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Configurar sentido descendente

3 de octubre de 2016




Wie soll ich meine Seele halten, dass

sie nicht an deine rührt? Wie soll ich sie

hinheben über dich zu andern Dingen?*

Rainer Maria Rilke

 

 

 

 

Durante el otoño del año 2000 apareció en Minúscula, que entonces acababa de nacer, Verde agua, el primer libro que se traducía al castellano de Marisa Madieri, escritora de obra tan intensa como breve. El hilo conductor de este relato con forma de diario es el éxodo de los italianos que a fines de los años cuarenta del siglo pasado abandonaron Istria y la ciudad de Fiume, como consecuencia de la incorporación de estos territorios a la Yugoslavia de Tito. Pero el libro es solo en parte un testimonio de ese episodio controvertido, porque en Verde agua, como muy acertadamente han afirmado los críticos, el verdadero protagonista es el tiempo, que fluye, cadencioso, como un agua subterránea, y se transforma en relato. “Somos tiempo condensado”, afirmó Marisa en una entrevista.

Poco antes de aquel otoño había llegado a mis manos (mi familia tiene raíces triestinas y en mi casa siempre hemos sentido interés por la rica literatura de la ciudad adriática) el volumen de 1998 de la editorial Einaudi que incluye los dos libros más extensos de esta autora, Verde agua (1987) y la poderosa fábula El claro del bosque (1992), prologados por el prestigioso crítico Ermanno Paccagnini. Me impresionó la sutileza con la que en esas obras afloraban temas como el exilio, el desarraigo, la identidad, y me conmovió su prosa certera y diáfana, que aborda lo esencial de la vida, tanto lo más cruel como lo picaresco y melancólico, sin rastros de patetismo (sin una pizca de “grasa sentimental y de pathos fácil”, diría Magris).

Inmediatamente pensé que Minúscula podría ser una segunda casa para sus libros, en especial la colección Paisajes narrados, que iba configurándose poco a poco. Una colección cuyo origen está estrechamente ligado a la admiración que siempre me ha suscitado la obra de Claudio Magris y a su manera, inclasificable e innovadora, de relatar los lugares de la cultura europea. Claudio cuenta que El Danubio nació de una intuición que le regaló Marisa. Y algunos destacados conocedores de la obra de Magris señalarían, como lo hiciera su traductor José Ángel González Sainz en la presentación de Verde agua en Barcelona, en noviembre del 2000, que Magris “recorre, a modo de ampliación o réplica, como en un diálogo continuo con los temas de Verde agua, sobre todo en Microcosmos, muchas de las cuestiones y los lugares de este libro”. Se entiende pues que yo sintiera una satisfacción añadida al ver publicados los libros de Marisa en Paisajes narrados.

En un alarde de atrevimiento, de esos que solo tenemos los tímidos en los raros días en que nos deshacemos de nuestra coraza protectora, pedí a Claudio Magris que escribiera un texto para nuestra edición de Verde agua. Tras un más que comprensible titubeo inicial, debido sobre todo a que la desaparición de Marisa le seguía provocando un gran dolor, accedió a preparar un posfacio en el que se explicara la gestación del libro, las circunstancias históricas que dieron pie a las vicisitudes familiares que allí se cuentan y qué recepción tuvo la obra de Marisa en Italia. Pero las páginas que envió y publicamos son mucho, mucho más que eso, a pesar de todos sus temores, de los que dejó constancia en una nota a dicho posfacio: “¿Cómo hablar de una persona que ha escrito libros de rara intensidad y que es también la compañera de la vida, la figura del amor y de la existencia compartida, cuya desaparición ha mutilado mi vida y que sigue presente en las cosas y en las horas? Se teme no saber distinguir lo que cuenta solo en el plano privado de lo que tiene una relevancia objetiva, de ceder a la emoción o de ponerse una máscara, a modo de reacción, de aséptica o falsa neutralidad, como si se estuviera hablando de un escritor de hace siglos.”

Recuerdo con especial cariño los meses en los que traduje el libro, con la preciosa ayuda de Claudio, y durante los cuales en la editorial preparamos tanto la edición como el acto de presentación en la librería La Central, de Barcelona, en el que Claudio tomó parte al final, después de las intervenciones de Mercedes Monmany y la lectura del texto de José Ángel González Sainz, que en el último momento no pudo desplazarse desde Italia. Durante esos meses viajamos con mi compañero, Joan, a Croacia y tuvimos ocasión de visitar las islas adriáticas en las que Marisa y Claudio pasaban los veranos: “Quizá un bultito que me he descubierto otra vez en el pecho me recuerda la sombra con la que debemos convivir. Toda vida contiene la semilla de su destrucción. Pero mañana partiremos todos juntos e iremos a nuestras islas habitadas por los dioses, Cherso, Unie, Canidole, Oriule, la Levrera. Durante doce días también yo seré inmortal”, afirma Marisa en Verde agua. Para Claudio “ese paisaje, en cierto modo, la contiene porque, como dice el narrador de [su cuento] ‘La concha marina’ intentando recordar los rasgos de la mujer amada muerta hace muchos años, ‘es como si su rostro se hubiese diluido en las cosas, entregándose a ellas’”. A orillas del mar, en Cherso (Cres), Joan tomó la foto que aparece en la cubierta de la edición española de Verde agua.

Desde entonces han pasado muchas cosas, Claudio volvió en el 2002 a Barcelona con ocasión de la presentación de El claro del bosque -la fábula que publicamos acompañada de un texto de Ernestina Pellegrini-, que corrió a cargo de Ana María Moix y Lluís Izquierdo, y a principios del 2003 asistió, durante su permanencia en Madrid para recibir la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes, al homenaje que el Círculo brindó a Marisa y en el que participaron Francisco Calvo Serraller y Lourdes Ortiz. Por otra parte, en Minúscula estamos preparando la traducción del tercer libro de Marisa, La concha marina y otros cuentos, publicado en Italia en 1998 por la editorial Scheiwiller. Aparecerá muy pronto.

Si bien Marisa es una escritora que ha tenido una excelente acogida en Italia, era difícil imaginar que su obra calaría tan hondo en los lectores españoles. Mas allá de las numerosas y sugerentes reseñas que sus libros cosecharon (a título de ejemplo pueden citarse las de Mercedes Monmany, Javier Rodríguez Marcos, Josep Ramoneda y un largo etcétera) y las traducciones -al alemán, al francés, al polaco- que siguieron a la publicación en castellano, la reacción de los lectores fue muy cálida, no solo por lo que se refiere a las ventas (Verde agua lleva seis ediciones, El claro del bosque, dos), sino también al hecho de que muchos de ellos han querido, de una forma u otra, transmitir a la editorial su entusiasmo por los libros de Marisa. Y así han ido llegando cartas, correos electrónicos, llamadas, en los que se pide más información sobre la autora y se pregunta acerca de otros textos suyos disponibles.

Es muy grande la satisfacción de un editor cuando un libro genera una corriente de simpatía hacia su autor. Es un privilegio comprobar cómo Marisa Madieri se ha ganado no solo el respeto de los lectores sino también su afecto. Ciertos libros consiguen tejer redes de amistad a su alrededor. La amistad es un sentimiento peculiar: une más allá de los vínculos visibles. À  tous mes amis, connus et inconnus reza la dedicatoria de un libro de Blanchot. Leyendo los párrafos finales de Verde agua no parece del todo descabellado pensar que quizá Marisa también habría podido suscribirla: “...siento que debo dar las gracias a una multitud de personas, incluso a las que he olvidado, que al quererme, o simplemente al estar a mi lado, con su presencia fraternal no solo me han ayudado a vivir sino que son, quizá, mi vida misma.”

 

* ¿Cómo puedo retener mi alma para que no roce la tuya? ¿Cómo puedo elevarla por encima de ti hacia otras cosas?

Escrito en Lecturas Turia por Valeria Bergalli

 Guillermo Carnero nació en Valencia el 7 de mayo de 1947. Su padre, Guillermo Carnero Muñoz, natural de Lorca (Murcia), fue maestro nacional, pero, tras comenzar la Guerra Civil ingresó como voluntario en el ejército republicano y tras la derrota de la República, fue recluido en el campo de trabajos forzados del castillo de Figueras en Gerona. Su madre, Teresa Arbat Planella, nació en el pueblo de Bescaró, perteneciente a Gerona.        

    Carnero realizó estudios en el Liceo Francés de la capital valenciana. En 1964 se trasladó a Barcelona para realizar sus estudios universitarios. Comenzó la carrera de Económicas (deseo de sus padres) y los simultaneó con los de Filosofía y Letras.

     De los años de Barcelona proviene la amistad con Ana María Moix y con Pere Gimferrer, los cuales fueron compañeros de Facultad en la Universidad de Barcelona.

      En 1965 y 1966 publicó sus primeros poemas en Ínsula y La trinchera, revista esta última fundada por José Batlló en Sevilla en 1962. El poema “Ávila”, perteneciente a su libro Dibujo de la muerte, apareció en esta revista (en la etapa en que se inició La trinchera en Barcelona en 1966).

      Dibujo de la muerte, su primer libro, fue todo un acontecimiento . Se habló de arte culto y minoritario, también de decadentismo, ya que este libro, junto a Arde el mar de Gimferrer, abrió la senda culturalista en España.

      Luego llegaron las famosas antologías, en 1970 se publica Nueva poesía española de Enrique Martín Pardo y Nueve novísimos españoles de José María Castellet.

     En la antología de Castellet, muy renombrada, aparecieron poetas de gran importancia en este período: Manuel Vázquez Montalbán, Antonio Martínez Sarrión, José Mª Álvarez, Pere Gimferrer, Guillermo Carnero, Ana Mª Moix, Félix de Azúa, Vicente Molina Foix y Leopoldo Mª Panero.

     Posteriormente, esta antología fue criticada por eludir nombres importantes de ese período: Luis Antonio de Villena, Jaime Siles, etc.

     En 1970 Carnero abandonó Barcelona y pasó el invierno de ese año y la primavera de 1971 en Cambridge donde escribió El sueño de Escipión, que apareció publicado en Madrid, en la editorial Visor, en 1971.

     Recojo la importante introducción de Ignacio Javier López para la editorial Cátedra de la Obra poética de Carnero cuando dice: “El sueño ha sido señalado por la crítica como ejemplo del importante cambio que se produce en la poesía del autor, habitualmente descrito como el inicio de una poesía más reflexiva, de orientación metapoética, en la que el objeto del poema y el poema mismo; se trata, además, de una investigación del lenguaje, y una exploración de la relación que existe entre autor, texto y lector” (prólogo a Dibujo de la muerte. Obra poética, ed. De Ignacio Javier López, Cátedra, 1998, p. 18).

       Como vimos, el poeta ya ha cambiado de rumbo, si Dibujo de la muerte es una indagación sobre la cultura y su poder  para  vencer a la muerte, como explicaré luego,El sueño de Escipión penetra en el lenguaje mismo, en su deseo de objetivarlo para poder entender su poder originario y, por ende, su fuerza como elemento revolucionario sobre el mundo que nos rodea.

     Carnero conoce ese poder del lenguaje e indaga en la metapoesía, con un resultado, como era de esperar, brillante.

     Luego vinieron Variaciones y figuras de un tema de La Bruyere (1974) Y El azar objetivo (1975) y en 1977 terminó los poemas de Ensayo de una teoría de la visión que será editado, junto con los libros anteriores, en Hiperión, en 1979, con un prólogo muy acertado de Carlos Bousoño.

      Ha publicado más libros: Divisibilidad indefinida (1990), Verano inglés (1999) y Espejo de gran niebla (2002) entre otros.

      Como podemos ver, la obra de Carnero es muy prolífica, al igual que le ocurría a Jenaro Talens, y ahonda en temas muy interesantes para comprender la importancia del lenguaje como esencia de la poesía.

      Carnero tiene también una importante carrera investigadora y docente, en la que no voy a detenerme por falta de espacio.

      Centrado en la poesía, quiero mencionar algunos de los poemas de Dibujo de la muerte y de otros libros posteriores, para poder apreciar el notable cambio de estilo, lo que refuerza la idea de que nos hallamos ante un investigador del lenguaje poético y un notable conocedor del alma humana.

      Para Carlos Bousoño, en su famoso prólogo, hay una analogía entre los poetas de los 50 y el uso del grupo del 27 en lo que respecta al verso libre.

      Explica Bousoño que el verso libre de Carnero tiene afinidad con el que utilizó Luis Cernuda, Jaime Gil de Biedma y otro poeta valenciano, Francisco Brines.

      Bousoño insiste en la analogía con Cernuda cuando dice: “Aún hay otro ingrediente, con origen a Luis Cernuda, y antes en la tradición anglosajona, que Carnero toma de la tradición inmediata de la que hablo: el uso de figuras históricas como protagonistas e incluso como narradores del verso, como correlatos objetivos” (Carlos Bousoño, 1978, p. 41).

      Y no olvida Bousoño mencionar que tanto la generación de los 50 como Carnero abandona la idea del poema como tensión que nos hace fijarnos en las descargas expresivas, para emocionar al lector, sino que el poema se lee “como un continuo”, para que el lector vaya acomodándose al decir del poeta, como si fuese lengua hablada, pero culta, como podemos suponer.

     Bousoño habla también de los temas de Dibujo de la muerte y menciona una idea esencial del libro: la desolación. Dice el poeta asturiano: “El contraste entre refinamiento y desolación es lo que da, no sólo hondura, sino al mismo tiempo riqueza y complejidad al volumen” (p. 42).

      Es cierto lo que señala Bousoño, por ello, quiero mencionar un poema del libro donde Carnero enfrenta el gusto por lo estético con el vacío que deja. Se puede expresar diciendo que el poeta utiliza la cultura (en este caso, el arte que perdura) para dejar constancia del vacío de lo que ya no tiene alma, sólo es piedra y, por tanto, memoria. Si el arte sobrevive y el hombre no (tema análogo al que expresó César Simón con la Naturaleza y el ser humano o el que dejó en nuestros sentidos Jenaro Talens con la extrañeza del ser que ve la nieve mientras sabe que su vida está abocada a la muerte).

      Sin duda, el arte está presente, pero Carnero elige elementos duros, casi inertes: la piedra, las tumbas, los claustros, para insistir en el arte que deja vacío, donde se puede ver la oquedad del tiempo. Así lo refleja el poema “Amanecer en Burgos”.

      El sujeto del poema contempla el museo de vestiduras regias que hay en el Monasterio de Las Huelgas Reales, en Burgos, vestiduras sacadas de las tumbas de los reyes de Castilla.

     Si el poeta contemplaba la piedra en el poema “Ávila”, aquí la muerte se expresa en el objeto, la vestidura regia, exenta de vida, motivo de reflexión y meditación para Carnero.

      Dice: “Andrajos y oro / el esplendor revelan de los cuerpos antiguos. / Entre imágenes de lejana belleza, piadosamente se oculta / la carne muerta” (vv. 13-16). La belleza es lejana, porque hace mucho que existió y el mundo antitético al que se refería Bousoño al hablar de desolación y de belleza, aparece al decir: “Andrajos y oro.

     Ya al principio del poema se habla del tiempo y de la luz, motivo esencial en muchos poetas valencianos, ya que supone el nacimiento, pero también la certeza de la muerte: “En el silencio de los claustros reposa / la luz encadenada por la epifanía del tiempo” (vv. 1-2).

    Si es luz encadenada es porque nos conduce a la sucesión de movimientos, una vida tras otra y su continuo fluir, nacimiento y muerte entrelazadas.

    La belleza aparece en la tumba adornada por la escarcha, pero también el dolor, porque de las tumbas no sale un espíritu de reencarnación, sino el vacío: “Un ámbito / de otro oculto transcurre, sólo por unas losas / que oscuramente resuenan, incubando / el crescendo angustioso de la profanación de la muerte” (vv. 4-7).

      La muerte triunfa sobre la vida, ya que hay angustia y se va “incubando”, como una epidemia, esa sensación de negrura que posee la parca.

      El poema termina negando la posibilidad de volver, ya que el hombre no tiene voluntad, la muerte se impone, le cercena, como la ira de Dios cercenaba al poeta vasco Blas de Otero sus ojos: “Y así es hermoso / discurrir fugazmente entre la eternidad de la vida, engarzada / por la geométrica perfección de los albos sepulcros, / como quien nada escucha, puesto que ni seremos / llamados a los turbios festejos de la muerte / ni el amor y el deseo corruptos, y el imposible polvo de los besos / alteran en la madrugada tibia que turba el aire, / el armonioso vuelo de la piedra, elevado / en muda catarata de dolor “ (vv. 16-24).

      Evidentemente, la belleza (los albos sepulcros, el polvo de los besos, el armonioso vuelo de la piedra) no evitan que todo sea muerte, ya que todo es una fiesta de contrarios: amanecer con sepulcro, amor frente a ceniza, libertad enfrentada a piedra (lo inanimado y, por ende, lo muerto).

      En la celebración de la belleza sólo queda la ceniza, porque todo ha de morir, pese a que haya resplandecido en la vida, lo hermoso lleva su guadaña, como el poema expresa a la perfección.

      El libro deambula sobre esa idea, como puede verse en “Muerte en Venecia”, por poner un ejemplo, recreación del famoso libro de Thomas Mann y de la muy brillante y emotiva película de Visconti.

      Pero hay un poema que siempre me ha atraído especialmente del libro, me refiero a “Capricho en Aranjuez”. Hay en el mismo un gusto por lo bello, por la celebración de la vida y por el intento, no conseguido, de eludir el paso de la muerte que gravita en el libro.

     Lo expresa el poeta valenciano desde el principio: “Raso amarillo a cambio de mi vida”. Se refiere Carnero a la voluntad de imponer la belleza para vencer la caducidad de la vida. Todo el poema exalta la belleza, en un ámbito muy hermoso como representa el Aranjuez del siglo XVIII.

     El deseo del poeta es renunciar a sí mismo para dejarse llevar por la belleza del entorno: “Fuera breve vivir” (v. 7). El ámbito idílico es inmenso, todo sugiere el abandono de los sentidos, la perfección de la Naturaleza: “Fuera una sombra / o una fugaz constelación alada. / Geométricos jardines. Aletea / el hondo trasminar de las magnolias” (vv. 7-10).

     Pero la muerte que el poeta quiere evitar, embriagada en la belleza del paisaje, aparece en la imagen de un niño ciego que juega con la misma. Es un reflejo de la derrota de la vida sobre la parca: “Inflorescencias de mármol en la reja encadenada: / perpetua floración de las columnas / y un niño ciego juega con la muerte” (vv. 13-16).

     Si en el poema “Amanecer en Burgos” la luz estaba encadenada, aquí aparece la reja, lo que significa que nuestra vida carece de libertad, vivimos atados a la caducidad, a la sombra que todo lo invade. La imagen del niño ciego nos recuerda a las películas de Luis Buñuel y al cine de Ingmar Bergman, donde el patetismo de la vida queda reflejado en personajes marginales y en situaciones extremadamente insólitas (la partida de ajedrez con la muerte en El séptimo sello de Bergman o la cena de los mendigos en El ángel exterminador de Buñuel).

      Lo hermoso sigue presente y, en el final del poema, el poeta insiste en permanecer embriagado, en ignorar su mortalidad, en ocultar su humanidad para asimilarse a las cosas bellas que contempla, como si se tratase de un camaleón que cambiase de piel e ignorase su antigua realidad: “Músicas en la tarde. Crucería, / polícromo cristal. Dejad, dejadme / en la luz de esta cúpula que riegan / las transparentes brasas de la tarde. / Poblada soledad, raso amarillo / a cambio de mi vida” (vv. 30-35).

    La luz del Mediterráneo, esencial en la poesía de Carnero (como lo fue para Brines, Talens, Simón o  Bellveser, entre otros) está presente y hay un claro homenaje al primer libro de Brines Las brasas, porque Carnero conoce y admira la poesía del poeta de Oliva y hace este guiño magnífico en el poema, cuando dice “brasas de la tarde”, dando lugar a un espacio que acaba, como el final de un ciclo que ha sido esplendoroso pero que ha de terminar.

     La mención a la música es importante, ya que es espejo de lo inefable, que nos emparenta con lo divino, pura abstracción que intenta salvarnos de la muerte.

      Pero ésta no se va, siempre está ahí, pese a la voluntad del poeta por desasirse de su ignominiosa presencia. Todo termina en la tarde (en sus brasas), cuando el crepúsculo abre las ventanas de la noche y queda una soledad, la existencia del ser que medita sobre su humana condición, que quiere ser cambiada por esa belleza que perdura, ese raso amarillo que da sentido al poema.

       Para Sergio Arlandis la poesía de Carnero busca la belleza porque el poeta sabe de la extinción de las cosas, del vacío que toda hermosura lleva. Lo dice muy bien en su libro Mapa (Antología poética) de 30 poetas valencianos en la democracia: “La poesía, en consecuencia, se transforma en una manera de embellecer aquello que está llamado a su extinción irrevocable, es decir: crea una idea que, a modo de eco, resista desde su belleza, al vacío que le rodea” (Sergio Arlandis, Mapa (Antología poética) de 30 poetas valencianos en la democracia, Carena editores, Valencia, 2009, pp. 30-31).

       Estoy de acuerdo con esa mirada del profesor valenciano donde se insiste en que la belleza muere también, donde se expresa que el esplendor es sólo un oropel maravilloso que oculta el inmenso vacío de nuestro vivir. Por ello,  y, como también señala Arlandis en su libro, el poeta valenciano busca en la cultura su universo, porque éste va muriendo si no es recreado por el curioso lector o el sempiterno investigador.

        Hay un proceso, sin duda, en la poesía de Carnero, donde el mundo culturalista y asombroso (por sus referencias y por su belleza) de Dibujo de la muerte se va transformando en un espacio de mayor concentración en elementos antes esbozados, pero no desarrollados íntegramente.

         Me refiero, entre otros, a la luz que sí era importante en “Capricho de Aranjuez”, pero que es esencial en “Los motivos del jardín”, poema perteneciente a Divisibilidad indefinida. Cito sólo los versos donde Carnero expresa el claroscuro, la necesidad de nombrar a la luz en poderosa batalla con la oscuridad: “Miro del fondo de la estancia oscura / el pequeño rectángulo de luz, / imagen invertida de la noche, / que la Luna recorta en la ventana” (vv. 39-42).

       Como vemos, el rectángulo de la luz es esencial ya que ofrece lo invertido, el otro lado de la noche. No en vano es la Luna la que asoma (imagen romántica por excelencia) a la ventana.

       Pero la luz también esconde el vacío, es tan efímera como la propia vida, no lleva en ella la inmortalidad: “la divergente vacuidad del rayo / dispersa las veladas figurillas / que con el acicate de la duda / persigue la fatiga de sus ojos” (vv. 43-46).

       Carnero sabe que hay espejismos tras esa luz que aparece en su fugacidad. Por ello, se muestra distante, embriagado en su poderosa soledad de amanuense: “Las escucho vagar en la tiniebla / pero me falta fe con que nombrarlas: / yo sería un extraño entre sus risas, / el lisiado al que aturde y acobarda” (vv. 47-50).

       El poeta no pertenece al mundo de la vida: “me falta fe con que nombrarlas”, sino que está imbuido en territorio de libros, exento de la sensualidad que toda vida (bien vivida) regala, la extrañeza a la que hace alusión lo transforma en un voyeur, aquel que mira con placer, pero que no lo comparte, muy cerca del mundo que comenté en el universo del poeta gallego Arcadio López Casanova.

       El vate sólo es un “lisiado” que siente cobardía por “una turba gozosa de arlequines / mecanizados por la luz de la luna / y que finge entusiasmo y alegría, / falto de caridad y ligereza”.

       El poeta muestra, de este modo, su distanciamiento del mundo, ya esbozado en Dibujo de la muerte, pero aquí, con mucha más hondura.

        La importancia de la luz es total, porque de ella viene el placer: “La Luna”, “turba gozosa de arlequines” y provoca ese miedo en el hombre que arrastra ya su desdicha y su negación de toco contacto con lo vivo.

        Pero al final del poema lo dice todo, porque la luz es creación, tanto que hizo posible los espejismos que simbolizaban el placer y que, ahora, se convierten en nada: “Así en el fondo de la estancia oscura / se extingue el espejismo, borrado con la luz / y las palabras tejen en el sueño y el agua / su cauce circular, secreto y mudo” (vv. 51-54).

         Otro elemento esencial es el agua, porque simboliza el espejo de la vida, un espacio de transparencia que esconde nuestra irremediable inconsistencia como seres vivos.

          El amanuense deja de ver las figuras (espejismos) porque la luz lo borra todo y sólo queda el lenguaje (siguiendo la senda de otro poeta valenciano, Miguel Veyrat). Éste es el único lugar útil para recrear el mundo y su misterio. El lenguaje, como el agua, es espejo, cristal que conduce al mundo de los sueños, pero también a un posible renacer, a una especie de isla donde podamos encontrar, a través de las palabras edénicas, el sentido de la vida.

          Los largos poemas de Dibujo de la muerte o de Variaciones y figuras sobre un tema de la Bruyere (1974), exceptuando El sueño de Escipión (1971) donde se combinan largos y cortos poemas, va encontrando en Divisibilidad indefinida  otro ritmo, ya que el poeta, en la línea de Juan Ramón Jiménez y su búsqueda de la esencia de las cosas, va sintetizando su mundo culturalista para centrarse en elementos esenciales que cobran toda su fuerza y, por ende, su sentido en este libro: el jardín, la luz, el agua, la noche, el tiempo, etc.

          En el poema “Lección de agua”, podemos ver la precisión con la que Carnero toca el tema de Narciso mirándose en el agua de la fuente. Pero lo que me interesa de este poema es la temática: se trata del espejismo de la vida, fantasmagoría que no nos salva, pues sólo ofrece la velada idea de su transcurrir perecedero, que nos condena a la muerte.

        Dice así: “Mirándome en el agua de la fuente / por salvar las imágenes vencidas / - colores idos, músicas caídas- / en memoria con gracia de presente / las vi oscilar girando levemente / en facetas y trizas esparcidas / recompuestas y luego divididas, / y hundirse y escapar en la corriente” (vv. 1-8).    

       Todo lo que compone la vida (colores idos, músicas caídas) se va diluyendo en el agua, hay un afán de creación: “recompuestas”, pero también de dispersión: “y luego divididas”. Toda  esa  textura  de  lo  vivo  se deshace, ya que es fantasmagoría: vivimos enfrentados, parece decir el poeta, a la sensación de la irrealidad, como pudimos ver en muchos poemas de César Simón.

      Por ello, el agua, símbolo de lo que fluye, que, desvelando la transparencia, al igual que el espejo que miramos y que nos mira, nos revela nuestra fragilidad vital.

       El mito de Narciso se cumple en los tercetos: “Puse sobre las aguas un espejo / con que hurtarme a la muerte en escritura / y retener la luz de la conciencia” (vv. 9-11). Aquí el poeta nos habla del deseo de no morir, a través de ese espejo, cristal que nos enfrenta al transcurrir de la vida. No es casual que diga “muerte en escritura”, ya que el deseo de hurtar esa “muerte” es el ansia de vivir a través del arte, de nuestra palabra o nuestra presencia en el cuadro o en la música, sino el deseo de vivir sin apoyo, manifestando sólo lo que somos: cuerpo y alma.

       Este deseo se quiebra, porque la vida se trunca siempre ante la presencia del último acto, el viaje de no retorno: “pero la nada duplicó el reflejo / y el cristal añadió su veladura, / en doble fraude de la transparencia” (vv. 12-14).

       No podemos eludir el destino, pues no hay faz alguna para mirar a la vida eternamente, nuestro sino (estigmatizado por el paso del tiempo y por el acabamiento de toda existencia) nos enfrenta a una triste realidad. No hay forma, para Carnero, de cumplir el rito de la permanencia, ni el agua, ni el cristal, nada sirve para eludir nuestra mortalidad.

       Y no hay que olvidar la importancia de la luz (en la senda de los pintores levantinos, aquí se trata de la “luz de la conciencia” y su afán de retenerla. Sin duda alguna, Carnero sabe que la vida existe mientras se ilumina nuestra faz con la sensación de gozar del mundo (pese a las inevitables sombras que nos acechan siempre).

        Este ejercicio de permanencia da brillo al poema porque éste está inmerso en lo cromático: el blanco del agua y los espejos, los colores idos como símbolo del paso del tiempo, el reflejo que devuelve otra vez la transparencia (blanca) del agua.

        Estamos delante de un poeta que, como le ocurría a Talens o a César Simón, inunda su poesía de luz, pero en el que sobrevuelan las sombras que tiñen aquella de oscuridad.

        Y quiero terminar este análisis del mundo del gran poeta valenciano citando su libro  Verano inglés, no el último de los suyos, desde luego, pero, en mi opinión, el que mayor calidad ofrece, debido al deslumbramiento de su universo amoroso.

       Hay poemas donde transita el recuerdo, como en “Greenwich banks” cuando dice: “Cuando cierro los ojos recuerdo una arboleda / en la linde del mar y del verano / y te veo mirándote en el río, / mientras el Sol se pone y vagan las gaviotas” (vv. 1-4).

      Este romanticismo del poeta que recuerda el lugar idílico y a la amada no excluye los versos donde manifiesta un erotismo que nos deslumbra: “Me conduce el calor de tus caderas, / elásticas y duras como un arco, / a la doble diana de tu pecho, / granada abierta y roja en las manos de un niño” (vv. 17-20).

       No es casual que cite al niño, porque Carnero sabe de la importancia de la infancia como paraíso irrecuperable (en la senda de Francisco Brines).

         Y tampoco en el final del poema se unen los sentidos, lo que dota al mismo de una clara sensualidad mediterránea (ya que la evocación, en mi opinión, le conduce a su tierra levantina desde el verano inglés). Dice así: “Color, olor, sabor, flotan en la memoria. / No los dejes morir a tu imagen extinta; / diluirse en las aguas del rencor y del tiempo / rescata en tu retorno tu cuerpo repetido” (vv. 21-24).

        Al igual que en “Lección de agua”, el poeta valenciano insiste en el agua que se diluye, como si ésta simbolizase el tiempo y su alusión al color nos hace ver, de nuevo, que representan espacios vitales dejados atrás, impresos en la memoria para siempre.

        El último verso expresa muy bien lo que es un tema central en su poesía: la vuelta de lo vivo, no en el eco de una voz o en una imagen, sino en la presencia  (llena de sensualidad) que evoca lo mejor de la existencia.

       La belleza de las imágenes nos sobrecoge en versos anteriores donde se prende el poeta de la amada con singular maestría al evocarla: “Veo una calle abierta al horizonte / donde vuelan los tordos y corren las ardillas. / Las ramas de un alerce golpean los cristales, / pentagrama indeciso de rasgado silencio” (vv. 9-12).

       El poema es muy hermoso y ese “cuerpo repetido” de la amada es la imagen que queda en el agua y que, luego, como el amor y la propia vida, se va pronto, dejándonos huérfanos del sabor y del olor de la persona querida.

       Representa Verano inglés un libro lleno de nostalgia, de bellas evocaciones y de colorido, de una luz especial que abre las ventanas de nuestra sensibilidad.

        Hay muchos poemas del libro donde la belleza cala en la memoria del poeta. No en vano, es un libro lleno de alusiones a paisajes amados.

       La presencia de la luz es una constante en la poesía de Carnero. Si la noche tiene un inmenso poder para el poeta en “Noche del tacto”, tanto que “No fluye murmurando la amenaza del tiempo / ni se pierde en arena sin orillas: / crece en profundidad, gana en firmeza / al adensar las lindes del reposo” (vv. 5-8).

       La luz tiene toda su fuerza, el poder de vencer al tiempo, es cimiento donde la vida no muere; en “Ojos azules”, el poeta le dice a la belleza azul que no vaya a la noche, porque ésta cierra el mundo, en la oscuridad viene el fin de lo que perdura, el capítulo final de nuestra vida. Insiste en ir hacia la luz cuando dice: “Mirad hacia la luz, no miréis hacia dentro: / corredores tapiados velarán nuestro brillo, / os cegará el acoso de una mano cortada / con su rampante hedor de podridas promesas” (vv. 5-8).

       La noche tiene, por tanto, malos augurios, un espacio que no se puede desentrañar: “Si vas hacia la noche yo no podré seguiros / y no tengo el secreto de las puertas cerradas. / Salid al horizonte conciliado y redondo. / Mirad hacia la luz, no miréis hacia dentro” (vv. 9-12).

       Sí, la única forma de salvarse de la muerte, de la caducidad total de todos nuestros sentidos es adentrándose en la luz, ese espacio de la conciencia que conlleva eternidad.

       Por ello, al final del poema le pide a la amada que viva el ámbito de la Naturaleza, espacios de sabiduría  que ama el poeta, lo siguiente: “No recuerdes más peso que el placer del mirlo, / más calor que el abrazo de la calma del aire / más entrega que el Sol al penetrar la nieve: / olvida la luz, y escucha la lección de la tierra”.

     Bello final para todo un canto a la luz, ya que sólo en los ámbitos donde esplende la claridad, la vida permanece.

      Quiero terminar este estudio de un poeta brillante como pocos, que ha construido un mundo de gran lirismo, desde su pasión culturalista a un verso apegado a las emociones, como en el libro que comento, con unas certeras palabras de otro gran poeta valenciano, Ricardo Bellveser, recogidas de su recopilación de artículos titulado Hecho de encargo, publicado por la Generalitat Valenciana y la Biblioteca Valenciana.

      Me refiero al artículo titulado “G.C. y su actualidad”, cuando dice, refiriéndose al Premio Nacional de la Crítica que obtuvo Carnero por Verano inglés lo siguiente: “El exceso de la nueva sentimentalidad cree Carnero que lleva a la poesía a un callejón sin salida a asesinar al poeta. Como Mallarmé, lo que se pretende es que la poesía no surja únicamente desde el ámbito de las alegrías o las decepciones del mundo, sino que intenten dominar el azar” (Ricardo Bellveser, Hecho de encargo, Biblioteca y Generalitat Valenciana, 23 de abril del 2000, p. 162).

      Muy cierto, porque Carnero cree en la poesía como esencia de la vida, no es un mero adorno para recitar en una sala, sino todo un ejercicio de pensamiento, un divagar sobre la vida que convierte su obra en una de las más completas e interesantes del panorama español actual.

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro G. Cueto

30 de agosto de 2016

Para los seguidores de Facebook, los poemas breves (muchas veces con la forma de un haiku) con que Emilio Pedro Gómez jalona sus contribuciones a la red social son una invitación a acompañarlo en sus excursiones y viajes, a completar la imagen visual de la foto con que los ilustra gracias a una feliz metáfora, a una inesperada asociación de espacios naturales con versos íntimos, destilados con esmero.

“En esto escribo/ con voluntad de temblor/ indócil a fronteras y solemnidades” —nos dice a modo de consigna poética al principio de Motivos de horizonte (2015)— para ratificar esa “indocilidad” mientras “el verso guía la mano/ con el mismo sigilo/ con que el alba hace el gesto/ de brotar”.

La poesía de Emilio Pedro Gómez es una poesía de espacios abiertos, donde las fronteras han sido abolidas para propiciar el descubrimiento del Otro, pero, sobre todo, para la incorporación gozosa a su propia memoria del paisaje que va asumiendo como propio. Sea el Pirineo, algún país exótico del sudeste asiático, la Patagonia austral o ese Camino de Santiago que ha recorrido pausado, munido de un “diario lírico” (Pasos, 2013) lejos de toda sacralidad, como un peregrino laico solo deseoso de hacer de “la abrumadora belleza celeste” una experiencia única, intransferible. En todos comunica el espacio exterior con el interior de una sensibilidad aguzada por la riqueza del mundo y una naturaleza en la que se sumerge con vocación panteísta.

El umbral, gracias al cual se comunican, participa de la ambigüedad del cruce, es celebración de la articulación que no termina de abrirse ni de cerrarse, convocatoria para que lo íntimo perciba el exterior y para que las diferencias  entre ambos sean evidentes y se acepten. Gracias al umbral se mantiene una apertura hacia otros horizontes, esa “porosidad de las fronteras” con que Gómez titula la segunda parte de su poemario. Su función, aun fijando límites que se pueden atravesar, es articulada, supone una disposición al contacto exterior, hacia la transición  a otro espacio, lo que le da una sugerente inestabilidad y una inusitada dimensión poética. 

Es bueno recordar que el horizonte se configura a partir de un sujeto y no tiene realidad objetiva. Aunque no puede ser localizado en ningún mapa, el horizonte acompaña toda percepción de un paisaje en esa mezcla de “dentro y fuera” que resulta del encuentro de una mirada con el mundo exterior, en el metafóricamente llamado “punto-yo” desde el cual se traza su línea en la distancia.

El horizonte se aleja, cambia con el movimiento en el espacio, sea cual sea la dirección elegida, es inalcanzable. Si bien el horizonte es inasible, ayuda a configurar un espacio orientado al dividir el mundo entre cielo y tierra, arriba y abajo, cercano y lejano. Es más, le da sentido, lo que significa, como bien ha señalado Michel Collot, que al vivir en la yuxtaposición de imágenes reales y virtuales, al abolir distancias y al difuminar un aquí y un allá en la simultaneidad, el punto de vista privilegiado,  el lugar de presencia  fundador de tantos horizontes y símbolos de existencia pierde parte de su natural intensidad y se diluye en el caleidoscopio del espacio y del tiempo sincrónico.

Emilio Pedro Gómez sabe que “la obligación del cielo es no acabarse/ al fondo de la página” y persevera —con su bastón de peregrino— en hacer de la palabra “dardo de impunidad/ al centro de uno mismo”. Lo hace sin angustia, sin desgarramiento ni lamento, con esa “alma de horizonte” con que Jules Supervielle en Gravitations hizo de la pampa argentina sustancia de su mejor poesía, ese “vértigo horizontal” donde “cada árbol/ comienza a ser/ un disidente”.

Motivos de horizonte nos invita al “inicio de un viaje”, nieto “del sueño libertario/ de volar”. Sus versos salen “fuera de mi/ lo que no había”, “en un ya es/ sin haber sido” y nos conducen “al regazo primordial/ al temible deseo de desaparecer”.  Vale la pena acompañarlo para intentar “saber quién eres”.

 

 

Emilio Pedro Gómez, Motivos de horizonte, Enkuadres, 2015.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Fernando Aínsa

29 de agosto de 2016

Me preguntaba de cuándo databa mi encuentro con las novelas de Max Frish, más concretamente, de No soy Stiller y Homo Faber, de las que aún tengo presente el impacto que me causaron. Formaron parte de ese conjunto, inexorablemente reducido, de novelas que hablaban de asuntos que me concernían de una forma especial, íntima. El asunto y la forma de tratarlo. Las novelas de Max Frisch me atraparon. Sin embargo, no podía localizar con exactitud el momento en que entraron en mi vida, ¿vivía yo aún en casa de mis padres?, es decir, ¿era yo todavía una chica desemparejada, deambulante, y a ratos, muy solitaria y ensimismada, muy lectora, que pasaba muchas horas encerrada en su cuarto de una sola cama, inclinada sobre el tablado que colgaba de la vieja estantería que, tiempo atrás, había contenido juguetes en lugar de libros y carpetas?

¿Dónde, en suma, había leído a Max Frisch? Si conseguía ver el lugar donde yo me encontraba, sentada y con una novela de Frisch en las manos, podría acceder a la fecha. Son los espacios lo que proporcionan pistas sobre el tiempo.

En el cartapacio que Turia dedica al escritor suizo, un artículo de Carlos Fortea hace un minucioso relato de la suerte editorial que la obra de Frisch ha tenido en España. Así he sabido que No soy Stiller, en traducción de Margarita Fontseré, fue publicada por Seix Barral en 1958, ¡cuando yo tenía once años! Homo Faber en 1961, precisamente el año en que vine a vivir a Madrid, ya con catorce años. Como me casé en 1968 -con tan solo 21 años, disparates que se corresponden con la época- , es muy posible que las dos novelas de Frisch fueran leídas allí, en mi pequeño cuarto de la calle de Fernando el Católico. Las novelas fueron celebradas. Según nos dice la documentación que ha reunido Fortea, Antonio Valencia, uno de los críticos más agudos del momento, a quien, años más tarde, hube de agradecerle que se ocupara de mi primera novela con comentarios que nunca olvidaré, proclamó, ya en 1958, en el periódico Arriba que No soy Stiller era una de las obras más interesantes de la novela contemporánea. Como en 1974 se reeditan las dos novelas de Frisch, y tiene, según nos cuenta Fortea, repercusión crítica, también cabe la posibilidad de que fuera entonces cuando yo me encontrara con ellas, ya casada, con un hijo, y después de haber pasado sendas temporadas en Trondheim, Noruega y en Santa Bárbara, California. No con veinte o o veintiún años, sino con 28, camino ya de los treinta…

¿Importa le edad en la que leemos un libro? Sí, importa y mucho. Max Frisch se ha encontrado siempre entre los autores que me sirvieron de guía. Pertenece a mi juventud. Por eso me han interesado tanto los textos que el cartapacio de Turia ha dedicado al autor. Vuelvo a encontrarme con aquello que me preocupaba, que centraba mi interés vital y literario años antes de que escribiera mi primera novela. Por aquel entonces, escribía, de vez en cuando, sin rutina ni disciplina algunas, algún relato o incluso algún poema. A pesar de lo cual yo estaba íntimamente convencida de que algún día me dedicaría entera o primordialmente a escribir.

Al leer ahora los textos sobre Max Frisch reunidos en Turia, he tenido la impresión de reencontrarme con un viejo amigo. Ha sido como hacer una visita a un lugar conocido, como volver a una antigua casa que conocimos en el pasado y que, al cabo de los años, sigue en su lugar. Nos asombra comprobar que el el antiguo encanto ha sido conservado.

Dice Isabel Hernández en uno de los textos que el tema de la identidad es el asunto central de la producción de Frisch. Ahí me reconozco plenamente. Creo que para mí la definición de lo que es la persona y los diferentes aspectos y matices de su relación con el mundo, con los demás, es lo que más me importa. No me ha sorprendido del todo conocer que Max Frisch, antes de tener éxito como escritor, fue arquitecto. Cuando opta por dedicarse por entero a la literatura, dirá que hacer casas es algo insatisfactorio, porque el resultado final no admite rectificaciones. Lo que a Max Frisch le gusta es dibujar los planos, idear el proceso. “Una obra que él no puede modificar sume a Frisch en la inseguridad”. “Al empezar a construir siendo arquitecto titulado, se dio cuenta rápidamente de que le fascinaba más el trabajo sobre el plano que la ejecución”, dice Beatrice von Matt.

Así son, en mi recuerdo, las novelas de Frisch que leí, casas que se están haciendo. Es una sensación que me resulta familiar, aun cuando jamás se me ha pasado por la cabeza dedicarme a la arquitectura. Pero las casas a medio hacer siempre me han fascinado. Mientras escribía una de mis novelas -Una vida inesperada-, una noche tuve un extraño sueño: Yo deambulaba por una construcción sin finalizar, aún con andamios y escaleras exentas. Una suave luz trataba de abrirse paso en la penumbra. Esta es la novela que quiero escribir, me dije, dentro del sueño. Nada más despertarme, lo tengo que anotar todo. La novela, en la que llevaba trabajando mucho tiempo -había llegado a un punto en el que no veía salida, todos los caminos se habían enmarañado- se me había desvelado de repente. Al despertar, no pude anotar nada. ¿Qué era lo que se me había develado?, ¿qué tenía que anotar? Sólo tenía una vaga visión de una casa sin acabar sumida en la penumbra.

Isabel Hernández sostiene que “ya no es posible hablar del individuo de la forma en que se había venido haciendo tradicionalmente durante el siglo XIX”, “no es posible narrar una biografía de la manera convencional, han de inventarse nuevos recursos para ellos, como aparentar, por ejemplo, que no se está narrando, y, en este sentido, el supuesto Mr. White va anotando pacientemente los fragmentos de la biografía de Stiller que amigos y conocidos le narran con el fin de refrescarle la memoria. De este modo, él solo cuenta aquello que oye sobre sí mismo, como si se tratara de un extraño, configurando de ese modo la biografía que realmente hubiera querido vivir y que surge de hechos tanto vividos como inventados”.

Una biografía tiene, siempre, una arquitectura interna, un proyecto, unos planos que se van modificando, superponiéndose unos a otros. No es de extrañar que mucha de la producción literaria de Frisch adquiriera la forma de Diarios. Frisch construye vidas, identidades. Construye y desconstruye, vuelve a construir. “Yo pienso -afirma- que la persona es una suma de diversas posibilidades, una suma no limitada, pero suma al fin y al cabo, que va más allá de su propia biografía”.

Rolf Niederhauser, que compartía con Frisch la dedicación literaria y con quien mantuvo una fuerte amistad, describe así la impresión que le producen las obras de Frisch: “Max Frisch, cuya lengua una y otra vez nos da la impresión de que suena como si fuese yo mismo el que hablase, más de lo que yo mismo sería capaz, como si fuese mi propia voz la que habla, yo mismo por completo.  ¿Cómo lo consigue?” Este es el comentario que un

escritor hace ante sus maestros, los escritores que le sirven de guía. Al leer las palabras de Niederhauser, las sentí en mi interior, como si las hubiera pronunciado yo tiempo atrás. “Con cuánta intensidad -dice Niederhauser reflejaba nuestros deseos incluso en la rutina más cotidiana”. Refiriéndose “al protagonista de Homo faber”, afirma: “en ese tipo tan técnico de los años 50, que parece saberlo todo de sí mismo, y que, precisamente por eso, comente un error tras otro, y cae directamente en la trampa de la verdad, ¿no retrató

Frisch a mi padre? Otros habrán sentido lo mismo. Porque está claro que no soy el único que se ha reconocido en todas estas historias. Se dice que la mujer de su editor le preguntó tras leer Stiller: ¿Cómo es que sabe todas esas cosas de nosotros?. Max Frisch nos abrió los ojos para que fuéramos capaces de ver nuestras propias historias”.

¡Qué mayor favor le puede hacer un escritor a otro y, por descontado, un escritor a un lector! Abrirnos los ojos para que seamos capaces de escribir y de ver nuestras propias historias.

“No puedo soportar a los artistas que se creen seres superiores o más profundos solo porque no saben lo que es la electricidad”, declara el “homo faber". Y Niederhauser comenta: “En esas palabras es posible reconocer a Max Frisch: un intelectual que no solo conoce la palabra práctica de la teoría”. “Sus personajes hablan como nosotros, la atmósfera parece cotidiana, casi trivial, pero cuando se observa con detalle todo se revela como una tupida red de relaciones entre conceptos”, añade.

Peter Biechsel, también escritor y amigo de Frisch, firma un texto titulado “Un payaso maravilloso”, en el que nos presenta al Frisch más privado, el del círculo de sus amigos, un conversador maravilloso y del que quiero relatar una pequeña anécdota que me parece muy reveladora: “Por aquel entonces ponía de los nervios a todos sus amigos con preguntas sobre el envejecimiento y la muerte. (…) En una ocasión volvió bufando de la Engadina, a donde había ido a ver a Theodor Adorno, que estaba allí de vacaciones, para comentar estas cuestiones. “¿Sabes lo que ese sabe sobre la vejez y la muerte, el filósofo, el gran filósofo? Nada, no sabe nada”, y aún seguía rabiando horas después”.

En la opinión de Fernando J. Palacios, “Max Frisch parece que comprendió mejor que nadie aquella advertencia de Paul Valéry: <<Nunca pensamos que lo que pensamos oculta lo que somos>>”. Concluye Palacios: “El libro calla más de lo que cuenta, y la pregunta que se hace Max Frisch es: ¿por qué me guardo cosas todavía?”

Llegados a este punto, no hay más remedio que ir a Cervantes, a la sensacional declaración que hace el autor en el capítulo XI de la Segunda parte: “En esa segunda parte, no quiso (el autor) injerir novelas sueltas y pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mesmos episodios que la verdad ofrece, y aun estos limitadamente y con solas las palabras que basten para declararlos; y pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la narración, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo, pide que no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir”.

Y es que en Max Frisch se respira un espíritu ciertamente cervantino. Las palabras de Isabel Hernández que antes cité y que hacían referencia a la relación de Stiller con Mr White y a la invención de nuevos recursos narrativos, me remite a nueve párrafos de la Primera Parte del Quijote, el último del capítulo VIII y los ocho primeros del capítulo IX, cuando Cervantes detiene abruptamente la acción, en medio de una pelea del héroe contra uno  de sus muchos enemigos, y hace referencia a un manuscrito perdido: “En este punto y término deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de don Quijote que las que deja referidas”. Seguidamente, añade: “…no se desesperó de hallar el fin desta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte”.

El relato de este hallazgo se hace en el siguiente capítulo, el XI del Quijote publicado en 1605, no en la Segunda Parte publicada en 1615. El caso es que estos nueve párrafos que Cervantes dedica al asunto del manuscrito suponen un recurso narrativo que marca para siempre nuestra historia de lectores. Cervantes nos ha sacado del marco donde se desarrollan de las aventuras de don Quijote y nos deja allí, en el mismo borde, comparte con nosotros, lectores, sus vicisitudes de narrador. Nos confía el fundamento de su quehacer literario: la verdad. Hemos entrado en el universo del creador. Después de Cervantes, los lectores seremos perfectamente conscientes de la existencia del autor.

Max Frisch sigue la estela de Cervantes. La complejidad de la narración, la identidad de los personajes, la misma identidad del narrador, estos son asuntos que siempre resultan nuevos, porque toda época es distinta de las otras, como cada día resulta nuevo, impredecible y enigmático. Inventados cada día. Inventamos los días. Vivimos e inventamos. “La literatura no es más una forma de expresión que se busca a sí misma y, con ella, a los lectores”, concluye Fernando Palacios.

Por las azarosas circunstancias de la vida, Turia ha tenido a bien publicar en este mismo número en el que se le hace un homenaje a Max Frisch el breve texto que escribí sobre la función que cumplen en la obra de estos nueve capítulos del Quijote.

Del Max Frisch más cercano e íntimo nos habla de unas de las mujeres que compartieron parte de sus vidas con el autor, Marianne Frisch-Oellers, que convivió con Frisch durante más de quince años: solo escribía con su máquina de escribir, reclinado con un solo dedo de la mano derecha, tuvo -yo también- la famosa máquina de escribir Hermes baby, que aparece en Homo Faber,  bebía  café  mientras trabajaba, necesitaba recluirse en un lugar cerrado, tomaba notas manuscritas en todas partes, llenó 150 libretas de notas, le gustaba estar en comunicación directa con la naturaleza, sin ruido exterior, no le gustaba a hablar durante las caminatas. Si sus amigos querían hablar, él se apartaba y alejaba, escogía sitios para sentarse en hermosos prados, llegaba antes que nadie, se instalaba, desempaquetaba la mochila y abría una botella de vino, cuando veía partidos de fútbol por la televisión se concentraba extraordinariamente, no respondía al teléfono, no prestaba atención a ninguna otra cosa, no le gustaba pasear en pantalón corto, decía que esa prenda dejaba al descubierto de forma excesiva la anatomía masculina.

Disfrutaba de la compañía de sus amigos, a quienes invitaba a pasar temporadas en su casa. Luchó constantemente contra el alcoholismo. Soy alcohólico, escribió en uno de sus diarios. Repitió de diversas formas una idea central: “Realmente somos la persona que los demás ven en nosotros…Y viceversa, nosotros somos los creadores de los demás”.

Vuelvo ahora a la cuestión inicial, ¿importa la edad en que leemos un libro? Y me reafirmo en la respuesta. Sí, importa y mucho. Porque haber leído a Max Frisch justo al inicio de la juventud, antes de haber tomado las grandes decisiones, marca las aspiraciones del escritor y centra los problemas del lector, de los seres humanos que leen y escriben. La visión que Max Frisch nos ofrece de sí mismo en sus primeras obras abre un camino por el que seguirá transitando, una dirección que no abandonará. Si avanzamos con él, iremos comprendiéndolo desde dentro, sencillamente porque hemos encontrado a alguien que nos entiende desde dentro, desde sus adentros.

Max Frisch me remite a tardes eternas de lectura en mi cuarto de soltera de la calle de Fernando el Católico, al patio interior del edificio de viviendas, a las terrazas de los pisos vecinos en las que se acumulaban objetos inservibles, al pedazo de cielo que lo cubría, tan cegadoramente azul los días de verano. Allí empecé a vislumbrar los caminos que se abrían  ante  mí, los territorios que otros habían conquistado para mí, lo que desde lo más profundo de mí misma me comunicaba con los demás.

Escrito en Sólo Digital Turia por Soledad Puértolas

En la poesía de los verdaderos poetas siempre se termina reconociendo un mismo espíritu. Tal vez sea este el mejor antídoto contra las banderías entre poetas que en el fondo, ante la poesía verdadera, no pueden sino diluirse. Comienzo con esta aseveración porque, resulta obvio que cuando uno se acerca a la obra de Mª Ángeles Pérez López percibe que se encuentre ante una gran poeta, una poeta grande y verdadera.

Una vez señalado esto, me atrevo a erigir otro postulado, que no es sino el de que dos son los elementos esenciales para que se dé una poesía de calidad: el conocimiento de las técnicas poéticas en su más amplio sentido, por un lado, y la posesión de una mirada ya sea inspirada, intuitiva o ambas cosas a la vez, por otro. Por lo que respecta al conocimiento, su adquisición puede conseguirse con dedicación y tiempo, aunque también hay que decir, sin faltar a la verdad, que no siempre está al alcance de cualquiera. En cuanto a la mirada poética… tan sólo los dioses conocen a quién se la otorgan y las razones que para ello tienen.

Me llama enormemente la atención cómo una joven Alejandra Pizarnik, con tan solo 21 años, había descubierto ya la necesidad de los dos elementos antes señalados: escribe en su diario el 27 de octubre de 1957, tras haber leído a Neruda, a Rilke, a Holderlin: “Descubro que mis poemas son balbuceos. Necesito leer más poesías, averiguar la forma, la construcción”[1].

María Ángeles Pérez López parece congraciada con el conocimiento y con los dioses a la vez, tiene ambas cualidades y, lo que me resulta más sorprendente aún, ella ha conseguido con el tiempo ir puliendo su mirada como quien a base de ejercicios logra reducir sus dioptrías mejorando así la vista. Si difícil resulta ya tener un don, mejor es aún tener la capacidad de mejorarlo.

Si tratásemos de definir a grandes rasgos y de un modo rápido la poesía Mª Ángeles Pérez, y en concreto el poemario último, Fiebre y compasión de los metales, cabría decir que se trata de una poesía mimetizada con los objetos y el material del que borbotea los poemas. El lenguaje es rico y complejo, basta para ello con echar un vistazo a los títulos. Algunos de ellos enarbolan sintagmas con palabras tan hermosas como ángeles, luz o canción, abrazadas a otras que nadie osaría ubicar junto a ellas, como caída, lanzar o acero. Sintagmas que juntos hieren y hacen sangrar. La proliferación del adjetivo rojo entre los versos combina a la perfección con el color de las guardas de la colección de Vaso Roto en que se ha publicado el poemario. 

Todos los poemas de Fiebre y compasión de los metales tienen una enorme profundidad expresiva y no pocas veces uno llega sobrecogido hasta el último verso, ante el que se frena en seco como ante un abismo... O, mejor aún, tal vez los últimos versos no sean sino un precipicio desde el que echar a volar: la luz y la vida, de uno u otro modo, están  presentes en todos ellos. En una primera ojeada a este poemario, la poesía de MAPL pareciera como si se hubiera, en cierto modo, oscurecido con el frío y –quién sabe si también, como ella escribiera hace tiempo– con “la alquitara caliente del afecto/ en que fermenta el tiempo y su uva negra”[2]. Diríamos que ha adquirido con ello hondura y profundidad.

Si decidimos adentrarnos en el tupido bosque de los metales que constituyen los veintisiete poemas aquí fraguados (un número, por cierto, no casual en la lengua española) nos encontraremos con una colección de poemas afilados que harán sangrar al lector con la misma delicadeza con la que una hoja de papel nos muerde sin saber nosotros cómo. Si se leen con atención, dejándose llevar por los vericuetos tridimensionales que los constituyen, la intención de quien los ha escrito se podrá ver cumplida al conseguirnos impactar intensamente, logrando sorprendernos ante cómo la vida no es tan simple como pensamos.

En este sentido, como esos frutos secos, como la nuez o la avellana o la almendra, estos poemas no se abren fácilmente para los no iniciados. El lector, como el ejecutante que requiere una concentración especial ante la partitura o como el budista ante su koan, deberá esforzarse, desdoblarse, contorsionarse incluso para seguir los propios movimientos del poema que multiplica en sucesivas lecturas la sonoridad de su sentido. En un acercamiento primero es esta una poesía que engancha, siendo esta atracción inicial la que desliza en nosotros el deseo de volver a ella. Ese acercamiento detenido que se requiere del lector es, en definitiva, el que permite alcanzar la belleza de esa Petra oculta entre sus páginas. Es todo, al fin y al cabo, una llamada de atención ante la no menos oculta vida de las cosas, ante el alma de lo inanimado. Como leemos en el poema “Lo amputado”:

Quien amputa sonidos, no percibe

que en la palabra bosque, late el árbol

y en la palabra rama, la madera.

Que está el viento dormido en el violín

y la piedra en la tierra y su traspié

como están en la casa el pan y el hambre,

las vocales abiertas de la boca.[3]

Y es, probablemente, a partir del momento en que se toma conciencia de esa llamada de atención ante lo que acabo de denominar la oculta vida de las cosas, cuando el lector comienza a percibir la hondura y belleza de esta escritura. Es más, cualquiera que haya venido siendo en años anteriores fiel a esta autora habrá ido enriqueciendo la comprensión de su estilo, pues ella ha ido haciendo partícipe al lector de la transformación multiplicada de su modo de versificar, con una música perfecta basada en el endecasílabo, y de sus imágenes prodigiosas, centro y eje fundamental de su particular modo de ver el mundo. De hecho, su mirada continúa diseccionando lo que ella denominara hace 20 años con gran acierto “el andamiaje de las cosas”[4]; y también, en palabras suyas, sus “voces escondidas”[5]

Digamos que hay un lenguaje violento, tan solo en apariencia, pues en cada verso late una inmensa ternura de madre y de mujer, haciendo del dolor una belleza extraña, difícil de armonizar porque es consciente la autora de que el mundo no es como debiera, de que no es del todo sincero dibujar con palabras una felicidad que no es totalmente real ya que, a pesar de su temblor y de nuestra piedad para con él, el mal existe. Sin embargo, las palabras lo pueden mitigar. O al menos eso intenta la poeta. De ahí que, en Fiebre y compasión de los metales, la violencia –expresada lingüísticamente mediante esos oxímoron fantásticos– es cordial, amabilísima, dulce.

Claramente las cosas no son como parecen en Fiebre y compasión de los metales. Pero quién ha dicho que la poesía deba ser siempre clara. Este enigma incordiaba también a Alejandra Pizarnik, que se preguntaba y respondía a sí misma de la siguiente manera:

¿por qué me gusta leer la poesía luminosa, clara, y casi execro de la oscura, hermética, cuando yo participo –en mi quehacer poético– de ambas? […] Pero, Alejandra, en el fondo de los fondos, –concluía esta autora– ¿qué es claro y qué es oscuro?[6]

En este contexto, llama la atención poderosamente hasta qué punto el germen de Fiebre y compasión de los metales estaba ya en La sola materia, hace veinte años. No por los protagonistas, ya saben: la cafetera, la bañera, los distintos elementos que componen el dormitorio, no por los personajes, que aún habían de perfeccionar mucho su técnica, sino por algo más profundo y sobrecogedor que es, en definitiva, la prueba clara de que este poemario que hoy leemos existía ya en la autora, quién sabe desde cuándo. Un gran poeta puede estar cobijando durante años una semilla lírica hasta que esta cobre forma definitiva, hasta que esté al punto, por utilizar un símil gastronómico.

Hay días –escribió la autora hace dos décadas– en que sueño con escribir un libro

sobre cómo desprenderse de las cosas

y evitar el recuerdo del abridor de cartas

mellado por el golpe de una mala noticia,

también el del separador de poemas de tela

que vino por el mar y cruzó medio mundo

para asfixiarse en el exceso

o en el delirio.[7]

Antes de percibir y hasta de asumir la fiebre de los metales que nos desvela este poemario hay, para el lector, una doble frialdad envolviendo los objetos en torno a los que María Ángeles Pérez López despliega sus versos. Está, por un lado, la cortante gelidez del acero que sustancia en sí el frío del propio material, inanimado en su origen, que lo conforma y perfila. Pero hay también, en segundo lugar, otro frío diferente. Me refiero al que se intuye emocionalmente cuando se piensa en el mal que puede generarse con los objetos descritos y, sobre todo, en el daño y en las heridas escondidos tras las alegorías de la autora. Porque, si no lo hemos dicho ya es hora de avanzarlo, los metales inician otra era, una de aleaciones fuertes entre la historia y la muerte. La propia autora bosqueja esta evolución en los primeros versos del poema “En el aire, la piedra” (p. 35).

No son hoy los objetos inocentes de ayer los que la escrutadora mirada interior de la poeta expone. Hay un antes y un después de los metales, y así como sin ellos no existirían los oficios individualizadores, no es menos cierto que muchos de ellos se encuentran asociados a la violencia implícita en la especie. Es metálico todo cuanto nuestra especie ha creado para destruir vida y en lo que la mirada de la poeta se adentra para escuchar sus gemidos: tijeras, cuchillo, bisturí, cuchilla, aguja, hacha, anzuelo, arpón, martillo, punzón, hoz, flecha,… Es metálico aquello que da la muerte y con ella llevan los metales el frío hasta los cuerpos de los vivos.

Pero a la vez que el frío de la muerte, está la vida que cobran en la poesía de Mª Ángeles Pérez todos los objetos columpiados por sus versos. Esa vida es la que inicia el proceso febril y compasivo que la poeta percibe y describe. Por ejemplo en el primer poema, “Tijeras que no” (p. 13), que no puede ser casual. Esas tijeras que a semejanza del soldadito del cuento infantil se acercan al fuego que destruye y purifica:

Tijeras que soñaron con ser llaves

acercan su metal hasta la llama

[…]

Tijeras que no quieren ser tijeras

Y acercan hasta el fuego su pesar

Marca ya este primer poema, y pone tras su pista, cierto intento de evitar ser lo que se es. Esta constante en el poemario, atravesado por objetos metálicos punzantes que rehúyen de uno u otro modo su función, deja su impronta sobre el lector, quien, ante el arrepentimiento del metal, no puede evitar sentir piedad. Las tijeras que renuncian a una esencia que rechazan están diciendo al lector que no estamos ya ante la sola materia, pura en su inocencia, sino ante algo más, una funcionalidad de la que no siempre se está orgulloso.

En esta misma línea se manifestarán otros metales que el sentir de la poeta elige ver en actitudes reconciliadoras con la vida. La ternura se nos muestra cuando el martillo acaricia la pared (p. 27) y la nobleza se apodera de los objetos dañinos y los dignifica, y por un momento, el que dura la lectura de un poema, todo se transforma y el mundo se muestra distinto a como es. Es profundamente literario ese afán de guiar a los objetos en sus contorsiones hacia la humanidad o la animalidad. La poeta logra atisbar, así, toda una serie originalísima de metamorfosis: “Tijeras que soñaron con ser llaves” (p. 13); “la grúa que sueña con ser pájaro” (p. 19); “la cuchilla [que] se eleva en el insomnio./[y] Parece un animal inofensivo” (p. 20); “[el hacha que]Duerme […] su sueño de madera” (p. 25); el anzuelo que muerde “con su boca” o los arpones que exudan un“[…] miedo/ metálico […]” (p. 26); “el martillo [que] acaricia la pared” (p. 27); “el punzón reconcilia los oficios” (p. 28); “el óxido [que] violenta las encías”, “ganchos de carnicero que desangran/ pulmones sonrosados de animal” (p. 29); “la brújula que siempre mira al sur” (p. 32); el “[…] cuerpo de la flecha/ [que] recuerda que nació para la altura” (p. 41); …

Esa atribución de vida a aquellos objetos o elementos que carecen por su propia naturaleza de ella constituye uno de los dones de la mirada de MAPL. Es esa llave para acceder a otra realidad (no exenta de cierta forma de ver comprensible, por otra parte, en una profesora que se diría caída de pequeña en la marmita del realismo mágico) lo que la ha dotado de una sensibilidad extrema que nos resulta familiar en otras poetas del otro lado del Atlántico.

En este sentido, el complejo proceso de fabricación de la metáfora ha ido fraguándose en la poesía de MAPL de la mano de la perfección de la técnica literaria durante años. Y al final, como escritora grande que es, siempre llega a la orilla de la madre de las metáforas: la palabra como el arma más afilada, aquella que en definitiva la empuja a ella como poeta al centro de la platea. El poema se convierte, entonces, en el único espacio donde es posible purificar el material duro del que está hecha con frecuencia la vida. En el poema “Correas” escribe:

Omnívora y febril, también elige

pedirle compasión a los metales,

pedir a los grilletes que liberen

su presa con un tajo del puñal

que brilla como un sol inesperado.

Que las correas suelten las palabras.

Que sean compasivos los metales.[8]

Pero no nos engañemos porque los objetos no son sino excusas para hablar de algo más importante que se encuentra más allá del acero y los metales. Tal vez de esa labor de encubridores derive esa compasión que enriquece el título del poemario. Hay pues, indagando y a través de las imágenes, un espacio interior donde en el corazón de la cebolla está lo más tierno y vulnerable. Así, por ejemplo, en “Cuchillo”, cuya lectura vuelve del revés la sensación del lector del primer verso hasta el último, del “carnicero” que “afila su cuchillo”, hasta el final, cuando “tiembla la mano que ha de ser exacta./ Si escribe carnicero. Si inocente”.

Escribir sobre el dolor también es generarlo, parece decirnos la poeta, pero también curarlo. Solo hay que escuchar la “Canción de acero” donde se yergue alzada la palabra resistente frente a todo: “Contra el filo cortante,/ contra el tajo/ opone el alfabeto sus alfiles,/ sus veintisiete piezas extenuadas,/ resecas como hollejos que pisaron los pies de la vendimia y la belleza,/ y en los que aún se destila la alegría”. Las palabras en su compasión pueden ser salvadoras frente a las heridas, y por esto lloran las vocales con el dolor de Melilla en el poema “La cuchilla”, o leemos “en el temor se enferman las vocales” en el poema “Correas”, y la poesía pasa a ser, en consecuencia, el espacio taumatúrgico que puede dar cobijo a la alegría. Late toda una concepción de la vida y la escritura, toda una filosofía del estar y ser en el mundo que se deja entrever en estos versos.

Es, sin duda alguna, el incremento de la carga social lo que ha hecho variar el peso molecular de su poesía con el paso de los años en Mª Ángeles, que ha ido en sus sucesivos poemarios adensando sus imágenes hasta extremos inimaginables. Los versos de MAPL se vuelven así metálicos y sufrientes a medida que se adentran en lo que sus ojos y su boca sienten, a medida que transcriben todo aquello que los objetos, la vida toda en definitiva, ofrece a quien sea capaz de verlo. Basta un segundo, un pararse y tocar ese acontecimiento que pone en marcha el poema como un aleteo que retoma la saltarina travesía de la mariposa. 

Son ahora los objetos y el acero quienes laceran las formas de la poesía y a la propia poeta, y la página en blanco se deja manchar por todas las heridas del mundo. Así, en Fiebre y compasión de los metales MAPL parece acercarse al lector partiendo de la idea de Alejandra Pizarnik cuando escribe, allá por los prodigiosos veinte años de su corta vida: “Soy una enorme herida”[9]. A lo que nuestra poeta responde (“El bisturí”, p. 18):

En la asepsia que exige el hospital,

El bisturí recorta el corazón

De la página blanca del poema,

La sábana que tapa el cuerpo del enfermo.

Es en este sentido, por tanto, la vida ante la no vida lo que este poemario nos revela y describe. Tal vez sea uno de sus más luminosos ejemplos el poema “Caída de los ángeles”–que yo le pediría a ella luego que nos leyera–, en el que obtiene la más pura belleza de lo que no parece sino una trágica derrota, la levedad primera que deriva tras el golpe en el dolor. También conseguir esto es uno de los logros de la gran poesía. O ese bellísimo y simbólico último poema “El cuerpo de la flecha”, que “recuerda que nació para la altura” y cuyo último verso: “En ella beben luz ramas y pájaros” supone un broche final a todo un hermoso poemario lleno de ecos y reflejos.

Voy terminando. Cuanto más pura y verdadera es la poesía con mayor dificultad, pero también con mayor belleza, surge a borbotones del interior de su artífice. Ya sean los balbuceos sanjuanistas, ya la impotencia del último desgarro poético de nuestros días.

Una vez más –nos dice Alejandra Pizarnik– el lenguaje se me resiste. No el lenguaje propiamente dicho sino mi deseo de conjurar mis deseos por medio de una detallada descripción de lo que deseo ver en alguna realidad hecha del material que quieran con tal de que no sea de palabras ni sobre el blanco temible de una hoja de papel[10].

En Fiebre y compasión de los metales María Ángeles Pérez López ha ejemplificado ese hermoso viaje de vuelta que tanto esfuerzo le suponía a Pizarnik. Adentrarse a través de la mirada en la herida de las cosas y regresar desde allí impulsada por la necesidad de testificar, y salvar, lo vivido sobre el papel. Lo cierto es que Alejandra Pizarnik hubiera sido una buena lectora de este libro. Ella hubiera sangrado al leerlo, página tras página, reconociéndose en los distintos dolores que aúllan, a pesar de la mitigación de las palabras empleadas por su autora, en el poemario.

Si digo que con Fiebre y compasión de los metales podría explicarse la situación actual de nuestra especie y del mundo tal vez crean que exagero. Pero, a pesar de todo, en él yo he visto, con un estupor semejante al de Juan cuando escribió el Apocalipsis, desfilar ante mí todos nuestros pecados: la muerte de los inocentes (“Cuchillo”, p. 14); el racismo (“La sinagoga”, p. 15); la deforestación (“Canción de acero”, p. 17); la pobreza (“Hocico”, p. 19); la emigración (“La cuchilla”, p. 20); el egoísmo que impregna los trabajos (“El punzón”, p. 28); el dolor de la pobreza, la sequedad de un planeta castigado, el expolio de las heridas que causan las palabras, el mal generado. Pero también he percibido al leerlo la otra parte: la muesca de luz que se restituye, el caudal, el bucle de calor, el amor salvaje a las distancia, un alto pájaro que no duele, el viento la alegría, la roja ceremonia de vivir… Y el sentido arrepentimiento que el doctor Jeckyll espera que se dé en Mister Hyde en el último momento.

De esta manera, podríamos concluir que Fiebre y compasión de los metales alza la voz por una doble confianza: en el hombre como especie y en la palabra como instrumento para hacer las cosas de otra manera. La confianza en la palabra como mesías liberador se aparece de manera explícita en no pocos de los poemas: “Las palabras también piden ser viento/ que arrase los paisajes de la usura”, leemos, por ejemplo en “El yunque” (p. 34). La confianza en el hombre es un recurso metafórico más de la autora, quizás el principal de toda la obra. Sí, tal vez estaba a la vista pero no lo hemos descubierto hasta este último momento. Los metales somos nosotros, los hombres y mujeres cuyos afilados extremos tajan cuanto tocan hiriéndose unos a otros en sus relaciones. Hombres y mujeres imperfectos, con dificultades de comunicación entre nosotros que acarrean problemas de relación de todo tipo; hechos de distintas aleaciones y también arrepentidos con frecuencia de nuestros actos.

Y María Ángeles Pérez López lo ha escrito con una ternura inexistente, por desgracia, en la realidad, alambique ella misma, desde el que el dolor vierte en el papel, y ante los ojos de los lectores asombrados, una intensa y radiante luz.

 

 



[1] Pizarnik, Alejandra, Diarios. Barcelona: Lumen – Random House Mondadori, 2013, p. 197.

[2] María Ángeles Pérez López, La ausente. Cáceres: Diputación Provincial, 2004, p. 61.

[3] María Ángeles Pérez López, “Lo amputado”, en Fiebre y compasión de los metales. Madrid: Vaso Roto, 2016, p. 37.

[4] La sola materia, p. 15.

[5] Ibídem, p. 9.

[6] Pizarnik, Alejandra, Diarios. Barcelona: Lumen – Random House Mondadori, 2013, pp. 217-218.

[7] María Ángeles Pérez López, La sola materia. Alicante: Aguaclara, 1998, p. 37.

[8] “Correas”, pp. 29-30.

[9] Pizarnik, Alejandra, Diarios. Barcelona: Lumen – Random House Mondadori, 2013, p. 196.

[10] Pizarnik, Alejandra, Diarios. Barcelona: Lumen – Random House Mondadori, 2013, p. 436.

Escrito en Sólo Digital Turia por Asunción Escribano

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