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12 de julio de 2013

¡Pobre hijo de puta!

(Dorothy Parker, frente a la tumba de FSF )

 

Ha muerto Scott tomando una pinta.

 

(Ya casi había dejado de beber.

Decía que no tomaba ni cerveza

y que sólo creía en el trabajo,

en los castigos por no realizarlo).

 

Gabardina, manos anchas,

los guiones al costado,

un temblor de nieve en las muñecas.

El viento gélido de Princeton

rumiando en Sunset Boulevard,

buscándole un espacio menos frío.

Ha muerto Scott. Había cogido peso.

 

La barra en la que nunca le esperabas,

la historia de un magnate asesinado.

Avenida Norte, 1443 Hayworth,

Hollywood, California, 1940,

cuando Sheila lució la tez de Zelda.

 

No pudo morir el día de San Patricio,

no acabó la novela

del viejo productor blanco y en pie,

apuestas y algún fraude,

todo imaginado en el invierno de Princeton.

 

Espero que la pinta fuera buena.

Es imposible, pero ha muerto Scott.

Escrito en Lecturas Turia por Joaquín Pérez Azaústre

12 de julio de 2013

Los vecinos de Scheinfurt no olvidarían fácilmente la mañana en que hallaron en el empedrado de la plaza principal de su pueblo el dibujo de un gran corazón, en cuyos extremos, entre el principio y el final de la flecha que lo atravesaba, podían leerse dos nombres: Martin y Henriette. No se trataba de un corazón cualquiera: uno de los tantos que Martin había pintado a lo largo de la semana anterior por fachadas y paredes, sino de un corazón de dimensiones tan colosales que prácticamente ocupaba toda la plaza. Su tamaño era tal que, se quisiera o no, a todo aquel que entraba en la plaza no le quedaba más remedio que meterse dentro de aquel corazón. Antes de borrarlo (algo que algunos sugirieron nada más verlo y que, finalmente, no resultaría una tarea fácil porque la pintura usada por el enamorado ya estaba seca), se decidió dejar el corazón tal y como estaba y convocar a las autoridades de Meersburg, de donde Sleevogt era oriundo; de este modo también ellos podrían verlo y determinar qué era lo más aconsejable en vistas a reprender a su autor, si es que no podían tomarse medidas penales.

            Encerrada en su propia casa, en donde el viejo Blei la había recluido, la joven Henriette se moría de ganas por salir a la calle y ver aquel corazón tan grande, en cuya parte superior podía leerse su nombre. Todos los vecinos de Scheinfurt sabrían en adelante qué era capaz de suscitar una chica como ella; nadie en toda la comarca, en fin, ignoraría ya su nombre, a cuya vera podía caminarse unos seis o siete pasos (tal era el tamaño de las letras con que Martín lo había escrito).

            La verdad es que la población de Scheinfurt estaba molesta con este asunto del corazón. Les inquietaba no sólo lo inédito del hecho (ni los más viejos podían recordar algo similar), sino las imprevistas consecuencias que podía tener, juicio éste en el que no erraban del todo. Durante varios días habían tenido que soportar cómo un joven trastornado, que ni tan siquiera pertenecía al lugar, escribía el nombre de Henriette en paredes y fachadas, tanto de las casas privadas como de los edificios públicos; ahora, al parecer, debían tolerar que el empedrado de la plaza se hubiese arruinado por culpa de aquella nueva e intolerable extravagancia.

             Junto a este grupo de opositores, sin embargo, surgió pronto otro no menos numeroso de defensores de Martin Sleevogt. Sin estar todavía plenamente convencidos de la bondad de aquel acto, a este grupo le divertía el revuelo que aquel gran corazón había logrado suscitar y, en consecuencia, hablaba claramente a favor del “enamorado Martin”, que fue como empezaron a referirse a él en sus conversaciones.

             Sin que ambos bandos se hubieran puesto de acuerdo, como si una mano misteriosa y superior les guiase anónimamente desde arriba, los pertenecientes a esta última facción se reunieron aquella misma mañana dentro del corazón pintado; era como si aquel corazón fuera su refugio, su signo de identidad. Los otros, los hostiles a la última gesta de Martin, se situaron fuera, apoyados contra las fachadas, desde donde murmuraban y buscaban nuevos partidarios. En realidad, la noche en que Martin pintó aquel corazón, mucho antes de que realizara otras de sus múltiples extravagancias, ya pudo verse claramente que aquel muchacho sería en toda la comarca de Deggen, e incluso en toda Prschavia, bandera y causa de división.

            La división a que aludo afectó particularmente a la institución del matrimonio o, de modo más genérico, a las relaciones sentimentales. En efecto, el corazón pintado de Martin no se canceló del corazón de los vecinos de Scheinfurt, y hasta de los de Meersburg, hasta mucho después de que las autoridades se decidieran finalmente a borrarlo del empedrado. Más aún: quizá fuera entonces, cuando ya sólo restaba como un recuerdo, cuando la influencia de aquel dibujo fue mayor. Me estoy refiriendo al hondo impacto que causó el modo en que Martin amó a Henriette entre los jóvenes enamorados de aquellas dos poblaciones. En efecto, no fueron pocas las muchachas que exigieron de sus novios, e incluso las casadas de sus esposos, acciones similares a las del joven Sleevogt o, al menos, no tan convencionales como aquéllas a las que, por lo general, conduce la efusión amorosa. Sí, lo confesaran o no, todas las chicas y mujeres querían ser amadas como Martin Sleevogt amaba a la pequeña de los Blei: arriesgando la fama y el honor, jugándose la cárcel, haciendo descaradamente pública la intensidad de su pasión.

            Para estar a la altura de aquellas nuevas circunstancias, algunos de los muchachos de Scheinfurt -así como algunos de los maridos, a los que ya quedaba algo lejos su juventud- procuraron imitar las más famosas locuras de amor de Martin, tales como escribir el nombre de la amada en todas partes o pintar corazones del mayor tamaño posible. Semanas e incluso meses después de estos acontecimientos todavía podían leerse en las paredes de Scheinfurt nombres como los de Irma, Else, Helene o Gabriele, por sólo citar aquellos que la municipalidad tardó más tiempo en cancelar. No obstante, por enamorado que estuviera de su pareja o por original que hubiera sido la extravagancia que realizara, ninguno de aquellos varones pudo igualar las locuras de amor de Sleevogt. Y ello ni en la intensidad y perseverancia con que el joven Martin las ponía en práctica y ni mucho menos en los fulgurantes efectos que obtenía. En este sentido, no cabe decir que el influjo de Sleevogt fuera bueno. Y es que ante el contraste que existía entre el método nuevo y salvaje con que Martin y Henriette se amaron y el tibio y convencional con que lo hacía el resto de los enamorados, fueron muchos los cónyuges y prometidos que terminaron por separarse y romper su relación. Se dijo que el enamorado Martin no pretendía esto; se dijo que aquello era, según él mismo había declarado, una consecuencia natural de la radicalidad de su amor.

            Al ser conducido a la sala capitular del ayuntamiento, donde se le iba a pedir cuentas de su corazón pintado, Martin Sleevogt, que en ningún momento ofreció resistencia a la autoridad, manifestó que le habría gustado pintar aquel corazón de un tamaño todavía mayor. Afirmó también -y varios de sus más acérrimos detractores estaban presentes en ese instante-, que la razón por la que lo había pintado de esas dimensiones y no de otras, era porque ésas, y no otras, eran las que le permitía la plaza de ese pueblo. En el fondo de su corazón, en fin, Martin sabía que Henriette reconocía y valoraba la grandilocuencia y temeridad de su gesto. Como era de esperar, sus declaraciones encendieron al populacho, que no pudo interpretar todo aquello sino como una instigación.

            Al ser encerrado en la sala capitular, a la espera de que llegara el alcalde y determinara qué hacer con aquel provocador, se oyó como Martin gritaba desde dentro, casi con angustia:

- ¡Amo a Henriette Blei!

            Y luego, algo más bajo, pero con voz todavía desgarradora:

- ¡La amo con todas mis fuerzas, con toda mi mente, con todo mi corazón!

            Después no se oyó más. Parecía que el joven enamorado había calmado sus ímpetus.

            No fue así. En la plaza, bajo la ventana de la sala capitular en que Martin había sido encerrado, se formaron pronto numerosos grupúsculos para ver y oír al enamorado, quien se había asomado a esa ventana para proclamar desde allí y a voz en grito:

- ¡Amo a Henriette Blei! ¡Amo a Henriette Blei!

            El extravagante Sleevogt gritó aquello muchas veces, en intervalos de tiempo cada vez mayores, seguramente a causa del inevitable desgaste de la voz. Entre grito y grito y durante algunos instantes, Martin se retiraba al interior de su celda, dejando a los curiosos esperando con la cabeza en alto. Siempre parecía que aquella nueva extravagancia había terminado, pero no. El gentío no quedaba defraudado. Martin salía a cada rato a su ventana, para una vez más pregonar desde ahí, con el chorro de su voz juvenil:

- ¡Amo a Henriette Blei! ¡Amo a Henriette Blei!

            Profería aquellas palabras como quien pide socorro a causa de un incendio, como el niño desolado que reclama desde su cuna la presencia de su madre, como el moribundo que solicita un último deseo en el lecho de su dolor. Desde abajo, nadie le respondía; todos se limitaban a mirar en silencio a Sleevogt, en las alturas.

            También Melchior Tucher, el reputadísimo alcalde de Scheinfurt oyó varios de aquellos “¡Amo a Henriette Blei!” desde la plaza del pueblo; y seguramente tuvo que oír algunos más una vez dentro de la sala capitular, durante la larga entrevista privada que mantuvo con el enamorado Martin y de cuyo desarrollo y tenor no se logró tener noticia. Contra lo esperado, el alcalde Tucher determinó dejar al muchacho en libertad a condición de que él o su familia se responsabilizaran de los gastos de la limpieza para la supresión de aquel corazón, que tanto había agitado a sus convecinos.

            El día en que se borró aquel corazón en la plaza de Scheinfurt fue muy triste para muchos, sobre todo para los pertenecientes a una numerosa comisión que había llegado a sugerir al consejo municipal que -ya que no los nombres de Martin y Henriette- al menos el corazón quedase en la plaza como recuerdo de aquel suceso. Todos ellos, afectos e incondicionales a Sleevogt, se entristecieron mucho al comprobar cómo una cuadrilla de empleados municipales, equipada con escobas y mangueras, fue borrando sistemáticamente el nombre de Martin y el de Henriette, primero el de él y luego el de ella; después el corazón y, por fin, la gran flecha que lo atravesaba y partía en dos. Según lo relataron ellos mismos, “Martin” pasó enseguida a ser “artin”, y luego “tin” y, al final, “n”, sólo eso. Por su parte, “Henriette” fue pronto “riette”, y luego “ette”, y enseguida “e”, hasta que también esa “e” terminó por desaparecer. El corazón -dijeron- empezó a borrarse por la parte inferior, siguiendo el dibujo hasta el extremo superior, para más tarde bajar de nuevo. Lo último que se borró -según refirieron- fue la flecha: suprimidas las puntas, pronto quedó convertida en una simple raya; y esa raya, pronto también, en el triste recuerdo de una raya. Pocos imaginaban entonces, sin embargo, que la historia de Martin Sleevogt, el extravagante, no había hecho más que comenzar.

 

 

(“Pintar un corazón” es el segundo capítulo de una novela inédita de Pablo d´ORS, titulada Extravagancias de Martin Sleevogt).

Escrito en Lecturas Turia por Pablo d'Ors

     En la carrera de cualquier periodista -formación y talento a un lado- hay un componente situacional que marca su destino: la noticia debe encontrarle en el lugar adecuado y a la hora justa. Pilar Narvión (Alcañiz, 1922) maneja el idioma con destreza y su capacidad de análisis es legendaria entre los compañeros de profesión. Esas dos cualidades le hubieran bastado para ser buena periodista, pero, además, ha tenido el privilegio de presenciar los acontecimientos que marcaron la Historia de España y Europa en la segunda mitad del siglo XX.

      Fue la primera mujer que se incorporó a la redacción del diario Pueblo, allá por 1950, y aunque empezó como cronista de sociedad –la única salida que brindaba este oficio a las mujeres en los años de posguerra- muy pronto trascendió aquellos artículos donde hablaba del sombrero de las marquesas y los señoritos que practicaban el tiro al pichón.

         De la mano de Emilio Romero, el periodista más influyente del franquismo, personaje controvertido, discutidor y discutible, pero al que nadie le puede negar su talento para dirigir periódicos y una prosa tan rotunda como incisiva, Pilar tuvo su bautismo internacional. En 1956 la envió de corresponsal a Italia, donde fue testigo de la Firma del Tratado de Roma -germen de la actual Unión Europea- y del final del pontificado de Pío XII, con el que murió también un modelo de Iglesia anclado en el Renacimiento.

         Dos años más tarde la trasladó a la corresponsalía de París. Faltaba poco para que el general De Gaulle instaurara la V República; Narvión –otra vez el destino- vivió los avatares de todo el periodo gaullista: la descolonización, la guerra de Argelia que se proyectó en la propia capital francesa con coletazos terroristas, la revuelta estudiantil de Mayo de 1968 y las conversaciones de paz de Vietnam, que tuvieron como sede París mientras los universitarios levantaban los adoquines del Barrio Latino. 

        Durante esa etapa, la periodista alcañizana forjó su fama de analista perspicaz: no sólo narraba lo sucedido sino que anticipaba lo que iba a venir, y lo hacía con un estilo brillante, cuajado de anécdotas, pero también de referencias literarias, porque la lectura ha sido, además de una de las pasiones de su vida, la base de su buen castellano.

       En Francia empezó a estudiar la problemática del mundo de la mujer. Sus artículos en la Tercera” de Pueblo fueron muy comentados en aquella España que, por el anacronismo que suponía la dictadura, era el furgón de cola de la moderna Europa. Cuando las Naciones Unidas declararon 1975 Año Internacional de la Mujer,  Pilar Narvión ya había regresado a Madrid. Durante aquellos doce meses, que iban a ser cruciales para la reciente Historia de España, dio más de cien conferencias sobre la situación femenina; recorrió nuestra geografía de Tarifa a Finisterre y mantuvo enconados debates con las feministas de pancarta.

       Ya estaba en España, digo bien, porque Emilio Romero –el destino se cruzó otra vez en su carrera- la nombró subdirectora de Pueblo dos meses antes de que ETA asesinara a Carrero Blanco. A la periodista turolense le tocó vivir en primera línea, como cronista parlamentaria, la Transición española desde el hara-kiri de las Cortes franquistas hasta el triunfo del PSOE en octubre de 1982, incluido el esperpento del 23-F.

        Se jubiló en 1983 y, salvo colaboraciones esporádicas en los años inmediatamente posteriores, no ha vuelto a publicar. Su familia y yo mismo, que además de amigo me precio de ser ahijado periodístico suyo, intentamos convencerla muchas veces para que escribiera las memorias de esa vida apasionante, pero se enrocaba en una pereza genética “que me viene de la rama materna de los Roda” para ir dando largas. Así las cosas, decidí agotar el último cartucho: le propuse hacer un libro-entrevista. Como para conversar nunca se ha mostrado vaga, porque “tengo fama, y además merecida, de ser muy charlatana”, el resultado ha sido un volumen de 312 páginas, titulado Pilar Narvión. Andanzas de una periodista perezosa, que Ediciones Tirwal, de Teruel, va a publicar coincidiendo con su 86 cumpleaños.

       Dos tercios del libro recogen las conversaciones que  mantuvimos en su casa de Madrid a lo largo de la primavera de 2007. Además de recuerdos personales y periodísticos, que entrevera con anécdotas y análisis agudos –como en los mejores tiempos-  centra sus reflexiones en la revolución que ha sufrido el periodismo con las nuevas tecnologías y la evolución de la mujer española en el terreno socio-laboral a lo largo del siglo XX.

            El resto de la obra es una selección de sus artículos, columnas, crónicas y alguna entrevista –el género nunca le gustó y lo ha practicado poco, pero la que le hizo a Pío Baroja cuando era debutante resulta de antología- publicados a lo largo de cuatro décadas. También se incluye González: retrato de un hombre, el cuento con el que ganó en 1970 el concurso de relatos de La Felguera, y semblanzas que familiares, amigos, periodistas y políticos de la Transición han escrito ex-profeso para este libro. De Santiago Carrillo a Manuel Fraga, de Iñaki Gabilondo a Julia Navarro, de su sobrino Javier Capitán a su hermana Marisol, 22 colaboradores van trenzando aspectos humanos y profesionales de esta mujer que abrió muchas puertas en mundo del periodismo.

          De lo que cuenta y cuentan sobre ella queda constancia gráfica. Se publican más de cincuenta fotografías en las que aparece junto a los Reyes, Adolfo Suárez, Felipe González, Fraga, Carrillo y el quién es quién de aquellos años en la vida española e internacional. Pero también la vemos en la intimidad familiar: junto a su madre, hermanos y sobrinos.

      El prólogo es un autorretrato –al menos conseguimos que escribiera esas cuatro páginas-  que titula Corredora de fondo. En él hace profesión de fe sobre el oficio que ha sido la razón de su vida: “Considero que el periodista es el último humanista de nuestro tiempo. Todavía nosotros estamos interesados por todo, en una época en la que sólo triunfan los grandes especialistas de las particularidades muy limitadas. Pienso también que el periodismo es la última aportación seria a los géneros literarios. Si las literaturas alborean con la lírica y la épica, viven después sus siglos de oro del teatro, descubren luego sus grandes capítulos de la novela o del ensayo, es indudable que la última gran novedad literaria, como género, ha sido esta del periodismo.”

        El primer capítulo del libro repasa sus años de infancia en Alcañiz. Hija de Santiago Narvión, natural de la Almunia de doña Godina, que era inspector de la compañía Singer de máquinas de coser, y de Pilar Royo, perteneciente a una familia cien por ciento alcañizana, Pilar Narvión nació el 30 de marzo de 1922, “en una casa de la calle Pruneda que estaba frente al Mercado”. Poco después, sus padres se trasladaron a Logroño y a los siete años volvió al Bajo Aragón para llevar las arras en la boda de su niñera, con tan bendita suerte que su madre se quedó embarazada de su hermana menor y, como pensaba dar a luz en la casa familiar, decidieron que Pilar se quedara en Alcañiz hasta entonces. Fue casi un año que recuerda como el más maravilloso de su vida porque en aquel caserón de la Calle Palomar, número 12, en el que vivían sus bisabuelos, sus abuelos y sus tíos los Romance, fue absolutamente libre. Hizo lo que le vino en gana y, lo más importante, descubrió su vocación: “Mi tío Mariano Romance, que fue el creador de la mitad de los periódicos que se publicaron en el Bajo Aragón a lo largo del siglo XX, editaba por entonces uno que se llamaba Amanecer y tenía la redacción en la plaza de Cabañeros. Era digno sucesor de Nipho, aquel polígrafo alcañizano del siglo XVIII que con  sus papeles periódicos, como se decía entonces, fue el introductor en España del periodismo diario. Recuerdo que con siete años iba a ayudar a mi tío. Yo era su único redactor… (Pilar acentúa el sarcasmo con una carcajada) Bueno, si es que podía llamárseme redactora, porque mi trabajo consistía en dictar el nombre de todos y cada uno de los suscriptores y él escribía las fajas para mandarles el periódico. (…) Pero no sólo hacía trabajos de redacción, también debuté como reportera. Mi tío me mandaba a la fonda de los Morera para que le informara sobre las personas que llegaban y se marchaban de Alcañiz. En la parte baja de la fonda paraba el autobús que comunicaba el centro urbano con la estación de ferrocarril, que está bastante lejos del pueblo. Yo no perdía nota,  volvía rápida a la redacción y le decía: “Ha venido de Zaragoza don Emilio Díaz, el alcalde…”  Amanecer tenía una sección que se titulaba Viajes y, a la semana siguiente, cuando leía que don Emilio había llegado de Zaragoza, que lo que yo le había contado a mi tío se convertía en una noticia escrita, me resultaba asombroso. Así descubrí la fascinación por los periódicos.”

           Cuando su madre dio a luz, Pilar regresó a Logroño con el resto de la familia. En la capital riojana la sorprendió la proclamación de la República. “La primera conciencia política que tengo es de aquel día. Y lo viví casi como en Historia de una escalera: la gente subía y bajaba por la de mi casa, contándoselo uno a otros. (…) En uno de los pisos de abajo vivía un señor, distribuidor de películas, que vistió a su hija de República. Y la niña subía y bajaba por las escaleras con la túnica y una banda tricolor, como si fuera a un baile de disfraces… Para mí fue, claro, un acontecimiento tremendo. Mi padre, como era muy republicano, debía de estar muy contento y mi madre, precisamente por lo contrario, porque era muy monárquica, debió de celebrarlo menos.”

       A don Santiago Narvión lo destinaron a Zaragoza y Pilar cursó el bachillerato en el Instituto Miguel Servet. De aquel tiempo destaca el magisterio de su profesora de Literatura, Pilar Díez y Jiménez Castellanos, que les interpretaba a los clásicos del Siglo de Oro, y la admiración que despertaba entre las alumnas otra niña que también se convirtió en destacada periodista. “Había dos estudiantes que iban y venían al instituto con señorita de compañía. Una era hija de marqueses y otra de un notario que vivía en lo más selecto de Zaragoza: el Paseo de la Independencia. La hija del notario llevaba trajes escoceses y grandes lazos de terciopelo negro. Era una leyenda entre las demás alumnas, porque sabía mucho Latín, Historia y Física. Además, estudiaba música y la señorita de compañía le llevaba las carpetas. Se llamaba María Dolores Palá, sin embargo, al casarse con el intelectual Emiliano Aguado, empezó a firmar como Lola Aguado. Hizo casi toda su carrera en Gaceta Ilustrada y para mí, que había empezado a leer sus crónicas desde París y me parecían fabulosas, fue toda una sorpresa conocerla cuando regresé a España y enterarme de que era aquella María Dolores Palá que despertaba tanta admiración en el Miguel Servet.”

       Todavía era una adolescente cuando Pilar Narvión decidió mandar, en secreto, un artículo al semanario Domingo, que se editaba en Madrid. No sólo se lo publicaron, sino que recibió 150 pesetas y fue el inicio de una serie de colaboraciones que la llevaron, con 17 años, a estudiar Periodismo en la capital. El director de la Escuela Oficial de Periodismo, Juan Aparicio, lo era a su vez del diario Pueblo y, cuando leyó los trabajos de aquella muchacha que comparaba a Goya con los reporteros gráficos, porque en su obra contaba sucesos del tiempo que le tocó vivir, le abrió las puertas del periódico. Era la primera mujer y había que tomar precauciones. Don Juan reunió a la plantilla y le hizo esta advertencia: “Mañana se incorpora una chica a la redacción, así que se han acabado los chistes verdes y las bromas.” Como las malas costumbres no se cortan por lo sano, a  más de uno sin querer se le escapaba algún taco y, cuando sucedía, compensaba a la víctima con una caja de bombones.

       Por aquellos días llegó también al periódico Emilio Romero. Pilar lo conoció durante la famosa conferencia de Dalí en la que soltó uno de sus chascarrillos más celebrados: Picasso es un genio; yo también. Picasso es un gran español; yo también. Picasso es comunista; yo tampoco. Romero iba a ser su gran mentor y, a pesar del carácter seco que tenía, entre ellos hubo siempre una buena  amistad.  “Fue un gran director de periódicos. Un caso similar a lo que pasa ahora con Pedro J. Ramírez: alguien capaz de crear un periódico y, alrededor suyo, un estilo de hacer información, con la que se puede estar o no de acuerdo, pero que lleva el sello de la casa. Y, sobre todo, involucrar en ese proyecto a muchos profesionales. La prueba de que Emilio Romero lo consiguió es que todavía hay en activo un montón de periodistas, muchos con renombre, que salieron de Pueblo. Sin olvidar a una escuadrilla de formidables escritores, entre ellos los grandes best-sellers del país: Julia Navarro y Arturo Pérez  Reverte. (…) También fue el director de periódicos más feminista de España. Incorporó más mujeres a la redacción y, cuando demostraban que podían hacer lo mismo que los hombres, les daba responsabilidades. (…) Fuimos buenos amigos, pero con las mismas te digo que no era un hombre que derrochara simpatía. Tampoco es que fuese antipático… Carecía de esa personalidad expansiva, de esa cordialidad extrema que tienen otros. Tuvo leyenda de mujeriego… Bueno eso decían. Yo supongo que muchos vivieron historias de faldas tan importantes como las suyas pero las llevaron con más discreción.”

      En 1956 Emilio Romero, que había sucedido a Juan Aparicio en la dirección de Pueblo, mandó un frente de corresponsales a las principales capitales de Europa. Como en España no había debate político y el que pudiera darse no aparecía en la Prensa, la información internacional copaba las páginas más destacadas de los medios.

         A Pilar  la envió a Italia. Pese a ser su primer contacto con el mundo exterior, no la marcó tanto como lo haría Francia dos años después. Roma le pareció una ciudad muy vaticana donde las huellas del fascismo no habían desparecido del todo. Para una mujer que venía de otro régimen totalitario y del nacional-catolicismo no suponía un cambio radical. Descubrió, no obstante, lo que era un parlamento de verdad, el mundo de la mafia y un ambiente como el que describe Fellini en La dolce vita que, eso sí, la dejó patidifusa. En el año y pico que estuvo como corresponsal, Pilar Narvión entabló contacto con los pintores y arquitectos becados en la Academia de España. Eran amigos de Alberti y se lo presentaron, pero la periodista y el vate no lograron congeniar: “Era extremadamente vanidoso. Se consideraba el primer poeta de España y te miraba por encima del hombro… Claro, yo era una chica joven e insignificante y, además, una periodista de Franco… No me cayó nada simpático. Esa es la verdad.”

        Los políticos españoles acudían a recibir la bendición de Pío XII que se encontraba en la recta final de su pontificado. Pilar los acompañó por los interminables pasillos del Palacio Apostólico y las estancias que habían decorado Rafael y Miguel Ángel. Pero con impresionarle mucho los tesoros de la Iglesia, aún le dejó más huella la mirada de Pío XII, que hizo desmayarse delante de ella a una militar australiana durante la audiencia general. “Lo recuerdo revestido con damascos, oros y platas; flaco, flaco como una estaca, y con aquellos ojos oscuros y penetrantes. Los tenía como Picasso, te lo digo porque yo también lo conocí, y al natural aún impactaban más que en las fotografías.”

        El 25 de marzo de 1957 amaneció lluvioso en Roma, pero el Tratado que se firmó aquel día en el Palacio Capitolino habría de despejar los nubarrones que se cernían sobre el futuro de Europa. Narvión presenció y contó a los lectores de Pueblo aquel episodio histórico. “Casi todos decían que el padre de la criatura era Adenauer, que a mí siempre me pareció que tenía perfil de indio sioux, una cara como del Cuaternario sin evolucionar; sin embargo, Paul Henri Spaak, que firmó por parte de Bélgica, era un vanidoso y quería atribuirse él todo el mérito; Christian Pineau, representante de Francia, parecía receloso. Supongo que un país tan nacionalista como el suyo no terminaba de confiar en aquel invento; de Joseph Luns, el holandés, me llamó la atención lo alto que era, enorme, debía de medir casi dos metros; el italiano Antonio Segni daba la sensación de ser muy ceremonioso, se le notaba en su salsa… y del representante de Luxemburgo, Joseph Bech, me quedé con la copla de que le habían perdido las maletas, o sea que estas cosas ya pasaban entonces, pero ni siquiera recuerdo la cara que tenía.”

         Aunque estaba radicada en Roma recorrió el país entero y se empapó de su cultura que, con la de Grecia, puso los cimientos de la civilización occidental. En Pilar Narvión. Andanzas de una periodista perezosa destaca su viaje por Sicilia y la estancia con unas amigas en la abadía de Monte Oliveto Maggiore, de monjes benedictinos, que las invitaron a presenciar el famoso Palio de Siena. “Volvimos por la noche, muy tarde, a la abadía y ocurrió algo que parece una escena medieval, casi  como en los Cuentos de Boccaccio: los monjes, que ya debían de estar algo bebidos, empezaron a explicar qué haría cada uno de ellos si llegaba a Papa. Era graciosísimo. ¡Menos mal que nosotras éramos muy decentes, si no yo no sé en que hubiera ido a parar aquello. Porque los frailes iban a por todas!”

        En enero de 1958 Emilio Romero trasladó a Pilar Narvión a la corresponsalía de París. Aún regía la IV República, aunque vino pronto el general De Gaulle que fundó la V y cambió por completo las estructuras del Estado. “De Gaulle, más que conferencias de prensa, daba conferencias a la Prensa. Le gustaba crear expectación. Cuando ya era presidente, solía citarnos a las tres de la tarde en el salón de baile del Elíseo y nos sentaba en unas sillas la mar de incómodas. Te pusieras como te pusieras, salías con los glúteos hechos papilla. Él jugaba con ventaja, porque su asiento parecía más confortable. Bueno, más que asiento, aquello era un trono. Entraba en la sala como si fuera el Rey Sol, cuando sonaban las campanadas en el reloj, se apartaba el tapiz… y sólo faltaba el chambelán que diera tres golpes en el suelo con esa especie de báculo que llevaban en tiempos de Luis XIV. Se sentaba en aquel sillón enorme, la mesa era otro tanto, y reunía, como si fueran sus cortesanos, a todos los ministros. Malraux también, por supuesto. A los gráficos les dejaba hacer unas fotos y luego, con gesto autoritario, los mandaba al fondo de la sala. Entonces, saludaba con aire mayestático y empezaban las preguntas. Podíamos hacer todas las que nos diera la gana, que ya se encargaba él de responder a su manera. Decía: “Como veo que hay tres o cuatro temas que les interesan, voy a contestarlos.” Y lo hacía en bloque. Nunca respondía a una pregunta concreta ni a un periodista directamente. Además, se guardaba los momentos de impacto para cuando a él le interesaba.”

          El contraste entre España e Italia no había resultado tan brusco para la joven periodista como ahora en Francia. “Aquello ya fue el contacto con la Europa real. Puse los pies en el suelo y empecé no a sorprenderme, sino a observar de una forma más fría.” Esa distancia respecto a los hechos que presenciaba la aplicó a la guerra de Argelia, las conversaciones de Paz del Vietnam y el Mayo del 68. “Para mí, el Mayo francés fue el estallido de la palabra. Dieron voz a los estudiantes, que nunca habían tenido oportunidad de decir lo que pensaban, y la aprovecharon. Pero se les fue de las manos. Desde ese punto de vista era una maravilla: ibas al Odeón, a la Sorbona, a la Mutualité, y todo se hacía en plan asambleario. Aquello era una verbocracia. Cualquiera que pedía la palabra se levantaba y bla-bla-bla… Allí daba su opinión desde el catedrático a la portera del inmueble. Luego, las paredes se convirtieron en medios de expresión con aquellas frases y aforismos como Haz el amor y no la guerra, Debajo de los adoquines está la playa… Me vienen a la memoria las que más se han repetido, aunque yo me dediqué a hacer un inventario de citas y encontré desde Plutarco al Che Guevara, pasando por Marx, Mao y Fidel. A los españoles nos llamaba la atención la que pintaron en el Odeón con palabras de Unamuno: Yo me propongo agitar e inquietar a las gentes. No vendo el pan, sino la levadura. Todo aquello terminó siendo un globo que, en vez de con helio, se iba inflando de palabras. (…) Los trabajadores fueron a la huelga porque en aquellos años querían conseguir de sus empresas, sobre todo de grandes empresas como la Renault, mayor poder para los sindicatos y otras cosas que llevaban pidiendo desde hacía veinticinco años, pero la patronal se negaba a esas concesiones. Entonces Pompidou negoció los famosos acuerdos de Grenelle donde los que sacaron tajada fueron ellos. (…)Los estudiantes eran cultos, pero los representantes de los sindicatos muy listos y aprovecharon que el Sena pasa por París para alcanzar aquello que nunca habían tenido. Se reunieron con el Gobierno y las lograron, porque tenían los pies en el suelo. En cambio, los Cohn-Bendit y compañía tenían la cabeza en el aire.”

          Pilar Narvión pronosticó que François Mitterrand llegaría a Presidente de la República Francesa. Lo entrevistó en 1966 y el retrato que hizo de él da prueba de su pulso literario: “Físicamente, recuerda a los personajes renacentistas italianos: un condottiere a lo Paolo Ucello, de la escuela de Siena, o un Dux bajo el pincel de Antonello de Messina. Tampoco sorprendería nada encontrar un rostro semejante al suyo en la florentina galería de los Uffizi bajo un capelo cardenalicio. Alta y despejada la frente, recta la nariz, duro el entrecejo, fina la boca, donde se anuncia la inteligencia de Mitterrand es en los ojos, color caramelo y caleidoscópicamente variantes. Inteligentes, irónicos, audaces, Mitterrand tiene ojos de espadachín peligroso. Da la sensación de que adivina por dónde pueden venirle los golpes, y su esgrima para pararlos es legendaria.”

       En París Pilar Narvión conoció a Luis Buñuel que, a pesar de su sordera, la escuchaba perfectamente. “Sería por la voz que tengo, o porque los dos éramos de la tierra del tambor”.  Los presentó el actor Paco Rabal. “Era muy amigo mío y tenía una obsesión verdaderamente cómica, que cuando se la cuento a la gente se troncha de risa.  Quería saber si yo era o no era virgen. ¡¡¡Fíjate que historia tan divertida!!! Estaba a todas horas con lo mismo: “Pilar, ¿por qué no me lo dices? Anda, cuéntamelo, que no se lo diré a nadie.” Y yo, erre que erre: “No te molestes, que no te lo voy a decir.” Chico, no sé a qué venía esa obsesión.”

       Los años de París le procuraron también la amistad de Santiago Carrillo, al que conoció en el estudio del pintor José Ortega, y la de otros exiliados españoles. “En Pueblo estaban al tanto. No creas que actuaba como clandestina. Tan es así que, en una de mis crónicas, escribí que algún día esos cafés que tomaba con Carrillo los tomaríamos cara a cara en las Cortes Españolas. Entonces, el Congreso de los Diputados aún se llamaba así. Y Emilio Romero me lo publicó. Aún recuerdo la cara de asombro de Santiago Carrillo cuando vino, con el recorte del periódico en el bolsillo de la chaqueta, y me dijo: ‘¡Oye, pero que lo han sacado. No me lo puedo creer!’”

      Cuando llegó el momento de paladear esos cafés en el Congreso de los Diputados, ciertos colegas de Pilar, que la consideraban exponente de lo que Umbral llamó la derechona, se asombraron por el trato que le dispensaba el Secretario General del PCE. En Andanzas de una periodista perezosa se refiere a ese cliché de señora conservadora que le endosaron algunos: “Me divierte mucho, por venir de quien viene: esos muchachos de la gauche divine española, que son hijos de familias superricas. Niños mimados, que estudiaron en los mejores colegios, que viajaron a Inglaterra… y luego llegan y te miran por encima del hombro ideológico. Uno de ellos, terrateniente de la zona mediterránea, y del que no quiero decir su nombre porque lo aprecio mucho, me llegó a decir: “Yo, Pilar, es que te adoro. Porque eres de una derecha que no mata.”  Tiene narices la cosa. En España la gente clasifica al vecino y lo clasifica a la  ligera. Cuando quieran, podemos comparar mi biografía con la de esa gente, a la que tú también conoces, a ver quién es el conservador. Me vine con 17 años a Madrid y, desde entonces, me he buscado la vida; nadie me ha ayudado en nada. Yo sí que he sido proletaria, proletaria de las letras –lo dice con mucha guasa-. Nunca he vivido de señorita, sino que he trabajado como una burra. Mi madre siempre les decía a mis sobrinos: “Mirad, todo lo que tiene la tía: su casa de Madrid, la de Estepona, los libros, los cuadros… todo se lo ha ganado letrica a letrica (Pilar mueve los dedos en el aire; mecanografía los recuerdos) con su máquina de escribir.” Y es verdad. No he ganado una peseta que no haya pasado por la máquina de escribir. O sea que me hacen mucha gracia estos chavales. Esos hijos de grandes familias de Madrid y Barcelona, los Raventós and company…bueno, no los voy a citar. ¡Para qué! Han vivido como niños bonitos, entre criados y criadas, han estudiado la carrera que les ha dado la gana, y para más inri, eran tan esnobs, que también tenían que ser de izquierdas; porque resultaba más esnob la izquierda que la derecha. Tiene gracia que me llamen conservadora. Yo nunca tuve nada que conservar. Ellos, sin embargo, tenían que conservar grandes patrimonios: fincas, caserones, bibliotecas y cuadros heredados de papá y del abuelito. A mí nadie me ha dejado en herencia nada; todo lo he comprado con mi trabajo. Y resulta que la conservadora, la derechona… la tal y cual soy yo, mientras esos superseñoritos, que nacieron en hispano-suizas, se erigen en los grandes progres que velan por el bien de la Humanidad. Ninguno de ellos se preocupa ni de los obreros, ni de los pobres, ni de nada. Los pobres nos hemos tenido que batir nosotros solos para salir adelante, mientras a ellos les daban todo hecho.”

        1975 fue un año intenso en la vida profesional de Pilar Narvión. No por la muerte de Franco, que también, sino por su labor como vocal de la Comisión Interministerial del Año Internacional de la Mujer. Dictó un centenar de conferencias e intervino en simposios y mesas redondas. Desde Aristóteles, al que le afeaba su máxima La mujer es un hombre mal hecho, a las feministas que alborotaban la calle, Pilar rebatía los dogmas con argumentos. Sus debates con Lidia Falcón y otras figuras del feminismo se convertían, muchas veces, en un espectáculo que empezaba con exposición de ideas y una oratoria impecable para acabar como el rosario de la aurora. “Yo les rebatía sus posturas radicales. Por ejemplo, una de las cosas que siempre he defendido es que la gran revolución de la mujer ha sido de tipo médico y no de airear pancartas. El control de la natalidad, por una parte, y los avances absolutamente espectaculares de la pediatría, han hecho más por la población femenina que todas las manifestaciones juntas. Cuando no existían esos avances, muchos de los niños que nacían en España morían antes de alcanzar los 5 años. De forma que, para que la mujer cumpliese con la especie, como cualquier otro ser vivo, tenía que dar a luz siete u ocho hijos; así  se aseguraba que dos o tres llegarían a la edad de reproducción. Y esto que digo de las españolas aplícalo a las inglesas, las checas, las alemanas y todas las mujeres que en el mundo han sido. Cuando la Medicina cortó aquellas carnicerías que provocaban el sarampión, la viruela, la escarlatina… y la falta de higiene en la población infantil, se produjo una revolución en el seno de las familias. A partir de entonces no necesitaban tener una docena de hijos para que llegaran tres a mayores; tenían esos tres y se acabó. Pero, al mismo tiempo que la pediatría avanzaba, apareció la píldora (da una palmada sobre la mesa para reafirmar sus palabras) que fue la tabla de salvación de las mujeres. La mujer se liberó de los abortos y del terror al acto sexual por miedo a quedarse embarazada. Cambiaron las costumbres de una forma total. Aquella pudibundez espantosa de los noviazgos españoles, en los que el embarazo pendía como espada de Damocles, desapareció con la llegada de los anticonceptivos. Eso era lo que les decía a las feministas exaltadas: que la liberación de las costumbres había empezado desde el momento en el que la mujer pudo controlar la maternidad y, con ello, sus instintos para hacer la vida que le apeteciese. En una palabra, que aquel cambio no lo habían logrado sus pancartas ni sus libros de concienciación, sino la píldora. Y les sentaba bastante mal, ya lo creo.”

        La carrera periodística de Pilar Narvión tuvo una recta final acorde con su trayectoria. El destino, el azar, los hados o los dioses la premiaron otra vez permitiéndole vivir, desde las tribunas de Prensa del Congreso y el Senado, la Transición española que tanta admiración despertó en el mundo. Entonces, más que nunca, puso en práctica la vieja enseñanza de Josefina Carabias: “En una ocasión me explicó que, cuando se disponía a escribir un artículo, lo primero que pensaba era no en lo que podía interesar a los políticos o a otros periodistas, sino a sus lectores. Por eso tenía tanta garra y conectó con ellos hasta el final. En cambio hay periodistas que escriben para consumo de los políticos y se queman en dos días.” 

        Sin embargo el primer capítulo de aquella historia prodigiosa, el nombramiento de Adolfo Suárez, la pilló, como al resto de sus colegas, con el paso cambiado. “Después de la sorpresa inicial, me acordé de que había vivido otro momento similar en París, cuando el general De Gaulle nombró primer ministro a Pompidou. Dejó a toda Francia boquiabierta, porque era alguien absolutamente desconocido. Habiendo como había, en la vida política francesa y en la derecha gaullista, personajes de la talla de un Giscard d´Estaing o un Michel Debré, llamaba muchísimo la atención que eligiera a aquel señor, que había sido profesor de Literatura y al que no conocía nadie. (…) Sí, los españoles nos quedamos igual de sorprendidos que los franceses y, sin embargo, tanto Pompidou como Suárez, fueron dos grandes hombres de Estado. Hay que haber seguido de cerca la política mundial, como la he seguido yo, para darse cuenta de la enorme importancia que ha tenido Adolfo Suárez. Tan equilibrado, tan realista, y tan buena persona. Porque, aunque la calidad humana no sea un requisito fundamental para ser buen político, cuando encima se da, como en el caso de Suárez, engrandece su figura. Se han publicado tantos libros, y se ha dicho tanto sobre él, que ya no puedo añadir nada. No hace falta que haga hincapié en algo que admiten hasta los que fueron sus adversarios políticos.”

       En su libro de memorias Pilar Narvión cree que al sucesor de Suárez en la Presidencia del Gobierno no se le ha hecho justicia. “Leopoldo Calvo Sotelo fue un hombre muy ponderado. Aquel año y medio largo que estuvo en La Moncloa fue crítico para España y ha pasado a la Historia de forma gris. Sin embargo, no tiene nada de gris: es un hombre excepcionalmente inteligente y un gran político. (…) Estaba muy acostumbrado al ejercicio del poder, porque había presidido empresas, tanto públicas como privadas, y demostró ser un águila en todas ellas. O sea que no era un advenedizo, ni un inmaduro; cosa que sí se podía decir de otros. Fue presidente de RENFE y de SEOPAN, la patronal de las grandes constructoras, y luego lo hicieron ministro. Primero de Comercio, más tarde de Obras Públicas y, finalmente, de Relaciones con la CEE. Hasta que llegó su gran oportunidad en la crisis de septiembre 1980, cuando sustituyó como número dos del Gobierno a Abril Martorell. Entonces, Suárez le nombró Vicepresidente Económico. Yo recuerdo que la gente decía: “Hemos salido de una cara de cemento para caer en una cara de palo.” Y es que ninguno de los dos era simpático, ni tenían una forma de ser arrolladora. Pero en las distancias cortas Calvo Sotelo tenía un sentido del humor, al estilo de Fernández Flórez, que espero siga conservando. En una ocasión, le preguntó a un ujier del Congreso si “don Landelino estaba expuesto” y aquella ocurrencia se la aplaudieron mucho los políticos y periodistas. Además, es un hombre muy culto y toca bastante bien el piano. Estoy recordado una viñeta que publicó Ramón, el humorista de Pueblo, cuando fue investido presidente del Gobierno. Se veía a Leopoldo Calvo Sotelo, dispuesto a tocar alguna pieza y exclamaba: “¡Ay señor, con lo que a mí me gusta el piano y voy a tener que templar gaitas!” Creo que ese chiste es definitorio del papel que le tocó.”

        Fraga y Carrillo, por su parte, tuvieron que contener a los exaltados de sus respectivas formaciones; por eso Pilar los llamó en una crónica Los dos perros guardianes. “Carrillo contuvo a los exaltados y, cuando se elaboró la Constitución, aceptó cosas simbólicas, como la Monarquía y la bandera, que para muchos militantes del PCE eran inasumibles. Las aceptó con madurez y con aquella filosofía de Suárez que decía que había que hacer legal lo que en la calle era costumbre. Y luego, por el otro lado, Manuel Fraga hizo también muchos esfuerzos para contener a la derecha ultramontana que por nada del mundo quería que España se convirtiera en una democracia. Esa ultraderecha llegó incluso al terrorismo, aunque por suerte, aquel se pudo erradicar, mientras que ETA sigue ahí, como único vestigio de la España de Franco.”

       A pesar de que vivió los años de gobierno de Felipe González desde la barrera, o sea como jubilada, Pilar Narvión afirma que fue un gran presidente. “Y esa etapa socialista resultó muy próspera para España. No sé si cambió tanto como para que no la conociera ni la madre que la parió, según había prometido Guerra,  pero pudimos hablarnos de tú a tú con muchos países del mundo y, naturalmente, con los más próximos, con los de Europa. Felipe fue un político muy hábil. Acuérdate de cómo le dio portazo al marxismo en el XXVIII Congreso de su partido, contra la opinión de sus correligionarios. (…) Recuerdo que, unos días antes, tuve una larga charla con él en el bar del Congreso de los Diputados y me explicó su idea de la lucha de clases. Dijo que, si el PSOE no aceptaba esa doctrina, no se presentaba a la reelección como secretario general. A mí, aquello me sonó a bravuconada y le contesté que no me creía sus palabras. Pero lo hizo. Renunció a la secretaría general, y salió de allí con una fuerza moral que mira luego qué pronto recuperó las riendas. (…) Felipe González me pareció un político honesto. Y con  Alfonso Guerra formó un tándem que funcionó muy bien durante años, como había ocurrido antes entre Adolfo Suárez y Abril Martorell. (…) Guerra, a la hora de la verdad, no tenía nada que ver con aquel señor que parecía agarrar unas rabietas monumentales. No sé hasta qué punto se creó su propio personaje, pero lo cierto es que se comportó como un político serio y responsable que ayudó a que rodara bien la Constitución. Es curioso, porque ninguno de los dos hombres que tuvieron un papel clave en ese terreno, Guerra y Abril Martorell, eran constitucionalistas. Guerra es ingeniero industrial y Abril Martorell era ingeniero agrónomo, pero el entendimiento entre ellos favoreció el buen clima entre la clase política durante las Cortes Constituyentes. Fue, por tanto, una labor de ingeniería.”

       El capítulo final de las memorias de Pilar Narvión lleva por título Los días serenos y en él habla sin ambages de la vejez, la muerte y lo importante que es para ella su familia (se quedó soltera y desmiente que el guitarrista Narciso Yepes la pidiera en matrimonio como se ha contado muchas veces en corrillos periodísticos). “Ahora que tengo mucho tiempo para reflexionar sobre lo que he hecho y he dejado de hacer en mi vida, llego a la conclusión de que, si no hubiera sido periodista, me habría dedicado a escribir novelas. Creo que he tenido las dos cualidades básicas para ese oficio: buena prosa y mucha imaginación.(…) Cualquier libro que leas te abre infinidad de preguntas. Por ejemplo, sobre el papel que tiene el azar en la vida de las personas. (…) También pienso en la fe. ¿Por qué hay personas que tienen fe y otras no la tenemos? Con lo consoladora que es la fe (…) Pienso, por otra parte, en la belleza, ya que no es lo mismo nacer guapo que feo, digan lo que digan. Me pregunto, además, si la simpatía es algo innato; si es más importante la inteligencia o el saber vivir; qué cualidades humanas son las que llevan a la felicidad o la desgracia… y termino con preguntas como: ¿Qué es preferible, ser feliz o ser inteligente? De lo que estamos seguros todos los viejos es de la importancia de la salud. El miedo a la enfermedad y al dolor nos atenaza. No es miedo a la muerte, esa cosa tan natural e inevitable, es el miedo a depender de los demás, a perder nuestras facultades más necesarias, a convertirte en una triste liquidación humana. Yo, afortunadamente, tengo una gran y solidaria familia, por lo que no sufro ese terrible miedo de tantos ancianos a la soledad. Es curioso que ahora que ya no tienes tiempo, que se te va el tiempo, tengas tanto tiempo para pensar en esa inmensa complejidad de la condición humana, en tantas hondas preguntas sin respuesta.”

       Si algo tiene claro Pilar Narvión es que su despedida del Periodismo, hace ya un cuarto de siglo, cuando estaba en plenitud de su carrera, fue acertada. Hoy actuaría del mismo modo. “Algunas personas no se resignan a jubilarse y hacen absolutamente todo lo que está en sus manos por seguir adelante. Otras, como yo, cierran la puerta y se jubilan de verdad. Cuando veo a amigos míos que piden dar una conferencia, que se vuelven locos por publicar, no lo entiendo. Comprendo que son dos modos de afrontar el final, dos maneras de esperar el famoso poema de Machado: los que no se sientan y siguen en la brecha la batalla, y los que cerramos el capítulo de la vida activa totalmente, que es mi caso. Yo he vivido ese momento de final de capítulo como en una novela. Voy mucho a Medinaceli, donde mis hermanos los americanos se han retirado después de su aventura en Estados Unidos. Allí, como en todas partes,  leo mucho. Antes solía pasear por la carretera de Soria con un libro y me sentaba a leerlo en la tapia de un huerto, donde hay una piedra llana que yo llamo El sillón del obispo. Una tarde que me había llevado de acompañante a Machado, topé con la estrofa XXXV del poema titulado Del Camino: “Al borde del sendero un día nos sentamos./Ya nuestra vida es tiempo, y nuestra sola cuita/ son las desesperantes posturas que tomamos/ para aguardar… Más ella no faltará a la cita.” Recuerdo la profunda impresión que me causó el poema. Lloré mansamente frente a aquellos “cárdenos alcores sobre la tierra parda” sorianos y, de la mano de Machado, entré en la serena ancianidad sin batallas. Sentada al borde del camino viendo como pasáis. Dos personas me acompañan en la devoción, que les he transmitido, por este poema de Machado: mi hermana Matilde y mi superamigo del alma Enrique de Aguinaga.”

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Soriano

4 de julio de 2013

Hay un ir y venir de los recuerdos

desde nuestra cabeza a nuestro corazón.

Parecen en su marcha viajeros incansables

que de día y de noche se movieran

entre las dos ciudades más famosas,

de mayor importancia y más pobladas

de un país. Unos llegan muy deprisa,

circunspectos y serios, y a su llegada dejan

un oscuro recado: dolor que no ha prescrito

y que es capaz de herir muy cruelmente de nuevo

a su destinatario. Otros viajan

plácidos y ataviados con ropajes alegres,

como despreocupados y ociosos individuos,

y al abrir su equipaje nos sorprenden los ojos

con hermosas imágenes del ayer que ahora muestran

un color desvaído y melancólico,

mas que a pesar de todo dan amor y consuelo.

El flujo de viajeros en ambas direcciones

siempre es intenso y nunca se detiene.

Sólo la muerte un día puede hacer que el trayecto

aparezca vacío y desolado,

barrido por un viento que sin misericordia

borra todo a su paso y desordena el mundo.

Escrito en Lecturas Turia por Eloy Sánchez Rosillo

4 de julio de 2013

                  

(Charlie Parker, Stanhope Hotel, 1955)                                

           

No quiero que se acerque nadie. Escucho

la música que suena en algún sitio,

en la televisión quizá, y me duele,

y ya no sé por qué duele la música

que me astilla la mente, y la desgarra,

ni por qué yo la escucho, si me duele

tanto como un hurón que se ocultase

en una galería hecha de nervios

que una vez fueron míos, no sé cuándo,

en otro tiempo, en otra vida, lejos

de aquí, cuando mi mente era la música

que servía de amor y de amistad

a un hombre sin amor y sin amigos.

 

Este cuerpo que veis, esta maltrecha

carne deshabitada de mí mismo,

aquí, en la habitación de hotel, a solas

con mi miedo y mi saxo que me escrutan,

¿de qué sirven, a quién harán feliz?

 

Cuanto tocan mis manos se hace música

y se astilla en mi mente, y me persigue.

No puedo amar a nadie, ni tocarlo,

porque amarlo es llevarlo hacia lo oscuro

y de allí no regresa, nunca, nadie.

Se deshacen los niños, las mujeres.

Se deshacen los árboles, los coches,     

los clubs, los contrabajos, las sonrisas.

Mis manos en el aire se deshacen.

Son aire, un aire oscuro que me inunda

y que me hace volar como los pájaros,

ciegos, remotos, lentos, pero ¿adónde?

                       

Soy aire estremecido de vergüenza,

y un dolor que me quema como el fuego

y que no llegaré a saber qué es.

Que esta música fúnebre que toco

os alumbre el camino. Mi camino

ya tan sólo discurre entre las sombras.

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Jordá

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