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La espesura del cielo de Viviana Paletta (1) es la novela de una poeta. Como toda narración, contiene una historia y en su trama se guarda una sorpresa; sin embargo, la densidad que logra, en sus pocas páginas, procede del lenguaje justo y evocativo que emplea; su expresión es capaz de dar cuerpo a todo un mundo y registrar sensaciones profundas. “Baqueano”, “duelear”, “zascandileando” son ejemplos de términos que constelan el bosque, la selva inhóspita que envuelve a la protagonista. Estas palabras tejen, de forma virtuosa, la historia personal de una joven mujer, embarazada, que huye del silbar lejano de las ametralladoras. 

Uno de los temas que se citan en la novela, dramático y aún presente y palpitante de diferentes maneras en tantos países latinoamericanos, es el de las muertes y desapariciones provocadas durante los regímenes dictatoriales que sufrieron muchos de ellos, en este caso el de la dictadura argentina. No son asuntos ni serán nunca temas del pasado, y la novela de Paletta es parte de las múltiples voces que participan en el conflicto. Aún hoy esas tragedias necesitan revisarse de manera ineludible, pues manifiestan el dolor de una sociedad que exige dignificarse. Algo que acabamos de ver en el reconocimiento del premio óscar a la mejor película extranjera concedido a Aún estoy aquí del director Walter Selles, que trata el drama de la esposa de un desaparecido en la dictadura brasileña. 

La novela es breve como apasionada. Su gran logro es constituir la palabra desde una voz anónima. Desde ese lugar, la narradora no solo nos cuenta su historia, sino que permite que los lectores podamos ocupar su lugar, reflejarnos y participar hondamente del relato sin la interferencia de un nombre. Igual que ocurre en la poesía, el que habla es más bien un médium para dejar que surja aquello que reclama salir y ser dicho, vuelve así a la sociedad, a través de sus lectores, que reconocen lo expresado.  

La espesura del cielo es un libro donde hay escritura, quiero decir, se trata de un libro libre, que posee una idea y pulso propios, no está concebido para gustar o disgustar, no cae en la impostura o en reclamar una posición fácil; quiere ser a partir de la mayor libertad creadora posible, que proviene de las entrañas. Nunca mejor dicho en el caso de esta novela que nos habla de la maternidad: “Me queda el pozo de mi cuerpo como ancla y lastre, una pinza. Un vientre que late con su propio péndulo dispuesto a estallar cuando alcance su hora.”(2) Marguerite Duras decía algo que me recuerda mucho a cómo se va procesando esta historia: “Es el tren de la escritura que pasa por vuestro cuerpo. Lo atraviesa. De ahí es de donde se parte para hablar de esas emociones difíciles de expresar, tan extrañas y que sin embargo, de repente, se apoderan de ti.”(3). 

El libro nos cuenta un drama del pasado que lo trasciende y está dirigido al porvenir, a este mundo de migraciones, a este mundo globalizado donde pareciera que todo es efímero y se olvida al instante. En contraste con ello, el amor, el dolor, la injusticia son de una materia incombustible, el tiempo solo logra clarificarlas porque permanecen en esa espesura del cielo, ese aparente silencio que “sin embargo” habla y es memoria. Así escribe Viviana Paletta: “Pulir, adelgazar la memoria, hilachas de escenas, palabras que no vuelven, y sin embargo.” (4).

 

Notas:

(1)   Viviana Paletta, La espesura del cielo, Los Libros de la Mujer Rota, Madrid, 2024.

(2)   Ibíd., p. 80.

(3)   Marguerite Duras, Escribir, Tusquets, Barcelona, 2000, p. 83.

(4)   Viviana Paletta, op. cit., p. 64.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Sylvia Miranda

El nuevo libro de Pedro Ugarte, Un lugar mejor, es uno de los más destacados conjuntos de cuentos publicados en este último año. De una intensidad emocional extrema, Pedro Ugarte (Bilbao,1963) nos lleva por caminos terminales, instantes extremos y cariños disfuncionales en un carrusel de emociones estructurado como una sucesión de estaciones vitales que ejemplarizan la vida como un conjunto de estadios puntuales caracterizados unas veces por el extrañamiento y otras por la rutina. En 2016, Ugarte ya había publicado su inmenso volumen "Nuestra historia", también en Páginas de Espuma y, con él, obtuvo el prestigioso premio Setenil al mejor libro de cuentos. La exquisita editorial balear Sloper editó en 2024 su, hasta ahora, último poemario, "Las cosas de este mundo", dejando 2025 para este nuevo capítulo en la trayectoria del escritor vasco. 

Cuentos como "Éramos tan felices" donde una familia se descompone ante sucesivas situaciones, enfermedades casi transitivas, hasta dejar al protagonista extrañamente feliz en su compendio de recuerdos, es uno de esos cuentos que nos provoca una enajenación emocional, ante el retrato de una experiencia genética, sanguínea, donde la fidelidad familiar, la ausencia filial, en un ajedrez de ciudades, donde todo son puzles descompuestos en piezas infinitas, es la metamorfosis cualitativa de unas personas que no distinguen la tragedia de lo cotidiano. Encontrarse con "No podría morirse ese animal" es vitriolo puro. La primera temática que recorrerá el libro: vidas con un origen común que se ramifican hasta convertir a los amigos, a los camaradas, en auténticos extraños. Por un lado la productividad y el sexo, el poder capitalino (aunque el autor deja caer una opinión desesperada: “No podría haber vidas felices debajo de aquel caparazón de de tejas encarnadas, en esa sucesión de sarcófagos de sucio cemento armado”), sábanas de sensualidad lujosa de los paradores y, por otro, la misma estepa de Castilla y León, el pueblo de Adraque del Molino, de escaso internet, una reducción arterial desde la autovía, a la nacional, llegando a la puerta por una comarcal donde los  ladridos de los perros sueltos es el sonido con el que la naturaleza expresa su miseria. El protagonista y su antagonista, el ejecutivo frente a un kioskero, el atlético y el dejado. La amante y la mujer que no trabaja, cubierta de hijos. Las terribles dimensiones de las noches de invierno y la rabia que cristaliza en la frase que da título al cuento. Un perro, el asfalto, un volantazo, el reproche, quién vive y quién muere. En "Ulises y los mapaches" encontramos otro eslabón más en la ristra de perdedores y, como si fuera parte del esquema, un protagonista que intenta alejarse de esa decadencia social, pero no quiere abandonar al personaje en la desgracia. Intentan ser buenos, no son falsos, tampoco se esfuerzan demasiado. Hijos de matrimonios rotos, lejos geográfica y emocionalmente, que evitan a sus padres destrozados. Una vida de mierda. La vuestra y la mía. La de todos. 

La segunda parte, "Estación de la soledad" comienza con una oficina, con su engañosa pátina de orden y paz aséptica que termina por ser un microclima tóxico. Mucho de Franz Kafka, pero también de la icónica "Las doce pruebas de Asterix", en ese arrebato descriptivo de la penúltima y abigarrada burocracia pública. Dinero, expedientes, papeles, miedo a tirar algo que sirva en el futuro, legajos frente a equipos informáticos, la capacidad de almacenamiento ha crecido de manera exponencial, pero está la duda de si no sabemos seleccionar lo necesario. No sucede con las fotos de los móviles, con los vídeos de nuestros hijos. Una balada, una broma de mal gusto, "Un plan estratégico", papel y más papel, satinado. Maravillosa la idea de la neo lengua de esta sociedad de fortalezas y debilidades. Un guiño a las adolescentes tísicas de los cuentos de Edgard Allan Poe como el retazo de luz y color en lo gris. El odio a los concejales de cultura y la socialdemocracia. Al final, el protagonista, en su revuelta frustrada, se queda solo en la oficina. Como en Un lugar mejor, donde Ugarte coloca a su personaje en dos estadios paralelos, uno en el metro, donde cada mañana vive una historia de amor subjetiva y soñadora y el otro, en su casa, con una mujer enferma, postrada, químicamente inválida. Pero, de nuevo, las oposiciones, el cine, los bollos, una viuda joven, dolor, sábanas, paranoia y más medicación. Un movimiento en el tablero, un intercambio de fichas, deja, por primera vez en el libro, que entre un poco de ilusión. Amarga e improbable, pero con algo de color: "Enamorarse en los vagones de metro, es aceptar, de puro improbable, que la vida ha terminado". Cuando leía "Niño jugando a la guerra con pistolas de verdad", me venía a la cabeza "Paquito", el tema de los Enemigos, con letra de Javier Corcobado: una resacosa ciudad castellana, con autobuses (quizá trenes), pero sin aeropuerto. El encuentro de un escritor de clase media con un seguidor de clase alta. Uno ungido, el otro mediocre en su estado de cabeza de ratón provincial. La detonación, un cuerpo y una última recompensa inesperada para un talento escaso. Plano, como la capital de provincia, como el círculo de la metaliteratura. 

La siguiente parada es en "La estación de las mentiras", con un instante, "Arantxa", un punto de no retorno, como en "El adversario" de Emmanuel Carrère sin ser, lógicamente, tan trágico. Más incómodo que otra cosa. Dos parejas. Máscaras de clase alta. Incomodidad. La verdad, el pánico, la mentira, un final de cartón piedra, abierto, que nos aboca al abismo. El primero de una galería de personajes ajenos (muchas veces extranjeros), que nos van a acompañar en esta parte del libro. En "Una isla sucia y abandonada" volvemos a encontrar la penuria social transitiva entre el protagonista y un secundario, Fermín (también con hijos, también lejos, alguien a quien sus vástagos le piden que nos les escriba), sumido en un estado de apestado formal, y el protagonista, que se descubre como una península en su grupo de amigos: un simple comentario lo lleva al páramo alcohólico junto a un malecón en el Mediterráneo. Nombres violentos en pueblos levantinos, parejas bien llegadas desde Madrid, una sociedad sanguinaria donde la culpa se transmite señalándose con el dedo y provocando un terremoto estructural a través de la mentira del plural mayestático. Y con "Westerman Servicios Generales" nos queda la sensación de que el mentiroso, el falso personaje, se ha disfrazado, yendo desde "Arantxa" hasta aquí. Ahora convertido en un siniestro hombre de negocios, el futuro suegro del narrador. Impostor, turbio, el dinero abundante producido por la nada. En la plusvalía del pelotazo o del crimen, Pedro Ugarte define sus secundarios a través de una ramificación vital, un salto ínfimo, una mariposa moviendo las alas y, de pronto, los personajes se convierten en desconocidos por una transmisión, un desplazamiento. Inquietante final, de nuevo. La mentira siempre trae semillas de duda. 

La última parte del manuscrito son los "Cuentos de la última estación": tres relatos muy distintos entre sí, que van de lo lírico a lo prosaico de manera natural y poseen un barniz emotivo que permite una cierta lectura esperanzadora: "Ermita de San Sebastián" que comienza casi como un proyecto de "folk horror" donde se lee <<Es como si la tierra se quejara de algo>>, para mutar a una historia de tristeza infinita, de desazón salvaje: flechas rotas, como las de los indios en los muñequitos del oeste, mujeres que hasta hace poco eran niñas, el cuento de la lechera... un pecho desnudo, un niño en camino, el arrepentimiento. Vera y Kevin, verrugas de un mundo en descomposición que sobreviven a base de brutalidad. "Dientes, caricias, agosto" es un instante en el estío de uno de esos derrotados divorciados que abundan en los cuentos de Ugarte, con una niña extraña y un hermano, que es uno de esos mínimos instantes en los que se les permite recibir algo de calor humano, antes de que, tras los mapaches y el malecón, lleguemos al animal, otro animal, el mismo destino. Mi favorito es "Viento inclemente", con el que termina el volumen. Nos es por la belleza formal del mismo, es la perspectiva diferente que le otorga Ugarte: un padre, un hijo, la separación emocional y geográfica, cuantitativa y cualitativa. Las pocas oportunidades de una intimidad paterno-filial, un tipo que, tras abandonar a su familia, no quiere reparar nada, no quiere dar consejos, que no se agarra al miedo a la soledad para chantajear a su hijo. Solo revelarle el secreto, la máxima, lo que ha guiado su vida: "Tienes que ser feliz aunque hagas sufrir a los demás". Una sensación de metal en la boca, un círculo vicioso, entre lo ético y lo literario, el muelle que se estira y no vuelve. Una  infidelidad hacia uno mismo, por querer agradar a los que lo rodean. Es una magnífica manera de terminar un libro que, por otro lado, es estupendo en su conjunto. Uno de los grandes, Ugarte, con uno de sus mejores volúmenes de cuentos. 

 

Pedro Ugarte, Un lugar mejor, Madrid, Páginas de Espuma, 2024.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

EN 2027 SE CUMPLIRÁN 100 AÑOS DEL NACIMIENTO DE UNO DE LOS GRANDES ESCRITORES ESPAÑOLES DEL SIGLO XX 

LA REVISTA DEDICA A BENET UN ESPECTACULAR MONOGRÁFICO, CON 150 PÁGINAS DE TEXTOS INÉDITOS DE RECONOCIDOS AUTORES Y PRESTIGIOSOS HISPANISTAS DE VARIOS PAÍSES 

TURIA SE PRESENTARÁ EN LA SEDE MADRILEÑA DEL INSTITUTO CERVANTES EL 26 DE MARZO

La revista cultural Turia presentará su número especial en homenaje a Juan Benet en la sede del Instituto Cervantes en Madrid. Será el próximo 26 de marzo, a las 19:00 horas, en un acto público que tendrá formato de conversatorio entre Domingo Ródenas de Moya, catedrático de Literatura Española y crítico literario, la hispanista traductora de Benet al francés (la profesora Claude Murcia, de la Universidad Paris Diderot - Paris 7) y Epicteto Díaz Navarro, catedrático de Literatura Española de la Universidad Complutense. Moderará el coloquio Fernando del Val, periodista de RNE y poeta.

 

 

 

 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Lo he dicho más de una vez y lo vuelvo a repetir: la valía de un libro no depende del número de sus páginas; no es más verdadero un libro de quinientas páginas que otro de solo cincuenta. La cantidad de páginas no es la medida de un libro. Si así fuera, la mayoría de los libros de poesía, de microrrelatos o de aforismos, en comparación con los novelones, los ensayos o los libros de memorias, tendrían siempre las de perder, ya que son géneros que se avienen mejor con la brevedad que con la vastedad. La óptica sutil, de Lorenzo Oliván, ganador del IX Premio de Aforismos Rafael Pérez Estrada, es un libro corto, exiguo, pequeño, que contiene únicamente cincuenta y cinco aforismos, uno por página.

Según se nos dice en la “contraportada” se trata de un libro que combina la filosofía y la poesía, la reflexión y la imaginación, y que además ofrece una manera nueva de mirar y pensar el mundo. Y no solo eso, que no es poca cosa: también se nos dice que en sus páginas el autor ha querido que sus ojos y su mente persiguieran “la misteriosa vida, el tiempo en fuga y la vibración del instante”, dando por supuesto con ello tres lugares comunes: lo que de misterioso tiene la vida, el tempus fugit y el estremecimiento que nos puede producir cualquier momento por prosaico o por poético que sea.

A mi entender, en la mayoría de los aforismos de este libro hay más poesía que filosofía y más imaginación que reflexión. Tanto es así que algunos de los aforismos bien pudieran ser el principio o el final de un poema, como por ejemplo cuando dice: “Con la huellas dejadas en las playas el mar busca naufragios” o “La luz sí que juega en serio”. En estos dos aforismos se nota no tanto la disquisición filosófica o reflexiva sobre un tema de carácter metafísico, ético o político, como una sensibilidad lírica descriptiva, que como el mismo autor nos advierte en otro de sus aforismos es más propia de la poesía que de la filosofía, pues “En la mejor poesía habla una lengua ciega que hace ver”. Se diría, por tanto, que a Oliván le interesa más poner de manifiesto el poder visionario que tienen las alocuciones poéticas que las que tienen las disertaciones filosóficas.

No en vano, el propio título del libro señala la importancia que le da a la sensibilidad o a los órganos sensoriales (fundamentalmente al de la vista) en detrimento de las facultades intelectuales, que quedarían relegadas a un segundo plano. De ahí que no sean pocos los aforismos en los que los verbos “ver”, “mirar” u “observar” aparezcan de manera recurrente, como guías principales para captar sutilmente los secretos o los misterios que encierra el mundo que nos rodea: “Las personas que no ven cómo las cosas desean a las cosas se pierden buena parte del deseo del mundo. ¿Cómo viven sin esa erótica de la visión?”, “Somos solo una cuestión de óptica. Somos solo preguntas que miran”, “El amor y el deseo quizás no nos abran más los ojos, pero intensifican más que ninguna otra cosa las ganas de ver” o “A veces verlo claro impide ver”.

Visto lo visto, pareciera que lo racional no estuviera constreñido por los límites de la mente, sino que hubiera un resquicio de luz interior por donde se colara la imaginación, que es ver más allá de lo que nuestros propios ojos ven, haciendo así que la mente fuese una gran curva sin fin o que el pensamiento discurriera a su aire, como el vuelo zigzagueante de las golondrinas (y cómo no recordar ahora que Eugenio d’Ors dijese precisamente que los aforismos son las golondrinas de la dialéctica). A mí me parece que a estos aforismos de Oliván le vienen como anillo al dedo la definición de d’Ors, porque el vuelo de las golondrinas no es majestuoso ni imperial, sino más bien humilde y modesto, errático y giróvago, como si no tuvieran la grandeza del vuelo regio de las águilas. Pero, aun así, Oliván considera que “el aforismo se muestra como un todo tan pequeño, que parece un fragmento para ser completado”. Y añade: “He ahí su humildad y su grandeza”.

Con todo, y en contraste con la definición dorsiana, el autor de La óptica sutil cierra su libro con un símil en el que compara los aforismos con las gotas de lluvia: una lluvia leve, humilde, lenta y sostenida. “La lluvia lo toca todo, leve. Lo abarca todo, humilde. Lo quiere todo, rota. La lluvia, esa aforista”. Y es que, lejos del martilleo torrencial de un aguacero de pensamientos desaforados, los aforismos de Lorenzo Oliván caen sobre el magín del lector de una manera pausada, gradual y sosegada, sin pretender doblegarlo o rendirlo a su propio ideario, sino más bien cautivarlo o conquistarlo con una poética vaporosa, tenue, sutil, que en algunos casos se expresa más como interrogación que como afirmación, pues al mundo (y a los secretos que guarda) hay que acercarse con una mirada modesta pero inquisitiva para ver si nos revela algo de sus incógnitas. Por eso no es de extrañar que Oliván agradezca a todos aquellos que esperan que se equivoque en sus apreciaciones sobre la realidad que le circunda el haberle llevado a dar menos pasos en falso, haciéndole ver mucho mejor.

Y eso, a pesar de que, como él mismo dice, somos un país que quizá hace tanto ruido para no oír lo que piensa.

 

Lorenzo Oliván, La óptica sutil, Sevilla, Editorial Renacimiento, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

Javier Sierra: “Estoy en la literatura por mi afán aventurero. Cada libro es una nueva exploración”

Pocas veces una vocación tan temprana llega a término superando con creces las expectativas de su protagonista. Pero este es el caso de Javier Sierra (Teruel, 1971) escritor y periodista focalizado en temas como el misterio, la vida extraterrestre y otros enigmas de nuestra civilización. Autor de best sellers como La dama azul, El fuego invisible, que le valió el Planeta en 2017, o La cena secreta, novela por la que se convirtió en el primer autor español en la lista de libros más vendidos de The New York Times, es además viajero, conferenciante, aventurero, divulgador en medios de comunicación, editor, organizador de eventos relacionados con sus actividades e incansable curioso.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Angélica Tanarro

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