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12 ESCRITORES LE RINDEN HOMENAJE CON MOTIVO DE SU CENTENARIO Y REIVINDICAN SU HUMANISMO RADICAL

La revista cultural TURIA, que distribuirá este mes de junio su nuevo número, rinde un atractivo y completo homenaje al escritor francés Albert Camus. Quien escribió que “la libertad no es nada más que una oportunidad para ser mejor”, protagoniza en TURIA más de 100 páginas de interesantes artículos y estudios originales sobre un autor inolvidable. Doce escritores analizan, a través de textos inéditos, al personaje y su obra: desde Claudio Magris a Carme Riera, y también se publican colaboraciones de Valentí Puig, José Luis Pardo o José María Ridao, entre otros.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Múltiple en su desaforo, surrealista en sus inicios, rebelde contra tantas causas, oportunista en la edad madura. El sueño sería poder reducir todo Dalí en un objeto, como alguien intentó concentrarlo en un rostro. Las dificultades serían muchas, la selección casi imposible. De hecho podría reducirse toda su obra a un inmenso autorretrato, en el que de forma superficial, en ocasiones, y llegando a los recovecos más espeluznantes de su ego, en otras, describe los avatares de una personalidad tremendamente narcisista. Pero, por fortuna, los artistas son varios, pasan por fases diversas, evolucionan y al culminar su vida vuelven a unos, pocos, mitos y obsesiones de juventud, las que de verdad impulsaron un choque contra el mundo. Dalí, excelente escritor siempre, artista excepcional, aunque discutido a partir de 1940, nos ha dejado una larga serie de señuelos a lo largo de su trayectoria. Y manifestó por escrito en varias ocasiones su intimidad.

Dalí es una figura incómoda. Genial, irreverente, insultante. Su obvia genialidad roza, por momentos la inocencia más absoluta y se le convierte en un engorro. Para sí mismo, para muchos de sus lectores, para los espectadores. Hay un tono de suficiencia y superioridad que preside buena parte de sus escritos: "Tengo la seguridad de que mis facultades de analista y de psicólogo son superiores a las de Marcel Proust. No sólo porque, entre los múltiples métodos que él desconocía, yo me apoyo en el psicoanálisis, sino, sobre todo, porque la estructura de mi espíritu es de un tipo eminentemente paranoico y, por tanto, el más indicado para esta clase de ejercicio, mientras que la estructura del suyo es la de un neurótico deprimido, es decir la menos apta para sus investigaciones".[1]

Hay una gran unanimidad de criterio en la valoración positiva de la obra pictórica de Dalí anterior a 1940. Las disensiones se abren después de esas fecha. Pero es obvio que el mercado artístico y el gran público han continuado favoreciendo su obra a pesar de las opiniones divididas de gran parte de la crítica. Un lugar común en los estudios dalinianos dice que el artista efectuó un cambio radical en su trayectoria a partir de 1940. Y como tantos lugares comunes tiene un fondo de verdad. Después de la residencia de más de 8 años (de 1940 a 1947) en los EEUU, con motivo de la segunda guerra mundial y la ocupación nazi de Francia, Dalí cambió radicalmente. En los fundamentos de su arte, en su sistema de relación con el mundo artístico. Desaparecieron los marchantes y fueron sustituidos por Gala. Y se inició un giro en su arte que puede ser leído como relectura y parodia de su paso por el surrealismo. Como en otros artistas, se produce una relación especular (parecida a la que se produce entre el Antiguo y el Nuevo Testamento) entre la primera parte de su vida, de formación y triunfo, y una segunda de formalismo y decadencia.

Y en esa maniobra, de reinvención y de reordenación, juega un papel decisivo la literatura autobiográfica. Esta, a través de sus diversos modos, nos permite la ilusión de un acceso privilegiado a su intimidad. Aunque, por su misma naturaleza, y por su conocimiento espaciado, no completamente controlado por Dalí, se ha convertido en un campo de minas. De sorpresas y contradicciones. De denuncias y confirmaciones.

Nativo del Ampurdán, una comarca famosa por la gran cantidad de "esventats" tocados por la tramuntana, el fuerte viento del norte, que ha producido, Dalí ha conseguido integrar en su obra obsesiones y paisajes genuinamente ampurdaneses, de Figueras, Cadaqués y Port Lligat. Son paisajes -ahora ya engullidos por el torbellino del ladrillo-, que eran de una mineralidad intensa, de una belleza pura, de una dureza liminar. En un caso bien particular de lo que Hobswan calificó como "la invención de la tradición", Dalí se creó a sí mismo a partir de la apropiación de la tradición. O de la invención de una, a la medida de sus propios intereses y necesidades. La notable Vida secreta es un ejercicio de dimensiones colosales en una melagománica ceremonia de la confusión, en una maniobra de la perversión. Como afirmó Luis Romero: "Inquietante y paradójico Dalí, derrochador de ingenio extrapictórico, discutible, discutido, catártico, racionalizador de lo irracional, suscitador de entusiasmos desbordados, catalizador de reacciones furibundas, subversivo, virulento, injusto con quien siguen distintas vías".[2]

He apuntado al principio que podría resumirse la totalidad de la obra de Dalí, literaria y pictórica, a un inmenso autorretrato. Los biógrafos y críticos que aprovechan su voz, a través de sus escritos literarios (prosas poéticas, memorias, diarios y ensayos, entrevistas) deben hacerlo siempre cum grano salis, puesto, ¿hasta qué punto es creíble su voz? Buena parte de la obra pictórica de Dalí puede ser leída como capítulos de una inmensa autobiografía. Dejo para ellos la labor ingente de analizarla desde esa perspectiva. Pero, desde la palabra, Dalí nos presenta una obra mucho más limitada. De hecho, me interesan tres aspectos de su obra: las memorias de 1942 (escritas a la edad de 37 años), con las que organiza y justifica un abandono del surrealismo y el proceso de comercialización que adoptó; los diarios escritos entre 1952 y 1964, que son, en apariencia, una clara maniobra de autopromoción, pero que, al mismo tiempo contienen reflexiones importantes sobre su estado en aquel momento; las cartas escritas a los amigos, recuperadas después de su muerte, que no han podido ser manipuladas y son unas de las vías de acceso más veraces a la intimidad del maestro ampurdanés.

Como afirmó Gilbert Lascault, los textos literarios de Dalí despiertan dos tipos de respuesta: la sospecha y la agresividad; o los subordinan a una lectura los cuadros.[3] Por fortuna se adivina otra, más útil, centrada estrictamente en el valor literario de los mismos y, entonces, Dalí sobresale siempre como un autor original: una de las voces mayores del Surrealismo, en su etapa catalana y parisina. Y un autobiógrafo de gran calibre. A pesar de la crítica negativa de La vida secreta que escribiera Georges Orwell, en la que le criticaba el hecho de no cumplir con una condición de las grandes autobiografías: revelar alguna desgracia. Pero Dalí sí cumple con una condición general que impuso hace tiempo Paul Ricouer: "Existe entre la actividad de contar una historia y el carácter temporal de la experiencia humana una correlación que no es puramente accidental, sino que presenta una forma de necesidad transcultural. O dicho de otro modo: que el tiempo se hace tiempo humano en la medida en que es articulado en un modo narrativo, y que la narrativa alcanza su plena significación cuando se hace condición de la existencia temporal".[4] Dalí se ocupó en tres frentes simultáneos de cumplir con esta articulación del tiempo: a través de una autobiografía, los diarios y las cartas.

Se puede relacionar su interés por la autobiografía con su obsesión por el retrato y el autorretrato, las cuales arrancan de antiguo. A grandes rasgos se pueden distinguir tres tipos distintos de autorretratos: de género en su juventud; los surrealistas, en los que su faz se confunde con otros objetos en los cuadros anamórficos; o los autorretratos dobles, de sus últimos años, en los que aparece junto a Gala. Desde muy joven Dalí cultivó el autorretrato como tema pictórico. De la época de Madrid sobresalen "Autorretrato con ‘L'Humanité'" (1923), en el que su rostro aparece ya sin boca (como en "El gran masturbador") y "Autorretrato con ‘La Publicitat'" (1925), en el que somete la figura a una dinámica de planos en aceleración vertical, siguiendo el ejemplo del futurismo o el vibracionismo de Rafael Barradas. Con García Lorca compartió esta afición, como comprobamos en "Retrato triple de García Lorca", Café Oriente, Madrid, 1924, o "Autorretrato dedicado a Lorca" (1926-27). En "Pez y ventana (Naturaleza muerta al claro de luna malva)" (1925) reconoció que había dibujado un retrato de Federico García Lorca, "pero la sombra del busto es la sombra que corresponde a mi propia sombra, o sea un poco la sombra de un autorretrato".[5] En 1926, ilustró un texto de J.V. Foix, "Introducción a Salvador Dalí", en L'Amic de les Arts, que más tarde serviría para presentar la primera exposición en la Galería Dalmau, con un dibujo de las cabezas unidas de Dalí y Lorca, para el que escogió el título de "Autorretrato".

En la época surrealista desarrolló una versión de su rostro de perfil, con los ojos cerrados y sin boca, inspirado en una roca de la cala Cullaró del cabo de Creus. Esta versión se repite en gran número de cuadros, la cual le sirve para ilustrar su condición de onanista. En las memorias lo explicó así: "Representaba una gran cabeza, amarilla como la cera, muy encarnadas las mejillas, largas las pestañas, y con una nariz imponente apretada contra la tierra. Este rostro no tenía boca, y en su lugar había pegada, una enorme langosta. El vientre de la langosta se descomponía y estaba lleno de hormigas. Varias de esas hormigas corrían a través del espacio que habría debido llenar la inexistente boca de la gran cara angustiada, cuya cabeza terminaba en arquitectura y ornamentación estilo 1900".[6]  En efecto, la base de la cabeza sugiere un pedestal de estilo modernista que se repite en diversas ocasiones. Es semejante al pedestal de la estatua dedicada a Frederic Soler, también conocido como Serafí Pitarra (1838-1895), que se encuentra en la Rambla de Barcelona, cerca del Liceo.

Más tarde explicó el cuadro así: "El erotismo es una parte infinitesimal de nuestro mundo interior. Después de Freud, es el mundo exterior, el de la física, el que convendría erotizar y cuantificar. Todo el horror de este cuadro está para mí en el hecho de que la cara no tiene boca. En su lugar, hay un terrorífico saltamontes".[7]  El rostro de Dalí contrasta la dureza de las rocas en que se apoya, con la fragilidad de esta nariz apoyada en el suelo. Además, hay una serie de símbolos fálicos: el lirio, la lengua del león. El autorretrato de "El gran masturbador" aparece en una versión en miniatura debajo de un busto de Guillermo Tell, en "La memoria de la mujer-niña" (1931).

En "Profanación de la hostia" (1929) repite cinco veces la misma cara de "El gran masturbador". De la cara situada en la parte superior del cuadro cae semen manchado de sangre encima de la hostia. El cuadro no debe leerse sólo en clave antirreligiosa, sino como expresión del rechazo del deseo y con la teoría del simulacro que había teorizado en "El asno podrido". Para Dalí hay tres grandes "simulacros": la sangre, los excrementos y la putrefacción. Sangre y putrefacción aparecen en este cuadro. Rompe así con grandes tabús. Como ha indicado Lubar, Dalí llega a invertir el dogma católico de la transubstanciación de Cristo para atacar a los agentes de la represión. La idea de la transubstanciación es una metáfora de la disolución del yo, puesto que el deseo amoroso y el rechazo o la llamada de la muerte, son los dos grandes instintos que controlan los límites corporales y psíquicos.[8]  Santos Torroella ha indicado que el tema del semen y la hostia puede tener su origen en la novela de Ernesto Giménez Caballero, Yo, inspector de alcantarillas (1928), en la cual un viejo jesuita recuerda cómo un compañero suyo de colegio solía alardear de haber eyaculado encima de un cáliz, mientras exclamaba "me corro en Dios y en la Virgen, su madre, y en el copón bendito".[9]  (VD).

Sin duda, su mejor autorretrato escrito es The Secret Life of Salvador Dalí (La vida secreta de Salvador Dalí), que publicó en 1943. Es una autobiografía con la que Dalí justifica su cambio de rumbo a partir de las estancia en los EEUU. La dedicatoria reza: "A Gala-Gradiva, celle qui avance". Dos ilustraciones en colores abrían el volumen. Una era un montaje a partir del "Autorretrato blando" y la otra un retrato de Gala. Ambos estaban enmarcados por una orla que incluye objetos característicos del mundo daliniano anterior: muletas, hormigas, etc. El libro está muy pensado desde una perspectiva estrictamente literaria: tiene una total simetría y la ordenación de los capítulos dan la sensación de una verdadera conclusión. En los extremos un "prólogo" y un "epílogo. Son comentarios que dan sentido al conjunto, en relación con el presente de la escritura. Las dos partes de catorce capítulos cada una, concentran el paso de la adolescencia a la expulsión del núcleo familiar.[10] Las páginas finales de La vida secreta confirman que el libro es una gran maniobra de justificación de hechos recientes. Termina con la llegada a Norteamérica, justo en el momento en que está ultimando la redacción del libro. Después del capítulo 13, en el que explica su repulsa hacia las ideologías comunista y nazi, escribe: "Pero ya la hiena de la opinión pública escurríase en torno mío, pidiéndome con la babeante amenaza de sus expectantes comillos, que me decidiera por fin, que me hiciera stalinista o hitlerista. ¡No, no, no, y mil veces no! Continuaría siendo, como siempre y hasta la muerte, daliniano y únicamente daliniano!"[11] La impresión del lector es la de una gran manipulación, para explicar el nuevo rumbo que está adoptando el arte daliniano. El mismo Dalí se vio obligado a justificar, al final del libro, que no es normal escribir las memorias antes de vivir. Porque la Vida secreta es una reinvención, un gran proceso de manipulación de la "verdad" autobiográfica: "Pero con mi vicio de hacerlo todo diferentemente de los demás, de hacer lo contrario de lo que los demás hacen, creí que era más inteligente empezar escribiendo mis memorias y vivirla después. ¡Vivir! Liquidas media vida para vivir la otra media enriquecida por la experiencia, libre de las cadenas del pasado. Para esto era necesario que matara a mi pasado sin piedad ni escrúpulo, debía desembarazarme de mi propia piel, esa piel inicial de mi vida amorfa y revolucionaria del período de posguerra".[12] De hecho, propone con esta imagen tan precisa, la de la serpiente, empezar una nueva vida: "¡Nueva piel, nueva tierra!". (422). La publicación del libro tiene un efecto devastador en su amistad con Luis Buñuel. Le ha acusado de ser ateo y Buñuel pierde su empleo en el MOMA de Nueva York. En sus memorias, Buñuel escribió: "a pesar de todos los recuerdos de nuestra juventud, a pesar de la admiración que todavía hoy me inspira parte de su obra, me es imposible perdonarle su exhibicionismo ferozmente egocéntrico, su cínica adhesión al franquismo y, sobre todo, su odio declarado a la amistad."[13]

Los diarios de Dalí publicados hasta el momento corresponden a dos momentos bien diferenciados. El primero, Un diari: 1919-1920 Les meves impressions i records íntims[14] corresponde a dos años cruciales en su formación. EL segundo, Diario de un genio parece un inmenso ejercicio de autojustificación, en un ajuste de cuentas pendientes, pero también una imprescindible confesión del artista. Un diari: 1919-1920 Les meves impressions i records íntims es un diario de "impresiones" y "recuerdos" que nos ayudan a entender al artista adolescente, al comprobar que el escritor de invierno corresponde al pintor del verano. Dominan cinco ejes: el interés por el activismo político radical; el miedo a los profesores del instituto; las actividades de artista incipiente, conversaciones con amigos, lecturas (Baroja, Iglesias, Darío, Xènius, etc.); el ardor del adolescente tímido y enamoradizo, dotado con una imaginación desbordante; las notas sobre el paisaje mezcladas con apuntes atmosféricos. En 1919 sentía todavía una fascinación por la revolución bolchevique, lo cual que hjace escribir frases sorprendentes a favor del terrorismo y de la tiranía, o sobre el ejército español como una "organització de criminals". Poco a poco, a medida que las notas se hacen más seguras y extensas, es mucho más certero. El arte -pintura, cine, teatro, literatura- se convierten en el gran tema. La muerte de un profesor, por ejemplo, le permite expresar el odio al espíritu conformista de la burguesía: "gaudir de la vida que no és altra cosa que esperit i poesia." Atisbamos ya al gran Dalí escritor, el que sabe componer una espléndida narración de juna excursión a la ermita de Sant Pau con técnicas que anuncian sus mejores poemas en prosa. O que sabe establecer un contraste fulgurante entre lo más siniestro de la Barcelona industrial y el recuerdo de la naturaleza que ha podido observar durante el verano en Cadaqués. Aquello, en definitiva, que en su opinión expresan sus cuadros: "aquests matins i aquelles tardes de lluminositat exquisida, i aquell sofrir, i aquell sensualisme del sofrir, i aquella noia d'aquells ulls que mirava cada vespre quan els grills cantavem."

La redacción de diarios puede relacionarse con una afirmación del propio Dalí en el Manifiesto místico. El artista debe someter sus ensueños místicos a un proceso de riguroso examen diario, para fabricarse "un alma dermoesquelética". Así obtendrá un éxtasis místico, el cual es "superalegre, explosivo, desintegrado, supersónico, ondulatorio y corpuscular y ultragelatinoso, pues es la erupción estética de la más alta felicidad paradisiaca que la humanidad puede alcanzar en la tierra."[15] Así, por ejemplo, en el catálogo de la exposición en la Galería Goemans, Breton lo caracterizó en términos contradictorios: "Dalí est ici comme un homme qui hésiterait (et dont l´avenir montrera qu´il n´hésitait pas) entre le talent et le génie, on eut dit autrefois le vice et la vertu". Adaptó muchas ideas de Dalí. Su admiración por él le hizo proclamar que "durante tres o cuatro años, Dalí encarnó el espíritu surrealista y lo hizo brillar con todo su esplendor". La relación entre ambos se rompió por las crecientes diferencias políticas. La ruptura decisiva fue sellada por la referencia que Breton hizo en 1940: definió a Dalí con un anagrama crítico, "Avida Dolars". En el Diario de un genio, Dalí escribió: "Breton: ¡tanta y tanta intransigencia por tan insignificante decadencia!"[16] El texto le sirve para justificar la situación geográfica de la cala de Port Lligat y su propia originalidad: "Mientras desayuno, veo salir el sol y me doy cuenta de que, siendo Port Lligat, geográficamente, el punto más oriental de España, soy cada mañana el primer español en recibir la caricia del sol".[17] O bien, ampliar la reflexión sobre conceptos centrales de su mundo. Los excrementos, junto con la sodomización, ocupan un lugar singular en el imaginario sexual daliniano. En la época que vivía en Madrid, en tiempo de los excesos con Lorca y Buñuel la deposición matutina "era una innombrable ignominia pestilente, discontinua, espasmódica salpicante, convulsiva, infernal, ditirámbica, existencialista, escocedora y sanguinolenta comparada con la de hoy".[18] Amplía, por otra parte, las razones de su reivindicación de Francesc Pujols: "Como con tanto acierto ha dicho el filósofo catalán Francesc Pujols: ‘La mayor aspiración del hombre, en el plano social, es la sagrada libertad de vivir sin tener necesidad de trabajar.' Dalí completa este aforismo añadiendo que esta libertad condiciona a su vez el heroísmo humano. Aurificarlo todo, he aquí la única forma de espiritualizar la materia."[19]

Uno de los rasgos físicos más universalmente conocidos de Dalí son sus bigotes. En el Diario se encarga de justificar su importancia:"Federico García Lorca, fascinado por los bigotes de Hitler, debería proclamar que ‘los bigotes constituyen la constante trágica del rostro del hombre'. ¡Hasta en los bigotes iba yo a superar a Nietzesche! Los míos no serían deprimentes, catastróficos, colmados de música wagneriana y de brumas. Serían afilados, imperialistas, ultrarracionalistas y apuntando hacia el cielo, como el misticismo vertical, como los sindicatos españoles."[20] O explica el sentido de la estación de Perpiñán como centro del universo. Cada año, antes de partir para los EEUU, Gala expedía los cuadros desde la estación de Perpiñán. El edificio atrajo la atención de Dalí. "Siempre es en la estación de Perpiñán, en el momento en que Gala procede a facturar mis cuadros que nos siguen en tren, cuando me asaltan las ideas más geniales de mi vida. Ya unos kilómetros antes, en Le Boulou, mi cerebro empieza a ponerse en movimiento, pero la llegada a la estación de Perpiñán da lugar a una auténtica eyaculación mental que alcanza su máxima y sublime cota especulativa."[21]

Las cartas nos permiten un acceso directo al Dalí sin máscaras. Hay un juego de cartas apasionante cruzado entre el padre, Salvador Dalí y Cusí y Federico García Lorca. En ellas explicó su reacción a la actitud de su hijo: "No sé si estará enterado de que tuve que echar de mi casa a mi hijo. Ha sido muy doloroso para todos nosotros, pero por dignidad fue preciso tomar tan desesperada resolución. (...) Es un desgraciado, un ignorante, y un pedante sin igual, además de un perfecto sinvergüenza. Cree saberlo todo y ni siquiera sabe leer y escribir. En fin, usted le conoce mejor que yo." Su indignación estaba muy relacionada con el concubinaje con Gala: "Su indignidad ha llegado al extremo de aceptar el dinero y la comida que le da una mujer casada, que con el consentimiento y beneplácito del marido lo lleva bien cebado para wue en el momento oportuno pueda dar el mejor salto."[22]  O bien, en carta a García Lorca, Dalí concretó su visión de la impasibilidad, serenidad e indiferencia hacia San Sebastián, como encarnación de la objetividad: "Otra vez te hablaré de Santa Objetividad, que ahora se llama con el nombre de San Sebastian."Asimismo, expresaba una necesidad de autocontrol: "Cadaques es un ‘hecho suficiente', superación es ya exceso, un pecado benial; tambien la profundidad excesiva podria ser peor, podria ser estasis - A mi no me gusta que nada me guste extraordinariamente, huyo de las cosas que me podrían extasiar, como de los autos, el éxtasis es un peligro para la inteligencia.”[23]

Algunas fueron cartas públicas y pudo controlar su efecto. En 1933, con motivo de una exposición en la Galería Pierre Colle escribió una "Carta a André Breton" en la que reivindicaba la figura del pintor francés de temas históricos Ernest Meissonier (1815-1891): "Pero, mi querido Breton, sabe usted asimismo y tan bien como yo, que mi soledad se vuelve inmensa e incurable en el propio instante en que, llegando sediento voluptuosamente a la cava, pienso repentinamente, palpitante el corazón, en Napoleón a la cabeza de su ejército, en la campaña de Rusia, en los caballos con todas las correas reglamentarias en mitad de esa nieve de pequeña sed fina que cubre el paisaje ‘tal'como lo pintara Meissonier en el conocidísimo e inmortal cuadro que con esa delicadeza de técnica académica que le es propia y que en este momento me parece el medio más complicado, más inteligente y extrapictórico que se pueda utilizar en los próximos delirios de exactitud irracional, a los que el surrealismo me parece estar destinado, de inmediato."[24] Esta defensa de Meissonier no sentó muy bien a Breton. Pocos años después le criticó duramente su uso de una técnica "ultraretrograda" y el acercamiento a la pintura de Meissonier. En especial le criticaba su uso del academicismo, llamado por Dalí "clasicismo". ("Genesis and Perspective of Surrealism", Art of this Century (New York: Art of this Century Gallery, 1942, 13-27).

Otras cartas son de confesión. En una carta a Luis Buñuel, escrita a poco de acabada la guerra civil, trazó un interesante análisis de los hechos, que ilumina su posición posterior: «metieron a mi hermana en prisión en Barcelona los rojos 20 dias (!) i la martirizaron, se a buelto loca, esta en Cadaques, le tienen que dar la comida por la fuerza, i se caga en la cama, imaginate la tragedia de mi padre al que le an robado todo, tiene que vivir en una casa de huéspedes en Figueres, naturalmente le mando dolares, se ha convertido en un fanatico adorador de Franco que considera un semi-dios, el glorioso caudillo como dice a cada linea de sus delirantes cartas (me an salvado todo lo de la casa de Cadaques) El ensayo revolucionario a sido tan desastroso que todo el mundo prefiere Franco. Recibo a este sugeto noticias colosales. Catlinistas de toda la vida, republicanos federales, anticlericales acerrimos, me escriven entusiastas por el nuevo regimen! al menos».[25] Poco después el propio Dalí hijo iba a seguir el camino de su padre en la conversión a un franquismo desaforado. En otra carta a Buñuel amplía los términos de su conversión en curso: «Resumen - mi vida deve orientarse hacia España i Familia. Destrucción sistematica del pasado hinfantilista y representado por los amigos de Madrid imagenes sin consistencia real. Gala, hunica realidad, ya incorporada a mi libido en sentido constructivo. No puedo hablarte mas FRANCO que me es posible. -» Y añadía: «Viva! el individualismo de los tiburones (marquis de Sade) que se coman a los debiles -NICTCHE- i el Ampurdan -realista, surrealista- Que mierda el marxismo, hultima supervivencia de la mierda cristiana - El Catolicismo lo respecto mucho».[26]  (26)

También, el epistolario incluye episodios de la amistad. Federico García Lorca pidió en carta a Dalí: "inscribe mi nombre en esta tela, para que mi nombre diga algo al mundo." (Dalí residente, 177-8). "La miel es más dulce que la sangre" alude a una frase de Lidia de Cadaqués, que significa que el amor es más importante que los lazos de familia.

La literatura autobiográfica de Salvador Dalí debe leerse en paralelo a una obra pictórica de carácter particular, puesto que el autor se desnuda ante el espectador, incorpora objetos y obsesiones, se analiza en público. Los textos son el negativo de un arte, y nos proporcionan claves decisivas para trazar el sentido de una obra marcada por una vida enmascarada.

NOTAS

 



[1] Salvador Dalí. Journal d'un génie. Paris: Éditions de la Table Ronde, 1964. (trad. Tusquets, 1983), p. 75.

[2] Luis Romero, Todo Dalí en un rostro. Barcelona: Blume, 1975, p. 306.

[3] Gilbert Lascault, "Une Schéhérazade du gluant. Autour des textes de Salvador Dalí". Salvador Dalí. Retrospective: 1920-1980. Paris: Musée National d'Art Moderne, Centre Georges Pompidou, 1979. pp. 235-243.

[4] Paul Ricoeur, Tiempo y narración I. Configuración del tiempo histórico. México DF: Siglo Veintiuno Editores, 1985, p. 85.

[5] Ian Gibson, La vida excesiva de Salvador Dalí. Barcelona: Empúries, 1998, p. 680.

[6] Vida secreta,p. 266.

[7] Robert Descharnes, Dalí de Gala. Lausana: Edita, 1962, pp. 62-63.

[8] Robert Lubar, The Salvador Dalí Museum Collection. Boston: A Bullfinch Press Book, 2000, p. 58.

[9] I. Gibson, op. cit., p, 367.

[10] Alsina, Jean. "Salvador Dalí autobiographe dans La vida secreta de Salvador Dalí por Salvador Dalí." Écriture sur soi en Espagne. Modèles & Écarts. Ed. Guy Mercadier. Aix-en-Provence: Université de Provence, 1988. 257-271, p. 260.

[11] Salvador Dalí, La vida secreta de Salvador Dalí. Trad. José Martínez. Figueres: DASA Edicions, 1981. p. 387.

[12] Vida secreta, op. cit. p. 422.

[13] Luis Buñuel, Mi último suspiro. Barcelona: Plaza & Janés Editores, 1982, p. 218.

[14] Salvador Dalí, Un diari: 1919-1920 Les meves impressions i records íntims, Edició, introdució i notes de Fèlix Fanés, Edicions 62, Barcelona 1994.

[15] Salvador Dalí, Journal d'un génie. Paris: Éditions de la Table Ronde, 1964. (trad. Barcelona: Tusquets, 1983).

[16] Ibidem, p. 94.

[17] Ibidem, p. 54.

[18] Ibidem, p. 42.

[19] Ibidem, p. 30.

[20] Ibidem, p. 16.

[21] Ibidem, p. 232.

[22]  I. Gibson, op. cit., p. 317.

[23] Ibidem, p. 199.

[24] Salvador Dalí, ¿Por qué se ataca a la Gioconda? Edición de María J. Vera, Madrid: Ediciones Siruela, 1994, p. 150.

[25] I. Gibson, op. cit. p. 501.

[26] Ibidem, p. 502.

 

 

 

Fotografía: Enrique Meneses

Escrito en Lecturas Turia por Enric Bou

10 de junio de 2013

Capítulo uno

1988

Unos pequeños árboles habían atacado los cimientos de la casa de mis padres. Tan solo eran unas plántulas con un par de tiesas y vigorosas hojas. Aun así, los tallos de los retoños habían conseguido deslizarse por las delgadas grietas de las tablillas decorativas y marrones, que cubrían los bloques de cemento. Habían crecido dentro del muro invisible y no resultaba nada fácil arrancarlos. Mi padre se limpió la frente con la palma de la mano y maldijo su resistencia. Yo utilizaba una vieja y oxidada horquilla para dientes de león con el mango astillado; él blandía un largo y fino atizador de hierro para chimenea, que probablemente resultaba más perjudicial que beneficioso. A medida que mi padre taladraba la tierra a ciegas, allí donde intuía que podían haber penetrado las raíces, seguramente realizaba en el mortero oportunos agujeros para los pimpollos del próximo año.

Cada vez que yo lograba desenterrar algún arbolillo a duras penas, lo colocaba a mi lado, como si fuera un trofeo, en la estrecha acera que rodeaba la casa. Había brotes de fresnos, olmos, arces, arces americanos e incluso una catalpa de buen tamaño, que mi padre guardó en un tarro de helado y regó, pensando que podría encontrarle un sitio para replantarla. A mí me parecía un milagro que esos minúsculos árboles hubieran sobrevivido al invierno de Dakota del Norte. Habían recibido agua, desde luego, pero escasa luz y apenas unas migajas de tierra. Aun así, cada semilla había logrado enterrar y afianzar una raíz en lo más hondo, así como asomar fuera un zarcillo.

Mi padre se enderezó y estiró la espalda dolorida.

—Ya es suficiente —anunció, aunque solía ser un perfeccionista.

Yo era reacio a parar, sin embargo, y después de que entrara en casa para llamar por teléfono a mi madre, que había acudido a la oficina a buscar una carpeta, seguí  escarbando las ocultas raíces. Mi padre no volvió a salir y pensé que debía de haberse acostado para echarse una siesta, como ahora acostumbraba. Uno podría pensar que yo, un muchacho de trece años con mejores cosas que hacer, dejaría entonces de trabajar, pero  fue  al contrario. Conforme fue avanzando la tarde y la quietud y el silencio se fueron

apoderando de la reserva, me parecía cada vez más importante exterminar a cada uno de estos invasores hasta el extremo de la raíz, donde se concentraba todo el crecimiento vital. Y también me parecía importante hacerlo con precisa meticulosidad, al contrario de tantas tareas que había realizado de forma chapucera. Todavía hoy me sorprende el esmero tan riguroso que mostré. Hundía la horquilla de hierro lo más cerca que podía a lo largo del brote con forma de ramilla. Cada diminuto árbol requería su propia y particular estrategia. Resultaba casi imposible no seccionar la planta antes de extraerla intacta de su tenaz escondrijo.

Desistí al fin; estaba leyendo y tomándome un vaso de agua fresca en la cocina cuando mi padre se levantó de la siesta y apareció, desorientado y bostezando. Yo había entrado a hurtadillas en su despacho y había cogido el libro de derecho que mi padre llamaba «La Biblia». El Manual de la Ley Federal India de Felix S. Cohen. Mi padre lo había heredado de su padre; la cubierta de color rojo óxido estaba arañada y el largo lomo cuarteado, y en cada página aparecían anotaciones escritas a mano. Yo intentaba familiarizarme con la antigua lengua y las constantes notas a pie de página. Mi padre, o mi abuelo, había garabateado un signo de exclamación en la página 38, junto al caso escrito en cursiva, que naturalmente también había despertado mi interés: Estados Unidos contra ciento sesenta litros de whisky. Supongo que uno de ellos debió de pensar que ese título era ridículo, al igual que yo. No obstante, estaba analizando la idea, puesta en evidencia en otros casos y reforzada en este, de que nuestros tratados con el Gobierno parecían ser tratados firmados con naciones extranjeras. Que la grandeur y la fuerza de las que hablaba mi Mooshum no se habían perdido por completo, ya que permanecían protegidas por la ley, al menos hasta cierto punto, que yo me proponía conocer.

A pesar de su importancia, el manual de Cohen no era un libro plúmbeo y, cuando mi padre apareció, lo escondí rápidamente en el regazo debajo de la mesa. Mi padre se lamió los labios resecos y se puso a dar vueltas en busca del olor a comida, tal vez, el ruido de cacharros, el tintineo de vasos o el sonido de unos pasos. Lo que me dijo me sorprendió, aunque aparentemente sus palabras sonaron intrascendentes.

— ¿Dónde está tu madre?

Su voz era ronca y áspera. Deslicé el libro en otra silla, me levanté y le di mi vaso de agua. Lo apuró de un trago. No repitió esas palabras, pero ambos nos quedamos mirándonos fijamente de un modo que me pareció adulto en cierta medida, como si él supiera que con mi lectura yo me había introducido en su mundo. Me sostuvo la mirada hasta que yo bajé los ojos. La verdad es que yo acababa de cumplir trece años. Dos meses atrás, tenía doce.

— ¿Trabajando? —respondí, para romper su mirada.

Yo daba por sentado que él sabía dónde estaba, que había obtenido esa información con una llamada telefónica. En realidad, yo sabía que no estaba trabajando. Ella había contestado a una llamada de teléfono y después me había dicho que iba a la oficina a buscar un par de carpetas. Como especialista del registro tribal, seguramente estaría dándole vueltas a alguna solicitud que había recibido. Era domingo; de ahí tanto secretismo. El tiempo detenido del domingo por la tarde. Aunque hubiese acudido a la casa de su hermana Clemence para hacerle una visita después, mamá debería de estar ya de vuelta para preparar la cena. Ambos lo sabíamos. Las mujeres no son conscientes del enorme valor que otorgan los hombres a la regularidad de sus hábitos. Metabolizamos sus idas y venidas en nuestros cuerpos y sus ritmos en nuestros huesos. Nuestro pulso acompasa el suyo, y como siempre en las tardes del fin de semana, aguardamos a que mi madre nos marque inexorablemente el paso del tiempo hasta la noche.

Por lo que su ausencia detuvo el tiempo.

— ¿Qué   hacemos?  —preguntamos   al   unísono,   algo   que   resultó   de    nuevo desazonador.

Pero al verme nervioso, mi padre, al menos, tomó las riendas de la situación.

— Vamos  a  por  ella —dijo.  E  incluso  en  ese  momento,   mientras   me  ponía   la cazadora, me alegraba de que se mostrara tan decidido: «a por ella», no solo buscarla, ni salir en su busca. Saldríamos y la encontraríamos.

— Habrá  tenido  un pinchazo —razonó—. Seguramente llevó a alguien a casa y tuvo un pinchazo. Estas malditas carreteras. Caminaremos hasta la casa de tu tío para que nos deje el coche e iremos a por ella.

«A por ella» otra vez. Caminé a su lado. Andaba con paso ligero y todavía vigoroso una vez que se ponía en marcha.

        Se había hecho abogado y después juez, y también se había casado ya mayor. También yo supuse una sorpresa para mi madre. Mi viejo Mooshum me llamaba «Ups»; era el apodo que me había puesto, y por desgracia, a otros miembros de la familia les hizo gracia. Por ello, a veces me llaman Ups hasta el día de hoy. Bajamos la colina hasta la casa de mis tíos —una casa verde claro del Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano, protegida por unos chopos y cuyos aspecto y categoría habían sido mejorados con tres pequeños abetos azules. Mooshum también vivía allí, en una eterna neblina. Todos nos sentíamos orgullosos de su extraordinaria longevidad. Era un anciano, pero todavía cuidaba activamente del jardín. Tras los esfuerzos realizados, se acostaba en un catre —un amasijo de palos— junto a la ventana para descansar, echaba unas cabezadas, a veces emitiendo unos roncos chisporroteos que seguramente eran risotadas.

Cuando mi padre explicó a Clemence y a Edward que mi madre había sufrido un pinchazo y que necesitábamos su coche, como si de verdad fuera sabedor del supuesto pinchazo, casi me eché a reír. Parecía haberse convencido a sí mismo de la verdad de su conjetura.

Salimos del camino de acceso marcha atrás en el Chevrolet de mi tío y nos dirigimos a las oficinas tribales. Dimos una vuelta completa al aparcamiento. Vacío. Las ventanas estaban a oscuras. Tras salir marcha atrás de la entrada, giramos a la derecha.

— Seguro que ha ido a Hoopdance —dijo mi padre—. Necesitaría algo para la cena. Tal vez quería darnos alguna sorpresa, Joe.

Soy el segundo Antone Bazil Coutts, pero me pelearía con cualquiera que añadiera un número a mi nombre. O me llamara Bazil. Decidí llamarme Joe al cumplir seis años. A los ocho, me di cuenta de que había elegido el nombre de Joseph, el padre de mi padre, el abuelo al que nunca conocí salvo por las inscripciones en los libros de páginas amarillentas y de cubiertas de cuero cuarteadas. Dejó en herencia varias estanterías repletas de estas antiguallas. Me molestaba no tener un nombre totalmente inédito para distinguirme del tedioso linaje de los Coutts —hombres responsables y rectos, incluso improvisados y desenvueltos héroes, que bebían tranquilamente, fumaban algún que otro puro, conducían un coche razonable y solo mostraban su valía al casarse con mujeres más inteligentes. Yo me veía diferente, aunque todavía no sabía en qué. Incluso en ese momento, aplacando mi angustia mientras partíamos en busca de mi madre, que había ido a la tienda de comestibles —nada más, seguramente nada más—, fui consciente de que lo que estaba sucediendo era algo fuera de lo normal. Una madre desaparecida. Algo que no

le ocurría al hijo de un juez, ni siquiera a uno que viviera en una reserva. De un modo impreciso, esperaba que algo ocurriera.

Yo era ese tipo de muchacho que se pasaba los domingos por la tarde arrancando de cuajo arbolitos de los cimientos de la casa de sus padres. Tendría que haberme rendido a la ineluctable evidencia de que ese sería el tipo de persona en que me convertiría al final, pero no dejaba de luchar contra esa perspectiva. Sin embargo, cuando digo que deseaba que ocurriera algo, no me refiero a nada malo, sino tan solo a algo. Un acontecimiento excepcional. La observación de algo singular. Ganar al bingo, aunque los domingos no eran días para jugar al bingo y habría sido totalmente anómalo para mi madre ir a jugar. Eso era lo que yo deseaba, no obstante: algo fuera de lo normal. Nada más.

A mitad de camino a Hoopdance, caí en la cuenta de que la tienda de comestibles cerraba los domingos.

— ¡Pero claro!

Mi padre estiró el mentón y apretó el volante con las manos. Tenía un perfil que parecía indio en un cartel de cine y romano en una moneda. Había cierto estoicismo clásico en su nariz aguileña y su mandíbula. Siguió conduciendo, porque —sostuvo— quizá a ella también se le había olvidado que era domingo. Fue entonces cuando nos cruzamos con ella. ¡Allí mismo! Pasó zumbando por el carril contrario, absorta, superando el límite de velocidad, ansiosa por volver a casa con nosotros. ¡Pero ahí estábamos nosotros! Nos echamos a reír ante su gesto tenso mientras dábamos media vuelta en la carretera estatal y nos pusimos a seguirla, pisándole los talones.

—Está loca —se echó a reír mi padre, aliviado—. Lo ves, ya te lo dije yo.

Se le olvidó. Se fue a la tienda y olvidó que estaba cerrada. Ahora estará furiosa por haber malgastado gasolina. ¡Ay, Geraldine!

Había adoración, asombro y un tono divertido en la voz de mi padre cuando pronunció esas palabras. «¡Ay, Geraldine!» En tan solo esas dos palabras quedaba claro que amaba y siempre había amado a mi madre. Nunca había dejado de agradecer que ella se hubiera casado con él y, además, que en el mismo paquete, le hubiera dado un hijo cuando había empezado a pensar que sería el último de su linaje.

Ay, Geraldine.

Sacudió la cabeza con una amplia sonrisa mientras conducía, y ya todo estaba bien, más que bien. Ahora podíamos admitir que la inusual ausencia de mi madre nos había preocupado. Podíamos tomar una repentina y nueva conciencia de lo mucho que valorábamos el carácter sagrado de nuestra pequeña rutina cotidiana. Por muy alocado que me viera a mí mismo reflejado en el espejo, en mi mente valoraba tales placeres corrientes.

Así que ahora nos tocaba a nosotros preocuparla a ella. Un poquito nada más, dijo mi padre, solo para que probara un poco de su propia medicina. Nos tomamos nuestro tiempo para llevar el coche de vuelta a casa de Clemence y subir la colina a pie, anticipando esta vez la indignada pregunta de mi madre: «¿Dónde estabais?» Ya me la estaba imaginando con los puños cerrados y los brazos en jarras. Su sonrisa a punto de asomar detrás de su ceño fruncido. No tardaría en reír en cuanto oyera la historia.

Recorrimos el camino de tierra de la entrada, donde mi madre había plantado los brotes de pensamientos que había cultivado en cartones de leche, y que ahora lo bordeaban formando una estricta hilera. Los había sacado pronto. La única flor capaz de soportar una helada. A medida que nos acercábamos por el camino, advertimos que permanecía dentro del coche. Sentada en el asiento del conductor ante el panel blanco que conformaba la puerta del garaje. Mi padre echó a correr. Yo también lo vi en la postura de su cuerpo: una contracción y una rigidez, algo que estaba mal. Cuando llegó al coche, abrió la puerta del conductor. Mi madre tenía las manos aferradas al volante y la mirada vacía clavada en el horizonte, como la habíamos visto cuando nos cruzamos con ella en dirección contraria, de camino a Hoopdance. Habíamos advertido esa mirada fija y nos había hecho gracia entonces. «¡Estará furiosa por haber malgastado gasolina!»

Yo me hallaba justo detrás de mi padre. Incluso en ese momento tenía cuidado de no pisar las hojas festoneadas y los capullos de los pensamientos. Colocó sus manos en las de ella y, con delicadeza, fue despegando sus dedos del volante. Sosteniéndola por los codos, la levantó fuera del coche y la sujetó mientras ella se giraba hacia él, todavía encorvada con la forma del asiento del coche. Se desplomó sobre él, con la mirada ausente, sin verme. Había vómito por toda la parte delantera de su vestido, y su falda y la lona gris del asiento del coche estaban empapados de su sangre oscura.

—Ve a casa de Clemence —dijo mi padre—. Ve y diles que me llevo a tu madre a urgencias a Hoopdance. Diles que vayan.

Con una mano, abrió la puerta del asiento trasero y, después, como si se tratase de algún espantoso baile, condujo a mamá hasta la esquina del asiento y, muy despacio, la tendió allí. La ayudó a ponerse de costado. Ella se mantenía callada, aunque se humedeció los labios partidos y ensangrentados con la punta de la lengua. Vi cómo parpadeó, frunciendo el ceño. Su cara comenzaba a hincharse. Di la vuelta al coche y subí a su lado. Le levanté la cabeza y deslicé una pierna debajo. Me senté a su lado, sosteniéndola por el hombro con el brazo. Tiritaba con un temblor continuo, como si hubiesen encendido un interruptor en su interior. Desprendía un fuerte olor, a vómito y a algo más, como gasolina o queroseno.

— Te dejaré allí arriba —dijo mi padre, mientras daba marcha atrás y hacía chirriar los neumáticos.

— No, yo también voy. Tengo que sujetarla. Llamaremos desde el hospital.

Casi nunca había desafiado a mi padre ni con palabras ni con hechos. Pero ni siquiera nos dimos cuenta de ello. Ya habíamos intercambiado esa mirada, extraña, como entre dos hombres adultos, y yo no había estado preparado. Pero aquello no importaba. Sujetaba ahora a mi madre firmemente en el asiento trasero del coche. Me había manchado con su sangre. Extendí la mano en la luna trasera y extraje una vieja colcha de cuadros, que guardábamos allí. Tiritaba de tal forma que temí que fuera a romperse en mil

pedazos.

— Rápido, papá.

— De acuerdo —respondió.

Y salimos volando. Aceleró el coche hasta ponerlo a ciento cincuenta. Volamos.

 

(La novela La casa redonda, de Louise Erdrich, que obtuvo en EE. UU. el National Book Award 2012 en la categoría de ficción, será próximamente publicada por la editorial Siruela)

Escrito en Lecturas Turia por Louise Erdrich

Trece películas le produjo Elías Querejeta a Carlos Saura desde La caza hasta Dulces horas. Allá por los primeros años sesenta empezaban sus carreras y unieron su talento. Juntos hicieron el cine más personal que se haya producido en España en aquellos años difíciles. Tuvieron que construir su  obra cinematográfica sorteando el acecho de la  censura franquista. En 1963 el cineasta  guipuzcoano había creado su propia productora, Elías Querejeta PC. Produciendo las películas de Saura, confirmó sus convicción de que lo suyo era el cine, superando los malos augurios de algún agorero que le recomendó  que se dedicara a otro oficio. Elías ha sido productor de Saura y también, en alguna ocasión guionista, por ejemplo de Elisa, vida mía. Cuando nos encontramos para hablar del director le pregunto por ese momento inicial, el  que le llevó a producir su cine durante veinte años.

“Conocí a Carlos Saura en 1961. Yo había llegado a Madrid de San Sebastián el 10 de Octubre del 60. Un año después, o quizás algo más,  Antonio Ecieza y yo habíamos realizado un primer corto que se llamaba “A través de San Sebastián”. En una Universidad, no recuerdo en cual, hicieron una especie de cineclub con Los golfos. Previamente a proyectarla  pasaron nuestro corto. Lo proyectaron antes, pero a la hora de hacer  el coloquio se habló sobre todo de la película de Saura. Estaba también con nosotros Pedro Portabella. Creo que hubo un momento en el que hasta protestamos porque no se hablaba de lo nuestro en el coloquio, sólo de Los golfos. Yo me enfadé porque se hablaba muy poco de A través de San Sebastián. Fue casi una broma. El caso es que en esa situación conocí a Carlos. A Pedro Portabella le conocía de antes, me lo había presentado Eduardo Chillida en San Sebastián. Esa tarde simplemente nos vimos, hablamos algo y nada más. Fue una cosa cordial. Me tomaron el pelo y yo seguí con mi trabajo”.

- ¿Pasó mucho tiempo desde ese encuentro hasta que se decidió a producir La caza?.

“Fue, como unos meses más tarde. En aquel momento la productora estaba en la calle Lista. Un día estaba yo trabajando y apareció Carlos . Me dijeron que quería hablar conmigo. Me levanto, voy, nos saludamos y entonces Carlos me dice “tengo un guión que me gustaría que leyeras”. Era un primer guión de “La caza”. Lo leí y al día siguiente llamé a Carlos y empezamos, a partir de eso, a discutir y a discutir. Ahora también, cuando nos vemos, seguimos discutiendo. O sea, que todo muy bien”

Querejeta ha producido las mejores películas de  Víctor Erice, Fernando León de Aranoa, de Antón Eceiza y también de  su hija Gracia, por citar sólo algunos de los directores. Tiene pues mucha andadura para definir la manera de hacer cine de Carlos Saura. Algunos dicen que deja mucha libertad a sus colaboradores.

“Si lo comparamos con otros directores hay que reconocer que cada uno tiene sus formas particulares de trabajar. Yo lo que acostumbro a hacer es discutir cada uno de los aspectos de la película. Eso es lo que he hecho en todas las que le he producido a Carlos. Unas discusiones yo creo que muy agradables, muy simpáticas y nunca enfrentamiento. Sobre su manera de trabajar, yo no creo que existiera esa  libertad, sino que era un control eficaz desde el punto de vista creativo , pero no que cada uno pudiera hacer lo que le diera la gana”.

En algún momento algo ocurrió y decidieron separar sus carreras, después de veinte años de colaboración. Su última película juntos fue  “Dulces Horas” que se estrenó el mismo año que “Bodas de Sangre” y tuvo muy poco éxito. A  Elías Querejeta debió parecerle que Saura había tomado unos derroteros que ya no le interesaban. 

“Lo que pasa es que yo no estaba de acuerdo con hacer ese tipo de cine en ese momento y no me atraía, no me conmovía, no me apasionaba. Lógicamente Carlos hizo aquello que le parecía conveniente y no hubo nada, ni ningún enfrentamiento, ni ninguna pelea. Cada uno siguió su camino  y ya está.”

Sabemos por el propio Carlos Saura que varias veces le ha propuesto hacer otras películas. Concretamente una adaptación de una obra de Juan Benet. Quizá  recuerda alguna otra. ¿Por qué no salieron adelante? 

“Sí, lo de Juan Benet es cierto. No sé porqué no llegamos a hacerlo. Luego hablamos de hacer una cosa más concreta sobre Robert Cappa del período de la guerra civil del fotógrafo americano en España. Carlos es un fotógrafo estupendo y estuvimos hablando. Pero en ese momento Carlos tenía otros proyectos. No pudo ser entonces  y no ha podido ser,  hasta ahora”.

Durante los años en los que trabajaron juntos, la censura franquista debió de ser uno de sus puntos de mayor complicidad. ¿Saura dejaba en sus manos la habilidad para esquivarla? 

“Te voy a contar una anécdota que sirve como ejemplo de nuestra relación con la censura. Ocurrió una cosa muy graciosa con “La caza”. En aquel momento, todavía no era más que un guión. Se llamaba “La caza del conejo”. Fue así como se presentó la película. Era censura de guión primero y luego de película terminada. Y presentamos un guión, como yo acostumbraba a hacer, parcheado para que pasara los filtros. Un día me llamaron para decirme que el guión sí, estaba aprobado, pero que me quería ver el secretario de la censura. Fui a la planta novena del antiguo Ministerio de Información y Turismo. No recuerdo cómo se llamaba el personaje. Sé que era un señor alto y nada más. Entré en su despacho y me dijo, bueno el guión ha pasado la censura, pero el título no puede ser éste. Tiene que ponerle “La caza.” Y yo dije: bueno. No entendía porqué tenía que quitarse lo del conejo, pero me parecía bien el nuevo título. Como yo hice un gesto de no comprender, el secretario de censura  me preguntaba, “lo del conejo ¿no entiende?” y entonces se miraba  hacia sus partes púdicas  y yo seguía sin entender. Nada más salir, lo primero que hice fue buscar una cabina de teléfono y llamar a Carlos. Se lo conté. Le dije “Carlos,  la caza del conejo, no, La Caza”. Y  le pareció muy bien. Le oía reír al otro lado del teléfono  y dijo “mejor, mucho mejor”. Así pues, sin quererlo, la censura ha aportado un título que a los dos nos pareció  que era mejor que el que tenía al principio. Hay que reconocer que en este caso la censura acertó.”

Antes de despedirnos, le pregunto a Elías Querejeta si sigue teniendo relación personal con Carlos Saura, aunque no trabajen juntos desde hace más de veinte años. La relación siempre ha sido excelente. Nos vemos poco, pero, cuando nos vemos,  estamos muy a gusto y nos reímos mucho”.

Escrito en Lecturas Turia por Duarte L. Carbajo

De niño, a Antonio Muñoz Molina, le gustaban mucho los tebeos, los libros, las películas, los seriales de la radio y los programas de discos dedicados. Lo cuenta, en primera persona, en un texto biográfico, “Autorretrato”, esencial para acercarse a sus orígenes humildes, a las lecturas del artista adolescente, a las emociones, formaciones, intereses y afectos de quien con el tiempo se iba a convertir en uno de los escritores más sólidos e interesantes de cuantos empezaron a emerger en la década de los 80 bajo la refrescante etiqueta de “nueva narrativa española”. En el Muñoz Molina de hoy, el que recibe en el silencio de su casa de Madrid un día lluvioso, se sigue reconociendo al niño que fue, tímido y despierto a la vez, atento a las palabras, a los ruidos que llegan de fuera, pero muy apegado a sus estancias interiores, a sus primeras querencias y convicciones.

Si algo transmite como persona es sencillez, una sencillez que parte de quien se siente orgulloso de su procedencia campesina, de quien no ha olvidado su germen pese a los éxitos y reconocimientos, pese al salto cosmopolita que le ha llevado a contemplar el mundo desde la perspectiva de otras voces y otros ámbitos, desde la atalaya de ciudades como Nueva York; allí llevó durante una temporada el timón de la sede del Instituto Cervantes y allí continúa viviendo parte de su tiempo junto a su mujer, la también escritora Elvira Lindo. Si algo le define como creador es su carácter de prestidigitador en el mejor sentido de la palabra, entendido  éste como una capacidad innata para convertir cada nuevo libro en una experiencia diferente, lejos de amarres a determinados temas u obsesiones, sin que ello suponga dejar de reconocer esas inevitables señas de identidad que dotan de coherencia cualquier obra destinada a permanecer en la memoria de los lectores.

Si en algún lugar tiene que empezar lo que pretende ser esta entrevista: el repaso a la trayectoria del autor de obras como Beatus Ille o El jinete polaco es en el principio, en la infancia. Ahí está el niño cuyo padre hubo de dejar la huerta para alistarse en el ejército republicano. Ahí está el niño que recibió en la escuela y en el instituto públicos la formación intelectual que sus progenitores no pudieron darle y que, entre sus primeros héroes, enumera a Julio Verne, Mark Twain, Stevenson o Dumas. Ahí es donde nace la arquitectura de un hombre que si algo mima como un tesoro es la mirada, seguro de que sólo la observación, la curiosidad por los pequeños detalles, por las en apariencia mínimas cosas que suceden alrededor de una vida, pueden llegar a fraguar los más grandes relatos, esos cuentos inesperados, deslumbrantes, tan fieramente humanos, que sigue buscando con afán.

- ¿Cree que la infancia es un paraíso perdido o considera más bien que ese es un mito que debe ser derribado?

- Creo que la infancia está sobrevalorada por el psicoanálisis y por todas esas corrientes. Hay cosas de mi vida infantil que, sin duda, son muy importantes; pero yo he crecido. Recuerdo que un psicólogo y amigo, al que he consultado algunas veces, me decía que yo no tenía 10 años sino 50 cuando le hablaba -intentando relacionarlo con mi presente- de una inseguridad que sentía en el pasado, siempre que tenía que ir a hacer la matrícula a la escuela. No podemos negar que las impresiones, las imágenes de la infancia son muy poderosas, pero tampoco es para tanto.

- Sin embargo, he ahí el pozo del que bebe gran parte de la literatura.

- Sí, por supuesto, gran parte de la literatura tiene que ver con ello, pero no siempre. Aquí, de mi reflexión en torno a todo esto, surgió precisamente “Cosas de niños”, el cuento final, el único inédito, de mi nuevo libro de relatos [Nada del otro mundo, Seix-Barral]. Es una historia en la he puesto mucho de mí, que cobró una importancia emocional muy grande y que tiene que ver con el mito de la infancia porque es ese el mundo del que procede.

- ¿Cómo ve ahora al niño que quería contar historias, que empezaba a vislumbrar que lo que de verdad deseaba era ser escritor?

- Bueno, tenemos que distinguir entre dos circunstancias diferentes. Por un lado está el hecho de empezar a escribir literariamente y por el otro, la fantasía de ser escritor, común a tanta gente. Hay fases en la vida en que uno tiene esas fantasías, pero sucede que cuando se acaba haciendo realidad, cuando se acaba concretando en una biografía, parece que se ha cumplido una profecía. Lo cierto es que esos sueños, esos anhelos pueden cumplirse o no, y ahí entran en juego muchos factores. Otro elemento a tener en cuenta es el momento, la época en la que uno realmente se sumerge y nota con fuerza la vocación por contar historias. En ese relato inédito se habla mucho de los cuentos que cuentan los niños, del hecho de construir, de fantasear con las historias. Es en ese impulso tan elemental, tan primitivo, donde en el fondo está el origen de que una persona luego quiera escribir. Y no hay que buscarlo sólo en los escritores. Todo niño, todo ser humano, necesita entender el mundo mediante historias.

- Pero, en su caso concreto, ¿dónde nace el escritor, dónde están esos primeros esbozos, manifestaciones?

- A mí, de verdad, la creencia de que podía ser escritor me llegó muy tarde, cuando alguien empezó a hacerme caso. Es cierto que mientras estaba en el instituto y en la carrera, y después, al empezar a trabajar, ya era consciente de cuál era mi vocación, pero no se producía ningún resultado. Escribía obras de teatro que no se representaban, cuentos que no eran publicados ni premiados, ni siquiera mencionados. Tenía una novela, sí, pero no ocurría nada. Realmente, mi despertar como escritor se produjo cuando ya llevaba algún tiempo escribiendo artículos en un diario de Granada y algunas personas mostraron verdadero interés por lo que estaba haciendo. Quizás tenga que ver con mi carácter autodidacta, con el hecho de que, excepto algunos buenos maestros en la escuela, en el instituto y en la universidad, casi siempre me he educado solo, a través de las lecturas que iba descubriendo. Frente a otros aspectos de mi vida en los que he estado bastante bien acompañado, en ése me sentí muy solo hasta una edad bastante avanzada, sin interlocutores que compartieran mis gustos, mis inquietudes literarias.

- Partiendo de su experiencia personal y enlazando con la reflexión sobre la necesidad de los niños de fantasear, incluso de contar mentiras para adecuar el mundo a sus deseos, ya sea a través de la escritura, de la expresión oral, de la plástica... Se puede llegar a la conclusión de que el papel de los terceros, que pueden mostrar indiferencia o no, hacia esas primeras inclinaciones,  puede explicar que unos niños lleguen a realizarse creativamente o no.

-Cierto, yo así lo creo. Pero aquí también entra en juego la casualidad. Hay dos factores, uno la constancia y otro la casualidad, que tienen mucho peso. La primera es la que hace que uno no se desaliente con las primeras indiferencias y continúe leyendo con esa voluntad de aprender. Y aquí es donde el azar tiene una  importancia fundamental. Que alguien se fije en lo que estás haciendo, como sucedió en mi caso, te estimula poderosamente, te proporciona una gran fuerza interior. Hace poco escribí un artículo sobre eso. Generalmente la vida del escritor, del artista, se interpreta como el desarrollo autónomo de algo que siempre estuvo allí y yo no estoy seguro de que eso sea así. No estoy seguro de que sin la pequeña ayuda de unos cuantos amigos uno pueda llegar a algo. Creo que es una construcción mucho más colectiva de lo que habitualmente consideramos. Si yo miro honradamente a mi trayectoria no sé cuánto tiempo más habría continuado escribiendo si no hubiera podido empezar a publicar artículos, ni cuánto tiempo más habría continuado elaborando novelas si no hubiera encontrado un editor y si las novelas no hubieran sido aceptadas por los lectores. Si uno no publica no puede aprender, sin dar a conocer lo que haces resulta muy complicado progresar como escritor.

- El papel del lector es tan activo, tan creativo como el del escritor, se desprende de sus palabras, del mismo modo que la compañía de los lectores salva al autor de la enorme soledad que supone la creación.

- Esa es una gran verdad. En mi caso, sin la resonancia del lector, probablemente hubiera continuado escribiendo cosas y disfrutando de leer, pero alimentando una enorme frustración que me habría amargado bastante. De eso estoy seguro. Y repito: si uno no publica no puede crecer, soltar lastre. En el proceso hay un primer paso, una primera conquista, que es terminar, terminar aunque sólo sea un cuento de dos páginas. Entre poner el punto final a una historia y no ponerlo hay un mundo y entre publicar y no hacerlo hay otro. Y yo, de verdad, he tenido la suerte de haber encontrado a unas cuantas personas que en cada momento han leído lo que he hecho; que por una parte lo han acogido con una enorme generosidad, y por otra parte lo han criticado constructivamente, indicándome cosas que me han ido iluminando el camino.

- ¿Es Muñoz Molina de los que aceptan bien las críticas?. A menudo los críticos literarios se quejan de lo mal que reaccionan los escritores ante los comentarios negativos; de los muchos enemigos que tienen que estar dispuestos a aceptar.

- Yo creo que sí, que acepto bastante bien la crítica, siempre que no sea devastadora  o malévola. En esos casos puede llegar a anularte, a sentarte como un tiro, sobre todo si se mete en terrenos personales, que nada tienen que ver con el discurrir de la propia obra. Eso es lógico, le ocurre a todo el mundo. Pero la crítica constructiva, hay que aceptarla con humildad. Fíjese, cuando yo hice mi primera novela, Beatus Ille, Pere Gimferrer, editor de Seix Barral,  me aconsejó que aligerase ciertas partes, que había cosas de las que se podía prescindir, unas 40 páginas que en su opinión podían ser suprimidas. No me dijo cuales, pero yo volví a la novela, fui consciente de lo que quería decir, lo vi y eliminé las 40 páginas. Si algo echo siempre de menos es el trabajo de un editor exigente. En EEUU a veces exageran, los del New Yorker, por ejemplo, llegan a ser mortíferos. Cuando he escrito algún artículo para ellos ha sido una auténtica pesadilla. Te intentan variar el enfoque tantas veces que te ves tentado de decirles que hagan lo que quieran. Pero una persona que toma el libro, que sabe leer con cuidado, que te sugiere cosas, que te indica lo que podría mejorarse, lo que sería aconsejable que fuese eliminado, eso es fundamental. Cuando yo doy clases en la universidad de Nueva York me siento con los estudiantes, leo sus textos con un cuidado absoluto y les indico aquellos elementos que se les han podido colar en el relato y que son perfectamente prescindibles. Es una ayuda extraordinaria. Un libro siempre se mejora cuando es bien corregido y editado.

- Siempre, claro, que no se llegue al extremo de Raymond Carver y Gordon Lish, el editor de sus primeros y más populares cuentos [“De qué hablamos cuando hablamos de amor”], quien llegó a influir de una manera extrema en su estilo.

- Por supuesto, ese es un caso distinto, límite, que tiene que ver con la inseguridad en la que vivía Raymond Carver en esos momentos. Para nada es lo común. Yo tengo en EEUU una magnífica editora, que también es la de Günter Grass y la de tantos otros autores internacionales. Su función es la de cuidar el texto que se le entrega y, a través de sus indicaciones, hacer ver lo que aparece velado para quien está demasiado dentro del proceso de creación. Nada más alejado de la figura del gestor, demasiado pendiente de los resultados económicos, de las ventas del producto. Esa es una historia diferente. Lo que necesitamos los autores es una mirada cordial y al mismo tiempo incorruptible. Lo mismo que a mí me ayuda esa señora lo hacen unos cuantos amigos muy cercanos, en cuyo criterio confío, y, por supuesto, Elvira, mi mujer. Ella me ayuda a ver y yo hago lo mismo con sus libros.

- Llegó a la literatura a través del periodismo. Me imagino que ahí fue donde aprendió a observar, a darse cuenta de que tras la apariencia había que buscar la verdad, las distintas interpretaciones. Esa es una constante de sus artículos, pero también de sus narraciones literarias.

- Pienso que se trata de observar más que de interpretar la realidad. Cada vez procuro fijarme más en las cosas, no apresurarme a hacer juicios y valoraciones, que es algo bastante español. Me doy cuenta cuando recibo a amigos que van de visita a Nueva York y que, inmediatamente, desde el primer día, ya tienen una interpretación tremenda, una teoría, de lo que perciben. Vamos a ser cautelosos, vamos a fijarnos más y a ver qué es lo que hay detrás de las cosas antes de exponer qué es lo que pensamos que está sucediendo. Yo empecé escribiendo artículos, sí, y en realidad he seguido siempre haciendo lo mismo, ir por la ciudad fijándome, prestando atención. Orwell decía que ver lo que se tiene delante de los ojos requiere un trabajo enorme y eso es algo que todos los que nos dedicamos a estas cosas podríamos tomar como un mandamiento. Porque uno no ve, la mitad de las veces está distraído. Y se trata de saber mirar, saber escuchar lo que se nos está diciendo. Cuántas veces en una conversación no prestamos atención a lo que nos intentan comunicar los otros, deseando encontrar un hueco para introducir las ideas propias. Es maravilloso tener la capacidad de fijarse y yo creo que la mayor parte de lo que escribo procede de ahí.

- Y ¿cuándo se fija en algo cómo sabe si el resultado va a ser un artículo periodístico o va a derivar en una novela o en un cuento?

- Ah, eso no lo sabes en un principio, lo vas descubriendo. Por ejemplo, en mi último libro de relatos hay un cuento que se llama “La colina de los sacrificios”, que está basado en una noticia que leí en el periódico El ideal hace muchísimos años y que trataba de una casa en la que se habían encontrado los huesos de una mujer con el cráneo abierto por un hacha. Me quedé con la idea, con las sugerencias que me despertaban esas imágenes, y todo eso acabó fructificando en un relato de ficción.

- ¿Le preocupa la transformación que está experimentando el periodismo tradicional debido al auge de las nuevas tecnologías, cómo ve qué afecta eso al modo de relatar las noticias, de interpretarlas, de contar, de transmitir las historias?

- Yo tengo mis dudas respecto a que las cosas ahora sean radicalmente distintas a como fueron en otras épocas. Hoy se dice que a la gente cada vez le interesa menos leer, que no es capaz de seguir informaciones largas y en profundidad, y eso lleva a contenidos más ligeros, más superficiales, pero si leemos testimonios de hace un siglo nos damos cuenta de que las quejas sobre el aturdimiento o la falta de atención también existían, pero es que volvemos a lo mismo. Hay que fijarse mucho. Enterarse de algo, igual que aprender algo y hacer algo bien hecho, requiere mucho esfuerzo, ya sea tocar el violín, leer, escribir, o hacer una estupenda tortilla de patatas, cada cosa en la dimensión que le corresponde. Lo que hizo por ejemplo Wagner con la ópera es que reclamó la atención permanente, seguida, del espectador. En la tradición del “bel canto” italiano la gente iba a la ópera, se ponía a hablar  de sus cosas, haciéndose gestos de un palco a otro palco, y cuando llegaba el aria de la cantante se callaba, atendía y aplaudía, para luego seguir con sus cosas. Wagner hizo la música de manera que era un flujo continuo y a ese flujo había que prestar una constante atención. Podemos entenderlo como una metáfora de lo que sucede.

- En la introducción de Nada del otro mundo se queja de que actualmente no hay cabida para los relatos literarios en los periódicos, de que cada vez se ofrece información más fragmentada. Sus directivos, según dice, están haciendo periódicos para quienes no los leen, del mismo modo que si los vinateros elaboraran vinos para abstemios.

- Sí, y es absurdo, porque ahora hay más lectores que nunca, más gente que sabe leer y escribir como nunca antes en la Historia. Vamos a dejarnos de fantasías. No hubo un pasado en el cual la gente leía mucho y un ahora en el que han dejado de hacerlo, y lo mismo sucede con la música clásica y con las exposiciones. En la España actual sucede algo que uno no se cansa de ver y de celebrar: hay más orquestas y más público que nunca, y ahora es precisamente cuando se ha decidido que no hay que informar sobre los conciertos. ¿Cuándo ha habido más público para el arte, para la música, para la literatura?

- ¿Cómo se explica esta contradicción?

- Pues no sé, probablemente será que los directivos de los periódicos a los que me refiero viven al margen de la gente de la calle: no van a  exposiciones, ni a conciertos, ni viajan en metro y ven a la gente leer. A mí me alegra muchísimo comprobarlo y me fijo en los libros que se leen en los trayectos hacia el trabajo. Y hay buena literatura. Que no me digan que sólo se lee a Ken Follet, cosa que a mí me parece muy bien, perfecta, porque forma parte del ecosistema de la literatura. Lo que pasa es que los lectores de esos libros ya no encuentran su afición reflejada en los periódicos. Eso es lo que de verdad está pasando.

- ¿Sucede lo mismo en Estados Unidos?

- [Llegados a este punto, Antonio Muñoz Molina responde con un gesto. Se levanta y coge un ejemplar de la mítica y eterna New Yorker. Repasa sus páginas, da cuenta de su espesor] ¿Sabe cuántos suscriptores tiene esta revista? Un millón. ¿Qué son pocos en un país de trescientos millones? Vale. Pero es que yo no necesito vender un millón de libros. Deberíamos tener un sentido de las proporciones. Hay un público que simplemente está dejando de ver los periódicos porque no les dan lo que desean. Y no se trata de Internet, en Internet se pueden leer cosas muy serias. ¿Qué está ocurriendo? Pues que muchas veces la lectura reflexiva sobre literatura está emigrando a “blogs” y otros medios alternativos. Y lo mismo pasa con otros ámbitos de la cultura. Lo bueno que tienen el periódico es que se trata del sitio donde está todo junto y por eso es una institución fundamental de la cultura democrática. Sin una prensa rigurosa y cultivada no hay cultura democrática, no la hay. Una costumbre que se ha impuesto en España, ya como norma, es que llega el verano y parece que cambia el estado mental de las personas, a las que ya sólo les interesan las anécdotas frívolas, las pildorillas informativas. ¿Por qué, quién ha decidido eso? Eso no ocurre en otros países europeos ni en EEUU. Yo no veo que el New York Times se ponga en bañador en verano. Yo creo que ese tipo de estrategias son una claudicación. Que lejos de resolver los problemas lo que hacen es empeorarlos, porque están contribuyendo a que el público natural, el público lector, desista del periódico como un lugar en el que reconocerse. Hay mucha gente a la que le gusta leer, muchos jóvenes. Yo estoy viendo ahora una generación de lectores nueva, magnífica, que lee los libros que yo escribía cuando ellos no habían nacido. Hablamos de una comunidad lectora, minoritaria, pero es que no necesitamos llegar a millones, a la inmensa mayoría, con literatura de calidad. 50 o 60.000 lectores es una cifra estupenda. Ya es bastante.

- Pero da la impresión de que las cosas están sucediendo tan deprisa que no da tiempo a pararse, a reflexionar, a digerir el proceso de cambio que se está produciendo en todos los ámbitos: en la sociedad, en la economía, en los modos de relacionarnos, de recibir la información, de acceder a la lectura...

- Pues tenemos que pararnos porque a menudo usamos la idea de que todo va tan deprisa para justificar nuestra propia prisa y nuestra propia falta de atención. Y no es culpa de la tecnología. Las nuevas herramientas a nuestro alcance pueden servir de muchas maneras, para mejorar la atención y el conocimiento o para empeorarlo. En mi caso concreto, por ejemplo, he notado que ahora, cuando hago crónicas sobre libros, exposiciones u otros asuntos que reclaman mi interés, puedo documentarme mejor, tengo acceso a más información en mucho menos tiempo. Hace poco tenía que dar un curso en Pamplona sobre imágenes y relatos, sobre cómo se cuentan historias en imágenes y en palabras, y pude preparar con relativa facilidad una especie de itinerario  a través de obras de arte y de canciones, disponibles para mí en gran parte gracias a Google. El buscador me permitió mostrar a la gente los cuadros que quería que vieran. Aquí en España muchas veces se interpreta que en la práctica los cambios nos obligan a ser más livianos, más frívolos o más superficiales, y no es necesariamente así. Pueden también llevarnos a lo contrario, eso depende de lo que nosotros elijamos hacer.

-Ya son muchos los libros en el camino. Si por algo se caracteriza su trayectoria es por la variedad, la no repetición de temas ni de fórmulas. Cada historia parece ser un reto. Cada novela es un mundo.

- Me gusta eso de que cada novela es un mundo y, sí, sucede en mi caso. Puede tener que ver con los intereses tan variados que tengo, con las cosas tan distintas que me gustan y, sobre todo, con mi intenso desasosiego por aprender, con mi inconformismo. No suelo complacerme mucho en lo que he hecho, de manera instintiva no necesito esforzarme para pensar que lo siguiente va a ser algo distinto, sencillamente se me ocurre, surge. Lo que me atrae inmediatamente al terminar un libro es encontrar algo diferente, explorar otra cosa. Me estimula no saber qué puede venir a continuación. Y, efectivamente, el que lee un libro mío no puede deducir a partir de ahí lo que habrá de venir. Después de Beatus Ille hice El invierno en Lisboa, que es completamente distinto. Y luego El jinete polaco, nada que ver, y a continuación El misterio de Madrid y Ardor guerrero. He hecho lo que he podido, vigilando siempre, eso sí, la autocomplacencia.

- Incluso cuando trata un mismo tema, la Guerra Civil, punto de partida de El jinete polaco y de su última novela hasta el momento, La noche de los tiempos, el tratamiento es totalmente diferente.

- Bueno, es que uno también va viviendo, creciendo, cambiando... Y eso no quiere decir que yo no tenga temas que se repiten. Pero me hace mucha ilusión la posibilidad de mejorar, de ir más allá cada vez. Luego, claro, hay que tener en cuenta que uno está cautivo de sí mismo, pero me mueve ese sentimiento de envidia en el mejor sentido, envidia de muchos libros que me llevan a pensar, a decir: Yo quiero llegar a escribir algo así.

- ¿Por ejemplo?

- Pues me dio mucha envidia Al faro, de Virginia Woolf cuando lo leí, me influyó mucho en la manera de escribir mi última novela, del mismo modo que otra de sus obras, La señora Dalloway. Me han fascinado otros muchos autores. Ahí están Faulkner, Onetti, Philip Roth, Grosmann, Sebald, Alice Munro... Hay tantos... Ahora estoy releyendo, despacio y con sumo cuidado, a Flaubert. La educación sentimental la terminé hace poco y decidí volver a Madame Bovary, una novela que, igual que yo, todo el mundo cree que se ha leído. Todos tenemos cosas que decir de ella, pero, ¿quién se acuerda de que está contada en primera persona? Es una obra de un vanguardismo tremendo. Empieza no con Madame Bovary, sino en una escuela al que va de niño el que después será su marido. Y habla en primera persona el narrador. Yo de eso no me acordaba para nada y resulta fundamental. En otro clásico, Fortunata y Jacinta también habla en primera persona el narrador, un narrador muy raro... [se hace un silencio largo, son muy frecuentes a lo largo de la conversación. Muñoz Molina baja la cabeza en un gesto reflexivo, antes de proseguir]... Ayer me fui a pasear al Botánico y me puse a leer. En un momento dado empecé a pensar sobre esto. Todos hablamos de oído continuamente. Y suele pasar que las cosas, las lecturas, son mucho mejores de lo que recordamos. A mí me gusta mucho este tipo de deslumbramientos. Creo que hay tantas maravillas y que uno tiene que aprender tanto de todas ellas.

- Por lo que veo atraviesa una etapa de relecturas.

- Estoy en todo. Leo cosas nuevas y emprendo la aventura de releer obras maestras, sí. De pronto me he puesto a recuperar esos libros que suelen darse por supuestos. Este verano le tocó a otro, La montaña mágica, que hacía mucho tiempo que no visitaba. ¡Madre mía, qué buen libro, qué buenos libros hay!

- Volviendo a su obra, decía que su motivación principal es mejorar. ¿Le da la impresión de que cada nuevo libro supera al anterior?

- Ya quisiera yo que eso fuese así porque nos anima la idea del progreso, pero eso es algo que no puedo saber. Entre Beatus Ille y La noche de los tiempos han pasado muchas cosas, sobre todo ha pasado el aprendizaje inevitable de la vida. Hace algún tiempo, tres o cuatro años, tuve que leer (no había releído nada desde que corregí las pruebas en 1985) Beatus Ille en inglés para revisar la traducción y fue muy curioso. Me di cuenta de que era una novela muy juvenil y empecé a preguntarme de dónde había salido ese mundo que estaba en el libro, cuando mis experiencias vitales eran entonces tres o cuatro, cuando mi conocimiento de la vida era muy limitado. No quiero decir con esto que la historia me pareciera muy profunda ni nada de eso. Me refiero a la variedad de temas que se trataban. Con el tiempo espero haber aprendido a ser más preciso, menos literario.

- En su primera novela, igual que en la segunda, El invierno en Lisboa, su alimento eran las referencias librescas, de películas. El lector percibe que en su obra posterior esas referencias se van convirtiendo en vida. Un proceso inevitable. ¿Hay momentos del camino en los que recuerde especialmente que se produjeron vueltas de tuerca en la manera de concebir la creación literaria?

- Yo creo que ha habido varios. Hubo un momento que tiene que ver con lo que plantea en su pregunta, cuando descubrí que podía hacer literatura abiertamente con la vida que yo había conocido hasta entonces. Eso dio lugar a una parte de El jinete polaco. Recuerdo que estaba haciendo una descripción para un artículo sobre la aceituna que me habían pedido para una revista y empecé a hablar con naturalidad sobre la época de mi adolescencia, de una manera directa. Entonces me di cuenta de que podía hacer literatura con esos materiales biográficos. Fue un momento importante para mí, del mismo modo que cuando me fui por primera vez una temporada a Estados Unidos y empecé a leer de verdad literatura de no ficción. Se podía hacer literatura sin inventar, qué descubrimiento. O cuando, poco a poco, empecé a encontrar las cosas de las que escribí en Sefarad, a partir de la idea de plasmar un mundo narrativo que fuera mucho más amplio que la experiencia española. Fue ahí cuando intenté aprender a escribir sobre aspectos relacionados con el Gulag, con el Holocausto... Sí, la verdad, es que ha habido varios puntos de inflexión muy decisivos.

- Plenilunio, también fue una novela muy impactante, en el sentido de que trataba un tema tan conflictivo y tan doloroso en la historia de España como el del terrorismo y la violencia, un asunto al que se ha referido, muchas veces levantando la polémica, en sus artículos de prensa.

- Sí. Plenilunio fue una novela escrita en momentos difíciles para mí, por muchas razones. En cuanto a mis artículos sobre el terrorismo lo que me ha preocupado siempre es la falta de empatía. Yo recuerdo que en algunos periódicos del País Vasco cuando se publicó Sefarad hubo algunas personas que dijeron echar en falta que yo no hablase de lo que pasaba allí cuando me estaba refiriendo a distintas persecuciones. En realidad sí lo estaba haciendo, estaba hablando de manera implícita del hecho terrible de señalar a otro, de decirle tú no eres como nosotros, tú no mereces vivir. Eso es algo tremendo y ha pasado, se ha llegado a aceptar en la sociedad vasca, en el mundo, en muchos momentos diferentes de la Historia. Cuando hablamos de esto, sin necesidad de establecer comparaciones, no se puede olvidar la España de la época de la expulsión de los judíos. Los judíos eran una parte muy importante del tejido social y de un día para otro se convirtieron en extranjeros. Fue terrible.

- ¿Cree que en un presente tan carente de ideologías claras, de referencias, faltan intelectuales de peso?

- No, no nos fiemos de los intelectuales. La historia intelectual del siglo XX está llena de disparates. Los únicos de verdad lúcidos y racionales han sido muy pocos: Orwell, Albert Camus, más recientemente Claudio Magris... Lo que hace falta son ciudadanos que ejerzan su ciudadanía escribiendo, cumpliendo con su trabajo. Una democracia lo que necesita son ciudadanos y si de algo peca nuestro país es de un exceso de opinionismo. Eso sí que es una dolencia, algo tan local como el hecho de que la información consista en una medida tan grande en lo que dicen los políticos. Eso también es  una irregularidad española. Aquí vuelvo a lo mismo: Vamos a ver, a fijarnos, a enterarnos de lo que pasa, no de lo que dicen los políticos que pasa.

- ¿Cuál es el papel de la ficción en nuestros días, iluminar la realidad, convertirse en una vía de escape, dar respuesta a las encrucijadas del presente?

- La ficción sirve para todo eso. Sirve como refugio y sirve para comprender la propia experiencia y para convertir en cercanas las experiencias de los otros. Hay ficciones que, además de distraernos, nos ayudan a analizar lo real, a ser cómplices de lo que les pasa a los demás, a percibir que no somos únicos, que lo que estamos viviendo y sintiendo en cada momento ya ha sido vivido, sentido, por otros.

- Los libros que ha escrito sobre la reciente historia de España, ¿le han ayudado a entenderla mejor o todavía le gustaría explorarla más?

- Hay un tipo de conocimiento que proporciona la ficción y que es un conocimiento empático o emocional. Es decir, a través de la ficción uno intenta ponerse en el lugar o en la piel de quienes han vivido otras experiencias. Esta percepción, en mi caso, la llevé al extremo en La noche de los tiempos, donde traté hipotéticamente de ponerme en el lugar de alguien parecido a mí que hubiera vivido en ese momento, en la etapa de la Guerra Civil, del exilio de tantos republicanos. Y debo decir que si algo me quedó de todo ello fueron unas ganas tremendas de descansar de todo ese mundo. Es muy curioso porque cuando se publicó la novela mucha gente me escribió y me sigue escribiendo proponiéndome continuaciones. La historia termina de una manera abrupta y no han faltado lectores que me han indicado por dónde podría seguir, pero sinceramente, pese a que como aficionado a la Historia, los vaivenes del siglo XX me siguen apasionando, considero que como novelista debería moverme hacia el porvenir, hacia más cerca del presente. Es una necesidad que percibo cada vez más intensamente.

- Toda la novela parece un intento de explicar una frase de Pedro Salinas, de cuya biografía, parte precisamente la novela: “Tenemos la patria deshecha, la vida en suspenso, todo en el aire”.

- Lo que me interesó con esa historia fue meterme en la piel de las personas, en lo que sintieron en esos momentos, más allá de las categorías ideológicas que se impusieron a posteriori. Me interesaba contar la desazón, la sensación de fracaso de una generación que  compartió la posibilidad de que España se convirtiera en un país progresista, europeo. Una generación que fue el eslabón, la conexión emocional, el modelo estético y político al que nos asimos los que por fin pudimos vivir la llegada de la Democracia.

- Parte del interés de “La noche de los tiempos” radica en mostrar que en situaciones extremas hay muy pocas posturas intachables, que ningún bando estuvo -pese a las diferencias evidentes- libre de pecados. Resulta llamativo que se siga hablando -que se siga percibiendo- la sombra de las dos Españas tanto tiempo después.

- Los dos bandos eran muy poco homogéneos. Ni todos los de izquierdas eran comunistas, ni todos los de derechas, fascistas. Basta leer las memorias de Julián Marías para que estos estereotipos salten por los aires. Marías era republicano de convicciones firmes, pero también escrupulosamente católico. Él cuenta que el 19 de julio, al ir a buscar a su novia para ir juntos a misa, ve los repartos de armas en la calle. La escena es muy significativa. Lo de las dos Españas es una mentira, sólo la irresponsabilidad política puede alimentar esa idea. Si algo aprendí al escribir esta novela es la gravedad de las palabras, el cuidado que hay que tener con lo que se dice.

- Otra idea que se perpetúa, que sigue escuchándose, es la de: “Me duele España”. En su novela hay momentos en los que se bromea sobre ello.

- Eso es retórica. A mí los misticismos patrióticos no me van. Todo nacionalismo es místico, pero el nacionalismo español de la Generación del 98 y todo eso, es pura metafísica, como lo de las dos Españas. Yo veo las limitaciones y los defectos de este país, evidentemente, y me gustaría que ciertas cosas mejoraran, pero hay otras de las que estoy muy contento. Lamento carecer de sensibilidad suficiente como para que me duela España o para que me duela Andalucía. Los del 98 estaban todos elucubrando sobre el alma de España en los llanos de Castilla y lo que necesitaba Castilla no era que Unamuno se paseara por ella en estado místico, lo que necesitaba Castilla era una reforma agraria, regadíos y justicia social. Lo que hacía falta, lo que sigue haciendo falta, son cosas concretas. Si de algo estoy harto es de vaguedades.

- En cuanto a la estructura de la novela optó por jugar con los puntos de vista, demostrando también que muy pocas verdades se imponen. ¿Era su intención o ese planteamiento se impuso durante el proceso de escritura?

- Al principio no era así y por eso precisamente creció la novela. Es muy distinto el modo en que uno se ve a cómo lo ven los demás. Y para mí era muy importante mostrar eso, mostrar cómo desde el punto de vista de dos enamorados el mundo responde a lo que ellos sienten, pero también como alrededor de esa percepción existen otras que pueden ser completamente opuestas. En la novela los personajes se envían cartas y hay cartas de amor que al ser leídas por uno de los amantes le puede dar la vida, pero que si por equivocación cae en manos de quien no debe leerla le puede dar la muerte. En mi caso, cuando de pronto descubrí el punto de vista del hijo o de la mujer del protagonista, que está enamorado de otra, la novela experimentó un cambio radical. La esposa también tiene su propia historia, la de una mujer convencional frente a los amantes. Y esa historia también merece la pena ser contada. Cada historia son muchas historias. Y mi novela tiende a eso, a lo poliédrico.

- ¿Cuando trabaja en una novela llega a sentir que habita en un mundo paralelo?

- Cada novela es como un gusano de seda. A medida que trabajo en ella, poco a poco, según va creciendo, siento que voy encerrándome cada vez más en su discurrir. Tiene algo de mundo paralelo, sí, pero nada que ver con un proceso psicótico. Hay muchas cosas que sabes que van a ir a la novela, cosas normales que de pronto te encuentras y dices: “esto para dentro”. Me acuerdo que cuando estaba con la última vi en un mercadillo de Nueva York una máquina de escribir de los años 30, y me dije: “esta máquina de escribir la quiero llevar allí”.

- Nueva York es una ciudad clave en su trayectoria. ¿En qué medida ha cambiado su percepción de las cosas?

- Bueno, sigo viviendo allí gran parte del año. Y, sí, me ha hecho más pragmático. Creo que he aprendido a ser más tolerante, menos vehemente, a intentar buscar las salidas, las respuestas más racionales, menos dogmáticas a las cosas, porque las soluciones a los problemas generalmente no son drásticas e inmediatas. De algún modo, me he echo más respetuoso en las diferencias.

- Vivió de primera mano la caída de las Torres Gemelas. Entonces se decía que esa tragedia daría lugar al nacimiento de un tiempo nuevo, en el que la seguridad no era tal. ¿Cómo afrontar estas ideas con perspectiva?

- Si algo nos ha demostrado todo aquello es que los seres humanos somos frágiles, pero tampoco tanto. Quizás una cosa que hemos aprendido es que se puede reaccionar. Cuando, ahora con distancia, vemos las cosas que entonces decían Bush, Aznar y Blair sobre el eje del mal, sobre las grandes amenazas del mundo, en realidad no había tantas amenazas. Al terrorismo no se responde invadiendo países, se responde con policías, con espionaje, con jueces. Percibimos que éramos frágiles, pero también hemos aprendido que se puede responder de otras formas, que la invasión de Irak fue un disparate gigantesco que vino provocado por aquello y fíjese a lo que ha dado lugar. El otro día estaba leyendo un libro en el que se analizaba que a Bin Laden el atentado de las Torres Gemelas le costó unos 500.000 dólares; a EEUU todas las guerras en las que se ha metido a continuación le han supuesto trillones de dólares. Es como si España hubiera respondido al terrorismo declarando el estado de excepción o militarizado el País Vasco. La principal lección es que se necesita cabeza fría ante lo que se está viviendo.

- ¿Una lección que aprender de los tiempos de crisis -no sólo económica, sino de valores- que estamos atravesando?

- El problema fundamental es que nuestro modelo político y social está en crisis, en peligro, y la culpa de ello no la tienen sólo los mercados, la tenemos nosotros. Una lección que tal vez podamos aprender de todo esto es el sentido de la responsabilidad. Vamos a hacernos responsables de aquello de lo que podamos hacernos responsables. ¿Podemos disfrutar de un bienestar sin contrapartida? ¿Podemos tener el derecho a la educación y no cuidarlo? ¿Podemos tener el derecho a la sanidad y no cuidar la sanidad? Son cosas muy complicadas. Esto habría que planteárselo a nivel global, europeo, y en España concretamente tenemos un problema de productividad, no sabemos para qué va a servir nuestra economía y no nos decidimos a modificar adecuadamente un sistema educativo que no funciona.

- Pese a todo, ¿cree que estamos viviendo momentos estimulantes?

- Estimulantes y aterradores al mismo tiempo. Vamos a olvidarnos del pasado. Vamos a ver qué podemos hacer nosotros. Es muy difícil. Estrictamente hemos vivido muy por encima de nuestras posibilidades. Otra cosa es la necesidad de preservar la justicia social. Eso es distinto. Necesitamos preservar y salvar un cierto modelo social europeo, que es el mejor que se ha inventado nunca. Por una parte tiene las ventajas de la democracia liberal y por otra una solidaridad del sistema sanitario y educativo, algo de lo que no disfrutan los norteamericanos.  EEUU tiene la ventaja de que el sistema de integración de los emigrantes es más efectivo y más rápido que el europeo, pero yo conozco muy bien el modelo americano y es preferible éste, mucho más. Tenemos que ver qué hacemos, cómo lo defendemos, porque ahora mismo está en peligro.

- ¿Es el siglo XXI el siglo de las prisas, de la velocidad?

- ¡Qué va! Esa es la misma percepción que ha tenido la gente siempre. El otro día me encontré una carta de Flaubert en la que decía: “todo el mundo se queja de que el presente va cada vez más rápido. No es para tanto”.

- ¿Cómo es el Muñoz Molina del siglo XXI, cómo se enfrenta como escritor a sus desafíos?

- Bueno, he escrito dos novelas sobre la actualidad, El invierno en Lisboa y Plenilunio. Y ahora quisiera saber escribir una novela estrictamente contemporánea, como le decía antes, necesito hacerlo. Una novela que aprese lo que estamos viviendo, lo que estamos sintiendo ahora. Ya está bien de darle vueltas al siglo XX [nuevo silencio, cabeza baja, manos juntas, momento de reflexión]. Cuando nos acercamos a grandes novelas como La educación sentimental, comprobamos que está hecha con cierta perspectiva, con 20 años de distancia. La novela es un género complicado porque requiere una cierta destilación. Difícilmente es una respuesta inmediata a lo real, a la experiencia. Pero también es cierto que los americanos son mucho más rápidos que nosotros. Ya hay excelentes novelas sobre la caída de las Torres Gemelas, sobre todo lo que está sucediendo con la crisis. Y llegar a eso, comprobar si soy capaz de acercarme al hoy es, de algún modo, una preocupación, más bien una zozobra que siento, siempre desde la consciencia de que al final uno escribe lo que puede. ¿De dónde nace ese anhelo? Claramente de mi inquietud ante lo que vivo y también de una inquietud profesional. Un escritor debería medirse con su tiempo, debería saber hacerlo.

 

Fotografía: Elena Blanco

Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

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