada a demasiadas querencias sentimentales, escritora ocasional de letras de entrerrock).  Con estas páginas, Martín Gaite intentó una reconciliación con aquel mundo de los modernos del que había pintado la cara más hostil en Fragmentos de interior; aquellos eran frívolos y sobre todo, egoístas, pero los de ahora son “esas personas con las que se ha coincidido en la tira de sitios sin saber cómo se llaman ni a qué se dedican, en algún autobús de la Universitaria, en el entierro de Tierno Galván, en los conciertos de encender mechero, haciendo cola en los Alphaville, en la manifestación anti-OTAN, en Chicote” (Lo raro es vivir, Anagrama, 1995, p. 69).

No era fácil, sin embargo, que una escritora tan crítica con lo próximo se contentara con esa dimensión un poco estereotipada del nuevo mundo moral de los noventa. Y la novela Irse de casa (1998) ponía los puntos sobre algunas íes del momento. Todos sus personajes “se han ido de casa”, algo que parece tener la función de una consigna en los tiempos que corren: lo ha hecho Agustín, al romper su matrimonio, y lo hace su mujer, Manuela Roca, que también se ha ido de la casa familiar donde buscó refugio al separarse; se fue de su domicilio –y contra la opinión de su padre- Valeria, que, a su vez, ha sido abandonada por Pedro, su novio, y se fueron Rita, la hija de Abel Bores, y Marcelo, el muchacho drogadicto, que en su deriva vital se ha integrado en una compañía de zarzuela. Y también ha dejado su casa la protagonista indiscutible: Amparo Miranda, la mujer que ha triunfado en Nueva York pero que ha preferido distanciarse de una relación amorosa insatisfactoria y de unos hijos que no le traen sino problemas. Sólo permanece en la suya, fiel a sí misma y a su pasado, Olimpia Moret, la aristócrata excéntrica a la que todos tildan de loca, pero que aporta compañía al descentrado Agustín y comprensión a quien se le acerca. A la postre, puede que todos los nómadas regresen a la estabilidad, aunque no retornen a la casa que dejaron. Y Amparo Miranda, testigo curioso de todas las vidas que se agitan en la que fue la ciudad de su infancia, no solamente regresará, sino que lo hará con un inapreciable tesoro: una de esas novelas que –como sucedía en El cuarto de atrás y Nubosidad variable- se han construido por sí mismas al hilo de los acontecimientos de la narración que las contiene. Ésta se llamará La calle del Olvido, como aquella que habitó de joven y fue también el escenario de la niñez de Agustín y Társila; la escribirá Ricardo, el listo camarero del bar, en unión con Jeremy, su propio hijo, y ella será quien la produzca cuando se convierta en una película.

Y al final, Los parentescos (2001), una novela póstuma e incompleta sobre la que no es nada fácil pronunciarse… Algunas de sus elecciones temáticas, que parecen firmes, resultan, empero, muy significativas: iba a ser una novela de corte fantástico, focalizada por un niño que habría de ir creciendo, y en la que la comunicación y compartición de las experiencias había de ser algo fundamental (Baltasar, el niño protagonista, se obstina en una simbólica mudez, cargada de preguntas sin respuesta, pero “fue montarme en la fonética  y salieron a flote, atadas a su cola. En cuanto les hice la respiración boca a boca revivieron”, Los parentescos, Anagrama, Barcelona, 2001, p. 108). Pero quizá lo fundamental es el visible deseo de la autora de afrontar y explicarse otra dimensión de aquel fin de siglo: las familias que se han formado por accesión de los restos de familias precedentes. Martín Gaite tenía muy claro que el arranque de la novela sería una frase tan incongruente como cierta y común: “Cuando mis padres se casaron, yo tenía ocho años para nueve”. Y que su clima humano había de ser una de esas “familias zurriburri”, como dice con su léxico expresivo la criada Fuencisla, quien, una vez más, reina en la única parte de la vivienda familiar que se parece a un hogar (y que pretende tapiar el padrastro de Baltasar): “Ninguna habitación de la casa era más casa que aquella cocina enorme”. Pero es suponer que también las rupturas violentas (Fuencisla mata al novio que la ha abandonado por otra) y las frustraciones que engendran los afectos no correspondidos (“el rencor es como una inyección que duele, pero hace efecto, y a mí me inmunizó de esa esperanza infantil de lo perenne, o sea, que si alguien te quiere te va a querer siempre igual, aunque se hunda el mundo”, ibídem, p. 209) iban a tener un lugar importante en esta nueva fábula.

Pero sus lectores nunca lo sabremos, como tampoco qué nueva respuesta a las escoceduras su tiempo maquinaba Carmen Martín Gaite para su próxima novela: en el fondo, los fieles seguidores de su ficciones hemos venido a ser sus huérfanos.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por José-Carlos Mainer

23 de septiembre de 2013

 

Álvaro Mutis viaja siempre acompañado de sus viejos amigos. Son éstos, Montaigne, Cervantes, Chateaubriand, Antonio Machado. Como su otro gran amigo e interlocutor en tantas cosas, Gabriel García Márquez, con el que compartió sus comienzos literarios en la prensa colombiana, se muestra enemigo de todo trascendentalismo. Este hombre independiente, de firmes y originales convicciones, anduvo durante muchos años de un lado par otro ejerciendo diversos oficios que nada tenían que ver con la literatura, mientras iba dejando algunas de las páginas más intensas de la poesía de nuestro tiempo, algunos de los más bellos relatos, perfectos en su maravillosa concisión. Pensaba que algún día podría retirarse a descansar, y precisamente cuando parecía que ese momento había llegado, su obra comenzó a crecer. Los relatos breves se convirtieron en novelas, que pronto serían traducidas a las principales lenguas. Y llegaron los reconocimientos, el Premio Médicis en Francia, el Villaurrutia en México, mientras que entre nosotros, como en tantas ocasiones, seguía siendo un ilustre semi-desconocido.

Mutis no se inmuta ante la fama. Como su ya mítico personaje, Maqroll el Gaviero, que cuando está a punto de conseguir algo lo abandona para emprender nuevos caminos, sabe que todas las empresas conducen al fracaso. Como sus admirados Drieu la Rochelle y André Malraux sabe que todos estamos inmersos en la trampa de la desesperanza. Como su Alar el Ilirio, con el que todos sabían que no podían contar para sus fines pues para él nada tiene sentido, ya que nada podemos y “Nadie puede poder”.

Este estratega de lo absoluto contempla, como Maqroll, desde lo alto de las gavias de su imaginción, un ilimitado horizonte. Al fin y al cabo su única aspiración ha sido siempre conseguir ese momento fugaz y único que es el instante poético.

- Hasta hace pocos años, encontrar sus libros en España era algo bastante complicado, casi como si se tratase de un autor maldito.

- Hubo un momento en que era difícil conseguirlos. Barral editó la Summa de Maqroll El Gaviero y luego en años no salió nada hasta la aparición de La mansión de Araucaíma, que pronto se agotó y que no ha vuelto a reeditarse hasta hace muy poco.

- Quizá esto haya sido positivo, en el sentido de haber creado cierta atmósfera en torno a su obra, que hacía que aguardásemos con especial interés la aparición de cada uno de sus nuevos libros.

- Es verdad, pero el destino de los libros es siempre muy extraño, y no indica nada tampoco sobre su calidad, también viene el olvido después.

- En España se publican varios miles de títulos, sólo de poesía, cada año. ¿No le parece un tanto excesivo?

- Esta misma mañana me preguntaban en una entrevista por lo que opinaba sobre la crisis de la poesía. El número de publicaciones de libros no quiere decir nada. Tal vez la obra de poesía más importante que se ha creado en los últimos siglos, que es la obra de Baudelaire, pasó prácticamente inadvertida, y cuando se publicaron Las flores del mal lo que consiguió fue un enjuiciamiento. De manera que esto no nos debe aterrar.

- Recientemente me comentaba su admiración por Montaigne.

- Montaigne para mí no es un caso de admiración, es un caso de compañía. Yo fue formado en francés antes que en español y Montaigne fue una de las lecturas del bachillerato que logré no odiar. Esto en la formación del bachillerato francés es algo muy excepcional. Y me sigue acompañando con una fidelidad enorme, en paralelo con Miguel de Cervantes. Los dos tienen algo que a medida que va pasando el tiempo y se va envejeciendo se aprecia más, que es un enorme escepticismo sobre lo que llamamos el éxito, sobre las personas que ocupan los primeros lugares en un momento dado, en una situación determinada, y sobre la relatividad de los éxitos humanos. Montaigne lo dice en una frase excelente “la relatividad de todo juicio que se intente hacer sobre el hombre”. Es esa especie de flotar en medio de la duda, que se alcanza también en el aspecto narrativo, el que pocas páginas después de afirmar algo diga lo contrario. Y las dos cosas son ciertas. Esa es una lección maravillosa de Montaigne. Otra cosa que me encanta de él es su visión del mundo clásico, esa tradición griega y romana que se suele ver siempre como algo distante, intocable, y él le da una familiaridad, una especie de andar por casa, que es absolutamente entrañable.

- Pro aunque el desengaño esté presente, al final siempre queda un rescoldo de vida, algo muy humano.

- Es que cuando se llega a ese desengaño se aprende a vivir, ahí es cuando cada minuto tiene un sentido, se carga de sentido. Un personaje que aparece mucho en mis novelas, Maqroll el gaviero, repite mucho esto, que el pasado pasó, es irremediable, tratar de rectificarlo es inútil, y del futuro no sabemos absolutamente nada, entonces cargar el presente de sentido y de jugo, de savia vital, es la única oportunidad de que quede algo en las manos un momento, porque luego se esfuma. Por eso el pasado evocado por Montaigne tiene una suerte de presente maravilloso y el futuro no le interesa. Y eso que le tocó vivir una época desgraciada, con el estallido de las guerras de religión y los problemas de fe que costaron tantas vidas.

- Montaigne supo jugar muy bien y escabullirse de esos problemas.

- Yo creo que en el fondo fue un gran cristiano, sin una gota de hipocresía.

- ¿Qué otros grandes pensadores le interesan?

- A mí me inquieta mucho Pascal. La presencia de Dios, la presencia de algo que nos trasciende, vista por Pascal, es realmente luminosa porque también en él hay un enorme escepticismo. En cierto modo es como la continuación de Montaigne. También leo con placer inmenso a Montherlant, a Julien Green en su diario, que es una maravilla, ya François Mauriac, no tanto en sus novelas, que disfruto, como en algunos de sus admirables artículos.

- ¿Y entre los pensadores españoles? ¿Acaso Unamuno?

- No. Unamuno tiene la particularidad de irritarme profundamente por esa actitud frente al lector, de decirle “tú, lector que no entendiste nada”. De hecho, uno de sus libros comienza con esa frase. A Don Pío Baroja, sin embargo, yo lo encuentro encantador. La serie de Aviraneta es una delicia, todas las “Novelas de un hombre de acción” son una de las cosas más sabias que se han escrito en España junto con las Novelas ejemplares de Cervantes.

- El personaje del caudillo, dentro de la novela latinoamericana, se nos ha hecho ya casi algo cotidiano, desde El señor presidente a El otoño del patriarca, pero usted no trata este tipo de personajes, si acaso se aproxima a ellos, los muestra en el momento de la muerte, del abandono, como en el caso de Bolívar.

- Bolívar no fue un caudillo nunca. Su inmenso error es no haber gobernado ni manejado nada. Es uno de los seres más conmovedores, más contradictorios, y el gran equivocado. Bolívar era un personaje de Byron o de Chateaubriand, un romántico que quería ajustar el mundo, por una lectura un tanto apresurada de Rousseau, ajustar el mundo y el hombre a un esquema previo. Así se desemboca en una monstruosidad de nuestro tiempo que son las ideologías. Él se impone con una ligereza enorme, trata de imponerse en América sin entender que en el gran juego político la utopía no sirve, que estos famosos libertadores americanos no nos libertaron de nada porque lo que hicieron fue salir de España que no era opresora, ni mucho menos.

- ¿Ni en aquel momento?

- No. No fue opresora nunca. Nosotros, y esto es una cosa que no se ha dicho antes por mala conciencia, no éramos territorios de la Corona, éramos parte del territorio español, nunca fuimos colonias, esa es una palabra inventada allá no aquí. Si O'Higgins y San Martín y un hombre como Bolívar, que heredó la propiedad en tierras más vastas que había en América Latina, si esos criollos vienen a las Cortes de Cádiz y se imponen, el triunfo hubiera sido mucho más real y hubiéramos seguido vinculados a una apuesta por la cual yo sí me juego la cabeza. Una apuesta que comienza en Séneca y en tres emperadores romanos y sigue en un hombre con una concepción europea, que ojalá hoy día se entendiera en todos los sentidos, como Carlos V. En una real comunidad y no poensar en el Estado-Nación que es lo que nos ahoga. Ellos hubieran sido los vencedores y hubieran impuesto lo que hubieran querido en lugar de hacer esta serie de pequeñas repúblicas que no han dado más que guerras civiles.

- Pero ese era el sueño de Bolívar.

- Él fue el destructor de su propio sueño. Ahí está el héroe romántico. Ahí está lo que en Bolívar es desgarrador. Como decían nuestras tías, “parte el alma”. Él tiene el sueño y él se encarga de destruirlo poniendo a sus tres peores enemigos en cada uno de los países: a Páez que es el espadón típico en Venezuela; a  Santander, el abogado lleno de artilugios, de astucias, de tartuferías, en Colombia y a la bestia absoluta, que pregura todo lo que va a entrar después, a Flórez, en el Ecuador. Si coloca a sus tres peores enemigos en los puestos más importantes, qué puedes esperar. Yo creo que a Bolívar lo mató la tristeza, la angustia, el desconsuelo total.

- ¿Usted cree todavía en el sueño americano?

- No. Ya no es posible. No sé hacia donde vamos. No sé qué va a pasar. Estamos en el peor momento. Estamos haciendo la digestión de ese inmenso error que fue la independencia. La independencia hecha así. Hay una especie de orfandad que vamos arrastrando.

- Pero todo eso que dice puede ser muy problemático para usted.

- Me han dado muchos palos por pensar así. Tenemos ciento cincuenta años, stamos naciendo y ya queremos exigir a estos países una actitud absolutamente madura, una identidad decidida. La importancia de estas cosas se ve a distancia, lo que quiero significar es que estamos apenas apareciendo.

- ¿Sería entonces posible que el siglo XVIII haya sido mejor que el XIX en muchos países americanos?

- Y el XVII. Le voy a dar un ejemplo. La única gran tradición literaria de pensamiento riguroso realmente presente todavía es la tradición de la Nueva España, de México, en donde hay una Sor Juana Inés de la Cruz y tantos otros. Es una gente de primera, mientras que en España empezaba la decadencia y la caída en un barroquismo escénico, para llegar al siglo XVIII español que es una nulidad absoluta. Hay que esperar a la llegad de Galdós y Clarín para que esto cambie.

- Y Larra.

- Soy un admirador absoluto de Larra. La certeza de su mirada nos indica hasta dónde se había bajado, a qué niveles desastrosos de mediocridad se había llegado. Los españoles tienen esa posibilidad, y ojalá la tengamos un día los herederos de España, porque somos los herederos de España, y todo el año 1992 ha sido un desastre continuo. No he conocido  un diálogo de sordos más lamentable. Es esa posibilidad que tiene España cada cien años, cada cierto lapso de tiempo, de encontrar al  hombre que dice: ¡Oiga, nos hemos equivocado! ¡El asunto es así!. Eso es admirable, comenzando por Séneca y terminando por mi “detestado” D. Miguel de Unamuno.

- ¿Entre esos hombres estaría Quevedo?

- Por supuesto. Esta gente de repente tiene la posibilidad de decir: ¿Quieren ustedes saber en qué país estamos viviendo? Miren, es éste”. Ya sé que presentan una imagen espeluznante. Un país que produce la picaresca es un país que tiene un poder de recuperación maravilloso. Ahora, también debemos tenerlo nosotros. Un escritor, totalmente distante de mi por motivos personales, que ha logrado lo que considero una de las obras clásicas sobre la corrosión y el deterioro moral de la política de conventillo parroquial que se hace en América Latina, es Vargas Llosa. Conversaciones en la catedral es una maravilla en ese sentido. García Márque en sus Cien años de soledad mostró el sustrato mítico sobre el que estamos parados y en El otoño del patriarca hace el relato prolongado de un general que en el fondo es un espadón de las guerras carlistas.

- ¿Y no ve como un precursor de algunas de esas obras al Tirano Banderas de Valle Inclán?

- Sí, evidentemente. Sus esperpentos son una maravilla. En Luces de bohemia estamos nosotros. Pero el gran libro sobre esa situación de América Latina es Yo el supremo, de Roa Bastos. Ése es un libro total, absoluto.

- Y además con mucha modestia por parte de Roa Bastos.

- Sólo con esa modestia se puede llegar a mostrar la bestialidad irrespirable, dolorosa, infame, de la presencia del mal encarnada en un hombre que finalmente es un pobre diablo. Ese es un libro sobre el cual vamos a tener que volver los latinoamericanos muchas veces.

- Supongo que estará harto de que le pregunten por Maqroll. ¿Llega a asfixiar el personaje un poco al escritor?

- A asfixiar no. Se vuelve exigente. Este personaje que comienza siendo un pretexto en mi obra poética, para decir algunas cosas amargas, desesperanzadas, escépticas, en una edad en que se suponía que no no debía tener esa visión de las cosas, pasa de ser ese “alter ego” a convertirse en un personaje de ficción. Ya en la narrativa, comienza a tener cada vez más una autonomía, un carácter, un perfil, una densidad, que se vuelve, no asfixiante, pero que está presente siempre. Hace poco, componiendo una frase, me dije: “este no es el gaviero. Soy yo. El gaviero nunca diría esto”. Lo que me tiene más fastidiado es que no me permite escribir lo que yo más quiero escribir, que es poesía, que es lo que más me llena, con todas las reservas y paréntesis que pueda ponérsele a esto, y es lo que creo que hago con la posibilidad de tener menos rubor al publicar. Pero desde hace seis años no logro librarme de la presencia de Maqroll.

- Sin embargo, debe reconocer que es más conocido por Maqroll que por su poesía.

- Es cierto. Debo aprender a convivir con él. Es como uno de los parientes inevitables que hay en todas nuestras  casas y que si desaparecieran quizás fuéramos más felices. No sé...

- Supongo que no. Pero, ¿cuántos Maqroll hay? ¿Sólo uno?

- Uno sólo, que se ha ido enriqueciendo, ha ido tomando forma, peso, estatura... Pero uno sólo.

- ¿Y Alar el Ilirio, ese personaje impresionante de su relato “La muerte del estratega”?

- Qué raro que me cite a ese personaje. En España a nadie le interesó para nada, aunque este es el país donde menos acogida o menos eco ha tenido mi modesta obra, en general. Alar el Ilirio sí es una prefiguración de Maqroll, desde luego. Lo que pasa es que yo estoy siempre del lado de los vencidos y de los pesimistas.

- Pero Alar al morir vence.

- Al morir vencemos todos. Nos volvemos intocables, ahí ya se acabó la fiesta. El que muere es como el actor que sale de escena y se queda entre bambalinas, tranquilo, secándose con una toalla, pensando ya pasó, ya pasó. Después de morir no te puede pasar nada grave.

- En su obra suele aparecer un personaje que funciona como vigilante, el que cuida de algo. Maqroll actúa a veces así.

- Ahora Maqroll está trabajando como vigilante de unos astilleros derruidos, en Pollensa. Yo creo que todos somos un poco eso, cuidadores. En un viejo texto que se llama “Hastío de los peces” hay alguien que también es vigilante, que cuida de los barcos.

- Maqroll, donde se encuentra más a gusto es en lo alto de sus gavias, allá arriba.

- Es el gaviero, el que está vigilando el horizonte, no importa que el barco se mueva, él tiene su punto fijo de observación. Es una responsabilidad feroz porque la noción del mundo, de lo que está pasando, que tiene la tripulación, se la está dando el gaviero, pero también el gaviero depende totalmente de la tripulación. Puede ser un buen símbolo para pensar en lo que hace el escritor, el poeta.

- También tiene implicaciones religiosas. El que cuida la manada.

- Claro, el pastor.

- En su obra y en su vida está siempre presente el viaje, el placer de sentirse extranjero, como el Barnabooth de Valery Larbaud.

- Sí. Mi destino es desplazarme todo el tiempo y esto ha llegado a ser tan marcado que durante veintitrés años mis trabajos -porque  yo siempre he vivido de trabajos que no tienen nada que ver con la literatura- me llevaron a viajar continuamente por América Latina. Y cuando me retiré, hace cinco años, pensaba que se acabarían los viajes y podría descansar en casa. Y nunca he viajado tanto como ahora. Viajar por España o Francia no es viajar, es regresar a mundos que para mí son esenciales. Para mí recorrer el Ampurdán, o estar en Castilla, o bajar a la tierra de mis abuelos, a Cádiz, no es viajar, es regresar. También está el desplazarse gratuitamente, el “a ver qué pasa”, que eso es muy de Maqroll, eso me lo ha dado el destino. Valery Larbaud en la voz de su Barnabooth decía: “se tienen ciudades como se tienen amores”. Así lo veo yo. Hay ciudades a las que llego y me quiero ir al otro día, pero hay ciudades a las que se llega y dice uno: “¿cómo he podido vivir sin estar aquí?”. Me pasó con Córdoba, por eso escribí un breve poema sobre una calle de Córdoba, con Sevilla y con Segovia, que tienen once iglesias románicas. Asumo y adopto totalmente aquella frase que dice: “toda obra de arte comparada con una iglesia románica de estilo puro es ligeramente vulgar”.

- Además, en Segovia, cerca de la iglesia de la Vera Cruz, se gestó el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz.

- Para mí es el más grande poeta de Occidente, junto con Dante.

- Aunque el equipaje de Maqrollo sea ligero y sólo puede llevar contados libros. ¿Lleva o llevará en algún momento algún texto en castellano?

- No. Los textos en castellano me encargo de llevarlos yo. Entre sus textos no hay ninguno en castellano para no darle la menor connotación como personaje hispánico. Porque no es del mundo español, ni sudamericano.

- Evidentemente tiene un afán de universalidad. El hecho de que, con 17 años, pensara en buscarle un nombre que no tuviera ninguna referencia, ya dice mucho. Ese personaje ha estado con usted mucho tiempo.

- Eso está bien visto. Sí. Carece de papeles porque el pasaporte chipriota con el que anda es tan falso que no lo puede ni mostrar.

- ¿Encuentra diferencias notables entre la literatura española actual y las diversas literaturas de Latinoamérica?

- Sí encuentro diferencias, pero lo que me interesa más y lo que quisiera subrayar es que las literaturas lationoamericanas tendrán siempre -con la diversidad que crea el paisaje y las condiciones especiales, sociales y de todo tipo que hay allí- origen español y hay una conexión, un encadenamiento a la tradición literaria española.

- ¿Qué poetas españoles de este siglo admira más?

- A mi juicio, el más grande poeta de este siglo es D. Antonio Machado. Alguien a quien me permito, con humildad, considerar como un amigo personal. Yo no viajo sin un libro de D. Antonio. Que alguien en España, hoy en día, no vea exactamente esa mezcla de lucidez maravillosa, de transparencia prodigiosa del idioma, de eficacia, que significa Machado, me parece grave.

- ¿Desconfía de la palabra intelectual?

- No. No desconfío. La detesto. Ése es un invento, como muchos de los inventos del siglo XVIII, absolutamente macabro. El otro invento aterrador es el de la democracia. Son estas palabras como libertad, como democracia, como tantas otras, de las cuales se ha hecho un uso tan siniestro, tan tartufo, y se seguirá haciendo. Siempre lo he querido aclarar. Yho no soy un intelectual. No soy un hombre de ideas. Jamás he expuesto mis ideas a través de un instrumento público o partido político, jamás me he vinculado con nada que tenga que ver con esa especie de situación marginal y pontificia de alguien que piensa así. Lo último, lo que jamás podría decir de Michel de Montaigne es que era un intelectual. Nunca. Era un hombre.

- Pero Machado, sin embargo, escribe un verso que dice “si mi pluma valiera tu pistola”, dedicado al general Lister durante la guerra civil española.

- Tampoco era un intelectual. Tan poco lo era que inventó a Juan de Mairena para ver si éste podía serlo y no lo es. En el momento en que Machado escribe ese verso yo estoy con Machado. Lo terrible es el intelectual que se yergue y dice “la solución a ese problema es ésta”.

- ¿La experiencia de Lecumberri significó para usted ver el rostro de la muerte?

- En aquella prisión la vi de cerca. La familiaridad con la muerte me vino desde muy joven. No es difícil en un país como Colombia tener esa experiencia. Además, la lectura de4 los místicos españoles y de la literatura española, que es finalmente la aventura entrañable en la que yo me identifico, siempre tiene presente a la muerte. Ahí está Quevedo. Lecumberri más que la muerte misma, me dio la noción del peligro. El peligro tiene un elemento que es siniestro. Es el miedo, el miedo esencial, que es una reacción casi miserable. Los hombres acabaremos sabiendo todo. Yo creo que no sabemos nada. Es el orgullo de este mundo siniestro de supermercado y de gula en el que vivimos. De lo único que no se sabe nada hasta ahora y nadie nos ha dicho nada es sobre la muerte.

- En la Edad Media era el gran igualador.

- La Edad Media fue una época sabia. Ahí tendríamos que habernos detenido todos. Esa idea, que viene del racionalismo del siglo XVIII de la oscura Edad Media, es una imbecilidad gigantesca. Una edad en la que se tuvo la idea de una comunidad europea auténtica, en la que Federico II, el emperador romano-germánico, hablaba árabe sin acento. Por ahí tendríamos oque comenzar, olvidando nuestra vieja sordera con el Islam. Yo soy cristiano, pero cuando digo yo soy cristiano no supone que estoy en contra de... Se supone que estoy dispuesto a escuchar y la lección que dio el Islam en España de que se dijera la misa en mozárabe en Toledo, habría que tenerla en cuenta y no confundir todas las cosas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Miguel Losada

19 de septiembre de 2013

Poeta Juan Luis Panero

 

Le agradezco Herr Roth este viaje,

sin usted no habría sido posible

o tal vez algo inútil, postales de colores.

Juntos, vimos la primera luz sobre el Danubio,

el amanecer en los muros de Melk.

Después en Viena, qué necesaria su presencia,

su guía cuidadosa: museos y palacios,

luz de los lienzos y encapotados muros,

tabernas y cafés, la tarta suntuosa

y el alcohol que redime.

Tantas sombras de sombras, años y desengaños

repetidos como una terca melodía

de apresuradas polkas, valses delirantes.

“Sobre las copas que alegres apurábamos

la invisible muerte cruzaba ya sus manos”

Si, querido Herr Roth, un hermoso recuerdo,

una pequeña resurrección amable

que ambos, inesperadamente, compartimos.

Luego, usted volvió a suicidarse,

borracho como de costumbre

-ya conoce el truco, el lugar y la fecha-.

Pero eso poco importa, sólo quiero decirle,

otra vez, muchas gracias por todo;

por haber iluminado el otoño de Viena,

por el cuadro de Vermeer que tanto disfrutamos,

por los vasos rozados y el helado cristal,

por la extraña canción que esos días repiten:

¿Quién es el que habla ahora,

qué tiempo compartimos,

dónde empiezan las sombras,

dónde la luz del día,

o es todo un sueño eterno,

un reflejo en la nada,

donde muertos y vivos

sólo somos un rostro,

unos ojos abiertos

contemplando el abismo?

Escrito en Lecturas Turia por Juan Luis Panero

Capítulo 1

 

Después de cenar Chi Ho habló largamente con la vieja en la cocina mientras Chi Uei les espiaba desde el jardín. Chi Ho le entregó un sobre a la tía y Chi Uei sintió un escalofrío similar al de la pesadilla que le acometía con frecuencia; mezcla de tifones, hojas con cuentas y uñas largas y rugosas clavándose con saña en la piel de alguien que parecía ser su madre. De aquel sueño se despertaba siempre mirando hacia la puerta: una sombra agazapada en la penumbra del corredor, cuyas paredes estaban empapeladas y olían a refrito, estaba a punto de entrar. Su tía Li contó los billetes  y los metió en un bote,  y Chi Ho salió de la cocina. De los matorrales ascendía un coro de grillos, monótono y preciso,  ahogando el ronroneo del tráfico y el trasiego de voces vecinales disparadas desde las ventanas abiertas. El bochorno de la atmósfera estival rezumaba el olor entre dulce y ácido de los nísperos, y a Chi Uei le gustaba pararse debajo del árbol aspirando la extrañeza de la noche, si bien ahora no estaba atento de su muda vibración. Se había quedado suspendido del dinero que la tía acababa de contar; de la vieja y de Chi Ho reunidos en la cocina como si asistieran a un conciliábulo.

Aquella mañana la tía, que siempre le había cortado el pelo en casa con una maquinilla, lo había llevado por primera en su vida a la peluquería. El camino se le hizo eterno y excitante, a pesar de que la zona norte de X., al pie de la montaña, estaba casi vacía. El cielo lucía gris, y al cabo de la cuesta interminable, a lo lejos, se levantaba imponente la montaña, de un intenso verde oscuro, que Chi Uei miraba todos los días cuando cruzaba la calle para ir a la escuela. La sensación de estar caminando hacia ella fue por un momento tan fascinante que sintió que se ahogaba. Tirando de la mano de la tía, mientras señalaba a lo lejos, dijo:

- ¿Vamos a ir a allí?

- No –respondió la tía-. Ya te he dicho que vamos a la peluquería.

Pero Chi Uei le parecía imposible no alcanzar aquella maravilla que se alzaba sobre ellos; casi podía tocarla ya con las manos, y aventuró que si la peluquería no estaba allí, en la montaña.

La peluquería era un pequeño establecimiento atendido por un señor de mediana edad, vestido con una bata blanca salpicada de pelos, que le sentó en una silla de escay azul frente a una pared de espejo y le hizo esperar quince minutos. La tijera le provocó escalofríos en la nuca, y cuando terminó quiso reclamar los mechones negros esparcidos sobre la losa, que el peluquero barría con una escoba. Todo el camino de vuelta se lo pasó mirando hacia atrás, interrumpiendo continuamente el paso ágil de la vieja, que le espetaba: “¡Vamos!”, y con una sensación insoportable de pérdida e impotencia, pues ya  nunca podría subir a la montaña. No concebía irse para siempre de allí sin haber satisfecho aquel deseo, que en ese momento le pareció la realización definitiva de su corta vida. Cabizbajo, se dedicó a levantar la tierra de los arriates del patio, cuyo declive evitaba las inundaciones del monzón.  Los arriates, debido a las frecuentes lluvias, estaba siempre húmedos, y a veces Chi Uei se entretenía haciendo bolitas de tierra que luego dejaba secar al sol. Pero esta vez no hacía bolitas; tan sólo escarbaba con un palo mientras pensaba en la montaña que jamás volvería a ver, y que de repente era más importante que la vieja y el orden diminuto y estático de los días que lo habían hecho feliz sin saberlo, porque todavía no tenía noción de lo que era la felicidad. La montaña se erigía como símbolo de lo que deseaba y jamás haría.  Cuando la vieja se percató de sus pantalones perdidos de tierra a punto estuvo de pegarle una paliza, pero se contuvo. La amenaza que se cernió sobre él durante aquellos breves instantes hizo que se olvidara de la montaña. Comió en calzoncillos, silencioso y contrito, y después la tía lo metió en la bañera. Repeinado y con ropa limpia,  esperó sentado en una silla del patio, muy quieto, atento a las sombras del otro lado de la puerta, que lucía grietas portentosas, a través de las cuales, y hasta hacía medio año, Chi Uei se había dedicado a espiar a su vecino, el viejo señor Chu Li. El señor Chu Li tenía una casa más grande que la de la vieja, a la que se accedía por un patio separado de la calle por un muro bajo con rejas. En mitad del patio el tío Chu Li, que era como lo llamaba Chi Uei, tenía una inmensa jaula con gallinas. Hacía ya medio año que el tío había muerto, y su casa había sido demolida. Un edificio tan gris como los que se construían en esa calle y en las adyacentes y más lejos aún; por toda la ciudad edificios grises, iba a ser levantado en el solar, todavía lleno de escombros.

- ¿Puedo jugar ya? –preguntó Chi Uei.

- No. Tu padre tiene que estar a punto de llegar  –respondió la vieja.

Pero su padre no llegaba, y para que no se pusiera nervioso y empezara a dar la lata,  la tía le dejó ver los dibujos animados. En unos  cuantos minutos Chi Uei se había olvidado también de la espera, sumergiéndose con una sensación de absoluta paz en los movimientos de los muñecos en la pantalla.

   A las cuatro de la tarde sonaron tres golpes. La vieja se había quedado dormida en el sofá, frente al televisor, y Chi Uei se deslizó silenciosamente del sillón y salió al patio. Los cristales le devolvieron una imagen borrosa de la vieja en el sofá, y  convencido de que no iba a despertarse ni con cien golpes más, se sentó tranquilamente en el suelo, muy cerca de la puerta. A través de una rendija observó los pantalones de paño azul marino y la camisa blanca, algo deslucida, del hombre que, se suponía, era su padre. No tenía sensación alguna de estar ante un padre. Se quedó muy quieto; volvieron a caer más golpes, cinco esta vez, sordos e impacientes, y luego aquel extraño miró por la cerradura. Chi Uei pudo seguir el movimiento de su ojo, que enfocaba la casa y le pasaba por alto. No fue capaz de permanecer en el suelo; de un salto se puso en pie y echó a correr, mientras el hombre de la calle pronunciaba su nombre con una energía que le resultó odiosa.  Pasó como un rayo junto a la vieja, despertándola, y se encerró en su habitación. Todavía podía escuchar, lejanos, los gritos del hombre de la calle, que disparaba alternativamente su nombre y el de la vieja, con autoridad, y también con cierta alegría. “¡Ya va!”, decía la vieja. No escuchó nada de la conversación que Chi Ho y la tía mantuvieron en el salón, ocupado como estaba en esconderse en algún sitio. Lo que sí oyó fue: “Chi Uei ha salido corriendo”, y luego el sonido de la puerta al abrirse. Se hizo el dormido sobre la cama.

- ¿No quieres saludar a tu padre, niño tonto? – le dijo la vieja. Chi Uei se puso en pie, y sin responder, con la vista clavada en el suelo, se acercó. Miró el cuello delgado y el rostro macilento, parecido al de las fotografías, y por ello mismo profundamente extraño, turbador. Chi Ho se acuclilló; estaba muy delgado y le olía mal el aliento.

- Se ha enfadado porque no ha venido su madre –se disculpó la vieja. Estaba apoyada en la cómoda.  Chi Ho lo observó durante largos minutos; le tenía agarrado del brazo, con fuerza, como si temiera una estampida. Trató de soltarse y su padre le dijo:

- ¿Te has acordado de mí?

Su voz era parecida a la del teléfono.

- Claro que se ha acordado –soltó la vieja.- ¿O no has estado todo el tiempo preguntando por tu padre y tu madre?

Chi Uei se encogió de hombros.

Después de que Chi Ho se lavara, cenaron. La tía había preparado una barbaridad de comida, y estuvo todo el tiempo levantándose para traer los platos, que se fueron sucediendo sin tregua en la mesa: la bandeja con carne y verduras frías, los salteados, los mariscos, los bocadillos dulces y la sopa con los tazones de arroz. Ella y Chi Ho comían directamente de las bandejas y los platillos, mientras que Chi Uei lo hacía en su tazón, esperando cada vez que lo terminaba que la vieja le pusiera más. Su padre le invitaba todo el tiempo a pescar de un caldero que hervía sobre una hornilla portátil los mariscos más grandes, pero Chi Uei, a pesar de que le resultara atractivo ponerse a cazar bichos en la olla, se negaba a participar de aquel falso y raro bullicio familiar, en el que de repente la tía parecía estar al lado de ese ser extraño, tan delgado y con el pelo, al igual que él, formado un champiñón grasiento alrededor del rostro demacrado. Su padre había empezado a hablar del restaurante, con cierta lentitud, quedándose a veces bloqueado cuando la tía le preguntaba algo. Aún así, conforme avanzaba, transmitía una sensación de enorme exhaustividad, como si no quisiera dejarse atrás un solo detalle, o como si huyera de las preguntas de la tía describiendo más y más. Las tarjas de lavado, los fogones, la campana de extracción de humos, la plancha, el horno, las freidoras, la cámara de congelación, las vitrinas, los refrigeradores, las repisas, la cafetera, la vajilla, los cubiertos, la licuadora, la mantelería, las sillas, las mesas, las lámparas, las sartenes y las ollas, la decoración, las paredes cubiertas de falsa madera para atenuar el ruido, el luminoso de la entrada, la comida. Todo fue descrito con una minuciosidad que daba vértigo. También habló de cómo se repartían el trabajo, de las horas a las que abrían, de que tenían muchos clientes habituales porque la comida era barata, de que había turistas. Chi Uei lo miraba como si  hablara en una lengua extranjera. Absorbía el rostro de su padre, seco, anguloso, con las aletas de la nariz vibrantes, y gracias a que nuevos bocados llegaban raudos a su tazón su mudo acecho no traspasaba el umbral de la estupidez. De vez en cuando su padre se refería a él para hacerle comentarios intrascendentes como: “Está bueno el pepino, ¿eh?”. Para Chi Ho no parecía haber transcurrido demasiado tiempo, tal y como demostraba aquella sencillez con la que le hablaba, en la que no había gran cosa que decir no porque él llevara cuatro años en casa de la vieja y se comunicaran sólo de tanto en tanto por teléfono, sino porque aun habiendo vivido juntos, las preguntas habrían sido exactamente las mismas. Lo único que llamaba la atención de su padre era su estatura, y le dijo, cuando la tía se levantó a por la sopa: “Ponte de pie para que vea otra vez lo que has crecido”. Chi Uei obedeció. Alrededor de su boca, sonriente, había restos de aceite. “Ya puedes sentarte”, y Chi Uei se sentó, mientras la vieja repartía los tazones con el líquido caliente.  Chi Ho se había puesto rojo, chorreaba sudor y le faltaba el aliento. “Es el asma”, dijo. Tras sorber sonoramente la sopa, se quedó dormido durante unos cuantos minutos en la silla, respirando de la misma forma entrecortada, histérica, y la tía comentó que tenía que estar muy cansado para dormirse en mitad de aquel ahogo. Chi Ho se despertó de golpe, y fue entonces cuando se levantó y sacó de una mochila el sobre que Chi Uei, desde el patio, vio entregar a la tía, y que contenía un voluminoso fajo de billetes. Luego, alegando no haber dormido nada en veintidós horas, se acostó.

 

(Fragmento de la novela en curso Historia del restaurante chino Ciudad Feliz –título provisional-).

 

Escrito en Lecturas Turia por Elvira Navarro

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