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Miquel Barceló y Andrés Trapiello forman una extraña, quizá imposible, pareja artística y creativa. Sin embargo, y más allá de las divergencias que puedan separarles, a ambos les une el inequívoco desparpajo intelectual de quienes poseen talento y opiniones propias.  Unas opiniones que, además, no dudan en proclamar con absoluta libertad, caiga quien caiga. De ahí que la revista TURIA haya decidido, en su nuevo número que se distribuye este mes de junio,  reunirlos en su sumario y dedicarles sendas entrevistas a fondo y en exclusiva que los lectores no deben perderse.

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Escrito en Noticias Turia por Revista Turia

31 de mayo de 2013

 

Yo recordaba con horror un bidón en una acera de la avenida Ferdowsi, no lejos de la entrada de un hotel, lleno hasta formar un copete de patas de gallo y lo asocié –durante el pase de Cría cuervos- a la voluntaria sumisión que escoge el espectador de cine cuando entra en la sala. Ningún fenómeno de la vida cotidiana me restablece de tal manera la ilusión de ser dueño de mis actos como la decisión de abandonar el cine cuando no se ha alcanzado todavía la mitad de la proyección. Suele ser un regreso al vacío, acrónico y algo estupefacto; no solamente la calle parece más desierta, los locales animados por un público intemporal que se hubiera trasladado a otra ribera del tiempo sin obligaciones ni compromisos –como si tomaran café y charlaran por una inercia que durase siglos-, sino que no habiendo contado con esa hora que el plan había previsto en una butaca de patio, se levanta íntegra, ociosa y desocupada, como una gratuita ofrenda que el ubicuo y eviterno deber otorga estérilmente al quejoso para demostrarle a la postre que tan sólo sabe malgastarla y convertirla en polvo de tedio. La última ocasión, ni siquiera hace un par de meses, me la brindó un insoportable film de incidentes familiares con el que Visconti vino a demostrar una vez más su reconocido talento para transformar en mal gusto la escasez de sus ideas.

No es fácil levantarse de la butaca y abandonar la sala cuando apenas ha transcurrido un tercio de la película. A la subyugación ejercida por la pantalla se suma la imantación de la butaca, nada desdeñable; es preciso reconocer que –de entre las muestras que ofrecen nuestros cines comerciales- con harta frecuencia son las producciones nacionales las que con mayores garantías pueden brindar al espectador tan inusitada e infrecuente oportunidad. ¡Supremo don del cine español que, adelantándose a los anticuados y corrompidos usos de otros países, ofrece al ciudadano la opción de ejercer su soberanía, su libre albedrío, su libertad de juicio y su independencia de conducta! ¡Y tanto más encomiable el empeño cuanto que, desoyendo durante decenios voces apresuradas que le instan a cambiar de ropajes y actitudes, permanece fiel a su propósito –haciendo incluso sacrificio de las retribuciones que podía dispensarle la taquilla- para procurar al ciudadano un beneficio, más oculto pero más alto, que transformará su afición al espectáculo en el libre ejercicio de sus valores espirituales! Y más aún cuando se piensa que para llevar adelante ese designio tendrá que luchar con la incomprensión, a veces con el ridículo y siempre, siempre, con la estrechez de medios económicos.

A duras penas pude durante un buen rato apartar la vista de aquel bidón lleno hasta rebosar de patas de gallo. Era de noche y los cubos de basura amojonaban el borde de las aceras de Ferdowsi pero la luz de una farola caía de lleno sobre él para acentuar –si cabía- el mórbido color hepático del montón, la granular epidermis de medio quintal de pesuños tan entreverados que resultaba imposible distinguir y destacar con la vista una sola pata entera. Tres veces seguí adelante y tres veces hube de volver, la última sospechando si aquello se movería, por si a una hora dada instaban a rebullirse animados por los postreros tirones de mil haces de nervios desolados e impacientes, confrontados con su definitiva quietud.

Los que como yo van casi siempre al cine a instancia de hijos y amigos que consideran poco menos que una obligación ver determinadas cintas, se pueden hacer cargo de lo difícil que resulta para el hombre remolón y cargado de prejuicios asistir a un espectáculo que, con toda probabilidad, le tendrá fascinado durante dos horas. A poco que esté hecho con algo de talento resulta imposible –real, estadística y socialmente imposible- abandonar la sala. Incluso si cunde el aburrimiento es preferible aguardar al final –con la esperanza puesta en una escena que compense del esfuerzo del tedio o con la resolución de extraer de éste una diversión pervertida- a ganar la calle y volver a casa con la cinta entre las piernas. En el cine todo hay que sacarlo de la pantalla... o del sueño. Resulta imposible divagar y desconectarse de la proyección a menos que alguien –hypnos o la pareja- le saque del encantamiento para sumirle en otro.

Cuantas más actitudes estéticas y más atentos sentidos se ponen en acción, en la contemplación o en la lectura de la obra menos espacio deja para una interpretación propia de la misma, quedando relegada la divagación a aquellos planos de la memoria o la sensibilidad que han quedado en libertad por la decisión autónoma del artista o por la índole del producto que suministra. En efecto, una obra bien hecha –sea una narración, una sonata, una fachada o un óleo- no permite que se ejerza la capacidad de recreación por el plano en que discurre y nadie puede divagar ni añadir nada musical mientras escucha el piano ni concebir algo arquitectónico, cuando contempla una fachada, fuera de lo expuesto por la propia piedra. Y así la obra bien hecha en un plano de la sensibilidad se puede definir como aquella que cierra todo el campo de la fantasía en dicho plano. En contraste, la divagación puede discurrir transportada por el vehículo de aquellos sentidos menos afectados por la experiencia estética y, sobre todo, por aquellas “formas” estéticas adquiridas por la experiencia que no se hallan presentes ni interfieren apenas en el acto: la narración con la melodía, ésta con la estampa, la estampa con el recuerdo de aquélla; así acuden los rumores de una leyenda pagana que parece esconderse tras las sombras de un jardín umbro y la mirada del enigmático conspirador –casi oculto por los visillos- replicará siempre a la curiosidad del inocente aficionado que contemple la fachada de Sansovino. Una frase del violín deja muy pocas dudas acerca del carácter cromático de la melancolía.

Y bien, el film no permite que el espectador se vaya por su lado. Sobre todo si se piensa que no tiene donde ir, a menos que gane la calle donde no es probable que le espere –en esa hora vacía y gratuita- un bidón repleto de patas de gallo. Dejando la guerra de lado y algunos actos de la carne imprescindibles para su equilibrio, tal vez sea el cine lo más absorbente que el hombre ha inventado. Tan absorbente que si está bien hecho apenas puede reparar en los detalles... por falta de tiempo, no puede volver atrás ni por lo general desviar su mirada del centro de la pantalla ni perder una frase ni recapacitar sobre el sentido de una escena que se le ha escapado si no quiere verse metido en una mayor confusión ; a lo más las dudas se despejarán a la salida –como en los exámenes- preguntando a quien tenga capacidad para responder. No digo que no haya lugar para la ambigüedad cinematográfica pero sí afirmo –sin ambages- que me “es más difícil concebir una película dudosa que una estrella que baile”. Por eso sin duda son los detalles tan importantes, porque el espectador no debe caer en ellos. Y si eso ocurre y no responden a lo que se esperaba de ellos... es mejor abandonar la sala y ganar la calle, pase lo que pase. ¡Loor al cine español que con riguroso y casi científico esmero descuida de tal modo los detalles que permite al espectador ganar la calle sin la menor sensación de haber sido defraudado en cuanto la protagonista, al llegar a casa, se deja caer en su lecho a sollozar y acude su madre a prestarle consuelo!.

La verdadera revolución –la segunda y más decisiva-, según he leído en alguna revista especializada, la aportó el cine hablado. A partir de ese momento, todas las formas tradicionales de la experiencia estética se concentran en la narración cinematográfica: la atención dramática a una escena que es consecuencia de lo ya visto y antecedente de lo que vendrá, sin posible vuelta atrás, sin la menor opción para la relectura; la audición musical de una frase que sólo en la armonía se enlaza con el resto pero que por sí misma requiere la presencia de todo el espíritu; la fijación de toda la mirada por una imagen pictórica fuera de la cual no hay más que sombras; la retentiva literaria de una narración cuya memoria, por si fuera poco todo lo anterior, gravita durante toda la proyección. Una experiencia tan extensa sólo se soporta si es intensa y un fallo en cualquiera de las categorías tradicionales de la experiencia estética –la dramática, la musical, la plástica y la literaria- supone por lo general el hundimiento de todas las demás. No hay doctrina del repoussoir que valga para el film; no hay posibilidad de abandonar el primer plano –si existe- para descansar la vista con la quietud del paisaje de fondo; no hay desplazamiento ni en el eje ni en la magnitud, como en el  San Jerónimo flamenco todo él ocupado por la vista imaginaria del lago, los acantilados y los quiméricos castillos, mientras el santo apenas se distingue en un rincón, arrodillado y casi oculto por un cedro; no hay digresión gratuita, como el relato inserto en la novela y apenas hay cambio de tono, de modo o de compás. En el film hasta la incoherencia debe ser coherente.

Numerosos amigos –todos ellos más jóvenes que yo, que en buena medida han madurado en la cultura de la imagen y muy aficionados al cine aun cuando –observo- su entusiasmo va decayendo a medida que se alejan de los treinta años- constantemente me reprochan mi incomprensión hacia el séptimo arte, mi incultura cinematográfica y mi apego a los prejuicios elaborados a lo largo de cuarenta años de espaldas a la pantalla. Las acusaciones son exageradas y ni que decir tiene que, incapaz para discutirlas, no me siento nada conforme con ellas. He visto mucho cine –a lo largo de cuarenta años- casi todo él malo, que es lo más formativo; es decir el que, una vez asimilado, más ayuda a degustar el bueno. Creo que como cualquier individuo de mi edad y educación, me ha sido dado ver mucho cine comercial y muy poco cine –recurriendo a una denominación que no entiendo cabalmente- de autor; ha sido, en definitiva, una gran suerte para mí pues de haber frecuentado el cine de autor hoy sería –sospecho- un hombre profundamente amargado. Pero, por encima de todo, tengo la certidumbre (de la que ningún amigo me puede apear) de que cuento exactamente con la cultura cinematográfica precisa para extraer de un film todo el beneficio que se puede sacar. Lo mismo me ocurre con el drama, con la novela y la pintura al óleo. No me ocurre lo mismo con la poesía, la música y la arquitectura, disciplinas cuyas manifestaciones me dejan siempre la insufrible sensación de que me sobrepasan, que hay algo en ellas que siempre me perderé por ser incapaz de aprehender sus últimas consecuencias. (En cuanto a la danza clásica cuento con la convicción y la cultura necesarias para estar seguro de que cualquier manifestación de esa mortificante actividad siempre me producirá horror). No tengo demasiado respeto por las experiencias estéticas –cualitativamente diferentes- de los especialistas y no creo que el film –bueno o malo- sea otra cosa que un producto para profanos. Todo depende de la clase de profano que se sea y ningún conocimiento técnico o profesional puede venir en ayuda del espectador si aquello que le muestran no le satisface en cuanto hombre común y medianamente culto. El manejo de la cámara, el dominio de los actores, las delicadezas del montaje, el respeto al eje... son cosas que pueden ser de utilidad (cuando se toma asiento en la butaca) siempre que lo que a uno le muestren tenga el interés macroscópico de todo espectáculo, un producto organizado con vistas a cierto vulgo.

No creo que se pueda definir con una palabra ese nervio conductor y tenso que sin asomar jamás a la pantalla, enhebrando todas las escenas, permite que toda la proyección desde el principio hasta el fin tenga interés y tal vez un único interés. Supongo que no siempre será de la misma clase; ora la gracia, ora la compasión, ora la intriga... no lo sé, todo lo que se quiera, todo de lo que –con su conocido talento para el disimulo, la perversión, la vulgarización de lo exquisito- carecen un Visconti o un Rocha. Un sentimiento bien llevado basta no sólo para llenar una hora y media sino para alcanzar el supremo espejismo de que esa hora y media no pueda ser otra ni puede cumplirse de otra manera. Por ejemplo, el aburrimiento de tres niñas huérfanas durante los últimos días de sus vacaciones de verano. Es la misma declaración –desde la perspectiva de los seis, ocho o diez años- de Nizan en el pórtico de Aden-Arabie: “Je ne laisserai personne dire que c’est la plus bel âge de la vie”. Pero el aburrimiento es siempre una consecuencia, nunca lo originario ni lo primordial. Existe un pathos que crea el clima de aburrimiento que no se despejará mientras aquél se inmovilice, de la misma manera que sólo el viento levantará la niebla.  El pathos se halla por doquier: en las fotografías con que ya no se distrae la abuela paralítica, como ya no se alimenta la persona desganada que picotea unas avellanas; en la soledad de una criada rezongona que muestra sus ubres como inmóviles testimonios de antiguas concusiones carnales; en el baile de tres niñas dos a dos que sólo esperan gracias a él transportarse más allá de esa abyecta edad que nada –sino pequeños deberes y reprimendas- les puede ofrecer. Y más allá del horizonte de las niñas, la terrible sospecha de que –a la vista de lo que han vivido sus mayores- lo que les va a ofrecer el tiempo venidero es mucho peor. En el espejo cronológico por el que transcurre la película –dejando de lado ese abstracto futuro desde el que una de las supervivientes vuelve hacia atrás su mirada- no ha lugar a esperar que mitigue el aburrimiento; tan sólo del colegio con sus clases –por la ocupación del propio tiempo desde fuera- puede llegar un alivio cierto.

Ciertamente la horrenda tragedia por la que han pasado las niñas –sobre todo la central y sólo porque a causa de su insomnio ha sido testigo de las escenas más crueles, pues Saura con sumo tiento ha tenido buen cuidado de no manifestar en ella un rasgo de carácter decididamente diferencial- pesa demasiado para que quepa esperar otra cosa; el abandono de la madre y una muerte presentada con sus rasgos más atroces; la sustitución de su ternura por la disciplina ancilar; la culpable frivolidad del padre; el implacable distanciamiento del mundo de los mayores (que se manifiesta en lo sucesivo en la forma de órdenes, miedo, deseos de muerte, antipatía, imposibilidad de llegar al corazón de nadie y menos de la peripuesta, acicalada, estupefacta y sonriente abuela de la que por sus escasos gestos cabe colegir que un día albergó alguna ternura, no se sabe por qué ni por quién) y esa crisálida del vacío que no será capaz de romper una canción, ni una muñeca, ni una pistola, ni una excursión al campo, ni la cháchara agridulce de la doméstica, pautado y acentuado por el paso frente a la puerta del dormitorio –casi siempre en la misma dirección- del fantasma querido de su madre.

Pero el clima del aburrimiento no se consigue así como así; no siendo sino una medida del tempo, un gesto o una expresión pueden bastar para consignarlo pero no para mantenerlo. Aquel detalle que con carácter signaléctico lo denuncia es preciso llevarlo hasta el final; el baile de las niñas se prolongará –sin excesivo entusiasmo- hasta que concluya el disco; el juego del escondite hasta que nada se pueda obtener ya de él; para las adivinanzas de la abuela es preciso repasar todo el retablo de fotografías; la canción es siempre la misma y siempre el mismo, el cuento infantil. La agonía de la madre no puede reducirse a una crisis de dolor y todo el talento de la actriz tendrá que ponerse a prueba en la reincidencia, en la caída –más vertiginosa en cada imagen- en la nada del sufrimiento y de la muerte. Son los grandes momentos del film, cuando el espectador ha de retener el aliento porque ese tiempo vacío, tétrico y sin sentido ha saltado de la pantalla para introducirse dentro de él: la niña insomne que aprieta los párpados para forzar la visión imaginaria que conjugará al poderoso señor de las sombras y del tedio. El tema no puede ser más antiguo y más primario el sentimiento al que apela si la atención se centra en las criaturas desvalidas; pero el acierto es desviar esa atención –gracias a la dureza de las niñas y en particular de la protagonista, que nunca reclama ayuda y rara vez despierta la compasión- de las vertientes psicológicas del drama hacia las alturas de ese tiempo empíreo que sustenta indiferente todos los acaecimientos. En la mejor muestra de su arte que nos ha ofrecido hasta la fecha, Saura ha dirigido su cincel –recreándose en la limitación del escenario, en el enclaustramiento de la acción- para extraer del bloque marmóreo del tiempo la infantil efigie del aburrimiento.

 

(Este texto constituye el prólogo que Juan Benet realizó para la publicación del guión de la película de Carlos Saura, Cría cuervos. Agradecemos a su editor, Elías Querejeta, la autorización para reproducirlo)

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Benet

31 de mayo de 2013

                    
                                                                                            

                      ...y de nuestro amor primero

                   y de su fe mal pagada

                   y también del verdadero

                   amante de nuestra amada

                                 Antonio Machado

 

            La noche en que murió tu hermano ya no era noche. Bueno, no lo sé. Había hilachas de amanecer entre las nubes y arriba, en el monte, se empezaban a distinguir las casitas que salpicaban el camino de los pinares. Pero eso lo observé cuando me lancé afuera, temblando, descalzo, al escuchar y comprender los gritos del cabo primero. Quizá todavía pesaban mucho las sombras allá en la garita y precisamente le dio el impulso definitivo esa insidiosa mancha de leche con que se anunciaba el alba sobre las tapias del otro lado del cuartel, yo mismo la percibí tantas veces. Siempre hemos hablado de la noche en que murió tu hermano y sólo hoy me doy cuenta de que la noche puede que estuviera terminando para todos menos para él, que penetraba en otra. Recuerdo las voces que reclamaban al oficial de guardia y, cuando dejé la litera, al brigada Vélez con las canas revueltas, subiéndose la bragueta y ajustándose el correaje. A mí me agarraron entre varios, no sabía adónde iba, a ver a tu hermano, me imagino, para decirle lo que ya no podría oír. Te lo he contado antes, lo he contado antes a tu familia, a los amigos de tu hermano y a los míos. Esos detalles insignificantes, a los que uno les concede la importancia de un certificado de verdad, quedan impresos en la memoria –los olores que acompañaban la noticia de la muerte de tu hermano, por ejemplo, el olor a la chistorra de los bocadillos de la cena y el olor a calcetines sucios y el olor al sueño sudado del cuerpo de guardia--, o será que lo que se queda impreso es la historia que transmitimos de los acontecimientos, como si nuestro relato barriera todas las perspectivas diversas y las demás sensaciones que no estaban incluidas en él. Te lo he contado antes, sí. Pero hoy escucharás una versión que nadie ha repetido.

            A tu hermano lo reconocí cuando apareció por la puerta de la compañía vestido de paisano con una trinca verde, creo, y un flequillo a lo beatle bajo el que se afligía una mirada de huérfano. Esa era la impresión inicial, la de orfandad, supongo que no muy distinta de la que ofrecimos los demás pero en el caso de él con el agravante de que llegaba con dos semanas de retraso, sin el arropamiento de la masa. De un hombro le colgaba el petate. Miraba hacia los dos lados del barracón sin decidirse a entrar del todo. Yo diría que tiritaba, estábamos en enero y hacía en Vitoria un frío del carajo. Me han dicho que preguntara por el furriel, o algo así dijo. Yo estaba junto a la máquina de las pepsi-colas y lo reconocí. ¿No había estudiado cuarto y reválida en el Gaztambide?, pregunté, ¿Barranco, Javier Barranco? Era un náufrago que avistara tierra a lo lejos. ¿Nos conocemos?, nos conocíamos, aseguré, ¿no se acordaba del examen de matemáticas con el Galán?, él los problemas, yo la teoría, era verdad, era verdad, y yo no había cambiado tanto, sólo que el pelo al cero despistaba, dijo, que no se preocupase, le dije, mañana también él se despediría de sus guedejas al viento, y le insté a que pasara, había tenido suerte porque yo era el ayudante del furriel, ventajas de saber escribir a máquina, le asigné una litera y le di mantas y le sugerí que se hiciera la cama antes de que los demás se percataran de la presencia de un novato y le montaran la petaca. Nos iluminaban aquellas bombillones tétricos que emborronaban la realidad en vez de precisarla. Haría media hora que había terminado la instrucción y cada cual trataba de olvidar como podía que esa noche tampoco dormiría en casa. Algunos volvían ya del hogar del soldado con las barras de pan y el vino tinto. Muchos se habían tumbado en el catre para darle a la mano en un intento de superar el bromuro que, según rumor, nos echaban en la comida. Yo no estaba en plan comprensivo, la verdad, eso de la solidaridad de los reclutas y el rollo de los grandes amigos de la mili es pura filfa, en ningún sitio he percibido tantos egoísmos como bajo el techo de uralita del CIR de Araca. Y a Franco le quedaban cuatro años para morirse, tú eres demasiado joven para hacerte una idea de la mierda aquella. Ahora bien, a tu hermano lo compadecí. Tenía muy grato recuerdo de él a los catorce años, éramos la generación del Capitán Trueno y nos sentíamos cómplices frente a las manías e insensateces de los profesores. Lo eché en falta al llegar a quinto. Los dos habíamos optado por letras puras y me hacía ilusión saber que en tu hermano tendría un aliado contra el cura casposo que nos iba a dar latín, don Cástulo, pero aquel octubre del 61 ó el 62 Javier Barranco no estaba en las listas. Fue cuando a vuestro padre lo trasladaron a Madrid y a esa edad no se mantienen las amistades, ni siquiera traté de enterarme de por qué Barranco ya no estudiaba en el Gaztambide. El caso es, esto me lo aclaró él, que seguía inscrito en la caja de reclutas de Navarra, creo que había un motivo por el que vuestra familia no lo empadronó en Madrid y además tu hermano estaba convencido de que un manotazo mágico, un manotazo zen, entonces leía rollos orientales, lo apartaría del servicio militar, pobre ingenuo. Hasta el último momento alegó enfermedades congénitas que se iba imaginando --corazón grande, entre otras—y que lo llevaron de observación a un hospital militar, por eso llegó tarde al campamento el cabrón. Bueno, allí estaba, desvalido, con su título de filología románica todavía tierno y seguramente arrepentido, y sin reconocerlo, de no haber hecho las milicias universitarias como sus compañeros de carrera que no tenían, como tenía yo, algún expediente policial que todos creían político pero que me abrieron por escándalo público cuando un policía me detuvo metiéndole mano en la Taconera a una chica de históricas, Olvido se llamaba, y me resistí a acompañar al hijoputa a la comisaría donde acabé con un par de magulladuras y un ojo reventón, a la chica nunca me la follé, por si te interesa, era difícil entonces. O sea que me dio pena tu hermano. Le ayudé a organizarse la taquilla y hacerse la cama. Le guié virgiliano por un breve tour de los alrededores esenciales del infierno: el Hogar del soldado para algún alimento extra si le sobraba pasta, las letrinas, y qué mueca de horror –la mía había sido igual pero me encantaba la superioridad que me proporcionaban las dos semanas de atroz experiencia--, por la noche meas y cagas a ciegas, le advertí, tienes que avisar de que estás ahí no sea que otro se te orine encima, suele ocurrir, dije, y no quise añadir que ocurría adrede, un modo de descargar la mala leche acumulada, y luego le mostré los límites de nuestro mundo, la explanada, que no se veía, donde desfilaríamos en el eterno ensayo del día de la jura, los bultos oscuros de las otras compañías, no te mezcles, le previne, y enfrente, a lo lejos, las luces de Vitoria donde ahora la gente de derechas se cree libre y escucha las mentiras del telediario. Mañana, le adelanté, te pelarán, te darán el uniforme de faena, la gorra que te caparán tus compañeros esa misma tarde, un librito que no buscan los bibliófilos (pero que hoy me gustaría haber conservado), el Manual del recluta, delicioso catecismo del facha celtíbero, y te convertirás, le dije, en un número, tu matrícula que la llaman, le dije, y él me dijo eso ya me lo han comunicado, quién eres le pregunté, soy el Navarra-104 dijo.

            Qué pinta tu hermano con la ropa de faena. No quedaban uniformes de su talla y no vayas a pensar que había servicio de sastrería. Le estaba de dolor, su cuerpo, muy delgaducho, es cierto, flotaba dentro de una sahariana y unos pantalones como para un recluta que le doblara el peso. Algunos le pusieron un mote, pero eso fue más tarde, espera, le llamaban Fideo de Mileto, como a un personaje de El Jabato, un tebeo que leíamos los chavales de los sesenta, tú no lo puedes conocer. No, eso ocurrió ya en el cuartel, allí en el campamento tuvo que aguantar lo de filósofo por aquello de que tenía el título de Filosofía y Letras, algo que le debió parecer muy gracioso al mariconazo del alferez Lobo que se divertía humillándolo mientras hacíamos la instrucción. No te lo creerás pero algunos de aquellos oficiales de complemento eran los peores, se cebaban en los reclutas, muy pocos, que habían terminado en la facultad y por los motivos que fueran se habían ahorrado la estúpida mitología de quince bajo la lona con Carlos Larrañaga y Ángel Aranda, o sea las milicias universitarias, lo de la lona era una peli de nuestra infancia que tú felizmente ignoras. Filósofo marca el paso, filósofo ese CETME, filósofo más brío que te cae una imaginaria, así todo el tiempo como si tu hermano fuera el único conejo de la compañía. A mí me respetaba un poco más porque me había licenciado en derecho y al tío, que era perito agrícola, le debían parecer las leyes una cosa solvente en comparación con la bagatela filosófica, aparte de que yo tenía todas las facilidades para escaquearme en la fuerrielería, que si teclear el parte, que si el capitán me pedía que le hiciera una carta para no sé qué hostias del gobierno militar, que si la lista de arrestos, vaya, que me libraba del undosundosizquierdaderechaizquierda por lo menos tres días a la semana. El Navarra-104 lo pasaba de puta pena y eso que retomamos nuestras antiguas complicidades y cuando bajaban bandera nos dedicábamos a charlar de las pasiones que compartíamos, los libros y las películas, igual que de chicos habíamos tenido en común los fervores salgarianos y la devoción por Flash Gordon y la rubia Sigrid, bueno, y los westerns de John Wayne que yo había preferido olvidar, tu hermano no, porque atravesaba mi etapa gauchista y me avergonzaba conmoverme con El hombre que mató a Liberty Valance como ahora me avergüenzo de haberme avergonzado entonces, cosas. Y eso que éramos tan distintos. Yo leía Triunfo y él Fotogramas. Yo ópinaba que Hitchcock era un reaccionario y tu hermano lo adoraba. Yo me entusiasmaba con Antonioni y el Navarra-104 con John Ford. Yo leía a Castilla del Pino y tu hermano a Allan Watts. En fin. No es que Javier fuera un carca pero pasaba de la política. Hablaba de poesía, de tantrismo, uf, de las sonatas de Beethoven cuando yo y mis amigos escuchábamos a Bob Dylan. Yo era más normalito, en realidad, respondía a los clichés del progre de la época.  Envidiaba la cultura de tu hermano al tiempo que me irritaban sus gustos burgueses, así los consideraba yo para estupor del Navarra-104 que se resistía a aceptar esas categorías. Pero había un terreno en el que yo le daba cien mil vueltas. La experiencia del Navarra-104 con las tías era mínima o se reducía a unos pocos escarceos sin desenlace, y no es que me hiciera confidencias, todavía no, pero yo deducía de su timidez y de su negativa a participar en las conversaciones sexuales, y el 90% de las conversaciones del campamento, fíjate, eran sexuales, salvo las que manteníamos tu hermano y yo sobre Lawrence Durrell y Joseph Losey, pero nosotros éramos los raros, deducía yo, te digo, que en ese campo Javier se había limitado a las angustias de un platonismo forzoso alimentado a base de miradas secretas y pajas vergonzantes, vamos, y no me equivocaba mucho, eso lo supe después. Yo me había espabilado en mis salidas veraniegas al extranjero de coffee-boy en Inglaterra, de recogefrutas en Francia. Porque ya te puedes imaginar lo que daba de sí Pamplona en esos años. Y aun con todo comenzaban a destaparse las hijas de la clase media profesional y yo tenía novia, sólo que entonces no usábamos esa palabra, y novia  con la que follaba gracias a las virtudes del neogynón que nos suministraba una amiga farmacéutica y al Parnasillo y a las buhardillas que los amigos y yo mismo veníamos alquilando por el casco viejo. Incluso añadiría que la relación con mi mueta andaba ya alicaída, tanto que el destierro en el CIR de Vitoria en cierto modo fue providencial para darnos aire, o dármelo a mí, al menos, que era el más asfixiado de los dos o, por qué no confesarlo, el único asfixiado.

            Yo temía que por culpa de mi mínima ficha policial me destinaran, tras la jura de la bandera, a los abismos reaccionarios de Burgos pero hubo suerte –o no, la perspectiva de los muertos es distinta y sería canallesco hoy escoger otra—y a tu hermano y a mí nos enviaron con el petate a cuestas a las cumbres reaccionarias del cuartel de montaña de Andoaín, a los pies del monte San Cristóbal, y con posibilidad de conseguir el ansiado pase pernocta que nos permitiría vivir las tardes que no teníamos servicio en Pamplona sin ir vestidos de caqui. El Navarra-104 fue a parar a la casa siniestra de una tía viuda en una bocacalle del Paseo Valencia, yo regresé al bario San Juan, con mis padres. Le prometí a tu hermano una acogida más que amistosa en el Parnasillo, “un refugio contra el mal aliento clerical” según rezaba la placa que habíamos colocado en la puerta del bajo en la calle Dormitalería, un par de cuartos atiborrados de libros y discos (robados en su mayoría) y unos catres sucios por el suelo, un refugio que pagábamos entre unos cuantos, en fin, refugios hubo varios pero el de Dormitalería convocaba más presencias y me pareció ideal para iniciar al Navarra-104 en su navarra nueva vida. Cómo era Pamplona, no te puedes hacer idea. Lo de la halitosis clerical se resigna a la prudencia de la metonimia, pero la realidad –aquella sociedad de meapilas casposos bajo boina requeté, espías aldragueros que denunciaban los modestos intentos ajenos de libertad, familias supernumerosas y supernumerarias de doncella con cofia,  damas que competían a prosapia rancia en cada chocolate con picatostes de las tardes en el Iruña—aplastaba con una contundencia que ninguna figura retórica puede reproducir. Y eso que, ya te lo he anunciado, pertenecía yo al reducido grupo clandestino que follaba sin pasar por el altar mayor de San Cerni ni temblar por los peligros del embarazo. Quedaba para los desesperados la opción canalla de las cuatro putas de la Chantrea, alguna más, vale, y alguna célebre entre los parroquianos, ¿nunca te he hablado de la puta del sifón?, bueno, otro día te lo explico, lo último que se le habría ocurrido a tu hermano, por supuesto, él que creía en el amor petrarquista y el rollo cómo iba a ingresar en la secta sonrojante de los putañeros y a lo mejor de haberlo hecho se habría salvado, ¿no te parece?, no, no lo sabes, no se sabe, no se sabrá nunca, tienes razón. Yo me consideraba un privilegiado y sin embargo, qué liviana es la juventud, en el primer permiso del CIR le había echado el ojo a una estudiante de música que salía de vinos con los parnasillos, Manolo Bear, Antonio, esa gente, el poeta Irigoyen, los de la radio, una tía preciosa que apareció justo cuando la relación con mi novia me empezaba a producir disnea. Y la verdad es que mi chavala no tenía precio que se dice y todavía conseguía conmoverme por su absurda capacidad de querer a un tipo como yo. Acababa de medio apalabrar un encuentro con la pianista para el siguiente fin de semana y me había echado un polvo con mi chica pensando en la otra, para qué mentirte, cuando ella me dijo una vez más que me quería tanto, haz lo que quieras conmigo, me dijo, y no supe qué contestar, no exigía respuesta, claro, pero pensé en mis planes musicales y se me saltaron las lágrimas. No por eso anulé la cita del sábado pero me conmoví y mucho. Disculpa, me estoy apartando del Navarra-104.

            Que también me conmovía, aunque de otro modo. Actuaba tu hermano con una delicadeza insólita entre varones machotes. Recuerdo una tarde en la que yo estaba con el muermo subido y él me lo notó por teléfono, así que apareció de repente en la buhardilla de Cacharrería donde solía recluirme a rumiar mi frustración de futuro condenado a opositar, traía una botella de vino, pan y medio queso roncalés, y eso que manejaba poca pasta, las migajas que ganaba con clases particulares de latín y de griego, y comenzó a hilvanar historias hilarantes de sus ligues sin éxito en la facultad y de vuestra familia, tan fecunda en personajes estrafalarios, o a lo mejor se las inventaba para hacerme reír, ¿teníais un tío que se desayunaba su propia orina?, ¿sí? Era formidable citando escritores y frases de pelis, se sacaba de la memoria el gag oportuno de W. C. Fields o el verso de Auden, y reproducía supongo que con exactitud historietas de Pascual criado leal o de Carpanta que habíamos leído los dos de niño, o de pronto me preguntaba si me acordaba de Chendalang y los cien mil o de Nicola Stradiato y los dos hacíamos alarde de la erudición imborrable de las lecturas de los diez años, qué bien que nos lo pasábamos. Debíamos llevar unos tres o cuatro meses en el cuartel de Andoaín cuando la amistad adquirió lo que parecía una sedimentación inquebrantable y el Navarra-104 atravesó las barreras del pudor y empezó a hacerme su confidente. Sí, sería a finales de mayo de ese año, ya había conocido a Marta y se había enamorado pero aún no lo sabía, las confidencias coincidieron con su encuentro en no sé qué festival de música folk en el Gayarre, luego se fueron de potes con el grupo pero ellos hablaron de esto y lo de más allá, en fin, que me preguntó qué sabía de ella y se preguntó en voz alta por qué le parecía tan misteriosa y yo le dije que no la conocía demasiado pero misteriosa, vaya, una burguesita de Carlos III, muy progre y tal pero pijita al fin y al cabo. Tu hermano encajaba y no encajaba con la cuadrilla, sabes, los domingos se le debían hacer más largos que una misa cantada y yo no siempre estaba disponible con lo que se acercaba a Dormitalería sólo para cerciorarse de que compartir el hastío con otros no resultaba gratificante, aparte de que era un tipo muy poco gregario y mis amigos, que lo apreciaban, lo eran en exceso, no buscaban el diálogo vis à vis que era el único que le satisfacía al cientocuatro. Javier me hizo su confidente porque a mí también me gustaba sentarme con él en los sofás del fondo del Iruña y charlar sobre actualidades tan acuciantes como la evolución estilística de la generación perdida, y además habíamos encontrado una base sólida de entendimiento en algunas películas. Yo le espetaba “anciano, no te conozco” y él en seguida la emprendía con “jesús, jesús, la de cosas que hemos visto” y es que ambos habíamos escuchado las campanadas a medianoche con idéntico fervor. Y admirábamos Jules et Jim con pasión insana, yo alegaba que por su ataque a la pareja burguesa y tu hermano por el romanticismo implícito en el amor a tres bandas. Nos gustaba saludarnos como los amigos de la película, et les autres?, y canturreábamos a dúo desafinado on s’est connu, on s’est reconnu, on s’est perdu de vue, on s’est reperdue de vue, on s’est retrouvé, on s’est rechauffé, puis on s’est separé, Jeanne Moreau lo hacía mucho mejor pero nosotros nos limitábamos a envidiar aquellas vacaciones inventadas en las que dos hombres y una mujer se amaban sin tensiones. A ti todo esto te parecerá my adolescente, ¿no?, por no decir pedante o hasta ñoño, no sé, la poca inocencia que me quedaba se manifestaba sin rubores en aquellas conversaciones con tu hermano, por eso conservo un recuerdo tan fresco (y tan doloroso) de nuestros callejeos  antes de que le tourbillon de la vie, como dice la canción, nos mandara a la puta mierda, bueno, a tu hermano más lejos, bastante más lejos.

            Lo raro es que a tu hermano le sobrevenía la vena confidencial en el cuartel, no me preguntes por qué, quizás allí no disponíamos de mucho tiempo y eso, el no poder entregarse al lujo del análisis, favorecía la confesión súbita y breve. Una mañana estábamos recién desembarcados del autobús tomándonos un café aguado en el comedor, y ojo, habíamos hecho juntos el recorrido, desde la parada que estaba justamente por aquí enfrente, a unos pocos minutos del hotel Tres Reyes que tan pomposamente nos protege del invierno esta tarde, hasta la misma puerta de la compañía y no habíamos hablado más que de Gary Cooper, de qué cosas no se olvida uno,  había un ciclo de Gary Cooper en la tele y su presentador, un tal Cebollada, franquista y censor, a mí me atacaba las tripas y  me predisponía en contra del vaquero, pero para tu hermano contaba más el sudor contra reloj de Solo ante el peligro que el asqueroso catolicismo, y en eso no he cambiado, aún lo juzgo asqueroso,  de aquel cretino colaborador de MacCarthy, bueno, estábamos sorbiendo el aguachirle y mordisqueando un canto de chusco cuando el Navarra-104 musitó que había pasado la tarde del domingo con Marta y que pocas veces se había sentido tan a gusto con una chica hasta que, antes de despedirse en los soportales de la Plaza del Castillo, ella le dijo  a bote pronto quiero avisarte de que nunca me acostaré contigo. Y quién había hablado de acostarse, se lamentaba Javier al que se le podía leer incluso en las raíces del pelo que se estaba muriendo por acostarse con Marta, aunque simplifico, tenía razón tu hermano, no había llegado hasta su reticente conciencia lo mucho que le apetecía echarse un polvo con la muchacha, él se había enamorado y se había enamorado en clave lírica. De todos modos yo le advertí que no interpretara literalmente las palabras de Marta, si hubiera leído más a Freud y menos a Garcilaso sabría que esas declaraciones se llaman denegación y significan lo contrario de lo que explicitan, nunca me acostaré contigo significaba para empezar que ya se le había pasado por la cabeza el hacerlo, ¿no?, pues a mí no, la verdad, me dijo el Navarra-104, ¿es que te molestaría follártela?, le pregunté o algo parecido, no me lo planteo en esos términos respondió medio cabreado y sin embargo no lo juzgué un jodido hipócrita, la respuesta me confirmó simplemente su lentitud para percatarse de los propios deseos, su torpeza virginal, sus inmensos prejuicios. Estás en babia imbécil, debí pensar, pero no le dije nada, me producía una rabia absurda su jesuitismo al tiempo que me impresionaba la gravedad de sus sentimientos y tal vez debí comenzar a preocuparme. Porque la relación entre Marta y tu hermano continuó, se veían los domingos en que a él no le tocaba guardia ni retén, y continuaron las confidencias furiosas, porque le violentaba el transmitírmelas y no podía por menos de desahogarse o se habría vuelto loco. A veces se contentaba con describir la belleza de la chica como si yo no la hubiera visto nunca, y así era en realidad si uno reflexiona, nunca la había visto con la mirada absoluta y singularizadora del amor que era la mirada de tu hermano, quizá yo no haya visto a nadie de esa manera y por eso mismo Javier me irritaba y, ¿te lo podrás creer?, me daba envidia, aún hoy me da envidia. Yo seguía los estados de su fiebre como un médico observa el proceso de una enfermedad que no puede curar, ni siquiera aliviar. Supe de los primeros besos y de los desplantes intempestivos de Marta, escuché las minucias insufribles del matiz rosa de los párpados de Marta cuando cerraba los ojos antes de acercar sus labios a los de Javier y vi a tu hermano torturarse por el malhumor sombrío de la muchacha algunas noches en las que no permitía que ni le rozara la mano. ¿Pero folláis o no?, le insistía yo mientras engrasábamos el fusil ametrallador, y no follaban, se le contraían las facciones al 104 cuando yo empleaba ese tono, no follaban pero follaron, ojalá no lo hubieran hecho, perdona, por qué digo esa tontería. No sabemos nada.

            Al parecer lograron quedarse solos en el cuchitril de Dormitalería un domingo a finales del verano. La cuadrilla se había dispersado en agosto, muchos se iban de vacaciones con los padres, yo mismo de no ser por la mili. Teníamos veinte, veintidós años, y nuestro afán de independencia no era tan heroico que nos hubiéramos independizado sin recursos. Yo me daba por satisfecho de poder ganar un dinerillo en el despacho de mi padre y poder pagar una parte de la buhardilla que compartía con otros en mi situación. Bien, el lunes estaba feliz tu hermano. Marta le había pedido que la esperase en una de las alcobas y al cabo de unos minutos apareció ella en pelotas. Follasteis por fin, le dije. Pues no. Marta no le dejó que se desnudase más que de cintura para arriba y, como Javier me ahorró los detalles, sospecho que el magreo subsiguiente tuvo mucho para tu hermano, deslumbrado, de culto de latría al cuerpo de la chica, y para ella de complacencia narcisista. Calientapollas, murmuré, y fue la primera ocasión en que mostró el Navarra-104 cierta agresividad peligrosa. Te prohibo ese lenguaje, me ordenó muy serio. Luego se percató de que sus historias provocaban reacciones como la mía y sabía, por ende, que no era capaz de dejar de contármelas. La conducta de Marta lo perturbaba. Ella le había confesado cosas que a nadie antes, cuáles, le pregunté con mucha curiosidad, para enfrentarme al reproche mudo de Javier, y él le había entregado su intimidad más honda, no tenía para ella más que un secreto, que le avergonzaba, y era justamente que había una tercera persona, yo, que estaba al tanto de lo que ocurría entre los dos. Yo no soy nadie, le garanticé, soy el capitán Nemo, Ulises en la cueva del cíclope, no, me interrumpió, por favor, dijo, no estoy para bromas, aspiraba a la total transparencia con Marta y se culpabilizaba por ocultar mi existencia, vaya, no mi existencia, le hablaba de mí, de nuestra amistad anclada en la isla de Mompracén y en el reino de Pal-Ul-Don, pero no la había revelado, nunca lo haría, que cada lunes me hacía el receptor incómodo de las crónicas de sus avances y retrocesos en la campaña amorosa para la que carecía de la más elemental estrategia. A veces tengo la impresión de que me desprecia, me declaró, y otras que le soy imprescindible. La primera vez que follaron, allá por octubre, descubrió tu hermano que Marta le había contado cosas de su vida que a nadie antes, se lo había jurado, pero se callaba otros detalles de los que él hubiera preferido tener noticia, por ejemplo, que él podía eyacular en su vagina porque ella tomaba la pilule –todavía la llamábamos en francés, qué catetos, ya te digo--, información que desconcertó al Navarra-104 hasta el punto de que no había dejado de cavilar sobre la propia inexperiencia frente a un indudable savoir faire de la muchacha que él relacionaba con el uso imprevisto de la pastilla. Yo le aseguré que mucho mejor así, ¿o es que él había ideado un método anticonceptivo menos arriesgado que la marcha atrás?, pero tu hermano se había enfangado ya no tanto en los celos retrospectivos –había leído a Proust, por supuesto—como en las dudas sobre su propia performance de novato frente a los tíos que él imaginaba haciendo retorcerse de placer a Marta y eso era insoportable. Marta no ayudaba gran cosa, adoptó una de sus poses esquivas después del primer polvo y a Javier se le leía el sufrimiento en la frente, en las comisuras de los labios, en aquella manera suya como de encogerse dentro de sí mismo porque hasta la brisa nocturna podía abrirle heridas en la piel. A mí me apenaba verlo convertido en una llaga oscura que se curaba apenas la chica volvía a aceptarlo de acuerdo a unos cambios de carácter que al cientocuatro se le antojaban inexplicables,  casi patológicos, y el caso es, me decía, que yo creo que ella sufre también y no consentía –tú que sabrás, si no la conoces, argüía--, no consentía que yo quitara hierro al hipotético dolor de Marta tomándolo a la ligera, que no será para tanto, hombre, le decía pero él me mandaba callar y la cara se le contraía como si de verdad alguien le estrujara para aplastarlo. Yo le atribuí las chapuzas habituales en los primerizos, el gatillazo, las precocidades menos deseables en esas circunstancias, ahora que tal vez me equivoque y sus inseguridades no procedieran de él mismo sino de la conducta de su pareja, en fin, también había leído, cómo no, París era una fiesta y no quería repetir conmigo las consultas eróticas del pobre Francis al maligno Ernest, según Ernest, o sea que vete tú a saber. Me desvío, sí. Volvieron a follar, los padres de ella se fueron de viaje con la hermana pequeña y Marta lo invitó a cenar un sábado en su casa y a pasar la noche con ella en el piso de Carlos III, ya te he dicho que era una pija de Carlos III. De puntillas se movía tu hermano por el cuartel, tanto terror tenía a que lo arrestasen; le acababa de tocar servicio de cocina y había salido de guardia ese miércoles o jueves de manera que sólo un arresto podía impedirle al bueno de Fideo de Mileto –era la época en la que lo apodaban como al personaje del tebeo—acudir a la cita con su amada, y había tantos peligros, no haber limpiado bien el fusil, un error en la instrucción, atraerse la mirada malévola del capitán que nos definía como hostiables, es decir, los que merecen recibir hostias, y que odiaba a tu hermano porque sólo con verlo caminar desde el cuarto de banderas se apreciaba que era más inteligente, más culto, más bondadoso, más estúpido que todos los demás hostiables de todos los cuarteles del puto ejército. Yo no sabía cómo protegerlo y lo habría hecho a costa de mi propio arresto, me angustiaba tanto como a él, de verdad, el que el fatum en forma de sargento gallego o capitán valenciano le impidiera precipitarse a la fiesta que le había preparado su amor. No sabía cómo protegerlo, dios mío, y no lo protegí: no lo arrestaron, acudió a su cita.

            Yo salía de guardia el lunes cuando lo vi con la cara desencajada en las escaleras de la compañía. Me dijo que teníamos que hablar y decidimos encontrarnos a la hora del bocadillo en la caseta donde los maestros enseñaban las primeras letras a los analfabetos del remplazo, las academias como llamaba la jerarquía poéticamente a aquellas aulas cutres. Acudí con cierta aprensión y sin apresurarme. Tu hermano estaba sentado en un pupitre y estrujaba la gorra entre las manos. Me pidió que me sentara y me aseguró que no había prisa, dirigiría la instrucción el cabo primero Planas que estaba de acuerdo en pasar por alto nuestras ausencias a cambio de un par de paquetes de Camel y que no me preocupase por los educandos de artillería, estaban de maniobras, o sea que teníamos tiempo para que me narrase y que yo por favor ninguna gracieta y es que él no debería, no debería, pero si no me lo contaba le explotarían las vísceras, vomitarías las tripas, no sé qué disparates. Le rogué que se tranquilizara. No estoy intranquilo, dijo, estoy deshecho. Todo había ido muy bien al principio, la cena, el vino alegre, risas, los besos y la cama y desnudarse y acariciarse, hasta que ella se montó encima y empezaron a follar. Y de pronto tu hermano observó que a Marta se le descomponía el rostro y no por el placer sin como cuando un pensamiento turbador se cruza por el coco y ya es imposible continuar con lo que se estaba haciendo aunque lo que estabas haciendo era follar con tu chico  al borde del orgasmo. Aflojó el ritmo, se detuvo. Lo miró –me miró, me dijo—como a un desconocido, acercó su cabeza a la de tu hermano, me contó Javier, y le susurró quiero que sepas, me dijo que le dijo, quiero que sepas que me acuesto con otros hombres. La declaración me sorprendió, me indignó, me dolió, y eso que yo no era quien la recibía con los pechos de su emisora bailando frente a mis ojos y su coño humedeciéndome la polla. Creo que la única respuesta a tan desabrida revelación habría sido echarse a llorar y quizás es lo que hizo tu hermano, no estoy seguro, su relato se iba desarticulando conforme pretendía darle un sentido a una materia narrativa que causaba un dolor tanto más agudo cuanto más trataba él de  racionalizar los motivos de la chica para provocarlo. A qué venía eso le preguntó, claro, y ella, desencajando sus cuerpos, se limitó a murmurar que le parecía honrado aclararle ese punto. Estaban a oscuras, me dijo, pero intuía esa mirada perdida que le había sorprendido otras veces, se había tumbado Marta y de pronto se levantó, rebuscó entre su ropa, salió del dormitorio. Pasaron unos minutos eternos. Javier la llamó, luego salió a buscarla. No conocía la casa y se tropezó con muebles, con una pared. En la sala penetraba la luz de las farolas de la avenida y recortaba entre las sombras la desnudez de la muchacha; Javier me describió cómo reposaba la nalga izquierda en la esquina de una mesa central y esa pierna quedaba colgando en el aire mientras la otra pisaba la alfombra, en la mano diestra sujetaba un cigarrillo que se llevaba a los labios con el gesto rápido de quien tiene ganas de consumir el tabaco, ¿sus ojos le brillaban?, él diría que sí, casi le dio miedo, también creyó distinguir la mancha negra del sexo, eso era imposible, le dije, o a lo mejor sólo lo pensé, yo apenas hablaba. ¿Por qué?, insistió él, explícame, Marta hizo un movimiento de cabeza, como si despertase, tenías que saberlo le dijo con voz de humo y de noche, pero por qué todo, no lo entiendo, ¿tú lo entiendes?, me preguntó tu hermano directamente, ¿lo entiendes, ¿la entiendes?, las ojeras románticas se avenían mal con la ropa de faena demasiado ancha, por un instante decidí que todo era ridículo y que nadie con ese aspecto de fantoche tenía derecho al dramatismo pero me iba ganando una angustia absurda, aquella historia nunca debió desarrollarse así, y rebuscaba entre mis experiencias una sensación de amor tan intensa y tan desesperada cono la que transmitía mi amigo, a sabiendas de que jamás había vivido una pasión como la suya, tal vez nunca, no tal vez, con absoluta certeza nunca había vivido una pasión, todo en ese aspecto había sido muy sencillo en mi vida, al menos todo lo sencillo que permitía el gendarme de la esquina y la ñoñez generalizada de mis coetáneas. ¿La comprendes?, me volvió a preguntar Fideo de Mileto, quería yo identificar aquel soldado enclenque con Fideo y no con mi camarada de la isla de las Tortugas de nuestra infancia para no dejarme arrastrar por su desdicha. Me salí por la tangente, sin duda que exagera, no entendió mi frase, que exagera en qué, dijo, eso de que se acuesta con muchos hombres es una exageración, seguro, aclaré, y tu hermano podría haberme estrangulado, blasfemó, recuerdo, y me sorprendió porque era la mar de repulido con su lenguaje, se cagó en dios o en la hostia, nunca me había parecido tan navarro como en ese momento, ni tan Fideo de Mileto, sólo que en la frontera misma de las lágrimas y para dónde mirar, qué embarazoso, y entonces oímos la corneta, el séptimo de caballería siempre al quite, nos llaman, le dije, vamos, no querrás que nos arresten, y le cogí de la manga, ve tú, dijo, búscate otra mueta, le recomendé, él no pronunció una palabra, no hacía falta que me gritara gilipollas.

            Esa misma noche me llamó a casa, a casa de mis padres, en la buhardilla sólo me quedaba a dormir los fines de semana y algún día laborable si había plan, muy buen plan, porque la parada del autobús al cuartel caía lejos, yo le irritaba a Javier, a menudo juzgaba mis comentarios despreciables, pero yo era la única persona que no sólo estaba al tanto de los climas tormentosos de su relación sino que captaba los paralelismos, alusiones y ejemplos que él extraía de los amores de Swann o de La piel suave, o podía ir incluso más lejos y evocar a don Emilio de Ventimiglia adentrándose en el mar Caribe con Honorata de Van Guld en sus brazos, y es que, pese a mi zafia interpretación de sus angustias, nos seguían uniendo los exámenes de latín, las hazañas del noble Winnetou. Esa misma noche me llamó como si yo no le hubiera recomendado unas horas antes, con la sensibilidad del esparto, que se buscara otra chica. El teléfono colgaba de la pared del pasillo que unía la sala, donde mis padres veían la tele, y los dormitorios. Su voz me pareció una voz de película, yo estaba en pijama, de hecho había apagado ya la lamparita de la mesilla cuando mi madre me dijo que era para mí, y resultaba tan incongruente escuchar al taciturno Navarra-104 a oscuras, imaginando aquella expresión tan reconcentrada y la ropa militar dos o tres tallas por encima de la suya, por supuesto no estaba en el cuartel, llevaría una de sus camisas de cuadros o el niki verde de escorpión por el que le había tomado el pelo la cuadrilla, de marca y en consecuencia burgués, y él había aguantado las sornas con su bonhomía de reaccionario entre jacobinos, apenas consigo rememorarlo de civil, es un fantasma caqui con gorra de plato, el caso es que ni pidió perdón por telefonear tan tarde o tal vez se había disculpado con mi madre, a mí me dijo sin preámbulos Marta me ha llamado y se hizo un silencio en el que yo escuchaba la voz de Jesús Álvarez leyendo las noticias de derechas del último telediario. Repitió Marta me ha llamado y yo carraspeé, ah vaya, dije o cualquier insulsez fática para que no nos ganara la irrealidad del silencio trufado por las voces de la tele, Marta estaba muy mal, me ha preocupado, yo diría que había pasado muchas horas  llorando y ahórrate cualquier sarcasmo, dijo de corrido, estuve por insinuar que a esas horas el registro sarcástico estaba clausurado y en realidad, me di cuenta, un extraño miedo, o no tan extraño, me atenazaba allí plantado en medio de las cien mil soledades de la noche en  una ciudad más hostil que todos los suboficiales chusqueros de la patria, eso sentía, miedo, pero pregunté bueno y qué más te ha dicho y Marta se había casi justificado para peor, le dijo a Javier que se acostaba con él para agradecerle, que era su forma de devolverle la generosidad de su amor, pero el amor no se agradece le dijo tu hermano, o no de esa manera, a no ser que, y ella se echó a llorar y no pudo seguir salvo para prometerle una larga conversación el domingo como siempre, donde siempre si no te arrestan, y él juró no me arrestarán, me dijo, y yo le dije no sigas, déjala de una puta vez, no acudas el domingo, te está machacando, y tu hermano al final accedió, que yo tenía razón dijo, se martirizaba prolongando una agonía que ya no daba más de sí, y yo le tomé la palabra, quise creerle, como si no supiera que Javier habría ido a la pata coja hasta el fin de la tierra para ver tres minutos a Marta y dejarse arrancar las tripas si eran sus manos, las manos de ella, las que se las arrancaban. Le creí ma non troppo, pasé el resto de la semana reforzando con la dialéctica de la pesadez los argumentos irrebatibles contra esa cita que mi amigo juraba que no iba a producirse. Otras artimañas intenté, sin éxito, ahora te las cuento. El domingo no vi a mi pianista, fui al cine con Manolo Bear y con Conget y regresé pronto a casa de mis padres por si llamaba tu hermano, tan desasosegado me sentía. No llamó. Pensé que la sensatez había triunfado. El lunes no coincidimos en la parada de la diligencia. Llegó tarde a la compañía. Yo estaba sentado en un taburete hojeando un periodicucho. Lo vi enmarcado en el umbral, me buscó con la mirada y se dirigió hacia mí a paso ligero. Le sonreí. El primer puñetazo me derribó entre las taquillas. Había cáscaras de pipas por el suelo, mira, no he olvidado ese detalle. Hijodeputa, me insultaba tu hermano, grandísimo hijoputa. Yo deduje que después de todo la cita había tenido lugar y Marta se había sincerado, qué alivio para ella. Y hasta cierto punto qué alivio sentía yo entre las patadas y la sangre.

            Luego reconstruí lo que había ocurrido, no era muy difícil. Yo me había visto el viernes con Marta por si el cientocuatro cedía a sus requerimientos de una entrevista. Le había suplicado a la chica que no le contara nada porque lo destrozaría y destrozaría nuestra amistad, la de Javier y mía, que era lo único que le quedaba a tu hermano. Marta lloró mucho y llegué a convencerme de que la había convencido. Pero algo sabía ella de mi affair musical y sus celos –o su desengaño conmigo o una turbia lealtad a la persona con la que más desleal había sido—la impulsaron a mantener un encuentro al que la víctima no sabría negarse. Yo quise justificarme ante mi amigo porque de verdad, le razoné, que sólo quise ayudarlo a superar una represión ridícula a sus años, pero qué te has creído, me decía él conforme me soltaba hostias como un poseso hasta que le interrumpió el sargento Llanos con la ayuda de un par de soldados. Ha sido culpa mía mi sargento, balbuceé entre escupitajos sanguinolentos y tratando de incorporarme. Pues no hay problema, me follo a los dos, dijo el sargento, vais a chuparos más guardias que el palo de la bandera. En otras circunstancias habría buscado la complicidad corsaria de tu hermano pero el Fideo jadeaba con los ojos bajos. Planeé acercarme a él y pasarle un brazo por encima del hombro con una frase de Jules et Jim que sólo él entendería, al mismo tiempo no podía por menos de reproducir in mente la voz de domingo de Marta mientras, con qué rictus de boca entrecerrada, le confesaba que era mi chavala y que ella habría hecho por mí cualquier cosa, incluso irse a la cama con el mejor amigo de su novio que lo estaba pasando tan mal, el pobre,  sin prever que le iba a coger cariño y no sería capaz de seguir mintiéndole, sin prever yo que Javier se iba a enamorar porque yo nunca me había enamorado y en el fondo le tenía envidia, sin sospechar ella, ahora Marta sí, que me generaba cierta fatiga una relación en la que no cabían más sorpresas y me había venido bien un poco  de aire libre para iniciar otra película con banda sonora de piano. Además yo estaba en contra del concepto posesivo del amor burgués y por eso, en un acto de desprendimiento, había cedido a mi chica para que mi amigo fuera perdiendo virginidades, ese era el argumento progre que no me atreví –tampoco me dio ocasión—a exponerle a tu hermano, me lo habría restregado por la cara como el trapo sucio que en realidad era. De cualquier manera mis intenciones de maese Pedro habían sido inmejorables sólo que se me habían enredado los hilos. Yo quería a Fideo, al Navarra-104, lo quería porque sabía distinguir los Gomangani de los Tarmangani y porque se reía a carcajadas de energúmeno recordando episodios de Guillermo Brown. Yo no pretendía hacerle daño, al revés. Fui manipulador, lo acepto. Pero yo quería a tu hermano, ¿no me crees?, lo quería mucho.

            Dos días después nos cayó el primer castigo, una guardia que por turno no nos correspondía. Yo no había cesado de hacer intentos de aproximación al cientocuatro pero él rehuía a todo el mundo. No fue por el Parnasillo ni paraba en la casa de su tía. ¿Qué hizo el lunes por la tarde, el martes, el miércoles? No se podría medir su soledad. Qué haría esas tardes infinitas como rosarios de colegio sin ver a nadie, dónde se escondía, qué pensamientos barajaba –esos sí los puedo imaginar. Las mañanas de cuartel se las arregló para escaquearse en la enfermería o sabe dios, compraría ausencias al precio que se podía permitir quien no iba a necesitar nunca más el dinero. El jueves formó la guardia entrante frente al bar de oficiales y nosotros dos en ella. El toque de trompeta –traducido al lenguaje filantrópico de los sorches como si-tienes-guardia-jódete— nos había convocado con la urgencia inútil de todas las obligaciones castrenses. Tu hermano no llegó corriendo. El brigada Vélez lo insultó durante unos minutos, que te pesan los huevos chaval, más rasmia capullo. Formamos, yo a su lado, como de costumbre. Le murmuré te he estado llamando, dónde te metes y él ni me dirigió la mirada. El Brigada nos puso firmes para endilgarnos la perorata que todos los que lo habíamos padecido de oficial de guardia nos sabíamos de memoria, que había que abrir bien los ojos y cerrar el del culo, que los enemigos de la patria, que la garita era algo muy serio, que el santo y seña, que si nos dormíamos o nos distraíamos y cuando él iba de patrulla por la noche no le dábamos el quiénvive nos descerrajaría un tiro y mañana el brigada Vélez recibiría las felicitaciones de sus superiores, terminaba. Nunca dejaba de oler mal el cuarto de guardia sobre todo en las literas bajas donde parecía condensarse el aroma axilar de los miles de jóvenes españoles cuya fatiga y amargura de arrestados convergían nocturnamente en aquellos camastros infames. Me apresuré a ocupar uno de los apestosos para que Javier se acomodara en el de encima, no me lo agradeció. Sobre la mesa había una revista de Fuerza Nueva que habría dejado allí tras calentarse los cascos patrióticos con ella el oficial de guardia del día anterior, en el titular de la portada se leía “Tres patas para un banco” y la ilustración mostraba, en efecto, una especie de banco raro de tres patas, cada una de ellas la caricatura grotesca, a manera de cariátide, de Casals, Picasso y Neruda. Este último me recordó que yo había recortado de Triunfo su conferencia de aceptación del Premio Nobel y se la ofrecí a tu hermano que se había tumbado y contemplaba el techo. Te he traído esto por si no lo habías leído, le dije y entonces él me miró por primera y última vez aquel jueves y por última vez en su vida y me preguntó con cierta dulzura ¿es que no te cansas nunca?, y volvió a mirar al techo y en realidad cerró los ojos para que no le molestara más y yo le observé un rato y pensé que hasta el cuello de la camisa le venía tan ancho que ni siquiera necesitaba aflojárselo para descansar mejor. Del resto del día sólo he conservado detalles –el segundo plato del rancho consistía en un filete de hígado o que los altavoces de la explanada a la tarde difundieron para nadie, para mí, yo sí escuchaba, una canción italiana que había estado de moda hacía un par de temporadas, Fa freddo—y la sensación de morosidad que parecía afectarle a Javier, instalado en su litera con los ojos cerrados y completamente inmóvil salvo el par de horas de centinela, ¿o eran cuatro seguidas?, ya ni me acuerdo. Sin embargo no puedo leer un verso de Neruda sin que regrese la última guardia de tu hermano y la sombra rápida del monte san Cristóbal cayendo sobre la tarde de invierno y sobre el banco, frente al Hogar, donde se sentaban los soldados del calabozo a los que se les dejaba fumar un cigarrillo al aire libre y comprarse una cerveza. Sé que cumplí mi turno de garita, la que vigilaba la entrada de vehículos y que volvió a corresponderme la misma a primera hora de la noche. A Javier le tocó la que estaba en la parte de atrás, cerca de las cuadras. Oí cómo lo llamaban casi de madrugada y su respiración cuando bajaba de la litera y su cuerpo debió de rozar mi colchón y cómo se ajustaba el correaje, cogía el CETME y salía con el suboficial y los otros centinelas, oí sus pasos sobre la gravilla alejándose camino de la garita, camino de la muerte. No te servirá de nada que repita las especulaciones que rumié desde esa noche sobre los pensamientos de tu hermano a lo largo del día que pasamos juntos sin hablarnos. Marta y yo dedicamos horas, meses, de conversación agotadora y humillante a deslindar culpas, responsabilidades, cinismos. No digas nada, asumo los cinismos sólo para mí. Marta fue más marioneta que verdugo, es cierto, pero desempeñó también su papel, atormentado, eso sí, de cómplice. Quizá sea el momento de confesar que Marta no se llama Marta: es mi mujer, ya la conoces. Por supuesto, difícil de explicar, supongo que, precisamente cuando estaba yo a punto de dejarla, nos unió tu hermano, supongo que, perversamente, nos sigue uniendo pese a las infidelidades, reproches y harturas, es como si nos hubiera condenado a seguir juntos por no haber sido capaces de impedir su decisión. ¿Más detalles? La familia no los quiso saber. ¿De verdad los deseas tras tantos años? Tienes derecho, claro. Sin duda ese jueves había superado ya la etapa de las dudas, debió sopesarlo todo durante las tardes previas, lo digo porque actuó minutos después de calcular que la patrulla de relevo estaba de vuelta en el puesto de guardia. Reconstruir sus movimientos es sencillo: el Navarra-104 quitó el seguro del fusil ametrallador que estaba cargado como exige el reglamento, colocó el arma verticalmente con la culata en el suelo de madera de la garita y el cañón apoyado contra el pecho, a la altura del corazón, y antes, se me olvidaba, movió el dispositivo de disparo uno a uno a la modalidad de ráfaga. Apretó el gatillo. El forense dijo que sólo las primeras balas lo atravesaron, otras más fueron al aire, luego el CETME se encasquilló, les solía ocurrir. Estaba amaneciendo. Sí, tienes razón, eso ya te lo había contado.

Escrito en Lecturas Turia por José María Conget

31 de mayo de 2013

 

 

Amanece y

callo;

callo todo miedo y cualquier

                                     presagio:

busco un alba virgen de mí,

                     busco el nacer de la luz,

                                                  no su alumbrarme.

 

Escrito en Lecturas Turia por Hugo Mujica

 La obra de Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942) constituye, desde hace años, un conjunto narrativo denso, trabado y coherente, donde temas, personajes y situaciones gravitan alrededor de una idea del lenguaje literario que pretende superar al realismo clásico de formación, los planteamientos descriptivos del cotidianismo y el simple reflejo de un entorno reconocible. Con esta lograda pretensión se han ido sucediendo novelas y cuentos bajo una clara trayectoria que va desde la escenificación de la provincia mágica al predominio del conflicto ético, de la marcada ambientación rural a espacios indeterminados, fluctuantes en la percepción cambiante de los propios personajes; y -continuando con los signos evolutivos- se deja atrás una obsesiva configuración minuciosa de los valores estilísticos para cobrar protagonismo la fuerza de unos  conflictos problemáticos o secundarios, pero siempre interesantes en su intrigante planteamiento. Al margen de cualquier vanguardismo pretendidamente renovador, esta obra experimenta con su propia factura clásica inicial, avanzando hacia una moderna consideración moral de las tramas narrativas, tomando a la vez la deriva de un lenguaje más abierto, realmente coloquial, sólidamente dramatizado.

En la órbita -que no exactamente “generación”- de escritores como José María Merino, Juan Pedro Aparicio o Julio Llamazares, la obra de Luis Mateo Díez incide en la decisiva importancia del mito como referente social que explica patrones culturales y conductas colectivas. En La fuente de la edad (1986), por ejemplo, no asistimos solamente al mero peregrinar realista de unos devotos cofrades, con la fuente de la eterna juventud como pretexto, sino que en esta trama se cruzan elementos legendarios como la Culebra Gamona, que se amamanta taimadamente de los pechos de una mujer, y que actúa como referente de un hondo autorrenocimiento colectivo, en esa historia repetida de generación en generación. La ambivalencia entre la vida y la muerte es otra característica de esta narrativa, en la que ciertos personajes y situaciones se diluyen en el magma de la desaparición o el olvido, adentrándose la ficción en la indeterminada bruma argumental del engaño de los sentidos. Así, el viajante Emilio Curto, de Camino de perdición (1995), desaparece dejando un tenue y sinuoso rastro; las pesquisas para encontrarlo encaran múltiples contradicciones y desencuentros en el proceso de la búsqueda: todo un hallazgo en la recreación de una calculada confusión que no obvia inquietantes matices.  Y es que estos espacios nebulósicos abonan la dicotomía sueño/vigilia, una atmósfera de intencionado duermevela en la que los protagonistas se van orientando según transcurre la acción. Esta participa, ya lo sabemos, de una arraigada condición mítica, pero no por ello se ubica en un indeterminado limbo histórico. La temporalidad de estas historias se relaciona con la infancia y adolescencia del autor, por lo que la España -la geografía castellano-leonesa con fugas hacia lo galaico- de los años cuarenta y cincuenta se hace presente, enmarcando, en una curiosa simbiosis entre lo legendario y lo civil, la anécdota concreta o el conflicto en cuestión.

Luis Mateo Díez es un escritor aliterario, en el bien entendido de que su narrativa se alimenta de la observación vital -que no exactamente “real”-, la agilidad dialógica, la fuerza de un argumento -en ocaciones algo atrabiliario- de desarrollo irónico y hasta pintoresco, la pautada estructura temporal de la trama o ciertos desenlaces ocurrentemente inesperados, pero resulta raro encontrar en su escritura el ejercicio metaliterario, la digresión conceptual, la exhibición estilística o el reconocimiento de unos patrones magistrales. Qué duda cabe, se ha señalado ya sobradamente, de  que la sombra de Delibes, o de Cunqueiro, o de Valle-Inclán es alargada y que su consideración puede orientar sobre ambientes, formas estilísticas y hasta posturas éticas en la narrativa que nos ocupa, pero la sólida originalidad de Luis Mateo Díez radica en la configuración de un universo literario, de una cosmogonía de idiosincrasia propia: Celama o Babia, y a todos nos vienen a la mente los topónimos de Macondo, Santa María, Comala, Yoknapatawpha o Región. Ese universo en clave, con un código propio, unas particularidades específicas, remite a una edad mítica, a un espacio inocente donde anida la amistad o el amor, aunque también la lucha por la vida y el interés depredador, donde empiezan a identificarse los procesos de reconocimiento del mundo. El recuerdo y la memoria juegan aquí un papel esencial, porque el narrador trabaja con un pasado revisitado por la imaginación y donde lo que pudo haber sido y no fue adquiere la textura de una realidad ficcionaria y mixtificante. Abunda en este cuerpo literario el caserón familiar, con su recurrente desván, donde se hacinan los objetos de un tiempo ido, también el espejo como útil ornamento que fija para siempre la realidad que reflejó un día. Una dialéctica esta, en suma, que tiene mucho de fantasmal rememoración íntima, pero también no poco de especial mirada sobre enigmas familiares y secretos del pasado. El expediente del náufrago (1992) es una novela que juega con la constante ambivalencia que se da entre el recuerdo y el olvido; nos muestra la historia de Alejandro Saelices, un oscuro poeta que, consciente del ignorado carácter inédito de su obra, pretendiendo preservarla del olvido, la dispersa entre los expedientes del archivo del que es responsable, condenando a la vez a sus versos al limbo seguro e inexpugnable de lo desconocido. Esta aparente paradoja adquiere su particular lógica en la medida en que esos poemas han quedado fijados en una quimérica realidad burocrática, “olvidados” en un fondo administrativo en el que siempre pueden ser recordados. Hace ya algunos años Umberto Eco nos mostraba con El nombre de la rosa la mentalidad medieval de la biblioteca como ente -fortaleza- que protegía la cultura de la barbarie exterior; libros, documentos y manuscritos “olvidados” también para preservar su recuerdo. La fuente de la edad, por cierto, arranca con el hallazgo de unos olvidados papeles que documentan el nacimiento y la formación de una ciudad.

Luis Mateo Díez domina como pocos la función narrativa del diálogo, la conversación entre personajes que, en su literatura, va más allá del reflejo testimonial de un habla popular, para hacer en realidad avanzar estructuralmente la acción, crear esas características atmósferas de sueño y misterio, construir las legendarias ficciones de ancestrales chascarrillos o marcar el carácter de unos protagonistas con sus propias palabras, en lo que resulta ser el hábil desarrollo de una técnica novelística sólidamente anclada en el mejor realismo clásico. Una novela muy interesante en este sentido es Las estaciones provinciales, en la que el autor recrea una acción coral explicitada en el diálogo de los personajes, en una oralidad que agrupa historias, planta tramas y precipita desenlaces. Y es que resulta innegable que su obra toda mantiene unas constantes perfectamente identificables: relatos vinculados al camino, a la ruta -metáfora de la vida misma- que genera invenciones diversas a cargo de seres atrabiliarios o enajenados, la localización de conversaciones en hostales y tabernas o la aparición de un suceso mítico que vertebra todo el desarrollo de la acción. Esta coherencia estilística y estructural da sentido a un realismo diferente, que no depende estrictamente de la realidad reflejada, cuanto de la recreación de un universo de referentes propios, geografías particulares e idiosincrasisas codificadas. Sólo así se entiende la validez de una prosa estetizada en función de ese mundo de reflejos irónicos, críticos y éticos, tendente a la desmitificación del tabú y el desprejuicio de las costumbres. En este realismo abierto, donde cabe la pura fabulación y el tono calculadamente extravagante, tiene mucho que ver, ya es sabido, un hecho biográfico que nos sitúa al Luis Mateo Díez de su infancia absorto ante los “filandones”, las reuniones vecinales en el medio rural leonés, en las que, al invernal amor de la lumbre, se sucedían fascinantes relatos, crónica viva y oral de la narratividad colectiva, y también aprendizaje aún inconsciente de la ancestral práctica del contar una historia. Fantasmas del invierno (2004) es una novela ambientada en nuestra postguerra y formada por un entretejido de esas historias que cobran aquí el carácter de una crónica lírica, donde el mismísimo diablo hace de las suyas y cuyo tono justifica la condición de “realismo metafórico” que el mismo novelista ha atribuido a su literatura.

Sorprende la capacidad que se da en esta escritura para aunar el pasado con un presente que encuentra, precisamente en la fabulación del ayer, el sentido de una tradición epopéica que ha perdurado siglos. En La fuente de la edad podemos leer a este respecto: “Al paso paciente de las yeguas, cuyos ronzales sujetaban Aquilino y Jacinto, iban los cofrades por el camino que surcaba el valle, alzado a la vera del río como una arrugada cinta que refrescaba el rocío mañanero, aquietando el polvo de su trazo milenario. Calzada romana para las huestes del Imperio, les había informado el anfitrión, y cordel de mestas para los rebaños trashumantes. La mañana se abría en las calinas, tersa y sonora, en su extendido campanilleo.” Se trata de un clasicismo lírico aplicado a la cotidiana realidad de personajes que conservan una imagen antiheroica, perdedores y derrotados de la historia con minúscula. Lo arcaico se funde en una estructura novelística de signo cíclico donde la fábula y la realidad, el pasado y el presente se imbrican en una sucesión de interrelacionadas tramas. Una novela ejemplar en este sentido es Las horas completas; recordemos: unos canónigos viajan en automóvil a una cercana parroquia rural con fines exclusivamente gastronómicos; por el camino recogen a un extraño peregrino que provocará numerosos contratiempos y algún que otro desastre. A partir de esta anécdota se desarrolla una acción zigzagueante, donde los temas van y vienen sin excesiva cohesión, perdida ya la motivación fundamental del relato. En el núcleo central de la historia -los personajes han llegado ya a su suculento destino, momentáneamente libres de tan engorroso compañero-, se sitúa lo mejor de la novela. Los clérigos son agasajados con una descomunal merienda por la madre de Merines, el párroco anfitrión, apareciendo una característica “literatura de sobremesa”, en la que Mateo Díez da lo mejor de su tradicional estilo, en la sucesión de cuentos de comadres al amor de la lumbre. En Las estaciones provinciales podía ya leerse: “Las conversaciones fluctuaban entre apasionados comentarios a la generosa mesa, comparaciones con otras cenas y pronósticos para las venideras, lleno el salón de una algarabía progresivamente matizada por la jocosidad etílica.” En diálogos de tono arcaico, aunque de pretensiones irónicamente cultas, los personajes de Las horas completas van desgranando su popular filosofía del narrar y del vivir, en lo que constituye un acertado ejercicio estilístico, en una historia donde se resiente el planteamiento de las situaciones, la resolución de las tramas y la efectividad quizá de la expectativas inicialmente ofrecidas, pero donde se impone el tono cachazudo, el fluir lento de una conversación plagada de ocurrentes anécdotas y sucedidos.

En los últimos años Luis Mateo Díez ha frecuentado el microrrelato como forma sintética de una narratividad de lo elíptico, donde la estructura ausente predomina sobre la acción explícita; un género para el que se requiere la pericia de quien, como es el caso, conforma la globalidad de su obra novelística a partir de sucesos segmentados de una realidad más amplia. Los males menores (1993) es un libro emblemático en la consideración de estos breves textos autónomos que, en su incisiva densidad, provocan, sorprenden, emocionan y conmueven. “El abrigo”, por ejemplo, es un modelo de concentracón narrativa, fiel a una circunstancia anecdótica sin perder de vista la proyección sentimental y rememorativa; leemos, en su integridad: “El día que llegué a la oficina, un martes de noviembre de mil novecientos cincuenta y seis y, al colgar el abrigo en el perchero, su cuello quedó desprendido del resto como si, al fin, la polilla hubiese facilitado su definitiva decapitación, el dolor me hizo reconocer que las prendas familiares siempre mueren en el corazón de los humildes. // Tres generaciones yacían suspendidas en el perchero asesino y el calor de las mismas se fue desvaneciendo en el paño hasta enfriar mis manos y dejar en el tacto un maltrecho estertor de inviernos y orfandades.” El pasado familiar, la atmósfera de otra época, el tono elegíaco, la solidaridad del recuerdo... En esta narrativa encontramos también importantes logros en cuanto a la caracterización de tipos y personajes que, desde el lugareño rural de la primera época al administrativo funcionarial y provinciano de después, configuran una gama de siluetas de acertado e incisivo perfil psicológico o fisonómico. En el primer cuento de Memorial de hierbas (1973), “El difunto Ezequiel Montes”, hallamos esta descripción de quien da título al relato:”El difunto se llamaba Ezequiel Montes. // Aquí le recordamos por algunos detalles intrascendentes: el labio leporino, la gorra visera y un andar de cangrejo que insinuaba la dificultad de los pies planos. Tenía trazas de cazador, aunque no lo era, barbas amaralladas y los ojos saltones y punzantes como las liebres. Era mediano de estatura, alto de cuello, atravesado de nariz, cargado de hombros y corto de brazos. Parecía un roble viejo de los que se cuartean en la Dehesa de Pobladura.” El consabido retrato físico del realismo clásico, perfilado aquí con la sencillez adusta, cortante y pormenorizada de un estilo de formación que irá evolucionando hacia otras complicaciones psicológicas o sociales. Es el caso de la descripción comunitaria de la mítica Celama, la Llanura, el Territorio; bajo la fuerza de lo depredador, de lo febrilmente disputado a vida o muerte, en medio de seculares sequías y presentidas desgracias colectivas, leemos: “Los habitantes de Celama estaban hechos a la incuria de la sequedad, que era lo que los siglos legaban en la Llanura desolada. De esa incuria provenía su pobreza y en el intento de paliarla había, como siempre sucede, una lucha por la vida que animaba el espíritu con la fortaleza de su decisión, aunque el espíritu tampoco tenía muy claramente definidos sus poderes, porque el espíritu se difumina cuando la voluntad no supera el riesgo de la desgracia y el trabajo.” ( de El espíritu del páramo). Otro elemento fundamental en la composición de estas atmósferas es el sueño, la condición onírica del relato fabulado, que condiciona no poco la existencia de los personajes. Un cierto sentido fatalista de la predestinación anida en el recuerdo de lo soñado, con tal intensidad que esa crónica imaginada de lo inverosímil acaba adquiriendo la consistencia de lo probable o hasta de lo evidente, en un duermevela de imprevistas consecuencias. En esta misma novela anterior, se detalla con precisión el alcance de este recurso: “Hubo algunos sueños parecidos, más que  sueños pesadillas, pero como el sueño es la experiencia más solitaria y secreta de nuestra condición, a nadie se le ocurrió ir contándolos por ahí, entre otras cosas porque la materia de los mismos era tan ingrata que a lo único que incitaba era a olvidarla. // Se supo de ellos porque, a la hora de explicar aquellos raros sucesos, cuando los mismos transcendieron y todos supieron de veras lo que había sucedido, los dichosos sueños cobraron ese valor de secretos que propician lo que pasa, porque todos somos más frágiles de lo que parecemos y estamos a merced de lo que quieran hacer con nosotros.” Un nuevo asedio, en suma, a la ambivalencia de la realidad y el consabido engaño de los sentidos, a través de esa equívoca constancia de una dudosa ensoñación.

La diversidad de recursos que emplea Luis Mateo Díez en la configuración de su clasicismo lírico, de su realismo metafórico y abierto, es evidente. Su mantenida originalidad acaso radique en la constancia y coherencia de sus principios estéticos, en la capacidad de evolucionar estilísticamente sin salirse de los rasgos adustos de un imaginativo -en felices ocasiones extravagante y hasta atrabiliario- reflejo de la realidad. Sus mundos ensoñados, anclados por otro lado a la imagen de un tiempo y un país perfectamente reconocibles, se desenvuelven con la emotiva ternura, la extrema sencillez y la viva fantasía de sus personajes y situaciones. Ello hace que, de algún raro modo, la lectura de sus novelas y cuentos nos conduzca a un territorio inocente, donde campan a sus anchas el respeto creativo a la lengua literaria, el orden de la estructura trabada y coherente, la gracia de una distante ironía y una cierta filosofía popular, basada en una estética de la experiencia, en una ciencia del vivir y en una fiesta de la escritura.

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Ferrer Solá

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