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Carta real sobre un viaje imaginario,

a modo de introducción.


Tú,

quizá no llueva, pero las ventanas recuerdan el chaparrón. Y hace frío. Veo la espalda del cartero. Está entrando en la casa de enfrente. Mi buzón está vacío, como de costumbre: aquellas palabras salvíficas que podrían abrirme las fronteras de los países extranjeros no se han escrito todavía. Aún estoy aquí. Aún no me he ido. Pero me he separado de ti, aunque también tú estás aquí. Tal vez incluso en mi habitación. ¿Es posible cerrar por un instante los ojos, oír el zumbido de la estufa y pensar que ése es mi tren?, ¿que ya me he ido? ¿No es cierto que en un viaje literario también hay vivencias y aventuras?

            Es posible que Rut, mi protagonista, viva como yo en un tiempo suspendido en el vacío. Sabe que debe irse, y el camino está bloqueado. Por ahora todo se va convirtiendo en pasado. Y ella está aferrada a un viaje literario. Rut no es una joven sentimental. No escribe cartas de amor para quemarlas después en la estufa. Sus cartas tienen una finalidad literaria. Las cartas realmente íntimas no se pueden publicar. Por eso he elegido a una protagonista con un nombre distinto al mío, y tampoco su amado se llama como tú. Rut se parece a mí, y a quien se dirige es a ti, pero, a pesar de todo, no somos tú y yo, ellos son personajes imaginarios, igual que el viaje.

            El nombre del amado de Rut es Emmanuel. Ella lo llama “El” cariñosamente y “Emmanuelino” para abreviar. O al revés.

             Su relación no es estable, primero porque se parece a la nuestra, y segundo, porque escribir sobre una relación estable es... aburrido.

            El contenido de estas cartas se puede sintetizar con el título de un libro latino de la Edad Media, Sobre todas las cosas del mundo y algo más,[1] ¿comprendes?, lo importante es ese “algo más”, porque “todas las cosas del mundo” entre tú y yo, ¿qué son? Hay una palabra francesa que define en parte la naturaleza de estas cartas: Causerie. Se puede traducir como “cháchara”, “charla”, pero no me estoy refiriendo a eso. Causerie también es aquella agradable melodía ancestral que una abuela aristócrata tocaba en un viejo y quejumbroso piano.

            Las ciudades sobre las que Rut escribe son sólo pompas de jabón nacidas de la imaginación cuando la temperatura del alma sube a 39,9. En cada alma hay una colección de xilografías antiguas, guardadas en ella desde la infancia: imágenes de ciudades de ensueño, lejanas y queridas. Y, tanto si se han visto o no todas esas ciudades después de recoger las xilografías en el macuto del alma, la imagen no cambia: no tiene nada que ver con la realidad. De hecho, para nosotros el mundo entero es una xilografía primitiva y no muy grande, un dibujo de una ciudad fantástica, porque, si no fuera así, ¿cómo podríamos llevar en nuestro interior “el mundo entero” con toda su variedad de detalles? Rut no ha visto nunca la mayoría de las ciudades descritas en las cartas de su viaje: tan solo son un eco de asociaciones, una mezcla de versos, imágenes y estados de ánimo. Antes de cada una de sus cartas aparecerá ante los lectores sentada en la habitación de su ciudad natal y escribiendo una carta desde París o desde Bruselas. Escribo esto del mismo modo que Wachtangow representó Turandot: el actor se maquilla en el escenario delante del público. ¡No hay que olvidar que es un actor y no el hijo de un emperador de la China!

            El viaje de Rut termina porque por fin se va realmente, y al parecer resulta bien. El pie que pisa tierra extranjera quizá sepa más que la mente que tantea las distancias. ¿Quién podría afirmar eso?

            Estas cartas son el fruto de la soledad de Rut. El fruto de mi soledad. Te las regalo con mucha melancolía y cierto agradecimiento.

L.

1

Las noches de comienzos del otoño caían en la ventana de Rut como frutas maduras y olorosas. Los saltamontes al otro lado de la ventana tocaban una dolorosa melodía sobre el herido piano de las horas. Y en el aire, entre la tierra y la luna, aún estaba suspendido el aliento del verano, húmedo y caliente. Rut se despertó una de esas noches y de pronto olvidó lo que había soñado. Solamente le parecía que había sido un buen sueño. Se llevó la mano a la cara para tocarse la sonrisa y no sintió que su mano enjugaba una lágrima. Y por la mañana sólo había miedo a los ojos vacíos del día y anhelo, como vaho en los labios. Sobre eso escribió:

 

Postal con letra muy pequeña

Tren de Marienburg a Berlín

20.10.34

El, ¡niño que se quedó allí!,

no estoy llorando. Ya no lloro. Es que me resulta un poco estrecho el vagón con la gran palabra “para siempre”.

            Además hay otros dos conmigo: 1. Un médico de Estonia. Judío. Afónico. 2. Un viajante de “alguna parte” con un acento que pretende ser americano. El barro de los pueblos del Este barnizaban mis zapatos y sorprendentemente... ni una broma. Huele a queso holandés, a perfume barato y a tabaco malo. Se habla de nacionalismo e internacionalismo. Las conclusiones son más o menos las siguientes: una pluma estilográfica internacional es preferible a una máquina de escribir, porque con una estilográfica se puede escribir en todos los idiomas.

            ¿Lo ves?, también esto comienza como todos esos chistes malos: dos judíos viajaban en un tren...

            Y por la ventanilla, árboles erguidos y veloces que vuelven rápidamente hacia ti, raíles que brillan como dos brazos desnudos tendidos para abrazar las caderas de la patria abandonada, que no se lamenta por mí. ¿Acaso todo eso se aleja?, ¿es cierto que se aleja?

            En mis oídos zumba la mosca hiriente y desesperante de la conversación entre los dos desconocidos. Comienzo a dormirme. No lloro. Y, al imaginarme tu confusa mirada ensombreciendo esta postal, puede que incluso sonría.

Rut

2

Carta sobre los encuentros y el abaratamiento de la moral

La tarde en la habitación era familiar e incomprensible como un perro con la cabeza apoyada en el regazo de su amo. Rut hojeaba poemas ajenos y se sorprendía de no haberlos escrito ella. Tristeza de ciudades lejanas había en los poemas, y, en ellos, el rostro del hombre centelleaba y pasaba de largo, pálido y alto, como las agujas de las torres que se ven por las ventanillas del tren. Se acordó de las ventanillas del tren. Escribió:

Berlín, 21.10.34

Hotel Bamberger Hof

Emmanuelino,

un viejo sentimiento: el tren se aproxima a Berlín y vuelvo a ser esa estudiante de quince años que va a toda prisa a su primera cita. Y, cuando el tren llega a la estación Schlesischer y galopa hacia la plaza Alexander y sé, lo sé a ciencia cierta, que de camino hacia el zoológico atravesará la alfombra verde del Tiergarten, e interpreto las miradas de los tejados que se agolpan a mi alrededor, no puedo dejar de pensar que se trata de esa misma ciudad cuyas calles tanto amaban mis pies. Un extraño sentimentalismo se apodera de mí: no suelo llorar movida por los sentimientos, pero creo que estoy llorando de emoción.

            Por la ventanilla del tren veo una noche que aún no ha estado aquí y pienso: la ciudad se encontrará conmigo en la estación del Zoo. Una vez ya fue a recibirme.

            Pero la ciudad no salió a mi encuentro. Había una luz mortecina de farolas centelleantes, algunos ferroviarios, raíles desnudos que querían abandonar la ciudad. Nadie me esperaba. Nadie esperaba a nadie. Sólo dos o tres se apearon. Al otro lado de las vías se detuvo el tren de cercanías, estaba casi tan vacío como el último tren de un lunes por la noche. Y el pequeño bufón que estaba montado sobre mi corazón y golpeaba con sus largas piernas las paredes de mi pecho exclamó burlándose: “Hay que decir un responso por esta ciudad”[2], aunque también había melancolía en esas palabras.

            En mi hotel sabían que iba a llegar. No me apetecía ir directamente a esa casa extraña. Dejé las maletas en la consigna. Fui andando. La pequeña y familiar distancia que separaba la estación y la calle Bamberger le venía bien a mis pies.

            Pero las calles me resultaban extrañas. Los grandes escaparates en penumbra, vacíos, parecían los ojos ciegos de una princesa de cuento. Sólo en uno de ellos, bajo un letrero donde ponía “Helados”, daba vueltas una cruz gamada roja y negra.

            Al dirigirme hacia la calle Tauentzien me asombró la oscuridad. O tal vez no fuera oscuridad. Es posible que fuera vacío. A esas horas, aunque no era muy tarde, me perseguía un poema de Kästner:

Nachts sind die Strassen so leer

Nur ganz mitunter

Markiert ein Auto Verkehr…

Estaba muy enfadada. Me compadecí del ricino que no cuidé. Que mis antepasados no plantaron.

            Antes te amaba, Berlín. Amaba la coquetería y la ornamentación de estas calles, las lúgubres miradas en Wedding, el brillo de los escaparates del KaDeWe, el olor a arenque en Alex, tu imagen abigarrada e incomprensible como el alma de un hombre cercano. Y ahora tengo ante mí una ciudad extraña y desconocida.

            El, es posible que dentro de unos años nos encontremos así. Mi tren se irá inflamando y alborozando a medida que se vaya acercando a ti. Y tú no estarás en la estación. Y, cuando me dirija a ti, encontraré una mirada con todos los botones abrochados y una mano fría tendiéndome tan solo un poco de rencor. ¿Ése serás tú?

En el KaDeWe aún estaban iluminados los escaparates, que grandes y desesperados miraban hacia la calle. Y, por alguna razón, el edificio parecía una prominente montaña en el ombligo de la ciudad. Por ese camino yo solía volver a casa. Del teatro, de visitar a unos amigos. Por la noche. Junto a los escaparates del centro comercial pululaban prostitutas relucientes, cubiertas de pieles, con botas que les llegaban hasta las rodillas. Rojas, amarillas, negras. Recuerdo lo atónita que se quedó mi mente de diecinueve años cuando me enteré de que el color de las botas era el distintivo de un determinado “tipo” de prostituta. Negras para los sádicos, amarillas para los masoquistas, rojas para los “normales”. Esa clasificación me perseguía como una humillación personal. Entonces había muchas cosas que no podía perdonar a los hombres. Ahora ya no me asombraría. Sin embargo, aunque te sorprenda, aún soy de ese tipo de personas que es capaz de desconcertarse y avergonzarse. Lo más íntimo de mi ser aún no se ha convertido en una fábrica de sonrisas escépticas ante cualquier desgracia. Por ejemplo esto: en el norte de la ciudad y en la plaza Nollendorf pasean jóvenes acicalados y bien ataviados en espera de algún cliente. Aún podrían escuchar un cuento de hadas sobre el cordero que se venga del lobo y creer que en el mundo hay corderos honestos y victoriosos. Podrían sentarse en un pupitre del colegio y leer el primer tratado sobre el anarquismo. O esto: en las sucias tabernas, en el este de la ciudad, niñas pequeñas lloran mientras sus amantes las golpean porque han sido “despedidas” durante la noche; beben cerveza y lloran, lloran y beben cerveza. ¿Qué es más terrible?

Aquí, en la esquina de la calle Tauentzien con Passauer, deambulaba siempre una joven rubia con una estola negra y unas botas rojas. Tenía unos diecisiete años, tal vez incluso dieciséis. En las noches frías y lluviosas se detenía aquí. Su rostro casi sin maquillar era muy alegre. El mío, al pasar delante de ella, estaba triste. Ella sonreía y me miraba con una especie de afecto inexplicable. A veces parecía que quería saludarme. Y yo no podía perdonarle que no me odiase. Me avergonzaba volver del teatro, haber pasado el día en la universidad, me avergonzaba que si alguien se atriese a acercarse a mí por esa calle oscura, yo pasaría delante de él con una expresión de desprecio mezclada con miedo, subiría a mi habitación aislada del mundo y me dormiría. Porque, unos años más tarde, ella iría al médico y escucharía con rencor la confirmación de todos sus temores; y al cabo de unos cuantos años más, sin haberse restablecido, ajada y fea, se detendría en la explanada Bellevue y sería “barata”, y el lugar de las botas rojas lo ocuparía una inmensa cartera de piel, y tal vez en algún banco estaría aumentando su cuenta corriente, pero ya no tendría necesidad de volver a Ernest o a Otto, por quien seguramente una vez había comenzado el “negocio”, porque Otto tendría dos hijos, una mujer chillona, experiencia como camarero y una carta de despido en el bolsillo, y tampoco tendría ganas ni energía para alquilar un piso pequeño y vivir en paz, sin gente extraña, sin hombres, según el plan idílico ideado por aquellos años, y no tendría a quién dejarle el dinero ahorrado en el banco, una cantidad que no sería nada despreciable (los vientos en la calle Tauentzien eran bastante favorables). ¿Y yo? Yo no tendría nunca una cuenta en el banco. Yo iría de suplicio en suplicio, de soledad en soledad, pero “mi ropa sería siempre blanca y no faltaría perfume en mi cabeza”.[3] Y sentí delante de ella esa vergüenza abrasadora de los diecinueve años. No te burles, El, eso pasó hace... Ahora me avergüenza avergonzarme.

Quise verla otra vez. Y enfrente de la casa brillaron unas botas rojas, pero el impermeable de otoño estaba ajado y encima había una cabeza avejentada y fea. La moral no había cambiado con el régimen nacionalsocialista, la moral se había abaratado.

La calle Bamberger estaba siempre vacía a esas horas, pero los escasos viandantes eran sociables y bromistas. Recuerdo que una tarde, cuando volvía a paso rápido a casa y mis zapatillas de deporte golpeaban la acera como si fuese un tambor, un viejo alemán me estuvo persiguiendo durante diez minutos sólo para decirme: Ohe! Sie jeh´n ja wie ein Drajo nner Frolln!

Y hoy caminan por aquí a desgana sombras solitarias.

Una puerta. Mi hotel. La casa no ha cambiado. La dueña del hotel es una judía de la Europa del Este. El hotel existe más o menos desde 1919 y, sorprendentemente, aún sigue en pie. Ha pasado por todas las penalidades de cada época, y aún existe. Cuando Berlín era el centro de la emigración rusa, vivió aquí Andrej Belyj. Envidiaba a los peces por la felicidad que les había otorgado el Creador en las profundidades del mar, cada día hablaba con devoción de su padre, el profesor Bugajew, aseguraba que de todos los bailes sólo la “Quadrille” tenía futuro y desapareció una mañana sin nubes, cuando nadie lo esperaba. En la época de la inflación nacieron y murieron aquí millones, billones, trillones. En la época del desempleo lloraron aquí, en sus habitaciones, los aprendices de barbero y las taquimecanógrafas porque los habían despedido de sus trabajos, y se fueron sin pagar el alquiler y se perdieron en la feria de esta ciudad de cuatro millones. Y ahora todos están asustados y pálidos, todos murmuran aquí: murmuran las mujeres mientras hacen una tortilla en la cocina, murmuran por el pasillo la dueña y la sirvienta, murmuran en las habitaciones los inquilinos. Todo da la impresión de una vivienda que conspira, que prepara las armas para la revolución, pero no es aquí donde nacerán las revoluciones.

La ventana de mi habitación da a la calle. Es tarde. Y yo, después de un día entero a la carrera por varios asuntos, estoy cansada y no quiero dormir. De cuando en cuando se detiene frente a mi ventana el tranvía. Sé que nadie se bajará aquí, que nadie se encaminará hacia mi habitación. Todos mis amigos se han marchado ya. Y, a pesar de todo, mañana tengo una cita con dos amantes de antaño (¡si fueras capaz de ponerte un poco celoso!), con dos que no cambian nunca, que en esta desconocida Berlín, entre cruces gamadas y camisas pardas, han conservado su querida y profunda independencia, el primero con una sonrisa fascinante y el segundo con un dolor que estremece los abismos del universo: el Retrato de un hombre joven de Botticelli y el San Sebastián de Ribera.

La calle se adormece frente a mi ventana.

Nachts sind die Strassen so leer…

Buenas noches, El. No me veas en tus sueños. No volveré a ti.

Rut.

3

Carta sobre algunos cafés y sobre E. T. A. Hoffmann

Un hombre y una mujer pasaron por delante de la casa. La mujer se rió y Rut reconoció su risa. Se estremeció. Comprendió: El. No vendrá esta noche. Y por la noche llovió a cántaros. No había nadie en casa. Como de un inmenso sótano subió hacia ella el frío de las horas. La cubrió con crueles icebergs de soledad. Toda la casa, desde los cimientos hasta el tejado, conocía su añoranza, y ella no quiso perdonárselo.

Berlín 23.10.34

Emmanuelino,

cuando cae la noche en esta ciudad, que se ha convertido en una extraña, pienso que estás “allí”, que has vuelto a casa del trabajo, te sientas en el sofá junto a una mujer joven que te parece muy bella y le dices todo lo que no me dijiste a mí.

Por eso no quiero pensar en ti.

Pero en la estación de mi habitación hay un reloj que me dice: ahora son las nueve en punto. Ahora él posa sus manos sobre los ojos de ella y le dice...

Por eso he ido sola a un café.

Y porque en el Romanische hay judíos que buscan sensaciones en la prensa extranjera, y porque el Lunte ya no existe, y porque los discípulos de Jesús, que se postraron ante la misteriosa imagen de Else Lasker-Schüler, abandonaron hace tiempo el templo del Café des Westens y encontraron su Monte de los Olivos en el Dôme y en la Coupole de París y en las iglesias de Praga, y porque el explorador que se sentaba en el café Josty murió antes de que yo naciera, y porque en la taberna Lutter & Wegner hay aristócratas nacionalsocialistas que pagan por una botella de vino de reserva una cantidad de dinero que mi cartera no ha visto jamás, por eso y por otros muchos “porque” me siento en el Quick, un café autoservicio donde nuestros hermanos judíos aún suelen entrar.

Debo confesar, en honor a la verdad, que aquí es agradable y placentero pensar en ti. Y, sólo para no hacerlo, pienso en los cafés antes mencionados, que están pasados de moda y han perdido su esplendor, y de los que me echaron todos los “porque” que he enumerado. La época floreciente del Josty y del Café des Westens pasó hace décadas. Pero el hecho de que el Lunte muriera, y no precisamente de una forma heroica, y de que el Romanische se haya convertido en un híbrido entre una sala de lectura y una fábrica de impotente amargura, me enfurece de verdad. Dicen que el Romanische era frecuentado por los leones del arte. Yo a los leones no los vi. Todos los interesados en la literatura hebrea tenían “una oportunidad única” de ver allí flequillos oscuros y revueltos de jóvenes escritores de cuarenta años o más que habían publicado una vez, en algún periódico, una estrofa de un poema que no había nacido o un capítulo de una novela que no había sido escrita. Una vez me encontré allí con la nuca de Bernhard Kellermann y, la noche de Año Nuevo, Alexander Granach rompió allí varios vasos. Cuentan también que uno de nuestros poetas judíos estuvo tentado allí (siguiendo la tradición de su tierra medio asiática) de hacer pedazos un billete de veinte marcos, pero ese billete era el último mohicano en su cartera y no tenía grandes esperanzas puestas en los derechos de autor, por tanto el billete volvió sano y salvo al bolsillo del poeta y el maravilloso espectáculo se interrumpió a la mitad. Pero, como he dicho, el resto de los días del año frecuentaban el local flequillos con estrofas de poemas y capítulos de novelas, y un viejo pintor adicto a la morfina, “el monstruo del café”, como le apodaban, se paseaba de arriba abajo entre las mesas y todos los “leones del arte” olvidaban la gloria y a los mecenas, tomaban café, jugaban al ajedrez, fumaban y chismorreaban.

El Lunte era el hermano pequeño del Romanische. Más joven y más romántico. Pero no se trataba del romanticismo de la flor azul, sino el de “la bandera del arte rojo”. Koepfe werden rollen! Allí la bohemia iba de los dieciocho a los treinta años y quería parecerse en todo a la bohemia legítima (es decir, sin ley ni orden). Además, era una bohemia roja, que recibía con silbidos a las mujeres engalanadas que dejaban sus espléndidos automóviles en la esquina y se acercaban allí a observar cómo pasaba las tardes el arte proletario. Si por la noche, cuando volvían a casa, los proletarios veían un espléndido automóvil en sueños, nadie podía decir que no fuera cierto.

La figura central era la dueña del café, una judía pequeña y desgreñada de Silesia, con energía, ideas y un vasto pasado de intrigas y avatares, desde la brigada del trabajo en Eretz Israel hasta la calle Eisleben en la bendita capital de Ashkenaz. La llamaban señora Lunte por el grueso cigarro que siempre tenía encendido entre los dientes. Sentía una especial simpatía o antipatía hacia sus clientes. A los que le resultaban simpáticos a menudo les daba de cenar aunque no tuvieran un céntimo en el bolsillo, pero a aquellos que no gozaban de su beneplácito jamás les servía la comida con sus propias manos. En los últimos tiempos, el rey del local era el camarero Lukas. Era un pardo que se había vuelto rojo (Lukas, ¿cómo te van las cosas ahora? ¿No habrá vuelto a girar la rueda?) y que tuteaba a todo el mundo, a mí me llamaba Grog-maedchen, porque había tomado grog dos veces, discutía con una joven fascista que fumaba siempre en pipa (¡las mujeres alemanas no fuman!) y, entre discusión y discusión, sus largas piernas caminaban con paso firme de un extremo a otro del café. El local era pequeño. En las paredes había dibujos satíricos algo atrevidos y, cuando una vez los “enemigos” rompieron el cristal de la única ventana del Lunte, lo pegaron con cinta adhesiva y no lo arreglaron, así resultaba más romántico y proletario.

De hecho, se podría expresar la diferencia entre esos dos cafés con palabras de Oscar Wilde, cuando dijo que la diferencia entre un pecador y un santo estriba en que el santo tiene pasado y el pecador futuro: los envejecidos clientes del Romanische no tenían pasado artístico y los jóvenes que frecuentaban el Lunte no tenían futuro.

“Pero, honorable señora”, me dirás, “usted frecuentaba los dos lugares, y podemos deducir...”.

Yo he frecuentado diversas estaciones, Emmanuelino, y me seguiré calentando un rato los pies en otras muchas, pero sólo cuando sea asidua de un café “bohemio” tan infecto como ése podrás burlarte a mi costa.

Y en esta estación, en el Quick, hace calor. Me siento al lado de la ventana y observo la tarde en la calle. Esta calle, que siempre ha tenido mucho movimiento, ahora está vacía. En calles vacías como éstas es agradable pasear en pareja. Caminar a tu lado y reír. Ya he visto a una mujer pasar riéndose contigo por una calle muda y sombría. Es por culpa del Quick por lo que sigo pensando en ti. Si estuviera ahora en la bodega Lutter & Wegner, seguramente estaría pensando en Ernst Theodor Amadeus Hoffmann.

Hay lugares que conservan para siempre el olor de la persona que los ama y es imposible no percibirlo. Hace unos años estuve en Wernigerode, esa variopinta ciudad que se encuentra en las montañas de Harz. Allí hay un pequeño café que era frecuentado por Wallenstein durante la guerra de los Treinta Años, seguramente para hacer publicidad del local cuando, cientos de años después, fueran allí los turistas. El olor de Wallenstein no me acompañó cuando estuve en ese café. No me importa quién se tomó una copa allí en la época de la guerra de los Treinta Años. Pero una mañana de invierno con mucha niebla, cuando esta ciudad cuadriculada llamada Berlín se atrevió de pronto a soñar que era Londres o Petersburgo, me encaminé por una de sus tortuosas calles, que recuerdan en algo a las de las ciudades de Rin, hacia el Spree, hacia el museo. De repente me detuvo la inscripción de una de las casas: “Aquí vivió desde el año... hasta el año... Gottfried Keller”. Aparentemente no era nada raro, ¿por qué no iba a vivir Gottfried Keller en una de las calles de Berlín, en una casa amarilla y nada bonita? Pero me sorprendió, y un extraño regocijo me acompañó durante todo el día. Tampoco puedo pasar con indiferencia junto al Lutter & Wegner: no he estado allí ni una sola vez, pero sé que antaño era frecuentado por E.T.A. Hoffmann, un pequeño funcionario de Königsberg, la ciudad prusiana, el Moshé Hayyim Luzzatto de las riberas del Pregel.

Es posible que fuera allí en compañía de estudiantes irresponsables y libertinos, igual que aparecía en la ópera de Offenbach. Es posible que entre ellos estuviese Anselmus, el estudioso desgraciado e incapacitado para el amor, pero yo siempre veo a Hoffmann con el gato negro Murr, acompañado del músico loco Kreisler, mientras delante de él, encima de uno de los toneles, la pequeña princesa Brambilla baila una danza del carnaval veneciano en el aguafuerte de Jacques Callots.      

Me gusta Hoffmann. Sus monstruos (incluso cuando son la reencarnación de Chamisso) me resultan comprensibles. De hecho todos somos Peter Schlemihl o su contrario: o no tenemos sombra o la sombra es demasiado grande. De cualquier modo, tú tienes al menos dos sombras, y una de ellas soy yo. Pero ¡no interpretemos a Hoffmann!

Como dijo ese niño de seis años al que la escritora Barto citó en el congreso de escritores de Moscú: “Hay que escribir así: o absolutamente verídico o absolutamente raro”. Al parecer, Hoffmann conocía esta sencilla fórmula. Él escribía “absolutamente raro”, pero sus lectores adultos no sabían que era “absolutamente verídico” y no les gustaba. Él lo sabía. La guerra de la fantasía creativa contra la verdad imitativa la describió en La princesa Brambilla. Pero fue leído y entendido... por los franceses.

¿Qué haría Hoffmann esta tarde en Berlín? Seguro que no tendría suficiente dinero para ir al Lutter & Wegner, una taberna que hicieron famosa Hoffmann y el judío Heine. Seguro que tampoco querría ir al Wilhelmshallen, a la sombra de los uniformes pardos. Tampoco los periódicos del Romanische le atraerían. Seguro que vendría aquí, al humilde Quick, tomaría asiento junto a la ventana, observaría la tarde en la calle y pensaría en todo lo que no hay que pensar, igual que yo.

Rut

 

Traducción del hebreo de Raquel García Lozano

(Fragmento del libro Cartas desde un viaje imaginario, de Lea Golberg, editado por Pre-Textos)

NOTICIA DE LEA GOLDBERG.- La obra de Lea Goldberg (1911-1970) está aún por descubrir en Alemania. Nacida en 1911 en Königsberg, criada en Kowno, Lea Goldberg emigró tras sus estudios en Kowno, Berlín y Bonn, en 1935, a la Palestina de entonces. Resalta como una de las más significativas poetas de habla hebrea. Se hizo famosa también como autora de libros infantiles, como traductora de obras de la literatura mundial al hebreo y como crítica literaria. En 1952 fundó el Departamento de Literatura Comparada en la Universidad Hebrea de Jerusalén, donde ejerció como docente hasta su muerte.

La obra de la que hemos seleccionado un fragmento, Cartas desde un viaje imaginario, es su primera novela traducida al castellano.  En ella se nos narra las peripecias de una joven mujer, Rut, que en otoño de 1934 huye de un amor desdichado. Desde Berlín, Colonia, Bruselas, Brujas, Ostende, París y Marsella escribirá a Emmanuel, el hombre al que ama más que él a ella. Sin embargo, sólo viajará a dichas ciudades con la fantasía. Las cartas de esta novela epistolar se convierten así en misivas de un viaje imaginario. Cada estación estará presente como lugar real y espiritual: observaciones del Berlín nazi entremezcladas, por ejemplo, con pensamientos acerca de la literatura, el arte y otras muchas cosas. La personal historia de amor se entrelaza con agudas descripciones de la Europa de mediados de los años treinta, del otoño previo a la gran catástrofe europea. Así pues, el amor desdichado descrito en estas cartas no es más que la metáfora de la despedida. La certeza de la necesaria despedida de muchos judíos a su cultura europea atraviesa esta novela poética, inteligente y melancólica, publicada por primera vez en 1937, poco después de la emigración de Lea Goldberg a la Palestina de aquella época.



[1] ***No he podido encontrar esta obra. El título, por tanto, está traducido directamente del hebreo.***

[2] **Literalmente: “Hay que decir por esta ciudad “Bendito sea el defensor de la verdad””. “Bendito sea el defensor de la verdad”, bendición que se dice ante una mala noticia, sobre todo por la muerte de alguien. He optado por una traducción que se comprenda en español. ¿Se entiende bien?***

[3] Cfr. Eclesiastés 9,8. Señalo las citas bíblicas, porque están entre comillas. Si se opta por no citarlas, creo que se deberían eliminar las comillas????????

Escrito en Lecturas Turia por Lea Goldberg

28 de junio de 2013

 

 

 

 

 

 

 

 

El día se hace lento en las acacias, impregna de quietud este paréntesis donde soy uno y nada con la sombra, abrazo que se ovilla en negación. Me descubro sin palabras para ti. Inscrito en formas fijas que ondean con madura luz ante mis ojos, el presente me aparta de mi vida, convierte en extrañeza lo que siento. Practico un ejercicio de distancias. Oír pasar los coches, ver el cielo entre nubes que acuerdan parpadeos, como si lo irreal de su insistencia hiciera dilatarse el tiempo. Todo sucede lejos pero en mí, llevado por los ritmos de una hipnosis. Soy su reflejo, el eco que perdura en la sangre y arrastra en aluvión sus tercas impurezas. Todo se vierte en mí, todo fluye y fermenta hasta la opacidad. Carezco de palabras dignas de tu paciencia. Revuelan en mi boca como aves aturdidas, inquietas por la inmediatez de un cielo demasiado cargado. El gris del horizonte no presagia tormenta, sólo el turbio quejido de la inmovilidad. ¿Sabrás sobreponerte a su llamada, o insistirás en tu deriva como un barco fantasma? De espaldas a la tarde, miro la estantería, su abanico de objetos sordomudos, la fiel precariedad de la materia y su temblor sin asideros. Hay fotos enmarcadas y tallas de madera, y postales vulgares que alumbran, por contraste, la masa oscura de los libros, igual que maniquíes en un escaparate. Su estar ahí me reta, me deja en la evidencia de ser tan sólo aliento, impulsos arbitrarios como el cielo, un hábito de sangre. Crisol de soledades, el presente me expulsa de sí tras engendrarme, y a tientas palpo el suelo de la interrogación. No sé con qué palabras alcanzarte. Soy el lugar donde la vida me reduce.

 

Escrito en Lecturas Turia por Jordi Doce



La literatura es sólo lenguaje, pero el lenguaje está cargado de tiempo, de tiempo significante, y a esa fatalidad de transmitir el tiempo significante no puede escapar ningún escritor

Manuel Vázquez Montalbán

 

 

Es casi un lugar común afirmar que de la larga trayectoria literaria de Manuel Vázquez Montalbán la zona más opaca, menos analizada y, quizá, menos valorada por la crítica, sea la poesía. Hay causas objetivas que, en buena medida, lo explican: es autor de una amplísima, casi abrumadora, obra narrativa; el periodismo y el columnismo ha situado en el centro de atención de un muy alto porcentaje de lectores sus reflexiones sociológicas y políticas; su dedicación al ensayo y al memorialismo colectivo han tenido una presencia de primer orden en nuestra realidad literaria. Y hay una causa subjetiva: su poesía contestó el canon culturalista de la época manteniendo una mirada crítica sobre el mundo, apostando, más que por una poesía de la cultura sustentada en la cultura, tan propia de sus coetáneos a finales de los sesenta y principios de los setenta, por una poesía de la vida, de la existencia, sin eludir sus contradicciones.

En coherencia con ello, Manuel Vázquez Montalbán es autor de una obra lírica heterodoxa y muy poco divulgada -por tanto, sólo muy parcialmente conocida-. Ésta fue construida lentamente, a lo largo de casi cuarenta años, y se inició a mediados de la década de los sesenta, cuando el poeta se encontraba en la cárcel por su militancia antifranquista. En ese tiempo, Vázquez Montalbán construyó un mundo poético reconocible y sólido compuesto por siete libros y por algunos textos inéditos. En sus poemas está la realidad sin ser una poesía realista; hay búsqueda de nuevos significados del lenguaje sin ser poesía experimental; está profundamente teñida de cultura sin ser culturalista; se nutre de la experiencia, de la memoria y de lo cotidiano sin ser poesía experiencial en el sentido más convencional y gastado del término.

Vázquez Montalbán formó parte de Nueve novísimos . Es, en consecuencia, hijo literario de un tiempo de grandes conmociones estéticas. En el que la ruptura con la poesía social y con el realismo entendido en un sentido amplio se traduce en una hegemonía entre culturalista, experimental y barroca. Lo que se dio en llamar «generación del lenguaje» ocupó el lugar que hasta finales de los sesenta vino a ocupar la estética de la generación del 50. Sin embargo, conviene resaltar un aspecto que es vertebral en la poesía de Vázquez Montalbán y que lo singulariza con respecto a sus compañeros de antología: no renuncia el componente crítico de la poesía social ni a los vínculos con lo cotidiano de la obra de los poetas del medio siglo.

En consecuencia, estamos ante una poesía de la experiencia entendiendo ésta como totalidad y con un planteamiento formal innovador. La experiencia que Manuel Vázquez Montalbán convierte en verso es poliédrica: en ella convive el sueño con lo imaginario, la experiencia estética con los distintos estados de conciencia frente a la Historia y frente a la intimidad, incluida la relación amorosa. Y se alternan e interrelacionan la memoria íntima y la memoria colectiva. Por tanto: incorpora a su visión crítica de la realidad, del mundo, algunas innovaciones procedentes de las vanguardias y no renuncia a la experimentación, a lo irracional. A ese respecto no hay más que leer el texto de agradecimiento con que abre Memoria y deseo , su poesía reunida, un texto que publicó por vez primera como pórtico a su primer libro, Una educación sentimental . En él están presentes Vicente Aleixandre y Jorge Guillén, Bertolt Brecht, Eliot y Gil de Biedma, Miguel Hernández; José Agustín Goytisolo y Gabriel Ferrater, Carlos Marx, Vinyoli y Paul Anka o el Dúo Dinámico, entre otros. Todos estos nombres expresan la polifonía de la deuda que asume el poeta barcelonés.

En ese sentido, Vázquez Montalbán fue, de Nueve novísimos, el poeta con menos prejuicios con respecto a la tradición inmediata. Aunque fue crítico con la reiteración de la poesía social, no tuvo ningún problema en asumir su fondo de insumisión. Aunque se empeñó en la búsqueda de un nuevo lenguaje al calor de las vanguardias europeas, no desdeñó la herencia cultural que, a través de la radio, ofreció a su generación la copla. Con esos ingredientes, fue edificando una obra compleja que si bien puede ser contemplada como un amplio collage , se caracterizó por la coherencia, por su carácter unitario y por ofrecernos un mundo absolutamente personal: una Barcelona cuyo origen forma parte de su mitología personal -el barrio del Raval- que es, a la vez, una ciudad con vocación universal.


La apuesta de su primer libro

Vázquez Montalbán publica Una educación sentimental en 1967. Es un primer libro maduro en el que afirma una identidad hecha con la memoria de los antepasados y con la propia memoria. Lo abre un poema que el paso del tiempo ha convertido en emblemático: «Nada quedó de abril». Lo cual quiere decir que en el origen de la formación de su identidad está abril . Un abril con una doble capacidad simbólica: el abril de la República y de la luz («Era distinto abril, entonces / había alegría, y rastro de mejillones en la escollera»); el abril de la derrota y del silencio («los geranios se agostaron en cenizas amarillas / luego / volvieron otras tardes de abril, no aquéllas / muertas / muertas ya para siempre»). Ese abril adquiere distintos matices a través de la sucesión de imágenes y de pequeñas historias que hacen del libro un recorrido por los escenarios y por las claves culturales de la posguerra y por las distintas fuentes de formación cultural y sentimental de la generación del poeta.

El más directo realismo convive con las fórmulas vanguardistas, la cultura anglosajona y su trasfondo de modernidad con la experiencia carcelaria de un preso político, el amor idealizado al calor de la lucha política clandestina con el descubrimiento del sexo, Conchita Piquer y su «Tatuaje» con «los beatles» y con el twist . Del primer al último poema de Una educación sentimental Vázquez Montalbán nos muestra las distintas caras de ese abril que acaba por ser metáfora de su historia personal y de nuestra historia colectiva. Pero hay otro abril, con una poderosa carga cultural, metaliteraria: el abril de Eliot, «el mes más cruel».


Movimientos sin éxito : la sombra de T.S. Eliot

Será Eliot, precisamente, la presencia más significativa en Movimientos sin éxito (1969), su segundo libro, escrito también durante su «estancia» en la cárcel de Lérida. Vázquez Montalbán afronta en él la fragmentariedad del mundo, la complejidad de un presente azaroso, intenta atrapar una realidad en conflicto mostrando su dialéctica interna, más íntima, su corazón en movimiento.

Las « imágenes rotas /sobre las que da el sol» de Eliot son, en este libro, la plasmación rota y dolorida de un mundo en crisis (son los tiempos de la guerra de Vietnam, de la lucha por los derechos civiles en Norteamérica, de la guerra fría) de un modo parecido a como en La tierra baldía -a pesar de la ideología radicalmente conservadora de Eliot, en los antípodas de la de Vázquez Montalbán- se filtra el mundo en desorden del Occidente de entreguerras. La mirada se carga de complejidad y escepticismo, de inteligencia crítica, de desolación: «flotan sobre la grasa / verde del puerto / restos de todos los naufragios». Con este libro, el poeta barcelonés confirmó una trayectoria claramente personal, decididamente mestiza. Pese a su fuerte componente metaliteraria, pese a su cierta propensión a lo experimental, hay una clara búsqueda de un imaginario distinto, hay una mirada no complaciente hacia la realidad de su tiempo, una exigencia de transformación, una profunda aspiración de libertad.


Los espacios de la memoria

Al igual que ocurriera con Una educación sentimental, Vázquez Montalbán intenta indagar en los dos espacios de la memoria que habrían de caracterizar el conjunto de su literatura (incluso la narrativa): la memoria de lo vivido y la memoria que le ha sido comunicada/transferida por las generaciones anteriores, especialmente por la generación de sus padres, derrotados directos en la guerra civil.

En consecuencia, memoria propia y memoria heredada se alternan en las Coplas a la muerte de mi tía Daniela (1973), libro-poema en el que el verso se adelgaza y agiliza y en el que los ecos de Jorge Manrique y de la poesía castellana del barroco más temprano dan forma a una intensa y cruel (irónica y cáustica también) reflexión sobre el poder y sobre el anonimato de quienes, en verdad, hacen la Historia: «ningún caminante / de regreso /hubiera visto su nombre / luminoso / en las cúspides de la ciudad».

Daniela representa a los perdedores, a los que han vivido el entusiasmo de las primeras revoluciones y el silencio de la dictadura. En el fondo, las Coplas son un homenaje a una generación sacrificada. También un recorrido por las claves políticas, culturales, sentimentales, estéticas que han marcado la vida de quienes han sido testigos directos (y, en ciertos casos, protagonistas) de la realidad cotidiana bajo la dictadura de Franco. Aunque el libro se divide en dos partes, que se corresponden, respectivamente, con la evocación de los tiempos de preguerra y guerra civil de un lado y de posguerra y desarrollismo de otro, cabe ser leído e interpretado como una suerte de palimpsesto, de collage en el que el poeta intenta sintetizar la biografía derrotada de una «tía Daniela» que es la metáfora de un mundo esperanzado y humillado a la vez.


El amor y el erotismo

Ese amor a las raíces que se expresa en las Coplas se convierte en erotismo en A la sombra de las muchachas sin flor (1973), libro en el que vuelve a los imaginarios que apuntaban en «Ars amandi», capítulo de Una educación sentimental que creo conveniente analizar y valorar aparte, junto con el resto de su poesía amorosa.

Si entonces el amor era descubrimiento, tanteo, celebración de lo inaugural, aquí es madurez, pérdida de la inocencia, dolor y conciencia de muerte, espacio sagrado y maldito a la vez: no en vano, se subtitula «Poemas del amor y del terror». Como no podía ser de otro modo, la poesía amorosa de Vázquez Montalbán aparece trufada de claves culturales, sociológicas, políticas: no de otro modo cabe entender la sentimentalidad y el amor en un mundo contradictorio, en el que los amantes están sometidos a las mismas exigencias y servidumbres que el conjunto de la sociedad. Lo lírico en el sentido más tradicional se combina con la conciencia de vivir una relación de «amor en tiempos difíciles», lo que se traduce en una poesía en la que la ternura y la desolación se combinan e interrelacionan. Aunque su poesía amorosa se encuentra en A la sombra de las muchachas sin flor y en el apartado «Ars amandi» de su primer libro, es posible acceder a su totalidad, es decir, con la inserción de varios poemas inéditos aparecidos en los años setenta en la revista La Ilustración Poética Española e Hispanoamericana (procedentes de un libro perdido durante un viaje por Grecia, Poema de amor de la dama de ámbar ) y de varios fragmentos de Rosebud , su libro inédito tantas veces anunciado, en el volumen Ars amandi , publicado en 2001.


Su reflexión sobre la crisis del comunismo

Manuel Vázquez Montalbán reflexionó, y mucho, sobre la caída de los imaginarios emancipadores que construyó la izquierda europea. Lo hizo a propósito de las aberraciones del estalinismo y lo hizo, sobre todo, tras el Mayo del 68 y tras la primavera de Praga y, sobre todo, tras la invasión soviética posterior. Quizá lo que canalizó a través del ensayo y del periodismo tuvo su trasunto lírico en Praga (1982), un libro intenso y breve lleno de significados. La Praga de Vázquez Montalbán es la capital checa, sin duda. Pero es también Barcelona y, en el fondo, cualquier ciudad contemporánea amenazada por la barbarie. Praga es el símbolo de las contradicciones del marxismo occidental de finales de los años sesenta. Pero es también la metáfora de la ciudad vencida de la niñez y de la adolescencia del poeta: «nací en la cola del ejército huido / me quedé a la luz del centinela / y os pedí prestados aire y agua / en barrios que os sobraban».

Es también la Praga de Kafka, la ciudad que vive la opresión de un idioma propio, el checo, por otro foráneo, el alemán, del mismo modo que, bajo el franquismo, Cataluña vivió una experiencia parecida teniendo como víctima el catalán. Pero es también la ciudad del mestizaje, del encuentro entre culturas, entre lenguas. En poemas breves, con una estructura de libro-poema (o de poema-libro), el poeta araña en las incertidumbres del presente y muestra una visión desoladora, pesimista, de los sueños de liberación.


La huida y la señal de la muerte

La huida, las huidas y los regresos, las islas, tan visibles en novelas como Los pájaros de Bangkok o Los mares del sur , paradigmas de una felicidad imposible, de la búsqueda de la utopía, serán parte esencial del hilo conductor de Pero el viajero que huye (1990), verso del tango Volver que da título a su sexto poemario.

Este libro es la metáfora de un largo viaje y una reflexión sobre el viaje, sobre el alejamiento de las raíces, de la ciudad originaria. También es una meditación sobre la muerte, sobre los límites entre realidad y ficción, sobre el lenguaje como constructor de mundos. En esa meditación, realizada en muchas ocasiones desde la distancia de quien vuela de un continente a otro, Vázquez Montalbán se acerca, con trece años de antelación, a lo que fue su muerte: se trata de un breve poema en el que se alude a un viajero de paso «condenado» a morir, sólo, en el aeropuerto de Bangkok. El final de este volumen, que concluye con un poema cuyo primer verso es «Definitivamente, nada quedó de abril», es la escenificación lírica del regreso a «la primera patria», al territorio de la infancia, a la imagen de la madre muerta.


La ciudad del retorno y del futuro

Ese «viajero que huye», cerrará, por tanto, su itinerario en Ciudad (1996) en una suerte de retorno al origen («Oh ciudad de la plenitud / que cimentabas esperanzas / en los dioses y en los signos»), de acercamiento al Rosebud de un sujeto lírico que es, más que nunca, el propio poeta: «una canción de Glenn Miller, Canta el petirrojo en diciembre... que alguna vez escuché de niño en una ciudad donde habitan muertos que sólo yo recuerdo», escribió el propio poeta en el epílogo a su último libro de poemas publicado. Esa canción, cuyo estribillo utiliza como hilo conductor de Ciudad, es el apoyo cultural (y sentimental) de un recorrido de lenguaje que bascula sobre una dualidad permanente: la memoria y el deseo, dualidad que, por otro lado, está presente desde los primeros poemas de Una educación sentimental.

La memoria como territorio de las raíces de un sujeto poético que las vio crecer en la realidad gris y silenciada de la posguerra; el deseo como pulsión utópica, como espacio de la imaginación liberadora y de la inteligencia crítica. Esa tensión, hecha con un lenguaje lleno de rupturas, iluminaciones y extrañezas, llena de puertas que conducen a sus novelas, salpicadas de referencias e intertextos, se mantiene e intensifica en sus textos poéticos inéditos. Su poesía es compleja y viva. Una poesía que, en principio, desconcierta, pero que en la relectura cobra una densidad emotiva y una riqueza semántica poco frecuentes. Una poesía que se carga de sentido y de referencias. De «tiempo significante», que diría el propio Vázquez Montalbán.


Su obra inédita

Desde 1996, Vázquez Montalbán venía trabajando en un proyecto poético dirigido a ahondar en la búsqueda de las raíces y al que hemos hecho referencia en varias ocasiones a lo largo de este artículo: Rosebud. Ese vocablo que utiliza Orson Welles para concluir Ciudadano Kane, es una obsesión que, a lo largo de la vida de Vázquez Montalbán, impregnó sus reflexiones sobre poesía y, sin duda, sus versos. Pero su obra poética inédita tiene un complemento no desdeñable. En el año 2000, como homenaje al pintor Benet Rossell, escribió veinte poemas (en realidad se trataba de partes de un poema unitario) bajo el título Teoría de la famosa almendra de Proust. Sólo fueron publicados en una edición para biobliófilos, por lo que su difusión fue extremadamente limitada.

En esa colección no es difícil advertir la tensión introspectiva que preside el último apartado de Pero el viajero que huye y el conjunto de Ciudad. La almendra, que suplanta a la magdalena proustiana, es el núcleo originario, fruto «cerrado y pobre» como la cebolla de las Nanas de Miguel Hernández. En ella anidan vida y muerte (es «misterio», es «alma», «el ciclo / de toda vida conduce a toda muerte»), vive la infancia. Aunque el origen anecdótico de estos poemas es la contemplación de una obra pictórica, tienen vida propia, autonomía plena al margen de la pintura a cuya luz nacieron.

Son una muestra del vigor creativo de Vázquez Montalbán en los últimos tiempos. Explican, por sí mismos, su persistencia en considerarse, por encima de todo, poeta.

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Rico

26 de junio de 2013

Para Yemira Sánchez


¿Quién ha sido Ángel Guinda?

Un poeta perfectamente inútil

que defendió la poesía útil.

 

 

 

¿Qué sabe de Ángel Guinda?

Perdía la razón por las mujeres,

el vodka con naranja y el gintónic.

 

¿Cómo era Ángel Guinda?

Vitalista y alegre. O pesimista,

triste. Frágil, activo, generoso.

 

¿De qué era partidario Ángel Guinda?

Del placer, de la paz, de la felicidad:

es decir, de poner patas arriba el mundo.

 

¿Pasiones de Ángel Guinda?

El rock, el rap, el fútbol y los toros,

los cementerios, la velocidad.

 

¿Los vicios de Ángel Guinda?

El sexo y el tabaco, el hachís y el alcohol,

el café y estallarse el corazón.

 

¿Qué amó y odió Ángel Guinda?

Amó la luz y el imposible. Odió

las dictaduras y a los pusilánimes.

 

¿Dónde acaba Ángel Guinda?

Cerca del horizonte, donde sigue la vida.

Donde empieza el Moncayo, allá, en Trasmoz.

Escrito en Lecturas Turia por Ángel Guinda

26 de junio de 2013

            Vió aparecer las líneas desdibujadas por los errores de color, las caras pálidas, todo virado al azul triste, se maldijo a sí mismo por no haber renovado los quími­cos, las pasiones intensas, por no tirar a tiempo lo que parece vivo y está muerto, fingir, ahorrar, durar, y como siempre que estaba en el laborato­rio, sonaron el telé­fono y el timbre al mismo tiem­po.

            Atendió el teléfono, un momento por favor, y salió a abrirle la puerta a Valentina sin preocuparse por la invasión de luz, las copias ya estaban perdidas. Por ahorrar en revelador y trabajar con productos vencidos. Si su asistente seguía llegan­do a cual­quier hora, iba a tener que darle las llaves del estudio o echar­la. Sopesó las dos posibilidades mientras atendía el teléfono, escuchando la voz filosa de Alba.

            - Te la tengo que dejar ahí -dijo Alba- En un rato. No hay clases, tengo citados pa­cien­tes, no puedo suspender.

            Berenguer contestó con equivalente preci­sión.

            - No. Punto. Yo también tengo trabajo. Hábla­le a tu mamá.

            - Berenguer, no sos mi primera opción ¿A mí me gusta dejarla a Paulita en tu estudio? No me gusta. Te la dejo dentro de una hora.

            Alba cortó y el problema quedó allí, se condensó en el aire y sin embargo el silencio, la ausencia de esa voz, provocaba tanto alivio: sobre todo, ya no estaba casado con ella y todos los demás pro­blemas también tendrían solu­ción. 

            - Tenemos una chica de catálogo- le dijo a Valentina-  la manda la señora Mabel. Y en cualquier momento cae mi nena. Me la vas a tener que entre­tener en la oficina.

            Berenguer amaba a su hija con un amor torpe y temero­so. Nunca había pensado que se podía querer a alguien así, dándole poder absoluto sobre su felicidad. A Paulita le gustaba estar en el estudio. Cuando le pregun­taban qué hacía su papá, usaba el verbo "fotear".

            Había poco trabajo en los últimos meses. Berenguer hacía fotos para avisos publicitarios, empresas, revistas, supermercados, para actores, actrices y modelos y para personas que deseaban serlo. Desde hacía un tiempo también hacía retratos para agencias de acompa­ñantes, que trabajaban con catálogos de varios precios. A Berenguer le gustaba hacer retratos, y lo hacía bien. A sus nuevas clientas las llama­ba "chicas de catá­lo­go", incluso para sí mismo. Las tomas no eran diferentes a las que hacía con las modelos publicitarias. Las chicas posaban vestidas. El que quiera ver más, que pague, decía la señora Mabel, dueña de una de las agencias. Preparate porque te mando una flor de rubia, le había anunciado el día anterior: nunca se resignaba a la indiferencia de Berenguer por sus pimpollos.

Valentina preparó café. La rubia de catálogo llegó puntual, acompañada por su marido. No era exactamente una chica. Usaba un traje bordó. Tenía bolsas debajo de los ojos un poco saltones, una magní­fica cascada de rulos teñidos de rubio, y una distancia extraña entre la nariz y la boca. Unos cuarenta años: el ojo del fotógra­fo estaba acostum­brado a calcu­lar la edad de las mujeres y a distiguir las tetas de silicona de las verdade­ras. Las tetas de silicona, firmes en su puesto de bata­lla, miraban siempre al frente, sin titubeos, netas y rígidas como una nariz. Las tetas verdade­ras mantenían siempre una agradable inercia que les daba un aire independiente, un poco salvaje.

            El señor y la señora López Belmonte le dieron la mano al fotógrafo con entusiasmo de principiantes. Cuando la señora entró con Valeria a la sala de maquillaje, su marido sonrío confiado, pidió algo fresco para tomar y se aflojó la corbata.

           - Qué día -dijo- Vinimos directamente de la sucursal. La gente está como loca.

            - ¿Trámites? - preguntó cortesmente Beren­guer.

            - No, somos empleados bancarios. Los dos. Lamentablemente. Pero vamos a salir de esto.  La señora Mabel la alentó mucho ¿sabe? Y nos habló muy bien de usted. Me interesa su opinión.

            Berenguer sabía que cuando la señora Mabel alentaba realmente a alguien, le pagaba las fotos. En este caso, las fotos se las pagaba directamente la mujer. O el marido.

            - Yo no opino -dijo- Yo hago las fotos.

            - Pero usted tiene experiencia. La de mujeres que habrá visto.- el señor López Belmonte emitió una risita pícara. Tenía el pelo escaso, de color negro billante.

            Afuera estaba el mundo, había sol, sandwiches tosta­dos, autos de colores. Berenguer no tenía ganas de estar encerra­do en su estudio antiguo, fresco pero un poco sombrío, de techos altos, con el matrimonio López Belmonte.

            La señora López Belmonte, flor de rubia, emergió de la sala de maqui­llaje vestida con un pantalón de cuero apretado, que provo­caba una oleada de grasa sobre la cintura. La blusa roja dejaba ver el co­mien­zo de sus pechos blandos, levan­tados y unidos por un corpiño tipo bandeja.

           El señor López Belmonte la recibió con una mirada de admiración y un silbido estimulante.         

           - ¿Y, qué me decís? - le comentó al fotógrafo - ¿No es una máquina? ¿En qué catálogo la pon­drías?          

           La señora caminó, balanceando el culo chato, hacia la tarima de la sala de tomas. Tomó la silla y se sentó en pose, con las piernas cruzadas. La ropa menos ajustada podría haber di­simulado, quizás, el efecto pantalón de montar en los mus­los, el grosor de los tobi­llos. El fotógrafo y su asistente cruzaron una mirada rápida.         

            - ¿Así? - preguntó la señora López, con un mohín desa­compasado.

            - No, esperá - dijo Berenguer-  A ver, parate. Quiero que mires para abajo y levantes la cabeza cuando yo te diga.           

            - ¿Así? - preguntó la señora López, sacudiendo su rubia cascada de rulos como un perro mojado.           

            - Estás bien, estás re buena, Betty -decía el marido-  Vas a ver, no vas a dar abasto.           

            - ¿Vos creés? - decía Betty, tirando insinuante del escote de la blusa. -¡Imaginate si se enteran los clien­tes del banco! Más de uno me anda detrás.          

             - A ver. No mires la cámara ahora, Betty. -decía Berenguer- Sentate en la silla al revés, con el mentón sobre el respaldo, así.          

             Pero al abrir las piernas para pasarlas a cada lado del respaldo, las costuras del pantalón simplemente se negaron a seguir resistiendo la presión a que las sometía el destino y se desgarraron con un sonido sibilante.           

             - No importa. -dijo la señora López- Abajo tengo el conjunto de lencería para las tomas que siguen.           

              Sonó el timbre de la puerta de calle. Paulita.          

              - Enseguida volvemos, que la señora, quiero decir, que Betty se cambie nomás. –Berenguer salió a abrir.           

              Saludó a su ex mujer que lo despedía desde el auto. Paulita estaba parada en el umbral, todavía con el delantal  del Jardín. 

              - ¿A quién estás foteando, pa? ¿Es alguien famoso de la tele? - preguntó.

              - Papi termina enseguida. Vení, vamos a jugar a la oficina -dijo Valentina.

Se llevó a la chiquita y cerró la puerta.

            En la sala de tomas la señora Betty se había sacado la blusa y el pantalón. El efecto era asombroso. La tanga cubría apenas el monte de Venus dejando ver la gruesa cica­triz de una cesárea. El señor López Belmonte la estaba haciendo practicar poses, gestos y expresiones, azuzándola con voz ronca, seductora.           

           - Vamos mi hembra, mi potra, mi rubia, así, con esa carita de reventada que vos sabés, dale que me volvés loco, así, así.

             Berenguer empezó a sacar fotos al azar, ya no pretendía más que terminar el rollo y que se fueran. Pero los López Belmon­te pare­cían haberlo olvidado y se dedicaban con ale­gría a su peque­ño espectáculo priva­do.        

            - Nosotros hicimos una terapia de vidas pretéri­tas. ¿Oíste hablar? -le confesó de pronto, en voz baja, el marido - ¿Betty, te parece que lo puedo contar?

            - Claro, se lo cuento yo. -dijo Betty. Y entrecerrando los ojos lanzó al fotógrafo una mirada casi lánguida – Nos dijeron quiénes habíamos sido antes.           

            - Es posible que Betty haya sido la Reina de Saba. Hace casi dos mil ochocientos años. No sé si se da cuenta. Eso explicaría muchas cosas. -dijo él.           

            Tratando de concentrarse en su trabajo, el fotógrafo se empeñaba en sacar el mejor partido posible de esa cara, de ese cuerpo sufrido de dos mil ochocientos años. Se trataba de golpear a las puertas de la fantasía: era insensato exhibir sin velos las maduras ofren­das de la Reina de Saba. Había un montón de ropa en el perchero y le pidió a Betty que eligie­ra una bata.           

            - Vas a tener que seducir a la cámara -le dijo- Mostrar y no mostrar, hacerla entrar de a poco.           

            - ¡Divino, me encanta! -dijo ella. Eligió una bata de toalla y se la puso dejando los hombros al descubierto- ¿Qué tal?...¿Me mojo el pelo?            

            Y le sonrió al objetivo con la alegre dentadura que debía usar para asegurar que sí, señor, sus garantías son muestra del solvencia y el banco ha decidido otorgarle su crédito.        

             Berenguer se lanzó a lo suyo, clic, clic, un paso al costado, la cabeza levantada, clic clic, no te muevas, clic, muy bien, vamos muy bien, otra vez esa sonrisa, clic clic mientras el señor López Belmonte miraba extasiado.

            Un ruido violento, la caída de algo grande y pesa­do, vino de la oficina. Un instante de silencio y después el grito agudo y demasiado largo de Paulita. Berenguer corrió por el pasillo.         

           En un rincón estaba parada Valentina, paralizada de susto. Paulita estaba sentada en el suelo con la cara ensan­grentada, rodeada de libros tirados por todas partes. Se había caído un estante de la biblioteca.      

           - Se quiso trepar...- la voz de Valentina temblaba.        

           Mientras Berenguer corría a abrazarla la chiquita, con la cara lívida, se derrumbó. No respiraba.           

           La señora López Belmonte apareció de golpe, inespera­da.           

           - Es un espasmo de sollozo. Ya recupe­ra el aliento. - su voz era tranquila y segura.          

           Se acercó a Paulita, que en efecto estaba recuperando el aliento y empezaba a gritar otra vez. Con manos expertas le palpó la cabeza.       

           - Se salvó por un pelo, el estante no le golpeó la cabeza, va a estar bien.        

           Berenguer, con Paulita en los brazos, la miró con desesperación.      

           - Crié un par de estos bichos, no se preocupe. A ver de dónde sale la sangre.      

            El llanto feroz de Paulita no le permitía pensar a Berenguer. La acunaba sin darse cuenta.        

           - Ya está, ya está, ya está, ya está -decía torpemente.          

           Betty actuaba con rapidez y eficacia. Alzó a Paulita, la llevó al baño, le lavó la cara con agua fría y se la devolvió a su padre.         

           - Aquí y aquí -dijo- ¿Ve? Se le partió el labio, no es nada. Y perdió un dientito de leche. ¿Cómo se llama la nena? Vos -le dijo a Valentina- traeme hielo. ¿Tienen hela­de­ra? Paula. Mirá Paulita, aquí está tu dientito: vas a ser la primera nena de la salita de cuatro sin un diente. ¡Les vas a ganar a los de preescolar!     

            Paulita seguía llorando pero levantó la vista interesa­da. Hacía apenas un momento Berenguer, con la cámara en la mano, detentaba el poder, hacía que la escena se moviera al ritmo de su voluntad. Ahora Betty era la que mandaba y él se sentía simplemente agradecido, se entregaba, confiaba. El pelo rubio de la mujer, hermoso, flexible, pura luz, era como una aureola que subrayaba la gracia segura de sus rasgos. El señor López Belmon­te apareció en el marco de la puerta. Valentina llegó con el hielo.          

          - A ver, papi te va a poner el hielito en la boca y no te va a doler más. -decía Betty-  Valentina, acomodá los libros en su lugar. Aquí está la otra lastimadura, ¿ves el corte?, necesito tira emplástica y una tijerita.       

           El señor López Belmonte se acercó tímidamente.      

           - ¿Le puedo contar un cuento? - le preguntó a su mujer, que le hizo una seña afirmativa.          

           Los gritos de Paulita parecían llenar todo el espacio de la habitación, le quitaban el aire, Berenguer apenas podía respirar.          

           - Había una vez una señora que se llamaba Doña María. Y esta señora tenía huerta llena de plantitas ricas  para comer. ¿Cómo por ejemplo qué puede ser? - dijo el señor López.        

            Entonces Paulita hizo algo asombroso. Dejó de llorar por un momento y con la boca ensangrentada dijo:       

           - Lechuga.

            Fue la palabra más hermosa que Berenguer había escucha­do en su vida. Mientras tanto, Betty cortaba tiritas muy finas de tira emplástica y le cerraba con prolijidad la herida del brazo.

             - Y entonces el chivo le empezó a comer las plantitas -decía el señor López Belmonte- Y la pobre Doña María llora­ba, lloraba, y se sonaba la nariz así...

            El señor López Belmonte apoyó la nariz sobre la manga de su saco y fingió sonarse con fuerza, haciendo ruido con la boca. Paulita se rió a carcajadas.

            Después la señora Betty se vistió y se fueron todos a tomar un helado. La sesión de tomas la terminaron otro día y Berenguer les regaló las copias deseándoles mucha suerte, muchos clientes, el mejor catálogo.

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana María Shua

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