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Configurar sentido ascendente

Juan Marsé se ha criado en cines. Durante toda su vida ha visto muchas películas. Han alimentado su fantasía de niño de barrio y siguen poblando su mundo literario de aventuras. Las “aventis” que los niños de sus novelas cuentan – inventadas o no- beben directamente de las aventuras de ficción que los protagonistas de las películas vivían.

 Pero la interacción cine-literatura en el caso del escritor barcelonés no es sólo una cuestión de influencias. Marsé ha trabajado frecuentemente para el cine, de formas diversas. Y Marsé ha escrito cine. Y literatura que parece cine. Sus novelas se han llevado al cine, con la colaboración del escritor en la adaptación de su novela para convertirla en un guión o sin ella. Se ha peleado con sus adaptadores. Y se ha quejado del trato que sus novelas han recibido en el cine.

 No hay ningún escritor español contemporáneo en el que estén tan próximos cine y literatura porque, al fin y al cabo, como él mismo dice, parafraseando a J.V. Foix, en los versos que preceden a El fantasma del cine Roxy, “és quan dormo que hi veig clar[1]. La materia que nutre tanto el cine como la literatura está hecha de sueños.

 Marsé y el cine

Quim Casas dice del escritor barcelonés: Pocs novel.listes actuals han begut amb tanta fruïció de les fonts del cinema (essencialment clàssic) com Juan Marsé, encara que en cap moment s’ha de considerar la seva producció literària l’exorcisme permament d’un cinèfil apassionat” (Casas, 2003)

 Un breve repaso de las relaciones entre cine y literatura en la obra del escritor servirá para entender, no sólo sus intereses y su forma de ver la literatura, sino también, y de manera muy sugestiva, cuáles son las posibles interacciones, los viajes en ambas direcciones, que permiten al autor contemporáneo las dos formas de creación, pues el escritor es un ejemplo muy importante, quizás el más importante,  de estas intersecciones, dentro de la literatura española de hoy.

 El escritor trabaja para el cine

Marsé ha realizado, paralelamente a su trabajo como novelista y crítico de cine ocasional, una interesante y dilatada carrera como guionista de cine, solo o en colaboración con otros escritores o guionistas. Se inició en Donde tú estés (Germán Llorente, 1964), un drma sobre la relación amorosa entre un escritor y una rica heredera. Una relación imposible que seguí de cerca la línea de la incomunicabilità de Antonioni[2] que también contaba con Juan García Hortelano en su equipo de guionistas. Maurice Ronet, su protagonista, volvería a contratar a Marsé como guionista en La vida es magnífica (1965), cinta dirigida en España por el actor francés. Ambos filmes, difíciles de ver hoy en día. 

 En 1973, Jaime Camino, Juan Marsé y Jaime Gil de Biedma colaboran en  el libreto de Mi profesora particular, sobre la relación que mantienen una mujer madura y un joven interpretado por Joan Manuel Serrat. Ya en solitario, en 1976 Marsé escribe el guión de Libertad provisional. Su argumento es otro amor imposible, en esta ocasión el que se atisba entre una madre soltera (Concha Velasco) y un delincuente habitual. La actriz  protagonista declararía años más tarde: “Siempre me gustó esta película y creí en ella”. (Memba, 2001)

 A Marsé le gusta escribir guiones pero, a menudo, en colaboración con personas que él considera amigos, como si el acto de escritura de un guión cinematográfico fuera, en realidad, otra manera de demostrar su amistad y el amor por el cine y compartirlo con otros que, como él, tienen ese mismo sentimiento. Es conocida la estrecha relación que mantuvo con Jaime Gil de Biedma, quien acudía a menudo a comer con él y con el matrimonio Barral a la casa que éstos tenían (y que ahora es sede de la Fundación Carlos Barral, presidida por su viuda) en El Vendrell, o a alguno de los restaurantes que frecuentaban en Calafell, donde Marsé tiene una casa, como el de “la Rosa”, a quien dedica alguna de sus novelas.  Igualmente es amistad lo que le une a Joan Manuel Serrat, amistad a la que el cantautor corresponde poniendo música, por ejemplo, a alguna de sus novelas, como en la canción Los fantasmas del Roxy. También sabemos de su amistad de años con Juan García Hortelano, con el que había colaborado en más de una ocasión en la escritura de guiones.

 De esta última colaboración habla precisamente Rafael Conte, cuando dice:

“Fue Juan García Hortelano, su amigo y nuestro compañero – que tanta falta nos hace – el primero que me dijo que el presente de indicativo era un tiempo perfectamente ingrato en el contexto de la tradición española de siempre. Sólo hizo una excepción, la del cine, con quien también compartió amores, pasiones y hasta trabajos de todo tipo, pues juntos (Marsé y él ) escribieron algunos guiones, que no llegaron a buen puerto. Al contrario no hay más que ver la abundancia con que los novelistas de hoy – o lo que sea - emplean este tiempo ingrato para ver si sus obras son llevadas al cine, como sea, aunque los resultados sean los productos clónicos de siempre, lo siento.

No es éste el caso de Juan Marsé, el más poderoso y poético de todos nuestros narradores vivos, que siempre fue desde su adolescencia un cinematófilo impenitente, que también ha escrito y publicado sobre cine al derecho y al revés, y hasta le ha dedicado numerosos libros a lo largo de su carrera”. (Conte, 2005)

Es importante esa apreciación que deja caer Conte al hilo del artículo en el sentido de considerar el “presente de indicativo,- decía García Hortelano - , verbo sólo adecuado para el guión de cine”, inscribiendo así éste en la tan discutida categoría de “género”, literario, claro está. Porque de ello habla a menudo el propio Marsé y sobre ello se podrían incluir algunos textos que, por su gran calidad - literaria -,  han merecido su publicación, independientemente de si habían sido o no llevados al celuloide.

 Es el amor por el cine lo que nutre en buena medida muchos de los momentos de la literatura de Marsé, de formas diferentes.

 El cine en las novelas de Marsé

 “Sí. Y aquel mismo fin de semana me llamaste, y fuimos al cine como dos fugitivos. Recuerdo que me hablaste de ir un día a la playa, y que esa idea a mí no me gustaba nada, ignoro aún por qué; quizá no interesaba a mis fines, quizá me reservaba escenarios más íntimos y musicales para conquistarte. Hablamos de películas, te dije que el cine me gustaba mucho;”[3]

 ¿De qué tema más interesante pueden hablar a veces dos personas que del cine? Y ¿qué escenario más íntimo puede haber –en los años sesenta- para iniciar una relación amorosa?, parece pensar Paco cuando relata sus relaciones con Nuria, hermana de Montse.

 Son los cines de barrio, “Aquells cines de barri, on entrava gratis perquè el seu pare treballava com a desratitzador per a l’Ajuntament, van alimentar la seva mitomania”(López, 2003): los que alimentaron su fantasía de niño, los que ahora pueblan sus novelas, donde Aurora, de Si te dicen que caí (1973), se gana la vida de mala manera, de “pajillera”, como la madre de uno de los de la pandilla, aunque es por ello abandonada por su marido expresidiario.

Así como los dos niños protagonistas de Rabos de lagartija (2001), quienes se hacen algo más que confidencias, amparados en la oscuridad de las salas de cine.

 Y Anita, la hermosa y borracha madre de Susana, de El embrujo de Shangai (1993), trabaja como taquillera en el cine Mundial, de la calle Salmerón, en la zona alta del barrio de Gracia, pues su marido, el Kim, ha escapado a Francia tras la guerra porque es republicano. Anita trae postales y carteles de cine a su hija tísica para que, aun inmovilizada en su soleada galería acristalada, pueda escapar a otros mundos de sueños. Y será Susana, al final de la novela, la que ocupará el puesto de su madre en la taquilla, mientras haga ganchillo.

 Al final de esa estrambótica y divertidísima novela que es El amante bilingüe, Juan Marés, ya definitivamente reconvertido en Juan Faneca, decide dedicar el resto de sus días de tuerto impostado a contarle a la ciega Carmen las películas que ven en la tele de la pensión, tal como nos dice Marsé: “Trastornado, indocumentado, acharnegado y feliz, se quedaría allí iluminando el corazón solitario de una ciega, descifrando para ella y para sí mismo un mundo de luces y sombras más amable que éste. La muchacha retuvo su mano y no la soltó hasta que terminó la película, hasta que él pronunció la palabra fin.”[4]

 Cuando la pandilla liderada por el Java de Si te dicen que caí se reúne en el sótano de Las Ánimas o en el garaje de la familia Javaloyes (parece que en realidad había en esa época un grupo musical en Barcelona que se llamaba “los Javaloyes”) para merendar y explicarse “aventis”, los lectores desconocemos a menudo los límites entre ficción y realidad. O, lo que es lo mismo, no sabemos si los niños se están explicando hechos sucedidos de verdad a alguno de los personajes que habitan la novela en ese mundo marginal del Carmelo o bien son aventuras inventadas a imitación de lo que a los personajes de las películas que ellos ven a escondidas, colándose en el cine de su barrio, les ocurre. De hecho, no tenemos ninguna necesidad como lectores de deslindar esos dos elementos.  De nuevo, tratamos con esa materia informe que nutre los sueños. Y las novelas. Y el cine.

 Muchos son los críticos que coinciden en afirmar que el arte literario de Marsé bebe directamente de la consideración de su interés y conocimientos cinematográficos y de su práctica en la escritura de guiones. Rafael Conte, por ejemplo, hablando de Canciones de amor en el Lolita’s Club (2005), piensa que “es de agradecer el respeto, el equilibrio y la moderación y falta de sentimentalismo con que Marsé nos ha contado la historia, ayudado por la estructura secuencial del relato, que en el fondo es un guión, aunque comporta mucho más, como siempre en toda verdadera novela, pese a que todavía queden cabos sueltos al final, que no acaba de serlo del todo”. (Conte, 2005)

 Es decir, Marsé construye sus novelas a partir de imágenes secuenciadas, como si

de un guión se tratara, pero les pone algo más, algo que hace que hablemos de “novelas” y no de guiones de películas porque, al fin y al cabo, unas y otros son géneros literarios, destinados a la lectura, parecidos, pero diferentes.

 Decía José-Carlos Mainer que:

“Marsé es un escritor profundamente visual. No sólo le gusta el cine (sobre el que escribe a menudo), sino que parece querer que su prosa compita con la impresión de simultaneidad, la fuerza del subrayado gestual, la capacidad de intuición relampagueante que tiene un plano fílmico: los arranques de muchas de sus novelas, la descripción física de sus personajes, la composición de las escenas, el uso de la elipsis y el montaje, la elaboración de ambientes abigarrados en los que quiere resumir la intención del relato y, desde luego, su peculiar sentido de la épica del perdedor deben mucho a la lección del cinema” (Mainer: 2002)

 Que a Marsé le apasiona el cine es indudable. Pero ¿qué cine?

 En una entrevista que se le hizo en el año 2000 para la revista Qué leer, hablaba de los modelos cinematográficos femeninos para sus películas:

“Gloria Grahame[5] es uno de esos arquetipos femeninos que ha dado el cine, más que la novela, y que te siguen a lo largo de la vida: la mujer fuerte, indómita aun cuando está hundida…Otra imagen posible sería Maureen O’Hara[6], por supuesto. Pensé en ella para la escena en que Rosa Bartra está recogiendo la colada y le dice al inspector: “De acuerdo, pero ¿sabe usted doblar sábanas?”” (Ordóñez, 2000)

 Que a Marsé le gustan las mujeres con carácter para sus novelas es algo incuestionable, como la inspiración cinematográfica para ellas. Incluso se podría afirmar que a menudo la inspiración es a modo de “escenas” completas, de imágenes que el escritor tiene de las películas que ha visto, o que le gustan, y que sirven para ilustrar un momento literario. En ellas, ve al personaje, femenino o masculino (como el Shane /Vargas de El fantasma del cine Roxy).  La imaginación se alimenta de eso, de imágenes. Marsé piensa escenas y secuencias, seguramente.

 Marsé crítico cinematográfico

Marsé ha hablado en muchos momentos de sus gustos cinematográficos, reflejados, como se ve, en sus novelas: el cine americano de los años cincuenta pero también el cine europeo de autor, el cine clásico. 

En 2004, la Editorial Carroggio recogió sus “momentos inolvidables” del cine, en una edición hermosa en que el escritor escribía un comentario sobre un filme o un director – a menudo ya publicado en algún otro medio con anterioridad - , que iba acompañado de un fotograma que reproducía la escena correspondiente: películas desde los años veinte hasta los noventa, con directores que iban desde Chaplin a Lars Von Trier, pasando por Truffaut, Stevens, Hitchcock - uno de sus preferidos – o Kubrick. El libro es una muestra, además, de la agudeza y sensibilidad del escritor para la crítica cinematográfica, ocupación a que ha dedicado parte de su tiempo.

 El fantasma del cine Roxy (1987)

 Es éste un cuento-novelita que Marsé publicó en una edición especial, de pequeña tirada (sólo 75 ejemplares), en Ediciones Almarabu, en la colección “Antojos”, con ilustraciones de Bonifacio[7], en 1985.

 Posteriormente, incluyó su cuento junto a Historias de detectives y Teniente Bravo, en un libro con el título del último de los tres  cuentos, en 1993. En esta edición incluyó algunos pasajes, los referentes a la Srta. Carmela, así como la cita inicial, tras la del libro de Truffaut sobre Hitchcock, de J. V. Foix, mencionada en la introducción a este trabajo, que la primera no incluía.

 El fantasma del cine Roxy es un experimento en que Marsé mezcla novela y guión. Comienza con una conversación que mantienen el guionista y el director sobre la película que el último realiza sobre el guión del primero. La historia que el guionista de El fantasma del cine Roxy está escribiendo explica cómo llega Vargas en el año 1941 anta la librería Rosa d’abril, propiedad de Susana, supuestamente viuda de Jan Estévez, y madre de Neus, y la defiende ante el ataque de unos jóvenes flechas, mandados por Fermín, mafioso y chulo del barrio (en la parte alta del barcelonés barrio de Gracia), que quiere hacerse con el local para instalar allí unos billares. La razón del ataque no es otra que el hecho de ser una librería catalanista donde se venden libros en catalán. Susana, agradecida, aloja al vagabundo en su casa, le da trabajo y le enseña a leer y a escribir. Aquí surge, como era de esperar, un inicio de relación amorosa entre ambos cuando ella se echa en sus brazos al enterarse de que su marido está vivo en Toulouse pero con otra mujer. La relación tiene su final cuando, al cabo de unos años, Jan vuelve con su esposa e hija. Vargas, ya mayor, se queda a vivir con ellos y es el objeto de las burlas de los chicos de la pandilla, hijos quizás de los que en su momento lo vieron como a un héroe.

 Todo este argumento no es más que una versión “a la catalana de posguerra” de la película de George Stevens (Raíces profundas – Shane- : 1952), en la que el pistolero Shane (Alan Ladd) llega al rancho de los Starret (Joe, Mary Ann y Joey) y les ayuda, como a los demás granjeros, a defenderse de los ganaderos capitaneados por Raiker, hasta enfrentarse con el pistolero que éste contrata, Wilson (Jack Palance).

No sólo la historia es calcada, sino que además incluye Marsé pequeños fragmentos del diálogo de la película que corresponden perfectamente con los momentos de la historia de los personajes de Barcelona. Esta adecuación de diálogos de la película a las situaciones que viven los personajes de la historia que está escribiendo el guionista del cuento es uno más de los niveles de interrelación cine/literatura en que consiste éste.   

No sólo los diálogos y la historia en sí son una “adaptación” de la película americana. Lo son también muchas otras situaciones y los propios personajes centrales.

Un tercer nivel de relación cine – literatura  lo constituyen las citas y referencias de películas, todas ellas del cine clásico de los últimos años treinta, cuarenta y cincuenta. Imposible citarlas todas. Doctor Jeckyll y Mr Hyde, de R. Mamoulian (1932), La mujer pantera, de Jacques Tourneur (1942), Der blaue Engel, de Josef von Sternberg (1930), Una noche en la ópera, de Sam Wood, con los hermanos Marx (1935), y un largo etcétera de hasta treinta y pico menciones, algunas de ellas correspondientes a películas difíciles de identificar.

Especial atención merecen las referencias a películas de Hitchcock. De todas las que se citan, podríamos considerar las más relevantes, por el papel que juegan en la estructura de la historia, las que tienen que ver con Extraños en un tren (Strangers on a train, 1951) que, como sabemos, se trata de una historia en la que las parejas (cruzadas, en este caso, pues los dos personajes deben matar de manera cruzada a la víctima del otro, para evitar ser descubiertos) tienen mucha importancia, como, tal vez, la que constituyen el director y el guionista, hasta que el primero muere al caer (no se sabe si por casualidad) al vacío; o Susana y Vargas y Susana y Jan.          

La señorita Carmela constituye precisamente un nivel más (y vamos ya por el cuarto) de identificación cine-literatura. El personaje, que no aparecía en la primera edición del cuento, trabaja en el banco situado donde anteriormente estaba el cine Roxy (uno de los muchos cines repartidos por toda la geografía mundial que tomaron su nombre del famoso Roxy de Nueva York; sólo que este Roxy de Marsé era un cine de barrio). Cuando baja al sótano a buscar algo a los archivos, se le aparecen diferentes personajes del cine (Clark Gable, Drácula/Bela Lugosi [8]…) Al final de la historia, parece que tiene una relación con Vargas.

El fantasma del cine Roxy no deja de ser una rareza para cinéfilos. Y en ella resulta difícil deslindar lo que es literatura y lo que es cine, ya que se trata de una historia que explica el proceso de escritura de un guión de una película a través de las conversaciones sobre ello que mantienen el guionista y el director, alternadas con el propio guión secuenciado. Ahora bien, entre medio de todos estos niveles narrativos, aparece en ocasiones un narrador externo que nos explica lo que les ocurre tanto al director y guionista - desde fuera - como a algunos de los personajes del guión que el último está escribiendo, estableciendo así un nexo puramente literario entre ambos niveles.

En definitiva, pocos escritores funden de tal manera dos lenguajes diferentes para crear, de forma extraordinariamente creativa, nuevas realidades literarias en las que deslindar los límites es, como mínimo, poco relevante.

Las adaptaciones cinematográficas de  las novelas de Marsé

“Marsé nunca ha colaborado en las adaptaciones de sus novelas que ha realizado Aranda, cosa que choca aún más si consideramos que el novelista sí figura entre los guionistas de Últimas tardes con Teresa, versión de su novela homónima dirigida por Gonzalo Herralde en 1984” (Memba, 2001)

Pero, a pesar de la colaboración en la escritura del guión, a Marsé no le gustó nada la adaptación de Herralde, con el que se peleó por este asunto, diferencia de criterios que parece esconderse tras las palabras que enfrentan a director y guionista de El fantasma del cine Roxy.

Seguramente, para una persona con tales conocimientos sobre cine y, sobre todo, con unos gustos tan definidos, no resultaría en modo alguno agradable comprobar el resultado de la adaptación de Herralde. A pesar de que los ambientes están medianamente acertados, los personajes flaquean, sobre todo ese Ángel Alcázar que dibuja un Pijoaparte soso y sin entidad. Y es evidente que cuando lo que construye una novela es el personaje, como es el caso de Últimas tardes …, el resultado deja mucho que desear.

Anteriormente, Jordi Cadena había realizado una discreta adaptación de La oscura historia de la prima Montse (1978), un trabajo protagonizado por Ana Belén, cuando era una de las actrices fetiche del cine español.

Otro caso distinto parece el de la relación entre el director barcelonés Vicente Aranda[9] y las novelas de Marsé. Es sabida la experiencia del director como adaptador de obras literarias, sobre todo novelas. Por ello, no nos resulta extraño que Marsé decidiera confiar en el savoir faire de aquél y no interviniera en momento alguno en la escritura del guión. Lo que no es lo mismo que decir que le hayan gustado las adaptaciones de sus novelas.

La muchacha de las bragas de oro (1980), Si te dicen que caí (1989) y El amante bilingüe (1993) son los tres títulos adaptados por Aranda.  Quizás es el segundo el que más detractores ha tenido. Así, Ángel Fernández-Santos, uno de los críticos de cine más solventes que ha dado nuestro país,  nos regalaba esta, en mi opinión totalmente acertada, diatriba:

“…Si te dicen que caí, un filme lleno de imágenes y escenas vigorosas que tiene sin caer en el ridículo situaciones durísimas, con intérpretes excelentes y excelentemente dirigidos, muy bien montado, primorosamente ambientado y fotografiado, es decir, con muchos y muy grandes méritos parciales dentro, se viene abajo a causa de los graves e incomprensibles errores en que su director, el catalán Vicente Aranda, incurre en cuanto único responsable de la escritura del guión. (…) No se entiende por qué el productor, Enrique Viciano, ha permitido a su director rodar un guión ante el que este último no ha sabido mantener la lejanía necesaria para darse cuenta de sus desaciertos. Es evidente que este guión, desequilibrado y confuso, que para ser del todo inteligible requiere la lectura previa de la novela de Juan Marsé en que se basa, debiera haber pasado por las manos de otro escritor que hubiera puesto claridad y orden en la sucesión de unos sucesos que en la pantalla se atropellan unos a otro sin que el espectador tenga tiempo de percibir qué ocurre realmente en ellos y, sobre todo – que es lo esencial en el buen cine -, detrás de ellos. La densa y complicada historia que construye en su novela Marsé se vuelve en la pantalla no densa, sino espesa; no compleja, sino embarullada; no profunda, sino dificultosa. (…) Aranda ha olvidado esta vez – al contrario que en otras, por ejemplo, Tiempo de silencio, o El Lute – la vieja teoría del McGuffin ideada por Hitchcock, que es el abecedario para este tipo de asignaturas. No consigue crear un verdadero punto de vista en la portentosa acción del filme. No traza en ella unas fronteras claras ni unos accesos nítidos entre los diversos tiempos conjugados en el filme, ni lo que resulta incomprensible en un dominador de espacios dramáticos como es Aranda -  lo que suele dar libertad a los intérpretes de sus películas – entre los diferentes escenarios.

Espacios y tiempos se perturban recíprocamente y hacen finalmente imprecisos. Los intérpretes y los técnicos, director incluido, se esfuerzan, imaginan, crean, estimulan, al espectador, echan cada uno verdad en la pantalla. Pero estas verdades acumuladas no llegan a configurar una cadena o una arquitectura dramática y narrativa, en la que cada parte sea complementaria de las otras: simplemente esas verdades parciales se suman, se amontonan, y lo hacen sin suficiente orden para alcanzar una verdad total, que las engarce, aglutine y organice en forma de poema y de relato. Pero ésta es precisamente la función de todo verdadero guión.” (Fernández-Santos, 1989)

Se ha reproducido casi la totalidad del artículo pues creo que merece la pena. Habla el crítico de algunos elementos positivos: ambientación, fotografía, interpretación…; es decir, todo aquello que dicen los que no saben de cine. Porque eso no se le escapa a nadie, ni al más ignorante. Eso es lo fácil. Los fallos están en el guión. ¿Cómo se le ocurre a Aranda – parece querer decir Fdez.-Santos – no reclamar ayuda de un experto para escribir algo tan complejo como la adaptación de Si te dicen que caí? Porque la novela es complicada. Excelente, pero complicada. Los cambios temporales y espaciales son frecuentes, bruscos y desordenados. Corremos el peligro, con una lectura poco atenta, de perdernos informaciones valiosas. Y eso le ha pasado a Aranda: no nos explica cómo hemos cambiado de escenario ni quién es ahora ese personaje (Aurora), que antes era la Fueguiña. Los actores – dice- se esfuerzan, y crean, quizás demasiado, en mi opinión. La actriz fetiche de Aranda, Victoria Abril, que tantas buenas interpretaciones le ha dado, interpreta su papel de puta tirada y sifilítica con una barriga de siete meses de embarazo, lo cual es un mérito interpretativo y un gran esfuerzo físico, pero no es necesario. Si la novela es dura por su contenido en violencia y en sexo explícito – no olvidemos que estuvo prohibida su publicación en España durante unos años,  hasta 1976, aunque en 1973 ya había conseguido un importante premio en México - , la película aún lo es más. Ya sabemos del interés de Aranda por las escenas de sexo explícito, a las que V. Abril se aviene gustosa, pero aquí se ha pasado. Tanto, que se pierde el verdadero sentido de la novela, con todo el trasfondo de crítica social y anticlerical que en ella subyace.

Una casi invisible – por lo difícil de ver - adaptación de Ronda del Guinardó que, con el título de Domenica, realizó en el año 2001 la directora italiana Wilma Labate, cierra la lista de adaptaciones de novelas de Marsé.

Habría que apuntar, por último, que Aranda ha vuelto hace poco a adaptar a Marsé al llevar a la pantalla Canciones de amor en Lolita’s Club ( 2007), que conserva el título de la novela del escritor barcelonés. Un trabajo, de nuevo, poco más que discreto.

El extraño caso de El embrujo de Shangai

La novela de Juan Marsé se publicó en 1993. La historia se desdobla enseguida en dos planos narrativos: uno, todo lo que se teje en las calles del barrio de Gracia en torno a Daniel, el adolescente de catorce años, narrador de la historia, que, mientras espera a poder entrar de aprendiz en una joyería - trabajo que ocuparía a Marsé más de siete años de su vida y que le permitió, según dice, conocer las calles a la perfección - , acompaña al capitán Blay - oculto dentro del lavabo de su casa, camuflado tras el armario, durante los años que siguen a la muerte de su hijo en el frente del Ebro, y que ahora decide hacerse a la calle para recoger firmas contra la fábrica Dolç- en sus andanzas por la ciudad y, a la vez, hace compañía a Susana Franch mientras le dibuja un retrato en que se vea claramente lo enferma que está de tisis por culpa del humo de la fábrica; el segundo, todo lo que Nandu Forcat, que aparece en casa de Susana y su bella y borracha madre Anita, taquillera del cine Mundial, y se queda durante unos días, explica de las aventuras en Shangai del Kim, marido de Anita y famoso republicano, escapado a Toulouse tras el final de la guerra. Es este segundo narrador, Forcat, quien dibuja todo un mundo de exotismo a los dos niños, que le escuchan atentamente.

Empecemos por el principio. El título de la novela es un homenaje a uno de los directores, y a una de las actrices, preferidos de Marsé: Josef von Sternberg y Gene Tierney. El primero, director vienés de origen judío y emigrado en los Estados Unidos, es el autor de la película The Shangai Gesture, de 1941, traducida en nuestro país por El embrujo de Shangai, ambientada en un casino así llamado (“Shangai”) en el que brillaba la sensual y bellísima Gene Tierney, acompañada de otros actores de la época, como Walter Huston y Victor Mature.

Una historia así se presta a la adaptación cinematográfica. Y es lo que en un principio, a lo largo de dos años, intentó hacer con mucho mimo Víctor Erice, pero que finalmente cristalizó en manos de Fernando Trueba.

Es sin duda ese ambiente exótico, con reminiscencias orientales, lo que de alguna manera quería reproducir Marsé, tanto en las historias que Forcat cuenta - más adelante se descubrirá que son pura farsa. De nuevo, esa materia que teje los sueños - como en las ropas que usa (kimono, sandalias japonesas de madera…) o regala a Susanita, diciéndole que se las envía su padre; e, incluso, en el personaje sensual, sugerente, de Anita.

En cuanto a la versión fílmica, dejemos la palabra a Erice:

“La presente versión de La promesa de Shangai, a la que denomino “completa”, escrita entre el mes de mayo de 1996 y diciembre de 1997 (después de una tentativa de adaptación de la novela de Marsé, llevada a cabo en colaboración con Antonio Drove), constituye el guión cinematográfico a partir del cual, de febrero a mayo de 1998, se empezó a preparar la realización- (…)- de una película, producida por Lolafilms, en la que yo figuraba como director. Tenía una duración aproximada de tres horas.

A primeros de junio de 1998, a ocho semanas de la fecha establecida para iniciar el rodaje, de la noche a la mañana, el productor, Andrés Vicente Gómez, despidió al equipo de profesionales implicados en las labores de preparación, poniendo punto final a la misma. No supe, al menos en ese primer momento, con exactitud, la razón que le llevó a tomar esa decisión. El caso es que unas semanas después me comunicó que la película de tres horas era inviable.” (Erice, 2001:15)

Y sigue esta “Advertencia al lector” explicando cómo se atrevió a intentar una reducción considerable de la programada extensión de la película mediante la supresión del capítulo X, que corresponde a la época en que Susanita se va a vivir con el Denis, el chulo que ha desenmascarado a Forcat, para el que hace de camarera o, probablemente, de alguna cosa más. Parte que, hay que decirlo, no incluye tampoco Trueba en su versión. ¿No era suficientemente comercial? ¿Demasiado dura? En cualquier caso, ni estos arreglos sirvieron, continúa  Erice, para que el productor se echara atrás en su negativa y el proyecto pasaría al cabo de un año a Trueba. Y Erice publicaría su guión íntegro en el año 2001, tal y como aquí constatamos. Guión que ha generado unas cuantas reflexiones más que polémicas.

El propio Marsé opinaba que el guión de Erice era “una verdadera maravilla, que debe publicarse, por su valor literario y como enseñanza para estudiantes de cine” (Ordóñez, 2001:33)

El guión de Erice es espléndido: cuidadoso y respetuoso con la novela, ágil, con capítulos perfectamente secuenciados y transiciones que reproducen con exactitud la idea de ese cine de los cuarenta al que la novela homenajea en buena medida. Un cine hecho de diálogos (estupendos los de Erice) y de situaciones (perfectamente condensadas y enlazadas entre sí). Los personajes, bien dibujados, contenidos y entrañables. No puedo por menos de lamentarme de no que no se haya podido llevar a cabo. Al menos podemos leer ese guión que, como apunta Marsé, nos puede enseñar cine.

Trueba estrenó su película en 2002, ante el aplauso, discreto, de la crítica, incluso el del propio escritor: “ésta es la mejor adaptación que se ha hecho de una de mis novelas[10], lo que tampoco es decir mucho, dada la baja calidad general, constatada aquí, de la mayoría de las adaptaciones que de sus historias se han llevado a la pantalla.

La película, con una ambientación y fotografía bastante aceptables y estupendas interpretaciones de Fernando Fernán Gómez (Blay), Eduard Fernández (Forcat), Ariadna Gil (Anita), consigue hasta cierto punto recrear ese ambiente oriental que la novela persigue. Incluso logra, casi, reproducir la sensualidad de Gene Tierney de la película de Von Sternberg en las formas no menos lúbricas de Ariadna Gil, rubia en este caso cuando hace de Anita y morena y muy exótica cuando hace de Chen Jing Fang, el personaje de Shangai inventado por Forcat.

Para acabar

Marsé es un escritor que se ha criado en cines, y que ama el cine. El arte de Marsé se basa en buena medida en la creación de un mundo personal, perfectamente identificable, habitado por unos tipos que son marginales a veces; “niños bien”, otras; pero siempre vivos y próximos.

Ese arte nace en buena medida de su contacto con el cine, de sus ojos de espectador atento, devoto del cine clásico norteamericano de los años treinta, cuarenta y cincuenta. Pero también de su práctica asidua de escritor de guiones para el cine, sobre todo en colaboración con amigos tan amantes del celuloide como él, para diferentes directores españoles y extranjeros.

Y también de la crítica, sensible, apasionada, de películas.

Funciones todas ellas que se fusionan con extraordinario acierto en ese experimento llamado El fantasma del cine Roxy, inclasificable juego sólo apto para amantes tanto del cine como de la literatura.

Pero, lamentablemente, no han sido en cambio demasiado acertadas las adaptaciones que de sus novelas han realizado varios directores españoles: Aranda, el más asiduo de ellos. Películas sin el necesario talento, o emoción o sentido de la aventura que impregna las novelas del escritor. Películas en que le necesidad de comercialidad ha lastrado, quizás desde la producción, unos trabajos que apuntaban maneras, como en el caso de la nunca realizada adaptación de Víctor Erice de El embrujo de Shangai, inmortalizada ahora en un hermoso guión, que queda para sus lectores, quienes imaginamos así los sonidos y las luces que hubieran habitado su filme, de seguro una obra maestra.

Esperemos, sin embargo, que alguien, algún día, sea capaz de llevar a imágenes esos sueños que pueblan las novelas de Juan Marsé. Y que sus lectores cinéfilos veamos en ellas las luces que llenan sus páginas.



[1]              Marsé, Juan  (2004, 1ª ed: 1987): Teniente Bravo, Barcelona: De Bolsillo (Mondadori),  51.

[2]              Se refiere sin duda a películas como La notte (1961), L’eclisse (1962) y otras de la misma época en que Antonioni, a través de una narración aparentemente abierta y una fotografía fría y árida pretendía mostrar la dificultad de las relaciones humanas, sobre todo de pareja, en un mundo frío y duro, donde el amor apasionado tiene apenas cabida.

[3]              Marsé, Juan (1970): La oscura historia de la prima Montse, Barcelona: Seix Barral, 94.

[4]              Marsé, Juan (1990): El amante bilingüe, Barcelona: Planeta,  214.

[5]              Gloria Grahame es la protagonista, entre otras, de la espléndida The Big Heat (Los sobornados), de Fritz Lang (1953). En ella, la actriz encarna a Debbie, la novia del gángster Vince Stone (Lee Marvin), quien le arroja el café hirviendo en la cara, dejándosela marcada para siempre, por lo que ella ayuda al sargento  Bannion  (Glenn Ford) a detener a los mafiosos que han asesinado a su mujer, a pesar de jugarse la vida por ayudarle.

[6]              Maureen O’Hara es la protagonista  – el tono rojizo de su cabello era su característica más conocida, junto a su fuerte carácter irlandés - de The quiet man  (El hombre tranquilo), película de John Ford de 1948.

[7]              Pintor nacido en San Sebastián en 1934 que ha pasado por oficios tan diversos como el toreo y la dedicación al jazz.

[8]              Bela Lugosi interpretó uno de los primeros dráculas que se hicieron, el de Tod Browning (1931)

[9]              Barcelona, 1926, autor, entre otras, de Fata Morgana (1965-66), coescrita con Gonzalo Suárez; Cambio de sexo (1976), la primera de sus muchas colaboraciones con Victoria Abril; y de múltiples adaptaciones de obras literarias, cuestión en la que es un verdadero experto, como en Asesinato en el Comité Central (1981) basada en la novela de Vázquez Montalbán, o Tiempo de silencio (1985) sobre la novela de Martín Santos y otras muchas.

[10]             Artículo de agencias aparecido en El mundo el 5 de abril de 2002.

Escrito en Lecturas Turia por Beatriz Comella

26 de agosto de 2013

Para Antonio y Félix

 

Sin duda habrás oído la voz del lamento antes,

los gritos de los niños en las calles,

los gritos de los niños en los pasillos de la escuela,

los gritos de los niños y los gritos de las madres.

Los niños gritan siempre,

cuando son felices y cuando lloran.

Yo antes gritaba a todas horas,

y hoy en esta ciudad y en esta casa

no grita nadie,

porque las paredes son tan duras

como milenios de soledad comprimidos en un metro.

Porque cabalga la noche en sueño de boca y ratón,

se asoma como aquella

en que la nieve caía como antes

solo lo había hecho en países inexistentes.

 

Lo sé, hoy no hay quien me aguante,

tendréis que perdonar mi llanto/letanía,

los sueños se diluyen en la ciudad triste

y el silencio ha tomado los chirridos de las calles.

Hoy estoy imposible.

Nunca creí/pensé en un dolor tan lento y pesado

que cae en las horas como la música en la música,

en un vacío que se expande y gime

como antes lo hacían las sirenas y los viejos autobuses acelerados.

 

No, no hagáis caso.

Solo es una noche/pesadilla,

una noche de vientre roto.

Mañana el sol, si puede,

barrerá de nuevo el mundo.

Escrito en Lecturas Turia por Ignacio Escuín Borao

23 de agosto de 2013

Hoy llueve en los lugares que no has visto
jamás, en los rincones orinados
de las calles que nunca te harán falta,
que no echarás de menos. Y a pesar
de eso parece ser que la ciudad
existe más allá de tu conciencia,
que hay personas en ella y que las sombras,
huérfanas de tu cuerpo, se proyectan
cuando hoy muere y mañana se convierte
en algo muy posible,
algo casi seguro de no ser
por cierta incertidumbre que estos días
recorre con mochilas los vagones.

Pero aquí no se ha visto nada de eso.

Aquí, como ya dije, sólo sombras
suplen sin muchos éxitos tu rímel
y otras luces cambiantes,
cuya reputación es discutible,
se alternan entre el verde de tus ojos
y el rojo de tus labios sin llegar
a decidirse nunca.

Sin llamarte a la cara puta y sin
decirte abiertamente ‘yo te amo,
y llueve en los lugares que no has visto,
sobre algunas terrazas donde no
dirás que lo dejemos, que este amor
imaginario debe realizarse,
que tan sólo es verdad que está lloviendo’.

Escrito en Lecturas Turia por Ben Clark

23 de agosto de 2013

En las Crónicas de Bustos Domecq, ese paladín de la risa, la obscenidad y el kitsch que inventó en 1936 con su amigo Adolfo Bioy Casares, Borges imagina una pandilla de vanguardistas del siglo XX que apuestan todo a una idea —una sola, fulgurante y absurda— y no se detienen hasta extenuarla, y cuando la extenúan se jubilan, mueren o desaparecen de la memoria de los hombres. Como Picasso, Joyce y Le Corbusier, los “tres grandes olvidados” a los que están dedicadas las Crónicas.

Repasemos algunos nombres y hazañas de ese museo de luminarias desquiciadas. Ahí está el novelista Ramón Bonavena, realista fanático cuya obra magna, Nor-noroeste, describe en seis tomos un ángulo de la mesa de pinotea en la que escribe todos los días. Ahí, el caso de Nierenstein Souza, que inventa historias deliberadamente defectuosas “porque sabe que el Tiempo las pulirá”. Ahí están Loomis, autor de una obra que sólo consta de títulos, y el fundamentalista de los sabores Juan Francisco Darracq, inventor del primer restorán ciego. Y ahí viene el arquitecto Alessandro Piranesi, artífice de un “noble edificio que para algunos era una bola, para otros un ovoide y para el reaccionario una masa informe”. Otros excéntricos de pacotilla: el poeta Urbas, que presenta una rosa fresca a un certamen de poesía cuyo tema es “La Rosa”; el escultor Antártido Garay, que no expone volúmenes ni objetos sino el espacio que hay entre ellos, el aire, y también una plaza, y los árboles, los bancos, y “hasta la ciudadanía que por ella transita”.

Tres de esos genios idiotas prefiguran a uno de los personajes más célebres de la obra “seria” de Borges. Uno es el poeta Vilaseco, autor de una plaquette en la que repite el mismo verso siete veces, bajo siete títulos distintos. Los otros son Hilario Lambkin, crítico cartográfico que, empeñado en confeccionar un mapa de la Divina Comedia, descubre que el más perfecto es el que la reproduce literalmente, palabra por palabra, y termina entregando a la imprenta el poema mismo de Dante; y el grandísimo César Paladión, autor de una obra que incluye en “once proteicos volúmenes" todos los libros ajenos que se siente capaz de escribir. A esa estirpe de originales obtusos pertenece sin duda Pierre Menard, el famoso autor del Quijote. Poco importa que los Paladión y los Lambkin retocen en el lodo menor de los divertimentos, amparados por el seudónimo —Honorio Bustos Domecq— que garantizaba a Borges y a Bioy una gozosa clandestinidad, y que Menard, en cambio, sea una de las estrellas de Ficciones, quizás el libro más imponente de Borges, donde comparte cartel con Funes el memorioso, Herbert Quain, el detective Erik Lönnrot y otras solicitadas presas de la avidez académica. Menard, cuya obra invisible —“tal vez la más significativa de nuestro tiempo”, dice Borges— “consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós”, es tan genial o tan idiota como Tafas o Paladión. Sólo que está desubicado. Ésa es a la vez su fuerza y su condena: estar fuera de contexto. Debería figurar en la constelación de los libros-pasatiempo, intercalado en esa galería de caricaturas desopilantes, pero tropezamos con él en el contexto más exigente y elevado, entre grandes filósofos y paradojas lógicas.

La posición equívoca en que aparece Menard es una anomalía tan aberrante como esa “obra invisible” que lo engrandece a los ojos del narrador del relato. Es la misma operación, sólo que ejecutada en dos campos diferentes: en un caso —el Menard que escribe el Quijote letra por letra— es temática, interna al relato: describe una práctica extemporánea y define una figura de artista; en el otro —el relato “Pierre Menard, autor del Quijote” incrustado en la serie seria, es decir inapropiada, de Ficciones— es exterior al relato, es contextual, y su intervención pone en crisis el estatuto de los pactos que regulan los modos de leer literatura. La operación, en ambos casos, es de desarraigo, y es el golpe maestro de un arte de escribir que ya no parece necesitar de la escritura —ni de su temporalidad ni de su trabajo material— porque se ha vuelto cosa mentale. Escribir, para el Borges del “Pierre Menard”, consiste menos en urdir textos que en operar contextos.

Casi no hay manía más borgeana que esa: definir series paralelas de elementos, normas de inclusión y exclusión, patrones de pertenencia, y después, sin preavisos, proceder a las extirpaciones e injertos más inadecuados. Artista del trasplante, Pierre Menard es para Borges el modelo irrisorio de escritor. Sabe, como Borges, que para hacer literatura basta con hacer migrar lo que escribieron otros e implantarlo en tierras extrañas. Nunca con tan poco se hizo tanto. Menard escribe a mediados de los años ‘30 el capítulo nueve del Quijote y consigue lo que ninguna voluntad, ningún plan, ninguna imaginación conseguirían: movilizar alrededor de un objeto artístico de trescientos años todas las fuerzas de la contemporaneidad. Hacer viajar al Quijote es conectar sus enunciados con las máquinas de leer del presente, hacerles decir —exponiéndolos a las radiaciones de la actualidad— todo lo que aún tienen para decir. Así, escrita por Menard en los años ‘30 del siglo XX, la expresión “la historia, madre de la verdad” (escrita por Cervantes a principios del XVII) suena como el eco de un axioma pragmático formulado por William James.

Quizá no esté de más recordar dos cosas. Una, que el relato “Pierre Menard, autor del Quijote” fue la respuesta de Borges a los ataques de Ramón Doll, un detractor nacionalista que, irritado por la impunidad con que Borges barajaba literaturas ajenas, lo acusaba de ser un parásito. Difícil imaginar una respuesta más demoledora. Es como si Borges actuara en espejo: no sólo no niega su condición de ladrón, sino que la ratifica y hasta se la devuelve a su enemigo en forma literal, puesta en acto, transformando el vicio que le imputan en una estrategia artística. La otra es que Borges escribe el “Pierre Menard” un mes después del accidente de la Nochebuena de 1938 que casi le cuesta la vida. Una septicemia lo ha tenido un mes delirando de fiebre en el hospital, y ahora, que empieza a recuperarse, tiene miedo de no poder volver a escribir. Decide, para probarse, intentar un género que no haya practicado nunca. Si fracasa, el impacto de la decepción será menor. Necesita escribir algo impar, incomparable, y escribe lo que cree que es un cuento: “Pierre Menard, autor del Quijote”. La epopeya de ese oscuro simbolista que conquista la originalidad escribiendo el Quijote es la primera ficción —son palabras de Borges— que escribe en su vida.

Ahora bien: ¿qué clase de ficción descubre Borges cuando escribe el “Pierre Menard”? ¿Qué clase extraña de relato es esta historia sin intriga ni enigmas donde abundan las listas, las enumeraciones, los comentarios bibliográficos, y cuyo protagonista tiene nombre y apellido pero no cuerpo, ni imagen, ni siquiera voz? Quizá “dislate” sea una buena palabra. Es la que usa el narrador de “Pierre Menard” para imaginar cómo reaccionará un lector razonable al leer que dos capítulos y medio del Quijote escritos en 1934 equivalen a “una obra”. Una ficción-dislate, ¿por qué no? Recuperar “dislate” —volver el insulto un capital, la minusvalía un arma— con la misma toma de judo con la que Borges había hecho del parasitismo una potencia para enfrentar a Ramón Doll. O también, por qué no, una ficción… invisible. Con su fachada fría y eficaz, como de objeto arquitectónico ultrainteligente, el “Pierre Menard” es a su modo la historia de una pasión: la pasión de la invisibilidad. Como el señor Teste de Valéry, Menard es el hombre invisible, tanto que el narrador, fingiendo no querer competir con la elocuencia de algunos retratos rivales, se abstiene de “bosquejar su imagen”. Como dice Sylvia Molloy, Menard es un personaje que “no encarna”. Y también es invisible su obra, la obra-dislate que el narrador del cuento se empeña en justificar, “la subterránea, la interminablemente heroica, la impar”. Y también (y sobre todo) es invisible lo que funda su obra, lo que la concibe y la alumbra y de algún modo la posee, al punto de volverla inútil o superflua o inesperadamente cómica: el procedimiento.

Embarcado en su “admirable ambición”, Menard se aligera de todo lastre visible: renuncia a transcribir mecánicamente el original del Quijote, renuncia a los borradores, renuncia a ser Cervantes, renuncia incluso a sus propias convicciones. Hay una sola cosa que sobrevive a ese despojamiento radical, una cosa única, impar, incomparable (tres adjetivos que algunos siglos atrás se habrían dejado resumir en la categoría de idiota): la idea, fulminante como un acto, de escribir el Quijote en 1934. Transcribir, reproducir, copiar: qué pesadas suenan esas obligaciones al lado de la idea de escribir el Quijote. Tanto como la célebre consigna de Cézanne —“Rehacer una y cien veces el frente de la camisa”— al lado del urinario de porcelana que Marcel Duchamp presenta en el Salón de los Independientes de 1917. La “operación” que Borges y Menard ponen en práctica en el “Pierre Menard” es hermana de ese latigazo mental que el arte moderno descubrió con los ready-mades de Duchamp y el arte contemporáneo, marcado por el giro conceptual, perpetúa en legiones de nombres y obras donde los vanguardistas disparatados de Bustos Domecq no desentonarían.

¿Rehacer? ¿Reescribir el Quijote? Demasiado lento, demasiado artesanal. Borges y Menard lanzan su idea loca de una vez y para siempre e imponen instantáneamente el vértigo (¿cuándo sucedió?), la ironía (¿es en serio o en broma?) y la ligereza (¿dónde está la profundidad?) de un nuevo tipo de ficción: la ficción conceptual. Leído desde una preceptiva clásica, el “Pierre Menard” es un relato atrofiado, que nunca empieza y naufraga en su propia inconsistencia. Leído en el marco del conceptualismo, donde el golpe y la idea lo son todo, esa vacilación y esa debilidad adquieren una consistencia extrema que desnuda dos premisas inéditas: transparencia integral e invisibilidad del gesto artístico —como si el pensamiento, él solo y de un solo golpe, pudiera fabricar objetos. De allí, de esa velocidad casi mágica, viene el vértigo que nos asalta cada vez que leemos “Pierre Menard, autor del Quijote”. Un vértigo anarrativo, porque no lo inspira una destreza en el arte del relato sino un procedimiento puntual, y también inagotable, porque ese procedimiento, diáfano y abierto, siempre parece conservar un resto opaco, una zona de sombra que nos insta a a sospechar, interrogarlo, ir más allá. Pierre Menard: un pobre tipo al que en 1934 no se le ocurre otra cosa que escribir el Quijote. ¿Es eso? ¿Eso es todo?

Lo mismo se pregunta Veronica Quaife, la chica de La mosca de Cronenberg, cuando asiste al primer test de teletransportación de su novio, el nerd experimental Seth Brundle, y lo ve emerger, alto y al parecer intacto, de la cabina donde acaba de rematerializarlo la máquina que logró poner a punto. Visto en acto, todo procedimiento despierta esa emoción impura, teñida de sospecha, incredulidad y decepción. La despertó en su momento la máquina del tiempo que inventó H.G. Wells; ¿por qué no la despertaría la que inventa Pierre Menard, más low tech y más eficaz, ya que, fundada en recursos modestos —“la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas”, dice el narrador—, hace viajar a un clásico en el tiempo y el espacio a la velocidad de la luz? Desconfiamos del procedimiento (o lo reducimos a un chiste) porque sospechamos del rapto, del truco, de la magia. Y tal vez tengamos razón. Tal vez por eso un relato como “Pierre Menard, autor del Quijote”, tan consustancial con la prestidigitación y el humor que se confunde con un gran koan zen, parece autoexcluirse de la literatura. Y a la vez, ¿no es allí, en el punto crítico del truco, donde la literatura puede desprenderse de su gravidez ancestral, volverse ligera, inmaterial, y adquirir cada vez mayor velocidad, hasta hacerse invisible? Ésa es quizá la condición paradójica de la ficción conceptual: produce sorpresa, sospecha y desazón en el plano de la “obra” (¿cómo una mera perplejidad intelectual podría ser un cuento?), y al mismo tiempo, en el plano de la Literatura, arrastra todas las nociones adquiridas y los marcos de referencia en una mutación loca, tan inconcebible como la que la máquina de Brundle introduce en la especie humana cuando fusiona la carne de su inventor con un insecto inoportuno.

Hay escritores viajeros que dejan a la literatura quieta y escritores inmóviles que la hacen viajar. Borges pertenecía a la segunda categoría (si no la inventó). Viajó bastante: de joven, con sus padres y su hermana, por Europa; ya de grande, célebre, invitado por editores y universidades. Un libro de 1984, Atlas, compila una serie de instantáneas de aficionado que registran momentos cotidianos de esos periplos: una sobremesa con copas y botellas, una brioche parisina, una vista del cementerio de Ginebra. La foto más perturbadora del libro es la de la portada: Borges está en un globo, a punto de emprender vuelo junto a dos hombres y María Kodama. Kodama mira a la cámara; Borges, sonriente y ciego, mira a María Kodama. Las fotos del libro documentan los lugares que Borges no pudo ver.

¿Qué clase de viajero es un ciego? “Mi cuerpo físico puede estar en Lucerna, en Colorado o en El Cairo”, escribe Borges en Atlas, “pero al despertarme cada mañana, al retomar el hábito de ser Borges, emerjo invariablemente de un sueño que ocurre en Buenos Aires”. Quizás el viajero ciego sea el que no viaja; el que decide donar el viajar a otro (para que el otro le cuente lo que él no ve) o imprimirle al mundo todo el movimiento que ya no está en condiciones de percibir. Viajero no retiniano, Borges hizo de la literatura —de toda la literatura— una superficie de hierba y de grava, una estepa, para que los libros —todos los libros— se volvieran nómadas.

Escrito en Lecturas Turia por Alan Pauls

Todavía hoy, cuarenta y un años después de su muerte, Miguel Labordeta Subías (Zaragoza, 16 de julio de 1921 - 1 de agosto de 1969) continúa considerándose un poeta menor, escasamente conocido, más citado que leído, poco y no siempre bien estudiado, un poeta secreto, de culto y “de provincias”, valorado sobre todo por un grupo reducido de lectores que encuentra en él, antes que ninguna otra cosa, una plasmación radical de autenticidad e independencia literarias. Ajeno a todo tipo de consignas y modelos, excluido voluntariamente de cualquier escuela, corriente o movimiento literario más o menos organizado, aislado en su particular “zaragozana gusanera” —en esa ciudad “ausente de todo cuanto tenga el poder de la vida”, como escribiera Julio Antonio Gómez en un poema memorable y desolador de Acerca de las trampas—, rodeado de sus fantasmas en ese edificio encantado que fue el palacio de los Gabarda (sede del Colegio Santo Tomás de Aquino, cuya dirección asumió nuestro poeta tras la muerte de su padre en 1953), acompañado de unos pocos y entusiastas amigos a los que se les había inoculado el virus de la poesía, Miguel Labordeta fue elaborando una obra literaria de una singular intensidad, no demasiado extensa —a decir verdad, más bien reducida, a la luz de los borradores con los que fue conformando su taller literario—, escrita con frecuencia desde la rebeldía, la renuncia y la contradicción permanentes, a contracorriente muchas veces de los gustos y las modas imperantes en cada momento, una obra que incluso se adelanta a propuestas futuras, marcada por un constante “desacato a los modelos establecidos” (Pérez Lasheras y Saldaña, apud Labordeta, 1994: 12), una obra limitada solo por la servidumbre de la libertad y vertebrada sobre dos grandes ejes temáticos y expresivos: el compromiso, asimilado como ese cordón umbilical que vincula la poesía con la denuncia de todas las miserias de la tierra y la solidaridad con los desarraigados, y la vanguardia, en su sentido más amplio, nunca entendida como un periodo histórico concreto o un semillero de posibilidades artísticas, sino como la expresión de una indagación, el resultado de una inmersión en el yo más profundo, asimilada siempre como un horizonte utópico, generador de exploración y fuerza imaginaria.

La poesía de Miguel Labordeta sigue leyéndose con interés y continúa comunicando a quienes se acercan a ella, sean estos jóvenes o no tan jóvenes poetas o, sin más, lectores —como suele decirse— con dos dedos de frente, dotados de una acusada conciencia crítica y social y de un considerable conocimiento de la tradición literaria. No de otra manera podría explicarse que un poema de 1951 (“Severa conminación de un ciudadano del mundo”, de Epilírica) leído por un parlamentario —que además era hermano del poeta— en el Congreso de los Diputados en la sesión del 5 de febrero de 2003, más de cincuenta años después de haber sido escrito, generara una expectación inusitada en la alocución del portavoz de un grupo minoritario ante la aplastante presencia de los grupos mayoritarios, especialmente aquellos que representaban y daban voz a la derecha más ultramontana y reaccionaria, que acostumbraban seguir los discursos ajenos —cuando no se ausentaban de sus escaños— con indiferencia manifiesta o con constantes abucheos, insultos y desprecios lanzados por quienes únicamente valoran como válidas y verdaderas sus propias ideas. Este poder de la palabra, esta magia implícita en versos que, con seguridad, aludían a una circunstancia concreta, a una referencia específica, pero que han servido, sirven todavía, para expresar la sinrazón de una manera de entender la política al margen de los intereses generales de la ciudadanía, radica en lo que es la esencia de la auténtica poesía: ser expresión que atraviesa el tiempo.

Y esta actualidad reside en gran medida en la actitud del propio emisor del mensaje: un cierto desasimiento (palabra que utilizó como título de uno de sus poemas de Transeúnte central) hacia lo que significa el poder y sus representantes, un sentimiento compartido con los más humildes, una advocación continua hacia todo y hacia todos (que al mismo tiempo es imprecación que alcanza al propio yo), una mirada conmiserativa y rebelde conceden a los versos de Miguel Labordeta esa dosis de simpatía precisa y necesaria para seguir comunicando.

Ya desde sus primeros libros —Sumido 25 (1948), Violento Idílico (1949) y Transeúnte central (1950)—, nos encontramos con una escritura muy poco convencional, difícilmente etiquetable con algún adjetivo más o menos afortunado, una escritura desbocada, de largo y hondo aliento, desconocedora de la contención —al menos en su primera etapa— y quizás por eso mismo en ocasiones extraordinariamente potente y generosa en el despliegue de unas extrañas imágenes que habrían de pasar inadvertidas para una academia y una intelligentsia literarias que —traicionando su propia función— habían decidido claudicar ante la inercia y la comodidad haciendo noche en el letargo crítico[1]. Esta primera etapa habría culminado —si la censura lo hubiese permitido— con la publicación de Epilírica, un libro que Labordeta había escrito entre 1950 y 1952 y que tenía previsto publicar ese mismo año pero que no aparecería hasta 1961, un libro, por lo tanto, que ha de verse como parte del ciclo poético abierto en 1948 con Sumido 25. En 1969, poco antes de su muerte, publica en la colección “Fuendetodos” (dirigida por su amigo Julio Antonio Gómez) su quinto y último libro de poesía, Los soliloquios, una obra singular escrita a la luz de esa recuperación de la vanguardia que supusieron el letrismo, la poesía visual y la poesía concreta, un poemario que apuntaba el surgimiento de un nuevo Labordeta que la muerte muy pronto habría de segar. En el origen de esta nueva vuelta de tuerca poética muy probablemente se encuentra la relación que Labordeta estableció con el poeta Julio Campal —a quien conoció en Palma de Mallorca en 1965 a través de Antonio Fernández Molina—, una relación que se prolongaría después en Zaragoza en diversas actividades de difusión de la poesía de vanguardia.[2]

Con anterioridad, en 1960 fundó la revista Despacho Literario (de la que se editarán cuatro números hasta 1963) y publicó a regañadientes en la colección “Orejudín” (aneja a la revista homónima dirigida por su hermano José Antonio, quien tuvo que insistir bastante) su primera agrupación de poemas ya editados, Memorándum. Poética Autología, un volumen en el que Labordeta introdujo algunas modificaciones con respecto a las primeras versiones publicadas, consistentes, en su mayor parte, en facilitar la comprensión añadiendo signos de puntuación que ordenaran lógicamente la lectura desde un punto de vista gramatical. En 1967 ve la luz Punto y aparte, primera antología verdaderamente representativa de su poesía publicada hasta esa fecha y en la que el autor puso como prólogo el poema-epístola que le dedicara Gabriel Celaya en Las cartas boca arriba (este volumen tendría luego una segunda edición preparada por José-Carlos Mainer en 2000). En ambos casos, el poeta vuelve sobre sus textos, reordenándolos, distribuyéndolos en estrofas, puntuándolos, trasvasando incluso poemas de unos libros a otros, eliminando algunas trabas y dificultades que impidiesen la interpretación de algunos pasajes, preocupado quizás por conseguir una mayor coherencia significativa. En 1970, gracias a sus amigos de Palma de Mallorca —en especial, Antonio Fernández Molina, que por entonces todavía ejercía de secretario de redacción de Papeles de son Armadans— aparece en la colección Tamarindo una Pequeña antología en edición firmada por Emilio García Jurizmendi, la primera tras su fallecimiento y la primera realizada por manos ajenas a las del poeta.

En 1972, gracias a los desvelos de uno de sus grandes valedores, el también poeta y editor Julio Antonio Gómez, aparecen las primeras Obras completas, que incluirían, además de sus libros de poesía, esa especie de poética dramatizada que fue Oficina de horizonte (estrenada en 1955 con escenografía de Agustín Ibarrola, protagonizada por esa inefable figura que fue Pío Fernández Cueto, recitador, actor peregrino y bohemio a quien Labordeta dedicara un poema y para quien escribió esta pieza teatral, que fue publicada por primera vez en 1960 en el segundo y último número de Papageno, la revista dirigida por el autor de Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas), una obra dramática que muy bien puede leerse como un extenso poema alegórico sobre el lugar, la función y el destino del poeta en el mundo (como han analizado Enrique Serrano, 1988, Rosendo Tello, 1994, y Antonio Pérez Lasheras, en Pérez Lasheras y Saldaña, eds., 1996). La edición de estas primeras “completas” saldría arropada con ilustraciones de Pablo Serrano, José Orús, Manuel Montalvo, José Manuel Broto y José Luis Lasala y con textos de Ricardo Senabre, José Antonio Labordeta y Rosendo Tello, quien, ese mismo año, se encargaría de preparar la edición de Autopía, un libro inconcluso que desarrolla líneas temáticas y expresivas abiertas en Los soliloquios; en 1975 Pedro Vergés agrupó en La escasa merienda de los tigres textos procedentes de diferentes publicaciones y no incluidos en libros. Clemente Alonso Crespo preparó en 1981 una nueva edición de Epilírica (Los nueve en punto) y, dos años después, dispuso la Obra completa, publicada en tres volúmenes en la colección “El Bardo”; esta publicación, elaborada a partir de los borradores que dejó el propio poeta (quien escribía sus apuntes en dietarios que hoy ya se pueden consultar en el archivo depositado en la Universidad de Zaragoza), ha provocado que parte de la escasa crítica que se ha acercado a esta poesía contemple una realidad muy distante de la que siempre quiso construir el poeta; aparecen algunos títulos que Labordeta nunca publicó, poemas que se repiten e ideas, imágenes, metáforas y versos enteros que se multiplican hasta la saciedad, algo muy contrario a lo que pretendió con su constante labor de criba y de pulido. Sirva como ejemplo este párrafo que le dedica Francisco Ruiz Soriano (1997: 109-110) en una obra dedicada a analizar la primera poesía de posguerra:

Uno de los poetas más importantes de esta tendencia en su línea más trágica es el poeta aragonés Miguel Labordeta, que englobado dentro de la bohemia más heterodoxa, desde posiciones romántico-vanguardistas evolucionará hacia la poesía experimental en su última poética, con Epilírica (1961), Los soliloquios (1969) y Autopía (1972), obras donde investiga la combinatoria, la recursividad y la disposición visual de las palabras en la página (que denominó “poema mapa”). Sus primeros libros —Crecimiento, Sumergido crecimiento, Abisal cáncer, Las anunciaciones del habitante— presentan ya la problematización del ser arrojado al mundo, la frustración por la sociedad industrial alienante —en la más pura tradición lorquiana de Poeta en Nueva York—, ya la búsqueda del autorreconocimiento ante una identidad perdida. Temas que encontramos en su primer libro publicado, Sumido 25 (1948) y en los siguientes: Violento idílico (1949), donde expone la contradicción entre el deseo nostálgico de ideales perdidos y la situación presente de podredumbre con tono hondamente pesimista, y Transeúnte central (1950), indagación en el dolor de toda persona abocada a ser “transeúnte” en el devenir de la vida; en algunos poemas de este libro aparece cierta predisposición social y actitud prometeica. Su poesía refleja un fondo autobiográfico de preocupaciones en torno al Tiempo, la Nada y la Muerte, llena de preguntas esenciales; Labordeta erige una afirmación nihilista del yo y una concepción metafísica del ser, revestido siempre de cierto vitalismo y panteísmo que lo aproximan a las composiciones de angustia anímica de José Luis Hidalgo. 

Las inexactitudes incluidas en este párrafo son tantas que es difícil reparar con cierta atención en todas ellas. En primer lugar, el enredo terminológico: comienza hablando de “esta tendencia”, cuando el epígrafe que incluye estas palabras se denomina “Otras líneas poéticas y promoción del exilio”, con lo que quizás estuviera relacionado con el epígrafe precedente, “Hacia la poesía social”; a continuación se habla de “línea más trágica”, “bohemia más heterodoxa”, “posiciones romántico-vanguardistas”, “poesía experimental”, “actitud prometeica”, “fondo autobiográfico”, “preguntas existenciales”, “afirmación nihilista del yo”, “concepción metafísica del ser”, “vitalismo”, “panteísmo” y “angustia anímica”. No decimos que algunos de estos sintagmas no sean adecuados, sino que su acumulación produce una confusión extraordinaria. Por otra parte, incluir títulos que el poeta manejaba como borradores y que fueron reasumidos en sus primeros libros vuelve a generar perplejidad. La denominación de “poema mapa” fue acuñada por el poeta para una determinada composición incluida en Los soliloquios (“Planisferio del alquimista Zósimo”) y por lo tanto resulta aplicable a algunos de sus poemas más cercanos al letrismo. Finalmente, citar Epilírica como parte de su “última poética” y no precisamente como cierre de su primer ciclo (aunque se publicase nueve años después de su escritura) es desconocer lo que se propuso el poeta con sus versos, su auténtica intención (que, por otra parte, expresó de manera clara y reiterada en otros testimonios). En este orden de cosas, creemos que habría que leer más detenidamente las declaraciones y reflexiones metaliterarias que Miguel Labordeta fue realizando a lo largo de su carrera poética (manifiestos, entrevistas, prólogos, etc.). En ellas puede observarse que los límites de la poesía española del momento le resultaban muy estrechos y que no dejó de perseguir una escritura poética entendida como un fenómeno global y complejo. Solo así se explica la alusión que, en su conocido artículo-manifiesto “Poesía revolucionaria” (1950), dedica a lo que se está haciendo más allá de nuestras fronteras (en alusión a la Beat Generation norteamericana, de la que tendría noticia a través de Carlos Edmundo de Ory, amigo y correspondiente de Allen Ginsberg). Las etiquetas no podían servir a quien se pasó la vida huyendo de ellas.

1983 fue también el año en que Antonio Fernández Molina seleccionó y prologó los poemas de Metalírica. En 1988 Sumido 25 conoció una segunda edición en la Institución “Fernando el Católico”, en 1994 ocurrió lo propio con Transeúnte central (a cargo de Jesús Ferrer Solá) y vieron la luz dos nuevas ediciones, nuestra antología Donde perece un dios estremecido y Abisal cáncer (edición a cargo de Clemente Alonso Crespo), un dietario abarrotado de hallazgos expresivos, escenario de ese sueño que tuvo por nombre Berlingtonia, coetáneo de su primer libro poético e incluido con anterioridad en la Obra completa de 1983. En 2004 Antonio Ibáñez publicó una documentada y bien narrada biografía con el título de Miguel Labordeta. Poeta Violento Idílico, 1921-1969; recientemente, en 2008, se ha editado en búlgaro, con traducción de Rada Panchovska, una selección de su poesía (aparte de este trabajo, algunos —pocos— poemas han sido traducidos al francés, albanés, rumano y alemán en diferentes volúmenes colectivos) y en 2010 José Luis Calvo Carilla se ha encargado de la edición de Transeúnte central y otros poemas.

Internacionalista convencido y declarado, ciudadano del mundo, fundador de una disparatada e imaginaria Oficina Poética Internacional (OPI) que aglutinó a unos cuantos artistas que se vieron arrastrados por su magnetismo y su poder de seducción, Labordeta fue una rara avis en una ciudad oscura de un país en gran medida triste y siniestro. Autor de una escritura crepuscular, itinerante, poliédrica y nómada, las relaciones que estableció con sus amigos —y en esto coinciden casi todos los que le trataron— se basaron siempre en la fraternidad y la generosidad y nunca quiso ejercer de maestro, como se lee en ese poema de Autopía titulado “Escucha joven poeta inadvertido”, que se abre y se cierra con estos versos: “escribe para todos / es decir para nadie / […] / haz lo que te dé la gana / quema estas advertencias por favor / es mi consejo póstumo” (Labordeta, 1994: 233). Así, se ha querido ver con cierta frecuencia en Miguel Labordeta el símbolo o el paradigma de la independencia y la libertad creadoras, la subversión y la resistencia al encasillamiento fácil; sin embargo, la crítica prácticamente es unánime en el reconocimiento de esa labor de liderazgo —si no teórico o estético, por lo menos moral— que Labordeta ejerció entre quienes por entonces —mediados los cincuenta— comenzaban a velar sus primeras armas literarias en la ciudad (su hermano José Antonio, Fernando Ferreró, Guillermo Gúdel, Miguel Luesma, Luciano Gracia, Julio Antonio Gómez, Rosendo Tello, Benedicto Lorenzo de Blancas, Ignacio Ciordia, Raimundo Salas, José Antonio Rey del Corral, Emilio Gastón, autores que vivieron y bebieron durante algunos años al calor de esa comunidad fundada sobre el exceso, el humor y la camaradería que tuvo su centro en el Niké). Poco después, Labordeta quiso apoyar con un prólogo Generación del 65, una antología preparada por Juan María Marín y Fernando Villacampa que vio la luz en 1967 y que incluía poemas de, entre otros, Mariano Anós, Adolfo Burriel, Aurora Egido, Jorge Juan Eiroa, Juan María Marín, José Antonio Rey del Corral, Ignacio Prat, José Antonio Maenza y Fernando Villacampa (la historia es conocida: el volumen apenas se difundió puesto que fue muy pronto secuestrado por orden gubernativa y permanece a la espera de una próxima reedición, en la que está embarcada Graciela de Torres Olson para la colección Larumbe). De alguna forma, ese acercamiento a una nueva generación (esa que ha sido denominada en ocasiones como “generación del lenguaje”), con el espaldarazo que supone el apoyo expreso de Labordeta, representa una nueva manera de enfrentarse al hecho poético en el que las palabras, más que enmarcarse en una relación sintagmática de un lenguaje discursivo, se relacionan paradigmáticamente con otros elementos referenciales, otorgando así relevancia a su carácter simbólico: las palabras dejan de ser meras referencias para evocar cosas, sentimientos, pensamientos, para llegar a ser esas mismas realidades.

En todo caso, es cierto que su escritura no transcurre por autopistas culturales claramente delimitadas (cuando no sancionadas por el canon más institucionalizado) sino que se desplaza por territorios de alta montaña donde el sendero a veces se pierde, carreteras comarcales no muy bien señalizadas y vías de navegación en las que con frecuencia se han perdido las balizas y la travesía debe hacer frente a marejadas y tormentas. Una poesía entendida de tal modo, sin itinerarios previamente marcados, dispuesta a inmolarse en cualquier momento, convierte la exploración y la experimentación en técnicas fundamentales de escritura, y esta es probablemente una lección que Labordeta aprendió de la vanguardia histórica y que mantuvo siempre como una exigencia estética irrenunciable.

Es un hecho que el surrealismo tuvo en él, tras la guerra civil, a uno de sus más entregados cultivadores, como muy bien vio José Manuel Blecua (apud Labordeta, 1983: 6), quien habla de una originalidad conseguida “con una lengua poética no fácil precisamente, puesto que más de una vez se perciben las patentes huellas surrealistas y el bucear en lo subconsciente”; del mismo modo, es también evidente que Labordeta trató de distanciarse de esa y de otras etiquetas, utilizadas una y otra vez como marbetes excesivamente simplistas y reductores. Y esos intentos debieron de dar sus frutos puesto que algunos críticos no tardaron en apreciar la singularidad del surrealismo labordetiano; así, Guillermo Carnero (1978) habla de un “surrealismo existencialista” para referirse a los tres primeros libros publicados por nuestro poeta, y Víctor García de la Concha, en una expresión que riza el rizo, de “surrealismo realista”. En todo caso, Labordeta representa un caso único, irrepetible y heterodoxo en la historia del surrealismo literario español, hasta el punto de articular una propuesta tan impregnada hasta la raíz de elementos expresionistas que, con frecuencia, sería preferible hablar de un expresionismo poético con elementos surrealistas (Ángel Crespo, en Pérez Lasheras y Saldaña, eds., 1996; Pérez Lasheras y Saldaña, apud Labordeta, 1994: 43). En todo caso, en los borradores del poeta puede comprobarse que este automatismo no solo está sometido a una severa y concienzuda revisión, sino que se trata más bien de un instrumento, una técnica que utiliza para crear imágenes en las que se asocian elementos dispares, disímiles, pero que mantienen una íntima relación con el subconsciente. Más aún, debido a las muchas veces lamentables circunstancias históricas en las que se desenvolvió la vida española tras la guerra civil, el mundo de los sueños y del subconsciente deja paso a menudo a una escritura renovada con elementos que proceden del trágico momento histórico, maniatado por limitaciones de todo tipo y, por otra parte, un mínimo análisis del taller poético labordetiano demostraría la constante reelaboración de sus escritos, un hecho que desmentiría de alguna manera el automatismo surrealista.

Así, su poesía zigzaguea sin cesar, interrumpe su avance, desanda a veces el camino, vuelve sobre sus pasos y se desvía de la ruta marcada, se despliega mostrando sin ningún pudor sus cartas pero al mismo tiempo trazando continuas líneas de fugas y derivas. Por todo ello —al calor de esa tendencia tan arraigada en la crítica literaria hispánica basada en el encasillamiento fácil—, esta escritura se ha leído a menudo como un exponente claro del surrealismo (o, en el mejor de los casos, de la vanguardia, en general) y, de esta manera, ha sido incluida en algunos volúmenes que recogen este tipo de poesía (ya en 1952 Joan Fuster y José Albi seleccionaron algunos poemas suyos para la Antología del surrealismo español que publicó la revista Verbo, considerándolo como uno de los poetas más activos en este movimiento). Sin embargo, el propio Labordeta, preguntado sobre esta cuestión, respondía: “¿Surrealista? Yo creo que nadie lo es enteramente, y que sin embargo, nadie de sensibilidad actual puede quedarse al margen de su influencia mágica” (Albi y Fuster, 1952: 184); casi treinta años después, Germán Gullón reunió algunos poemas suyos en su Poesía de la vanguardia española, icluyéndolo dentro del “surrealismo tardío”. En todo caso, flaco favor hacemos a esta escritura si su lectura se orienta únicamente desde el marbete —por muy amplio que sea, al fin y al cabo reductor— vanguardista; lo cierto, no obstante, es que apenas aparece en antologías de poesía española contemporánea (y ello en un país que experimenta una obsesiva, casi enfermiza, pasión por la elaboración de estos artefactos como elementos de canonización literaria). En todo caso, dadaísmo, surrealismo, expresionismo y letrismo no funcionan en Labordeta como horizontes u objetivos conceptuales sino como estrategias retóricas, simbólicas e imaginarias al servicio de su desgarrador universo lírico.

A este respecto, podría afirmarse que los ismos, en la poesía de Miguel Labordeta, antes que senderos artísticos claramente delimitados, funcionan como materiales de trabajo al servicio de una exploración personal, son procedimientos, métodos, caminos, medios o instrumentos de búsqueda de una voz propia, autónoma y al margen de todo tipo de etiquetas. Sobre esta cuestión de los epígrafes, marbetes, fórmulas, marcas o clasificaciones identificatorias que tratan de configurar el canon literario, es significativa la afirmación del propio poeta, quien en una entrevista definía su Epilírica como “uno de los primeros libros de poesía social”, matizando a renglón seguido: “bueno, de lo que luego se llamaría social por los oportunistas, que antes garcilasistas, correrán a gritos desaliñados por el hombre, la justicia, el cocido y tal […] estos figuran en las antologías como forjadores de la poesía social, etc., en cambio de Labordeta dicen desdeñosamente «es un surrealista»” (texto de 1966, editado por Rotellar, apud Romo, 1988: 67). De esta manera, Leopoldo de Luis despachó la poesía labordetiana tildándola de “disconforme y rebelde”, la excluyó de su Antología de la poesía social (1969: 36) y justificó su ausencia con la mención del poema “Un hombre de treinta años pide la palabra” como el más próximo de los suyos a esta tendencia.[3]

Es un hecho indudable que esta poesía, en vida de su autor, apenas despertó el interés de la crítica y, cuando lo hizo, fue casi siempre para destacar la aparición de un nuevo libro con un sustantivo, un adjetivo o un sintagma excesivamente estrechos y encasilladores: tremendista, surrealista, expresionismo de hondas raíces metafísicas, etc., etiquetas, en todo caso, erróneas por insuficientes, injustas por traicionar la complejidad de una escritura que respira imaginación y libertad por todos sus poros, una escritura rebelde, subversiva (en el fondo y en la forma) y dispuesta en todo momento a retorcerse sobre sí misma y romper con el entramado léxico y la linealidad discursiva, una escritura, además, elaborada con palabras, sintagmas y expresiones que con frecuencia no pueden interpretarse a partir de las acepciones que recoge el diccionario puesto que ofrecen sentidos traslaticios, figurados, metafóricos, simbólicos, imaginarios, distintos, en cualquier caso, a los que colectiva y habitualmente aceptamos según dicta la norma lingüística académica.

Y una poesía concebida a partir de estas premisas no puede sino calificarse de revolucionaria, “poesía revolucionaria”, expresión con la que el propio Labordeta tituló una especie de poética publicada en 1950 en la revista Espadaña, revolucionaria por su constante afán de subvertir los conceptos más arraigados en el imaginario colectivo, alterar la sintaxis más usual, quebrar la lógica interna de la gramática, pero también por su irrenunciable deseo de alcanzar nuevos y liberadores sentidos a partir de esa incansable labor de erosión y desintegración del lenguaje. En todo caso, vanguardista y revolucionaria son adjetivos que conectan a la perfección si de lo que se trata es de definir un tipo de poesía “de avanzada”, preocupada por describir los verdaderos problemas del hombre, aunque no sea entendida en su momento ni permita ganar ningún gran premio literario (como declara el propio poeta). Germán Gullón comenta que “Para identificar, en principio, a un poema como vanguardista, el rasgo más indicativo es la rotura de la arquitectura gramatical o de la lógica interna del poema, o de ambas cosas a la vez, causadas por un desajuste rítmico, su entrecortamiento, y la pérdida del lirismo tonal”, y poco más adelante, al hacer referencia a la aparición de las greguerías de Gómez de la Serna, primera manifestación vanguardista en la literatura española, añade: “el discurso poético aparece ya disgregado, la referencialidad tradicional de las palabras puesta en entredicho y tomada a broma” (Gullón, 1981: 8). No de otra manera actúa nuestro Miguel Labordeta.

Tras su muerte comenzaron a publicarse algunos trabajos de cierta entidad sobre esta poesía; a los iniciales de Ricardo Senabre —“Prólogo”— y Rosendo Tello —“Claves circulares (en torno a la obra de Miguel Labordeta)”— (incluidos en las Obras completas de 1972 junto a un “Retrato” de su hermano José Antonio) seguirían otros, como los agrupados en el volumen colectivo Miguel Labordeta. Un poeta en la posguerra (1977, que reúne, entre otros, textos de Mariano Anós, Federico Jiménez Losantos, José Antonio Labordeta, José-Carlos Mainer, Carlos Edmundo de Ory y Pedro Vergés), un volumen que lamentablemente no contribuyó a la recuperación de la poesía del autor sino, más bien, a propagar la confusión. Habrá que esperar a la década de los ochenta para que surjan algunos trabajos elaborados ya desde planteamientos científicos y hermenéuticos más sólidos; así, los estudios de Francisco J. Díaz de Castro (“La poesía de Miguel Labordeta, 1”, 1984), que se había doctorado en 1974 en la Universidad de Valencia con un estudio sobre nuestro poeta, Jesús Ferrer Solá (La poesía metafísica de Miguel Labordeta, 1983, publicación derivada de su tesis de licenciatura), Clemente Alonso Crespo (Materiales para una edición anotada de la poesía de Miguel Labordeta, resumen de su tesis doctoral leída en la Universidad de Zaragoza en 1983) y el más documentado y extenso de Fernando Romo (Miguel Labordeta: una lectura global, 1988, resultado asimismo de su tesis doctoral) apuntalan los cimientos de una nueva crítica labordetiana basada en el análisis de mecanismos textuales y no tanto en prejuicios más o menos intuitivos. Los años noventa suponen una consolidación de la bibliografía científica que esta poesía ha generado; en 1994 la revista de cultura aragonesa Rolde dedicó al autor de Sumido 25 un número monográfico coordinado por Antón Castro y la Universidad de Zaragoza organizó un congreso dedicado a este poeta cuyas actas (Pérez Lasheras y Saldaña, eds., 1996) recogen una buena representación de las lecturas críticas que esta escritura ha suscitado; en 1996 Díaz de Castro publica en Ínsula un breve pero revelador texto en el que vincula esta escritura con la vanguardia y el compromiso, dos conceptos en absoluto incompatibles, como en tantas ocasiones ha querido hacerse ver. Al margen de estas publicaciones, la poesía labordetiana ha sido objeto de atención en diferentes trabajos de alcance más general; así, por ejemplo, en un ensayo sobre la pervivencia del surrealismo en la poesía española de posguerra Raquel Medina (1997) se ocupa de nuestro poeta junto a Carlos Edmundo de Ory, Juan Eduardo Cirlot y Camilo José Cela.

La poesía de Miguel Labordeta surge en un momento en el que todavía se escuchan los ecos de la guerra civil. Son los años de la represión política más dura, la miseria, el hambre y las cartillas de racionamiento, unos años en los que los poetas, en general, entienden su labor de dos maneras sustancialmente diferentes: poetas intimistas, religiosos, vinculados a una lírica de los sentimientos amorosos y las necesidades espirituales y, probablemente por eso mismo, desvinculados de la realidad histórica más desgarrada y apremiante, garcilasistas, por un lado, y poetas sociales, tremendistas, partidarios de una escritura atenta a la denuncia y el compromiso político pero despreocupada al mismo tiempo de alcanzar un nivel elevado de exigencia formal y expresiva, espadañistas, por otro, configurando un escenario que derivaría poco después hacia otra fórmula bipolar materializada en la consabida polémica entre comunicación y conocimiento. Miguel Labordeta —frente al Juan Ramón Jiménez purista y selectivo, partidario de una poesía de las esencias y las formas más depuradas, apta solo para un restringido club de iniciados, y al Blas de Otero y al Gabriel Celaya preocupados por elaborar un discurso poético que respondiese a las necesidades de la inmensa mayoría— pareció encontrar muy pronto acomodo en una especie de término medio más o menos equidistante de ambos extremos, una suerte de limbo o tierra de nadie donde él quiso encontrarse, a solas, de verdad, con los suficientes, una posición que reflejó con claridad en un artículo de 1951, “Ni poesía pura ni poesía popular”. Labordeta aboga por una concepción de la poesía como “reconocimiento”, en una singular mezcla de elementos neoplatónicos, románticos, psicoanalíticos, existenciales y orientales, en la que se busca el autoconocimiento, lo que justificaría esa constante indagación sobre el propio ser. Por otra parte, y sin renunciar en ningún momento a su independencia, Labordeta mantuvo relaciones más o menos estrechas con poetas en un momento dado tan diferentes entre sí como pudieron ser Gabriel Celaya —con quien entabló una amistosa polémica que el poeta vasco reflejó en Las Cartas boca arriba (1951)— o Carlos Edmundo de Ory, uno de los fundadores del postismo, con quien mantuvo una intensa relación epistolar salpicada en ocasiones de hondas reflexiones literarias. Ambos coinciden en aconsejar y aleccionar a Miguel Labordeta sobre los derroteros que debería cobrar su poesía, en el caso del primero incluso con severas, aunque cariñosas, admoniciones.

Ajeno, pues, a todas esas inconsistentes y muchas veces artificiales y estériles polémicas que, de una manera u otra, siempre han intentado instrumentalizar la poesía al servicio de objetivos más o menos espurios, Miguel Labordeta parece empeñado desde el primer momento —una vez superados los escarceos iniciales— en desarrollar una voz personal que diese vía libre a sus preocupaciones temáticas y a sus figuraciones expresivas, y esa voz se encuentra ya en Sumido 25, su primer libro, donde se pueden leer poemas perfectamente medidos, dotados de unas sorprendentes y poderosas imágenes, desde el inicial y archicitado “Espejo”, pasando por “Elegía a mi propia muerte”, “Puesto que el joven azul de la montaña ha muerto” (musicado por su hermano José Antonio), “Agonía del existente Julián Martínez” (uno de sus heterónimos, otros fueron Nerón Jiménez, Valdemar Gris, Mr. Brown, Nabuco, etc., denominaciones que, junto a otras como “Ciego insumiso”, “Buzo ardiente”, “ilustre profesor sin chaqueta”, “un existente jovial y atribulado”, “este señor calvo encantador”, dan testimonio de una identidad compleja, con frecuencia escindida), “Hombres sin tesis”, hasta el poema con que se cierra, “Mensaje de amor que Valdemar Gris ha mandado para finalizar este Sumido 25”, unos textos escritos por un poeta de veinticinco años con una identidad descompuesta y fragmentada y desde la perspectiva imaginaria de la muerte (que se convertirá en una de las constantes de esta escritura en sus libros posteriores) y en los que se hallan esbozadas prácticamente todas sus claves simbólicas. La poesía labordetiana es de una asombrosa riqueza inaginaria y, en ese sentido, ofrece vetas todavía no del todo exploradas, como recientemente ha demostrado Isabel Bueno Serrano (2009).

Y, con la muerte, ese otro tópico de la tradición literaria que es el viaje se convierte en uno de los grandes motivos vertebradores de sus primeros libros —en algún caso, ya desde el mismo título, como se lee en la imagen del “transeúnte”—, de ahí que el deseo de evasión de una realidad que se percibe como dolorosa, castrante y brutal acabe convirtiéndose en un elemento recurrente. Poemas de su primera etapa como “Desnudo entero”, “Puesto que el joven azul de la montaña ha muerto”, “Plegaria del joven dormido” o, entre otros, “Un hombre de treinta años pide la palabra”, reflejan muy bien una actitud basada en el inconformismo, la rebeldía y —por decirlo con expresión más reciente— la apuesta por otro mundo posible. Ahora bien, si en Sumido 25 se escuchaba la voz de un sujeto que contempla atónito los desastres del mundo,  a partir de Violento Idílico nos encontramos con un cambio de registro, la mera observación se prolonga en llamadas constantes, subversivas y revolucionarias a la transformación social, un gesto que culminará en Transeúnte central, su libro más explícitamente político y social, en el que son elementos constantes la denuncia de cualquier forma de injusticia y la solidaridad con los desfavorecidos. A partir de Violento idílico se aprecia también la influencia de Heidegger, manifestada sobre todo en el concepto de dasein (así se titula uno de los poemas de este libro, en evidente homenaje al pensador alemán), por medio del cual la muerte se concibe como un no-ser pero también como la posibilidad de mirar desde el otro lado.

Aunque publicado en 1961, Epilírica, escrito entre 1950 y 1952, supone, como hemos recordado más arriba, el cierre de su ciclo poético inicial y, en ese sentido, participa de la cosmovisión poética que Labordeta fue gestando a partir de su primer libro; así, inconformismo, rabia, desarraigo y denuncia de unas condiciones de vida injustas son rasgos que acercan esta obra a ese tipo de escritura política que ya había aparecido en textos anteriores. La censura prohibió dos poemas (“Hermano hombre” y “Mientras muero en el frente”, dos textos que, sin embargo, ya se habían publicado en diferentes revistas) y la primera edición salió por lo tanto amputada, con siete y no con los nueve poemas con que veinte años después, en 1981, Clemente Alonso Crespo la editaría. Y junto a ese registro existencial, civil, social, con el que el sujeto lírico comparte inquietudes y aspiraciones con los demás, encontramos otros de hondo calado sentimental arropados por una metafísica y una mitología muy personales.

Y en esas circunstancias se encuentra cuando, avanzada ya la década de los sesenta, Julio Antonio Gómez pone en marcha con Eduardo Valdivia y Luciano Gracia (y con la inestimable colaboración gráfica del fotógrafo Joaquín Alcón) la colección de poesía Fuendetodos, que acoge una pequeña editorial denominada Javalambre. Julio Antonio Gómez insiste sin reblar hasta conseguir que Labordeta acepte publicar unos poemas que verán la luz con el título de Los soliloquios, unos poemas escasamente figurativos en los que las palabras reflejan el desequilibrio que se da entre la experiencia, las sensaciones y las ideas, unos textos, en definitiva, que marcan un punto y aparte —sobre todo en el plano formal— con respecto a sus entregas anteriores; introduce así un nuevo giro de tuerca en su trayectoria poética que solo la muerte habría de truncar muy pronto. “Desaparecer” es la palabra troceada y descompuesta en cinco líneas con que se cierra un poemario enmarcado entre palabras de Ovidio y René Char, al comienzo, y Vicente Aleixandre y Fernando Pessoa, al final.

Se ha repetido con frecuencia y ha llegado a convertirse ya en un tópico: la poesía es una pregunta que planta cara a todas las respuestas. Más que proponer explicaciones o respuestas a los interrogantes y desafíos del mundo, la poesía se presenta como una radical oportunidad para generar espacios de tensión, conflicto e incertidumbre. Así, la poesía labordetiana no habría intentado responder a la pregunta que se lee en el primer y citadísimo verso de su primer libro, “Dime Miguel: ¿Quién eres tú?”, sino llevar a un primer plano ese escenario de crisis, convertir esa situación conflictiva que afecta a la construcción de la propia identidad en la raíz medular de su poética, verbalizar la imagen difuminada de la identidad desde un lugar manchado por la otredad, y todo ello en un territorio marcado por la presencia del espejo, ese elemento que al mismo tiempo delimita y expande difuminando las fronteras entre la realidad y la ficción, entre el aquí y el allá, entre lo que es y lo que parece, entre lo propio y lo ajeno. En este sentido, es sabido que la disolución del sujeto y su intento de reconstrucción en el texto se ha convertido en un lugar común de la lírica contemporánea. Baudelaire, primero, Nerval, Rimbaud y Mallarmé, después, abren grietas que afectan a la línea de flotación del estatuto identitario; así, la pérdida de la propia identidad y su posterior búsqueda en el poema se han convertido en motivos recurrentes de la lírica labordetiana, en la que nadie y nada funcionan con frecuencia como símbolos de un vacío ontológico y metafísico que encuentra su referente existencial en un escenario donde la identidad vive volcada hacia el abismo de su propia disolución.

Porque, en efecto, “vanas son las preguntas a la piedra / y mudo el destino insaciable por el viento”, como dejara escrito en “1936”, aquel poema de Los soliloquios en el que el vate maduro que por entonces ya era Labordeta lamentara cómo a toda una “generación perdida” —la suya— le habían sido arrebatadas la juventud y la alegría “por la historia siniestra / de un huracán terrible de locura” (Labordeta, 1994: 186). Nuestro poeta se adentró por el sumidero en el que emergen las preguntas esenciales en busca de respuestas que jamás encontró y, así, la poesía que nos legó, rigurosa y crítica consigo misma como muy pocas otras obras poéticas españolas contemporáneas, no permite ningún tipo de concesiones, se presenta al mismo tiempo como un admirable ejercicio de libertad e independencia creadoras y funciona como el testimonio de un sujeto que hizo del extrañamiento ante la barbarie del mundo una constante actitud personal.

 

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[1] Es bastante significativo que uno de los primeros estudiosos que pretendió incluirlo en la historia de la poesía española de posguerra, Víctor García de la Concha, se encontrara con dificultades para encuadrarlo bajo alguna de las etiquetas más usuales y tuviera que acudir a una contradictio in terminis como “surrealista realista” (García de la Concha, 1987: 746) y que una de las historias literarias más leídas por los estudiantes de Filología Hispánica (futuros profesores de lengua y literatura) incluya a nuestro poeta en un apartado titulado “Francotiradores” junto a dos grupos más o menos formados (el postismo, representado por Carlos Edmundo de Ory, y el grupo Cántico de Córdoba) que, como él, tuvieron asimismo una presencia periférica en la vida literaria durante los años posteriores a la guerra civil.

[2] “Por los 50 otros poetas que experimentan con la iconicidad y la plasticidad son Miguel Labordeta y Juan Eduardo Cirlot. Al principio se dejan influenciar por el surrealismo pero llegan a crear un lenguaje personal. Cirlot es un poeta e intelectual desconocido en parte porque hay libros que todavía se están publicando póstumamente. Su libro Variaciones fonovisuales publicado póstumamente en 1996 utiliza técnicas permutatorias que combina con el dibujo tipográfico. Cirlot era un gran conocedor de lo simbólico, de filosofías orientales, de la música, numismática, medievalismo, cine, escultura, etc.” (López Fernández, 2001). En este sentido, no debemos olvidar que Cirlot realizó su servicio militar en Zaragoza, donde contactó, siendo muy joven, con Labordeta y los poetas e intelectuales que se reunían en el café Niké.

Julio Campal organizó la exposición “Poesía concreta” en la galería Grises de Bilbao, entre enero y febrero de 1965, y fue este el primer evento de poesía experimental que tuvo lugar en España. Unos meses más tarde, del 18 al 24 de noviembre, se inauguró en la Sociedad Dante Alighieri de Zaragoza la muestra “Poesía visual, fónica, espacial y concreta”, que Labordeta, con su OPI, ayudó a organizar. Y al año siguiente, en Madrid, se celebraron dos actos que contribuyeron al asentamiento definitivo de este movimiento: la “Exposición Internacional de Poesía de Vanguardia”, en la galería Juana Mordó, y la “Semana de poesía concreta y espacial”. Finalmente, en el verano de ese mismo año 1966 se celebró en la galería Barandiarán de San Sebastián la “Semana de poesía de vanguardia”.

[3] Al margen de esta polémica en torno a la catalogación de la poesía labordetiana como “surrealista” o “social”, lo cierto es que encontramos varios textos suyos incluidos en antologías de poesía surrealista (Corbalán, 1974; Gullón, 1981 —en el epígrafe “surrealismo tardío”—; Pariente, 1985) o de poesía visual (Muriel, 2000).

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Saldaña y Antonio Pérez Lasheras

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