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30 de agosto de 2013

La primera vez que supe de Patrick Modiano, sin saber aún de él o de su literatura, fue cuando a la casa familiar, situada en una de las avenidas que habían sustituido a las murallas de la ciudad,  vinieron a vivir unos primos míos de Barcelona. Debió de ser allá por 1965. Yo tenía nueve años y Modiano veinte. Mis primos vinieron con sus padres –ella era una de las hermanas pequeñas de mi madre– y se instalaron en el entresuelo de la casa. Aquella casa que ya no existe –fue derribada en 1971– la habían comprado mis abuelos y tenía una curiosa característica: su planta noble era, en vez de la primera, la superior del edificio. Mis tíos recién llegados de Barcelona unieron ambos entresuelos –que se asomaban al jardín posterior, rodeado por otros dos jardines correspondientes a las dos fincas vecinas–, de manera que su vivienda pasó a tener, si no la prestancia de la de mis abuelos, sí idéntica superficie. En ese gran entresuelo vi el segundo pick-up de mi vida –el primero estaba en la habitación de uno de mis hermanos mayores– y, gracias a su propietaria, mi prima Mercedes, –que entonces tenía catorce años y tocaba la guitarra– escuché por primera vez la voz de Françoise Hardy. La canción, cómo no, era Touts les garçons et les filles de mon age, y esa edad no era la mía sino la de la generación de la Hardy, que es la misma que la de Modiano.

Por la avenida –o tal vez debería escribir el bulevar de cintura– circulaban escasos automóviles y la mayoría eran de marcas extranjeras –Austin, Studebaker, algún Mercedes, viejos Renaults, Citroen tiburón y los primeros deportivos aerodinámicos: el Dauphine y su homólogo el Gordini–. Salvo estos últimos, que eran estilizados y de colores digamos que atrevidos –granate, azul eléctrico, verde acuático y marfil– los demás eran negros, salvo los taxis que eran blancos y negros como las cebras de la sabana africana. La soledad de la avenida donde se alzaba nuestra casa –en cuyo otro lado destacaba un edificio racionalista que parecía un buque encallado en el asfalto–, los coches negros como salidos de una película de la II Guerra o del Chicago del gang. y la voz de la Hardy, escuchada una y otra vez aquella tarde de primavera, fueron la primera atmósfera modianesca que yo habité sin saberlo. Es decir, creyendo que era una atmósfera que solo a mí correspondía.

He escrito ‘sin saberlo’ y ese no saber era entonces una búsqueda de saber sin saber aún tampoco que lo era. No sabía, por ejemplo, que en esa época Françoise Hardy y Patrick Modiano ya eran amigos y que esa voz sería una antesala al conocimiento de la literatura de Modiano. No sabía que éste firmaría algunas de las letras de la Hardy y que pronto les harían una fotografía por el boulevard de Saint Michel caminando los dos altos, bellos y delgados como sólo se es –alto, bello y delgado– cuando la vida se estrena y nos estrena. No sabía que en aquellos días, y en París, Modiano ya debía de estar dando vueltas a la trama de su primera novela –El lugar de la estrella, publicada tres años más tarde (y en España veintiún años después)–, novela que representaría, en pleno 68, un potente revulsivo en la buena conciencia francesa diseñada por el general De Gaulle, tras el fin de la guerra mundial. No sabía, en fin, que la manera de vivir literariamente Modiano la Ocupación, el viaje, la amnesia, la memoria y la mirada sobre el mundo adulto o la niñez, iba a tener su correspondencia –no global, pero sí fragmentaria– en mi manera de vivir la Guerra Civil, el viaje, la amnesia, la memoria y la mirada sobre el mundo adulto o la niñez. No sabía que eso iba a ocurrir sin haber leido, todavía, a Modiano y que la clave de todo ello, probablemente, estaba en el paralelismo entre la Ocupación y la Guerra Civil en cierta culpa dostoievskiana que unía a ambas. Con las canciones de la Hardy, ahí al fondo. La primera vez. Luego hubo otras, pero aquí me voy a referir a la segunda.

Ocurrió al poco de haber llegado mis primos de Barcelona en casa de unos amigos de mis padres. Sólo oí una frase: ‘cruzó la frontera en misión especial, clandestinamente; tenía que volver con alguien que había muerto al otro lado y volvió’. Y supe que esa frase guardaba alguna relación con el hecho de haber conocido la voz de Françoise Hardy. Esa frase se quedó grabada en mi memoria como grabada en mi memoria había quedado una imagen contada por mi madre en ese mismo año. La de mis padres bailando la música de El tercer hombre a la salida del cine donde habían visto esa película allá por el año 1949 y era de noche y había llovido y la luz de las farolas se reflejaba en los adoquines húmedos, como sus sombras enlazadas. Con la misma intensidad. Ambas imágenes –si las palabras son signos las frases son imágenes, como los recuerdos no vividos–– serían el núcleo de donde muchos años más tarde nacería mi novela Háblame del tercer hombre, tras cuya publicación se hizo referencia a cierta huella modianesca en ese libro.

 

Pero debo regresar a la casa familiar de mis abuelos maternos, al barrio periférico donde nací –si es que en una ciudad española de provincias, a mediados de los 50, no era en todos sus barrios una periferia del mundo–. He citado el edificio racionalista, que fue para mí el primer símbolo de la modernidad y cuando digo modernidad, digo Europa. Pasé muchas horas en el mirador del despacho de mi abuelo contemplando aquella nave de piedra bajo la que pasaban de vez en cuando los automóviles como lentos escualos. Muy cerca estaban los dos institutos de la ciudad, grandes edificios de principios de siglo con jardines y arcadas y un aire de liceo centroeuropeo. También había una finca en la que quedaban las huellas de metralla de los bombardeos de la aviación republicana durante la guerra y una explanada donde, con la llegada de la primavera, se instalaban los feriantes con sus montañas rusas y su noria y las casetas de lona donde se tiraba a unos patos de metal muy colorido. Al otro lado de esa explanada estaban el velódromo abandonado y el canódromo, con los gitanos y sus galgos y extraños personajes que apostaban y llevaban anillos de oro y tenían una mirada turbia y equívoca sobre una eterna sonrisa también veteada de oro. Era un lugar prohibido, como la fábrica de zumos Zuic que se levantaba, con el orgullo de cualquier edificación industrial, detrás del canódromo. Todo eso, más adelante o más atrás, quedaba a la izquierda de nuestra casa –como el taller del restaurador de pintura antigua y la casa vecina, con un aire berlinés, del médico familiar–, mientras a la derecha estaba el colegio de los hermanos franceses de La Salle, con sus baberos blancos que parecían salidos de la magistratura parisién y la Berlitz School, que era como un atlas a pie de calle y uno de esos portales misteriosos de los cuentos de Machen, que dieran a un mundo ajeno y atractivo, por cosmopolita. Las lenguas como pasaporte.

Recuerdo que los jueves abandonábamos el barrio con mi madre y nos internábamos en la ciudad antigua para visitar a mi bisabuela, que vivía en la vieja casona familiar –la de mis abuelos sólo era de los años veinte, mera novedad– con uno de los hermanos de mi abuela, frente al edificio colonial del Banco de España. La casa y el banco estaban en uno de los antiguos ghetos o calls de la ciudad, no tanto porque mi familia materna  fuera de ascendencia judía, que no lo era hasta donde yo sé, sino porque descendía de catalanes llegados a la isla a mediados del XIX,  que no habían vivido el rancio y atávico antisemitismo local y poseían cierta visión del negocio –de hecho fundaron en la misma calle una tienda de telas y trajes ingleses, por supuesto de importación– que debió de empujarles a vivir allí y no en otra parte de la ciudad. Por ese barrio no circulaban los automóviles y todavía se respiraba y se respira en el trazado callejero su origen diferenciador. Su destino al margen y su hermetismo autista.

La casa era una de las buenas casas del barrio, con patio gótico y jardín trasero, con grandes salones, una biblioteca que disponía de una mesa llena de milefiori venecianos –como un paisaje acuático– y pinturas oscuras de motivos religiosos repartidas por toda la casa. En una sala de tacañas dimensiones –’así está más protegida del frío’, oí decir– estaba mi bisabuela Rosa, pequeña y arrugada como una momia inca, a la que tanto mi madre como el resto de la familia tratábamos de usted. Doña Rosa Miret escuchaba a todo el mundo, pero hablaba ya poco; en cambio, a mi madre, cuando regresábamos de casa de mi bisabuela le gustaba contarme cosas del pasado y yo pensaba que el pasado era otra de las casas familiares de mi madre. Mi madre había querido ser bailarina, pero mi abuelo no le dejó. Bailaba muy bien el charlestón y yo siempre le pedía que lo bailara delante de mí. Entonces sus pies eran pájaros que danzaban con una alegría impagable y en su rostro surgía la bailarina que hubiera querido ser. Luego me contaba que su tatarabuelo había venido a Mallorca porque unos antepasados suyos, que se habían refugiado en la isla cuando la invasión napoleónica de Cataluña, le dijeron que Mallorca era un lugar virgen para la industria. Pero eso ocurrió, me decía, en un lugar que está más lejos que el olvido. De plus loin de l’oubli, un verso de Stefan George –el poeta que tanto gustaba a Jünger– que Patrick Modiano utilizó como título de una de sus novelas últimas. Mi madre, por supuesto, desconocía a Stefan George y Du plus loin de l’oubli es la única novela de Modiano donde aparece citada Mallorca.

 

Más allá del olvido: ese territorio modianesco donde se trazan, borran e inventan atmósferas, nieblas, vidrios empañados, sombras chinescas, amnesias, pistas, derivas, memorias, rastros, biografías, ocultaciones, fragmentos de historia civil, ciudades en las que nunca se estuvo, episodios de los que sólo pudo oirse una frase y después la literatura haría el resto. La literatura, la prosa del tiempo cuando se escribe a sí mismo. Pienso ahora en algunos escritores de mi generación –Juan Manuel Bonet (el único de todos que no es novelista y quizá por eso, poseedor del más grande catálogo de pesquisas modianescas), Miguel Sánchez-Ostiz, Marcos Ordóñez y Justo Navarro– que hallaron más allá del olvido una luz propia, como la hallaría yo, sabiendo todos que esa luz era también una luz familiar. Lo no contado porque ocurrió en otra parte –otra parte que ni siquiera sus sujetos conocieron y que no sabemos si ocurrió o no– y esa otra parte era un destino que a su vez era un origen que otorgaba la condición de exploradores en lugares que, años más tarde, se llamarían La patria oscura,  Tánger-Bar, El doble del doble, El puente del Rialto o La cámara de ámbar. Y al fondo, Patrick Modiano, no tanto como una deuda sino como la sombra de un hermano mayor, alguien que estuvo antes en el mismo o parecido sitio desde donde, por ejemplo, se escribieron los libros citados. Sólo eso; nada más que eso. Aunque hable del pasado; sólo del pasado; nada más que del pasado, esa casa común. Y en esa casa, las novelas de Modiano, antes de que llegáramos, surgiendo del callejón sin salida del nouveau roman y heredando su afición a la disección fría, ciertas técnicas del cine de la nouvelle vague o la huella de Kafka y Dostoievski.

 

Los libros de Modiano forman un gran puzzle en torno a una poética del desplazamiento, la pesquisa como forma de vida y el desentrañamiento de la culpa como forma de comprender esa misma vida. Desde las histriónicas andanzas del traidor Raphaël Schlemilovich –cuya traición se alza sobre el corpus teórico, político y literario del moderno antisemitismo francés– a la fantasmagórica ronda nocturna –celebrada una y otra vez en distintos libros– por el París del proto y postcolaboracionismo, o la búsqueda del padre –esa amplia generación de padres ausentes– entre los sórdidos espectros del desastre personal... es donde van perfilándose las claves de su obsesivo mundo literario: personajes clandestinos (reales o ficticios), recuerdos de infancia –inventados o no–, misterios que se desarrollan, siempre en flash back, a raíz de un encuentro fortuito... Y por encima de todo, la ceremonia de la memoria –de una morosidad que roza a veces lo cruel, de una vaguedad que roza a veces el delirio sonámbulo–, cuyos celebrantes –el sentimiento de ausencia, la apuesta por el extrañamiento y un sutil humor negro– se erigen sobre la angustiosa sensación de pérdida y de abandono. Una poética de ecos y claroscuros que, novela tras novela, ha ido estilizándose, soltando lastres barrocos, sin alejarse de sus constantes narrativas, sin perder un ápice de sus logros y hallazgos, sin abandonar el esfuerzo de comprensión de la propia vida a partir de la reconstrucción de los hechos del pasado, ya sin culpa ninguna. Aunque a menudo piense uno que, en Modiano, es el estilo, tan desmadejado como preciso y frío, el que borra la culpa.

 

El pasado y la culpa: no leí La place de l’Etoile en 1968, aunque hiciera algún tiempo que ya escuchaba a Françoise Hardy –tres años más tarde su disco Soleil sería la música de los primeros parties, cuando se apagaba la luz, y también el primer réquiem de mi adolescencia–, pero no faltaba mucho para que las andanzas del traidor Schlemilovich se hicieran españolas en la escritura de Juan Goytisolo. Reivindicación del conde don Julián –recuerdo el ejemplar de Joaquin Mortiz que me pasó un buen amigo de aquellos años– fue su equivalente español. Se publicó dos años más tarde que la novela de Modiano y guarda con ella bastantes paralelismos. Por ejemplo el traidor don Julián. Por ejemplo la construcción del texto sobre la deconstrucción (perdón por el palabro) del pensamiento conservador español, con los heterodoxos recopilados por Menéndez y Pelayo ahí al fondo. Por ejemplo, el extrañamiento y la voluntad de borrar la culpa, borrando todo lo demás. Es sólo un apunte, pero pienso que Reivindicación preparó, en cierto modo, el terreno a Los bulevares periféricos (1977 en Alfaguara) y después –siempre en traducción de Carlos R. de Dampierre, siempre en la Alfaguara dirigida por Jaime Salinas–, La ronda de noche (1979), Una juventud (1980), El libro de familia y Tan buenos chicos (ambos en 1982), con los paréntesis venezolanos (de desastrosa traducción en Monte Ávila) de Villa Triste (1976) y La calle de las tiendas oscuras (1980). Estos siete libros configuraron, ellos solos, la verdadera educación sentimental modianesca –si así puede llamarse– de mi generación. Y la Reivindicación... goytisoliana ocuparía el lugar de la estrella, la tierra abonada. Luego –tras el paréntesis de 1989: Exculpación en Calpe y, por fin, El lugar de la estrella, en Alcor– vinieron Domingos de agosto (1989), El rincón de los niños (1990) y Viaje de novios (1991) sobre el que me encargaron la crítica en El País, como a Miguel Sánchez-Ostiz la de El rincón de los niños, un año antes. Eran otros tiempos. Tiempos donde la publicación de estas últimas novelas mencionadas tomó la forma de una trilogía para connaiseurs, que irrumpiera en un rescate de Modiano tras siete años de abandono editorial español.

Más allá del olvido (1997) lo publicaría Alfaguara sólo para Hispanoamérica –en España Modiano seguía leyéndose poco, no eran raras las acusaciones de escribir siempre el mismo libro y acababa saldado (de hecho acabaron saldados casi todos los títulos mencionados más arriba)– y a partir de esa expedición americana –una especie de devolución de Villa Triste y La calle de las tiendas oscuras–, Modiano dejaría de publicarse en Alfaguara, ya para siempre. Dos años más tarde –en realidad ocho porque Más allá del olvido no se vio en España– Seix Barral publicó la magnífica Dora Bruder, o la novela donde los que no habían leido jamás a Modiano –o lo conocían sólo de oídas– cayeron seducidos, con el furor del converso, por su prosa sonámbula. Pero no tenían dónde echar la mirada atrás. Debate publicaría luego su libros de relatos Las desconocidas (2001) –todavía oigo los cascos nocturnos de los caballos– y su novela Joyita (2003) –la peor de todas, me parece a mí– y la editorial  Cruïlla su cuento Catherine (2001), traducido al catalán –como en catalán había sido publicada Diumenges d’agost por Columna un año antes que saliera en Alfaguara–. Y sin que nadie se haya preocupado por publicar Accident nocturne (2003), Anagrama va a sacar en breve su estupendo Un pedigree (2005). Hasta aquí Radio Modiano en España; fin de la emisión bibliográfica. Volvamos, pues, a las melodías de la Hardy, que ahora que lo pienso tienen a veces la cercanía de tono de otro Hardy, el poeta  Thomas, pasado por la hecatombe sentimental de los 60 y principios de los 70: otro fracaso, otras culpas.

 

He citado los títulos, pero siempre hay algo biográfico detrás de cada uno de ellos y no sólo ocupa el fragmento de vida que se dedicó a su lectura. Es algo que viene de más atrás, algo que está más lejos que el olvido pero que se hace presente en las novelas de Modiano. Digo ‘en’, no ‘a partir’. Puede que el ciclo  novelístico de Patrick Modiano otorgue una hermenéutica –como lo hacen las aventuras de Tintín o la Comedia balzaquiana–, pero las cosas ya estaban ahí antes. La búsqueda del padre, o de la culpa en la generación del padre, las ciudades de noche durante la guerra, el horror de la retaguardia, la supervivencia de la postguerra, sus lacras morales, los recuerdos imaginarios en la reconstrucción familiar, el reencuentro en la madurez de aquellos amigos de colegio (y el recuerdo de cómo eran, confrontado a cómo son ahora), la irrupción en nuestra juventud de esos avasalladores tipos estrambóticos que cambian tu vida y de los que hay acabar escapando, el fracaso, las vidas como bengalas...  Todo eso estaba antes de leer a Modiano. Y la topografía de la ciudad –de cualquier ciudad, pero especialmente de París– sólo comparable a la fascinación objetual camuflada en la frialdad de su descripciones. La frialdad de un topógrafo, la frialdad de un entomólogo, la frialdad de un detective privado –cuánta novela negra (de Simenon a Chester Himes) hay en la literatura de Modiano, la frialdad de un anatomista: calles, números, tiendas, bares, restaurantes, clubs, teléfonos, tarjetas de visita, facturas comerciales, garages, nombres, listas, listas, listas... Juegos de una sociedad de postguerra con el silencio de telón de fondo: el silencio donde todas las historias son posibles.

 

Recuerdo que en la avenida donde estaba la casa de mis abuelos, nuestra casa, había un paseo central flanqueado por plátanos o plateros. No muy lejos estaba la Casa de La Misericordia, que era hospicio y asilo para pobres y ancianos al mismo tiempo. Recuerdo que en otoño e invierno –lo recuerdo porque las hojas color ocre barrían el paseo y ellos ya llevaban abrigo–, esos hombres encerrados en aquel edificio hacían incursiones por la avenida en busca de colillas, que iban metiéndose una tras otra en los bolsillos del gabán. Iban siempre solos, nunca varios juntos, formando una escena entre barojiana y solanesca, pero yo, desde el mirador de casa me dedicaba a inventarles historias por las que habrían llegado a tan desastrosa situación. Un día, uno de nuestros vecinos –que era un conocido play-boy de la ciudad y años más tarde moriría en un accidente aéreo sobre Nantes– me habló de uno o dos de ellos: ‘ése era boxeador y sirvió en la Legión Extranjera, en Argel, ¿sabes?, y aquel fue portero en un club nocturno adónde iba Ava Gardner; contaba que la había conquistado. Ahora son ruinas, pero en su momento fueron flores de esas que sólo se abren por la noche y de día se esconden, flores venenosas’. Fleurs de ruïne. Eso ocurría al mismo tiempo que el rey Saúd de Arabia orinaba sobre las cortinas de su suite en el Hotel de Mar –eso se contaba en los cócteles vespertinos al menos– y regalaba relojes de oro a los camareros. Era el tiempo en que los pieds noirs huidos de Argelia se instalaban en Mallorca y abrían peluquerías y pastelerías; el tiempo en que secuestraron al expremier congoleño Thosmbé en el aeropuerto de Palma o que los militares británicos retirados, las viejas profesoras de botánica en Cambridge y algún que otro escritor inglés de novelas policíacas se reunían en el Club Anglo-Americano para festejar el cumpleaños de la Reina. Y ese tiempo fue el tiempo donde crecí y escuchando las historias de las fiestas de disfraces de Natasha Rambowa en las cuevas de Genova en la voz de mi tío abuelo, o las aventuras amorosas de la bella gimnasta Nadine; el tiempo donde ví, sentada en el Bar Mónaco, a Christine Keeler, la protagonista del Caso Profumo, y me la señalaron diciendo: esa mujer llevó a la ruina a un ministro de Su Majestad, y supe que mi ciudad era la ciudad donde todo podía ocurrir y reinventarse. Como me inventaba yo las historias de aquellos hombres derrotados que recogían colillas del paseo central de la avenida. Y al fondo –no sé por qué, pero estaban– estaban el miedo y cierto desasosiego. Estas cosas forman parte de mi vida y del libro que voy escribiendo sobre la memoria de mi ciudad, aunque a veces, cuando leo una nueva novela de Patrick Modiano escucho el eco de esa época en la que Palma era también todas las ciudades, con la puerta de la Berlitz School como la puerta de un pasadizo secreto para escapar de aquel miedo.

 

El día antes de finalizar estos folios, el periódico Le Figaro publicó un homenaje a Modiano con motivo de la aparición de su último libro, Dans le café de la jeunesse perdu, un título precioso que remite –esta ronda es española– al Tánger-Bar de Sánchez-Ostiz, que no era más que el café de nuestra juventud perdida. Abría el suplemento un magnífico retrato a color del autor trazado por el dibujante, y también escritor, Pierre Le-Tan. Recordé nuestras conversaciones en París mientras preparábamos su exposición para el Reina Sofía, dirigido entonces por Juan Manuel Bonet, hombre también afín a Le-Tan. Recordé la noche en que llegué a París para conocer personalmente a Pierre y que en esa noche yo tenía fiebre y estaba cansado y mi amigo el poeta Enrique Juncosa me llamó para cenar con otro amigo, el pintor Miquel Barceló, y decliné la invitación, cuando en esa cena también iban a estar Modiano y Catherine Deneuve. Y al día siguiente, en la casa de Miquel en El Marais, supe que Modiano se había quedado hipnotizado ante el oso hormiguero disecado del gabinete particular de Barceló, ese gabinete que Patrick Mauriès –otro letaniano– incluyó en su libro sobre las cámaras maravillosas. La monumentalidad del bicho no era para menos.

En las p?inas centrales del suplemento escrib?n algunos de los amigos de Modiano, entre ellos Catherine Deneuve, Pierre Le-Tan y Fran?ise Hardy. El azar siempre ha sido ? eso lo sabe muy bien Bonet, que fue quien me avisde la existencia de ese suplemento: ?i lo encuentras c?prame uno, que aquya lo han devuelto? uno de los ejes en la relaci? con la obra de Modiano ? tambi? con la de Le-Tan Por supuesto encontrdos ejemplares, que deb?n ser los ?icos que hab? en Palma. En esas p?inas centrales lea la cantante que hablaba del poder de sugesti? del estilo literario de Modiano, ?econocible entre todosy de cuando se conocieron a trav? de Emmanuel Berl y su mujer, de los que eran amigos comunes.  Recordentonces aquella tarde en la casa familiar donde escuchpor vez primera la voz de Fran?ise Hardy, reconocible entre todas y de un gran poder de sugesti?, y recordtambi? esa frase que hablaba de cruzar la frontera clandestinamente y supe que de nuevo volv? a pasear por las avenidas de un tiempo que estm? lejos del olvido, cuyo mejor cronista sersiempre el novelista Patrick Modiano.

 

Escrito en Lecturas Turia por José Carlos Llop

Montse Aguer[1]

 

El año 2004, año del centenario del nacimiento de Salvador Dalí, es un momento adecuado para hacer balance y situar a Dalí en el contexto artístico y de las vanguardias del siglo XX, tan rico en influencias y matices. Cabe analizar su vida y su obra con objetividad, con la distancia que nos aporta tanto el paso del tiempo como un más profundo conocimiento del artista.

Hoy Dalí, en todas sus vertientes, como pintor, pensador, escritor, apasionado de la ciencia, catalizador de las corrientes de vanguardia, es considerado una figura clave de la historia del arte.

Hay que situarlo, asimismo, como personaje inconformista, complejo, con una actuación personal capaz de captar y jugar con la importancia creciente de la sociedad de masas, a la que sirve y de la que se sirve, y, evidentemente, como artista capaz de intervenir en todos los campos de la creación, desde los más convencionales, como la pintura, la escultura, el dibujo o el grabado, hasta los más innovadores, como las instalaciones y las perfomances.

La figura y la obra de Salvador Dalí, indisociables, atraen cada día más audiencia (como demuestra la enorme cantidad de visitantes que cada año recibe el Teatro-Museo Dalí de Figueres o el hecho de que el óleo La persistencia de la memoria sea el que despierte más interés de los que exhibe el Museo de Arte de Nueva York). El misterio es una de las claves del artista, pero también la manipulación que hace de la realidad y el sentido de sorpresa pictórica contenido en su producción. Es autor de imágenes plásticas y literarias únicas y su iconografía es un referente para el imaginario colectivo.

Artista humanista, clásico en un sentido renacentista, es creador de una pintura literaria, minuciosa, virtuosa y laboriosa, con elementos figurativos procedentes de su particular mundo, de sus obsesiones y mitos; de una obra repleta de objetos cargados de simbolismo situados en paisajes solitarios, trazados con un profundo conocimiento del arte de la perspectiva y un extraordinario dominio de la técnica pictórica.

Una de las principales aportaciones de la plástica daliniana es la precisión a la hora de definir los elementos que pueden aparecer de forma evanescente en el imaginario colectivo o en el mundo de los sueños y de los automatismos intuitivos. Dalí establece con determinación y coherencia lo más efímero de nuestro pensamiento y lo hace de manera delirante. De esta imperiosa voluntad de explicar con determinación lo inconcreto, surge su famoso método paranoico-crítico, conjunción de pensamiento e imagen.

Igual de atrayente resulta el Dalí surrealista, admirado por Breton y Eluard, entre otros, como el Dalí nostálgico del Renacimiento y de la época de Rafael. A partir de un impresionismo sensual y pasional evoluciona hacia formas cubistas, puras y racionalistas que lo asocian con el Noucentisme de Eugenio d'Ors hasta convertirse primero en exponente destacado del surrealismo y descubrir después el poder iconográfico del arte clásico como herramienta perfecta para llevar a cabo su método paranoico-crítico.

Su obra refleja asimismo su interés por la ciencia y los efectos relacionados con la visión, especialmente su análisis de la doble imagen. Es el primer pintor del siglo XX que trabaja insistentemente en la recreación de la doble imagen de manera concreta, es decir, en la obtención de una imagen que, sin alterar ninguno de los elementos que la conforman, puede ser, por un simple estímulo de nuestra voluntad, otro sujeto completamente distinto del primero representado por el artista. En “Camuflaje total, para la guerra total” escribe:

“Tenía un espíritu paranoico. La paranoia se define como una ilusión sistemática de interpretación. Esta ilusión sistemática constituye, en un estado más o menos morboso, la base del fenómeno artístico, en general, y de mi genio mágico para transformar la realidad, en particular”.

A través de diferentes métodos y sistemas: la doble imagen, la estereoscopía, la holografía o la búsqueda de la cuarta dimensión, y de acuerdo con los avances de la ciencia, Dalí representa la realidad externa y, a la vez, la realidad interna, que pueden coincidir o no con la del espectador, pero que provocan en éste una serie de asociaciones psíquicas que permiten acabar sumergiéndolo en el discurso del pintor.

Un discurso que le es imprescindible para transmitirnos cómo se ve, pero sobre todo, cómo quiere ser visto por nosotros. En este sentido, en Dalí pintura y literatura son casi equivalencias y le sirven para construir su imagen. Su extensa obra escrita -que abarca desde el año 1919 hasta casi el final de sus días- así nos lo demuestra. Vida secreta de Salvador Dalí, magnífica autobiografía, es un claro exponente de la elaboración consciente de su “verdadera” realidad, la que él quiere que sea la cierta, que tenga validez de acta notarial.

En su comunión con la literatura, tanto como lector, escritor o ilustrador, siempre hay un hilo conductor: la imaginación, la fuerza de la imaginación. Dalí escribe: “Creo en la magia que, en última instancia, es meramente el poder de materializar la imaginación en realidad. Nuestra época supermecanizada subestima las propiedades de la imaginación irracional que no deja de ser la base de todos los descubrimientos” (del artículo “Total Camouflage for Total War” publicado en la revista Esquire, vol. 18, nº 2, agosto 1942). Imaginación que transforma en realidad y que, independientemente de la forma de expresión que utilice, nos atrae o inquieta, pero no nos deja indiferentes.

La relación de simbiosis entre Salvador Dalí y los libros evidencia una vez más el concepto humanístico que el creador ampurdanés tiene del Arte. La vida y la obra de Salvador Dalí están concebidas para obtener “todo” el conocimiento y desarrollarlo en todas las disciplinas artísticas. Hombre del Renacimiento, está constantemente experimentando e investigando en el ámbito de la pintura, del dibujo, de la literatura, de la ilustración; crea escenografías, espacios arquitectónicos, decora interiores, diseña... Es un artista dual: clásico e innovador, innovador y clásico, que busca obsesivamente hasta hallar su expresión propia, a menudo a contracorriente, en un mundo convulso y en constante cambio.

A través de su creación, su obra, descubrimos a un Dalí que, tal como escribió André Breton en una dedicatoria, “titubea entre el talento y el genio o, como se decía en otro tiempo, entre el vicio y la virtud”. No cabe duda alguna de que el genio ha triunfado. Un genio con talento que ha bebido de las fuentes clásicas y que ha sabido dejar constancia en su obra de la belleza convulsiva de los surrealistas. Un genio provocador.


[1]    Comisaria del Año Dalí.

Escrito en Lecturas Turia por Montse Aguer

También en lo que ambiguamente entendemos como ámbito literario ejerce su labor demoledora el paso del tiempo. Se ha dicho, a menudo, que éste se convierte en el definitivo juez de prestigios y valores. Desaparecido el autor en 1975, la obra de Salvador Espriu ha permanecido a merced de la crítica de las nuevas promociones, al vaivén de las estéticas. No es el tiempo, por consiguiente, el factor que deteriora o afianza una obra, sino la capacidad de ésta para coincidir con los gustos estéticos de quienes le suceden. Una obra aferrada sólo a su propia circunstancia, incapaz de suscitar el interés de otras promociones, acaba convirtiéndose en simple rareza bibliográfica. Pero, ¿cuánto tiempo se requiere hasta percibir la definitiva ubicación de una obra en ese frío, casi siempre, Partenón que se califica como repertorio “clásico”? ¿Puede entenderse como suficiente el paso de una década a la hora de formular una revisión que parece imprescindible? Y convendría cuestionar al respecto si la fecha de la muerte de un autor ha de significar el inicio de este purgatorio al que parece destinada cualquier producción estética o intelectual; si en algunos autores el proceso se ha iniciado ya con anterioridad, durante su misma existencia. Ya en la década de los setenta la obra espriuana había sido contestada por la neovanguardia catalana. La sombra de J.V. Foix resultaba quizás más alargada para las promociones que buscaban los modelos útiles de lo que se entendía como postmodernidad en la tradición poética catalana.

A la poesía de Espriu le perjudicaban seriamente dos circunstancias: haberse convertido en el poeta más popular de su tiempo y haber sido la figura poética emblemática del compromiso o de la “resistencia” antifranquista. En marzo de 1966, por ejemplo, coincidíamos en la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, tras haber sido sitiados por la policía durante tres días en el Convento de los PP. Capuchinos de Sarriá. Se trataba entonces de la fundación de un Sindicato Democrático de Estudiantes en Barcelona, en cuyo acto intervinieron, entre otros intelectuales y artistas, Jordi Rubio i Balaguer, Tàpies, Joan Oliver, Carlos Barral, Maria Aurèlia Capmany, José Agustín Goytisolo, Agustín García Calvo y Manuel Sacristán, entre un etcétera no excesivamente amplio. Debido a su salud, ya delicada entonces, la permanencia del poeta en los despachos policiales fue breve, aunque fue sancionado con una fuerte multa gubernativa, que había de corresponder a su ya destacada consideración. La primera transición postfranquista significó no sólo descartar las responsabilidades políticas o culturales del pasado sino, tal vez sin adquirir plena consciencia de ello, entender también como un lastre nombre y estéticas que habían de recordarnos silencios, renuncias y hasta culpabilidades.

Salvador Espriu había sido revestido en los últimos años de su vida de muchos honores en el ámbito de una literatura que había pasado de la lucha por la mera supervivencia a ocupar su lógico destino natural. Sus poemas, a través de cantautores como Raimon, se habían difundido hasta más allá de su ámbito propio. Con no poco sentido del humor el poeta refería que algunos admiradores, al conocerle, le preguntaban si era él, en efecto, el letrista de aquellas canciones. Ampliamente traducido, su obra pasó también a las aulas convirtiéndose en parte de la enseñanza obligatoria, en el ámbito de la antigua Segunda Enseñanza, de la literatura catalana. Pero su proyección había de resultar problemática porque, a diferencia de otros escritores catalanes, su estética personal, heredada de las escuelas simbolistas, carecía de discípulos naturales o de escuela. Con una obra de mucha menor dimensión, por ejemplo, la poesía de Gabriel Ferrater (1922-1972) dejó muchos más discípulos y seguidores. Ingresaba también en los fríos ámbitos universitarios e investigadores. Pero su poesía resultaba difícil, requería de un cierto esfuerzo intelectual, resultaba ambigua para algunos celadores políticos y hasta demoledora. La poesía fue para Salvador Espriu tan sólo una faceta de su labor creadora (aunque determinante y central), ya que, desde la década de los años treinta, conformó junto a Josep Pla y Josep Mª de Sagarra, el esfuerzo de dos promociones que habrían de conseguir, junto a E. d'Ors y Joaquim Ruyra, la prosa catalana de mayor ambición del siglo. Ni siquiera los admiradores de Espriu fueron en su tiempo suficientemente conscientes del valor de sus textos en prosa, integrados en el diseño de un mundo propio, a los que habría que volver. Tampoco el teatro le resultó ajenao. Su obra de mayor éxito fue Ronda de mort a Sinera, que estrenó y pulbicó en 1978, dirigida por Ricard Salvat e interpretada por una joven, entonces, actriz, Nuria Espert. Sin embargo, la obra fundamental, desde la perspectiva de un teatro innovador, fue Primera Història d'Esther (publicada en 1948, cuando la mera suposición de un teatro en lengua catalana podía parecer utópica, aunque fue representada en 1957). Reducir la obra de Salvador Espriu a su poesía, como se ha hecho tan a menudo, significa prescindir de zonas relevantes de su producción.

La vocación literariade Salvador Espriu se forja en la aulas de la Universitat Autònoma de Barcelona, en la que ingresó en 1930 para cursar estudios de Derecho y de Historia Antigua. Un crucero por el Mediterráneo, junto a un grupo de compañeros y profesores, que realizó en 1933, visitando Grecia, Palestina y Egipto, habrá de constituir el dato más emblemático de una vida dedicada a la literatura, labor que compartió con el trabajo en las oficinas de una mutua privada de seguros médicos. Era hijo de un notario y nació en la población gerundense de Santa Coloma de Farners, aunque su infancia transcurrió entre Barcelona (donde cursó el Bachillerato) y Arenys de Mar (la Sinera de su obra). Sus primeras obras, en prosa, fueron Israel (1929, en castellano), El doctor Rip (1931) y Laia (1932). En su prólogo, fechado el 18 de setiembre de 1978, daba cuenta de los orígenes de aquella su primera novela corta: “En 1930, cuando no había cumplido diecisiete años y estaba terminando el bachillerato escribí El doctor Rip. En aquel tiempo era muy leído un prolífico humorista gallego, que se producía en castellano, Wenceslao Fernández Flórez. Caído durante mucho tiempo en el olvido, como suele suceder en Sepharad, Konilosia, Alfaranja y por todo el país, cuando los escritores, buenos y malos, se mueren, creo que ahora se intenta, como pasa, por ejemplo con Blasco Ibáñez, ponerlo otra vez en circulación”.

“Si no me equivoco, en una de sus obras, Los que no fuimos a la guerra, Fernández Flórez afirma, de un modo u otro, que todos los temas novelísticos ya ha sido tratados, excepto la experiencia íntima y las reflexiones de un canceroso. Con el atrevimiento y la inconsciencia típicas de mi poca edad, decidí, cuando iniciaba el aprendizaje inagotable de escritor, que intentaría llenar ese vacío. No sabía ni un ápice del catalán gramatical. No lo había aprendido porque nadie, durante la dictadura de Primo de Rivera, nos lo había enseñado. Pero el instinto me llevó a escribir, a tientas, en mi lengua, hablada siempre en mi casa, en mi familia, el yerro que subtitulé, con ufana modestia, novela”[1] La extensa cita nos ha de permitir adentrarnos en los orígenes de la labor de un escritor que calificará el conjunto de su obra como Años de aprendizaje. Será su padre, según relata, quien hará las oportunas gestiones para que Carles Soldevila escriba el prólogo a la primera edición del libro y ejerza de maestro de ceremonias en el acto de presentación del novel. Y será también su padre quien financie la edición de aquella novela corta que revisará en 1972 y   publicará reformada seis años más tarde. Ésta no ha de ser la única coincidencia econ la obra y hasta con la biografía del argentino Jorge Luis Borges. Durante casi treinta años aquella obra inicial había sido borrada de su producción, según afirma en palabras casi textuales. También, como Borges, Espriu someterá su producción a constantes revisiones. Ariadna al laberint grotesc, por ejemplo, finaliza no sólo con las oportunas fechas de su composición, 1934-1935, sino con las de sus correciones: “Revisada en Sinera, agosto 1949 – julio 1964. Y en Lavinia, octubre 1967 – julio 1974, diciembre 1980 – julio 1984”. Los lectores de Espriu saben ya que Sinera esconde generalmente el nombre de Arenys de Mar y Lavinia el de Barcelona.

Al inicio de la guerra civil había publicado, además, una colección de relatos, Aspectes (1934) y la ya mencionada Ariadna al laberint grotesc (1935) y Miratge a Citerea, también en el mismo año. Ya en plena contienda aparecerá Letizia i altres proses y escribirá, en 1939, en la Barcelona ocupada, aunque antes de que finalizara la guerra, Antígona, que vería la luz en 1955 y se estrenaría en los escenarios en fecha aún más tardía, en 1958. Sin lugar a dudas, la obra de Salvador Espriu había de resultar determinada por la experiencia de la guerra civil. No volverá a publicar hasta 1946, Cementiri de Sinera, ya un libro de poemas, fechado entre marzo de 1944 y mayo de 1945, aunque alguna de sus composiciones, “Dansa grotesca de la morte”, aparezca fechada en octubre de 1934 (otra fecha histórica catalana emblemática). Los esquemas simbólicos que atraviesan la obra de Espriu, plenos de resonancias bíblicas, han de servirle al poeta para reflejar una dramática realidad: la desaparición de una Cataluña de preguerra y, en consencuencia, la inicial persecución por parte de las nuevas fuerzas políticas de cualquier signo de catalanidad, en especial de la lengua, tan determinante para cualquier escritor. Se trata, por consiguiente, de una doble muerte cívica, a la que se añadirá la desaparición de sus padres. El mundo familiar de Espriu, forjado de recuerdos, simbolizará el más amplio de una Cataluña liberal, reconocible, que tan sólo, con incontables esfuerzos, podrá mantenerse viva en pequeños cenáculos, en los que la mera expresión en catalán ha de significar un signo de esperanza. Espriu calificó también el conjunto de su obra como “una meditación de la muerte” proclamando tal vez la continuidad de la tradicional “meditatio mortis”, aunque ello no debe entenderse como una calificación monotemática. Habría de contribuir a una nueva deformación interpretativa la aparición, en 1960, de La pell de brau  que, para la literatura catalana, supondrá el equivalente, pese a sus considerables diferencias, de Pido la paz y la palabra (1955), de Blas de Otero.

A mi entender, la consideración de la obra de Espriu debe emprenderse desde sus primeras experiencias en prosa en las que convergen un haz de influencias diversas, desde los libros bíblicos y los textos egipcios antiguos hasta los esperpentos valleinclanescos y el aliento de la tragedia griega que puede advertirse también muy tempranamente. En el prólogo de 1934 de Miratge a Citerea revela sus probables fuentes: “¿Precedentes? ¿Influencias? Apresurémonos a facilitar la labor del crítico. Carlota la protagonista ha leído a Barbey, Wilde, D'Annunzio, Valle, algo (no mucho) de Cocteau”. También en las palabras introductorias a Ariadna descubriremos algunas de las claves que se había propuesto el entonces joven Espriu a la luz de quien acaba de revisarlo en 1974: “un hombre joven de veintiún años, no demasiado complaciente consigo mismo y muy duro con los demás, empezó a escribir este pequeño libro. Un hombre viejo de sesenta y un años, nada complaciente consigo mismo y que procura, de lejos, comprender a los demás, quizás lo ha terminado. Quizás (...). En este pequeño libro se apagaron, poco a poco y de forma sistemática, todos los ecos del noucentisme y del postnoucentisme que en algún lugar se hubiesen podido señalar. Si en el léxico y en la sintaxis alguno queda, es porque se utiliza con un retintín grotesco (…) En el pequeño libro del que antes se hablaba, además de algunos diálogos y monólogos, estrambóticos y extravagantes pero no gratuitos, hay algún gitanismo y muy pocos neologismos y extensiones semánticas, y el vocabulario y el discurso se someten, no sin una refrenada rebeldía, a las listas y a las leyes dictadas o codificadas por el Institut d'Estudis Catalans, algunas de cuyas imperativas reglas tendrán que irse revisando y modificando paulatinamente. Nos encontramos hoy entre los dos fuegos de la más paralítica rigidez purista y del más irresponsable e inadmisible patués. Quizá habría que insistir en buscar, entre uno y otro extremo, el equilibrio de un término medio”. En estas líneas advertimos las esenciales fórmulas creativas de su poética. Espriu proclama su intención de evadirse de la estética de la generación que le precedió, la que se califica como “noucentista”. Para ello propone una auténtica reconversión del lenguaje que, aunque “normalizado”, incorporará gitanismos y expresiones populares, acentuando de este modo su expresionismo y su decantación humorística, que se traduce en farsa, próxima al tratamiento específico de “lo grotesco” expresionista. Elegirá inicialmente la prosa, porque la literatura catalana anterior estuvo integrada por poetas, más reconocidos por la crítica.

El cultivo de la narración ha de resultar casi una excepción hasta el extremo de que Carles Riba se preguntaba provocativamente por la inexistencia del género novela en su promoción. Los relatos de Ariadna encierran lo fundamental del mundo más característicamente espriuano: una esperpéntica y ácida visión de la realidad a través de personajes que se diseñan como marionetas, las que más tarde cobrarán vida en su obra teatral. Allí podemos descubrir al “filósofo” Crisanto Bautista Mestres, quien descubre, para remediar la pobreza, que ha de convenirle saciar la vanidad de sus coetáneos. Sus lemas “Piense con pureza” y “Sois los mejores” le convierten en “académico (…), consejero del Banco nacional, diputado a Cortes, presidente del Patronato de Indios Descalzos y profesor de Grafología Caractereológica en la Universidad”. Aquí aparecerá ya Salom, el erudito local (“erudito y estúpido”) de Lavinia, quien recita sin éxito en “Barrios bajos”: “Esta es la ciudad de la perfecta belleza, la admiración de toda la tierra”. También, desde su producción primera, Doctor Rip, la muerte habrá de planear sobre el conjunto de seres que pueblan sus relatos. En “Tópico” es el cruel accidente de un trabajador de la industria y su temprana muerte lo que le permite ironizar sobre “el tópico del obrero honrado”. Y en “El país moribundo” identifica su “pobre y viejo país”, alabado ditirámbicamente, con un ahogado en el puerto. Los periodistas se limitarán a mandar un telegrama a las agencias: “¿Qué dice? Viejo país ahogado ayer aguas puerto. No se ha identificado cadáver. ¿Caramba, el país se murió, ¡viva! Tenemos incluso un país que se nos muere. Veamos, queremos más detalles. Aquel día las redacciones trabajaron de un modo febril y compensaron con creces la cotidiana penuria económica editorial: por lo menos se vendieron unos cincuenta periódicos en nuestra lengua, en esa lengua que con tan delicado amor han llamado después, inteligiblemente, vernácula”. El uso simbólico de las referencias a la Cataluña de su época son más que evidentes, incluida la preocupación por la supervivencia que habremos de ver en Espriu y en los escritores catalanes en los difíciles años de la dictadura franquista.

Ya en el primero de sus libros poéticos, Cementiri de Sinera, redescubriremos algunos de los grandes temas que habíamos advertido en sus prosas anteriores. Josep Mª Castellet los redujo a “la muerte, la patria, el recuerdo, el paso del tiempo, el cansancio, la soledad, Dios” y, en paralelo, sus habituales símbolos: “abril, los cipreses, las arañas, las barcas, los ojos de un ciego, la niebla, las nubes, la lluvia, el viento, los caballos, la arena, el mármol, el mar, el jardín”. La lista no es completa, aunque revela el proceso poético que se iniciará con este título emblemático, en el que sumará dos elementos fundamentales: los espacios elegidos (una Sinera que es, en ocasiones, el espacio local, el del paraíso de la infancia, también el más amplio, el de Cataluña); así como el cementerio, el espacio específico de la muerte. El camino de la interiorización, que habrá de operarse paralelamente, es una oscura vía, por la que han de desfilar los fantasmas, los miedos, las angustias personales. Uno de sus ejes simbólicos será, como en la obra de Borges, el laberinto, alegoría de la vida humana y, a la vez, el eslabón que enlaza la obra espriuana con la más antigua cultura helena. Explícitamente aparecerá en el título de Final del laberint (1955), considerado por la crítica como el más oscuro poemario de Espriu, junto a Llibre de Sinera, publicado por vez primera en Obra poética (1963). En el primer poema de Les cançons d'Ariadna (1949), libro que Espriu situará como pórtico de su producción poética, utiliza ya el tema del laberinto: “No hi ha laberint més clar”. El cuarto poema del libro, titulado “Barallade dos cecs captaires”, sitúa en primer plano otro tema fundamental: el de la ceguera, en esta ocasión, inspirada en una escena goyesca, esperpéntica, la de dos ciegos que se combaten con tremendos garrotes: “S'escometen tots dos, / garrots enlaire: / fericitat atroç / de brotonsaures”. Ecos de la frecuentada mitología egipcia figuran también en “Barca osiríaca”: “Barquer de l'etern viatge, / deixa'm amb tu reposar”. Pero tras estos dos grandes temas recurrentes planea la conciencia de la muerte, expresa en “Malalt”, desde la fórmula de la canción popular: “I la mort vindrà / -diuen les puntaires- / un dilluns proper, / a la matinada” e incluso figurará en el título de otro de los poemas de la serie, “Dansa grotesca de la mort”. Pero será Salom (alter ego ocasional de Espriu) quien en el poema titulado Petites cobres d'entenebrats asumirá el pesimismo del presente y la muerte como esperanza final: “Em dic Salom, fill de Sinera. / Contemplo el buit, mirant enrera. / I, temps enllà, tan sols m'espera / desert, tristor d'hora darrera”.

En Cementiri de Sinera (1946), el primero de los libros poéticos publicados por Espriu -tras once años de silencio- combina la desolación interior con un paisaje que pasa a convertirse en una proyección del cementerio, principal núcleo significante: “Quina petita pàtria / encercla el cementiri! / Aquesta mar, Sinera, / turons de pins i vinya, / pols de rials. No estimo / res més, excepte l'ombra / viatgera d'un núvol / i el lent record dels dies / que són passats per sempre” (II). Advertimos ya la densidad de la más honda poesía de Espriu, quien ha interiorizado el drama histórico, situándolo en un paisaje propio. Este cementerio, tierra de muertos, no será El cementerio marino, de Paul Valéry, aunque comparta con él el mar y el ambiente mediterráneo, sino la identificación con una conciencia de derrota que es, a la vez, cívica y personal. El poema XXVI de la serie, revelador en el sentido de conjugar lo familiar con lo personal, puede relacionarse con el conocido, aunque más retórico, poema “El remordimiento”, de Jorge Luis Borges, publicado treinta años más tarde, en su libro La moneda de hierro (1976). Situar los dos textos en paralelo nos permite advertir, una vez más, las coincidencias temáticas, ciertas afinidades que venimos reiterando: “No lluito més. Et deixo / el seplucre vastíssim / que fou terra dels pares, / somni, sentit. Em moro, / perquè no sé com viure” // He cometido el peor de los pecados / Que un hombre puede cometer. No he sido / Feliz. Que los glaciares del olvido / Me arrastren y me pierdan, despiadados. / Mis padres me engendraron para el juego / Arriesgado y hermoso de la vida /.../ Me legaron valor. No fui valiente. / No me abandona. Siempre está a mi lado / La sombra de haber sido un desdichado”. Les Hores (1952), dividido en tres partes, debe entenderse, asimismo, como una nueva reflexión, con variaciones, sobre la muerte. La primera está dedicada al poeta de su promoción e íntimo amigo B. Roselló-Porcel, fallecido el 5 de oenero de 1938; la segunda a su madre, que murió el 1 de julio de 1950; la tercera -un guiño más que significativo- a Salom (su alter ego). Espriu acompaña el nombre de una fecha significativa (18-VII-1936); es decir, el día del comienzo de la guerra civil española.

También el libro que publicará en el mismo año, Mrs. Death, mantiene la reflexión, que pasa de lo individual a lo colectivo, sobre la muerte. En el poema “El Governador”, por ejemplo, encierra en cuatro versos emblemáticos el pesimismo colectivo: “Habitem en sepulcres, / entenebrats, mirant-nos / dintre 'nostre, en un somni / que no retorna l'alba”. Será, sin embargo, en El caminant i el mur (1954) donde la voz poética de Salvador Espriu alcance sus mejores resonancias. Como hemos venido apuntando, la poesía espriuana, asentada en una estética simbolista, viene asegurando sus elementos sin apenas introducir nuevos temas. Su mundo revelado es aparentemente el del paisaje de Sinera, pero el conjunto de signos identificativos que lo fundamentan, alejado de cualquier rasgo urbano, ha de convertirse en las llaves que permiten adentrarnos en la desolación interior. En la segunda parte del libro, titulada “Cançons de la roda del temps”, descubriremos algunas de las más felices composiciones del poeta, quien utilizará la sencillez aparente de la canción para convertirla en eficaz vehículo de la pura lírica: “Mur de la nit: a penes / la remor d'unes ales / enllà de l'aire, somni / ja presoner. Camino / seguit de prop per passos / en la neu” (“Cançó de la mort callada”). En la tercera parte, “El Minotaure i Teseu” la canción se convierte en un cántico y el poeta se identifica, una vez más, con el pueblo de Israel. Los elementos bíblicos, presentes ya desde su primera obra juvenil, se acentúan. El pueblo elegido y perseguido es, naturalmente, Cataluña. Allí figurará, entre otros, el magnífico “Assaig de càntic en el temple” que habrá de convertirse en uno de los poemas más emblemáticos de la época. La estructura paralelística, la abundancia de adjetivos precisos, definitivos, configuran una dolorosa y entrañable relación entre el poeta y su “tierra / patria”: “Oh, que cansat estic de la meva / covarda, vella, tan salvatge terra, / … / Car sóc també molt covard i salvatge / i estimo a més amb un / deseperat dolor / aquesta meva pobra, / bruta, trista, dissortada pàtria”. Cabe entenderlo como el hilo que ha de conducirnos hasta La pell de brau.

Una simbología muy elemental, en todo caso, ha de permitirle introducirnos en un paisaje (que es interior) de íntimas resonancias: “Oh, sobretot estima la sagrada / vida de l'arbre i la remor del vent / a les branques que s'alcen vers la llum!” (“Llibre dels morts”). El árbol, en efecto, aparecerá con frecuencia como un signo de vida, como la presencia, en el invierno, de una vida secreta. La presencia de símbolos como el viento o la luz, mencionados en los tres versos antes citados, proceden de la simbología mística, de la que Espriu no se alejará nunca y constituyen las referencias habituales a las que tenderá progresivamente el poeta en sus últimas obras. Explícita será esta decantación en Final del laberint mediante las citas expresas, al comienzo del libro, publicado en 1955, del Maesro Eckehart y Nicolás de Cusa. Si, como apuntamos, una parte de Les Hores estaba dedicado a su madre, el presente figura dedicado a su padre con la indicación precisa de la fecha de su muerte: 30-IV-1940. El laberinto de ha transformado ahora, en el poema II, en “la casa del hacha del relámpago”, sin puertas ni ventanas, en una visión o pesadilla atormentada. Al final de los pasillos escucha el poeta, que avanza a ciegas, un llanto desolador. Y tan sólo, cuando comprueba que la sangre “es escampada amb ira per la roja tenebra” se justifica como un “home sencer” y de él puede brotar una canción. La poesía (“clares paraules”) nace, por consiguiente, desde una presión interna que se convierte en un difícil sistema comunicativo. Es frecuente la imagen de la noche, de la oscuridad, de tan rica tradición mística. El poeta es un mendigo, un ciego, un solitario, un labrador que labora su tierra -el lenguaje- a la búsqueda de las misteriosas palabras que han de convertirse en canción (XV). Así lo manifiesta el poema XVI, por ejemplo, de la serie: “Treballo durament / en àrides paraules. / S'agosta la cancçó. / quan provo d'entonar-la”. Introduce su propia imagen retenida en el espejo, busca la unidad de los contrarios, se adentra en la consideración de la nada.

La pell de brau resulta, sin embargo, una reflexión moral y política sobre la España de finales de los años cincuenta, formada por pueblos que se desconocen y se expresan en diversas lenguas. Sepharad (España) se nos ofrece como la piel extendida del toro, según se indica en el primero de los poemas de la serie. Resulta también un canto de árido  dolor y un clamor de esperanza. Rechaza cualquier rastro de odio y, en consecuencia, viene a coincidir en un claro compromiso personal con el programa que planteaban las fuerzas democráticas clandestinas y el entonces perseguido partido comunista: las tesis de la llamada “reconciliación nacional”, que habría de servir para superar el franquismo. Versos como “Fes que siguin segurs el ponts del diàleg / i mira de comprendre i estimar / les raons i les parles diverses dels teus fills” responden a esta intencionalidad. El nuevo libro de Espriu se mantiene, sin embargo, dentro de los límites del mundo ya diseñado anteriormente, de rasgos claramente bíblicos: el recuerdo del templo derruido, las lamentaciones frente al muro, la Golah, el ídolo que se identifica con el mal, el agua como bien reparador, etc. Se combinan las canciones con poemas de mayor amplitud. Se alternan la ironía y el expresionismo con claves líricas o reflexivas. En el poema XXV, sirviéndose de las fórmulas simbólicas que apreciábamos en su obra anterior, reclama el fin del miedo: “Amb la cançó bastim en la foscor / alter portes de somni, a recer d'aquest torb. / Ve per la nit remor de moltes fonts: / anem tancat les portes a la por”. El canto a la libertad se sxplicita en el poema XXXVIII: “Escolta, Sepharad: els homes no poden ser / si no són lliures. / Que sàpiga Sepharad que no podrem mai ser / si no som lliures. / I credi la veu de tot el poble: Amén”.

Llibre de Sinera incluye composiciones fechadas entre 1959 y 1962. Espriu mantuvo siempre una concepción unitaria del libro poético concediendo particular significación al número y a la secuencia de los poemas. Mantiene el desgarro habitual, los ciegos protagonistas: “Al vell orb preguntava l'esglai / si el meu poble tindra demà. / I la boca sense llavis començà / la riota que no para mai” (VIII). Los sesenta poemas del libro constituyen una manifestación evidente de la plenitud del poeta que acentúa ligeramente la oscuridad de algunas imágenes. Per al llibre de salms d'aquests vells cecs (1967) lo forman cuarenta poemas de estructura circular y de tres únicos versos, inspirados en los haikais, que sintetizan fórmulas expresivas, actitudes, simples descripciones o referencias a elementos de sus obras anteriores. Tampoco faltan rasgos de reflexión moral o intuiciones.

Algunos poemas de Setmana Santa (1971) figuraban ya en la primera edición de Poesia  (1968), aunque fechados en 1962. En su edición definitiva resulta una reelaboración del mito de la Pasión impregnado de elementos míticos judíos. Formes i paraules (1975), ilustrado con fotografías del escultor Apel.les Fenosa, va más allá del siempre difícil paso de un arte a otro, sobre los temas del artista. Los poemas adquieren el carácter de una autónoma reflexión metafísica, inspirada en el mito del retorno a Ulises.

Una relectura de la obra de Salvador  Espriu ha de servir para despejar cualquier crítica fácil, sentada en los prejuicios o propiciada desde estéticas antagónicas. Resultaría incongruente demandar a la poesía espriuana lo que ésta nunca se propuso. Esta consideración, sin embargo, no debe entenderse como la defensa de una obra que, según hemos apreciado, se defiende sobradamente por sí misma. Salvador Espriu sigue siendo, a los diez años de su desaparición física, una de las voces más inquietantes, críticas y originales de la lírica peninsular de nuestro siglo. Su mundo cerrado, críptico en ocasiones, emblemático, cruel, pesimista y, a la vez esperanzado, obsesivo, cíclico y recurrente, espiritual, discurre a través de vetas poéticas complementarias. Su riqueza de vocabulario, sus ritmos propios del cancionero popular, su versatilidad métrica a la vista están. Pasado el primer purgatorio que ha de soportar cualquier obra literaria, todo parece propiciar el asentamiento definitivo de su obra, aunque resulte imprescindible una reposada revisión crítica.



[1]    Los textos en prosa se citan en sus traducciones castellanas de la edición de sus Obras Completas. Fundación Banco Exterior / Edicions del Mall. Barcelona, 1985, en cuatro volúmenes. Los textos poéticos he preferido mantenerlos en su  lengua original. 

 

Escrito en Lecturas Turia por Joaquín Marco

En el Parnaso de los escritores catalanes del siglo XX Mercè Rodoreda (1908-1983) ocupa un lugar particular. Protagonista del siglo, aunque no fuera en la primera línea del frente, su anécdota vital compleja y tortuosa le permitió estar bien cerca de algunas de sus vicisitudes más graves. De formación autodidacta, logró construir no sin esfuerzo una carrera literaria notable, y ya antes del final de la guerra civil había publicado cinco novelas (que luego rechazó) y había ganado el premio “Joan Crexells” a la mejor novela publicada en 1937. Narradora de excepción, supo encontrar la voz que le permitió expresar un mundo particular, personal e insinuante, que traduce una mirada de carácter reflexivo a partir de un instinto natural. Al morir había encontrado un reconocimiento más allá de las fronteras, sentenciado por Gabriel García Márquez en un artículo que publicó en el rotativo El país con motivo de su muerte en 1983: “Una mujer invisible que escribe en un catalán espléndido unas novelas hermosas, duras, como no se encuentran muchas en las letras actuales”. Se lamentaba el novelista colombiano de que fuera poco conocida fuera de Cataluña. Ello ya no es así. En los veinticinco años transcurridos desde su muerte su obra se ha afianzado como un sólido valor en el conjunto de la literatura catalana de todos los tiempos. Traducciones y lectores en todo el mundo atestiguan de la difusión notable que su mundo ha conseguido. A ella se le puede aplicar sin temor el aforismo certero de Julio Ramón Ribeyro: “El artista de genio no cambia la realidad, lo que cambia es nuestra mirada. La realidad sigue siendo la misma, pero la vemos a través de su obra, es decir, de un lente distinto. Este lente nos permite acceder a grados de complejidad, de sentido, de sutileza o de esplendor que estaban allí, en la realidad, pero que nosotros no habíamos visto.” (Prosas apátridas). Mercè Rodoreda vivió en un tiempo de grandes transformaciones sociales y estéticas. Sufrió persecución y exilio y ello le afectó en, por lo menos, cuatro ámbitos distintos: político, como partidaria de la República española; geográfico, viviendo lejos de su país entre 1939 y 1973; lingüístico, porque en Francia o Suiza, se mantuvo aislada en un círculo de expresión catalana, dentro del mundo más amplio del exilio español; y personal, puesto que estuvo separada de su hijo desde el momento en que abandonó España. Contra las dificultades consiguió construir una obra literaria de primera magnitud.

Una vida en el exilio

Según una conocida definición de Gilles Deleuze y Félix Guattari una literatura menor funciona bajo tres restricciones: un alto grado de “desterritorialización” del lenguaje; la contaminación de todos los aspectos de la actividad literaria por problemas económicos, comerciales, legales; y por la politización de todo, ya que la literatura se ve obligada a cumplir una misión de definición colectiva. La obra de Mercè Rodoreda consigue replantear la proposición de los filósofos franceses, puesto que, a pesar de pertenecer a una literatura menor, supera y redefine algunos de estos condicionantes. A pesar del alejamiento físico, consigue crear una lengua literaria de apariencia realista y de gran efecto simbólico. Rehuyendo la censura o por decisión de no dejarse ahogar en un mar de datos y fechas, sus grandes novelas pueden ser leídas en clave histórica y política, después de obligar al lector a un ejercicio de desmontaje.

Mercè Rodoreda es considerada por muchos lectores y críticos como una de las escritoras europeas más originales del siglo XX. El reconocimiento no fue fácil. Su prosa exquisita, de perfiles acerados, es óptima para la construcción de un mundo enigmático de fuerza singular. Una aproximación a los misterios de la realidad, en apariencia cotidiana, despejando las incógnitas de una vida misteriosa. El éxito la acompañó sólo en los últimos veinte años de su vida, que en general, estuvo marcada siempre por la soledad y la originalidad. Sería fácil afirmar que su vida (el proceso de su liberación) y su desarrollo como escritora siguieron caminos paralelos. Pero en su caso, obra y vida, sin confundirse nunca, responden a exigencias y problemas muy distintos.

Por imposición, Rodoreda se casó con un tío suyo al cumplir los veinte años. Malcasada y con un hijo, la literatura, la lectura ingente, se presentó como una solución de conveniencia para plantearse una vida alternativa. Empezó a escribir en 1933, y publicó varias novelas que luego rechazó. En el exilio francés, huyendo de las tropas de Franco primero, de las de Hitler poco después, tuvo pocas oportunidades de volver a dedicarse a su pasión de escritura. Huyendo de París, su convoy fue bombardeado en tres ocasiones, vivió en casas abandonadas o en los bosques, en vivencias semejantes a las que también noveló Irene Nemirovsky. Rodoreda las evocó en cartas impresionantes escritas a su confidente del momento, la también escritora Anna Murià. Vivió en difíciles circunstancias en Burdeos y Limoges, ganándose la vida cosiendo. El exilio, algunas de las escenas vividas en la Francia ocupada por los nazis, encontraron camino en versión literaria en los cuentos que ganaron el premio “Víctor Català” en 1957. Finalizada la guerra mundial regresó a la literatura de un modo curioso. A mitad de la década de los cuarenta, viviendo en medio de una gran penuria material, padeció durante cuatro años una dolencia en el brazo derecho, que le impedía escribir a mano. Ello la empujó a escribir a máquina y a dedicarse a dibujar. Encontró en el arte (collages y dibujos a lo Paul Klee) y la escritura (sonetos de notable factura) refugio para una existencia difícil. Por entonces se había consolidado su relación sentimental con el poeta y crítico Joan Prat, más conocido por su pseudónimo literario, “Armand Obiols”. Había regresado brevemente a Barcelona en 1948, había participado en los “Jocs Florals” (Juegos Florales) del exilio, pero poder publicar de nuevo en su ciudad, significó la confirmación de una vocación, o mejor, la posibilidad de reemprender una dedicación a la literatura que había sido desde 1933 su pasión esencial. La escritura de esta época puede ser leída como lucha contra un destino impuesto y una humillación colectiva. Pero lo más característico es la creación de una prosa innovadora, con sombras y silencios, con una aptitud especial para retratar las ondulaciones de un alma femenina.

La suerte cambió definitivamente cuando en 1962 consiguió publicar su novela La plaza del Diamante. Mercè Rodoreda vivía ahora en Ginebra, a donde se había traslado Armand Obiols en 1954, puesto que trabajaba como traductor en Naciones Unidas. La novela se había presentado al más prestigioso premio de novela en catalán, el “Sant Jordi”, de 1960 con el título de Colometa y causó un pequeño escándalo literario El jurado no la premió. Uno de sus componentes, Joan Fuster, la recomendó al editor Joan Sales que acababa de fundar la editorial “El Club dels novel.listes”. La novela de Rodoreda se convirtió inmediatamente en un éxito de crítica y de público. Dos años más tarde, un grupo de críticos convocados por la revista Serra d’Or la declaró la mejor novela catalana del período 1939-1963. Con motivo de la reciente Feria del libro de Frankfurt ha vuelto a ser declarada como una de las mejores novelas de todos los tiempos escritas en lengua catalana. En 1978 Francesc Betriu realizó una miniserie televisiva, que era una versión más que digna de la novela. La situación de Rodoreda en el sistema literario cambió de modo radical. Pudo continuar escribiendo con más libertad, continuó trabajando en proyectos de cuentos y novelas, obras de teatro. Después de un largo período de exilio podía regresar a Barcelona a pasar largas temporadas. En 1971, después de la muerte de su compañero sentimental, desplazó definitivamente su residencia hacia la tierra natal. Se construyó una casa en el pueblo gerundense de Romanyà de la Selva, en un lugar que en opinión de Josep M. Castellet (Los escenarios de la memoria) era como un mirador sobre el país, alejado de él, observándolo desde una elevación. Cuando murió en 1983 era una escritora muy conocida, con éxito de público, motivo de varios homenajes, “Premi d’Honor de les Lletres Catalanes” en 1980. El reconocimiento se ha confirmado con una cantidad ingente de ediciones y traducciones de sus principales libros, y por el gran número de estudios críticos que se le han dedicado.

Cuentos y novelas

Rodoreda leyó con pasión los relatos de Katherine Mansfield. En una carta afirmaba: "El 'meu amor en aquest gènere' és la meravellosa K. Mansfield." (Mi amor en este género es la maravillosa K. Mansfield.) Algunos de sus personajes encuentran inspiración  en el mundo de la escritora neozelandesa. La influencia de  Mansfield se comprueba sobre todo en el impacto de algunos cuentos de The Garden Party en un eco muy directo en “Zerafina” o “La niñera” de Mi Cristina y otros cuentos. Como Mansfield, Rodoreda se convirtió en una hábil cronista de situaciones de desastre que ocurren en la vida cotidiana, desarrollando un instinto afilado para presentar a seres humanos en situación de soledad extrema, o ilustrando la desesperación de la mujer en el mundo moderno, sin ningún rastro de sentimentalismo.

Es el cuento en Rodoreda medio de expresión alternativo: taller de experimentación a veces de voces y modos que luego explorará por extenso en las novelas; o vía de escape para un mundo de fantasías y sueños que a menudo encuentran su correlato en símbolos de carácter vegetal, que localiza en parques y jardines. Algunos cuentos la sitúan a las puertas del teatro, una dedicación que mantuvo inédita y se ha publicado póstumamente. Pero el cuento para Rodoreda fue también el medio escogido en su operación de reingreso en las letras catalanas. Desde la incertidumbre del exilio en París Mercè Rodoreda planificó su regreso a la literatura como una maniobra de impacto: "penso fer contes que faran tremolar Déu" (pienso escribir cuentos que harán temblar a Dios), escribió a su amiga Anna Murià. Así el cuento fue el instrumento elegido para volver a la literatura después de veinte años de silencio. El volumen Veintidós cuentos  (1958) fue seguido por otros dos volúmenes, Mi Cristina y otros cuentos (1967) y Parecía de seda y otras narraciones (1978), los cuales son testimonio fiel de sus inquietudes de los años siguientes, escritos paralelamente a sus grandes novelas, las que le han dado una fama definitiva, La plaza del diamante (1962) y Espejo roto (1974).

Algunos de sus cuentos tienen una pre-escritura en las cartas de los años cuarenta, y ello nos indica hasta qué punto muchos de ellos están inspirados en hechos autobiográficos. Así, por ejemplo, en una carta escrita en Limoges el 29 de agosto de 1940 narra su huída de París, recién ocupada por los alemanes, experiencia que reaparece ficcionalizada en el cuento “Orleáns, 3 kilómetros”. Pero poco a poco internaliza experiencias, refina su arte y consigue sugestivos análisis de fragmentos de realidad desde perspectivas insólitas, introduciendo siempre un hálito de inquietud.

En los cuentos de Rodoreda se cumplen algunas de las exigencias que Cortázar imponía a este género literario, en especial la intensidad y la tensión. Son pequeños episodios domésticos que iluminan la condición humana (en especial la situación de la mujer) o que devienen símbolos candentes de una situación social o histórica. Algunos de sus mejores cuentos, como “La salamandra”, están localizados en un remoto ambiente rural, en país y tiempo indefinidos. A lo que se añade el componente fantástico (una mujer convertida en salamandra) que aumenta el carácter inquietante y simbólico del relato. En una entrevista declaró que el relato “representa un complejo de culpabilidad”. Presionada para que aclarase a qué se refería, rehusó explicarlo, puesto que era “demasiado personal.” Otros relatos, como ”Mi Cristina”, resultan un cruce de tradición bíblica y de absurdo a la Kafka. La autora se sitúa así en –y dialoga con– una larga tradición que va de Chejov a Carver y pasa inevitablemente por Mansfield o Cortázar. A partir de situaciones cotidianas o de juegos de fantasía Rodoreda nos acerca a una revaloración de la existencia. El cuento en sus manos nombra espacios mudos y da voz al silencio.

Las novelas, en particular La plaza del Diamante y Espejo roto, constituyen las obras más logradas. Como ya indicara Joaquim Molas, en La plaza del Diamante Rodoreda utiliza técnicas del monólogo interior, mezclando el estilo directo e indirecto. Narra la vicisitud de su protagonista-narradora, en un proceso de opresión y liberación, ambientado en un barrio barcelonés (Gracia) desde poco antes de la proclamación de la República hasta la postguerra. Los cambios de nombre de la protagonista, Natalia, Colometa (palomita), Señora Natalia, dan cuenta de la evolución del personaje, de su manipulación por un primer marido dominante o la relación con un segundo marido, impedido sexualmente a causa de una herida de guerra. Asimismo, el espacio urbano, interiores y exteriores, resulta en correlato del estado moral de la protagonista. Y múltiples elementos simbólicos (palomas, balanzas, etc.) ayudan a confirmar ante el lector la transformación del personaje. A la sombra de este éxito quedan otros libros notables, La calle de las Camelias (1966) y Jardín junto al mar (1967).

Su segunda novela de gran éxito, también la más ambiciosa, es Espejo roto (1974). Presenta la evolución de una saga familiar, los Valldaura, siguiendo el ascenso y caída del grupo. El centro de la acción es una torre con jardín en la que vive la familia. Lujo y éxito, decadencia y muerte, son los signos de los cambios y las coordenadas de una profunda reflexión sobre la fugacidad y el paso del tiempo. Se trata de una obra polifónica, con multiplicidad de voces y perspectivas. El secreto roto en mil pedazos es el leitmotiv de la novela, al que difícilmente llega el lector. La tristeza y la inquietud, el recuerdo y el secreto, o elementos simbólicos como el fuego dominan la acción. En la novela es de gran riqueza el juego de intertextualidad con otras obras literarias, cinematográficas, pictóricas. En opinión de Carme Arnau, se trata de una novela poética: “la prosa roderiana se convierte en poética una poeticidad que hace referencia a la teoría afectiva, es decir a la voluntad (…) de expresar sentimientos más que ideas.”

Cuanta, cuanta guerra (1980) es la última novela que publicó en vida. Narra la aventura del joven Adrià Guinart que pasa tres años recorriendo un paisaje de gran belleza, huyendo de los desastres de la guerra. El atavismo, un mundo onírico y nocturno, presiden la mínima acción, en la que se yuxtaponen imágenes de una belleza misteriosa: “Un rayo de luna como una espada me cayó encima, el río la repitió”. La guerra es metáfora de la existencia, presidida por el absurdo que implican la muerte, la destrucción. Póstumamente se publicaron otras dos novelas, que había dejado incompletas, que prolongan esta vena narrativa, apocalíptica y simbólica: Isabel y María y La muerte y la primavera  (1986).

En los últimos años se han ido publicando volúmenes que recogen aspectos menos conocidos de la obra literaria de Mercè Rodoreda, como por ejemplo El torrent de les flors (1993) que incluye cuatro obras de teatro. Destaca la densidad de una obra como “La senyora Florentina i el seu amor Homer”. Desde el efecto paronomásico del título se inicia una visión desencantada de las relaciones amorosas, y la ampliación de un personaje fugaz, la Zerafina de uno de sus cuentos más célebres. El signo del teatro de Mercè Rodoreda es el de ampliar el sentido de un mundo muy personal desde la brutalidad de sus entrañas. Se conocen colecciones parciales de su rico epistolario. Si se cumple el propósito de publicación de sus Obras Completas, será sin duda la aportación más novedosa de este año en que se conmemora el centenario de su nacimiento.

Perspectivas de lectura

Ante una vida tan agitada, usada y despreciada por los hombres, la conclusión lógica del periplo sería la del feminismo. No fue así. Preguntada por dos entrevistadoras si el hecho que los protagonistas de sus novelas fueran siempre personajes femeninos respondía a un planteamiento feminista, Rodoreda fue tajante: “Yo creo que el feminismo es como un sarampión. En la época de las sufragistas tenía un sentido, pero en la época actual, en que todo el mundo hace lo que quiere, me parece que no tiene sentido el feminismo.” Aunque esta opinión no ha sido tenida en cuenta por legiones de lectoras, en especial en el mundo anglosajón. Allí se han publicado una gran cantidad de estudios. En cursos universitarios es una de las escritoras catalanas más leídas, tanto en el ámbito de la postguerra, o bien como escritora que supo representar como pocas las vicisitudes de la condición femenina. La bibliografía de Isidra Mencos, Mercè Rodoreda: A Selected and Annotated Bibliography (1963-2001), ilustra con profusión de detalles los modos y lugares cómo ha sido leída esta escritora. Lectores de toda condición se han rendido al encanto de su mundo. Y entre ellos, destaca la opinión de Gabriel García Márquez cuando calificó su obra más conocida, La plaza del diamante, “como la más bella novela que se ha publicado en España después de la Guerra Civil.” A pesar de que Rodoreda nunca se mostró interesada por el feminismo, éste es subliminal, subterráneo, y permea la mayor parte de su obra. Por eso resulta tan atractiva esta escritora para el feminismo académico norteamericano. Y también para el resto de mortales, puesto que nos atrae por la habilidad y belleza de una construcción verbal con la que indaga en aspectos recónditos del ser. Como escribió Kathleen Gleen: “a través de sus textos hay una conexión de violencia, sutil y evidente, verbal y física, amenazante y obvia. Sus víctimas, ya sean jóvenes o bien mayores, solteras o casadas, mujeres o hombres con características femeninas, son seres marginales, objetos más que sujetos, a quienes la vida decide por ellos, moviéndose en los márgenes de la sociedad y no integrados en la misma.” Así es, puesto que las protagonistas de sus cuentos y novelas son con frecuencia mujeres débiles en apariencia, pero que han conseguido situarse en una situación de fuerza. Desde la defensa frente al Uno invasor se dibuja la complejidad del Otro a partir de breves apuntes, recortes de vida. Vidas de mujeres que temen el fin del amor. O que tienen que sobrevivir situaciones de adversidad.  Situaciones de inocencia, de jóvenes enamorados, pero en las que se adivina ya el miedo, la sospecha, de una posible futura traición.

La obra de Mercè Rodoreda se ha leído desde dos perspectivas: la feminista y la histórica, en clave estrictamente biográfica. Propuesta absurda, puesto que la obra de cualquier escritor es sólo un pálido reflejo de la aventura personal del autor que se esconde detrás del nombre inscrito en la portada. Y ello, incluso sin tener en cuenta las posibilidades enormes de la autoficción. La obra de Rodoreda se desmoronaría al intentar ser leída en simple clave anecdótica. Por ello parecen discutibles los planteamientos que quieren distinguir dos voces en su obra narrativa, basándose en las dos personalidades (sic) de la autora. La escritora usaría una u otra según el relato, el período, el objeto de su narración. Una sería una voz realista, heredera de la mejor tradición decimonónica, atenta a un retrato detallista, íntimo, de la cotidianidad. La otra voz se caracterizaría por una atención a los aspectos siniestros, míticos, sobrenaturales de la realidad. Este tipo de distinciones podrían ser útiles para los antiguos manuales de segunda enseñanza. En el mundo de los lectores adultos, la realidad es un poco más compleja. Del mismo modo que Rodoreda no se limita a “reflejar” una experiencia autobiográfica, expresión de una sociedad reprimida durante la dictadura, ni es una especie de protofeminista, ignorante de la profundidad de algunas de sus denuncias y caracterizaciones, por lo que respecta a la condición femenina, su obra no se puede dividir simplemente en la articulación de estas dos voces de modo autónomo.

La presencia de elementos mágicos o simbólicos fundidos en la realidad cotidiana facilita este enfoque. Los pájaros, el agua, flores y jardines, por citar sólo algunos de los elementos más frecuentes. Palomas, balanzas inscritas en una escalera, luces azules de la ciudad en tiempo de guerra. Algo característico del mundo de Rodoreda es su atención a los detalles ínfimos, la habilidad para representar segmentos de la realidad desde una perspectiva íntima y confundiendo elementos reales y elementos fantásticos, en fusión de las supuestas dos voces. En su novela más conocida este fenómeno es particularmente central al planteamiento narrativo. Es característico el saber crear una voz narrativa radicalmente apartada del resto de los personajes. Novelas como La plaza del Diamante están escritas en una poderosa primera persona que arrastra al lector a su interior. Así la identificación entre voz y narradora sustenta los fundamentos de una definición de la identidad. Estamos ante un realismo subjetivo, que es una variación del realismo psicológico, en la que no es importante, como en la variante joyceana, el fluir de la conciencia, sino, más cercano a la vena proustiana, un auténtico reconstruir de la memoria. El lector está prisionero de la voz de la narradora y es a través de ésta que percibe la realidad. En una ambigüedad claramente deliberada, Rodoreda pone en juego una voz que no sabemos si es oral o escrita. El carácter oral es el que le permite el desarrollo de un peculiar estilo literario. Como señaló Josep Miquel Sobrer, el lector escucha directamente las palabras de Natalia, y este es uno de los efectos estilísticos más estudiados y efectivos de la novela.

Decía Julio Ramón Ribeyro en otro aforismo genial: “Quizás lo que pueda devolvernos el gusto por la lectura sería la destrucción de todo lo escrito y el hecho de partir inocente, alegremente de cero.” Antes de encender la cerilla valdría la pena leer la obra de Mercè Rodoreda. Por si acaso es irrepetible, porque nos ofrece una apuesta literaria singular, en un encuentro de géneros y de voces, que le sirven para expresar la aventura de aislamiento e inquietud que marcaron a buena parte de su siglo. Con una mirada original que nos hace temblar.

Escrito en Lecturas Turia por Enric Bou

26 de agosto de 2013

Con Mariona la pelea más seria de todas fue la última, la más absurda también. Habíamos acabado de cenar en el apartamento de la calle Lagasca, en Madrid, y el ambiente entre los dos se había ido cargando de terrible malestar. Aún así acabábamos de vivir un momento poético cuando nos asomamos a la calle y miramos hacia la luna, que estaba –o nos pareció- muy alta ese día. La luna siempre es romántica y en ocasiones ayuda a las parejas con problemas. Pero sólo existió ese momento, luego yo lo estropeé todo al comentar que la luna no se dejaba archivar porque nunca fracasó en nada. Ella, que para mí estaba aquel día especialmente guapa, con el pelo corto, más corto que nunca, pelo castaño y abundante, con muchos rizos al estilo africano, me miró de repente con odio y me dijo que no soportaba mi manía de comentarlo todo. Me defendí desatinadamente porque empecé a invocar la categoría religiosa del comentario en la tradición judía. Y ella tuvo un ataque de risa, primero, y luego de ira absoluta contra mí y contra las categorías religiosas.

Decidimos ir retirando los platos y llevarlos a la cocina, probablemente para dejarlos a buen resguardo y no tirárnoslos por la cabeza. Pero a mí se me ocurrió, quizás en mala hora, preguntarle si estaba enterada de que nuestro universo no es otra cosa que un gigantesco programa ejecutándose en un ordenador sideral en el que hay programadas una serie de leyes básicas, incluyendo una gravedad cuántica que sostiene un vacío capaz de fluctuar en múltiples universos…

 Mariona me pidió que repitiera palabra por palabra lo que le había dicho, pero con más calma, es decir, dejando entre un sustantivo y otro un minuto de tiempo. Entendía que se reía de mí y le dije que no estaba dispuesto a repetir nada y que sólo había tratado de advertirle de lo que verdaderamente era el universo y de lo relativo de todo, incluido su enfado de aquella noche y también sus repetidos, constantes enfados de los últimos años.

Mariona me miró con gran disgusto y quiso saber si había forma de enterarse de quién era el Programador de tan gigantesco despropósito. Parece, le dije, que sólo te interese saber si existe o no Dios. No, no es eso, para nada es eso, protestó ella airadamente. Puede, le dije, que ese Programador, si existe, sea una bellísima persona y realice sistemáticamente un back-up del sistema, que de paso nos garantice la vida eterna, y puede que no seamos más que un virus informático que él intenta eliminar a toda costa.

Ahí estalló todo. ¡Un virus informático! Mariona montó ya en descontrolada cólera.

-¿Para ti soy un virus informático?

No la había visto nunca tan exaltada.

-Bueno, si me escucharas mejor…

-Te he oído perfectamente –decía Mariona sin atender a razones-. Pero el único virus aquí eres tú, aunque seas incapaz de verlo.

-Sólo te digo que formamos parte de un teatro sideral y trato de decirte que esta riña puede que no sea más que una escena que tiene lugar en un gigantesco programa ejecutándose en un ordenador, y por tanto no valga la pena esforzarse en pelear entre los dos con tanto entusiasmo… Con tanto entusiasmo, por tu parte… Porque a decir verdad, por la mía…

-¿Por la tuya qué? No tienes entusiasmo en nada ¿Es eso lo que quieres decirme? Ya entiendo. El entusiasmo te faltó también para el cortometraje. Porque entonces también te viste en un teatro sideral, ¿no?  Desde la peliculita que no has tenido más ideas y te has refugiado en tu archivo interminable, algo que haces porque sabes que nunca lo acabarás y así no tendrás que hacer otro bodrio de film. Tienes, además, complejo de inferioridad con tu padre. Tienes, no sé, tienes muchos complejos y muchos defectos, eres una birria.

-¿Una birria?

Mariona creyó hacerme daño acusándome de refugiarme en mi tarea del Archivo General de la derrota (un trabajo que hago desde hace años). Pero no logró molestarme en absoluto porque yo cada día consideraba más original y hasta necesario mi trabajo sobre el tema del fracaso y porque, además, soñaba con el día en que lo filmaría, soñaba con ese día y sabía que sería inolvidable… Ignoraba, además, Mariona  que para mí el Archivo General era en el fondo la esencia misma de aquello en lo que me había ido convirtiendo, pues mi alma y mi más profunda espiritualidad giraban alrededor de aquella trama inacabable de fracasos que iba estudiando y clasificando.

-¿Te importa si escribo sobre esto, sobre esta discusión que está condenada a fracasar como todas las discusiones de pareja? –le pregunté.

Mariona tardó en reaccionar:

-Pero ¿cómo puedes ser tan frío o tan cínico y decir algo así? ¿Quieres detener la escena para escribirla?

-No es cinismo, creo que no sabes por dónde voy.

-Y dime ¿tú no estás enfadado? Oyes que eres un gazapo y un idiota y una birria al lado de tu padre y no te molestas, ¿me estás simplemente diciendo que no te importa porque a fin de cuentas eres un gazapo sideral o cósmico, o lo que seas?

-Sí, naturalmente que estoy enfadado. ¿Cómo no voy, además, a estarlo con lo que acabas de decirme? Y me duele mucho que me veas tan inferior a mi padre y tan acomplejado ante el pobre cerdo, pero hay en todo esto una parte de mí que está fascinada por lo que está ocurriendo aquí realmente y que nada tiene que ver con las palabras hirientes que utilizas, que utilizamos, que utilizas tú sobre todo. Es una parte de mí que está interesada por lo que ocurre de verdad. Te lo repito y subrayo: lo que ocurre de verdad. ¿Me entiendes? Por eso creo que deberíamos parar, detenernos en seco, burlar al Programador, y dejar que luego, después de haber indagado sobre lo que está aquí en verdad sucediendo, escriba sobre ello y acabe trasladándolo todo al Archivo General a modo de ejemplo de lo que puede ser una discusión frustrada.

-Es horrible. Eres un estúpido egoísta y un pobre monstruo  y no sabes ni verlo –me dijo, y vi que ella no había comprendido nada o comprendido mal lo que había tratado de decirle.

Y ese malentendido nos separó aquella misma noche y desde entonces no hemos vuelto a vernos en ninguna parte ni a tener noticia alguna el uno del otro. Lo malo es que si algún día volviéramos a encontrarnos, mucho me temo que yo reincidiría estúpidamente y volvería a pedirle que burláramos al Programador. Hasta he imaginado la respuesta irónica que Mariona me daría:

-¿Y eres tan iluso para creer que tus intenciones no las conoce el Programador?

-Lo soy, soy así de iluso –le diría-. Además, aquí donde me ves, conozco al Programador.

-¿Cómo que conoces al Programador? –diría ella, bien molesta-. No entiendo por qué tienes que hacer tantas amistades.

Sé que no hay posibilidad alguna de reconciliación. Hace sólo unos momentos, me lo ha dicho el Programador.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Vila-Matas

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