El Instituto de Estudios Turolenses y el Rolde de Estudios Aragoneses, han presentado hoy en Teruel una interesante publicación coeditada conjuntamente: “Territorios abandonados. Paisajes y pueblos olvidados de Teruel”. El libro, del que son autores los geógrafos Luis del Romero y Antonio Valera, ofrece un riguroso análisis de la despoblación de la provincia de Teruel. Asimismo, la obra realiza una útil tarea de inventario y diagnóstico acerca de los núcleos del medio rural desaparecidos durante las últimas décadas.
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20 de mayo de 2013
La revista TURIA, que cumplirá 30 años de trayectoria este 2013, se renueva y mejora su accesibilidad para conquistar nuevos lectores. Se trata así de mirar al futuro y de seguir ofreciendo, a través de un soporte digital, un amplio abanico de propuestas de lectura.
Leer más17 de mayo de 2013
Si la relación directa de Borges con el cine mientras vivió constituye un corpus cerrado, circunscrito a sus críticas de films, aparecidas en su mayor parte en la revista Sur (aunque también en La Nación, La Prensa y Urbe), a algún que otro proyecto de “escenario” (junto a Bioy Casares) y a un puñado de versiones/perversiones de obras suyas[1], corpus cuya última entrega ha sido la monografía que la revista Rowohlt Literaturmagazin le dedicó en 1999[2], la relación del mundo cinematográfico con su obra, por el contrario, ha registrado un continuo crescendo, culminado durante los años noventa del pasado siglo; de manera simultánea, siguiendo la estela de Resnais, Rivette, Godard o Roeg, una serie de cineastas tan variopintos como Peter Greenaway[3], Robert Mettler[4] o el David Lynch de Twin Peaks[5] han reconocido (o se les ha detectado, como es el caso del último de los citados) una más que bien fundada y sólida influencia del escritor argentino. Nosotros, en esta ocasión, nos limitaremos, además de completar la filmografía realizada en su momento por Cozarinsky (que concluye en 1978), a apuntar sus recurrencias más significativas y a señalar las líneas maestras en las que se concreta la visión cinematográfica del imaginario borgesiano.[6]
El cuento y el cortometraje
En efecto, según se desprende de la filmografía que consignamos al final de este trabajo, el hecho más destacable de los últimos tiempos es la predilección de los adaptadores por el cortometraje o, en su defecto, por el mediometraje para televisión. Ello puede deberse, sin duda, a la asimilación inconsciente que suele realizarse entre ese tipo de metraje y el cuento, que es, como sabemos, el género predilecto en el que se expresa Borges. Sin entrar en los detalles teóricos de dicha asimilación (hay autores que encuentran un mayor paralelismo del cuento con la fotografía)[7] puede decirse que ya en la mera elección de la corta duración temporal se encuentra implícito un reconocimiento a la actitud del escritor argentino respecto a la brevedad para “contar” una historia, lo que encaja a la perfección con el espíritu ensayístico y experimental del cortometraje (en el sentido de “adquirir experiencia” y de entrenamiento para empresas –el largometraje- se supone que más ambiciosas); en ese sentido, hay que resaltar que en su inmensa mayoría se trata de operas primas de jóvenes directores y en muchos casos ejercicios prácticos de escuela, lo que explicaría la desigual calidad en las más recientes transposiciones de la escritura borgeana al cine. Sin embargo sucede al contrario en el caso de los largos y las series de TV, realizados todos ellos por directores consagrados (los españoles Saura, Chávarri y Vera o los extranjeros Cox, Olivera, Jacquot, Christensen o Kajdanovsky), si bien dicha apreciación no implica que se garantice la calidad contrastada o el acierto auqnue en cualquier caso es una cuestión que conviene tener en cuenta a la hora del análisis.
El atractivo borgesiano
Por otra parte no puede olvidarse que Borges por generación, como su cuñado Guillermo de Torre, Rafael Alberti y tantos otros poetas y escritores nacidos en torno a 1900[8], nació y creció con el cine y que a través de su actividad crítica, paralela a la creativa, llega a una concepción teórica del mismo que mucho tiene que ver con su visión literaria y filosófica del mundo, incluso no sería aventurado decir que su estilo y su forma de “contar” guardan una estrecha relación con la técnica cinematográfica, como si se hubieran superpuesto los dos órdenes imaginarios en el momento de la “iluminación”. Esa sería una de las razones (ocultas, por supuesto) por las cuales las nuevas generaciones de cineastas pueden sentirse más atraídos por su obra: el descreimiento en un mundo en el que las apariencias, las superficies y las sombras engañan y en el que el gradiente máximo de realidad suele lograrse con el máximo de artificio; línea divisoria que resulta difícil de precisar pero en la que Borges se encuentra cómodamente instalado con sus relatos, unos crípticos y otros luminosos, tan intensos en ocasiones que reclaman la oscuridad y propenden a la ceguera. Es por eso que en sus adaptaciones al cine no hay –no puede haber- traición por mucho que el adaptador se empeñe, todo lo más distorsión, pues se corresponden con lo que en esencia es la poética del medio cinematográfico: abundancia de elipsis, traslaciones temporales, variaciones del punto de vista, narratividad enumerativa, a menudo combinados en el mismo relato, por lo que a veces resulta difícil su legibilidad y comprensión, sobre todo a quienes sólo entienden el cine como narración lineal, similar a la novela (digamos de pasada que quienes así han procedido, respetando la literalidad del relato, han fracasado estrepitosamente). Por el contrario, la escritura borgesiana se presta como pocas, precisamente porque parece asimilar los logros poéticos del lenguaje cinematográfico (en esto estaría muy cercano a su coetáneo Buñuel), a la interpretación y a la recreación libre y abierta de la multitud de posibilidades que se entreveen en las alusiones, en los hiatos y en las paradojas, en ese personal e inteligente simbolismo que domina toda su prosa.
Los libros iluminadores
Hay otro dato interesante para calibrar la filmografía en torno a Borges: la aparición y difusión de sus libros imponen una suerte de paralelo interés en el mundo cinematográfico por acercarse a los entresijos de su universo, indicio más que elocuente del nivel de evolución de la recepción de su obra por las sucesivas generaciones de lectores. Así, en un primer momento –en vida del autor y tras las primeras traducciones de su obra al inglés y al francés- se impone la idea de llevar a la pantalla los argumentos esbozados con Bioy Casares (Invasión, Los otros y Los orilleros) en cuya labor adquieren especial protagonismo los directores argentinos Hugo Santiago[9] y Ricardo Luna[10], en especial el primero, quien además de Invasión y Los otros realiza dos cortos, Los contrabandistas y Los taitas (también conocido como Los caídos), basados en historias de Borges; por otra parte, esa etapa (la que abarcaría los títulos que incluye Cozarinsky en su libro) está dominada por la repercusión de las tres primeras obras de cuentos y relatos de Borges: Historia universal de la infamia (1935), Artificios (1944), incluída en Ficciones (también de 1944), y El Aleph (1949), en especial esta última, uno de cuyos cuentos, Emma Zunz[11], registra ya cuatro versiones por una sola de El muerto[12]; por su parte también obtienen su réplica cinematográfica Hombre de la esquina rosada, del primero de los libros citados, realizada en 1962 por el también director argentino René Mugica, premiada en el Festival de San Sebastián de ese año, y El tema del traidor y del héroe, perteneciente a Artificios, conocida mundialmente como La estrategia de la araña, acaso la cinta más conocida entre las basadas en su obra, que dirigió Bertolucci en 1970.
Mientras durante esa etapa el acercamiento cinematográfico a Borges es más cinéfilo y por así decirlo cultista, durante la segunda etapa (que podríamos llamar post-Cozarinsky y que es la que trataremos con mayor atención), al registrarse una mayor expansión de los libros de Borges por todo el mundo gracias a las ediciones de bolsillo y a las traducciones a diversos idiomas, es lógico que no sólo tengan lugar nuevas lecturas de sus libros anteriores (de Ficciones y El Aleph sobre todo) y se perciba el interés de autores de otras cinematografías, propiciadores de nuevas versiones (en especial, como ya hemos apuntado, en cortos y en series de TV), sino que los libros más recientes obtengan una repercusión mucho mayor; así sucede, por ejemplo, con El informe de Brodie, publicado en 1970[13], cuyo contenido, junto a Artificios, ha sido el más utilizado por el cine. Nos encontramos, pues, a partir de 1978, frente al predominio rotundamente argentino de la primera etapa en la interpretación fílmica de su obra (salvo alguna incursión francesa, española e iraní[14]), en una fase expansiva y más abierta que se caracteriza por una mayor, y dominante, participación española (gracias a la serie Cuentos de Borges de TVE, Iberoamericana Films y la Sociedad Estatal del Quinto Centenario pero también a otras producciones independientes), el escaso protagonismo de la francesa y la emergencia de las producciones mexicanas que, junto a las argentinas, casi monopolizan el territorio del corto, consecuencia de la atracción escolar antes apuntada; pero también hay que destacar a la cinematografía rusa –por las dos películas de Kajdanovsky-, a la italiana –por la serie de TV sobre Isidro Parodi- e incluso a la británica, brasileña y norteamericana en virtud de las coproducciones de La intrusa (de Hugo Christensen) y La muerte y la brújula (de Alex Cox) así como de forma residual a la alemana –por una versión en corto de La escritura del Dios- y de nuevo a la iraní con otro corto de Saied Ebrahimifar[15].
Las obras recurrentes
Una simple aproximación estadística a las versiones cinematográficas de las obras de Borges nos daría como resultado el siguiente cuadro:
VERSIONES OBRA VERSIONADA LIBRO
Con 6 Emma Zunz El Aleph
Con 4 La muerte y la brújula Ficciones (Artificios)
Con 3 La intrusa Informe de Brodie
Con 2 El evangelio según Marcos Informe de Brodie
Con 1 Hombre de la esquina rosada Historia Universal Infamia
Los taitas (Los caídos)
Los contrabandistas
Tema del traidor y del héroe Ficciones (Artificios)
El muerto El Aleph
Isidro Parodi (con Bioy)
Tacón El Tango. El otro, el mismo
La rosa de Paracelso La memoria de Shakespeare
Rosendo Juárez Informe de Brodie
El sur Ficciones (Artificios)
Las ruinas circulares Ficciones (El jardín…)
La escritura del Dios El Aleph
El disco El libro de arena
El milagro secreto Ficciones (Artificios)
El encuentro Informe de Brodie
El Aleph El Aleph
Le regret d’Heraclite Poema. El hacedor
del que pueden desprenderse una serie de interesantes conclusiones que reseñamos a continuación.
El western gauchesco
De una parte es notorio -en contra de lo que pudiera parecer- que no han sido sus obras más fantásticas o ficcionales las más socorridas (de las que sólo encontramos La rosa de Paracelso, La escritura del dios, Las ruínas circulares y El disco) sino aquellas que poseen paradójicamente un substrato en apariencia más realista y verosímil, y en las que el tema más socorrido es la muerte del protagonista, por regla general violenta a causa de un fatum implacable e inexplicable que lo lleva indefectiblemente por ese camino. Pero esa omnipresencia de la muerte[16] adquiere, ya sea por venganza (Emma Zunz, La muerte y la brújula o El fin del comienzo), por antisemitismo (El milagro secreto), por ambición (El disco y El muerto), por honor (El encuentro), por predestinación (El sur), por un malentendido (El evangelio según Marcos), por fraternidad (La intrusa) o por pasión (Hombre de la esquina rosada); decíamos que la omnipresencia de la muerte adquiere, sin embargo, dentro de su universalidad e intemporalidad unos tintes de particularidad e historicidad típicamente argentinos, de tragedia autóctona, obediente Borges a ese proceso de invención/creación de un universo mítico-legendario destinado a volver a fundar una patria, cimentada en el criollismo, en ese cruce de caminos de culturas, civilizaciones, lenguas y razas que también es característico de su universo personal.
Y no es casual que el cine se haya interesado por esa intersección de los dos universos, el personal y el colectivo, porque en germen Borges, como ya insinuamos al principio a propósito de su escritura, está respondiendo (¿sin querer? ¿sin saberlo) a la mitología del western en tanto que renovada formulación de la ancestral tradición épica perdida y que el cine en su opinión rescata. Recordemos que en 1967 en una entrevista concedida a Ronald Christ y publicada en la revista Paris Review dice lo siguiente: “En estos tiempos en que los literatos parecen haber descuidado sus deberes épicos, creo que lo épico nos ha sido conservado, bastante curiosamente, por los westerns” y en otro lugar de la misma entrevista apuntala: “en este siglo… el mundo ha podido conservar la tradición épica nada menos que gracias a Hollywood”.[17] Ingrediente fundamental de esa refundada mitología “a la argentina” es el cuchillo en vez del revólver y la milonga en vez de la canción vaquera pero al igual que en el modelo hollywoodiense se mantienen los demás elementos del género: el duelo en el que se dirime la controversia o el honor herido, la inducción alcohólica, la inexistencia de la ley y de la autoridad, la consideración “cosal” y “causal” de la mujer, la llegada del forastero que cambia el destino y sobre todo el paisaje, un paisaje que en este caso es la pampa y del que forma parte su héroe, el gaucho, localizado en una parte de la brújula – el Sur - al que los personajes de la ciudad se ven obligados o invitados a ir, como si se tratara de un acogedor lecho mortuorio, de la última tierra que sus pies fatalmente pisarán.
La puesta en escena cinematográfica de ese mundo obtiene una más que notable expresión en cuatro de los episodios de la serie de TV titulada Cuentos de Borges: se trata de La intrusa (1990) de Jaime Chávarri, La otra historia de Rosendo Juárez (1990) de Gerardo Vera, El Evangelio según Marcos (1991) de Héctor Olivera y El Sur (1991) de Carlos Saura[18], de los cuales sólo dos (precisamente los dos últimos) responden con cierta fidelidad al espíritu y la intención de Borges pues los dos primeros, en nuestra opinión, al adaptar (nunca mejor dicho) la trama borgesiana a motivos, ambientación y época españolas (la de Chávarri a la Andalucía de mediados del XIX y la de Vera a la época de la II República) se alejan tanto de él (aunque el guionista en ambos casos fuera Fernando Fernán Gómez) que no merecen ser destacados en este trabajo salvo como claros ejemplos de “adaptación libre por conversión” pues mantienen la idea principal del relato literario pero con añadidos que lo transforman en otro texto diferente[19]. Por el contrario, los episodios de Olivera y Saura son perfectas “transposiciones”[20] del original borgesiano pues al mismo tiempo que respetan su atmósfera, argumento y simbolismo último resultan creíbles cinematográficamente hablando, tienen validez por sí mismas y lo que es más importante: encontramos a Borges en ellas. Tan difícil logro lo consiguen tanto Saura como Olivera siendo fieles, sobre todo, al propio medio expresivo huyendo de la literalidad y linealidad del relato en su sentido narrativo e intentando que la discursividad de las imágenes estén de acuerdo con la forma de narrar y describir así como con el punto de vista de su hacedor: conceptismo, alusividad, frasear corto y cortante, abundantes elipsis, ritmo (aparentemente) cansino, penumbra, soledad, permanente estado de vigilia y una acertada orientación autobiográfica que, como veremos, forma parte del planteamiento más profundo del texto borgesiano: el desdoblamiento del personaje, del yo, como autor e intérprete de la historia que se cuenta; ese es el mejor tributo que puede rendírse a Borges si de veras se le admira.
El gansterismo de su Buenos Aires querido
Junto a esa poética de atracción fatalista por el ambiente gauchesco que acaba en muerte violenta tenemos en una imbricación perfecta la poética del detritus urbano, de la marginalidad, de los “fuera de la ley”, que participa, cómo no!, igualmente de la violencia y de la muerte, y que se concentra en los barrios bajos, arrabales y orillas de su Buenos Aires. Aquí el modelo cinematográfico resulta del todo coherente con su propia biografía y con la fascinación que ejercieron en su manera de ver y de sentir las últimas películas mudas de Sternberg, un director al que, como es sabido, cita como influyente en su obra tanto en el prólogo a Historia universal de la infamia como en Discusión, y del que menciona en sus críticas de cine como singularmente emocionantes a La ley del hampa (1927), La redada (1928), Los muelles de Nueva York (1928) y Marruecos (1930)[21], aunque después también mencionará Capricho imperial (1934), Crimen y castigo (1935) y The Devil Is a Woman (1935)[22], todas ellas hábiles adaptaciones (la última de John dos Passos) que no gozan de sus simpatías por creerlas en exceso deudoras de Marlene Dietrich.
Los paralelismos entre su mundo y el del cineasta alemán son evidentes: las bandas de contrabandistas, orilleros y arrabaleros son equivalentes a los “gangs” de Nueva York o a los “hampones” de Chicago; el taita (o “guapo”), el cuchillero y el malevo a los matones y guardaespaldas de los capos mafiosos; la prostituta a la cabaretera; el aguardiente de caña al whisky y, finalmente, el tango al swing o a la canción jazzística en general.
La transposición al cine de ese modelo se encuentra reflejada con bastante decencia en la primera época filmográfica de Borges a través de Hombre de esquina rosada (1961) de René Mugica, una película que fue premiada en el Festival de San Sebastián de 1962, los cortos de Hugo Santiago, Los contrabandistas (1967) y Los taitas (1968) así como en Los orilleros (1975) de Ricardo Luna y Cacique Bandeira (1975) de Hector Olivera, si bien estas cintas con unos resultados menos afortunados que los anteriores.
La transgresión del policíaco
La tercera gran veta en la que se manifiesta el binomio violencia-muerte es en el cuento policíaco, representado cinematográficamente por Los problemas de Isidro Parodi (1978), serie de cinco episodios realizada para la RAI por Andrea Frezza con Fernando Rey como principal protagonista, y el magistral La muerte y la brújula, que ha merecido hasta ahora cuatro versiones: dos realizadas por el director británico Alex Cox (una en 1992 para la serie Cuentos de Borges de TVE y otra en 1996 en versión ampliada para largometraje), protagonizadas ambas por Peter Boyle con el título The Death and the Compass, y dos ejercicios de escuela: el mediometraje Spiderweb (2000) del también británico Paul Miller y el corto del argentino Jorge Leandro Colás con el título de la obra homónima en el mismo año,[23] muy desiguales ambos.
En las dos obras originales, Borges utiliza las convenciones propias del género para introducir transformaciones y distorsiones que le sirvan, como dice Cristina Parodi, para “actualizar su proyecto de dar forma ficcional a indagaciones y dilemas de tipo filosófico”,[24] instaurando un tipo de literatura enigmática que desplaza el punto de vista habitual y considera al texto como un desafío intelectual para el lector hasta el punto de llegar, dentro de un particular desdoblamiento, a identificarse con el detective. Así el Lönnrot de La muerte y la brújula aún manteniendo muchas de las características del detective convencional, sin embargo se aleja del modelo en tanto que su indagación es pasiva, no está presidida por la acción o la aventura sino que tiene como fundamento la reflexión a partir de la lectura de textos escritos, lectura que le llevará a la muerte, pues el asesino-escritor, que conoce esa actividad lectora, juega con él llevándole hasta el lugar donde ejecutará su acción. Hay, pues, una inversión del modelo habitual que convierte en paradójicos y confusos todos los hechos al igual que sucede con el narrador, el asesino, el detective y el lector cuyas interrelaciones y niveles de identificación resultan muy imaginativas, cuando no laberínticas. En el caso de Parodi también se da una distorsión del punto de vista y del esquema habitual del género puesto que el peluquero-detective se encuentra en la cárcel acusado de asesinato y es allí, en ese encierro forzado, donde resuelve los enigmas y los misterios que le proponen los demás. Cierto que resulta muy difícil –por no decir imposible- transponer con un mínimo de verosimilitud estas historias borgeanas que rompen con los esquemas tradicionales, sobre todo porque ya en el a priori cinematográfico se encuentra la principal limitación, cual es que la cámara ya está predestinada a registrar algo que sucede dentro de su campo y que se supone manejada por un operador externo a la trama; es por esa limitación, a no ser que se adopte inteligentemente en el guión la perspectiva que se entrevee en la narración original, es decir que el autor se sienta identificado con el detective y que los juegos de conexiones entre sí y con el lector y el asesino tengan una coherencia similar a la buscada por su hacedor, por la que las relaciones literatura-cine se convierten en un imposible en casos como éste salvo que lo que se intente sea, no transponer el cuento de Borges, sino inspirarse en él para hacer otra cosa diferente. Eso es lo que sucede con las versiones de Cox, en especial la segunda, engordada hasta la saciedad con fantasías absurdas para dar con el metraje y la duración mínimas, que al final se convierte en un mero alarde de su director y del resto de técnicos que no añade nada ni al conocimiento del argumento original ni a la filmografía del adaptador. La clave en este caso reside en la dificultad de trasladar a imágenes comprensibles el intrincado sello cabalístico que está detrás de la cadena de asesinatos planificada por Scharlach así como el sentimiento íntimo de Lönnrot aceptando la inevitabilidad de su muerte sabiéndose no el cuarto asesinado sino el tercero[25]; ese tipo de sensaciones que pueden ser perfectamente imaginadas por el lector resultan casi imposibles en la pantalla si “no se exteriorizan –como opina Victoria Ocampo- de modo rápido”,[26] lo que no sucede aquí. Por el contrario en esta película, encuadrable dentro de lo fantástico, se atiende primordialmente a las correspondencias visuales de las descripciones borgeanas de la ciudad imaginaria en que se desenvuelve la historia (puede ser al mismo tiempo Buenos Aires, París, Londres, Barcelona, Roma, Berlin o Varsovia si nos atenemos a los nombres de los personajes, de las calles y plazas) y a representar la atmósfera agobiante, lunática y de pesadilla que rodea a los personajes mediante audaces decorados expresionistas, que hubieran sido muy del gusto de Borges; pero dificultad añadida fue, en el decir de su director[27], dar verosimilitud a la habitación de los espejos en Triste-le-Roy por donde pasa Lönnrot sin tener en cuenta el homenaje que Borges le rinde en su texto a la famosa secuencia de Welles en La dama de Shanghai.
Coda final inconclusa o notas para una visión cinematográfica de la alteridad borgeana
No quisiera terminar esta panorámica general de puesta al día en la filmografía borgesiana sin anotar que como todo en él siempre hay algo más que se esconde tras las apariencias y las superficies; y siendo como es el cine para Borges fundamentalmente eso aún no ha podido, salvo las excepciones antes apuntadas (Saura y Olivera, a las que se podría añadir La estrategia de la araña de Bertolucci), penetrar más allá de la epidermis y llegar al otro lado de la dualidad, a ese otro que se encuentra en el enfrentamiento, el duelo, el asesinato o en la muerte del yo protagonista, trasunto de su propia entidad como ser viviente y sujeto pensante, y que es uno de los fundamentos más importantes, si no el que más, de su poética filosófico-literaria. Pero no se crea que la única explicación posible sea ese síndrome de Jekyll-Hyde que le persiguió toda su vida, sino que hay que entender la acentuación de ese dualismo -su pertinaz y repetida muerte en manos del otro- como el intento de superarlo por vía del conocimiento cruel y realista del yo, a fin de abrir la personalidad y la mente humana, como un racimo, hacia otras dimensiones, en definitiva hacia otros duelos.
De otra parte, si es evidente que él asimiló de su admirado Sternberg para su escritura la sucesión de “momentos significativos” propia del cine, no se entiende cómo éste no ha sido coherente con dicho principio y no ha huído de la estructura lineal y prolija a que son sometidos sus cuentos así como de la inclusión de imágenes alusivas a iconos borgesianos (como el laberinto) que no encajan con el sentido de la obra, contaminación de signo literario a través de la que paradójicamente el cine impide ofrecer una visión coherente de su universo imaginario. Aún así, dentro del tono ilustrativo general (es decir, poner en imágenes lo imaginado-contado por Borges) que el cine ha sometido a su obra literaria, cabe apreciar en las últimas producciones una serie de síntomas que pueden ir diseñando con el tiempo lo que podríamos llamar una estética cinematográfica específica de la alteridad borgeana, cuya explicitación dejaremos para otra ocasión.
[1] En el decir de Edgardo Cozarinsky, hasta la fecha el mejor –y casi único- estudioso de la relación de Borges con el cine. Véase su, Borges en/y/sobre cine. Madrid: Fundamentos, 1981.
[2] Borges im Kino. Herausgegeben von Hanns Zischler. Rowohlt. Literaturmagazin, 43 (1999). El número consta de una selección de criticas de Borges, una antología del cine argentino durante las décadas del 20 y del 30 a través de anuncios e ilustraciones de revistas, ensayos de Pablo J. Brescia, Hans-Jürgen Schmitt y James Woodall sobre la relación de Borges con Sternberg y otros aspectos de la concepción borgeana del cine, completándose con dos entrevistas.
[3] Véase María Esther Maciel. “Exercicios de ficção: Peter Greenaway à luz de Jorge Luis Borges”. En Agulha. Revista de Cultura, nº 23 (Sao Paulo, abril 2003). http://www.letras.ufmg.br/esthermaciel/ensaios.html. De la misma autora, “Peter Greenaway, lector de Jorge Luis Borges”.
[4] Véase Tom McSorley, “Paradox and wonder: the cinema of Peter Mettler”. Take-One, nº 50 (june-sept. 2005), pp.42-46. Publicado originalmente en el nº 7 (Winter 1995), pp.28-31.
[5] Cfr. M.M. Carrión, “Twin Peaks and the circular ruins of fiction: figuring (out) the acts of reading”. Literature/Film Quaterly, vol.XXI, nº4 (Oct. 1993), pp.240-247
[6] Preferimos este adjetivo a “borgiano” y “borgeano” por parecernos más ajustado a la corrección gramatical. Por otra parte es el término más usado por el Borges Center de la Universidad de Iowa editora de la revista Variaciones Borges.
[7] Concretamente Cortázar en “Sobre el cuento” dice lo siguiente: “En este sentido, la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que en una película es en principio un "orden abierto", novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación… Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el "clímax" de la obra, en una fotografía o un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucho más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento… Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condensados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa "apertura" a que me refería antes.”. Véase al respecto Daniel Herrera Cepero, Cuento versus novela en http://www.ciudadseva.com/ textos/teoria/tecni/cue-nov.htm
[8] Recuérdese de Guillermo de Torre, “Un arte que tiene nuestra edad”. En Carlos y David Pérez Merinero, En pos del cinema. Barcelona: Anagrama, 1974, pp.123-134. De Rafael Alberti el verso “Yo nací -¡respetadme!- con el cine” perteneciente al libro Cal y canto (1927). Véase Javier Herrera (ed.), “La poesía del cine”. Litoral, nº 235 (2004), p.212
[9]Cineasta de culto, nació en 1939 en Buenos Aires y reside en Francia desde 1959, donde fue ayudante de Bresson hasta 1966. Su obra constituye, según la crítica argentina, “la única incursión cabal y consecuente hecha por un argentino en el ámbito del cine fantástico” y es creador de lo que denomina “objetos audiovisuales”, producciones en las que se combinan el teatro, la música contemporánea, el ballet o la ópera, posibilitando una especie de cine experimental de audaces búsquedas formales. Véase Eduardo A. Russo, “Hugo Santiago” en Clara Kriger y Alejandra Portela (comp.), Cine Latinoamericano I. Diccionario de realizadores. Buenos Aires: Ediciones del Jilguero, 1997, pp.135-136
[10] Ricardo Luna (Córdoba, Arg., 1926-México D.F., 1977) fue ayudante y colaborador de Torre Nilsson en algunos guiones antes de realizar esta película, su único largometraje.
[11] Es con mucho, como veremos, la obra más versionada de Borges. Se trata del largo Dias de odio (1954) de Torre Nillson, la primera película que se hizo basada en una obra suya; del corto Crónica de Emma Zunz (1966) del español Rafael Martínez de León; del mediometraje francés de Alain Magrou (1969) de título homónimo al del cuento y del corto Splits (1978) del artista estaodunidense Leandro Katz.
[12] Conocida por El cacique Bandeira (1975), es una coproducción hispano-argentina dirigida por Héctor Olivera y supervisada por el escritor Juan Carlos Onetti.
[13] Esa utilización deriva del hecho de constituir “una summa de obsesiones borgeanas”. Sobre las coordenadas generales de este libro, véase Beatriz Sarlo. "Introducción a El informe de Brodie" Borges Studies Online. On line. J. L. Borges Center for Studies & Documentation. Internet: 14/04/01 (http://www.uiowa.edu/borges/bsol/bsbrodie.shtml
[14] Se trata del corto Ghazal (Oda, 1976) de Masud Kimial. Véase sobre este realizador Alberto Elena, El cine del tercer mundo. Diccionario de realizadores. Madrid: Ediciones Turfan, 1993, p.246
[15] Véase sobre este realizador, Alberto Elena, op.cit., p.153.
[16] “Yo anhelaba que alguien matara, para poder contarlo después y para recordarlo” dice en primera persona quien cuenta la historia en El encuentro.
[17] Citado por Cozarinsky, op.cit., p.15
[18] Los otros dos son La muerte y la brújula (1992) del británico Alex Cox y Emma Zunz (1992) del francés Benoît Jacquot.
[19] Véase al respecto “Notas para una teoría de la adaptación” en Agustín Faro Forteza, Películas de libros. Zaragoza: Prensas Universitarias, 2006, pp. 48-49
[20] Véase Sergio Wolf, Cine/Literatura. Ritos de pasaje. Buenos Aires-Barcelona-México: Paidós, 2001, p. 17
[21] Las citas de estas tres películas se encuentran en “Films” (1932). Discusión. Madrid: Alianza, 1986, pp.66-70. Aparecieron primeramente en Sur, nº3 (invierno 1931).
[22] Las referencias a estas tres últimas salieron en “Dos films”. Sur, nº19 (abril 1936). Pueden verse en Cozarinsky, op.cit., pp.41-42
[23] Sabemos que Victor Erice llegó a escribir un guión de La muerte y la brújula, que desgraciadamente no llegó a realizar.
[24] Cristina Parodi, “Borges y la subversión del modelo policial”. En Borges Studies Online. On line. J. L. Borges Center for Studies & Documentation. (www.uiowa.edu/borges/bsol/pdf/xtpolicial.pdf)
[25] Miguel Correa Mujica, “Aproximación crítica a La muerte y la brújula de Jorge Luis Borges”. En http://hometown.aol.com/mcorrea46/BRUJULA5.htm
[26] Citado en “Más allá del dualismo: tratamiento del motivo del doble” en Daniel Balderston, El precursor velado: R.L. Stevenson en la obra de Borges. En Borges Studies Online. J. L. Borges Center for Studies & Documentation. (www.uiowa.edu/borges/bsol/db4.shtml)
[27] Cfr. Alex Cox, “The Death and the Compass”. En http://www.alexcox.com/
* Dado que los términos que se utilizan en el estudio de las relaciones entre cine y literatura son casi sinónimos hemos adoptado el sentido más comúnmente aceptado en el lenguaje actual y corriente, tal y como figuran, por ejemplo, en el Diccionario del Español Actual de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos (Madrid: Aguilar, 1999). Para el debate y clarificación/confusión terminológicas remito a algunas publicaciones recientes sobre el tema: Adaptations: from text to screen, screen to text, edited by Deborah Cartmell and Imelda Whelehan. New York : Routledge, 1999; Pere Gimferrer, Cine y literatura. Barcelona : Seix Barral, 1999; William K. Ferrell, Literature and film as modern mythology. Westport, Connecticut : Praeger, 2000; Antoine Jaime, Literatura y cine en España (1975-1995). Madrid : Cátedra, 2000; Sergio Wolf, Cine/Literatura. Ritos de pasaje. Buenos Aires-Barcelona-México: Paidós, 2001; Sally Faulkner, Literary adaptations in Spanish Cinema. London : Tamesis, 2004; Pilar Pedraza, Espectra: descenso a las criptas de la literatura y el cine. Madrid : Valdemar, 2004; Agustín Faro Forteza, Películas de libros. Zaragoza: Prensas Universitarias, 2006.
17 de mayo de 2013
Marielos se dejó tomar de la mano. Estaba perdida entre tanta gente y tantas vendedoras de atol y churros y mango verde con pepitoria y volutas de algodón celeste y rosado que adornaban la Plaza Central del pueblo de Comalapa. Desde arriba un hombre alto le sonrió una sonrisa de oro, y la niña, acaso cohibida, apretó aún más esa mano grande que también le pareció demasiado áspera, demasiado helada. Una metralleta se quedó retumbando en la noche.
—¿Cómo te llamás, chiquita? —susurró el hombre.
Marielos guardó silencio.
—Apuesto que Cristina.
Marielos sacudió la cabeza.
—Julieta.
Marielos continuó sacudiendo la cabeza.
—Bárbara, eso es, Bárbara.
Aún agarrados de la mano, atravesaron una turba negra de mariachis.
—Vení, pues, Bárbara —y la niña se dejó llevar hacia una venta de pañuelos de algodón. El hombre cogió de la mesa uno amarillo—. Éste aquí es tu mero color, Bárbara —le dijo, atándoselo suave alrededor del cuello.
Marielos, sonrojada, lo observó pagar. Su madre tenía una blusa del mismo amarillo. Pensó en decírselo al hombre.
—Necesitás un gorro.
Caminaron de la mano entre la muchedumbre de la Plaza Central hasta encontrar una venta de sombreros y gorros. El hombre tomaba uno y se lo colocaba a la niña sobre el cabello azabache y decía «muy grande» o «muy pequeño». Ella se dejaba.
—Perfecto —dijo él.
A Marielos le había gustado más uno azul perla.
—¡Joyas! —gritó el hombre, guiándola hacia una larga y atiborrada mesa. Le puso a la niña un collar de abalorios blancos, luego pulseritas bañadas en plata, luego anillos de plástico rojo.
Ya caminando, Marielos observó las dos manos agarradas: la suya le pareció mucho más morena.
—A ver, quedate quieta.
El hombre, arrodillado ya frente a ella, le pintó los labios de carmesí, le peinó las pestañas de negro.
—Listo, Bárbara.
—Pero qué buen papi el de la niña —les sonrió la vendedora de tintes y maquillajes.
—Ésta es mi muñequita —dijo el hombre.
Y mientras caminaban de nuevo, Marielos sintió que ahora la mano áspera y helada le apretaba la nuca y le sobaba los hombros y se le metía poco a poco entre la blusa, aruñándole la espalda, empujándola cada vez más fuerte y cada vez más rápido, hasta que salieron de la Plaza Central y luego salieron del pueblo y con demasiada prisa continuaron avanzando hacia la oscuridad del río.
*
El doctor Navarro llevaba treinta y seis horas de turno. Sin dormir. Sin casi comer: media barra de chocolate, una bolsita de almendras tiesas. Cabeceó un par de veces mientras cuidaba una picadura de alacrán en el tobillo de un anciano. Se sirvió más café y salió del hospital —aunque esa palabra siempre le pareció excesiva para describir la pequeña y anticuada clínica donde trabajaba— a fumarse un cigarrillo en la soledad de la calle.
Afuera las cosas tenían un barniz de luna llena. El pueblo de Comalapa olía a florifundia, a leña vieja, a cloacas estancadas, a esa dejadez que adquieren siempre los pueblos latinoamericanos. El doctor Navarro se recostó contra un muro, cerró los ojos y se puso a fumar en silencio, un silencio que pronto lo sumergió en un estado de letargo, y se adormeció, y quizás hasta soñó que estaba de vuelta en la capital, terminados ya sus seis meses de servicio social obligatorio, metido en su propia cama, a la par de su esposa calientita y desnuda.
Tardó en escuchar los gritos.
Unos campesinos venían directo hacia él. Corriendo. Excitados. Uno de ellos cargaba algo sucio y endeble entre los brazos. El doctor Navarro pensó que era un animal, a lo mejor un perro o un venado atropellado, y maldijo la ignorancia de los campesinos. Lanzó su cigarrillo encendido hacia la noche.
—¡Tenga, doctor!
—¡Qué pasó! —recibiéndole al campesino el bulto de harapos enlodados y cubiertos de sangre que también eran una niña.
—Estaba tirada en el río —dijo con pena el campesino.
—Boca abajo entre el barro —agregó otro.
—Ahogadita.
Todos entraron al hospital.
—¡Esperen aquí! —les gritó el doctor Navarro, casi violento, como si ellos fuesen los culpables de que aquella criatura que llevaba ahora entre los brazos estuviese así de mutilada.
La colocó sobre una camilla. Entre el lodo y un collar de abalorios que aún llevaba alrededor del cuello, logró detectar un pulso muy débil. Dos enfermeras ya estaban dando vueltas alrededor de la niña, limpiándola y revisándola y tratando de controlar la hemorragia: el epitelio vaginal estaba efascelado, la vagina estaba totalmente desgarrada.
Más tarde, al salir del quirófano, el doctor Navarro se enteraría de que un hombre había sido linchado por todos los campesinos del pueblo, quienes después de rociarlo con gasolina, continuaron azotándolo con palos y garrotes mientras el hombre se revolcaba sobre la Plaza Central, y ardía aún vivo.
*
Estaba amaneciendo. Zanates volaban negros por la ventana. Lejos, un perro ladró.
El doctor Navarro llevaba algún tiempo parado en el umbral de la puerta de la habitación, los brazos cruzados, observando a Marielos dormir. Pero se le ocurrió que ella en realidad no dormía, que una niña así ya jamás volvería a dormir, que jamás volvería a soñar, que le habían arrancado para siempre todos sus sueños.
—Buenos días.
—Alicia, buenos días —le respondió a la enfermera que se había quedado de pie a su lado, también observando a la niña.
—Sufre —suspiró ella.
El doctor Navarro no dijo nada. Se acercó a la cama. Levantó un párpado de la niña, luego el otro. Le palpó la frente. Le tomó el pulso. Le midió la presión arterial y la frecuencia cardiaca. Movimientos mecánicos, pensó él.
—¿Cambiamos el tapón de gasa, doctor?
Marielos murmuró algo incomprensible.
—¿Doctor?
Él se sentó en la orilla de la cama. Tomó la pequeña mano de la niña. Aún tenía tierra negra bajo las uñas.
—Me consigue una esponjita húmeda, Alicia, por favor.
Mientras él le limpiaba los dedos, la niña volvió a murmurar algo.
—Cariño… —le susurró el doctor Navarro.
Marielos sacudió varias veces la cabeza.
—Se está despertando —dijo la enfermera.
—Cariño…
Marielos abrió despacio los ojos, con algún esfuerzo, y se le quedó viendo al doctor Navarro, pero el doctor Navarro no pudo determinar si con curiosidad o con pánico.
—Buenos días, Marielos —le dijo él, exageradamente tierno como para calmarla—. Tus padres ya vienen en camino. Te encuentras en el hospital de Comalapa, cariño. Pero estás bien —dijo, y de inmediato se odió a sí mismo por haberlo dicho.
—Me duele —musitó la niña entre jadeos.
—Alicia, aumente la dosis de Diclofenac, por favor.
—Enseguida, doctor —mientras con una toalla le limpiaba a la niña el lodo seco que aún tenía entre las orejas.
—Me duele.
—Esta medicina te quitará el dolor, cariño.
El doctor Navarro terminó de lavarle los dedos. Quiso ponerse de pie, pero la niña, acaso sin darse cuenta, se había aferrado a sus manos.
—Sabes, Marielitos —dijo la enfermera—, que nuestro doctor también es un mago.
La niña volvió la mirada hacia él.
—Y con su magia, Marielitos, puede hacer que desaparezca tu dolor.
—Así es —dijo el doctor Navarro, liberando una mano y tirando polvos invisibles hacia arriba y sintiéndose absurdo.
—Pero además, Marielitos —susurró la enfermera como si fuese un secreto entre ellas dos—, el doctor también puede hacer que se cumplan los deseos.
La niña continuó observando al doctor Navarro. Una mirada indescifrable, pensó él y luego pensó: una mirada ya para siempre indescifrable.
—Tú pídele, Marielitos.
El doctor Navarro le sonrió artificialmente a la niña.
—Pídele un deseo y verás.
—En realidad, Marielos, yo soy un mago disfrazado de doctor.
—Pídele algo —dijo la enfermera mientras le pasaba la toalla mojada por las rodillas raspadas, por los pies sucios.
La niña no dejaba de contemplar al doctor Navarro, quizás tratando de decidir si efectivamente era un mago, quizás intentando determinar si valdría la pena confiarlo, quizás comparando su sonrisa blanca con aquella sonrisa de oro, quizás buscando algo en el rostro de un hombre que ya sólo ella sabía buscar.
—¿Qué deseas, cariño?
Marielos abrió un poco la boquita, pero rápido la cerró.
—Anda, pídele, Marielitos —dijo cómplice la enfermera.
Fugazmente, el doctor Navarro se creyó el juego, y se creyó un mago, y pensó en usar esos polvos mágicos para devolverle a la niña todos sus sueños.
—Una muñequita —susurró Marielos con miedo, y después, bajando la mirada hasta perderla en algún punto invisible de sí misma, añadió—: pero una muñequita limpia.
17 de mayo de 2013
“Quien ha alcanzado la genuina libertad de espíritu”, afirmaba Nietzsche, “ha de sentirse como un viajero sin destino seguro”. Sólo él será capaz de mirar con ojos bien abiertos todo lo que pasa realmente en el mundo; por eso no deberá atar su corazón a nada en particular con demasiada fuerza: debe tener así algo del vagabundo al que no le disgusta cambiar de paisaje y, en caso necesario, correr el riesgo de perder o arriesgar, si cabe, su identidad. De algún modo, ha sido la mirada indisciplinada y curiosa de este viajero la que mejor ha definido a nuestra contemporaneidad, privada ya de los Grandes Relatos y de las narrativas clásicas de la emancipación. Lévi-Strauss, por ejemplo, lo sabía muy bien, pero también Saint-Exupéry, Joseph Conrad, Roland Barthes, Edward Said o Walter Benjamin: es preciso aplicar la mirada del viajero o del etnólogo a la confusa y poliédrica realidad de los hechos.
Tal vez por ello, como nos ha recordado una y otra vez Ryszard —“Ricardo” para sus amigos españoles— Kapuscinski (Pinsk, actualmente Bielorrusia, 1932-Varsovia, 2007) en sus libros, crónicas y reportajes, sólo aquel que en alguna medida se puede sentir nómada y no se dirige a ningún puerto último, esto es, quien yerra en esa “finalidad sin fin” tan característica del viaje, es capaz de mirar y detenerse de un modo distinto; de apreciar las cosas de una forma distinta y original. Kapuscinski, que reconocía carecer de una personalidad reflexiva, ha hablado hasta la saciedad de su adictiva necesidad de viajar para poder escribir. “Mi vida —asegura— ha sido un cruzar constante de fronteras, tanto físicas como metafísicas. Ése es para mí el verdadero sentido de la vida”.
Curiosamente, aunque hoy es considerado poco menos que un icono del coraje del periodismo valiente y honesto, del compromiso con los más desfavorecidos del Tercer Mundo, Kapuscinski ha demostrado también una voluntad inequívoca de transgredir géneros y romper moldes narrativos en busca de una voz experimental profundamente personal y, al mismo tiempo, sensible a las urgencias de lo real. Ya desde sus primeras obras el joven aprendiz de poeta trató de superar la, para él obsoleta, división tradicional entre el escritor y el reportero. Se ha destacado cómo en los materiales aportados por su mirada impresionista se hace patente una curiosidad singular por hacer visible esos rostros habitualmente invisibles en las redes de información imperantes. El reportero, como una especie de “cazador furtivo de otros campos”, recomendaba, tiene que sacar las cosas de otras ramas, de la sociología, la historia, la antropología, ha de lograr que el lector sienta que el autor tiene una formación profunda”. ¿Algunos ejemplos que le sirvan de modelo? “Habría que escribir —afirmaba en una entrevista— más libros del tipo de Tristes Tropiques, del antropólogo Lévi-Strauss, o Cool Memories, de Baudrillard”.
Con sus crónicas y viajes, el autor de Ébano ha conseguido, como muchos reconocen, elevar el periodismo al nivel de la obra de arte literaria. Figuras indiscutibles de la talla de García Marquez, John le Carré o Paul Auster —“No puedo pensar en otro escritor o novelista vivo, poeta o ensayista cuyo trabajo sea más importante que el de Kapuscinski”— no han escatimado elogios a la hora de destacar el valor y originalidad de su trabajo. Un reconocimiento que se explica porque, a caballo entre la digresión filosófica, el conocimiento histórico y el periodismo, él supo explotar como nadie antes que él todas las posibilidades literarias y documentales de la experiencia del viaje, por haber sabido encontrar una voz sincera en su fragilidad y ternura por los desechos y fragmentos.
Los libros de Kapuscinski son generosos por no escudarse en la erudición de lo ya sabido; también algo febriles y obsesivos en el uso de la digresión. “Dentro de una gota, reflexiona el polaco, hay un universo entero. Lo particular nos dice más que lo general; nos resulta más asequible”. No es raro que el lector de sus libros quede sorprendido por su extraordinaria capacidad para la descripción. Mientras se encontraba en África, significativamente se identifica con el antropólogo Levi Strauss. De modo parecido a cómo en Tristes trópicos el antropólogo francés buscaba comprender la alteridad desconocida del hombre occidental, Kapuscinski desarrolla, a través de una poderosa empatía, una aproximación a los extraños, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades o sus tragedias, ciertamente sorprendente. Lo llamativo de esta perspectiva radica en que es la suya la mirada propia de un exiliado voluntario, la de quien desde la distancia es capaz de advertir aquello que, en su ciega obviedad, pasa desapercibido por unos visitantes demasiado acostumbrados a un determinado lugar o a una cotidianidad regular. Y es que sólo el buen extranjero es, a veces, capaz de cuestionar la capa de sentido común, lo “normal”, y así percibirlo como algo extraño, como algo raro, inusual. “Mi forma de escribir, confiesa Kapuscinski, es una combinación de tres elementos. El primero es viajar: no viajar como un turista, sino explorar. El segundo es leer la literatura del lugar. El tercero es reflejar”.
Como Elias Canetti, de quien es admirador fiel, el autor de El Sha parece definir su tarea de cronista en términos significativamente respiratorios como una suerte de intoxicación voluntaria en las situaciones atmosféricas de la época. Lo importante no tiene lugar sólo en el interior de las personas, sino también “entre” los habitáculos respiratorios y sus habitantes. En su libro Ébano, por ejemplo, Kapuscinski escribe desde una capital de África occidental en la que se están produciendo violentas revueltas y protestas. Lo llamativo de su relato es que, en lugar de centrarse, como haría cualquier periodista convencional, en los escenarios callejeros de los disturbios, se detiene a describir su desvencijada habitación en un hotel miserable de un barrio popular. Subrayando, sobre todo, el contexto, el telón de fondo —un abominable, pegajoso y húmedo calor reinante, que transforma cada gesto en insoportable esfuerzo—, el entomólogo logra situar espléndidamente al lector partiendo del análisis de esa atmósfera asfixiante.
Todo ello contribuye a que las obras de Kapuscinski se caractericen por un singular estilo literario. “Seiscientas u ochocientas palabras no eran suficientes para mí —confiesa—, para describir la ciudad asediada por combatientes hostiles, los rumores, la solidaridad de la gente, el color de las calles. No, no podía describir la riqueza del mundo que me rodeaba con el idioma periodístico, no cabía en los cables de agencia. Así que, decidí que en lugar de irme a tomar whiskey con mis colegas al final del día en algún hotel, me quedaba en un rincón escribiendo, elaborando notas toda la noche. Trabajaba en dos cosas simultáneamente, en ámbitos separados. Pero en nuestra profesión, el éxito se basa en tener una doble vida, vivir en estado de esquizofrenia: ser un corresponsal de agencia –o un redactor- que cumple órdenes, y guardar en algún pequeño lugar del corazón, algo para sí, para la propia identidad, para las ambiciones personales”.
Ahora bien, ¿por qué, cabría preguntarse, Kapuscinski ha sido considerado prácticamente con unanimidad “el mejor reportero del siglo”? ¿Por qué su obra nos aparece como un documento imprescindible, incluso mucho más veraz que el de otros para comprender la realidad del siglo veinte y sus hondas contradicciones? ¿Existe en la forma de Kapuscinski de acercarse a “la verdad” un modo privilegiado de conocimiento? Sabemos desde que Truman Capote escribiera su impresionante crónica de A sangre fría que la grandeza del reportaje periodístico tiene la virtud de reflejar los hechos con una inmediatez y brutalidad desconocida por otros medios. Asimismo, ya en el plano estrictamente filosófico, desde que Marx llamara la atención sobre la necesidad de “mundanizar el pensamiento”, contribuyendo con sus artículos en la Gaceta Renana, o Foucault definiera la nueva filosofía contemporánea como un modo de realizar “una ontología de la actualidad” —su polémica y muy criticada experiencia como reportero en Irán es muy significativa al respecto—, el periodismo ha asumido quizá una mayor responsabilidad en el espacio social: tiene el deber de registrar la experiencia con un contenido de objetividad y de veracidad inigualables.
A tenor de todo esto, no me parece exagerado afirmar que el periodismo de Kapuscinski surge también como un modo “mundanizado” de hacer filosofía, de reflexionar críticamente al hilo de las realidades del momento. Una situación de la que el reportero polaco era plenamente consciente: es preciso abandonar el narcisismo cultural, la jerga, los clichés autocomplacientes en la actividad periodística. Ahora bien, su labor va mucho más allá: su punto de partida es la crónica sociopolítica inmediatamente doblada de reflexión crítica. Hoy, sin embargo, con la aparición de grandes grupos de información, corre el riesgo de quedar pervertida por el afán sensacionalista y el culto banal al espectáculo.
“En nuestro oficio —reflexionaba Kapuscinski— hay algunos elementos específicos muy importantes. El primer elemento es una cierta disposición a aceptar el sacrificio de una parte de nosotros mismos. Es ésta una profesión muy exigente Todas lo son, pero la nuestra de manera particular. [...] Éste es un trabajo que ocupa nuestra vida, no hay otro modo de ejercitarlo. O, al menos, de hacerlo de un modo perfecto. [...]”. Por ello Kapuscinski insistía mucho en la degradación del trabajo periodístico en los últimos cincuenta años. Si el periodista clásico era una persona gozaba en otros tiempos de un respeto, una figura admirada que jugaba un importante papel intelectual en el juego político de las sociedades, el periodista actual, sometido a las manipulaciones de los grupos de presión, no tiene ya como prioridad comunicar los aspectos más relevantes de la realidad, los verdaderamente importantes, sino narrar aquellos hechos que más venden. “Nuestra profesión —afirmaba— siempre se basó en la búsqueda de la verdad. Muchas veces la información funcionó como un arma en la lucha política, por la influencia y por el poder. Pero hoy, tras el ingreso del gran capital a los medios masivos, ese valor fue remplazado por la búsqueda de lo interesante o lo que se puede vender. Por verdadera que sea una información, carecerá de valor si no está en condiciones de interesar a un público que, por otro lado, es crecientemente caprichoso [...] Hoy el soldado de nuestro oficio no investiga en busca de la verdad, sino con el fin de hallar acontecimientos sensacionales que puedan aparecer entre los títulos principales de su medio”.
Historia y periodismo
Como es fácil de deducir, la mirada del viajero contemporáneo no puede confiar ingenuamente en los Grandes Relatos históricos. Kapuscinski, no en vano licenciado en historia, aplicaba a sus reportajes una rigurosa lente histórica no siempre advertida. En algún sentido, su trabajo es la prueba evidente de que el mundo no puede ser ya recreado como en las formas de antes, es decir, desde una perspectiva armónica. En un mundo que se acepta inevitablemente como desintegrado, el periodismo para él sólo tiene algún valor en mostrarlo en su fragmentación, sólo así es posible ofrecer de él alguna imagen verosímil. Esta predilección de Kapuscinski por la lógica del fragmento brilla, por ejemplo, en Lapidarium (Anagrama), su obra más filosófica —“Mi sueño fue siempre ser filósofo”, confesó—, donde se aprecia el influjo aforístico y la intensidad de autores como Nietzsche o Cioran.
En ese sentido, no puede negarse que la experiencia del viaje tiene profundas conexiones con una perspectiva histórica diferente, esa “intrahistoria” de la que hablaba Unamuno. Esta mirada debe atender a “todo aquello que atañe a los llamados agentes sociales, a actitudes, mentalidades y problemas cotidianos de las personas de a pie, que constituyen el noventa y nueve por ciento de cualquier sociedad”. En Kapuscinski no encontramos tanto la preocupación por recomponer la trama de una historia objetiva cuanto por desarrollar una historia pasada por la criba subjetiva de los otros. Es imposible, pues, y tampoco deseable eliminar ese factor de subjetividad que siempre esta ahí deformando la realidad. “Nunca, afirma, estamos frente la historia real, sino siempre ante una contada, tal como alguien sostiene —y cree— que ha sido”. Esta combinación de la perspectiva totalizadora del historiador y la atención al detalle minúsculo del reportero fue encarnada magistralmente en sus mejores obras como Ébano —un conjunto de reportajes sobre el continente africano—, El Sha —un análisis de la situación iraní y de la figura de Mohamed Reza Pahlevi— o El Imperio —crónica del derrumbamiento de la URSS—, pero también en otras en absoluto menores como La guerra del fútbol, Un día más con vida, Los cinco sentidos del periodista o El mundo de hoy.
En Los cínicos no sirven para este oficio (Anagrama, 2002), un libro compuesto de entrevistas y conversaciones moderadas por Maria Nadotti y que contiene una sugerente discusión con el poeta y escritor John Berger, amigo suyo, Kapuscinsky asegura explícitamente que “[...] ser historiador es mi trabajo, y estudiar la historia en el momento mismo de su desarrollo, es lo que es el periodismo. Todo periodista es un historiador. Lo que él hace es investigar, explorar, describir la historia en su desarrollo. Tener una sabiduría y una intuición de historiador es una cualidad fundamental para todo periodista.[...] en el buen periodismo, además de la descripción de un acontecimiento, tenéis también la explicación de por qué ha sucedido; en el mal periodismo, en cambio, encontramos sólo la descripción, sin ninguna conexión o referencia al contexto histórico. Encontramos el relato del mero hecho, pero no conocemos ni las causas ni los precedentes. La historia responde simplemente a la pregunta: ¿por qué?”. No en vano, en Viajes con Heródoto (Anagrama), publicado en 2006, el autor polaco se identifica con un significativo alter ego: Heródoto, el primer historiador griego. “El hombre contemporáneo no se preocupa de su memoria individual porque vive rodeado de memoria almacenada", escribe Kapuscinski. “En el mundo de Heródoto, el individuo es prácticamente el único depositario de la memoria. De manera que para llegar a aquello que ha sido recordado hay que ir hacia él; y si vive lejos de nuestra morada, tenemos que ir a buscarlo, emprender el viaje, y cuando ya lo encontremos, sentarnos junto a él y escuchar lo que nos quiera decir. Escuchar, recordar y tal vez apuntar. Así es como, a partir de una situación como ésta, nace el reportaje”.
Evidentemente, Kapuscinsky había soñado desde joven atravesar todas las fronteras existentes. Leyendo a Heródoto también dejará de percibir “la existencia de la barrera del tiempo”. En este planteamiento el periodista no sólo debe intentar ser testigo de todos los acontecimientos que se producen en el lugar de destino; debe saber asimismo lo que ha ocurrido allí antes y lo que puede suceder en el futuro. Huyendo del “provincianismo espacial y temporal”, considera necesario vencer además otra limitación. Como Chesterton, él creía totalmente ilusoria la tendencia contemporánea a creer que el mundo “es propiedad exclusiva de los vivos, sin participación alguna de los muertos”.
El conocimiento histórico tampoco debe, en aras de una pretendida visión general, pasar por alto las motivaciones psicológicas particulares de los actores secundarios de la historia. Lejos de limitarse a exponer situaciones y realidades sociales, él busca interpretar el origen de esas situaciones y realidades. Es aquí donde la instalación en la actualidad del periodista y el afán por comprender del historiador se fusionan en un compromiso ético. De ahí también su firme convicción de que “[...] para tener derecho a explicar se tiene que tener un conocimiento directo, físico, emotivo, olfativo, sin filtros ni escudos protectores, sobre aquello de lo que se habla. [...] Es erróneo escribir sobre alguien con quien no se ha compartido al menos un poco de su vida”.
Leyendo su obra no sorprende que Kapuscinsky declarara que “para ejercer el periodismo ante todo, había que ser un buen hombre o una buena mujer, buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias. Y convertirse, inmediatamente, desde el primer momento, en parte de su destino. Es una cualidad que en psicología se denomina ‘empatía’. Mediante la empatía, se puede comprender el carácter propio del interlocutor y compartir de forma natural y sincera el destino y los problemas de los demás. En este sentido, el único modo correcto de hacer nuestro trabajo es desaparecer, olvidarnos de nuestra existencia. Existimos solamente como individuos que existen para los demás, que comparten con ellos sus problemas e intentan resolverlos, o al menos describirlos”.
Contra la “desmesura” del poder
El escritor italiano Claudio Magris, otro admirador de su trabajo, ha destacado también en qué medida Kapuscinski es un maestro en la descripción de la semiología del poder, en el análisis de sus signos, ritos, distancias, protocolos y gestos. Habiendo arriesgado la vida tantas veces, es natural que la perspectiva de Kapuscinski no sea una perspectiva neutral, complaciente con el reconocimiento de una memoria siempre tramposa que no pocas veces es también cómplice con los discursos legitimadores del poder. Según cuenta en diferentes entrevistas, la experiencia genuinamente europea de vivir su infancia en medio de la violencia de la Segunda Guerra Mundial y la tragedia de la ocupación nazi de Polonia, fueron hechos decisivos a la hora de forjar su temperamento irónico y su compromiso por rechazar toda forma de dogmatismo. No es extraño que, después de trabajar como reportero durante más de treinta años (desde 1964) al servicio de la agencia de prensa más importante de Polonia, la PAP, en la década de los ochenta, asfixiado por la censura de su país, empezara a trabajar para la prensa internacional, fundamentalmente para publicaciones tan prestigiosas como el New York Times o el Frankfurter Allgemeine Zeitung. Para entonces, nuestro Premio Príncipe de Asturias del año 2003 ya había sido testigo privilegiado de un sorprendente número de acontecimientos mundiales; cambios políticos, golpes de Estado, revoluciones y guerras en países del tercer mundo. “Lo mío no es una vocación, es una misión. No me habría sometido a esos peligros, si no sintiera que hay algo abrumadoramente importante –sobre la historia, sobre nosotros– que siento que me obliga a hacerlo. Eso es más que periodismo”, declaró ya en 1987 a la revista inglesa de literatura Granta.
“Es el a priori del dolor —el que a uno se le hagan tan difíciles las cosas más sencillas de la vida— lo que [...] abre críticamente los ojos. [...] Son los heridos graves de la cultura los que con grandes esfuerzos encuentran algunos remedios curativos y hacen girar la rueda de la crítica”. Estas palabras de Walter Benjamín muy bien podrían ser suscritas por Kapuscinski, alguien que experimentó en sus propias carnes la pobreza y que básicamente se formó de forma autodidacta. Como ya se ha comentado, su niñez en la pequeña localidad de Pinsk fue especialmente dura. Nada más iniciarse la Segunda Guerra Mundial, su familia tuvo que huir hacia el centro, a una aldea más pobre y analfabeta que su ciudad natal. Durante la guerra, los polacos difícilmente podían estudiar más de siete años de educación primaria. Su caso no fue distinto. Su formación tenía graves lagunas y, como reconoce, comenzó muy tarde a leer, a escribir y a estudiar.
En los relatos de Kapuscinski llama la atención el contraste entre el hieratismo del poder desmesurado, momificado e inmóvil y la fluidez de la vida del pueblo llano. Si en una obra como El Imperio, “Stalin —afirma Claudio Magris, termina por parecerse al negus Neghesti abisinio, sentado, circunspecto y desconfiado, en el trono, idolatrado y escrutado con temor cada vez que fruncía las cejas, pero pasivamente ignorante de lo que realmente sucedía en torno a él y en el país—, en Ébano la vida africana se define justamente por una vitalidad desbordante. África es un espacio donde los límites individualistas son sinónimo de desgracia, un espacio que se articula en una tradición y estructura colectivista, “pues sólo dentro de un grupo bien avenido se podía hacer frente a unas adversidades de la naturaleza que no paraban de aumentar”.
De algún modo, quien más insistió en la necesidad de que el periodista dejase de blindarse tras el cinismo fue también a lo largo de su vida un gran escéptico apasionado. Kapuscinski no es ingenuo en sus planteamientos, y descubre desde muy temprano que los cambios profundos son muy difíciles de consolidar; que las transformaciones revolucionarias a veces terminan siendo peor o igual que las desgracias e injusticias que combaten. El bisturí con el que analiza la situación africana en Ébano, para muchos su obra maestra, es un buen ejemplo al respecto. Muestra cómo el África de los señores de la guerra y sus soberanos genera nuevas víctimas: las mujeres y los niños. El continente embargado por la euforia a causa de su independencia no tarda mucho en sumirse en el desencanto ante el hecho de que las voraces elites de los estados independientes “se dedicaban a llenarse los bolsillos lo más aprisa posible”. Amargamente Kapuscinski revela un paisaje desolador: “[...] La pobreza y la decepción de los de abajo, y la codicia y la voracidad de los de arriba crean un ambiente emponzoñado y minado que el ejército olfatea; presentándose como defensor de los humillados y ofendidos, abandona los cuarteles y alarga la mano para tomar el poder”. Es más, en algunas reflexiones, Kapuscinski parece seguir la divisa lampedusiana de que “todo ha de cambiar para que todo sigue igual”. Los nuevos poderes sigue alimentando el miedo y la ignorancia, los intelectuales, nuevamente perseguidos, una nueva jerarquía totalitaria derroca a la precedente. Y la miseria sigue siendo la norma...
En otra de sus obras maestras, El sha o la desmesura del poder (Anagrama), Kapuscinski muestra cómo, después de la euforia revolucionaria viene la resaca: ¿Qué hacer una vez que los miembros de los comités revolucionarios, una vez tomado el poder, adoptan los mismos mecanismos autoritarios que habían combatido, “de un modo mecánico y subconsciente”. Pese a todo ello, en Kapuscinski el realismo del escéptico nunca utiliza esta coartada para combatir las injusticias. Para él, el verdadero periodismo es intencionalmente transformador de la realidad social e intenta provocar algún tipo de cambio. No es raro que afirmara a menudo que el tema de su vida eran los pobres, un “tercer mundo” que en él no alude tanto a un término geográfico o racial sino existencial. Creía que el silencio de los pobres obligaba moralmente a que el periodista hablara por ellos, y él lo hizo continuamente. Él fue uno de los periodistas que mejor reflejó en sus reportajes la vida de lo que Michel Foucault llamaría “hombres infames”, esto es, esas existencias casi siempre borradas de las letras mayúsculas de las narraciones históricas. Su lente microhistórica busca aferrarse casi desesperadamente al valor exacto de lo individual para desde allí desenmascarar con rabia o sarcasmo las vacuas ficciones ideológicas de la Gran Historia. En estos escenarios deshabitados por la historiografía de los grandes acontecimientos él encuentra la atención a las minúsculas que brinda el arte y la poesía, una pasión que, como ya se ha insistido, cultivó desde su juventud.
Significativamente, para Kapuscinski el concepto de compromiso no es tanto un concepto político que haga hincapié en los deberes sociales del escritor, la obligación moral de comprometerse con la sociedad en la que le ha tocado vivir, cuanto una concepción filosófica extremadamente sensible a la importancia del lenguaje, de toda lengua viva. De ahí que no haya compromiso del escritor que no sea una apología indirecta de la palabra. Para él, y como sabía Platón, el lenguaje no es inocente, sino un arma muy peligrosa. Lejos de representar la figura del intelectual “profético”, alguien que hasta hace poco tomaba la palabra y se le reconocía el derecho a hablar como maestro de la verdad y la justicia como representante de lo universal, Kapuscinski trata siempre de hacer escuchar la voz de los otros. En su prolífica labor como cronista, no pocas veces late la rabia contenida de que no vivimos en el mejor de los mundos posibles. Tal vez por ello, fiel a sí mismo, en su visión crítica de las injusticias y males de nuestras sociedades, siempre supo conjugar el optimismo de la voluntad y el pesimismo de la inteligencia. El buen reportero debe ser un hombre de gran resistencia física y psíquica, resistente a la depresión.
El desafío de la alteridad
Hablábamos al principio de la relación de Kapuscinski con la experiencia formativa del viaje y la mirada etnológica. Se dice incluso que, en el momento de su muerte, preparaba un libro sobre el antropólogo polaco Bronislaw Malinowski, quien negaba la existencia de culturas superiores e inferiores. No es un dato baladí. El reportero-etnólogo está obligado metodológicamente a dejar de lado los prejuicios y explorar lo que no está en la superficie a la hora de acercarse a las culturas y sociedades. Como Malinowski, Kapuscinski intuye que para entender al Otro hay que implicarse activamente en su universo emocional y antropológico.
Tampoco es ninguna casualidad que, en su discurso académico pronunciado en el acto de investidura como Doctor Honoris Causa en la Universitat Ramon Llull, Kapuscinski elligiera el tema de “El encuentro con el otro”. Para él, que gustaba ser definido como un “traductor intercultural”, el periodismo servía para comprender el auténtico desafío de nuestro tiempo: un encuentro con la alteridad en algún sentido inédito en la historia. Sus libros de reportajes tienen como telón de fondo de hecho un momento histórico decisivo: en la segunda mitad del siglo XX dos tercios de la población mundial se liberan del yugo colonial y se convierten en ciudadanos de Estados independientes, al menos desde el punto de vista formal. “Poco a poco, esas personas empiezan a descubrir su propio pasado, sus mitos y leyendas, sus raíces y su identidad. Una vez descubierta y asumida esta última, se sienten orgullosas de ella. Esos hombres y mujeres empiezan a sentirse ellos mismos, sus propios amos y dueños de su destino, y les resulta odioso que se los trate como objetos, como extras, como víctimas pasivas de un antiguo dominio ajeno”. Kapuscinski pone de manifiesto cómo hoy nuestro planeta, habitado durante siglos por un puñado de hombres libres e ingentes masas de hombres esclavizados, se va llenando de naciones y comunidades cuyo sentimiento de su propio valor e importancia no cesa de crecer, como tampoco cesa de aumentar su número. Este proceso a menudo transcurre en medio de inmensas dificultades, de conflictos y tragedias que arrojan estremecedores saldos de víctimas.
En rigor, la obra periodística y ensayística de Kapuscinski puede entenderse como una constante búsqueda del rostro del Otro concreto, no ese genérico abstracto, como un encuentro con esa alteridad cercana pero ignorada, cuyo desconocimiento corre el riesgo de cultivar el germen del odio y de la guerra. Merece la pena reflexionar sobre el hecho de que, después de todo el revuelo cultural en torno al “supuesto choque de civilizaciones”, lo más difícil para cierta intelligentsia occidental sea simplemente estar la altura de la simple, aunque elocuente, desnudez de los datos empíricos. Para Kapuscinski si algo necesitamos en nuestra situación no es aventar el fantasma de la amenaza del Otro con conceptos simplificadores, sino más bien limar “el choque de ignorancias”. Él fue también un testigo privilegiado de una serie de transformaciones decisivas en la vida política y económica del siglo veinte, una época, según sus propias palabras, “extremadamente fascinante”. La disolución del colonialismo y el triunfo de la globalización de la economía más allá del Estado-nación a su modo de ver han desembocado en una experiencia única: la creación de un planeta independiente, algo que considera una característica positiva.
“El gran descubrimiento del hombre —asegura Kapuscinski— no fue el de la rueda sino el del Otro, ese momento en el que cuando la primera tribu-familia de ciento cincuenta miembros que vivía entre los dos ríos en Mesopotamia se topó con otra tribu-familia y ambos se dieron cuenta de que no estaban solos [...]. Ante este hallazgo, tres reacciones aparecen continuamente en la historia: ignorarlo, entablar contacto (comercio) o guerrear”. Todos sus libros abogan por un pensamiento que sea capaz de pensar globalmente, “que derive en un lento aprendizaje de la aceptación de lo distinto a uno mismo, de la renuncia a un centro, a una representación única. [...] Quizá podríamos darnos cuenta de que hay espacio para todos y que nadie tiene más derecho de ciudadanía que los demás”.
Si algo ha aprendido nuestra cultura contemporánea, entre otras figuras con la de Kapuscinski, es que el viaje de la reflexión occidental no regresa ya al hogar de partida. Ya no podemos identificarnos con la vieja figura de Odiseo sino, acaso, con un judío errante que ha de reflexionar sobre el Otro. Y no sólo porque hoy ningún sujeto puede decir con toda certeza que se encuentra “en casa” o “en sí mismo”, sino también porque aquello que denominábamos “lo Otro” ha empezado a reclamar y a plantear la insurrección de su mirada marginada. Un Otro que también nos observa desde categorías bien distintas, aparentemente sin sentido, absurdas. El marco desde el que observaba el espectador clásico había quedado desbordado, el mundo parece irremediablemente abierto a la incertidumbre. Y, como afirmaba Kapuscinski, “[..] caídas las grandes ideologías unificadoras y, a su manera, totalitarias, y en crisis todos los sistemas de valores y de referencia apropiados para aplicar universalmente, nos queda, en efecto, la diversidad, la convivencia de opuestos, la contigüidad de lo incompatible. [...] el concepto de totalidad existe en la teoría, pero nunca en la vida” ( Los cínicos no sirven para este oficio).
Basta leer sus análisis sobre las nuevas condiciones de las actuales burocracias africanas o El Imperio y su conmovedora descripción de la eliminación de los campesinos ucranianos en el marco de la llamada “colectivización de la tierra” para darse cuenta de cómo otra de las preocupaciones fundamentales de este viajero pertinaz era el tema de la migración y el desarraigo. Kapuscinski cree evidente que el aumento indiscriminado de datos, reclamos y mercancías es directamente proporcional al decrecimiento de nuestra experiencia del mundo. El planeta, en efecto, parece comprimirse, pero sólo lo experimentamos “de segunda mano”, a través de unos medios que convierten una noticia del rincón más alejado del planeta en algo simultáneo. Pero aquí está la paradoja: cuanto más intercomunicado está el mundo, más opaca es la mirada al todo. Nuestro trabajo, nuestra salud, nuestro consumo no son sino el último eslabón de una cadena causal que no dominamos.
De ahí también la profunda perplejidad del hombre globalizado: el antiguo mundo de la vida ya no es un espacio protegido sino más vulnerable. En el pasado, la excesiva proximidad a los proyectos históricos particulares impedía ver la Tierra como objeto de preocupación global. La globalización era, de algún modo, algo que se realizaba a nuestras espaldas. Hoy, a diferencia de la ingenuidad de otras épocas, a raíz de las continuas amenazas terroristas, ecológicas, del incesante flujo económico del capital o de noticias positivas como la cooperación global o la universalización de la opinión pública, no podemos permitirnos el lujo de ser provincianos. Cuando decimos "nosotros", estamos obligados a referirnos a la humanidad entera. Si no pensamos en la globalización, ella lo hará por nosotros: “La globalización —sostiene Kapuscinski— es un fenómeno contradictorio de dos corrientes distintas. Es un río de integración de toda la tecnología, el mundo financiero, los medios de comunicación, pero simultáneamente es otro río en dirección opuesta que lleva a la desintegración, con conflictos étnicos, con ambiciones regionales, con tendencias particulares, en una gran corriente que vive y se desarrolla en contra de la misma globalización”.
Tal vez lo dicho sirva para invitar a la lectura de los libros de Kapuscinski. Su atemperada agudeza y olfato para husmear allí donde no le llamaban, su falta de prejuicios teóricos para mirar crudamente a la cara de su tiempo han hecho de él un auténtico clásico. En un siglo desquiciado, exagerado, tendente a los “extremos”, en una época incendiaria, supo encarnar, para bien o para mal, cierta mesura, cierto sentido común no exento de filo crítico; fue, en cierto modo, un testigo fiel de un siglo, el veinte, especialmente turbulento. Lo dijo también el periodista Alfonso Armada en el diario ABC con ocasión de la bella necrológica que le dedicó tras su muerte: “Kapuscinski tenía lo que hay que tener para ser un extraordinario reportero: humildad para ponerse a la altura de los ojos de su interlocutor, soberano o enterrador; la exactitud de un entomólogo, un historiador o un astrónomo [...]; curiosidad insaciable [...]; valor para ponerse a prueba jugándosela donde ya no queda nadie para contarlo, nadie con un altavoz donde propagar lo que se ha visto y no se pierda [...]; compasión hacia quienes no sólo suelen sufrir la historia, y mucho menos para hacerla suya, para cambiar su destino; resistencia frente a las adversidades, los flacos presupuestos, la desidia o la pereza de los jefes alejados de los campos de batalla o de los campos de algodón; perseverancia para comprobar hasta el último rasguño; y el último dato, para que no quede el relato cojo, incompleto, falso por ese mal tan extendido que deduce que ‘da lo mismo’, cuando ahí reside el principio de nuestro deshonor, y estilo: el de su alma, la de un hombre cercano capaz de encender hogueras de palabras que calientan e iluminan más que el fuego”.