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6 de septiembre de 2013

 

 

 

 

 

 

 

 

Los vi, pero allí no estaban.

Me contaba mentiras,

me contaba paisajes, sueños,

silencios o conversaciones

que tal vez no sucedieron o

tal vez irían a ocurrir, no sé,

en otro espacio, a otros, en distinto idioma.

Me lo contaba y el silencio,

el vacío, se poblaba

de realidad, de memorias

desocurridas, buscando sitio

para ser verdaderas, o eso

que confundimos con verdad. Pasaban trenes,

se sucedían emociones de despedidas

olvidadas, de reencuentros nunca

sentidos, y los delfines danzaban en el humo,

en el vapor de las espumas azules, pasando

del no ser al ser en la emisión serena

de contar una historia que pudo ser verdad.

Y que lo es, sin serlo, en este paraíso

de las palabras alocadas, libres,

echadas por encima

del lecho blanco y sean

como si hubieran sido. Fueron ellas

las que ordenaron este juego

de los delfines solidarios, del humo, de su mar.

No se trata de una historia real, de un episodio

vivido, pero sí de la historia

que yo necesitaba:

la compañía de una tarde de sábado

en que todas las bocas se cerraron.

Solo un recuerdo de delfines

me hablaba

Escrito en Lecturas Turia por Julia Uceda

6 de septiembre de 2013

En 1558, el duque Albrecht de Baviera mandó construir para sus hijas una de las primeras casas de muñecas de las que se tiene noticia, réplica a escala de la mansión en la que vivía tan aristocrática familia. Rápidamente, se convirtió en el juguete predilecto de innumerables damiselas nórdicas, quizás porque el clima gélido del norte de Europa es el más propicio a los secretos inconfesables que se guardan de puertas para adentro, en el interior de la propia alcoba o la salita azul. Puede que por esa razón la casa sea el espacio que prefiero para ubicar mis relatos, el escenario perfecto, un decorado ineludible en el transcurrir de las historias de amor, desamor, locura y muerte.

De niña soñaba con tener una casa de muñecas, que era un juguete que sólo salía en las películas protagonizadas por chiquillas ricas y pálidas, de salud endeble y sumamente desdichadas. No conocía a nadie que tuviera una en la vida real y dudaba de que algo tan bonito, tan siniestro, tan delicado como los tirabuzones de aquellas niñas enfermizas, pudiera existir fuera de la ficción.

Yo era la quinta hija de una familia numerosa de las de antes, y había tantos niños por habitación que la casa de muñecas no hubiera cabido en nuestro pequeño piso, a menos que varios de mis hermanos hubieran sido puestos de patitas en la calle, cosa que quizás no me hubiera importado demasiado pero que nunca llegó a suceder. Por más que pedí en cada cumpleaños, en cada navidad, incluso en mi primera comunión, una de aquellas casas victorianas, con su hierática familia de loza sentada en mecedoras de madera, presidiendo un salón iluminado por resplandecientes arañas de cristal, nunca me la compraron. Así que ya de adulta,  como venganza he decidido escribir una, la mía, mi Casa de Muñecas. Os invito a visitarla conmigo, llevada por ese instinto exhibicionista que suele adueñarse del dueño reciente de una vivienda y que padecen, estoicamente, como es de rigor,  sus sufridas visitas.

Mi Casa de Muñecas tiene un dormitorio principal. En el ropero de esa alcoba caben relatos protagonizados por parejas  que nos revelan cómo cada historia de amor es una partida de ajedrez con sus expectativas de triunfo, el miedo a la derrota, las estrategias personales y los deseos de adelantarse siempre a las jugadas del adversario. Con frecuencia elijo las fichas blancas, muestro sobre todo cómo se vive esa partida desde la orilla de la reina, de la mujer.  Muchas de esas historias tienen algo, o mucho, de esqueleto guardado en el armario. El amante y su variedad más doméstica, el marido, se convierte en el Otro, un ser con el que nos arriesgamos a compartir la vida, sin saber gran cosa de él, en realidad.  No en vano, una serie específica de esos cuentos de dormitorio se encuentran enmarcados bajo un título, me parece, lo suficientemente elocuente: Terror nupcial.

El hombre equivocado (Terror nupcial, 1)

Te casaste con el hombre equivocado, pero nadie pareció darse cuenta, ni siquiera tú te percataste de que algo raro estaba ocurriendo, hasta que él giró la cabeza, al mismo tiempo que los doscientos invitados de vuestra boda, para verte entrar en la iglesia, cogida del brazo de tu padre.

Ese hombre no era tu novio, y él lo sabía, estaba escrito en el filo de la sonrisa cicatriz que asomó a sus labios mientras tú te acercabas por el pasillo central, cada vez más espantada. Viste a la madre de tu novio llorando a su lado, como un enorme pastel fucsia, pero él no era su hijo y tú empezaste a temblar. Sentiste que el corpiño de tu vestido de novia se agarraba a tus costillas, asfixiándote. Uno de los violines de la marcha nupcial se puso a chillar, desafinado. Quisiste salir corriendo de allí, pero tus zapatos de charol blanco roto te empujaron en la dirección contraria. Sólo dos pasos te separaban del altar, levantaste los ojos hacia la cúpula y te encontraste con el rostro horrorizado de un ángel precipitándose al vacío desde lo alto, enredado en los pliegues color plata de su túnica.

Un paso más y tu padre soltó su brazo del tuyo, arrojándote contra aquel falso prometido. Todos guardaron silencio, tú hubieras querido desmayarte para poder huir, pero en cambio te quedaste quieta, mientras el cura te amordazaba con sus palabras. El hombre equivocado te miró con ojos vacíos y viste cómo una araña atravesaba corriendo su pupila derecha cuando él tomó tu mano y ensartó en el anular la alianza pálida que habías elegido con tu novio. Entonces, casi como en un sueño, escuchaste susurrar a otra que no eras tú, sí quiero.

Pero no se queden ahí. Vengan conmigo, pasen, pasen, y vean el hermoso cuarto de baño principal, con ese majestuoso espejo de cuerpo entero donde se muestran las historias relacionadas con la mujer que habita en un reflejo. La apariencia física, el vestido como aliado femenino, la belleza obligatoria que debe adquirirse cada mañana para negociar con el mundo, las crisis de identidad, la no aceptación del propio rostro o el paso del tiempo, es decir, todos aquellos microcuerpos que he ido escribiendo, quizás para tomar conciencia de lo que supone ser una mujer del siglo XXI, se hallan recogidos en esa estancia que huele a albornoz  y sales de baño. Por ejemplo, este, titulado Venganza del esclavo:

Tú no eres la del espejo, eres aquella que la del espejo no quiere ser o este otro,

Vestido blanco

Lo vi besando a esa rubia plátano en un café del centro. Una a una, todas las flores de mi vestido comenzaron a ponerse mustias. La última de ellas, un pensamiento morado, se deslizó falda abajo, como los dedos suplicantes de un náufrago, y cayó al suelo justo cuando entraba en mi portal.

Después empecé a subir las escaleras con la lentitud triste de una novicia tullida, arrastrando el peso de aquel vestido, tan horriblemente blanco.

Como toda casa que se precie, la mía también, por desgracias, una cocina. Un habitáculo mucho menos grato, vinculado desde siempre a la mujer y a toda una serie de tareas domésticas que la distraen de sí misma y la convierten en sierva de los Otros, su familia. Yo, como venganza, nunca he aprendido a cocinar y maltrato sistemáticamente mi lavadora con microrrelatos como estos:

Centrifugado

La cabeza del hombre que amó da vueltas en el interior de la lavadora, acompañada de una colada de desquiciadas bragas viejas. Ella sonríe cuando se encuentra con sus ojos de ahogado iracundo anegados de jabón, al otro lado del bombo. Ya verás como pronto se te pasa el enfado, amor,le dice mientras añade un cazo de suavizante aroma frescor de primavera y programa media hora más de centrifugado.

Fantasma

El hombre que amé se ha convertido en un fantasma. Me gusta ponerle mucho suavizante, plancharlo al vapor y usarlo como sábana bajera las noches que tengo una cita prometedora.

Pero cómo olvidar en esta visita guiada por mi Casa de Muñecas el encantador cuarto de las niñas- Asómense conmigo, disfruten de esta habitación con papel pintado en las paredes donde permanecemos casi en régimen de supervivientes hasta que nos curamos de la enfermedad conocida con el nombre de Infancia. Aquí encontrarán todas las niñas que fuimos o pudimos haber sido. Como esta pequeña, adorable, niña monja, novia en miniatura.

La niña monja

La niña monja apenas sale en las fotografías del día de su comunión, que por otra parte han envejecido mal, como si alguien las hubiera rescatado en el último momento de una inundación en el trastero o del fondo de la lata de galletas a la que fueron desterradas sin que nadie las mirara una sola vez. La niña monja es la única con hábito. Le va grande, porque se lo dejó una prima rica que estudiaba en las salesas y la cruz de madera que pende de su cuello tiene algo de marca ignominiosa, la señala como un aspa o una estrella de desahuciada. Las demás niñas, princesas barrocas, hadas silvestres, pequeñas damas en su primera puesta de largo, son aún peores. Alguien, armado de una paciencia cruel, ha ido recortándoles los ojos poco a poco, las ha dejado ciegas a lo largo de los años y parece que todas se giran en la misma dirección, disimulando ante el fotógrafo, para mirar a la niña monja con el odio borroso de los fantasmas.

Por último, como no podía ser de otra forma, en el desván de mi Casa existe un lugar muy especial que me encantaría que vieran conmigo. En el rincón más alto y oscuro de este mansión de juguete se ubica el Cuarto del Monstruo, un lugar maldito con el que se amenaza constantemente a los niños traviesos, cuando se portan mal. Caben en él todos los miedos, las fobias irracionales, los pasillos oscuros que atormentan nuestra mente. Seres diabólicos, animales monstruosos o terriblemente bellos, fantasmas… Todos se cobijan allí y esperan sus visitas porque, no lo olvidemos, los miedos no existen fuera de quien los imagina.

Os dejo en compañía de una de esas criaturas, para terminar.

Mascota

Tras la muerte de mi viejo perro me dio por ir a la pajarería y comprar un dinosaurio. Verde. Horroroso. Enorme. Cuando la chica de la tienda lo sacó de la jaula ya le tenía un poco de miedo, pero aun así pagué por ser su esclavo. Todavía crecerá bastante, me dijo la dependienta, mirándome con algo de lástima al devolverme el cambio. Pensé que con el tiempo me acostumbraría a su cara de ginecóloga sádica y al cráter de escamas y excrementos que sembraba entre mis sábanas cada noche. Pero con todo, lo peor  de nuestra convivencia no era tener que dormir en el sofá o salir a la calle en busca de animales perdidos que calmaran su milenaria falta de escrúpulos. Lo peor era levantarse por la mañana, asomarse de puntillas al dormitorio y comprobar que, por desgracia, él seguía estando allí.

 

(Fragmento del libro Casa de muñecas, de Patricia Esteban Erlés, publicado por la editorial Páginas de Espuma)

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Patricia Esteban Erlés

¿Vivimos a raíz de la implantación universal de Internet un proceso de decadencia cultural? En un sugerente y sintomático libro de conversaciones entre Peter Sloterdijk y Alain Finkielkraut (Los latidos del mundo, Amorrortu, 2003), ambos ilustran las monstruosas metamorfosis de nuestro tiempo recurriendo a las metáforas de “lo ligero” y “lo pesado”. En el pasado, el llamado progresismo, caricaturizando y simplificando mucho el diagnóstico, representaba una tendencia orientada a aligerar la vida y la superación de las cargas indignas sobre el hombre, mientras que los conservadores buscaban reaccionar ante esta levitación general subrayando el peso trágico del mundo. Hoy, en cambio, las tornas parecen haber cambiado. Tras las transformaciones del siglo XX, no sólo los conservadores defienden ya un concepto de realidad duro, correoso, quizá más sombrío y resistente a la voluntad prometeica. Por otro lado, como ponen de manifiesto los “neocons” norteamericanos, no sólo los progresistas esgrimen ya la bandera de la movilización técnica incesante, del aligeramiento propiciado por el progreso incesante y la levedad informativa. No olvidemos tampoco cómo este ideal antigravitatorio descansaba también en la popularización y democratización de la información. Alí donde el viejo mundo se observaba a si mismo desde la verticalidad, el nuevo se siente comprometido fundamentalmente con la horizontalidad.

En relación con esta utopía de la levedad, podría afirmarse que la figura de Steve Jobs nos ha hecho reflexionar sobre cuánto se ha transformado, por ejemplo, la dinámica capitalista. Se nos cuenta que el co-fundador de Apple odiaba los botones hasta el extremo de suprimirlos de su propia indumentaria. El gran gurú de la digitalización, obsesionado por la sencillez, los consideraba simplemente un obstáculo innecesario en su vida cotidiana. Todos sabemos también en qué medida esta ideología del acceso cómodo e inmediato a la información ha modificado de forma irreversible la tecnología de nuestros ordenadores y nuestra relación con ellos.

Volviendo a las utopías de la levedad, hay que recordar que la marca Apple no puede entenderse sin el modelo utópico contracultural de los sesenta. En su juventud Jobs se interesó por la filosofía y llegó a viajar a la India en busca de iluminación espiritual. A su vuelta, introduciendo el discurso new age en la tecnología, terminó eliminando las mediaciones, las etiquetas, las jerarquías y la retórica. Este “capitalismo sin fricciones”, antigravitatorio, extremadamente ligero y líquido, del que Jobs fue el gran abanderado, nada tiene que ver con la pesada maquinaria del antiguo capitalismo y sus viejos valores ascéticos y disciplinarios. En realidad, nada más opuesto al elegante y aséptico minimalismo del mundo creado por él que los viejos paisajes industriales, el sudor, la disciplina y el esfuerzo. Un ejemplo elocuente del lema jobsiano del “Hazlo simple”: el ascensor de la Apple Store en Tokio carece de todo tipo de botones. No hay botón de llamada, ni botones para indicar la planta a la que deseas ir. Simplemente subes y bajas parando en cada una de las plantas de la tienda. Una hipótesis: si el capitalismo, digámoslo medio en broma, se ha ido convirtiendo cada vez menos en máquina y más en un espíritu líquido y profundamente inaprehensible, tal vez sea, entre otras razones, por los tecnófilos hippies que odiaban perder el tiempo desabrochando sus botones.

¿Pero somos realmente conscientes de lo que han cambiado nuestras vidas tras la aparición de Internet y las redes sociales? ¿Es legítimo hablar ya de una mutación antropológica, incluso del paso a un nuevo “hombre digital”, como nos recuerdan con un no disimulado optimismo los apóstoles de esta nueva fe? ¿Representa la buena nueva de “la red” la apoteosis de una cultura de la superficialidad radicalmente opuesta a toda jerarquía cultural? Que estas herramientas han alterado nuestra existencia parece un hecho incontrovertible; que las nuevas tecnologías de la información supongan un paso adelante en la historia del progreso humano sin costes y peligros, es otro asunto bien distinto, como nos recuerda el ciberactivista y agitador cultural Jaron Lanier en su sugerente Contra el rebaño digital (Debate, 2011), una crónica imprescindible y bien ponderada para todo aquel que quiere sumergirse en el apasionante debate sobre las ventajas e inconvenientes de Internet y las redes sociales sobre nuestras vidas.

Si, como ya advirtiera McLuhan, los medios son capaces de transformar los contenidos y los mensajes, ¿qué tipo de transformaciones estaríamos sufriendo bajo la influencia de estos nuevos medios? Cabría decir, sin ánimo de exageración, que si en el pasado buscábamos adaptar la respectiva innovación tecnológica a nuestra vida, hoy estaríamos en una situación algo diferente, como si nuestra preocupación pasara más bien por el hecho de que nuestra existencia se encuentre a la altura de nuestra herramienta. Es decir, ¿cómo hemos de comportarnos para estar a la altura de nuestro Facebook, nuestro blog o de nuestro Twitter? La ansiedad por filmar, grabar y colgar nuestros momentos de forma inmediata es elocuente a este respecto. Hoy es como si la vida que no se twitteara ya no fuera vida real.

El elemento provocador del libro de Lanier radica en su diagnóstico crítico. Según Lanier, un gurú informático muy reputado en el mundo anglosajón, la concentración de usuarios digitales en redes sociales, blogs o intercambio de archivos no garantiza un desarrollo óptimo de la comunicación; es más, a diferencia de los abanderados de las nuevas tecnologías, no considera que la supuesta eficacia de una “mente enjambre” trabajando en red de forma continúa y común constituya un avance, sino más bien una sumisión de lo humano al poder de la máquina tecnológica. Por otro lado, no deberían omitirse otros peligros, como el aumento de adicciones a las redes sociales. La obsesión por estar “conectado” es fuente de ansiedades y desórdenes emocionales, como están poniendo de manifiesto últimamente los profesionales del ámbito terapéutico.

En cierto modo, este debate sobre las nuevas tecnologías de la información puede en muchos puntos relacionarse con la célebre distinción que Umberto Eco realizara en la década de los sesenta al hilo de la lucha entre los llamados “apocalípticos” e “integrados”. En relación con la cultura de masas,  sostenía Eco que mientras los apocalípticos valoraban en los nuevos medios, por su horizontalidad, homogeneización y nivelación, la esencia de la “anticultura”, los “integrados” daban la bienvenida a estas nuevas tecnologías por impulsar el espíritu democratizador y abolir toda distancia cultural. Sin duda, estas categorías sirven todavía para definir nuestro escenario, marcado por la proliferación viral de la información a tiempo récord y por la resistencia de ciertos sectores a perder sus tradicionales marcas de identidad.

A la vista de todos los argumentos que parecen esgrimirse contra la supuesta superficialidad de Internet, no parece erróneo volver a acudir a la perspectiva de Eco. Para ciertos sectores de nuestra “aristocracia” cultural, amenazada por Internet, la idea de compartir la cultura de modo tal que pueda llegar y ser apreciada por todos es un contrasentido. De ahí que esta horizontalidad enemiga de todo vestigio vertical sea para ellos una "cultura de grado cero", por así decirlo. Por el contrario, quienes aceptan con complacencia este fenómeno, consideran que gracias a él es posible por vez primera acercar a las grandes masas manifestaciones culturales que hasta ahora solo estaban reservadas a las elites. Los aristócratas serían, pues, los pesimistas, o los apocalípticos, mientras que los optimistas serían los llamados integrados.

II

¿Supone Internet, por su tendencia frenética a la inmediatez, la horizontalidad y la superficialidad una “anticultura”? Antes de intentar aproximarnos a esta cuestión, puede ser útil recordar brevemente qué entendemos por “cultura”. La raíz latina de la palabra es “colere”, expresión que abarca desde el cultivo de la tierra para hacerla fértil a la protección o salvaguardia de un territorio delimitado. En sus Tusculanae Disputationes, Cicerón, por ejemplo, se hace eco de este significado cuando compara el proceder cultural y filosófico con la siembra y cultivo de los campos. Este significado de cultura como educación, formación, desarrollo o perfeccionamiento de las facultades intelectuales y morales del hombre ya recoge el matiz de la humanización en oposición al mundo natural o animal.

Muy ligado a esta “labranza” se encuentra el concepto griego de paideía. En su libro homónimo, Werner Jaeger desglosó minuciosamente las características de este arte educativo en la Antigüedad. La Antigüedad griega valoraba la educación, ligada a las buenas artes (la poesía, la elocuencia, la filosofía), como una actitud indistinguible del ocio y opuesta a las labores del esclavo, sumido en la necesidad, la inmediatez –no contemplativa- y el trabajo manual. Toda esta concepción será ensalzada posteriormente por el Humanismo renacentista, pero también, como veremos, servirá de modelo sobre el que se forjará el ideal de Bildung alemán (Goethe, Winckelmann, Schiller): la cultura respetuosa con la totalidad armónica.

Pese a la ambigüedad señalada, existe, grosso modo, cierto acuerdo inicial en identificar la cultura, en términos generales, con todo aquello que es producido por los seres humanos en contraposición a lo meramente natural. En un sentido parecido, se ha subrayado esta acepción de cultura, en sentido “subjetual”, como sinónimo de aprendizaje (y, por tanto, como concepto opuesto a herencia). Frente al animal, el hombre ocupa una posición peculiar, casi extravagante, dentro de la naturaleza: carece del ambiente específico de su especie (von Uexküll), o, dicho de otro modo, dada su constitución biológica imperfecta y prematura, no clausurada, las relaciones del ser humano con su ambiente se caracterizan por su ineludible “apertura al mundo”. Todo esto indica que el ser humano no sólo se interrelaciona con un ambiente natural no fijado de una vez por todas, sino también con un orden cultural y social específico mediatizado y sedimentado culturalmente.

En este contexto, el clasicismo alemán también hará uso frecuente de la idea de Bildung como desarrollo armónico de todas las capacidades humanas (anímicas, sensoriales o intelectuales) en el marco de una educación estética no reñida con una nueva participación social. Ésta, a decir verdad, no se identificaba ni con la aristocracia autocomplaciente de la época ni con la incipiente burguesía empresarial de mentalidad roma y utilitarista. No cabe duda de que la carta magna de este nuevo movimiento de renovación cultural es la obra de Schiller Cartas sobre la educación estética del hombre. Pero no puede orillarse la aportación de Moses Mendelssohn (1753-1804), quien en su opúsculo “Acerca de la pregunta ¿a qué se llama ilustrar?” ya identificaba sin tapujos Ilustración y Bildung.

En realidad, en algún sentido, toda esta polémica en relación con el debate información versus conocimiento podría retrotraerse y sintetizarse en la crítica realizada por Nietzsche a la acumulación histórica de datos propiciada por la metodología historicista. La crítica a la metodología historicista que desarrolla el filósofo alemán en la segunda “Consideración intempestiva” podría interpretarse como una crítica a la progresiva autonomía de la información respecto a los marcos matriciales tradicionales de sentido que empieza a desarrollarse a finales del XIX y experimenta su punto cenital en nuestra posmodernidad. Allí donde Nietzsche hablaba sobre la utilidad y el perjuicio de la historia (memorística, meramente informativa) para una vida sana, en términos formativos, hoy podemos hablar de la utilidad y el perjuicio de Internet para nuestras vidas.

Puede decirse que, de modo parecido a Funes el memorioso, ese personaje incapacitado para olvidar del cuento de Borges, tanto el hombre historicista como el cibernauta posmoderno ”viajan” por el mundo de la información como turistas ociosos e insensibles, como si estuvieran ante un museo de hechos de carácter anestesiante. Ambos parecen atiborrarse caóticamente de una información continuamente banalizada que, al mismo tiempo que anestesia interiormente su sentido histórico, extingue su subjetividad, sus aptitudes para la distinción crítica y su creatividad. De ahí la obstaculización de la información sin criterios, en definitiva, para una función educativa, pues la infinita acumulación de hechos impide cualquier actitud seria para el aprendizaje.

En algunos aspectos, esta línea crítica también hunde sus raíces en la polémica de La rebelión de las masas de Ortega, uno de los autores que más ha contribuido a clarificar el nuevo debate contemporáneo entre cultura de elites y “barbarie”. La critica orteguiana al “primitivismo” de las masas pone de manifiesto cómo un cierto Naturmensch ajeno a las pautas de la civilización emerge en el siglo XX “como si fuera naturaleza”, esto es, sin conciencia del arduo trabajo cultural: “el hombre masa cree que la civilización en que ha nacido y que usa es tan espontánea y primigenia como la Naturaleza, e ipso facto se convierte en primitivo. La civilización se le antoja selva”. Ha sido Ortega precisamente uno de los filósofos que, oponiéndose a esta inmediatez primitivista, más han insistido en este valor “sobrenatural” y “lujoso” de la cultura, de forma interesante además al hilo de sus consideraciones sobre la técnica. Dado que el hombre carece de un espacio dado o natural, es “un intruso de la llamada naturaleza”, un “animal fantástico” que al extrañarse de la naturaleza no puede por menos de crear mundo. En alguna ocasión —“Pidiendo un Goethe desde dentro”—, Ortega utiliza la metáfora del “náufrago” para expresar lo más significativo de la situación cultural: “esa agitación de los brazos con que reacciona ante su propia perdición, es la cultura —un movimiento natatorio”.

III

Tras esta breve digresión, ¿son las nuevas tecnologías de la información en este sentido herramientas culturalmente regresivas por cuanto obstaculizan esta dimensión formativa y embrutecen al ser humano? ¿Produce esta nueva inmediatez una relación tecnológica con el mundo que atrofia la relación necesaria con la temporalidad y las mediaciones e impide desarrollar el proceso de madurez? En tiempos relativamente recientes, ha sido Mario Vargas Llosa –en el artículo periodístico “Más información, menos conocimiento” (El País, 30 de julio de 2011)- quien ha vuelto a sacar a colación este debate en relación con el declive de la figura tradicional del lector en la era digital. No solo estamos perdiendo el buen metabolismo cultural en manos del obsesivo “picoteo” de información por la red que nos caracteriza. En pocas palabras, parece que “cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos”.  Vargas Llosa utiliza el ejemplo de Nicholas Carr, un voraz lector de buenos libros que, seducido por el “mariposeo cognitivo” de Internet, se convirtió en un experto en las nuevas tecnologías de la información. Un día, sin embargo, Carr, preocupado por el modo en que estas tecnologías estaban transformando su vida hasta el punto de hacerle insensible al “tiempo” propio de la lectura, toma la decisión de romper con ellas.

De esta experiencia nace su libro ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011). En el artículo, Vargas Llosa parte de este ejemplo para reflexionar sobre cómo Internet, Twitter, Facebook, etc., no son solo herramientas; son medios que configuran y crean mundo. “Los defensores recalcitrantes del software –escribe- alegan que se trata de una herramienta y que está al servicio de quien la usa y, desde luego, hay abundantes experimentos que parecen corroborarlo […] ¿quién podría negar que es un avance casi milagroso que, ahora, en pocos segundos, haciendo un pequeño clic con el ratón, un internauta recabe una información que hace pocos años le exigía semanas o meses de consultas en bibliotecas y a especialistas? Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse”.

“Acostumbrados a picotear información en sus computadoras”, los nuevos cibernautas no tendrían ya necesidad, según Vargas Llosa, de hacer prolongados esfuerzos de concentración: dejando de ser lectores para convertirse en algo parecido a “turistas culturales”, los nuevos hombres y mujeres de la era digital están siendo “condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la Red, con sus infinitas conexiones y saltos hacia añadidos y complementos, de modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de atención, reflexión, paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la única manera de leer, gozando, la gran literatura”.

IV

En una línea incluso más beligerante, alineada claramente en el sector apocalíptico, el filósofo Alain Finkielkraut, en su ensayo Internet, el éxtasis inquietante (Libros del Zorzal, 2011), es más rotundo: Internet denigra al hombre. ¿La razón? En su teclado, el cibernauta ha saldado todas sus deudas y sólo conoce sus derechos. “Amigable copartícipe del sentido y ya no pasivo destinatario”, el nuevo hombre de Internet “es el hombre que vale por todos los hombres y por cualquier hombre; libre, es decir, soberano, tiene al mundo en la palma de su mano”.

Pero Finkielkraut considera que el peligro de Internet no radica solo en su idiota superficialidad, sino en sus consecuencias políticas. Con el uso “ciudadano” del Internet, afirma, “los principios de la democracia triunfan sobre toda jerarquía y sobre toda autoridad: maravillosa perspectiva, que justifica, además, la negativa a abandonar la gran red en manos del ‘Big Brother o de los mercaderes del templo”. “Encerrado en su demanda y librado a la satisfacción inmediata de sus deseos o de sus impaciencias, preso de lo instantáneo”, el hombre de Internet, para Finkielkraut corre el riesgo de  condenarse a sí mismo “por su fatal libertad”. Nada le está prohibido para él, salvo el desconectarse. Y esta condena se agrava con el poder de hacer “zapping”, “navegar”, “cliquear” o “bloggear”.

En el diagnóstico apocalíptico de Finkielkraut llama la atención, sin embargo, su relación con un pensador muy diferente en realidad de sus coordenadas ideológicas. Nos referimos a Gilles Deleuze, quien, siguiendo algunas ideas del escritor norteamericano William Burroughs, en un magistral análisis de los nuevos sistemas de dominación en nuestras sociedades contemporáneas, intuyendo quizá el nuevo papel preponderante las nuevas tecnologías de la información, subrayaba hace ya unas décadas cómo el nuevo poder ya no se definiría por su capacidad de coerción o pesadez, sino más bien por su seductora levedad, su dimensión fluida. Partiendo del diagnóstico de Michel Foucault sobre las sociedades disciplinarias, Deleuze deducía la necesidad de complementar este análisis con nuevos sistemas reticulares y “líquidos”, solo aparentemente más democráticos y horizontales. Esta transformación se correspondía también, según afirmaba, con la transformación del modo capitalista de producción, en el cual se había reducido el papel productivo protagonista de la fábrica industrial en virtud de una nueva revalorización del trabajo comunicativo, cooperativo y afectivo. En la posmodernización de la economía global, la creación de la riqueza tiende cada vez más a darse a través de la producción en “enjambre”, en red, donde Internet es, ciertamente, fundamental. “El hombre de la disciplina –comenta Deleuze- era un productor discontinuo de energía, pero el hombre de control es más bien ondulatorio, permanece en órbita, suspendido sobre una onda continua. El surf desplaza en todo lugar a los antiguos deportes”.

Es significativo cómo el llamado “neoreaccionario” Finkielkraut parece estar de acuerdo con Deleuze en este punto: en virtud de esta transformación económico-cultural, estaríamos hoy asistiendo a una transición que nos conduciría de la "sociedad disciplinaria" a la "sociedad de control". Esta última se caracterizaría por un nuevo paradigma de poder. Si en la sociedad disciplinaria, correspondiente con la primera fase de acumulación capitalista, el poder se construía mediante un conjunto difuso de dispositivos o aparatos que producían y regulaban las costumbres, hábitos y prácticas productivas con ayuda de instituciones disciplinarias como la prisión, la fábrica, el psiquiátrico, el hospital o la escuela, la sociedad de control, en contraste, es una sociedad en la cual los mecanismos de sujeción se vuelven inmanentes al campo social. De este modo, los modos sociales de integración y de exclusión se interiorizarían cada vez más por medio de mecanismos que inmediatamente organizarían los cerebros y los cuerpos. En pocas palabras, lo que estaría en juego en Internet no sería solo la democratización de la información, sino un nuevo Big Brother: la producción y reproducción de la vida a través de la red.

 

V

Muy ajenos a estas conclusiones apocalípticas, han sido los pensadores Michael Hardt y Antonio Negri los que más han insistido en obras como Imperio en las virtualidades emancipatorias derivadas de las nuevas tecnologías de la información. Internet, que comenzó inicialmente siendo, como todo el mundo sabe, un proyecto del DARPA (la Agencia de Proyectos Avanzados de Investigación del Departamento de Defensa de los Estados Unidos), y que ha terminado expandiéndose por todo el mundo, es para Hardt y Negri el ejemplo principal de una estructura de red democrática. En ella, un número indeterminado y potencialmente ilimitado de nodos interconectados se comunican sin ningún punto central de control; todos los nodos, independientemente de su localización territorial, se conectan con entre sí a través de una miríada de pasos y relevos.

 “Como no hay un centro y casi cada parte puede operar como un todo autónomo –escriben Hardt y Negri-, la red puede continuar funcionando aún cuando parte de ella haya sido destruida. Ese mismo elemento de diseño que asegura la sobrevida, la descentralización, es el que torna tan difícil del control de la red. Como ningún punto de la red es necesario para la comunicación entre otros, es dificultoso regular o prohibir su comunicación. Este modelo es el que Deleuze y Guattari llaman un rizoma, una estructura en red, no-jerárquica y no-centrada”.

Hardt y Negri, en el papel de “integrados” y defensores del nuevo campo de “lo común” abierto por las nuevas tecnologías de la información, afirman que nociones “rizomáticas” derivadas de esta nueva intelectualidad de masas –lo que denominan "trabajo inmaterial" y "general intellect"- nos ayudan a captar la relación entre producción social y biopoder. De este modo, el papel central que en la producción de plusvalía jugaba anteriormente la fuerza de trabajo del obrero-masa fabril se ve cada vez más ocupado por la fuerza de trabajo intelectual, inmaterial y comunicativa. La figura del trabajo inmaterial implicado en la comunicación, la cooperación y la reproducción de los afectos ocupa así, según Hardt y Negri, una posición cada vez más central en el esquema de la producción.

VI

A diferencia de Hardt y Negri, Finkielkraut, nostálgico de un mundo que todavía poseía peso, distancia y límites claros, no puede sino detestar esta nueva fluidez, inmediatez y falta de pudor del universo en red. Símbolo del nuevo expresionismo narcisista, Internet es para él exclusivamente el grado cero del pudor. Donde los “integrados” subrayan el valor democrático y comunicacional de esta milagrosa levedad en continua interacción, él advierte del “empequeñecimiento” y contracción de la experiencia del mundo. Si Internet, bajo este punto de vista, para Hardt y Negri representa la emergencia de un nuevo “intelectual colectivo” con capacidad de dinamitar la caduca noción de propiedad y los derechos del individualismo posesivo, para Finkielkraut simboliza, en efecto, una liberación, pero la de una libertad fatal. Allí donde el apocalíptico vaticina el virus de una horizontalidad enemiga de lo humano, el integrado alaba el ocaso de la verticalidad. ¿No ha representado precisamente la reciente discusión sobre la “ley-Sinde” un nuevo ejemplo de esta lucha entre el peso y la levedad?

Consciente de los peligros de Internet, pero también de sus indudables beneficios, Lanier en Contra el rebaño digital advierte, sin embargo, de la posibilidad de nuevos entramados de poder y de la devaluación de la comunicación, una “degradación” que podría adquirir gran velocidad “cuando los sistemas de información puedan funcionar –señala- sin la intervención humana constante en el mundo físico, a través de robots y otros ‘gadgets’ automáticos”. Pero, siguiendo este esquema, el interés último de su ensayo reside en su intento, nada ingenuo, de mediar entre ambas posiciones: la del detractor furibundo y la del ardor cibernauta. Su autor no está en contra del uso de la web, ni siquiera de un desarrollo más acentuado; más bien aboga por un cambio de paradigma que otorgue preeminencia a la subjetividad humana frente a la tecnología. De ahí la necesidad de inventar aplicaciones, herramientas y sistemas que tengan verdadera relevancia para un usuario y no le suman en el shock de la banalidad acumulada, una acumulación de páginas sin valor, de aplicaciones que tienden a uniformizar la experiencia humana y de tecnologías que limitan el potencial creativo. Éste sería, a su modo de ver, el auténtico reto de nuestro tiempo.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Germán Cano

De la emoción a las palabras es una antología de escritos en prosa del Premio Nobel Seamus Heaney. Dicha antología, elaborada y traducida de modo impecable por Francesc Parcerisas, se basa en tres volúmenes de crítica del poeta publicados respectivamente en 1980, 1988 y 1995.

“Mossbawn” es el título del primer texto seleccionado. Tiene un carácter más lírico que ensayístico y recrea aspectos autobiográficos de la niñez y la adolescencia. El paisaje primordial, la confusión con la tierra, la llamada del agua y de los árboles tienen algo así como un valor iniciático, de investidura, de trato –no verbal todavía- con la poesía. No es ajeno al texto, muy bello por otra parte, a una cierta dimensión mítica. Me refiero a esa experiencia infantil que de modo inconsciente enlaza con los valores sagrados de la cultura celta (S.H., sin embargo, como poeta adulto, no es, como sí lo fue en cierto modo Yeats, una especia de oficiante o profesional del tema gaélico). Su relación –insisto- con la mitología irlandesa tiene un sentido más telúrico que cultista. Se aprecia a través del niño que al escoger un árbol como cobijo, como dios tutelar, está ritualizando un contacto, estableciendo una conexión mágica: “A mí me encantaba la horcadura de un haya al comienzo del camino que llevaba a casa (…), pero sobre todo pasaba muchas horas en la garganta de un viejo sauce al extremo del patio. Su boca era como la abertura gruesa y sólida de una collera de caballo”. En la poesía de S.H. hay una pulsión evidente relacionada con la humedad, el agua; incluso la inseguridad de las tierras pantanosas se convierte en referencia literaria: “Aquél era el reino de los espectros de la ciénaga”. Este instinto telúrico, seguramente común a cualquier poeta de infancia campesina, se acentúa mediante una herencia de símbolos y de referentes más cercanos a la leyenda que a la historia en sentido estricto; por la isla vagará entonces, en un cruce de mitologías, el espíritu de los druidas al lado de la sombra benéfica de San Patricio. Es así como las realidades elementales trascienden el orden natural para alcanzar una vigorosa función poética: un bosque, tras la iniciación o la ritualización inconsciente, ya no es sólo un simple bosque. Su rumor, vastísimo, incorpora voces que enlazan el prosaísmo del presente con la magia de un pasado fundacional: “Los tejos frondosos y salvajes cubrían el lugar y me transportaban a Agincourt y Crecy, batallas en las que sabía que los arqueros ingleses habían empleado arcos fabricados de varas de tejo”, “la tentación de cortar una rama de aquel macizo silencioso de Church Island hubiese constituido una traición demasiado sacrílega”.

No fue, desde luego, la infancia de S.H. la de un pequeño roedor de biblioteca. Ante él se desplegaba otro libro abierto seguramente más fecundo que aquellos “cuatro o cinco volúmenes mohosos” que siempre fueron, por estar en un estante demasiado alto, “libros cerrados”. Su primer “estremecimiento literario” lo relaciona con la lectura escolar de la historia de Irlanda; en realidad, se trataba de la integración de un acervo legendario que podría luego transferir al paisaje. Secuestrado, de Robert Louis Stevenson fue ese primer libro “poseído y atesorado” que, cuando se trata de la infancia, cobra más un valor fetichista, objetual, que de significación. Coplas obscenas, en las que se juega con el doble sentido de las palabras, también están en el aprendizaje literario de S.H. Y seguramente tuvieron más fortuna en su imaginación que las largas tiradas versiculares de Lord Byron y Keats. Un verso de éste, sin embargo, se salva de los estragos que produce el suplicio escolar de la recitación mecánica: “los árboles llenos de musgo se doblan bajo el peso de las manzanas”. Es decir: la poesía deja de ser lenguaje hermético –una compleja articulación de sonidos nuevos-  cuando entre ella y la realidad puede establecerse algún correlato objetivo. Así, los árboles de la “Oda al otoño” de Keats funcionan poéticamente sólo porque el tío de S.H. tiene una pequeña huerta con manzanos musgosos. La anécdota, en fin, nos da una clave importante para entender a alguien que después conforma una identidad poética: “La lengua literaria, la dicción civilizada del canon clásico de la poesía inglesa, era una especie de alimentación forzada”. No falta tampoco, en relación al tema, una ironía muy contextualizada que suaviza la frecuente rigidez del tono ensayístico. Será un rasgo muy peculiar de Heaney: “había muy poca diferencia entre la música (de la poesía) con su “cadencia voluptuosa” y la “consagración del matrimonio dentro de los grados prohibidos de consaguinidad”. “Se comprende, en fin, que entre los muros de la ortodoxia, saliendo del canon religioso para entrar en otro –el literario- no menos abstruso, un escolar perplejo –un futuro poeta- opte por trepar a los árboles de su tío Keats.

“Belfalst” es el segundo texto seleccionado. Alude tanto a un conflicto político –el terrorismo del IRA, etc….- como a una disociación que se abre en la conciencia de S.H. Existe, en efecto, una dialéctica entre la autonomía del arte (su derecho natural a la forma, la creatividad, la divagación incluso) y los imperativos que dicta “un mundo público y brutal”. Otra disociación es la del escritor que vive en situación de frontera, el que está a caballo entre dos culturas. S.H. habla, en su afán ecléctico de armonizar contrarios o de conciliar dicotomías, de un elemento originario femenino (el relativo a Irlanda, “racimos de imágenes y emociones”) y otro masculino (el componente inglés, voluntad e inteligencia). Y en definitiva, su identidad de poeta empieza a definirse cuando se produce un cruce entre sus raíces irlandesas y sus lecturas inglesas. Sin dudar de la sinceridad de tal afirmación, a este prodigio de síntesis (y de diplomacia) un castellano tradicional lo llamaría quedar bien con Dios y el diablo. O a la inversa, si se prefiere. Esta misma política de buenas maneras (no caer en categorizaciones tajantes ni excluyentes) la observo en la lectura que Heaney hace de muy distintos poetas. Se diría que a un irlandés ecuménico –o a un inglés bien educado- no le está permitido transigir con la debilidad humana de las fobias…

“De la emoción a las palabras”, ensayo que da título a la antología de Parcerisas, se abre con una cita de Wordsworth. Para Heaney parece ser no sólo un artista emblemático, casi el poeta por antonomasia, sino también el referente obligado de su propia labor creadora: una autojustificación. De él procede esa concepción de la poesía “como adivinación, como revelación del yo a uno mismo”. Esta revelación, por otra parte, coincide con lo que solemos llamar el hallazgo de la propia voz, la que nos va a identificar lo mismo que lo haría una “rúbrica” o una “huella dactilar”. El poeta, en definitiva, juega con un arte parecido a la técnica del zahorí: “El arte de adivinar, de dar con el agua subterránea no se puede aprender, es un don que sólo poseen los que están en contacto con aquello que tienen una existencia oculta y real, un don que sirve para mediar entre un bien en potencia y la comunidad que desea verlo liberado, fluyendo”. Con lo dicho queda claro que Heaney –diferenciador entre “artificio” y “técnica”, dos conceptos pocas veces bien delimitados- valora en la poesía lo que ésta tiene de impulso, de obediencia, de función oracular, de don que no se puede reducir a explicaciones lógicas o mecanicistas. Y no es de extrañar así su preferencia por Wordsworth frente a un Auden, por ejemplo, para quien un poema es un simple “artefacto verbal”. La polémica, pues, entre el prosaísmo y lo inefable, está servida. Aunque convendría no olvidar, a la hora de las definiciones, el peligro que entrañan las metáforas: entre un relojero, pongamos por caso, y un zahorí siempre habrá un espacio disponible para cualquier otro oficio. Par algo que, a la postre, sólo tendrá el valor de otra metáfora.

“La construcción de una música” vuelve a insistir en Wordsworth, ahora contrapuesto a Yeats. A propósito del primero, el entusiasmo –la simpatía- de Heaney roza el campo semántico de lo religioso. El poeta, como en una Visitación de la Palabra, queda embebido, transfigurado. Se habla de “música obsesionante o donné, de estado de alerta, de anhelo, de disponibilidad”. De tal modo, el sujeto -¿creador?- sólo tiene que pronunciar el “fiat”, dar la clave para que se desate el manantial de la poesía, para que se produzca el milagro de “una música hipnotizante que nada a favor de la corriente de su forma y no contra ella”.

Yeats, por el contrario, representa a ese otro tipo de poetas que practican una suerte de violencia sobre la fuerza primordial de la palabra. Su método es la disciplina, la cerebralidad, la negación o el encauzamiento de impulsos motrices o de ritmos generadores. Producen “una música afirmativa que intenta controlar y no hipnotizar el oído, y que nada con fuerza en dirección opuesta a la corriente de su forma”.

Resumiendo: el oficio de Wordsworth consistiría en soltar la rienda a un caballo desbocado; Yeats sería el domador de ese mismo caballo. Y al lado de una fuente, el uno se comportaría como un bardo, el otro como un ingeniero. Entre ambos –la imagen explícita del río que crece libre y la del que invierte su impulso original vuelve a recordarnos la sacralización celta de los elementos naturales- la identificación teórica de S.H. no deja lugar a dudas. Otra cosa será la impresión particular que nos produzcan sus propios poemas…

El artículo siguiente es un homenaje a Patrick Kavanagh, poeta irlandés prácticamente desconocido en España. El valor que le atribuye Heaney es, sobre todo, su verdad de poeta rural, arraigado, que no cede a la tentación mitologizante de Yeats ni al internacionalismo urbano de Joyce. Lo que en él prevalece, por encima de la retórica de una mística nacional, es la conciencia de pertenecer a un lugar, de estar en contacto con ese elemento estable que es la tierra. La poesía, después de todo, no es un ente abstracto desligado de raíces físicas localizables. Y existió además, en algún momento, una simbiosis entre “país geográfico” y “país mental”, ya que antiguamente “el paisaje era sacramental, estaba preñado de signos que implicaban un sistema de la realidad situado más allá de las realidades visibles”. Pero, en fin, esa visión mágica, mitad pagana, mitad cristiana, ha dado paso a poetas como Kavanagh en cuya imaginación es imposible rastrear huellas de una mitología tribal. No obstante, los valores ancestrales y la primitiva poesía irlandesa subsisten en la fascinación del fuego o en el canto de los helechos, las cascadas, el rumor de los árboles… No sólo el realismo, también un viento de leyenda que ignora la devastación de los siglos crea “la sensación de pertenencia a un lugar”.

W.H. Auden, Robert Howell y Silvia Plath son poetas que S.H. estudiará desde una perspectiva individual, al margen del tópico. En menor medida, Osip Mandelstam y Elisabeth Bishop también son objeto de análisis y de devoción estética.

La dicotomía que antes se estableció con Wordsworth y Yeats se podría extender ahora a Auden y Silvia Plath. Si el primero es ejemplo de poeta cerebral, experimentador, voluntarioso, poderosamente lúcido (“agarró la poesía inglesa por el pescuezo y le hundió la cara con fuerza en la modernidad”) la segunda, desequilibrada, frágil, emocional, instintiva, sería representación perfecta de la escritura como rapto, iluminación, impulso. Tenemos de nuevo confrontadas la luz fría de la inteligencia y la luz ardiente de la inspiración. Según Heaney “el gran  atractivo de Ariel y de su constelación de poemas líricos es la sensación irresistible de encontrarnos ante algo dado. En esa poesía hay una sensación inherente de llegada asombrada, de ser atónito”.

Dichos poemas son, en palabras de Howell, “acontecimientos y no recuerdos de acontecimientos”. Sugieren de nuevo la imagen del caballo desbocado: “el ruido infatigable de los cascos”.

Por último, el volumen recoge dos conferencias pronunciadas por Heaney en la Universidad de Oxford. Otra vez la realidad civil –política- parece desencadenar una dialéctica entre la conciencia del poeta que trata de redefinir su función en la sociedad actual. No cabe duda de que en tiempos de horror, después de Auschwitz, cualquier proceso formal autocomplaciente debe resultar sospechoso. Sospechoso de inutilidad o, lo que es peor, de traición. Ante los fantasmas de la duda –ya Platón había puesto en tela de juicio que la poesía tuviese una influencia positiva dentro de la polis- Seamus Heaney acude a voces autorizadas como la de Wallace Stevens: “la nobleza de la poesía es una violencia interior que nos protege de la violencia exterior”. Y él mismo añade después: “la poesía no puede permtirse perder su fundamental inventiva de autodeleite, su goce por ser no sólo una representación de cosas del mundo, sino un proceso de lenguaje”.

A pesar del buen tono anglosajón, este libro de S.H. podría ser una fuente inagotable de polémica. En cualquier caso, nadie podrá dudar de que es una invitación eficaz y cortés al ejercicio de la inteligencia.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Eugenio García Fernández

30 de agosto de 2013









A Pablo García Baena

 

La castidad de un cántaro

abandonado a la lluvia

tiene pulso de doncella

en mañana opalescente.

La debilidad de su presencia

apenas un momento sujeta la mirada,

pues importa más que el ver

lo que desde un fondo el cuerpo rescata

con esa inconsistencia que acompaña el despertar,

turbación sin gesto ni destino

que declina en su propio vapor.

Una brisa de ángel

mueve íntima luz

allí donde en belleza se turba

el abandonado a su deseo.

Entre las ruinas de un beso

un rostro se transparenta

y todavía nos estremece

su móvil emanación quieta.

El solitario se turba

enfermo de advenimiento,

y en su palpitación sin secreto

se reclina el inocente.

No existe turbación para quien sabe,

pues vive en su altitud

exento de corrientes,

y el ignorante mudo nieva

sus imágenes sin tiempo ni espacio.

Las manos de los amantes se entrelazan

en total vislumbre

que en  su turbación los paraliza.

Un rostro turbado es siempre la vida

en su intersección de llamas y sombras.

Escrito en Lecturas Turia por Javier Lostalé

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