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15 de julio de 2013

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Eres un hombre que se te ve de lejos,

un luchador cosido con fuerza y con ternura.

Tienes una sonrisa como un sol de invierno

y una hemorragia de vainilla interior.

Envejeces cuando dejas de amar.

Tienes muchos sueños que tirar del ovillo

y un puñado de amigos que te adoran y están

cuando las ratas abandonan el barco.

Permítete un rato el lujo de la tristeza,

luego compra una escoba, sácala de tu alma,

la primavera estalla en lirios y minifaldas.

Encontrarás la excusa para que el corazón

trepe de nuevo al árbol y se ponga a bailar.

Ya sabes dónde estoy. Donde escuchan las rosas,

mi móvil siempre está despierto para ti.

Escrito en Lecturas Turia por Ángel Petisme

La obra poética de Guillermo Carnero (Valencia, 1947) es una de las más originales, rigurosas y significativas de las últimas décadas. El libro con que se dio a conocer, Dibujo de la muerte (1967), fue considerado enseguida una obra emblemática, lo mismo que Arde el mar (1966), de Pedro Gimferrer. Las características más visibles de ambos libros pronto sirvieron para definir a la generación emergente. José María Castellet incluyó a Carnero en su afamada antología Nueve novísimos poetas españoles (1970), en la que se propuso agrupar a los poetas “más representativos de la ruptura” y de la superación del realismo social. José Olivio Jiménez anunció algo después la segunda edición de Dibujo de la muerte (1971), que ahora incluía dos poemas de la plaquette titulada Libro de horas, en un artículo memorable publicado en la revista Papeles de Son Armadans (mayo 1972), bajo el acertado rótulo “Estética del lujo y de la muerte”, donde ratifica la preeminencia del joven poeta sobre sus compañeros de oficio. Y Carlos Bousoño lo consagró definitivamente mediante el prólogo a Ensayo de una teoría de la visión. Poesía 1966-1977, volumen en el que el poeta novísimo reunía la obra poética escrita hasta ese momento.

            En el prólogo de marras, Carlos Bousoño puso de relieve, además del carácter emblemático de la poesía carneriana, el hecho de que todos los libros recogidos en el volumen eran en realidad un solo libro. El propio Carnero no pudo por menos de corroborar este juicio en la correspondiente “Nota del autor”, juicio que venía a coincidir con su idea de cómo se desarrolla a lo largo del tiempo una obra coherente: “no de modo lineal, sino en espiral, es decir, retomando siempre los mismos problemas según una trayectoria circular que se salva de ser viciosa porque en cada ciclo hay una nueva complejidad que sintetiza el anterior recorrido y relee esa síntesis de modo más abarcador”. En efecto, después de cuarenta años de ejercicio de la poesía, con los remansos de silencio creador que este viejo oficio precisa, la obra poética de Guillermo Carnero constituye un conjunto orgánico, perfectamente articulado, que responde a una “unidad de sentido” precisa y a una “lógica de desarrollo” concreta.

            El autor de Ensayo de una teoría de la visión anticipó estas cuestiones, al menos como declaración de principios, en las dos citas que antepuso al libro en la edición de 1979. La primera, perteneciente al pensador Edmund Burke, dice: “Sólo pido una gracia: que ninguna parte de este discurso sea juzgada en sí misma e independiente del resto” (A philosophical Enquiry into the Origin of our Ideas of the Sublime and the Beautiful). Pues bien, Guillermo Carnero nos advierte así de la “unidad de sentido” que reclama para su obra toda. La segunda, correspondiente al narrador Lawrence Durrell, reza: “¿Les gustaría conocer mi método? Es sencillo: al escribir un libro […], escribo otro sobre este primero, y un tercero sobre el segundo, y así sucesivamente. Acaso de este modo, por qué no, pueda surgir una nueva lógica. Como esos monos de los frescos indostánicos […] que para bailar necesitan apoyarse cada uno con el dedo índice en el trasero del anterior” (Nunquam). A juzgar por los resultados obtenidos, la trayectoria poética de Carnero parece obedecer a una “lógica de desarrollo” estricta, atenuada en la medida de lo posible por el empleo del humor y la ironía.

            Si mi apreciación es correcta, la obra poética de Guillermo Carnero presenta dos épocas claramente diferenciadas, entre las que, a pesar de las diferencias inevitables, se observa una profunda semejanza en cuanto a su desenvolvimiento, como tendré ocasión de mostrar en estas notas de lectura. Pero vayamos por partes.

I

            La primera etapa de Guillermo Carnero se inició con un libro verdaderamente excepcional, Dibujo de la muerte (1967), en el que el jovencísimo poeta plantea el eje temático en torno al cual gira su obra, desde entonces hasta hoy, esto es, la precariedad de la vida contemplada desde la perspectiva del arte. A continuación, Carnero abordaría la insuficiencia del arte para dar cuenta de la vida en tres colecciones sucesivas, pero desde puntos de vista diferentes; mientras que en El Sueño de Escipión (1971) parte de la experiencia personal, en Variaciones y figuras sobre un tema de La Bruyère (1974) recurre a la reflexión sobre experiencia vivida y, finalmente, en El azar objetivo (1975) se decanta por el cuestionamiento de algunas formas de trasmitir esa experiencia, como son el discurso razonado y la fábula neoclásica. La primera recopilación de su obra, Ensayo de una teoría de la visión. Poesía 1966-1977, constituye la clausura de esta época, tras la cual el poeta se sumió en un silencio prolongado.

            Dibujo de la muerte vio la luz en 1967, y pronto fue objeto de la máxima estima. A pesar de la juventud de su autor, que apenas había rozado la veintena, constituye una reflexión original sobre la precariedad de la vida frete a la belleza perdurable del arte. De hecho, todos los poemas que lo integran, desde “Ávila” hasta “Bacanales en Rímini para olvidar a Isotta”, pasando por “Capricho en Aranjuez” o “Panorama desde la Tour Farnèse”, están relacionados, de una manera o de otra, con el mundo del arte o de la cultura. A diferencia de los poetas realistas, pertenecientes a la primera generación de posguerra, Carnero se resiste a considerar la obra de arte como salvación de la vida, al tiempo que proclama la autonomía de la obra artística. A diferencia de los poetas del conocimiento, pertenecientes a la segunda generación de posguerra, rechaza la expresión directa del yo mediante fórmulas confesionales, a la vez que recurre a procedimientos de expresión indirectos, como el correlato objetivo o los materiales procedentes del museo imaginario de la cultura. El poema “Watteau en Nogent-sur-Marne” concluye, por ejemplo, de manera harto significativa:

Porque el hombre desea conocer lo que ama,

descifrar la sangre que pulsa entre sus dedos, recorrer

íntimamente los senderos intuidos desde la cancela.

Nada vuestro me es oculto, personajes de fábula,

porque soy uno mismo con vosotros,

y sin embargo, estoy tan solo como cuando, al entrar en el salón,

oprima una mano desconocida bajo la seda, en la próxima danza.

            “Estética del lujo y de la muerte”, para emplear las palabras de Octavio Paz reutilizadas por José Olivio Jiménez, la de Carnero es una estética nihilista, que no nace del amor a la vida, sino del temor a la muerte. Es la respuesta a una pregunta sobradamente conocida: ¿hay algo capaz de otorgarle al ser y a la existencia un sentido que los redima de su precariedad? La respuesta del poeta presupone la superación del nihilismo mediante la existencia experimental del artista. Esto nos permite entender su interés por los personajes decadentes y exquisitos: Óscar Wilde, Watteau, Brummel, Giovanni Sforza, Ludovico Manin… y un largo etcétera.

            Tras la buena acogida de Dibujo de la muerte, Guillermo Carnero publicó sucesivamente tres colecciones de poemas, El Sueño de Escipión, Variaciones y figuras sobre un tema de La Bruyère y El azar objetivo, que constituyen una unidad de sentido dentro de la trayectoria poética de su autor. Una vez establecida la ruptura con la estética realista, y constatada la precariedad de la vida desde el punto de vista del arte, el joven poeta indaga los principios de una estética objetivista, a pesar de la insuficiencia del arte para dar cuenta de la vida. Este cambio de orientación, anunciado ya en poemas como “Plaza de España”, de Dibujo de la muerte, ha permitido que los críticos hablen, y con razón, de un giro metapoético en la obra del autor. Receptivo ante una preocupación que estaba en el ambiente de los primeros años setenta, Carnero comienza a mostrar una atención preferente por el lenguaje. Abandona la concepción lingüística que podemos denominar cratilismo poético (como alusión a la teoría del filósofo Cratilo expuesta en el diálogo homónimo de Platón), y que consiste en considerar la naturaleza del lenguaje, no como mera convención (arbitrariedad, diría Saussure), sino como expresión natural de una realidad, aunque sólo sea a efectos literarios. Y finalmente trasforma el lenguaje en el tema del discurso, de la manera enigmática y pomposa en que sólo pueden hacerlo los estudiantes universitarios en trance de obtener la licenciatura.

            El Sueño de Escipión es un libro sobre el proceso creador, es decir, sobre la transformación literaria de la experiencia personal en discurso poético. Los quince poemas que lo integran se compusieron en Cambridge, durante el invierno de 1970 y la primavera de 1971, mientras el autor intentaba reponerse de un desengaño amoroso. En manos de otro poeta, los materiales que integran este libro hubieran terminado en una personal “historia del corazón”; pero Carnero, que ha renunciado a la práctica del arte confesional, es decir, a la mezquindad de emplear su experiencia personal para convertirla en materia de arte (como sugiere en “Erótica del Marabú”, una auténtica declaración principios), prefiere abordar el tema de modo indirecto. El libro se articula según el procedimiento de la doble metonimia al que el autor se refiere en el poema homónimo; procedimiento que, en respuesta a Joaquín González Muelas, explica en estor términos: “una, la sustitución de la vida real por la consideración de la misma; otra, la de la experiencia de esa consideración por la experiencia literaria, que se vuelve así una metalectura de la vida real…” El asunto amoroso, al que sólo se alude de manera indirecta, se muestra cauta y veladamente en los tres poemas sintéticos que vertebran el libro (“Jardín inglés”, “Chagrin d’amour, principe d’oeuvre d’art” y “El Sueño de Escipión”), dedicados a desvelar el proceso creador, y en las dos series de poemas analíticos que se intercalan entre ellos, en los que el autor reflexiona sobre algún aspecto de la experiencia personal o del discurso poético.

            Con Variaciones y figuras sobre un tema de La Bruyère, el poeta plantea la insuficiencia del lenguaje para aprehender la realidad, e incluso la experiencia de esa realidad. El tema al que se alude en el título no es otro que la imposibilidad de decir nada nuevo, pues “tout est dit, et l’on vient trop tard”, como reza el lema de La Bruyère. De ahí que el poeta dirija su atención, no tanto a la realidad material, como a la experiencia personal de esa realidad. Para ello recurre a un lenguaje frío, reflexivo, filosófico, y a dos de los procedimientos que le son propios, formulados por Kant en su Crítica de la razón pura: los procedimientos “analítico” y “sintético”. En “Discurso del método”, el poema que abre el libro, el autor se distancia de la estética realista, así como de su opuesto complementario, el surrealismo, como ha demostrado Juan José Lanz en un ensayo excelente, para concluir de esta forma:

Cuando hayamos aprendido a evitar ambos vicios

recapacitaremos: cómo la mente humana

gusta de contemplar alternativamente  lo concreto y lo abstracto

como antídoto a la hipóstasis de conceptos generales,

y así concebiremos dos tipos de poema: uno “sintético”,

fundado en la generalidad y el lenguaje que le es propio,

y que este libro llama “variación”;

otro “analítico”, que explicita el detalle y arroja luz

sobre la variación; lo llamamos “figura”.

Esta doble articulación de la expresión poética

es la llamada Escala de Osiris por el Neoplatonismo florentino.

            Se reitera así el autor en los principios de la estética formal, como corroboran los dos poemas siguientes: “Giovanni Battista Piranesi” y “Paestum”, en los que se exalta la mirada arqueológica del artista y el hedonismo de la inteligencia.

            El azar objetivo insiste en la búsqueda infructuosa de la certeza a partir del lenguaje poético: una certeza a la que sólo podemos acercarnos mediante la ficción del arte. En esta ocasión el motivo principal es la insuficiencia del lenguaje discursivo como medio de acceso a la realidad. En contrapunto irónico con el título, de inequívoca ascendencia surrealista, Carnero recurre a dos procedimientos neoclásicos: el empleo de un discurso razonado y la elaboración del poema según el molde de la fábula. Ambos recursos ya habían aparecido en sus libros anteriores; la diferencia consiste en el empleo irónico de los mismos, con lo que se consigue relativizar la eficacia de ambos. Pero lo que verdaderamente fascina al poeta es la lógica imaginativa de la construcción, es decir, aquella praxis estética que sigue el principio de hacer depender el saber del hacer, como queda de manifiesto en “Eupalinos”. El título de este poema remite al diálogo de Paul Valéry cuyo título completo es Eupalinos ou l’Architecte (1921), en el que su autor  rechaza definitivamente la metafísica platónica de lo bello y el supuesto carácter mimético del arte, pues el conocimiento que lleva consigo la producción estética no es ningún conocimiento platónico, sino la regla de la producción descubierta en el construir o en el hacer. Carnero trata de afirmar así la “capacidad poiética” personal a la luz de la estética productiva de poeta y ensayista francés.

            En 1979 aparece Ensayo de una teoría de la visión. Poesía 1966-1977, la primera recopilación de su obra completa. El título procede de An Essay Towards a New Theory of Vision, del filósofo idealista George Berkeley, y confirma la preferencia de Carnero por el siglo XVIII, como se encargará de probar más adelante en La cara oscura del Siglo de las Luces (1990). El libro incluye, a modo de epítome, los poemas “Discurso de la servidumbre voluntaria”, “Le Grand Jeu” y “Ostente”. Este último, uno de los poemas más logrados y representativos de Carnero, es la clave de bóveda que culmina la primera etapa de su trayectoria poética. En los versos desencantados de este poema convergen, en apretada síntesis, las dos líneas de pensamiento que sustentan el pathos trágico del autor de Dibujo de la muerte: el nihilismo reactivo y la estética productiva. “La solución de “Ostente” fue azarosa –dice Carnero en una entrevista con Juan José Lanz–; realmente era lo que estaba buscando desde el principio: la angustia del poema es, por una parte, la angustia de la muerte; pero, por otro lado, es la angustia de escribir sobre algo y reconstruirlo por medio de las palabras”.

            El pathos trágico de la composición está perfectamente justificado si tenemos en cuenta que, para Carnero, “la angustia del poema” es el resultado de una doble aflicción: “la angustia de la muerte”, ese escalofrío nuevo en que, según nos hizo saber Nietzsche, consiste el pathos del nihilismo moderno; y “la angustia de escribir”, ese frisson nouveau que, al decir de Victor Hugo, introdujo Baudelaire en el campo de la literatura. Así puede verse, por ejemplo, en los versos finales de “Ostente”:

Sin violencia ni gloria se acercan a morir

las líneas sucesivas que forman el poema.

Brillante arquitectura que es fácil levantar,

igual que las volutas, los pináculos,

las columnas y las logias

en las que se sepulta una clase acabada,

ostentando sus nobles materiales

tras un viaje en el vacío.

Producir un discurso

ya no es signo de vida, es la prueba mejor

de su terminación.

 En el vacío

no se engendra discurso,

pero sí en la conciencia del vacío.

            El poeta escribe para conjurar la angustia de la muerte, pero el poema no colma satisfactoriamente el agujero negro del existir. Porque, para Carnero, el discurso no es tanto un “signo de vida”, cuanto la “prueba mejor de su terminación”. De esta manera, el poema, se convierte en un epitafio, que se engendra en el espacio referencial de la conciencia: no tanto en el vacío, como en la conciencia del vacío. El poeta que ha comido del árbol del conocimiento ya no estará dispuesto al sacrificium intellectus; perdida la inocencia de los orígenes, sólo le queda el placer de la inteligencia.

II

            Después de un largo periodo de silencio, en el que la imaginación del poeta parecía haberse consumido en su propio esplendor, Guillermo Carnero publicó Divisibilidad indefinida (1990), con el que vuelve sobre una de sus preocupaciones dominantes, esto es, la relación entre la realidad y la expresión poética de esa realidad, aunque esta vez se concentre en el proceso de recuperación de la realidad como experiencia personal en la escritura. Más adelante, y de manera similar a como había procedido en los años setenta respecto a la insuficiencia del lenguaje literario, abordaría con insistencia la ilusión de la identidad personal en tres colecciones sucesivas: Verano inglés (1999), Espejo de gran niebla (2002), y Fuente de Médicis (2006).

            Hasta ahora, el poeta había renunciado a la expresión de la realidad inmediata y del intimismo directo, conforme a su decisión de llevar a cabo una obra que fuera, ante todo y sobre todo, una fenomenología de la experiencia poética como acto constitutivo. Ahora, y durante toda su segunda época, aceptará con naturalidad la realidad inmediata y el intimismo directo en tanto que elementos constitutivos del discurso, aunque nunca de manera preferente o exclusiva. Al aceptar el intimismo directo como elemento constituyente de su poética, Carnero abre un nuevo cauce de investigación y desarrollo: la identidad personal o, lo que es lo mismo, los sueños de esa ilusión conocida como identidad personal. En particular, se interesa por la transformación del yo empírico conforme a la decisión deliberada de llevar a término su obra poética.

            Divisibilidad indefinida, el libro que abre la segunda etapa en la trayectoria poética de Guillermo Carnero, se inscribe en la misma tradición simbolista y barroca de su primera época, como ha señalado Andrew P. Debicki en su Historia de la poesía española del siglo XX.  Se trata, en este caso, de una reflexión original sobre la realidad recobrada como experiencia personal en la escritura. El poeta no renuncia a los escenarios culturales tan frecuentados hasta ahora; algunos, como los elegidos en “Teatro Ducal de Parma” y “Museo Naval de Venecia”, concuerdan a las mil maravillas con los evocados en “Capricho en Aranjuez” o “Galería de retratos”. Pero, a partir de este momento, su atención se dirige también a los escenarios naturales; lo poemas primero y cuarto del volumen, “Lección del páramo” y “Segunda lección del páramo”, convierten la visión histórica de “Castilla” en visión directa del páramo castellano. Aunque lo más frecuente es que ambos escenarios, el cultural y el natural, se presenten mezclados, como sucede en “Los motivos del jardín”, ambientado en los jardines del Monasterio de El Escorial, o en “Fantasía de un amanecer de invierno”. Reparemos, aunque sólo sea a modo de ejemplo, en el comienzo de éste último:

El tiempo anida en el color

y la memoria intuye límites

en el discernimiento de la línea,

 

y los tonos del aire configuran

una definición de la distancia,

miden con su cadencia y su retorno

los de las estaciones del discurso.

            A pesar de su pertinaz nihilismo estético-literario, derivado del estudio y rechazo de las costumbres, las creencias y las ideologías de la época que le ha tocado vivir, el poeta desea ver las cosas como son, o como aparecen en el escenario de la memoria; tanto las cosas referidas al ámbito de la cultura, como las referidas al ámbito de la naturaleza. En ciertos casos, y bajo ciertas condiciones, también la representación literaria puede constituirse en una vía de acceso a la realidad, y a su conocimiento representativo. Con todo, el poeta sabe que el objeto de arte implica necesariamente un distanciamiento de lo que se pretende representar en la escritura.

            Los tres libros más recientes de Guillermo Carnero, Verano Inglés, Espejo de gran niebla y Fuente de Médicis, constituyen otra unidad independiente dentro de la obra de su autor. Los tres responden a una misma motivación: la ilusión de identidad personal a partir de la experiencia amorosa. Pero cada uno opera desde una perspectiva distinta: la de la memoria, la del pensamiento y la de la escritura. Carnero sigue fiel a los principios ideológicos y estéticos que habían regido su obra hasta ese momento, lo que no le impide adoptar un punto de vista diferente. Cuando dio a luz Divisibilidad indefinida, que incluye la plaquette Música para fuegos de artificio, después de catorce años de pertinaz silencio poético e insistente reflexión literaria, años en los que se dedicó fundamentalmente a la investigación y a la prosa ensayística, algo había cambiado en su modo de entender y practicar la poesía.

            Su interés se dirige ahora hacia la experiencia estética receptiva (la aisthesis clásica), que pone otra vez en juego la percepción renovada por medio del arte, frente a la tradicional primacía del conocimiento conceptual. Este cambio de perspectiva, inducido acaso por el cambio de orientación estética de los jóvenes, que dirigen sus preocupaciones hacia la experiencia estética comunicativa, le acercó a los poetas de los años cincuenta, que habían ejercido, entendido y practicado la poesía como forma de conocimiento. Ignacio Javier López ha señalado con acierto este cambio en su excelente introducción a Dibujo de la muerte. Obra poética (1998).

            Verano inglés consta de veintiséis poemas, escritos entre abril de 1997 y abril de 1998, al término de una relación amorosa. Se trata de un libro sobre la evocación del amor, que empieza en la exaltación de los cuerpos, pasa por la plenitud de la relación amorosa y concluye con el desengaño compartido. Todos y cada uno de los poemas surgen  de la necesidad imperiosa de reconstruir el yo empírico, en circunstancias que le afectan emocionalmente, y se sirven de un lenguaje dúctil y ornamental, forjado en las fraguas del barroco y del simbolismo. A diferencia de lo que sucedía en El Sueño de Escipion, los datos biográficos se entrelazan con los correlatos objetivos procedentes del ámbito de la cultura, en una síntesis ciertamente iluminadora. El poeta combina la expresión directa de la intimidad, como ya venía haciendo desde el comienzo de esta segunda ápoca, con el empleo de correlatos extraídos del ámbito de la pintura erótica. Aunque en algunos poemas predomina la expresión directa (“Leicester Square”, “Escuchando a Tom Waits”), en otros sobresale el empleo de correlatos objetivos (“Beauregard”, “Las Oréades, por Bouguereau”), y con frecuencia se combinan ambas perspectivas (“Lección de música”, “El poema no escrito”). Quien ha pasado por la estética de la negatividad no puede regresar ni a la imitación realista de la realidad, ni al intimismo directo, ni a la confianza ingenua en el lenguaje.

            Con Espejo de gran niebla, Carnero ensaya una caudalosa meditación a propósito de la materia desarrollada en el libro anterior, esto es, la plenitud, el fracaso y la renuncia de la experiencia amorosa, al tiempo que reflexiona a cerca de los nuevos escenarios en que esa materia se representa, o sea, la memoria, la conciencia y la escritura. Para ello se sirve del poema extenso, como ya hiciera en Variaciones y figuras sobre un tema de La Bruyère, con los procedimientos que le son propios: el lenguaje reflexivo y el collage. En la primera parte del libro, “Noche de la memoria”, el poeta se lamenta de la realidad perdida y la desolación de la memoria:

                           Qué poca realidad, 

cuántas formas distintas de no ver 

para llegar al fin al gran engaño: 

un puñado de líneas que se cruzan 

sin brillo y sin color en la memoria.

            El único consuelo que le queda es la conciencia, y a ella se dirige en la tercera parte, “Conciliación del daño”, en estos términos:

Sálvame de la noche cuando escribo, 

conciencia inerme y sola, 

que no se atreve a levantar el vuelo 

en su región alzada de luz negra.

            En la quinta y última parte, “Ficción de la palabra”, insiste sobre el recurso de la escritura. Entre la realidad y su imagen escrita, el poeta descubre un gran territorio inexplorado; de modo que sólo quien lo recorre significa. Pero el poeta no oculta su desconfianza ante la pretendida eficacia de la escritura poética:

¿Por qué si está el teatro

vacío, si la obra

ha terminado, y público no existe,

aún seguimos viniendo los actores

para lanzar palabras contra el muro?

            Fuente de Médicis escenifica al fin, con el mismo pretexto del amor perdido, el fracaso inevitable de vivir, a pesar de la ilusión del recuerdo, de la lucidez del pensamiento y del sueño de la escritura. Un fracaso que el poeta expresa sin contemplaciones, a sabiendas de que está “condenado a vivir en el recuerdo / y a esperar el alivio de la muerte”. El libro está formado por un poema extenso, escrito en heptasílabos y endecasílabos blancos, en forma dialogada, de filiación barroca. El mito que lo articula presenta un tratamiento muy personal, estudiado por Ángel L. Prieto de Paula en su Musa del 68 a propósito del poema “El embarco para Cyterea”. Ya el título se refiere a una fuente del jardín parisino de Luxemburgo, presidida por un grupo escultórico que representa la fábula de Acis, Polifemo y Galatea. Se trata de un diálogo entre el sujeto poemático, un ensimismado paseante solitario, y la ninfa Galatea, símbolo de la juventud y la belleza, sobre la relación entre la realidad existencial y la imaginación cultural. Si en “Ávila”, de Dibujo de la muerte, si en “Convento de Santo Tomé” y “Razón de amor”, de Divisibilidad indefinida, el poeta recurría al tópico del sujeto que observa y describe una estatua fúnebre, ahora recurre al tópico del sujeto que observa y dialoga con el personaje escultórico, confrontando así la precariedad de los afanes humanos con la duración de la obra de arte, más duradera que el hombre que la crea. Pero el resultado es un doble fracaso: creer en lo absoluto, en los ideales que no se cumplen, y vivir en lo contingente, esperando el alivio de la muerte.

            A medida que la obra de Guillermo Carnero avanzaba en su cumplimiento, el nihilismo estético-literario del poeta, dominante en su primera época, la que va desde Dibujo de la muerte hasta El azar objetivo, iba cediendo protagonismo al hedonismo de la inteligencia, característico de la segunda época, la que va desde Divisibilidad indefinida hasta Fuente de Médicis. La preocupación del poeta por la precariedad de la vida contemplada desde el punto de vista del arte, da lugar a la recuperación de la realidad como experiencia personal en la escritura, aunque en modo alguno resulten excluyentes. La actitud rupturista que había marcado la poesía de sus libros iniciales, ha ido debilitándose progresivamente al tiempo que pasaba a primer plano la exploración de la intimidad, sobre todo durante los últimos compases de su trayectoria poética. El problema ya no radica tanto en la insuficiencia del arte para dar cuenta de la vida, cuanto en la exploración de los sueños que permiten la ilusión de la identidad personal, aunque en muchas ocasiones ambas actitudes resulten complementarias. Pero esta es una empresa inconclusa en la que el poeta continúa trabajando.

            Después de cuarenta años de evolución y crecimiento, la obra poética de Guillermo Carnero muestra, en efecto, una trayectoria circular, con una unidad de sentido precisa y una lógica de desarrollo concreta, como hemos intentado mostrar en estas notas. Cada uno de los poemas y cada uno de los libros que jalonan su trayectoria, desde Dibujo de la muerte hasta Fuente de Médicis, adquiere así un significado suplementario en función del lugar que ocupa en el conjunto, conforme a la orientación estética observada por el poeta. Para Carnero, como para el Eupalinos evocado por Valéry, la idea de una obra de arte no debe responder a un modelo previamente dado, sino a una lógica de desarrollo precisa, que no se hace evidente más que en su propia producción. Tras el fracaso de vivir, que la ilusión del recuerdo y la lucidez del pensamiento no pueden evitar, al poeta sólo le queda el consuelo de la literatura y del arte. Pues, como indica el poeta al final de Fuente de Médicis:

Hablar sobre el vacío significa

más que el vacío de no hablar,

y yo quiero el castigo 

de quien cambia su vida

por un sueño de libros y museos”. 

            La obra poética así creada, uno de los posibles desenlaces de una tarea infinita, resulta una generosa invitación a la lucidez del pensamiento y al hedonismo de la inteligencia; es decir, una invitación para que el lector interesado ejerza su “capacidad poiética” y acredite de este modo su libertad frente a cualquier obra impuesta o predeterminada. Es posible que la inteligencia no haya cantado nunca, como dijo Antonio Machado con dolor de corazón; pero conoce el modo de hacerse oír cuando el canto no basta, como muestra Carnero, con conocimiento de causa.

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Neila

12 de julio de 2013

La fuente es el lugar de los regenerados.

En el baptisterio (delubra) son siete las gradas conformadas

en el Misterio del espíritu Santo, tres

de bajada, tres

de subida, y el séptimo grado,

que es el cuarto escalón,

equivale al Hijo del Hombre, extingue

el Horno de Fuego, sirve

de apoyo estable

y da fundamento al Agua.

 

Simbólicas son las repeticiones numéricas,

los gestos del sacerdote oficiando la Misa y, en general,

todos los números enteros.

La Iglesia Cristiana es la iglesia del símbolo, somete

sus espacios de arquitectura a la dictadura

de la medida. Luego,

vendrán las armonías musicales pero, ahora,

mandan, en los huecos internos,

las razones 13/10, 21/12, 35/24, 10/7, 40/34 que,

en ningún caso,

pueden considerarse como armónicas. Por ejemplo,

analizando frecuencias, el número esencial,

en los templos eucarísticos, es,

sin ningún género de dudas,

ese 7 no armónico, ese concepto

copioso

por su fundamental carga: la Gracia

del Espíritu Santo. Sí,

hablamos de las plantas de edificios religiosos españoles –Santullano, Valdediós-,

de la mística aritmética estudiada

por teólogos orientales y, sobre todo,

de ese recopilador prodigioso,

actualizador eficaz,

maestrescuela alemán, el discípulo de Acuino,

el abad Rábano Mauro.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Ferrer Lerín

12 de julio de 2013

No tardarían mucho tiempo en averiguarlo. Al percibir que una desusada impresión de apaciguamiento y normalidad se había establecido entre ellos, comenzarían a echarla de menos. Como se echa en falta el runrún de una obsesión que, de repente, desaparece. Se darían cuenta, quizá demasiado pronto, de que la anfitriona no regresaba al lugar central de la esplendorosa fiesta, y comenzarían a decir su nombre con la voz cantarina que definía el estado de ánimo general, que, si bien no resultaba muy real, al menos sí era el que se suponía que todos debían desplegar a lo largo de aquel homenaje, aquella impecable fiesta de bienvenida.

- Te están esperando. Me han preguntado por ti varias veces.

Se darían cuenta y comenzarían a tomar posiciones. Avanzarían hacia los lugares más privados de la casa sin dejar de murmurar el nombre de la propietaria, que había decidido comportarse como no debía ahora que, por fin, Samuel había regresado. “Virginia. Virginia… ¿Dónde te escondes?” Se acercarían, acechantes, hasta el borde de las camas para arrodillarse sin pudor y espiar su pequeña oscuridad de madriguera infantil. Más tarde, una vez hallada, se encargarían de la eficaz reconstrucción del momento inmediatamente anterior a la decisión de huir, pero ahora, antes, resultaba esencial encontrar a la anfitriona díscola. Y para ello asomarían los ojos por la breve rendija de la puerta abierta del cuarto de baño con el afán de inspeccionar cada uno de los rincones en los que se hubiera podido sentar, levantarían las sábanas blancas, abrirían los armarios y meterían su nariz en el interior de cada una de las cajas de cartón llenas de recortes de periódicos.

- Espera un momento. Sólo un segundo. Sabes que puedo hacerlo y lo haré. Sólo necesito un pequeño instante.

Sonreirían como si aquella fiesta fuera el lugar más divertido del mundo. El lugar en el que se debía estar. Y buscarían con verdadero empeño, deseando encontrarla porque aquello, descubrir a Virginia Marr, significaría abrir inmensamente los ojos y acercarse a ella con toda la compasión de la que es capaz un ser humano común, con los brazos extendidos y los labios preparados para un generoso beso que se antepondría a cualquier palabra, abrazar largamente e incluso acunar. “¿Estás bien, cielo? ¿Te ha vuelto a suceder? ¿Otra vez?”

- ¿Me quedo contigo? ¿Quieres que me siente aquí hasta que se te pase?

Buscarían. Pero esta vez no iban a salirse con la suya. Porque Samuel había regresado a casa y si alguien sabía dónde se escondía Virginia, esa persona era él.

- ¿No te importa?

Samuel negó con la cabeza y se sentó en una de las dos sillas que rodeaban el escritorio de Virginia, cerca de la ventana grande que daba al jardín.

- Si me importara no te lo habría propuesto.

Pronto serían las diez y media de la noche, y ninguno de ellos había tomado nada sólido desde el inicio de la fiesta. La comida seguía esperando en la cocina, y allí continuaría hasta que Virginia decidiera bajar.

- No sé si me vas a creer, pero te aseguro que esto no me pasa con mucha frecuencia últimamente. Desde que tú te fuiste, creo recordar que sólo han sido tres veces. Déjame pensar… Sí. Tres veces. Creo.

- No te preocupes. No tienes que darme ninguna explicación. Si quieres hacer algo, lo haces. Y si no quieres, no lo haces.

Era tan excepcional, Samuel. Con su teoría de que si se quiere hacer algo, si de verdad hay algo que merece la pena y que realmente se desea hacer, no hay que pararse a pensar. Simplemente hay que hacerlo. Sin reparar en nada más, sin hacer caso a los mosquitos ni a los pensamientos cruzados acerca de un día de sol o de una maravillosa conversación a la sombra de un árbol frondoso ocupado el espacio por el olor de las higueras. Samuel decía que no hay que escuchar los sonidos circundantes ni el latido sobrio del corazón ni las expectativas de una casa más grande ni el canto lejano de una sonrisa querida como a nada se ha querido antes. Si se desea hacer algo hay que empezar a hacerlo y no pensar más. Porque el pensamiento sólo dilata el no hacer nada y deja pasar las horas en una estéril sucesión de instantes pensados que no significan gran cosa. Sólo pensamientos o recuerdos que la mayoría de las veces son torturas y además torturas lastimosas de un dolor ilocalizable, que no es físico y que no se puede acallar con medicamentos. Un dolor continuado. Un dolor soberano que persiste y persiste.

- No sé lo que quiero, Samuel. Ese es el gran problema. Que no lo sé.

Él dejó caer pesadamente las manos sobre sus rodillas, y suspiró:

- Toda esa gente a la que has invitado… No sé para qué han venido. No paran de hablar y de reír. Es insoportable.

- Casi todos piensan que silencio y estupidez van de la mano.

Estarían buscándola. En el interior del cesto de mimbre para la ropa sucia y tras los árboles del jardín. Riendo y diciendo su nombre mientras, en su dormitorio, Samuel comenzaba a silbar una melodía lenta.

- Vas a salir de ahí, ¿verdad? –preguntó.

Retirando las tablas de madera para cerciorarse de que no había nada detrás. Con las manos abiertas sobre las ventanas, dejando pequeñas nubes de vaho sobre los cristales, mientras repetían: “Vas a salir de ahí, ¿verdad? ¿Vas a salir de ahí?”

Virginia no contestó. En realidad, sí sabía qué quería. Claro que lo sabía. Lo que deseaba era poder regresar a su casa, a la que había sido su auténtica casa, y no volver a alejarse jamás de allí. A veces, algunas noches, cerraba los ojos y, mientras se iba quedando dormida, oía aquellos sonidos, los pasos por el parquet del salón, el teléfono, el grifo que comenzaba a soltar agua fría, luego templada, luego más caliente. Exactamente los mismos sonidos. La voz de su padre hablando al otro lado del tabique mientras ella intentaba permanecer dormida porque si se despertaba, sabía que si abría los ojos, descubriría que, en realidad, aquellas paredes blancas eran ahora de papel pintado, y las sábanas limpias se habían convertido en largos trozos de tela arrugada. No haber salido nunca de su casa, y andar descalza hacia la cocina para tomar un vaso de leche mientras la radio daba las noticias de las once. Aquello era lo que deseaba y, por lo tanto, los sonidos de la memoria se repetían mientras sus ojos giraban y giraban huyendo de una luz que cada vez era más amplia. Inmensa. Porque volvía a sucederle. A pesar de que Samuel estaba allí, con ella, sentado en una de las sillas de su propia habitación, cerca de la ventana que daba al jardín, ahora volvía a sucederle. Y, aunque no deseaba volar de nuevo, sabía que era inútil no desearlo. Los hilos ya estaban tendidos y dispuestos.

Así que se refugió aún más y Samuel, finalmente, se levantó de la silla para dirigirse a la puerta.

- Les diré a todos que no hay nada más que hacer aquí y que pueden irse a su casa.

Su respiración volvería a ser acompasada y limpia. Quizá un pequeño temblor en los dedos que rozaban sus labios, en busca de esa perfecta tersura de una piel tan fina, delatara de alguna forma su auténtico estado de ánimo. Pero no el hecho de que estuviera impecablemente vestida o que fuera capaz de escuchar larguísimas conversaciones con la mayor atención.

¿Y si no bajaba? ¿Y si se sentaba a los pies de Samuel y le pedía que siguiera silbando aquella melodía hasta el amanecer?

Pero Samuel ya había salido de la habitación. Su espléndida fiesta de bienvenida había terminado.

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Adón

12 de julio de 2013

El bisturí avanza como un rompehielos. Las imágenes del vídeo golpean el estómago de Sela Huber. El cuerpo del hombre, lívido e hinchado, yace sobre la mesa de autopsias. La cámara, quieta, lo coge casi todo. Menos la cabeza y los pies. Sólo se oye el tintineo de los utensilios metálicos y la voz monótona del forense. La sombra de una intuición inquieta a Sela Huber. Pero ha de esperar que la cámara abra el plano, lentamente, y encuadre el rostro de Edmond Lenz. Túmido y con los ojos abiertos. Lo que persiste de su mirada, recluida bajo una membrana de escarcha, deja a Sela Huber más sola que nunca.

 

2

Las llamadas empezaron poco después de conocer a Edmond Lenz.

—Con Stefan Lauder no lo habrías hecho nunca.

—Pero Stefan Lauder está muerto…

—Sí, pero no ha cambiado nada.

—No sé a qué viene todo esto.

—Da igual. Las cosas son como son. Y yo estoy aquí para recordártelo.

El tono amenazador del desconocido atemorizó a Sela Huber, pero no se atrevió a hablarlo con Edmond Lenz. Temía perderle.

            Durante las semanas siguientes, la presencia tácita del desconocido se convirtió en un trazo de sombras y silencios. Notas por debajo de la puerta. Mensajes en el contestador. Conversaciones grabadas en cualquier lugar con las palabras de Edmond Lenz borradas («Para que te vayas acostumbrando.»). Y el miedo. Inmenso, inabarcable. Como si alguien, hurgando con un cuchillo, quisiese alcanzar el centro del desconsuelo. Poco después, Edmond Lenz desapareció. Sin dejar ningún rastro.

            La última llamada del desconocido, la noche antes de que Sela Huber encontrase el vídeo de la autopsia en el buzón, confirmó la certeza incandescente de la culpa.

            —No me has dejado ninguna otra salida. Stefan Lauder no habría tenido tanta paciencia.

            —¿Dónde está Edmond?

            —En ninguna parte. Espero que puedas entenderlo. Mañana.

 

3

 

La muerte de Stefan Lauder abrió una grieta entre Sela Huber y el resto del mundo. Durante las primeras semanas, se obligaba a pensar en él a cada instante. Temía que, si dejaba de hacerlo, aunque fuera un momento, Stefan Lauder se daría cuenta. De un modo u otro. Sin embargo, a medida que se alejaba de los últimos días de Stefan Lauder, doblegado por la enfermedad, con la piel aferrada a los huesos como una hiedra famélica y el hedor de la agonía llenando el aire de la habitación, el dolor inicial se fue transformando en algo parecido al alivio. La relación con Stefan Lauder se había convertido en una trampa. Había necesitado quedarse sola para darse cuenta de la distancia que les separaba, de cómo la vida a su lado, implacablemente posesivo, había sido una lenta disidencia de la realidad. Hasta vivir aislados. Todo muy despacio, de manera casi imperceptible. Como el avance de la gangrena. Pero, a pesar de sentirse liberada, Sela Huber no sabía cómo salir adelante sin él, cómo redescubrir el sentido de sus propios actos sin los límites ni las imposiciones de Stefan Lauder. De hecho, el peso de un temor incontrolable, casi hipnótico, le impedía llevar una vida normal. Durante meses, Sela Huber vivió al margen de todo, incapaz de reaccionar. Inmovilizada por el lastre de una memoria hostil, tuvo que esperar la aparición fortuita de Edmond Lenz para aventurarse a recorrer el camino que la separaba del exterior.

 

4

 

            Los ojos de Stefan Lauder le miran desde el fondo de un cerco de plomo, apagados. Un líquido marrón se desliza por el tubo que le sale de la nariz.

            —Quiero estar seguro de que, cuando yo falte, no cambiará nada.

            El desconocido no sabe dónde mirar. Escucha. Stefan Lauder saca un sobre del cajón de la mesilla de noche y se lo da.

            —Es lo que acordamos por teléfono. El resto, poco a poco. A medida que te lo ganes. Ya lo sabe quien tiene que saberlo.

            Agotado por el esfuerzo, Stefan Lauder apoya la cabeza en la almohada y cierra los ojos. El desconocido palpa el sobre antes de guardarlo. No encuentra el momento de marcharse. Con la punta del zapato intenta liberar la pelusa atrapada por la pata de la cama. Stefan Lauder respira hondo. La luz sesgada del atardecer acentúa sus rasgos angulosos, casi cortantes. El desconocido se levanta y, antes de llegar a la puerta, oye por última vez la voz de Stefan Lauder.

            —No quiero que Sela Huber pueda aprovecharse de mi ausencia.

Escrito en Lecturas Turia por Eduard Márquez

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