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La conmemoración del centenario del nacimiento de Juan Carlos Onetti nos ha tomado por sorpresa. Nadie se lo esperaba tan pronto: ¡si hace apenas quince años todavía lo creíamos inmortal, cuando nos miraba, entre burlón y resignado, desde ese altar —la cama— que lo había consagrado en vida! Estábamos sus fieles lectores y críticos atentos a cada una de sus páginas, acostumbrados a que los años pasaran como si le fueran indiferentes. Contra todo pronóstico, acompañado de cigarrillos, vino o whisky, lacónico y confinado voluntariamente al modesto espacio de un piso en Madrid, la longevidad de Onetti nos parecía la mejor prueba de que lo importante en un autor es su íntima y total dedicación a la escritura, la que le permite sobrevivir a todas las adversidades. El resto es inútil vanidad.

Lo confesaba él mismo: “Le diré que cuando me cortaron el cordón umbilical se llevaron también el de la vanidad. Me refiero a la vanidad literaria. La gran mayoría de nuestros escritores trata de alcanzar el triunfo. Y a esto se llega de manera incidental y nunca deliberada. Si alcanzamos el éxito nunca seremos artistas plenamente. El destino del artista es vivir una vida imperfecta: el triunfo, como un episodio; el fracaso como verdadero y supremo fin” [1].

Esta preocupación por la escritura, esa imperfección como destino lejos de la vanidad y lidiando con el fracaso, lo acompañó toda su vida literaria: desde El pozo (1939) a su última novela, Cuando ya no importe (1993), en la que desde el título aludió a la futilidad de toda ambición, mirada desencantada que proyectó al borde de la muerte. En esta novela, publicada pocos meses antes de su propia desaparición, Onetti apenas se disimula detrás del protagonista, el derrotado y enigmático Carr, para decirnos en las líneas finales y en la complicidad de una cansada primera persona: “Escribí la palabra muerte deseando que no sea más que eso, una palabra dibujada con dedos temblones”, para precisar poco después: “Otra vez, la palabra muerte sin que sea necesario escribirla”.

Ahora, tan próxima de la fecha de su muerte, tan cerca de esos “dedos temblones” con que escribió la fatídica palabra en Cuando ya no importe, conmemoramos el centenario de su nacimiento. Nos asomamos al vértigo de estos años para profundizar en esa “imperfección” como destino, asumida a modo de lema existencial. Recapitulemos.

La imperfección como destino

“Onetti: maestro de escritores que no es profeta en su tierra”, titula el semanario Reporter de Montevideo una larga entrevista que le hace Carlos María Gutiérrez en octubre de 1961. En la portada Onetti fuma con la mirada perdida en el horizonte y el artículo está ilustrado por una foto del dibujante Hermenegildo Sabat que se convertiría con el tiempo en emblemática. Onetti está sentado en una silla de anea y vestido con traje negro y corbata. Lleva un sombrero Stetson ladeado a lo Humphrey Bogart, sobre el que ha forjado una leyenda. El chambergo está atravesado por una bala calibre 45 que le dispararon en una revuelta en Bolivia que había cubierto como corresponsal del diario Acción en 1956 y de la que milagrosamente salió con vida. El todo enmarcado desde un ángulo insólito: Sabat se ha subido a una mesa y Onetti lo mira desde abajo con un dejo de contenida ironía.

La tierna hosquedad, la corteza rugosa que de vez en cuando dejaba escapar la savia que lo embargaba, apenas disimulan en Onetti la excepcionalidad y marginalidad de un escritor que no se había plegado a “la banda de los lúcidos” de la generación del 45 uruguaya que detentaba el poder cultural: Mario Benedetti, Carlos Martínez Moreno, el propio Rodríguez Monegal y un emergente y ambicioso Ángel Rama. Orgullosamente solitario e independiente, pero al mismo tiempo con la modestia de no intentar que sus ideas se impusieran a nadie, Onetti confirmaba  ser —según lo había definido la solapa de Para esta noche en 1941— un escritor que “cree en muy pocas cosas, rara vez habla de ellas y nunca las escribe”.

La entrevista de Gutiérrez pone en evidencia una realidad del momento: Onetti es un escritor desconocido en su propio país, donde empieza a ser reconocido gracias a la sorprendente madurez literaria de El astillero (1961) que saluda en ese mismo número de la revista Reporter el crítico Emir Rodríguez Monegal: “el lector encontrará en esta novela que el cinismo, la desesperanza, la frustración de su protagonista, no le impiden ser también un alma tierna y desgarrada. Encontrará, en fin, una obra maestra”. Sin embargo, El astillero había concursado al premio organizado por la editorial Fabril de Buenos Aires que ganó Jorge Masciangoli con El profesor de inglés, autor y obra hoy completamente olvidados. La novela de Onetti que formaría parte, con el paso de loa años, de la constelación de las mejores latinoamericanas, pasó desapercibida.

Ese mismo año de 1961, Paco Espínola, obtiene el Gran premio Nacional de literatura del Uruguay y se consagra como “escritor nacional”. Onetti no lo será nunca. Según un feliz distingo, será siempre un escritor uruguayo y nunca un escritor nacional, lejos de toda connotación nacionalista. Un escritor subterráneo, una especie de Blaise Cendrars uruguayo, cuyo nombre se repite vagamente, pero del que sus libros apenas se leen.

En realidad, Onetti nunca tuvo muchos lectores. No los tuvo cuando vivía en Montevideo o Buenos Aires. La primera edición de El pozo (1939) de apenas 500 ejemplares se podía adquirir hasta mediados de los cincuenta en las librerías montevideanas; La vida breve publicada por Sudamericana en 1950 y Los adioses por Sur en 1954 se vendía hasta mediados de los sesenta. Onetti no se preocupó nunca por esas cifras y recordaba lo que James Joyce respondió cuando le preguntaban para quién escribía: “Me siento en un extremo de la mesa y le escribo a la persona que está en el otro extremo. En el otro extremo está James Joyce. Bueno, yo hago igual —repetía Onetti—: le escribo cartas a ese señor que está en mi mesa, a mi mejor amigo, yo mismo”.

Prisionero de su propia leyenda

Cuando Onetti es “enganchado al furgón de cola” del exitoso tren de la nueva narrativa latinoamericana de los 60, su participación no es menos equívoca. Hasta cerca de 1980, era común que los onettianos convictos y confesos nos lamentáramos de la falta de reconocimiento de la obra de “una de las figuras más personales y atractivas de la novela hispanoamericana contemporánea” —al decir del hispanista belga Christian de Paepe— situación calificada de “infortunio literario”. Se lo podía comprobar repasando diccionarios, enciclopedias, lexicones y obras de referencia, donde autores menores ostentaban el olímpico título de escritores de la Weltliteratur, mientras Onetti era ignorado por la crítica imperante: Fernando Alegría, Juan Loveluck y Jorge Lafforgue. Tampoco figuraba en la divulgada antología del cuento hispanoamericano que publica Seymour Menton en 1964.

Cuando a mediados de los años sesenta Onetti es asociado al boom de la literatura latinoamericana, su nombre figura como un coetáneo mayor de edad, un escritor algo anacrónico entre el joven Mario Vargas Llosa y los flamantes best sellers Gabriel García Márquez con Cien años de soledad y Julio Cortázar con Rayuela. Figura entre predecesores reconocidos tardíamente y en un sistema solar del que es alejado planeta. Comparte su “excentricidad” con Juan Rulfo —cuyas únicas obras El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo(1955) habían sido publicadas con anterioridad—, el propio Jorge Luis Borges cuyo reconocimiento llega tardíamente, vía Europa, y un quejoso José Donoso que en Historia personal del boom (1972) reclama su lugar en el pelotón de primera división del que se siente excluido. En resumen, Onetti es citado en el conjunto de escritores de moda, sin duda prestigioso, pero que pocos leen. Pocos lectores, pero incondicionales, iniciados a un culto subterráneo de una literatura que prescindía de los índices mediáticos de los “libros más vendidos”, que optaba por la marginalidad y asumía como propia la “mirada sesgada” del autor sobre el mundo. Un “raro”, en definitiva.

A esa fama de “raro” contribuyó el propio Onetti. Cuando Luis Harss, autor de Los nuestros —libro que forjó en 1966 el nuevo canon de la literatura latinoamericana— entrevista personalmente a Miguel Ángel Asturias, Jorge Luís Borges, Juan Rulfo, João Guimarães Rosa, Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, se topa en Montevideo con un elusivo y hosco Onetti.

Onetti dilata el encuentro y le da excusas dignas del mejor humor negro, como encontrar clavada en la puerta del pequeño apartamento de la calle Gonzalo Ramírez la advertencia: “Si es Harss, no estoy”. Cuando finalmente logra trasponer el umbral, Onetti es más lacónico que nunca. Harss se ve obligado a contextualizar cada una de las breves respuestas y, evidentemente, en el conjunto de los ensayos de Los nuestros, el capítulo que le consagra —“Juan Carlos Onetti o las sombras en la pared”— es con el de Juan Rulfo, otro parco conversador, el más breve y, en todo caso, el menos entusiasta.

La atmósfera general de Montevideo que precede el encuentro no puede ser más sombría: es invierno, llueve, hace frío y agobia la humedad bajo un cielo donde se agolpan “pesados nubarrones, sombras mortuorias de los malos tiempos”. El país está paralizado por huelgas y una sequía previa obliga al racionamiento de la energía eléctrica. “La vida prosigue, pero apática, irreal” —anota Harss— entre la “aflicción general” que descubre en las miradas fugaces de los transeúntes trabajando en tétricas oficinas de viejos edificios de ascensores atascados.

Onetti no desentona en ese contexto: lleva un pesado abrigo, tiene una mueca dolorosa en los labios, su andar es de oficinista envejecido y parece huérfano, desocupado y ausente, con las huellas de la renuncia y el desgano por algún fracaso interior marcadas en el rostro, como si llevara una cruz sobre los hombros purgando una culpa innominada e imperdonable. La entrevista no logra despegar. Al recordar viejos tiempos, Onetti se pone áspero, parsimonioso, huraño y, finalmente, taciturno. Harss abandona y construye su ensayo con glosas de las obras del autor de La vida breve, esos “templos de desesperación”, como las califica.

Onetti ya es prisionero de la leyenda que se ha forjado, tal vez a su pesar, pero en buena parte por una deliberada prescindencia de los mecanismos de ascenso y participación en los poderes culturales y, sobre todo, porque cree que lo fundamental es la escritura y no el escritor. Por eso no cultiva su faz de personaje público y prefiere la de escritor secreto, lejos de modas y estilos que halaguen al lector. “Yo no soy un creador ni un ‘hombre letras’. Nada de eso —se defiende— Soy como Eladio Linacero, el protagonista de El pozo: un hombre cualquiera que escribe en los rincones de la ciudad”.

Pero también porque Onetti ha ido elaborando un personaje llamado Onetti a partir del retrato que de él mismo elaborara en La vida breve en 1950. Brausen, el protagonista, comparte una oficina con un hombre que “no sonreía, usaba anteojos, dejaba adivinar que sólo podía ser simpático a mujeres fantasiosas y amigos íntimos”, un hombre de cara aburrida que no hace preguntas, ni manifiesta ningún síntoma de deseo de intimar, que no es otro que el propio autor. El autorretrato de un personaje hosco, amigo del silencio, de la meditación y diálogo consigo mismo, accesible solo en raros momentos, hecho por un escritor taciturno se completa: “Onetti me saludaba con monosílabos a los que infundía una imprecisa vibración de cariño, una burla impersonal. Me saludaba a las diez, pedía un café a las once, atendía visitas y el teléfono, revisaba papeles, fumaba sin ansiedad, conversaba con una voz grave, invariable y perezosa”. El espejo le devuelve a partir de entonces una imagen literaria que cultiva con esmero y que trata de no desmentir en la realidad. Onetti será siempre el personaje Onetti de La vida breve”.

Escribir sin ser escritor

Cuando Onetti, finalista del Premio Rómulo Gallegos 1965 con Juntacadáveres, es derrotado por Mario Vargas Llosa con La casa verde,  Emir Rodríguez Monegal —el crítico que lanzó a Onetti fuera de fronteras con Narradores de esta América y la exhaustiva edición de sus obras completas con Aguilar México— considera que hay una perfecta coherencia y una secreta simetría en ese fracaso.  “Onetti ha llegado demasiado tarde. Su fracaso no es el fracaso de la calidad sino de la oportunidad. Llega tarde en 1965, como había llegado demasiado pronto en 1941 cuando Ciro Alegría ganó el Premio Rinhart y Farrar con El mundo es ancho y ajeno. Descolocado, desplazado, Onetti no está nunca en el tiempo literario. Está en la literatura, aunque no coincidan sus fracasos con su indiscutida calidad literaria”.

Lo reconocería él mismo cuando recibió el premio Cervantes en 1980: “Nunca trabajé con los codos para embromar a alguien, para trepar. Siempre viví absolutamente ignorante de la práctica de convenciones sociales. A veces tengo la impresión de que mi imagen anda separada de mi”. En ese momento, Rodríguez Monegal cree esperanzado que “la fama ha terminado por dar caza, al fin, a Juan Carlos Onetti”. Sin embargo, el flamante Premio Cervantes no cambia en absoluto sus costumbres, su modesta residencia en Madrid, sus amigos y su alergia a toda forma de vanidad literaria. Desde la cama que ha convertido en su centro vital asegura con tono burlón y desinteresado: “Mi vida es escribir de vez en cuando algunas páginas de una novela. Y leer muchos libros, sobre todo policiales. Aunque las policiales estén cada día peor”.

El distingo que ha presidido su vida sigue siendo esencial. “Los que se acercan a la literatura pueden dividirse en dos grandes categorías —precisa en esos años— “Los que quieren llegar a ser escritores y los que simplemente quieren llegar a escribir. Sólo respeto a estos últimos”. Y añadía con tono elíptico: “la palabra creación me parece desmesurada. Algunos se autodenominan “creadores”; otros, “hombres de letras”. Yo no soy nada de eso. Como Eladio Linacero, soy un hombre cualquiera que escribe en los rincones de la ciudad”.

Como ese antihéroe solitario —protagonista de El pozo— que “se vuelve por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas”, Onetti podía seguir repitiéndose cincuenta años más tarde: me gustaría escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no. O los sueños. Desde alguna pesadilla, la más lejana que recuerde”. La vida de Linacero y la del propio Onetti se identificaban y tenían su secreta razón en ese refugio —la escritura— la misma en que se reconoció Brausen, protagonista de La vida breve (1950), cuando descubre la noche en que decide “hacer algo” que “cualquier cosa repentina y simple iba a suceder y yo podría salvarme escribiendo”.

Refugio y salvación en la escritura

Escribir para salvarse, sí, pero no escribir de cualquier manera, porque la salvación no puede ser ni sencilla ni directa. No basta sentarse y escribir sueños y pesadillas para quedar libre de su espectro. Como dice el viejo Lanza en La novia robada hablando de su creador, es decir del propio Onetti: “Es fácil la pereza del paraguas de un seudónimo, de firmar sin firma : J.C.O. Yo lo hice muchas veces. Es fácil escribir jugando”. La imagen, casi surrealista, de la “pereza del paraguas” la había aclarado años antes en un reportaje periodístico cuando lo interrogaron sobre las influencias que reconocía haber tenido en su escritura: “Centenares pienso. Tuve, desde la adolescencia, el terror de aparecer —luego de años de trabajo— descubriendo el paraguas. Y de exhibirlo con sonrisa satisfecha”.

Sin pretender haber descubierto el paraguas y sin exhibicionismos, con “sonrisa satisfecha”, bajo la apariencia de un anti intelectualismo llevado al extremo de ser abrupto, como trasuntara tantas veces en el curso de entrevistas periodísticas o comparecencias públicas, Onetti esgrimió, sin embargo, el mejor catálogo de técnicas de la narrativa contemporánea que sus insaciables y numerosas lecturas nutrían: la ambigüedad de Hermann Melville, los puntos de vista de Henry James, el monólogo interior de James Joyce, los personajes colectivos de Sherwood Anderson, la redonda perfección del relato de Stephen Crane, la realidad vista a través de una mirilla de L’enfer de Henri Barbusse, el estilo jadeante de Le voyage au bout de la nuit de Céline, la absoluta indiferencia y el hondo desencanto de L’Etranger de Camus o la atmósfera trágica del condado de Yoknapatawa en William Faulkner que Onetti transforma en el sombrío patetismo del reino de Santa María.

Lejos de toda verdad absoluta

Una salvación por la escritura construida, sin embargo, sobre la duda, lejos de toda verdad absoluta, apoyándose en las realidades múltiples de un mundo que no puede ser unívoco y que, por lo tanto, apuesta a las virtudes de la distorsión. Deformación de la realidad que es sinónimo de creación y supone siempre la “responsabilidad de una elección”. De otro modo —precisaba Onetti— se “hace periodismo, reportajes, malas novelas fotográficas”.

Seleccionar y deformar han sido operaciones fundamentales en la configuración de la escritura del creador de Santa María. La conciencia de que “la literatura es lo irreal mismo” o más exactamente que la ficción dista de ser una copia analógica de lo real, surge de la integralidad de su universo. Sin embargo, esta conciencia de la irrealidad de la literatura no es una conciencia de lo irreal del lenguaje, sino el resultado de una postura filosófica previa traducida a un código literario. La “racionalidad arbitraria” con que selecciona y deforma los hechos obedece al principio de lo que podría ser “una ética de la estética”.

La selección y deformación debe conservar, en todo caso, “el alma de los hechos”, idea central que ya aparece en El pozo, cuando Linacero, después de su frustrado intento de reconstruir una escena del pasado en que había sido particularmente feliz con Cecilia, escribe: “Hay varias maneras de mentir, pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llena” [2]. Este proceso creativo no importa tanto como mecanismo de liberación de la fantasía, sino de la conciencia a través de los cuales se percibe la realidad: el punto de vista del narrador. Son los protagonistas “testigos” de la acción ajena, narradores de lo que observan desde “afuera” sin comprometerse, pero desde una primera persona que instaura la ambigüedad del punto de vista, los que seleccionan y deforman.

El manejo del punto de vista, a partir de la conciencia individual o colectiva siempre marginal, permite a Onetti borrar en muchos casos las hipótesis de la narración. Resuelto con eficacia en el final de La cara de la desgracia, el procedimiento es explicado en Una tumba sin nombre, cuando el personaje-testigo expresa: “Esto era todo lo que tenía después de las vacaciones. Es decir, nada; una confusión sin esperanza, un relato sin final posible, de sentido dudoso, desmentido por los mismos elementos de que yo disponía para formarlo”[3]. El narrador prefiere ignorar lo que ha visto, porque le resulta “repugnante” la idea de averiguar y cerciorarse. Es decir, hay un rechazo de la certeza como posibilidad de conocimiento que dignifica la posición marginal, que justifica cualquier desinterés en nombre de una especie de pudor por todo lo que sea participación efectiva.

Protagonistas testigos del quehacer ajeno

Por otra parte, el manejo de la primera persona del singular, que en la novela tradicional supone un compromiso del protagonista con la acción que se desarrolla, le permite recordar que el “yo” es siempre otro, lejos del testimonio o la connotación autobiográfica. En Onetti, el yo del narrador no habla de sí mismo, sino de los demás, distancia que teóricamente permitiría una cierta objetividad, pero que en realidad imprime al relato un sesgo que puede llegar a ser una deformación. La primera persona no es titular de un rol protagónico, sino la de un testigo secundario que observa, cuando no imagina, versiones contradictorias sobre lo que ocurre a su alrededor y, por lo tanto, subjetiviza indirectamente el relato.

El sesgo específico que le imprime esa mirada indirecta, muchas veces oblicua, le da un tono de aparente indiferencia, pero no de imparcialidad. Hay que “estar al margen de todo” —se dicen— como para convencerse a sí mismos. Díaz Grey se esfuerza por ser diferente cuando afirma: “Exigíamos que la gente de Santa María nos imaginara apartados, distintos, forasteros, y hacíamos todo lo posible para imponer esa imagen” [4].

En la mayoría de las obras del ciclo de Santa María, la primera persona es la del Doctor Díaz Grey o la de Jorge Malabia. Es el narrador quién representa al autor y, en cierto modo, al lector, ya que es ese el punto de vista en el cual lo invita a situarse para conocer su historia. Es una situación privilegiada, pero también forzada. El lector está obligado a situarse en ese punto de vista. No se trata de una simple diversidad de formas gramaticales, donde las funciones pronominales permiten una comunicación horizontal entre estas partes en el interior mismo del texto, estructuras que en el curso del relato podrían evolucionar, permutarse, simplificarse o complicarse, ampliarse o reducirse, sino además de instalarse en la conciencia de un narrador ajeno a la historia. En otros casos, esa primera persona está matizada con puntos de vista de terceros, también ajenos a la historia contada, lo que permite revelar o contradecir claves que el testigo privilegiado ha escamoteado o desconoce. La creación de esta arquitectura pronominal permite introducir en el texto luces y penumbras y esa ambigüedad relativa que regula las informaciones que se transmiten.

Esta visión subjetiva es la que otorga el sesgo específico a cada una de sus obras, aunque el conjunto constituya un universo coherente e interdependiente, especialmente entre los cuentos y novelas del ciclo de Santa María. Porque del análisis de esta summa literaria —compuesta por nueve novelas, tres de las cuales son novelas cortas, cuatro nouvelles  y una veintena de cuentos recogidos en su mayoría en libros— resulta claro que Onetti, como su reconocido maestro William Faulkner, ha comprendido que, no sólo cada obra debe tener un diseño, sino que la totalidad debe obedecer a las leyes precisas de un “cosmos de mi propiedad”, como llamaba el autor de Absalón, Absalón al condado de su creación Yoknapatawa y como podría haber repetido Brausen, el fundador de Santa María.

Nada merece ser hecho

“No se puede hacer nada”, dicen sus escépticos personajes o, lo que parece más grave, “nada merece ser hecho”. Lejos de la angustia, de la nausea y aún de la detresse, en las que fuera pródiga la narrativa europea de su época, en Onetti debe hablarse de fatalismo y resignación. Nada del escepticismo de Cioran, menos aún la lucidez de Pascal.

Se sospecha que cuando Díaz Grey afirma en El astillero que la vida “no es más que eso, lo que todos vemos y sabemos” y que su único sentido es “no tener sentido” y no hay porqué complicarse con las “palabras y ansiedades” que conlleva la ambición humana, como sugiere Aranzuru en Tierra de nadie, porque en la vida hay que esperar, “no hacer nada”, “es mejor estarse quieto”[5].

En realidad no vale la pena esforzarse por luchar por otro futuro ya que “un hombre evolucionado no debe hacer nada”, porque “todo es falso y lo autóctono lo más falso de todo”. Este principio de que “un hombre evolucionado no debe hacer nada”, cuya suprema negación se manifiesta en la pasividad y la voluntad de prescindir, es una suerte del desconcertante “preferiría no hacerlo” que enuncia con tono respetuoso y “mansa desfachatez” Bartleby en la obra homónima de Hermann Melvilla con la que, sin querer, se emparenta Onetti. Tono modesto, pero determinado y determinante, “desdén tranquilo” que nos sumerge en la incómoda sospecha de compartir esa “melancolía fraternal” que siente el biógrafo por el taciturno copista Bertleby, ese “hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza”. Una melancolía que se transforma en miedo, lástima y finalmente en repulsión.

Hundirse en una inercia contemplativa parece el resultado inevitable de una certeza previa: el hombre no renuncia al auténtico escepticismo que nace de la ruina y del caos. Onetti está convencido de que no hay certezas firmes y los fundamentos están agrietados, por lo cual la pasiva contemplación es la única fuente de conocimiento. “Toda la ciencia de vivir está en la sencilla blandura de acomodarse en los huecos de los sucesos que no hemos provocado con nuestra voluntad, no forzar nada, ser, simplemente cada minuto”. Declara. Algo que ya había intuido el primer outsider de la novelística contemporánea, el oscuro protagonista de las Memorias del subsuelo de Dostoievsky y comprobó para todo un siglo de literatura El hombre sin atributos de Musil, aunque los tonos en Onetti aparezcan diluidos, amortiguados por las propias características del medio rioplatense en que se insertan.

La crítica ha señalado esta auto-negación de sus anti-héroes desarraigados, opuestos a los de una épica tradicional, incapaces de creer en las propias bases de la nacionalidad como una especial acritud típicamente rioplatense[6]. Más que una forma de desarraigo, la falta de fe pregonada sin aspavientos supondría una comprensión mejor del tiempo vital, de la falta de diálogo, de la frustración presente y de la necesidad de evasión hacia una soñada vida mejor, que caracteriza parcialmente a una zona de la psicología colectiva del Uruguay.

El espíritu de indiferencia

Para comprender la dimensión de esta comprensión vital del desarraigo hay que remontarse a la breve advertencia a su segunda novela, Tierra de nadie, publicada en l94l, cuando Juan Carlos Onetti declara :

Pinto un grupo de gentes que aunque puedan parecer exóticas en Buenos Aires son, en realidad, representativas de una generación; generación que, a mi juicio, reproduce, veinte años después, la europea de la posguerra. Los viejos valores morales fueron abandonados por ella y todavía no han aparecido otros que puedan sustituirlos. El caso es que en el país más importante de Sudamérica, de la joven América, crece el tipo de indiferente moral, del hombre sin fe ni interés por su destino.

Como para que no quedaran dudas que su advertencia no era sólo el diagnóstico de una época, sino además el fundamento de una postura estética y existencial asumida deliberadamente, Onetti completaba : “Que no se reproche al novelista haber encarado la pintura de este tipo humano con igual espíritu de indeferencia”.

En principio, los países del Río de la Plata no tenían porqué padecer los efectos de ese desajuste existencial. Habían sido beneficiarios directos de la primera guerra mundial en el plano económico y habían mantenido una cierta neutralidad política. Los “indiferentes morales” de que hablaba Onetti en l94l no tenían porque prosperar en países plenos de posibilidades y abiertos al futuro. Sin embargo, era evidente que la problemática de una gran ciudad como Buenos Aires no variaba mucho de la de una urbe europea. Es más —tal como pudo verse reflejado en la literatura y el ensayo de la época— los desajustes eran aún mayores en el Río de la Plata que en Europa. Una alta proporción de la sociedad estaba compuesta por inmigrantes. En las orillas de aguas barrosas de un estuario que estaba lejos de las metrópolis de origen, estos hombres debían sentirse naturalmente nostálgicos y desarraigados.

En efecto, alrededor de l940, con los veinte años de retraso comprobados por Onetti, pero con igual intensidad, los habitantes de las grandes urbes de América Latina enfrentaban los desajustes que había vivido Europa al final de la Gran Guerra 1914–1918. La llamada civilización occidental estaba en crisis. Los valores tradicionales de la sociedad humanista y liberal decimonónica, no soportaban su confrontación con la nueva sociedad industrial y de masas emergente. La idea del progreso científico y social indefinido no podía sostenerse con validez frente a la realidad de grandes ciudades donde la comunicación humana iba desapareciendo. El individualismo sólo podía hablar de crisis y de la “decadencia de occidente” de la que se lamentaba Spengler en su obra.

El escritor omnisciente del siglo XIX que operaba como un demiurgo sobre seres y situaciones, había cedido su lugar a un autor que se refugiaba detrás de una verdad mucho más ambigua y variable, representativa de los diferentes puntos de vista que podían desmentirla. Personajes desorientados, anti-héroes anónimos rechazados por  la sociedad industrial, seres indiferentes, desubicados y marginales, cuando no rencorosos y frustrados, habían irrumpido en la posguerra de 19l8. Outsiders, disconformes y desarraigados que se negaban a desarrollar las cualidades de sensatez práctica requeridas para sobrevivir en el seno de la compleja civilización emergente, inauguraban el punto de vista múltiple, la mirada oblicua.

Frente a la dificultad de comunicación con los demás y al sentir que la autenticidad estaba reprimida por la sociedad contemporánea, estos nuevos personajes se refugiaban con sus angustias en el espacio de una pequeña habitación —como Eladio Linacero en El pozo— y efectuaban un solitario e intenso «descenso en sí mismos», ya adelantado por el primer outsider de la literatura moderna, el protagonista de Memorias del subsuelo de Dostoievsky.

Los protagonistas de esas novelas expresan sus desilusiones, pero buscan todavía un fundamento para la fe en el hombre, intentan dar literalmente una significación a la vida en el interior de la crisis general de los valores que afectan a la sociedad. Existencialmente, la obra de Juan Carlos Onetti tiene que integrarse después de la de los grandes novelistas que van pautando esa disolución, naturalmente después de Musil y Mann (asidos al mundo que se desmorona), de Joyce (jocundo ordenador estético del caos que descubre), de Kafka (refugiado en un atormentado, aunque no exento de sutil humorismo orden creado para sí mismo) y de autores como Sartre y Camus preocupados básicamente por justificar filosóficamente ese estado de angustia.

La metafísica del aburrimiento

Vale la pena detenerse por un momento en la inercia vital que se deriva de pensar que “nada merece ser hecho”: el aburrimiento. En el aburrimiento existe tanto el vacío de una voluntad agobiada por el tedio como una forma pasiva de rechazar el orden social y las leyes que lo gobiernan. No hay héroes aburridos, apenas testigos del quehacer ajeno.

¿Cuándo sobreviene el aburrimiento? Sobreviene con su implacable cortejo de rechazos, derrumbe de creencias y desprecios inesperados cuando se enfrenta el bochorno y la pérdida de la fe en la edad adulta, olvidada la infancia y la desapacible adolescencia. El ingreso a la edad madura opera como desencadenante del hastío y la resignación. Linacero inventaría su desgracia en la víspera de cumplir cuarenta años; Brausen reflexiona sobre su fracaso y lo acepta con “la resignación anticipada que deben traer los cuarenta años”; Díaz Grey es imaginado en su frustración como un médico de alrededor de cuarenta años; Larsen es derrotado en Juntacadáveres cuando tiene cuarenta años. A veces ese tope se puede adelantar como en el caso de Julián, el hermano suicida del protagonista de La cara de la desgracia, al que “desde los treinta años le salía del chaleco un olor a viejo”. Al narrador de Bienvenido, Bob se le dice con evidente crueldad: “No se si usted tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios”[7]. A esa edad, Bob se mueve “sin disgusto ni tropiezos entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones”, las “formas repulsivas” de los sueños gastados[8]

Onetti traspone el umbral del hastío desde la primera página de El pozo. A lo largo de una calurosa y húmeda noche de verano, Eladio Linacero fuma y se pasea sin parar en la desordenada habitación de un inquilinato. Está aburrido de estar echado en la cama y oliéndose alternativamente las axilas con una mueca de asco, hace el inventario de su vida: no tiene trabajo ni amigos, se acaba de divorciar, sus vecinos le resultan “más repugnantes que nunca”, hace más de veinte años que ha perdido sus ideales y, según las informaciones que ha escuchado en una radio, “parece que habrá guerra”. De la descripción del momento existencial que vive Linacero, esta palabra clave —aburrimiento— parece ser la consecuencia o la causa de todo, especialmente de la pérdida de ideales que lo han conducido a la indiferencia en que se ha sumergido progresivamente en los últimos veinte años de su vida.

El aburrimiento, causa de inactividad y parálisis, es, al mismo tiempo, un sesgo preciso, un punto de vista desde el cual se contempla el mundo, un “estado” que no solo empapa la primera novela de Juan Carlos Onetti, sino buena parte de su obra. En el ciclo de Santa María es el propio paisaje creado el que influye sobre los estados de ánimo y los hace desembocar fatalmente en el hastío. Un sábado estival en Una tumba sin nombre está “henchido por la inevitable domesticada nostalgia que imponen el río y sus olores, el invisible semicírculo de campo chato”. La pasividad, enancada en el aburrimiento, llevará a que la previsión del futuro de Santa María sea “mirarse envejecer parsimonioso, ecuánimes, sin sacar conclusiones”, con “sudorosas caras de aburrimiento y tolerancia”[9]

El Doctor Díaz Grey —en el que algunos críticos y el propio Onetti han querido identificar como su alter ego[10]— asume su papel protagónico en Jacob y el otro, aunque parte también de una marginalidad derivada del estado indiferenciado del tedio: “yo estaba aburriéndome en la mesa de poker del Club y sólo intervine cuando el portero me anunció el llamado urgente del hospital”.

Esta necesidad de un acontecimiento exterior que irrumpa en la monótona atmósfera donde reina el aburrimiento puede ser un simple recuerdo, como el evocado en La casa en la arena con el que se neutraliza el “aburrirse sonriendo” en que están inmersos, como idiotizados, sus entumecidos personajes[11]. Ese fondo —el estado del aburrimiento—puede conducir también a la anamorfosis de caras “infladas por el aburrimiento”. En un caso extremo —como Julia en Juntacadáveres y Moncha Insaurralde en La novia robada— el suicidio es el resultado de un acto deliberado, de un “echarse a morir” porque se está “aburrida de respirar”.

Aburrimiento, tristeza y felicidad pueden ir, sin embargo, de la mano en una perspectiva filosófica marcada por una piadosa resignación. Jorge Malabia, en el cuidadoso análisis que hace de sus sentimientos en Juntacadáveres, maneja con sutileza ese pasaje de un estado —el aburrimiento— a otro —la tristeza — y el equilibrio posible que puede brindar en algún momento la felicidad: “Yo, éste al que designo diciendo éste, al que veo moverse, pensar, aburrirse, caer en la tristeza y salir, abandonarse a cualquier pequeña, variable forma de la fe y salir”. En las sucesivas salidas de un estado al otro puede llegar a “aquel punto exacto del sufrimiento que me hacía feliz; un poco más acá de las lágrimas, sintiéndolas formarse y no salir”. En ese “punto exacto” se rozan las emociones aparentemente más contradictorias, permitiendo que todo sea “un poco nebuloso, tristón, como si estuviera contento, bien arropado y con algo de ganas de llorar”.

Paul Valery decía que el tedio, esa forma sofisticada del aburrimiento y el hastío de vivir en que se traduce, sirve para ver la existencia sin aderezos, desnuda, para comprender “las cosas tales como son”. En ese aburrimiento casi visceral, por no decir metafísico, se adivina una esperanza: la de una lucidez del absurdo de la existencia que salva del crimen o del suicidio. Desde el hastío se contempla el mundo como un paisaje ajeno, deliberadamente distanciado por el cansancio.

A partir de ese fondo existencial sobre el cual se edifican otras sensaciones o actitudes, el aburrimiento —tal como lo entiende Onetti— se inscribe en una trayectoria filosófica que tiene su mejor expresión en una página de Soren Kierkegaard en O lo uno o lo otro (Entweder-Oder), cuando expresa que:

Los dioses se aburrían y crearon al hombre. Adán se aburría porque estaba solo, y así se creó a Eva... Adán se aburría solo, y luego Adán y Eva se aburrieron juntos; entonces Adán y Eva, y Caín y Abel se aburrieron en familia; entonces aumentó la población del mundo, y las gentes se aburrieron en masa. Para divertirse a sí mismos, idearon construir una torre lo bastante alta para alcanzar los cielos. La idea misma es tan aburrida como la altura de la torre, y constituye una prueba tremenda de cómo el aburrimiento ha alcanzado a la mano superior[12].

¿Malestar perpetuo o spleen baudeleriano?

¿Es, entonces, el aburrimiento una forma suprema de conocimiento? Por ello, me pregunto si no hay algo del spleen de Baudelaire en la actitud displicente de Onetti que desemboca en ese “ennui” distanciado e indiferente. Linacero, Brausen Díaz grey, Jorge Malabia, podrían repetirse: “Sufro de una ociosidad perpetua manejada por un malestar perpetuo”, que solo puede calmar la escritura. En el poema Spleen et idéal  con que se abren Las flores del mal, se anuncia la irrupción del poeta —el escritor— en un mundo aburrido, sumido en el gran bostezo que se tragaría todo a su alrededor.

Así, “lorsque, par un décret des puissance suprêmes,/ Le Poëte apparait en ce monde ennuyé”, el tedio es desalojado de nuestros espíritus y trabaja nuestro cuerpo como secreción de una realidad ocupada por “la sottise, l’erreur, le péché, la lésine”. Lo hace para alimentar “nos aimables remords, /Comme les mendiants nourrissent leur vermine”. Ese aburrimiento reenviado al lector: “Tu le connais, lécteur, ce monstre délicat, —Hypocrite lecteur, —mon semblable,— mon frère” [13], invita a contagiarse de una progresiva resignación de la que solo se puede salir mediante la escritura. Por ello, el poeta de Las flores del mal irrumpe en el mundo aburrido que bosteza y nos salva con estilo y elegancia. Linacero cuando empieza a escribir afirma: “estoy contento por que no me canso ni me aburro”, aunque añade “no sé si esto es interesante, tampoco me importa”[14]

¿Es la escritura un ensalmo contra el aburrimiento? Esta idea sería feliz, si no fuera banal. La escritura no alivia, apenas distrae, brinda la ilusión de una posible coherencia en un mundo condenado a la desolación. Se trata de escribir para no sucumbir a la tentación del crimen o del suicidio[15]. Es apenas un alivio para exorcizar el tedio, para salir de la simple y pasiva contemplación de lo ajeno, aunque sea también un modo de descuartizar la comodidad de quienes creen que todo va bien.

Por ello, cree salvarse Linacero escribiendo sus pesadillas y “el sueño de la cabaña de troncos” y Brausen cuando se sienta ante una mesa donde “tenía bajo mis manos el papel necesario, un secante y la pluma fuente” para describir la ciudad a la que finalmente se evade, la emblemática Santa María escenario del resto de su obra. Allí un monumento se levanta luego a su memoria (La novia robada), un bar lleva su nombre y se lo invoca para erradicar la sequía (Cuando ya no importe). La ciudad incendiada en las páginas finales de Cuando entonces se reconstruye en el astillero de la escritura.

Y Onetti, supremo artífice, se salva para marcar un destino que cumplió con ejemplar cabalidad a lo largo de su larga vida, consciente que solo el arte y la apariencia pueden constituir la compensación estética de una realidad engañosa e insuficiente[16]. No es contradictorio afirmar —por lo tanto— que gracias a esa falta de fe en cualquier dogma que no fuera su propia condición de creador, dispuso de la libertad que le permitió traspasar los planos de un presunto realismo (que sabía al fin de cuentas tan producto de la imaginación como lo puramente fantástico) hacia una estructura onírica de las que El pozo y La vida breve son su paradigma.

Con ello Onetti demuestra que su aproximación a la realidad es básicamente sensible y estética y no intelectual o racionalizada. Este aspecto suelen olvidarlo los novelistas que tienden a racionalizar ideológicamente el contorno en perjuicio directo de las experiencias sensibles que reclaman «una poética de la novela» (Susan Sontag). La obra de Onetti, en la medida en que no acepta la imposición de pactar con una definición precisa de la sociedad, evita el riesgo de no perecer sin remedio, apenas esa misma visión de la sociedad pudiera ser reemplazada por otra construida con prejuicios distintos. Ello permite entender la obra de Onetti en una dirección global, como una aspiración totalizadora, pero autónoma, alejada de toda consideración crítica estrictamente sicoanalítica, moralista, política o social. También acerca su creación a lo que nos ha interesado marcar particularmente: un esfuerzo extremado y sin residuos, en el que Onetti ha empeñado la totalidad de sus intereses y recursos a lo largo de más de cincuenta años de existencia practicante volcada al desenvolvimiento de una «saga» mínima, pero intensa.

Contar es comprender, comprender es crear

Círculos concéntricos, intercambiables en la medida en que el autor era dueño de la mentira original, de la falacia o ficción en que toda escritura se apoya en definitiva; libertad asumida con una intensa vocación de escritor; clave del particular sello de la originalidad estética de su literatura; exaltación de los poderes de la imaginación, credo estético que tiene un nítido apoyo gnoseológico: contar es comprender, comprender es crear.

Este principio circular —se cuenta para comprender, porque comprender es crear— lo llevó Onetti hasta sus más desgarradas consecuencias. Porque en los sucesivos mecanismos con que proyectó a sus personajes fuera del contexto de una realidad hostil y agresiva, todo los condujo a callejones sin salida, a las bocas enrejadas de túneles que habían recorrido a ciegas. Este “hombre que se sabe enfermo en una civilización que ignora estar enferma”—como definiera Colin Wilson al Outsider[17]— es la desvalida materia prima con la que trabajó, el legado directo que no ha dejado lo mejor de su narrativa. Lo hizo en la libertad que habían conquistado a través del progresivo despojamiento de certidumbres de sus personajes, todos ellos acérrimos solitarios.

Porque la soledad no es en la obra de Onetti el resultado de una vocación deliberada de independencia, sino el de una lucidez paralizante. Todo impulso es negado a partir de un desmenuzado análisis introspectivo. Hay una claudicación decretada de antemano; una negación de todo lo que pueda ser alborozado entusiasmo vitalista, llevada al extremo de hombres que reflexionan demasiado para gozar abiertamente de la vida. Protagonistas encerrados en sus habitaciones como Linacero y Brausen, observadores no comprometidos del quehacer ajeno como Díaz Grey o Jorge Malabia, empresarios derrotados de antemano como Larsen, eternos diseñadores de proyectos que no se ejecutan como Aranzuru, todos parecen haber llegado a la conclusión de que no vale la pena esforzarse por luchar por “algo”, en la medida en que la acción es un privilegio de “otros” a quienes —como los “gringos”— les gusta “deslomarse” trabajando, ya que “un hombre evolucionado no debe hacer nada”. La razón, “yo no tengo fe; nosotros no tenemos fe. Algún día tendremos una mística, es seguro; pero entretanto somos felices”, se asegura en Juntacadáveres.

En este contexto en que “todo es falso y lo autóctono lo más falso” el cierre oclusivo de toda esperanza parece inevitable y una posible filosofía de la existencia puede parecer, en consecuencia, débil. Sin embargo, si se rastrea en los párrafos aislados de sus cuentos y novelas se descubre una visión que sorprende por su coherencia y su profundidad. Por lo pronto, se descubre sutilmente que como buen rioplatense, Onetti entiende como sinónimo de virilidad cierta contención, cierta obligada parquedad en la expresión de los sentimientos y sus secretas razones, una constante que aparece en autores tan diversos como Macedonio Fernández, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y en muchas letras de tango y que el cine consagra con su galería de héroes de gesto adusto y serio. Es “la vida en sordina” de que hablaba Mallea en Historia de una pasión argentina, los “rostros impasibles” que no deben dejar traslucir emociones, saber protegerse por “la indiferencia y el desdén” como sugiere Carr en Cuando ya no importe. El héroe lacónico marca con su aire sombrío y taciturno el tiempo vital con que se arropa una visceral misantropía.

En el bulevard de los sueños perdidos

Estamos lejos aquí de toda demoníaca angustia existencial; estamos cerca de una especie de beatífica superación comprensiva de todos los afanes humanos y terrestres, una postura resignada que podría ser religiosa si estuviera alimentada por la fe. La aceptación de lo inevitable, nada angustiada por cierto, convierte la propia muerte en parte de una rutina.

La resignación progresiva que, como esperada catarsis, culmina en un sentimiento melancólico solo atenuado por la piedad, por una cierta conmiseración, tiene su expresión en “el juramento sagrado” que Carr nunca hizo pero que lo siente impuesto, de escribir Cuando ya no importe. Lo confiesa en la

última anotación de su diario, fechada el 30 de octubre, cuando anuncia que “en algún día repugnante del mes de agosto, lluvia, frío y viento” irá a ocupar un nicho, cuya losa no protege totalmente de la lluvia. En el planificado retorno a su ciudad natal, obvio apócope de Montevideo, Carr buscará el merecido reposo en “un cementerio marino más hermoso que el poema”, en directa alusión al poema El cementerio marino de Paul Valery[18]. Ese será el hogar definitivo de quién no lo tuvo en vida, pero “última morada” al fin, y, sobre todo, morada en la tierra natal. Esa tumba tendrá el nombre de su familia y le otorgará la seguridad póstuma que no pudo tener “la tumba sin nombre” de Rita, la protagonista de Para una tumba sin nombre.

Sin falso pudor Carr escribe la palabra muerte, aunque lo haga con “dedos temblones”. De golpe, el juego distante con una palabra tan radical como muerte al que Onetti había apostado durante más de cincuenta años, la sutil invitación al suicidio de muchos de sus personajes, las obsesivas y minuciosas descripciones forenses de sus cadáveres, ese ambiguo coqueteo con la fragilidad del instante que transforma una palpitación vital en un silencioso hueco ominoso, la parodia de la salida definitiva del teatro de la vida que había representado con tanta ironía, se condensaban en un par de líneas lapidarias.

Onetti bajó así con discreción el telón de una representación con el signo de “una muerte anunciada” que nunca pudo ser otra cosa que una comedia, aunque se quisiera tragedia. En forma deliberada ponía fin a un largo monólogo existencial y anunciaba la salida del mundo con la misma lucidez paralizante, el mismo rigor, dignidad y pudor con que acompañó la reflexión de su escritura desde aquel lejano día de 1939 en que Eladio Linacero decidió escribir un sueño y el instante que lo precedía, mientras se paseaba y fumaba sin parar en la desordenada habitación de un inquilinato oliéndose alternativamente las axilas con una mueca de asco. Como entonces, pero desprovisto ahora de sueños liberadores, Onetti dictaba, a través de Carr, su última voluntad. Lo hacía con una inesperada paz y sosiego, convirtiendo “los adioses” plurales de su obra en un consciente salto al vacío, atravesando “el bulevar de los sueños perdidos”, aceptando “con hastío y resignación” lo irremediable.

De Una tumba sin nombre de Rita a la tumba con nombre de Carr bajo cuya lápida se “filtra pertinaz la lluvia”, protegido por “la indiferencia y el desdén”, Onetti culmina el largo monólogo existencial y la rigurosa reflexión sobre la escritura iniciada cincuenta y cuatro años antes. Una lucidez que pudo ser paralizante durante su vida y que, gracias a la muerte, se transformó en una forma descarnada de la sabiduría.

Con esta novela que puede leerse como un verdadero testamento literario —”el maestro”, como lo solíamos llamar afectuosamente en Uruguay— cerró el ciclo narrativo de su obra con un sabio mutis por el foro del teatro de la vida y recordó desde el propio título a todos aquellos que lo ensalzaban como uno de los autores más representativos del boom latinoamericano que nada, en definitiva, importa. Nos hizo ver la condición deletérea de lo que “ya no importa”, la inútil vanidad de toda fama a la que él mismo tuvo legítimo derecho y a la que nunca prestó atención.

De escribir hasta el final, de eso se había tratado siempre.

 

 



[1]          Ramón Chao, Un posible Onetti, Barcelona, Ronsel, 1994, p.31.

[2]          El pozo, Montevideo, Montevideo, Arca, 1965,  p.36.

[3]          Una tumba sin nombre, Montevideo, Marcha, 1959, p.82

[4]          Una tumba sin nombre, o.c., p.25.

[5]          Tierra de nadie, Montevideo, Ediciones Banda Oriental, 1965, p.36

[6]          Entre otros el venezolano Juvenal López Ruiz, el argentino Juan Carlos Ghiano y el uruguayo Manuel Martínez Carril.

[7]          “Bienvenido, Bob”, Un sueño realizado y otros cuentos, 53 Montevideo, Número, 1951, p.37

[8]          “Bienvenido Bob”, o.c. p.42

[9]          Una tumba sin nombre, o.c., p.25.

[10]         Onetti confiesa a Ramón Chao: “A Díaz Grey lo siento como mi alter ego, pero no totalmente, claro. Hay cosas de Díaz Grey que son onettianas. La indiferencia, el escepticismo, aunque al cabo es una persona que se preocupa por los demás”. Un posible Onetti, .o.c., p.199.

[11]         “La casa en la arena”, Un sueño realizado y otros cuentos, o.c. p.53.

[12]         Soren Kierkegaard, O lo uno o lo otro, Madrid, Ediciones Trtotta, 2008.

[13]         Charles Baudelaire, Les fleurs du mal, Oeuvres completes, Paris, La Pléiade, 1954, p.81–83.

[14]         El pozo, o.c., p.22.

[15]         Para todos aquellos personajes a los que la escritura no pudo salvar —como lo hacen  Linacero o Brausen— la muerte es la inevitable compañera que los lleva a la liberación del suicidio, al frío asesinato (la adolescente de La cara de la desgracia; Magda en Cuando entonces; el crimen de La muerte y la niña) o a un dejarse morir en la “naturalidad” de un viaje o en la “realización” de un sueño (Un sueño realizado). Se suicidan Risso en El infierno tan temido, el deportista tuberculoso de Los adioses, Julia en Juntacadáveres, la protagonista de Tan triste como ella; Julián en La cara de la desgracia. Elena Sala se muere como si estuviera “de vuelta de una excursión con las revelaciones de lo cotidiano, no recogidas por nadie. Muerta y de regreso de la muerte, dura y fría como una verdad prematura, absteniéndose de vociferar sus experiencias, su derrotas, el botín conquistado” (La vida breve, p.273). Ossorio, al final de su fatigada huída en Para esta noche, sonríe por primera vez cuando adquiere conciencia de su muerte inminente. Moncha Insurralde en La novia robada se deja morir. Por algo el certificado de defunción que extiende el Doctor Díaz Grey establece que el “estado o enfermedad causante directo de la muerte” es “Brausen, Santa María, todos ustedes, yo mismo” (La novia robada).

[16]         Lucien Goldmann desarrolla la idea de que “sólo el arte y la apariencia pueden constituir la compensación estética de una realidad engañosa e insuficiente” en El teatro de Jean Genet, Caracas, Monte Ávila, 1967.

[17]         Colin Wilson, El disconforme, o.c. p.23

[18]            En alusión directa al poema de Paul Valery, Le cimetière marin (1920), Onetti se refiere al cementerio El Buceo en la ciudad de Montevideo, edificado en un gran parque arbolado que desciende hacia el Río de la Plata.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Aínsa

15 de julio de 2013

1

—¿Y entonces qué les vas a contar? —le preguntó su mujer mientras desayunaban en la terraza del ático en el que llevaban viviendo cuarenta años, desde la boda, en el que habían visto crecer a sus hijos, desde el que les habían visto marcharse uno a uno, en la misma terraza en la que desayunaban cada mañana a la misma hora antes de que él se fuera a la Academia.

—¿Pues qué quieres que les cuente, mujer? —dijo el académico, que aquella mañana tenía una reunión muy importante—. Lo mejor es no arriesgar. Les diré lo de siempre.

El académico se limpió la boca con la servilleta de lino, fue al cuarto de baño y se lavó los dientes con mucho cuidado para no hacerse sangrar las encías ni mancharse la corbata. Su mujer se despidió de él en la puerta con un beso seco, rozándole apenas, a la hora habitual.

Todo va bien, todo va bien, pensaba el académico en el ascensor, sonriente, y salió a la calle, y cruzó el paso de cebra con decisión, casi sin mirar.

El académico era un hombre metódico. Siempre iba al trabajo y volvía a casa por el mismo camino, a la misma hora. Lo tenía todo calculado y cronometrado: los minutos del aseo, el tiempo para vestirse, el café, la calle tal, la calle cual, la plaza tal, los semáforos, los jardines de la academia, las escaleras, la inconveniencia del breve saludo a los colegas, del saludo aún más breve al portero, de la leve inclinación de cabeza al cruzarse con la mujer de la limpieza.

—La Academia es un método —le había dicho en el lecho de muerte su Maestro, de quien había heredado el sillón M, ese sillón de cuero, reclinable y de respaldo altísimo que era para él una especie de alter ego, una segunda piel, y que siempre le esperaba, limpio y reluciente, sin una mota de polvo, en la sala de reuniones.

El método le había ido tan bien durante tantos años que le parecía una tontería abandonarlo ahora. Pero con lo metódico siempre acaba cruzándose lo fatídico.

La reunión de aquella mañana era muy importante. Se trataba nada menos que del futuro del diccionario, que es como decir el futuro de la Academia, el futuro de la lengua, su propio futuro, el futuro de todos.

Es una vergüenza, había dicho el Presidente en la reunión anterior, que el diccionario de nuestra lengua sea tan pequeño. Había que compararlo con el de tal lengua, de veinte volúmenes, o con el de esa otra lengua, de cincuenta, o con aquel otro diccionario, de diez volúmenes en papel biblia que había que pasar con pinzas, cada uno de los cuales tenía mil páginas cubiertas casi por completo de una letra minúscula, a tres columnas, que sólo podían leerse con lupa. Era una vergüenza, repitió. ¿Cómo era posible que a pesar de su pujanza en el mundo entero, a pesar de estar conquistando diariamente nuevos territorios lingüísticos, a pesar de que cada vez más jóvenes en todos los rincones del planeta elegían estudiar nuestra lengua como tercera lengua e incluso como segunda lengua, a pesar de haber desbancado en número de alumnos a casi todos los institutos de cultura de las más grandes potencias, a pesar de que el alcalde de una gran capital del continente nos había ofrecido —¡a nosotros, no a ellos!— un edificio emblemático como sede, cómo era posible, se preguntaba el Presidente, que a pesar de todo eso el diccionario oficial de nuestra lengua sólo tuviera un volumen, de gruesas páginas, impresas en tipos grandes y sólo a dos columnas? Era una gran vergüenza, había concluido, y era urgente remediarla.

Cierto, añadió, en el pasado se intentó algo parecido con el proyecto de los ochenta y un volúmenes, tres por cada letra del alfabeto, pero no había llegado a fructificar. Los trabajos se iniciaron doscientos años atrás. En los cien primeros años sólo llegaron a terminarse los dos primeros volúmenes de la letra A, y cuando se publicaron ya eran inútiles: la lengua había cambiado, el diccionario sólo tenía un interés histórico, miles de fichas de las otras letras yacían cubiertas de polvo en los sótanos de la Academia, los miembros del proyecto habían muerto, y ni siquiera habían sido nombrados los sustitutos.

Esta vez iba a ser diferente, continuó, porque el nuevo proyecto era moderno, se basaba en las tecnologías más avanzadas y respondía a una nueva mentalidad. Veinte volúmenes, ni más ni menos que los del espléndido diccionario de ese país tan admirado por todos que tenemos a tiro de piedra, y veinte volúmenes que habían de ser rentables. El proyecto sería todo un éxito porque contaba con patrocinadores importantes: la fundación tal, el banco cual, la constructora X, el grupo de información Y, la empresa de telecomunicaciones Z, etc., etc. Todos iban a arrimar el hombro, pero a cambio querían resultados. La edición de lujo, en papel verjurado. La edición de bolsillo, para todos los hogares. La edición on-line. El CD-ROM. El MP3. Etc. El diccionario tenía que ser un auténtico bestseller. Las entradas tenían que ser atractivas, divertidas incluso, alejándose del rigor y la austeridad de la lexicografía tradicional. Los ejemplos tenían que ser más atrevidos. En algunos casos las definiciones podían sustituirse por imágenes. En pocas palabras, había dicho el Presidente después de un breve silencio: el diccionario tenía que ser más sexy.

Al oír esto muchos académicos se habían ruborizado y algunos habían consultado el diccionario para ver si esa palabra existía.

El diccionario, había terminado diciendo el Presidente, recordando que parafraseaba a un insigne escritor a quien había tenido el honor de conocer personalmente, ya no podía ser el cementerio, el lugar en el que reposan los restos mortales de las palabras: tenía que convertirse en un ser vivo.

Gran ovación, vivos aplausos, sonoros bravos. El propio académico había sacado del bolsillo de la americana un pañuelo en el que su mujer había hecho bordar sus cinco iniciales para secarse dos o tres lágrimas debidas a la emoción que sentía al ser testigo y protagonista de un acontecimiento histórico de tal magnitud, y un poco de saliva que le caía por la comisura de los labios. Entusiasmado, de inmediato se había ofrecido voluntario para participar en la comisión que iba a redactar el anteproyecto de estudio preparatorio para elaborar un plan para un nuevo diccionario de la lengua. Y se le había encomendado, además y como era natural, dirigir el equipo encargado de la letra M, una de las letras más complicadas e importantes del diccionario, una letra sobre la que tenía una experiencia de décadas.

—Poder decir que una palabra existe, poder decir que una palabra no existe —le había dicho su Maestro y predecesor en el lecho de muerte—, ese es el mayor honor, el sueño dorado de nuestra profesión.

Ahora el sueño dorado se hacía realidad. Y en el camino de vuelta a casa había pensado en todas la palabras deliciosas que empiezan con la letra M: mar, madera, mío, melocotón, muchacha. Ahora podría definirlas, incluirlas o excluirlas, en virtud del poder secularmente reconocido a la Academia para establecer la norma lingüística en el mundo entero.

—La norma, ah, la norma, ese misterio… No es autocrática. No es democrática. Es… Es…

Eran otra vez las palabras de su Maestro, esta vez las últimas, las que dijo justo antes de expirar. No había llegado a decirle lo que era la norma, el misterio de la norma, pero era el fundamento de su poder, al académico le gustaba ese poder, y nunca se había preguntado sobre el fundamento del fundamento, sobre el fundamento último, prefiriéndose fiarse ciegamente de los arcanos que su Maestro se había llevado a la tumba.

Melón, mesilla, mejilla, merluza, había seguido pensando, pero luego habían surgido en su cerebro, sin saber cómo ni por qué, otras palabras menos agradables: merluzo, melón, mendrugo, mostrenco, memo, mamón, mequetrefe, mamarracho y por último mameluco, que en milésimas de segundo y como por arte de magia se convirtió en lameculo.

Ah, aahh, aaahhh, pensó el académico llevándose las manos a la cabeza, me estoy volviendo loco. Y había dejado de lado las palabras para concentrarse en el futuro, esa tabla de salvación. Aunque estaba contento con lo que tenía y había llegado a pensar que nunca podría aspirar a nada más alto, el diccionario le abría muchas perspectivas nuevas, después de más de veinte años como académico. Los cargos desfilaron ante sus ojos como si se tratara de caballos de un carrusel: Director del Instituto de Cultura en tal capital del continente, Director de Rimas, Subdirector de Letras, Secretario General de Palabras, Ministro de Libros, hasta Presidente de la Cultura. Acariciaba la palabra Cultura con los labios y la saboreaba con la punta de la lengua. Cultura, Cultura, Cultura… El futuro le sonreía aún más que su mujer, que en ese instante le abría la puerta del ático. El reposo del guerrero, pensó mientras le traía las zapatillas y le preguntaba si quería beber algo. El reposo del guerrero, volvió a pensar, y se acordó de la definición del diccionario que él mismo había redactado nada más llegar a la Academia: «Dícese de la mujer dedicada a mimar y complacer al hombre cuando vuelve del trabajo». Y no pudo reprimir una sonrisa satisfecha al darse cuenta de que la realidad se ajustaba perfectamente a la definición.

 2

 

Ahora, un día más tarde, caminando hacia la Academia, estaba algo nervioso. La reunión era muy importante. Allí estarían los directores de las fundaciones, de las empresas, de los grupos que iban a financiar tan magno proyecto, muchos de los cuales, además, acababan de ser nombrados académicos, aprovechando algunos fallecimientos y dimisiones oportunas, por edad o enfermedad, así como la vuelta al diccionario de ciertas letras que veinte años atrás habían sido suprimidas en su esfuerzo de racionalización y para reducir el prosupuesto de la centenaria y muy noble institución. Ahora imperaba una nueva razón, rezaba el decreto de restauración de las antiguas letras, y había que devolverlas al puesto que merecían entre todas las demás.

Era una reunión importante, y el académico y su mujer habían pasado toda la noche sin pegar ojo, encima de la cama, pensando en su discurso. Su mujer era partidaria de un discurso nuevo, más atrevido, más gerencial, más adaptado al signo de los tiempos. Además del discurso tenía que renovar su vestuario y su peinado. No podía seguir yendo por ahí con esos trajes anticuados, con esos pelos tan aburridos. Si seguía así acabaría siendo devorado por los nuevos académicos, esos tiburones de la lengua, había dicho. Al principio él se había dejado seducir por estas ideas, pero enseguida había recordado otro consejo de su Maestro en el lecho de muerte:

—En la Academia toda innovación está proscrita. La Academia es la Academia porque no cambia nunca, porque siempre es la misma. Innovar en la Academia se paga caro. Nunca te olvides de las tres emes: lo mismo, siempre lo mismo y nada más que lo mismo.

El académico siempre había seguido los consejos de su Maestro. Además no tenía ni idea de economía, ni sabía cómo rentabilizar la inversión, como obtener resultados. ¿Abaratar el coste del papel?, había pensado por un instante; pero no, eso no es lo mío, se dijo. Lo mío es la lexicografía. Sólo ahí puedo aportar algo. Por eso aquella mañana había decidido llevar el discurso de siempre, que iba a leer como siempre.

Al doblar la esquina que doblaba cada mañana y adentrarse en la calle estrecha por la que siempre se adentraba y que le llevaba a la plaza en la que estaba el edificio de la muy noble institución al académico le pareció ver una aberración con el rabillo del ojo. Había algo nuevo: un mendigo vestido con harapos negros de puro sucios echado en una manta asquerosa. Tenía los pies desnudos y agrietados, el pelo grasiento agrupado en seis o siete mechas verdosas, las manos gordas y rajadas, el rostro cubierto de costras, la nariz hinchada y roja. A cinco metros a la redonda podía notarse un olor inmundo. Hedor, pensó el académico, un mendigo hediondo. Su rostro era irreconocible y casi no se le veían los ojos, por la suciedad, y al no poder reconocerlo ni verle los ojos el académico sintió miedo. Pero la aberración que le había hecho detenerse no tenía que ver con el aspecto físico ni con el olor del mendigo, sino con el cartel de cartón con el que pedía limosna, que estaba detrás de una latilla de sardinas en la que había tres monedas doradas y relucientes. El cartel decía así:

 

TENGO AMBRE. HABER SI PUEDEN DARME UNA AYUDA, POR FABOR.

 

El académico había dado un respingo al verlo, como si alguien le hubiera propinado un puñetazo en el ojo.

Por un momento pensó en excluir la palabra mendigo del nuevo diccionario, como si esa decisión hubiera bastado para hacer desaparecer aquel ser infecto y con él aquel cartel aberrante, pero luego pensó que aunque se trataba de una palabra de su competencia necesitaba el consenso de sus colegas, que difícilmente obtendría, y que en todo caso el nuevo diccionario tardaría muchos años en aparecer. Pero tuvo otra idea.

—Hombre de Dios —le dijo al mendigo, manteniéndose a una distancia prudencial—. ¿No le parece que hay algo raro en el cartel?

—¿Y qué podría ser? —dijo el mendigo, y como su boca no se movía la voz parecía salir de la barriga.

—¿No le parece a usted que hay faltas?

—Ya lo sé. ¿Y a usted qué le importa?

—Digamos que tengo cierto interés en el asunto. Veamos. Si corrige esas faltas yo le doy este billete —dijo el académico, enseñando un billete nuevo lleno de ceros—. ¿Qué le parece?

El mendigo pasó un rato en silencio. Sus dedos se movían muy deprisa. Luego dijo:

—Tengo que pensármelo. Vuelva usted mañana y le daré la respuesta.

El académico se quedó desconcertado y siguió su camino.

La reunión, a la que estuvo a punto de llegar tarde por culpa del encuentro imprevisto con el mendigo, fue un desastre. Los nuevos académicos no comprendían a los viejos. El discurso de nuestro académico fue criticado con una dureza que nunca antes se había visto entre los muros de tan noble institución. No había comprendido la lógica del nuevo diccionario, dijeron. Un proyecto así sólo podía ser deficitario. ¿Cómo se proponía asegurar el cash-flow, los inputs, el output, sin recurrir al outsourcing?, dijeron mientras los antiguos académicos se volvían locos buscando palabras en el diccionario y movían la cabeza de un lado a otro al comprobar que no estaban en él. Advenedizos, alguien dijo en voz baja. Inadmisible, dijo otro. Acabarán nombrando a sus porteras, se oyó decir. Por encima de mi cadáver, proclamó el académico de más edad, provocando los comentarios escatológicos y las carcajadas sarcásticas de los nuevos, uno de los cuales dijo que la Academia se había convertido en el cementerio de los inmortales. El Presidente de la Academia, un hombre que no era ni nuevo ni viejo, un contemporizador y en cierto modo un oportunista, trataba de calmar los ánimos y no paraba de tomar notas.

El académico volvió a casa cabizbajo y pensativo. Seguía viendo el mismo futuro de antes, los mismos cargos de antes: Director del Instituto de Cultura, Director de Rimas, Subdirector de Letras, Secretario General de Palabras, Ministro de Libros, Presidente de la Cultura. Ah, la Cultura. Pero ahora era un futuro que se le escapaba, ahora eran caballos que se alejaban de él, trenes veloces que no había llegado a coger y se perdían en la distancia, barcos que veía alejarse desde el muelle y que se difuminaban al alcanzar la línea del horizonte.

Al pasar por la esquina el mendigo ya no estaba allí. En casa dijo que le dolían las muelas y se metió en la cama sin cenar. Cuando se acostó su mujer se hizo el dormido.

 3

 

—Aquí tiene usted el billete —le dijo al mendigo al día siguiente—, a condición de que corrija los errores del cartel, claro está.

El académico pensaba que era una victoria fácil con la que se desquitaba de los sinsabores del día anterior.

—Mire, se lo agradezco de veras —dijo el mendigo—, pero he llegado a la conclusión de que no me interesa.

—¿Cómo es posible? —dijo el académico entre sorprendido e indignado.

—Ya ve usted: he estado haciendo números. Mucha gente se fija en los errores y se paran por eso. Luego piensan que soy analfabeto, se apiadan de mí y me dan una moneda. En realidad no lo soy. Fíjese, hace mucho tiempo tuve veleidades literarias, hice mis pinitos con la poesía, hubo un periodo en el que hasta se habló de mí para la Academia.

—¿Para la Academia?

—Sí. Para la Academia, ese edificio que está tan cerca de aquí, en la plaza…

El académico se quedó mudo al oírle pronunciar la palabra Academia.

—En fin —prosiguió el mendigo—, si el cartel estuviera bien escrito muchos no se fijarían en él. De manera que ese billete que me da usted ahora me haría perder el doble en cuatro o cinco días. Me tendría que dar usted cien, no, mil, tampoco, cien mil billetes como ese. Y en tal caso no corregiría el cartel. Me jubilaría.

—¿Se jubilaría?

—Claro, claro. Ya voy teniendo una cierta edad, al menos para una prejubilación, y todos los días meto unas monedillas en mi plan de pensiones.

—Bueno, hombre, bueno, a la paz de Dios —dijo el académico.

Y siguió su camino hacia la Academia pensando que él aún estaba en lo mejor de la vida, que ni siquiera tenía que preocuparse por buscar un discípulo, que aún estaba lejos del momento en el que, en el lecho de muerte, sería el Maestro que transmitía a su sucesor los mismos consejos que él recibió de su Maestro.

Al llegar a la Academia se encontró con una nota en la mesa de su pequeño despacho. El Presidente quería verle.

—Querido amigo —le dijo el Presidente al recibirlo en su enorme despacho, entre helechos, cactus y palmeras gigantes, con fuertes y sonoras palmadas en la espalda—, los tiempos están cambiando. ¿Conoce la canción?

—Creo que no —dijo el académico.

—¿Lo ve? Ni siquiera conoce la canción, y es de hace treinta años o más. Todo cambia y usted no se da cuenta. Yo lo aprecio mucho. Todos lo apreciamos. En la casa se le quiere. Por eso hemos descartado la idea inicial.

—¿La idea inicial?

—Sí. La idea inicial. La idea de suprimir la letra M. Los tiempos están cambiando, pero es una letra demasiado importante como para acabar con ella de un plumazo. Demasiadas palabras, algunas de ellas imprescindibles. No encontrábamos razones, justificaciones.

—Ah —dijo el académico, como aliviado.

—Por eso hemos decidido ofrecerle una oportunidad única, una magnífica oferta que no podrá rechazar.

—¿Y de qué se trata? —dijo el académico con una voz casi imperceptible mientras el futuro volvía a la línea del horizonte y los caballos del carrusel se le acercaban al galope.

—Se trata de una prejubilación muy muy ventajosa, y del outsourcing completo de la letra M. Usted podrá seguir asociado, como emérito, a las actividades de la Academia. Ya sabe: conferencias, exposiciones, excursiones, etc. Le daremos una medalla de plata con un diseño único, especial para la ocasión, y una inscripción con su nombre.

—Pero yo…

—Los tiempos están cambiando, mi querido amigo. Terminará por comprenderlo —dijo el Presidente mientras se levantaba, acompañaba al académico al pasillo y pedía a su secretaria que hiciera pasar al siguiente. En el pasillo había una larga fila de académicos. Todos tenían el pelo blanco.

El académico pasó las cuatro últimas horas en el despacho mientras cambiaban los letreros e instalaban un aparato horrible encima de la mesa.

—¿Quieres llevarte a casa las fichas, los libros? —le preguntó el empleado.

—No importa. Tírelo todo —dijo el académico.

No soportaba que le trataran de tú.

El académico bajó las escaleras de aquel imponente edificio octogonal. Al pasar por el centro se paró a leer las inscripciones que había en las paredes, cientos de palabras grandilocuentes que siempre le habían parecido hermosas y que ahora le resultaban vacías. Miró a lo alto y vio la gran claraboya de la cúpula, un círculo perfecto por el que entraba el agua cuando llovía y que ahora enmarcaba un trozo de cielo azul surcado por nubes muy veloces.

Salió del cementerio de los inmortales con la cabeza baja y se despidió de los leones de bronce de la entrada. Un pensamiento melancólico teñía su rostro de un color neutro, grisáceo. Ya nunca tendría un discípulo predilecto a quien dejar el sillón M. ¿Y cómo iba a contarles lo sucedido a su mujer, a sus hijos?

Estoy acabado, pensó, es el final. Caminaba encorvado. Aquella mañana había entrado en el edificio un hombre maduro, y ahora salía de allí un viejo. Una ráfaga de viento desordenó su pelo y una nube de polvo lo hizo parecer aún más blanco. Se enganchó en un arbusto y la americana se le rasgó. Los zapatos se le mancharon. Cayó al suelo y las manos y los pantalones se le llenaron de barro. Algo le picaba en la cara y al rascarse se la embadurnó. Un gatito famélico maulló y el académico lo acarició. Nada más salir de los jardines de la Academia le entraron ganas de mear. La próstata, pensó mientras decoraba aquellos nobles muros con una palabra amarillenta:

 

MIERDA

 

Pero la palabra desapareció enseguida.

El gatito le seguía. Le daré de comer y será mío, pensó el académico. Siempre le habían horripilado los animales, pero de repente, sin saber por qué, sintió una gran compasión por aquel ser indefenso y débil.

Al pasar por la esquina el mendigo no estaba. Había un letrero que decía:

 

ME E HIDO HA COMER

 

La lata de sardinas rebosaba de monedas doradas. La manta del suelo, los olores, la roña, todo empezó a parecerle muy acogedor. Entonces se puso detrás del letrero y se echó en la manta. Alguien pasó y dejó una moneda. El académico era la viva imagen del primer mendigo.

Escrito en Lecturas Turia por Julio Baquero Cruz

15 de julio de 2013

Existe por los caminos una raza de gentes que, ellos también, han jurado ser libres

Jules Vallès

 

To

dos sabréis que ella

era la francesa Charlotte, la

drona de libros. “Allí toda

vía encontré bosques encantados, islas

en el Índico, arena entre

las sillas, un vaso de té y otro de aguar

diente. Yo le vi. Un camino

que serpentea hacia el casti

llo, una gran nube viajera, un resplandor ca

si de locura, un hueco de si

lencio entre el ruido

de los árabes. Yo

le vi. Claros ojos ahu

mados, sentado, con la voz

terca repitiendo: ¡cobardes en

loqueced! Me habló

de la inocencia antigua, de las

preguntas que hieren

como vino rojo, de

los días en el desierto con un fardo.

Me habló, me gri

tó, me escupió, me quiso vender por

una botella, por un vaso, por el trago

que le faltaba. Azulísimos ojos y el

viento y las telas blancas y el olor negro

de los días negros. Allí estaba, junto

a los barcos que esperan, con un rifle

y un cuaderno sin

más. No quiso

mi voz ni mi cuerpo ni

firma ni dirección alguna.”

Todos sabréis que ella era Charlotte,

que llegó al con

fín para encontrar

le, que no dejo car

tas, sólo el recuerdo, el hue

co de lo no dicho, la mirada

de los hombres que mienten.

Charlotte, que leía novelas de Conrad

recordando a un niño con volun

tad de dios, con nombre de pájaro

y pocas ganas de morir, recordando

que los escritores pier

den la cara. 

Todos sabréis su nombre, 

la francesa Charlotte.


Escrito en Lecturas Turia por David Mayor

          A su muerte el pasado mes de agosto, se hizo realidad algo que las letras árabes ya venían sospechando desde hacía un par de décadas: que Mahmud Darwix (1941-2008) ha sido el poeta árabe más determinante del siglo XX. El acuerdo fue casi unánime, y rebasó con creces las valoraciones de circunstancias que rodean al óbito de una figura de relieve. Sólo se recuerda en las letras árabes un asenso y un despliegue de duelo y encomio parecido: el que suscitó la muerte del premio Nobel de literatura Naguib Mahfuz. De hecho, entre los lloros más recurrentes se hallaba el de que Darwix hubiera muerto sin conquistar tal premio, para el que estuvo propuesto en varias ocasiones y al cual podría haber aspirado —pese a la dificultad intrínseca que implicaba su consecución para un autor que no tenía un Estado detrás, y sí delante y como enemigo a un fiero Estado— de haber vivido aún unos años. No en vano, en el momento de su muerte el reconocimiento internacional de su obra no hacía sino crecer. Pero entre los árabes, de Casablanca a Qátar, de los grandes periódicos árabes de Londres a las revistas literarias de El Cairo y Beirut, hubo acuerdo. El propio Darwix había dicho en alguna entrevista —trance que él convertía en un ejercicio de crítica literaria— que la posteridad es un billete de lotería que uno compra en vida y, nada más morir, sabe si le ha tocado... Si estaba en lo cierto, puede descansar tranquilo.

            Ese estatuto de maestro incontestado lo adquirió Darwix sometiendo su carrera poética a una evolución permanente. Esto, que parece ocurrir con frecuencia entre toda suerte de poetas, no es tan frecuente como se creería, y menos aún entre poetas exitosos, poetas que desde muy jóvenes han gozado de refrendo y exaltación. Tras haber dado pie a finales de la década de 1960, en compañía del también palestino Samih al-Qásim, a lo que entonces se llamó “poesía palestina de resistencia”, Darwix no se limitó a ello, no se quedó encerrado en tal cosa, sino que sometió su poesía a un grado cada vez mayor de complejidad arquitectónica y musical, siempre en diálogo con la gran tradición poética árabe: la de la casida, el poema de métrica y estructura codificadas, que él supo modernizar y reinventar. A lo largo de todas sus etapas poéticas, que grosso modo coinciden con los distintos destinos de su exilio (El Cairo, Beirut, París, Ammán/Ramala), Darwix supo escribir poemas considerados clásicos, que gozan del estatuto de ingenuidad ejemplar de la verdadera poesía. Dominó el poema en prosa (por ejemplo, “Cuatro direcciones personales”), el poema largo (“Fue lo que había de ser”), el poema-libro (Mural, Estado de sitio), el poema breve (“A mi madre”), la canción (“Rita y el fusil”). De todo ello se halla muestra en nuestro tomo Poesía escogida, 1966-2005 (Valencia, Pre-Textos, 2008), cuya selección supervisó el propio poeta. A la vez, y a lo largo de los años, Darwix desarrolló una importante obra en prosa, en la que destaca su libro final, En presencia de la ausencia, donde indaga en la construcción de la identidad personal, en su caso marcada por la Nakba, el Desastre palestino de 1948, fruto de la creación del Estado de Israel y de la expulsión de 800.000 palestinos de sus tierras, entre ellos el niño Darwix y su familia.

           Es el tema de la construcción nacional palestina uno de los que más quebraderos de cabeza dio a Darwix. Junto a Edward Said, Darwix se vio alzado desde el comienzo de su carrera a la condición de conciencia nacional palestina. Se esperaban sus poemas y sus palabras como oráculos sobre la condición palestina. Él lo que pretendía era que hablaran de la condición humana, simplemente. En ella debía estar incluida la tragedia palestina, y en ésta aquélla. El mismo Said lo relacionó con poetas como Yeats, Ginsberg o Walcott, poetas de un pueblo, de una cultura específica, poetas del epos, desde el que se alzan al dominio universal.

          Los poemas que presentamos a continuación pertenecen a su obra La huella de la mariposa (Ázar al-faracha),[1] el último de sus libros poéticos. En él Darwix vuelve a una de las variedades poemáticas en las que más destacó: el poema en prosa, que aquí cultiva de una forma más suelta y desembarazada, cercana a veces al apunte prosístico o al aforismo, y bajo una estructura general de diario poético.

 

MAHMUD DARWIX

El mosquito

El mosquito, femenino en mi lengua, es más letal que la calumnia. Además de chuparte la sangre, te fuerza a una batalla absurda. Siempre te visita en la oscuridad, como la fiebre a al-Mutanabbi. Zumba y zuñe como un avión de guerra al que no oyes hasta que ha alcanzado su objetivo. Tu sangre es el objetivo. Enciendes la luz para ver dónde está y se esconde de tus malas intenciones en cualquier rincón de la habitación, y luego va y se posa en la pared... a salvo, pacífico, como si se hubiera rendido. Intentas matarlo con un zapato, pero te burla, se escapa y reaparece cínicamente. Le insultas en voz alta pero ni se inmuta. Le invitas a negociar una tregua con voz amigable: ¡Duérmete y yo me duermo! Crees que le has convencido, apagas la luz y te duermes. Pero cuando te ha vuelto a chupar la sangre, zumba otra vez avisando de una nueva incursión. Y te empuja a una batalla colateral con el insomnio. Enciendes la luz por segunda vez y haces frente a los dos —a él y al insomnio— leyendo. Entonces el mosquito aterriza en la página que estás leyendo, y te regocijas en secreto: ¡Ha caído en la trampa! Cierras de golpe el libro: Lo he matado... lo he matado. Lo abres para jactarte de tu victoria y no hay ni rastro del mosquito ni de las palabras. ¡El libro está en blanco! El mosquito, femenino en mi lengua, no es una alegoría, ni una metáfora, ni una metonimia. Es un insecto al que le gusta tu sangre. La huele a veinte millas. Y sólo hay un medio para arrancarle una tregua: que cambies de grupo sanguíneo.

¿POR QUÉ? ¿A SANTO DE QUÉ?

Se da ánimos hablando consigo mismo mientras camina solo. Palabras que no significan nada, y que no quiere que signifiquen nada: «¿Por qué? ¿A santo de qué?» No es su intención quejarse o hacer preguntas, o frotar una expresión con otra para que prenda un ritmo que le ayude a caminar con la agilidad de un chaval. Pero es lo que sucede. Cada vez que repite: ¿Por qué? ¿A santo de qué?, siente que está en compañía de un amigo que ha venido a ayudarle a sobrellevar el camino. Los transeúntes lo miran con indiferencia. Nadie piensa que esté loco. Le creen un poeta, un soñador errabundo poseído por una repentina inspiración del demonio. Pero él ni se da cuenta de qué le aflige. No sabe por qué se acuerda de Gengis Jan. Quizá porque ha visto un caballo sin montura nadando en el aire, sobre los edificios destruidos del fondo del valle. Continúa caminando con un solo ritmo: «¿Por qué? ¿A santo de qué?» Y antes de llegar al final del camino que sigue todas las tardes, ve a un viejo inclinado junto a un eucalipto, el bastón apoyado en el tronco, que se desabrocha los botones de los zaragüelles con mano temblorosa y mea mascullando: ¿Por qué? ¿A santo de qué? Las chicas que suben del valle no se contentan con reírse del viejo: le tiran bayas de pistachos verdes.  

OJALÁ SE NOS ENVIDIE

A esa mujer que camina deprisa, con una manta de lana y un cántaro por corona... que arrastra de la mano derecha a un niño y de la izquierda a la hermana de éste. Que detrás lleva un rebaño de cabras asustadas. A esa mujer que huye de un angosto escenario de guerra a un campamento de refugiados desconocido... la conozco desde hace sesenta años. Es mi madre, que me dejó olvidado en un cruce de caminos, con una cesta de pan reseco, una vela y una caja de cerillas estropeadas por el rocío.


A esa mujer que ahora veo en la foto de la pantalla a color del móvil... la conozco muy bien desde hace cuarenta años. Es mi hermana, que completa los pasos de su madre ―mi madre de camino al desierto: huye de un angosto escenario de guerra a un campamento de refugiados desconocido.


A esa mujer que veré mañana en el mismo escenario, la conozco también. Es mi hija, a la que he abandonado en mitad de los poemas para que aprenda a andar y eche a volar hacia lo que hay detrás del escenario. Ojalá cause la admiración de los espectadores y la desilusión de los cazadores. Y mira por dónde, un amigo astuto me dice: Es tiempo de que pasemos, si es que podemos, de un asunto por el que se nos compadece... ¡a uno por el que se nos envidie!

CUESTIÓN DE PERSPECTIVA

Lo que distingue al narciso del girasol es lo que diferencia dos puntos de vista: el primero mira su imagen en el agua y dice: No hay yo sino yo. El segundo mira al sol y dice: Qué soy sino lo que adoro.

Y por la noche, se reduce la diferencia y se agranda la glosa.

OJALÁ EL JOVEN FUERA ÁRBOL

El árbol es hermano del árbol, o un buen vecino. El grande se inclina sobre el pequeño, y le da la sombra que le falta. El alto se inclina sobre el bajo, y le envía un pájaro que le acompañe de noche. No hay árbol que hurte el fruto de otro, o que se mofe de él si es estéril. Ningún árbol mata a otro ni imita al leñador. Cuando se hace barca, aprende a nadar. Si se hace puerta, día y noche es guardián de los secretos. Si se hace banco, no olvida que antes tuvo un cielo. Y cuando se hace mesa, enseña al poeta a no ser leñador. El árbol es absolución y vigilia. No duerme ni sueña. Vela por los secretos de los soñadores, día y noche en pie. En pie protegiendo a los transeúntes y al cielo. El árbol es oración vertical. Implora a lo alto. Y cuando se dobla un poco por la tormenta, lo hace con el empaque de una monja, la mirada en lo alto... en lo alto. Dijo en la antigüedad el poeta: «Ojalá el joven fuera piedra». Ojalá hubiera dicho: ¡Ojalá el joven fuera árbol!

 

EN CÓRDOBA


Las puertas de madera de Córdoba no me invitan a pasar y darle recuerdos damascenos a una fuente o un jazmín. Camino por los estrechos callejones un soleado y apacible día de primavera. Camino ligero, como si fuera huésped de mí mismo y de mis recuerdos, como si no fuera una pieza de museo sobre la que se vuelven los turistas. No le doy una palmada en la espalda a mi pasado con alegría incomparable, como un poema aplazado esperaría de mí. Ni me asusta la nostalgia desde que sobre ella cerré la maleta, sino que me da miedo el mañana que galopa ante mí con pasos eléctricos. Y cada vez que le importuno, me reprende: Ocúpate del presente. Pero hay demasiados poetas en Córdoba. Extranjeros y españoles. Hablan del pasado de los árabes y del futuro de la poesía. Y en un jardín, con pocos árboles y poco de todo, al ver una escultura de dos manos dedicada a Ibn Zaydún y Wallada, le pregunto a Derek Walcott, uno de mis poetas favoritos, si sabe algo de la poesía árabe, y no se disculpa cuando responde: No, nada en absoluto. Y aun así, pasamos juntos tres días sin parar de reír y bromear sobre la poesía y los poetas, a los que él describió como ladrones de metáforas... Me preguntó: ¿Cuántas metáforas has robado? Y no supe contestar. Rivalizamos tonteando con las cordobesas, y me preguntó: Si te gusta una mujer, ¿vas y le hablas? Le dije: Mi valor depende de su belleza... ¿Y tú? Dijo: A mí, si me gusta una mujer, es ella la que viene a mí. Le dije: Claro, tú eres ángel y demonio... lo que yo no sé ser. Y su tercera mujer se reía. En Córdoba, me paré ante un portalón de madera y me busqué en el bolsillo las llaves de mi vieja casa, como hizo Nizar Qabbani. No se me escaparon las lágrimas, porque la nueva herida tapaba la cicatriz de la vieja. Pero Derek Walcott me cogió por sorpresa con una pregunta hiriente: ¿De quién es Jerusalén? ¿Vuestra o de ellos...?

 

EN MADRID


Sol, llovizna, primavera vacilante. Los árboles son altos y viejos en el jardín de la Residencia de Estudiantes. Las veredas, pavimentadas con piedrecillas, hacen que caminar se acerque más bien a un ejercicio burlesco de flamenco. Una luz temblorosa agujerea las sombras. Desde esta colina nos asomamos a Madrid, que se extiende abajo como un estanque verde. Mark Strand, el poeta americano-canadiense, y yo nos sentamos en unas sillas de madera a hacernos fotos con los estudiantes, y a firmar nuestros libros traducidos al español, a cual de los dos más dispuesto a ocultar la alegría del poeta ante un lector desconocido, inesperado... ante el viaje de la poesía que se escribió en una habitación cerrada hasta este jardín. Se me acercó una señora elegante y me dijo: Soy sobrina de Lorca. Le di dos besos para aspirar lo que de los brazos de él quedara en ella. Y le pregunté: ¿Qué recuerda de él? Me respondió que había nacido después de que lo mataran. Le dije: ¿Sabe cuánto nos gusta? Y dijo: Todo el mundo dice lo mismo, es un orgullo para mí. Es un símbolo. El director de la Residencia me explicó que éste es un lugar emblemático de Madrid. Quien no lee poesía aquí es un pelagatos. Aquí vivieron Lorca, Alberti, Juan Ramón Jiménez, Dalí. Al final del encuentro, me pidieron que le hiciera una pregunta a Mark Strand. Le pregunté: ¿Cuál es el límite preciso entre el verso y la prosa? Titubeó, como hacen los verdaderos poetas ante una definición difícil, y dijo, él que escribe verso libre: El ritmo, el ritmo. La poesía se distingue por el ritmo. Y cuando salimos al jardín a pasear por las veredas de piedrecillas, no hablamos mucho para no romper el ritmo de la noche sobre los altos árboles. No sé por qué me vino a la cabeza la aguda frase de Nietzsche: “La sabiduría es el conocimiento privado del canto”.

 

BOULEVARD SAINT-GERMAIN 

 

Me dice George Steiner: El poeta ha de ser huésped... Yo le digo: ¡Y hospedero!

Las hojas secas, caídas de un árbol que se desnuda, son palabras en busca de un poeta hábil que las devuelva a las ramas.


Cada vez que el ritmo se esconde en la imagen, la música se hace compañera de la idea.


Sentado con Peter Brook, los pájaros de Aristófanes y de Farid al-Din al-Attar sobrevuelan nuestras cabezas en un viaje compartido hacia los límites del significado.

¿Exilio? El visitante lo añora: es la excursión del pájaro en un viaje en el que nadie pregunta: ¿Cómo te llamas? ¿Qué quieres?

En el autobús, miro la acera, y me veo sentado en la parada ¡esperando el autobús!

Fingir una difícil neutralidad, en el poema y la novela, es el único delito moral que se perdona.

Romper el ritmo, de vez en cuando, es una necesidad rítmica.

Dejo el otro lado de mi vida donde quiere quedarse. Y sigo a lo que queda de mi vida en busca de su otro lado.
Mis sensaciones brincan ante mí, llevan paraguas y caminan bajo la lluvia. Mis sensaciones son un hecho externo como la lluvia.

El viento de otoño barre la calle y me enseña el arte de reducir. De reducir lo que se escribe.



[1] De próxima aparición en la editorial Pre-Textos.

Escrito en Lecturas Turia por Luz Gómez García

15 de julio de 2013

En un sentido amplio, Gary Snyder se ha convertido en una especie de profeta de lo esencial de la vida humana. Desde un punto de vista más concreto, es un profundo poeta y ensayista estadounidense, también importante traductor de poesía japonesa, que nació en San Francisco en 1930. Su obra, su forma de ser y de vivir nace como resultado del cruce entre tres grandes fuerzas vitales: indigenismo, budismo zen y contracultura. Analicemos detenidamente estos aspectos constituyentes de esta poliédrica personalidad.

Entendemos por indigenismo una suerte de exaltación de lo natural que acarrea la formación de un entramado ideológico y político cercano a la radicalidad revolucionaria. Su preocupación por la ecología y el ambiente físico de Norteamérica es un claro precedente de movimientos posteriores: en este, como en otros aspectos, Gary Snyder se nos presenta como un adelantado a su tiempo. Esta preocupación deriva en una defensa del biorregionalismo, y una propuesta de vida diferente, basada en el modelo tribal. Otro tipo de vida es posible, una vida más profunda y humana, de hermanamiento con la madre naturaleza.

En este sentido, su deuda con H. D. Thoreau y su ensayo sobre la desobediencia civil es evidente. Snyder proviene de la vida pionera. Su amigo Jack Kerouac nos habla de sus raíces: “era un muchacho de Oregon oriental, criado en una cabaña de madera, en la profundidad de los bosques, con su padre, su madre y su hermana, y desde pequeño un montañés, leñador y granjero, que le gustaban los animales y la cultura indígena (...) Se interesó por el viejo anarquismo de los Trabajadores Industriales del Mundo y aprendió a tocar la guitarra y a cantar viejas canciones obreras que armonizaran con las canciones indígenas y los cantos populares en general”. Su trabajo como guardabosques acentúa esta tendencia, y, así, surge ya la figura del eco-poeta comprometido políticamente, no tanto con un proyecto concreto como con una idea de la revolución total basada en el hermanamiento con la naturaleza y en la vuelta a una sabiduría ancestral salvaguardada por el modus vivendi y la filosofía de los indios americanos. Este sentimiento de unión con los Trabajadores Industriales es fruto de la herencia de otros autores, como Jack London. Es la época de los “wobblies” y del resurgimiento del viejo anarquismo pacifista clandestino.

Así pues, éste es el primer constituyente, cronológicamente hablando, de la personalidad de nuestro poeta y, como todo lo que se forma en nuestra primera juventud, tuvo una influencia realmente significativa sobre él. El indigenismo, la ecología, el biorregionalismo, el tribalismo y el anarquismo pacifista le llevan a la adopción de un radicalismo ideológico que se basa en la idea matriz de que otra vida es posible, un mundo nuevo, más justo y, sobre todo, más auténtico. Él mismo nos lo cuenta: “Como poeta sostengo los valores más antiguos sobre la tierra. Se remontan al paleolítico: la fertilidad de los campos, la magia de los animales, el poder de la visión que da la soledad, la iniciación y el renacer, el amor y el éxtasis de la danza, el trabajo comunal de la tribu”.

El concepto de lo salvaje es nuclear en la obra de Snyder. La idea es que el hombre debe recuperar su componente salvaje. Algo se ha perdido en nuestra evolución como personas. El progreso, el tecnicismo, la modernidad han roto un vínculo esencial. El hombre y la mujer son “seres naturales”, hijos e hijas de la naturaleza, y por eso deben desandar los pasos perdidos: hay que borrar y empezar de nuevo.

El segundo gran bloque formante de la personalidad de Gary Snyder es su papel como figura mítica del “underground” de su país. En este sentido, Snyder es un autor esencial de la contracultura. Tradicionalmente se le ha asociado con la Generación Beat –más que nada debido a su amistad con Kerouac- y los poetas del grupo Black Mountain. No obstante, a pesar de su indudable influencia sobre estos autores, Snyder no es beat, no es tan fácilmente encasillable. “Se puede hablar de mí como amigo de la generación beat en sus primeros tiempos, pero no formo parte de esa generación”, aclara el poeta en una entrevista a un periódico en 1992. La identificación procede de ese libro-pasión, ese hermoso canto a la amistad que supone la novela Los vagabundos del Dharma del legendario Jack Kerouac, en la que Gary Snyder, rebautizado como Japhy Ryder, es retratado como un monje zen, leñador en los bosques profundos, místico descifrador del legado telúrico del indio americano.

Kerouac conoció a Gary en octubre de 1955, la noche de la famosa lectura poética en la Six Gallery de San Francisco. Muchos han contado sus impresiones acerca de esa noche. El poeta Kenneth Rexroth, algo mayor, oficiaba como maestro de ceremonias. El trasiego de alcohol era continuo en una noche de poesía y excesos. Sobre todo, había ese sentimiento de que algo importante estaba a punto de gestarse: las cosas no serían ya lo mismo. De hecho no lo fueron. Allen Ginsberg leyó su mítico poema “Aullido” y todo explosionó. Estalló la catarsis. Mientras tanto, nuestro hombre miraba los acontecimientos con algo más de distancia, divertido, pero ajeno a la borrachera colectiva, y un Kerouac eufórico quedó de inmediato fascinado por la personalidad del poeta que tanto habría de enseñarles sobre Oriente, la meditación y la vida en las montañas. El autor de On the road intuyó muy pronto el carácter visionario de su amigo. Así habla Snyder-Ryder en la novela de Kerouac: “Todo el mundo vive atrapado en un sistema de trabajo, producción, consumo, trabajo, producción, consumo... Tengo la visión de una gran revolución mochilera, miles y miles, incluso millones de americanos yendo de aquí para allá, vagabundeando con sus mochilas, escalando montañas por escalar, alegrando a los viejos, provocando la felicidad de los jóvenes y las viejas y todos son lunáticos zen que escriben poemas que brotan de sus cabezas sin razón”.

Los vagabundos del Dharma es el más generoso acto de creación, un libro que trata sobre un amigo, pero no demuestra la pertenencia de Snyder al grupo beat. Además hay un hecho decisivo en este momento, pues nos introduce en la tercera fuerza de influencias: durante el periodo en que la Beat Generation recibió la mayor publicidad, Snyder, en un movimiento típico de él, se hallaba fuera del país. No pudieron verlo ni entrevistarlo. Mientras Kerouac, Cassady, Ginsberg, Corso y demás se perdían en los oropeles de la fama, mientras todos ellos mutaban de vagabundos enloquecidos a seres mediáticos alcoholizados, Gary Snyder, inaprensible, viajaba a Japón, en donde estuvo muchísimos años en un monasterio budista de Kioto.

La influencia de Oriente, del zen y del budismo estuvo presente en nuestro poeta desde muy temprano. En septiembre de 1955, cuando Allen Ginsberg conoció en Berkeley a Gary, dijo de él en la biografía de Kerouac escrita por Ann Charters: “Está estudiando lenguas orientales y dentro de poco se va a Japón: quiere ser monje zen. Es lacónico, de corazón cálido; está bien, tiene una pequeña barba, es delgado, rubio, va en bicicleta por Berkeley con sus Levis, está colgado de los indios... y escribe bien. Una persona interesante”.

Todo aquel que se interese por la introducción del budismo en occidente y por la interacción entre Oriente y Occidente, tendrá una parada obligatoria en la obra y la peripecia vital de Snyder. En esta línea, es lectura obligatoria su ensayo El budismo y la revolución venidera. Nuestro autor hace del budismo un eje gravitatorio existencial. Su conocimiento de idiomas orientales, sus continuos viajes y estancias en India, China y Japón, y la práctica detenida y concienciada en monasterios, hacen de esta tercera fuerza algo más permanente que una mera actitud pasajera. De hecho Snyder hace una lectura respetuosa y profunda, pero también personal, de todo este acervo filosófico. Frente a las caducas filosofías occidentales, intelectualizadas hasta el artificio, el poeta encuentra en Oriente una forma de vida, una expresión vital tan sencilla y profunda como su alma. Su personal contribución consiste en sentar las bases de un budismo socialmente comprometido: el budismo, de hecho, se convierte en la herramienta que Gary Snyder necesitaba para cambiar el mundo. De esta concepción nace el término Buddhist Anarchism, y éste es un buen porcentaje de su legado: su capacidad para la simbiosis, una simbiosis que encaja de forma natural, pues él descubre la relación entre el pensamiento ecológico y las ideas budistas de la interpenetración. En cualquier caso, Snyder tiene un papel evidente: presenta Oriente a muchos grandes poetas de su época, en un sentido abstracto y en un sentido literal. Muchos poetas del momento, desde Ginsberg a Corso, pasando por el poeta italoamericano Lorenzo Monsanto Ferlinghetti, encuentran en Snyder un cicerone de excepción.

Sea como fuere, la trayectoria vital de Gary Snyder es el camino de un buscador y, por eso, merece todo nuestro respeto. Su vida y su obra, más que nunca al unísono, con títulos tan notables como La isla de la tortuga o su colección de ensayos La práctica de lo salvaje, nos llevan de la mano por un camino de iniciación. Pocos ejemplos encontramos en la literatura actual que encarnen esa mezcla de ingenuidad y rigor intelectual. La calidez de su corazón abraza unos poemas que buscan un saber oculto en el silencio: en él la poesía es una forma de meditación. En un mundo tan devaluado como el nuestro, pocas son las ocasiones de encontrar un poeta sabio. Ésta es una de ellas. Quizás, la mejor forma de terminar este ensayo sea seguir el consejo de nuestro poeta: “En el siglo próximo / o el que le siga, / dicen, / habrá valles, pastizales / donde podremos reunirnos en paz / si conseguimos llegar. // Para escalar estas cumbres venideras / una palabra para ti, para / ti y tus hijos:// Permanezcan juntos, / aprendan de las flores, / anden livianos”.

Escrito en Lecturas Turia por Martín Merino Ruiz-Funes

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