Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 1151 a 1155 de 1353 en total

|

por página
Configurar sentido descendente

3 de marzo de 2014

 

Recuerdos de la retirada de Rusia

 

Primera parte

El reducto

 

          Tengo aún impregnado en la nariz el olor que dejaba la grasa en la ametralladora candente. Retumban aún en mis oídos y en mi cabeza los crujidos de la nieve bajo las pisadas, los estornudos y las toses de los centinelas rusos, el rumor de la hierba seca que batía el viento en la orilla del Don. Retengo aún en mi retina el cuadrado de Casiopea que contemplaba todas las noches en el cielo y los palos que sostenían el búnker y que veía encima de mí en las horas diurnas. Y rememoro siempre el terror de aquella mañana de enero, la primera vez que la katiuska nos lanzó sus setenta y dos proyectiles.

          Antes de que los rusos empezaran con sus ataques, en el reducto pasamos unos días tranquilos.

          Nuestro reducto se hallaba en una aldea de pescadores a orillas del Don, en tierra de cosacos. Las posiciones y las trincheras estaban excavadas en el escarpe que llegaba hasta el río helado. A derecha e izquierda, el escarpe acababa en sendas playas cubiertas de hierbas secas y de cañizares que despuntaban espinosos entre la nieve. En el lado derecho estaba emplazado el reducto de Morbegno; en el izquierdo, el del teniente Cenci. Entre nosotros y Cenci, en una casa derruida, se encontraba el escuadrón del sargento Garrone, con una ametralladora pesada. Enfrente de nosotros, a menos de cincuenta metros, al otro lado del río, se hallaba el reducto ruso.

          En las casas de la aldea, que a buen seguro había sido pintoresca, lo único que seguía en pie eran las chimeneas de ladrillo. En el ábside de la iglesia, también devastada, se había instalado el mando de la compañía; servía asimismo de atalaya y tenía una ametralladora pesada. Teníamos que hacer terraplenes en los huertos de esas casas arrasadas, y al remover la tierra y la nieve encontrábamos patatas, coles, zanahorias, calabazas. A veces estaban comestibles y hacíamos sopa.

          En la aldea solamente habían quedado gatos. Ni el menor rastro de gansos, perros, gallinas, vacas: gatos y nada más que gatos. Unos gatos enormes y hoscos que deambulaban entre los escombros de las casas en busca de ratones. Los ratones no formaban parte de la aldea, sino de Rusia, de la tierra, de la estepa: estaban por doquier. Había ratones en el refugio del teniente Sarpi, excavado en una pared calcárea. Cuando nos acostábamos se metían debajo de las mantas, buscando nuestro calor. ¡Ratones!

          En Navidad quería atrapar un gato, comérmelo y hacerme una gorra con su piel. Preparé un cepo, pero eran listos y no se dejaban pillar. Si lo hubiera pensado antes, lo habría podido matar de un tiro. Se ve que estaba empeñado en atraparlo con un cepo, y por eso nunca comí polenta con gato ni me hice la gorra con su piel. Cuando acabábamos la guardia molíamos centeno: así entrábamos en calor antes de acostarnos. El molino se componía de dos troncos cortos de roble, sujetos, en sus puntos de unión, por dos largos roblones. Se colaba el grano por un agujero situado en el centro, y por otro agujero, en línea con los roblones, salía la harina. Giraba con una manivela. La polenta caliente estaba lista por la noche, antes de que salieran las patrullas. ¡Qué polenta! Era dura, al estilo bergamasco, y humeaba en un caldero auténtico que había hecho Moreschi. Seguro que era más sabrosa que la que se hacía en nuestras casas. A veces venía a comerla el teniente, que era marquesano. Decía: “¡Esta polenta es excelente!”, y devoraba dos trozos gruesos como ladrillos.

          Y como nosotros teníamos dos costales de centeno y dos molinos, en la vigilia de Navidad mandamos un molino y un costal al teniente Sarpi, con nuestros mejores deseos para los soldados de nuestro pelotón encargados de las ametralladoras pesadas que estaban en el reducto del teniente.

          En nuestro búnker estábamos bien. Cuando llamaban al teléfono y preguntaban: “¿Quién habla?”, Chizzarri, el ordenanza del teniente, respondía: “¡Campanelli!”. Ésa era la contraseña de nuestro reducto y el nombre de un soldado de Brescia que había muerto en septiembre. Al otro lado de la línea contestaban: “Aquí Valstagna: habla Beppo”. Valstagna es un pueblo sobre el río Brenta que dista del mío diez minutos de vuelo de águila, mientras que aquí se refería el mando de la compañía. Beppo era nuestro capitán, oriundo de Valstagna. Era como si estuviésemos en nuestras montañas y oyésemos a los leñadores llamándose entre sí. Sobre todo de noche, cuando los de Morbegno, que estaban en el reducto situado a nuestra derecha, iban hasta la orilla del río a poner alambradas y llevaban mulas por las trincheras y gritaban y blasfemaban y plantaban palos con mazos. Incluso llamaban a los rusos a voces: “¡Paisanos! ¡Vamos! ¡Disparadnos!”. Los rusos, boquiabiertos, se limitaban a oírlos.

          Pero nosotros también acabamos familiarizándonos con las cosas. Una noche de luna salí con Tourn, el piamontés, a buscar algo entre las casas derruidas más alejadas. Nos metimos en los hoyos que hay delante de cada isba, donde los rusos guardan las provisiones para el invierno y la cerveza en verano. En uno interrumpimos los requiebros amorosos de tres gatos, que salieron con tanto ímpetu y echándonos miradas tan fueguinas que nos dieron un susto de muerte. Encontré una cesta de cerezas secas y Tourn dos costales de centeno y dos sillas; luego, en otro hoyo, un espejo grande y bonito. Queríamos llevarnos todo a nuestro refugio, pero había luna, y el centinela ruso que estaba al otro lado del río nos empezó a disparar porque no quería que nos apropiáramos de sus cosas. Puede que le asistiera razón, pero él no las habría podido usar, y las balas nos rozaban silbando, como si nos dijeran: “Dejadlo todo donde está”. Hicimos tiempo detrás de un camino hasta que una nube ocultara la luna, luego, saltando entre los escombros, llegamos al refugio, donde nuestros compañeros nos estaban esperando.

          Era maravilloso sentarse en una silla para escribir a la novia, rasurarse delante del espejo grande o beber, de noche, el jarabe de cerezas secas hervidas en agua de nieve.

          Lo que lamentaba era no poder atrapar un gato.

          Había que ahorrar aceite para los quinqués. Además, no podía faltar un poco de luz en los refugios para las situaciones de emergencia, aunque las armas y las municiones las teníamos siempre al alcance de la mano.

          Una noche que nevaba crucé con nuestro teniente las alambradas y llegamos a la playa abandonada que nos separaba de los de Morbegno. No había nadie. Sólo vimos montones de chatarra, los restos de algún vehículo, entre los que rebuscamos por si se podía aprovechar algo. Encontramos un bidón de aceite, y pensamos que podía valer para los quinqués y para engrasar las armas. Así pues, una oscura noche de tormenta volví con Tourn y Bodei. Hicimos ruido cuando colocamos el bidón en una posición que nos permitiera vaciar su contenido en los recipientes que habíamos llevado. El centinela disparó, pero la noche era tan negra como el borde del caldero de la polenta. Disparó al azar, por calentarnos las manos. Bodei blasfemaba en voz baja para que no lo oyeran. Estábamos más cerca de los rusos que de los nuestros. Tras varios viajes, conseguimos llevar al refugio unos cien litros de aceite. Le dimos un poco al teniente Cenci y otro poco al teniente Sarpi. Pero luego nos pidió el capitán, y también el escuadrón de exploradores, y el mayor que estaba al mando del batallón. Al cabo, hartos de que todo el mundo nos pidiera aceite, dijimos que ya no nos quedaba más. Así, cuando nos dieron la orden de replegarnos, les dejamos algo también a los rusos. En nuestro refugio había tres lámparas hechas con latas de carne vacías. Para las mechas usábamos trozos pequeños de cordones de zapatos.    

 

          Para nosotros la noche era como el día. Recorría los terraplenes e iba de un centinela a otro. Me gustaba caminar sin hacer ruido y pillarlos desprevenidos. Cuando, atolondrados, me pedían la contraseña, yo les respondía: “Ciavhad de Brexa”[1]. Luego, en voz baja, les hablaba en bresciano, les contaba algún chiste y decía obscenidades. Como soy veneciano, les daba risa oírme hablar en su dialecto. En cambio, cuando iba a ver a Lombardi guardaba silencio. ¡Lombardi! No puedo recordar su cara sin estremecerme. Alto, taciturno, melancólico. Era incapaz de sostener mucho rato su mirada y cuando sonreía, lo que hacía muy rara vez, me partía el corazón. Daba la impresión de vivir en otro mundo y de saber algo que no podía contar a nadie. Una noche que estaba con él apareció una patrulla rusa y las balas de una ametralladora empezaron a rozar el borde de la trinchera. Yo agaché en seguida la cabeza y miré por la aspillera. Lombardi, en cambio, se mantuvo erguido, con el pecho fuera, sin moverse un ápice. Temí por su vida y me sonrojé, avergonzado. Después, una noche, cuando los rusos nos atacaron, el sargento Minelli vino a decirme que Lombardi había muerto con una bala en la frente mientras disparaba una ametralladora de pie, fuera de la trinchera. Entonces recordé lo taciturno que había sido siempre y lo mucho que su presencia me intimidaba. Era como si ya llevara la muerte dentro.

 

            Cuando teníamos que llevar alambradas hasta la trinchera parecía que estábamos de guasa. Había un soldado pequeño, inagotable, la barba hirsuta y rala, excelente tirador, del escuadrón de Pintossi. Lo llamaban “el Duce”. Tenía una forma de insultar muy suya y un aspecto ridículo porque vestía un sobretodo blanco que le llegaba hasta debajo de los tobillos, de modo que al andar siempre se le enganchaba con las botas y soltaba una sarta de burradas en voz tan alta que llegaban o oírlo los rusos. También se enganchaba con las alambres de espino que llevaba con su compañero, y entonces lanzaba insultos sin cuento, contra el servicio militar, las alambradas, el puesto militar, los emboscados, Mussolini, su novia, los rusos. Oírlo resultaba más divertido que estar en el teatro.

 

          Llegó el día de Navidad.

          Sabía que era el día de Navidad porque la noche anterior el teniente había venido al refugio a decirnos: “¡Mañana es Navidad!”. También porque había recibido de Italia un montón de postales con árboles y niños. Una chica me había mandado una postal con el belén en relieve, y la clavé en los palos de sostén del búnker. Sabíamos que era Navidad. Aquella mañana ya había visto a todos los centinelas. Había recorrido por la noche todos los puestos de vigilancia del reducto y en cada cambio de guardia había dicho “¡Feliz Navidad!”.

          También a los terraplenes, a la nieve, a la arena, al hielo del río, al humo que salía de los refugios, a los rusos, a Mussolini, a Stalin, a todo le deseaba feliz Navidad.

          Era de mañana. Estaba en la posición más avanzada del río helado y contemplaba el sol que salía tras el bosque de robles, donde estaban emplazados los rusos. Miraba todo el curso del río helado, desde el recodo por el que asomaba en la montaña hasta el otro por el que desaparecía en la parte baja. Miraba la nieve y las pisadas de una liebre en la nieve: iba de nuestro reducto al de los rusos: “¡Me gustaría capturar esa liebre!”, me decía. Miraba cuanto me rodeaba y decía: “¡Feliz Navidad!”. Hacía demasiado frío para seguir ahí, así que volví por el terraplén y cuando entré en el refugio de mi escuadrón dije: “¡Feliz Navidad! ¡Feliz Navidad!”

          Meschini estaba moliendo café en su casco con el mango de la bayoneta.

          Bodei hervía piojos.

          Giuanin estaba acurrucado en su yacija, cerca de la estufa.

          Moreschi remendaba sus medias.

          Los que habían hecho los últimos turnos de vigilancia dormían. Dentro había un olor intenso: olor a café, a camisetas y calzoncillos sucios que hervían con los piojos, y a muchas cosas más. A mediodía, Moreschi mandó a buscar los víveres. Pero como ese rancho no era propio de un día de Navidad, decidimos hacer polenta. Meschini reavivó el fuego, Bodei fue a fregar la cacerola en la que había hervido los piojos.

          Tourn y yo estábamos empeñados en tamizar la harina, y un buen día, no sé cómo ni dónde, Tourn encontró un cedazo. Sin embargo, entre salvado y grano molido, en el cedazo se quedaba más de la mitad, así que decidimos por mayoría no tamizar más. Nos salió una polenta dura y sabrosa.

            Era la tarde de Navidad. El sol ya empezaba a ocultarse y nosotros estábamos en el refugio al calor de la estufa fumando y charlando.

 

 

(Fragmento del libro El sargento en la nieve. Recuerdos de la retirada de Rusia, de Mario Rigoni Stern, que traducido por César Palma será próximamente publicado por la Editorial Pre-Textos).



[1] Puñeteros brescianos (n. del tr.)

Escrito en Lecturas Turia por Mario Rigoni

28 de febrero de 2014

A veces

sueño que tengo

lo que ya no tengo:

la gaya fuerza del amor nuevo

dos rodillas de acero

el abrazo de los que desaparecieron

un círculo de fuego en el centro del pecho

 

Luego despierto

y camino hacia la cocina en

firme                           

               equilibrio

                                   precario

 

equilibrio. (Del lat. aequilibrium) m.

Estado de un cuerpo cuando fuerzas encontradas

que obran en él

se compensan destruyéndose mutuamente

 

Parece la sinopsis de una historia (lat.) de amor:

una novela, una película, una canción

La ficción exige equilibrio: colocar bien los troncos para que arda el fuego 

 

En la realidad, el equilibrio es diferente

Hay destrucción mutua pero no compensación.

El equilibrio, cuando se consigue, es raro

Tú me entiendes   

 

Para llegar hasta aquí,

en firme equilibrio precario,

yo también he tenido que sortear obstáculos

Algunos no pude esquivarlos

 

Las tres largas cicatrices de la rodilla izquierda

se tensan y destensan

como los hilos de los títeres

A su lado, expectantes,

las tres pálidas incisiones de la rodilla derecha

siguen su paso

siempre a punto para el dibujo en el aire de la caída

   ¡ay!

como una alegre pirueta

 

Mis andares siempre esconden la posibilidad de un zapateado

con quejío y saludo desde el suelo del escenario

 

El pasillo

como todos los pasillos que salen de un dormitorio

es largo

Hay tiempo para vislumbrar

por las puertas entreabiertas

las cartas las fotos los regalos

la novia de papel con su velo blanco

el muñeco de madera que la sujeta con sus largos brazos articulados

el ramillete de cera

 

Hay tiempo para percibir

por el rabillo de la nariz y del tacto

las grietas los rotos las ausencias las preguntas sin respuesta las respuestas sin pregunta el olor estancado los ceniceros sucios el ordenador de mesa apagado el ordenador portátil cerrado los papeles las facturas las notas los relatos inacabados las ideas apuntadas

 

Apunte:

Hay papeles suficientes para empapelar la casa y nivelar el gotelé hasta eliminarlo

 

Apunte:

Los papeles son como los insectos: en pequeño número interesan, muchos asquean

 

Apunte:

Cuantos más (papeles) menos (esperanzas)

 

Apunte:

Papeles de mal agüero

 

Avanzo por el pasillo

moviendo las escamas de mi vida

Soy Piscis

Un pez mira a oriente

Otro, a poniente

No siempre es fácil alcanzar un acuerdo

 

Mis rodillas también son Piscis

Una mira hacia delante

Otra, hacia el suelo

Una avanza marcial

Borracha, la otra se tambalea

 

Un café basta para recordar la estrategia

Lo invisible es siempre más peligroso que lo visible

Lo invisible gusta de la gente parada, sentada, tumbada

Hay que moverse

 

Hago planes:

Durante el día

papeles comida comprar nadar papeles cena

Durante la noche

hacer el amor si tengo ganas o tengo suerte

Dormir. Para eso siempre tengo ganas no siempre tengo suerte

 

Apuro el primer café mientras escucho

la corriente sorda del miedo

Y pido con el segundo café el olvido del superviviente

Escrito en Lecturas Turia por Nuria Barrios

28 de febrero de 2014

En cuanto lo hicieron pasar, Carner comprendió que aquel viernes iba a ser distinto. Creyó recordar tímidas premoniciones, trató de protegerse despidiéndose de la larga sala de espera que acababa de dejar, de la noche o el día eternos que imponían los tubos fluorescentes, de la humanidad pobre y silenciosa que se rozaba los hombros en los bancos sin respaldo, conservando rígidos los cuerpos durante horas, temiendo que su abandono significara la renuncia a su esperanza.

Se despidió de tantas semejantes, confundibles tardes de viernes que había elegido para visitar a Miller o ya, desinteresadamente, para visitar la Jefatura, atravesar el saludo de policías de uniforme; y perder la noción del tiempo entre los hombres y mujeres que llenaban la sala de espera, sin rostros, sustituibles, tal vez diferenciados en secreto por anécdotas de la desgracia.

Había elegido los viernes porque era su día franco en el diario y porque Hilda lo usaba para ir a la iglesia. Había olvidado la probabilidad de un gran empleo en provincias, y gastaba en paz los viernes oyendo fanfarronear a Miller, fumándole los cigarrillos, midiéndole la miseria, haciéndolo feliz con su atención y aceptándole los billetes doblados que le ponía en la mano al despedirlo.

Comprendió que aquel viernes iba a ser distinto, y acaso el último, porque Miller modificó de manera absoluta la farsa de la recepción y también el papel que le había asignado. No lo esperaba sonriente en el medio de la habitación, pequeño, cordial, gordo, juvenil,  alargando los brazos para tomarle una mano y palmearla mientras recitaba con lentitud su discurso de bienvenida y sorpresa, en el que las erres inevitables arrastraban su húmeda blandura. El Miller de aquella tarde estaba sentado detrás del escritorio, fingiendo leer y corregir, en mangas de camisa y sin corbata, sudando apenas en el primer calor de la primavera. “Me va a decir que es inútil que siga viniendo, aunque hace tantos viernes que no hablamos del empleo ni pensamos en él. No va a cumplir con la cuota semanal, no me va a dar un solo peso, justamente hoy, la primera vez que hice planes contando con los billetes colorados”. Carner armó una sonrisa tranquila, indiferente, y estuvo esperando a que el otro lo mirara; dos pisos más abajo, en el patio embaldozado, sonaron botas, culatas, órdenes, removiendo el aire tibio de la tarde que empezaba a declinar, asustando a los insectos que anidaban en las hojas muertas de la victoria regia.

- Siéntate —dijo Miller sin alzar los ojos.

Con calculadora violencia, Carner tiró el sombrero sobre el escritorio y ocupó la silla de brazos. Alzó la tapa de la pesada caja de madera siempre llena de cigarrillos ingleses, tomó uno y la dejó abierta. Tironeó la cadenita del encendedor del escritorio y sopló el humo hacia delante, hacia la cabeza inclinada y redonda, de pelo rubio y escaso. Miller cerró la carpeta e introdujo de nuevo la lapicera en el tintero; miró la caja de cigarrillos abierta y eligió uno.

- Gracias —dijo con ironía y sin sonreír. Lo encendió con un fósforo, recostó la cabeza en el respaldo de cuero del sillón y chupó el cigarrillo, una vez, con los ojos cerrados, sin tragar el humo. Luego abrió los ojos y estuvo examinando la sonrisa de Carner, ya un poco ajada, desprovista de sentido visible.

- ¿Qué te pasa?—preguntó.

- Nada —dijo Carner—Vos sabés que hace años que no me pasa nada, nada que importe de veras. Pero soy feliz, por si vas a preguntarlo. Me cago en todas las cosas---- y en todas las cosas que se te puedan ocurrir. Prontuario de Carner, José, de treinta y un años de edad, casado o viudo, periodista.

Entonces Miller sonrió, pero era la sonrisa dulzona, retrospectiva y deliberadamente nostálgica de las tardes de viernes. “Así debe sonreír cuando un pobre infeliz, sentado en esa silla empieza a mentirle para salvarse. Así, con paciencia y seguro, agradeciendo al Dios de las tribus en que debe seguir creyendo—y sino él, los ---------- del padre y del abuelo que le quedaron como rastros de barba—estar en ese lado del escritorio y no en este, y creyendo también que lo merece.

- Apasionado y no del todo exacto—dijo Miller y se inclinó para acercarle un cenicero—Treinta y dos años. Y la profesión declarada parece no ser la única. No se trata de full-time. Muchas veces hablamos de Hilda, de una mujer llamada Hilda.

- Sí. Muchas veces. Vive conmigo, vivo con ella, vivimos juntos. ¿Qué pasa con ella?

- Poco, nada extraordinario. Hasta llegaría a decirte que no pasa nada si no fuera tu mujer.

- Mi mujer—Carner rehizo su sonrisa, clara, insultante, pero no estaba dirigida a Miller—Nunca tuve, conocí o toqué a una mujer que fuera mi mujer. Hay una pieza de pensión que pagamos a medias, dormimos juntos, suceden con frecuencia momentos que me autorizan a decir sin mentira que vivimos juntos. En uno de ellos pensaba cuando lo dije recién. Puedo contártelo. O tal vez me ordenes que te lo cuente, comisario.

Miller echó la cabeza hacia atrás y contempló al otro desde el respaldo, hizo con los labios una mueca dulce y misteriosa.

- Me impresiona haberlo sabido hoy—dijo—las  coincidencias me llenan de sospecha. No traté de averiguarlo, vino sólo. ¿Hilda Montes? Libertad 954. El informe dice, sin originalidad, que ejerce la prostitución. Y al parecer el 954 no contiene más que prostitutas y cafishios. Tu casa.

- Vivo ahí. En el F del segundo piso. Hasta te invité, creo, a que fueras una noche. No me importa lo que haga Hilda para ganar dinero. Es decir, no me importa en ningún plano moral. En el plano que cuenta, me interesa, la escucho y a veces le hago preguntas. Tampoco es por razones morales que pago la mitad del alquiler y como de mi dinero. Algunas noches, es cierto, y también por coincidencia en noches de viernes, salimos de paseo y ella paga todos los gastos. Si la quisiera, viviría sin escrúpulos del dinero que gana. Sólo un imbécil, y no lo sos de esa manera, podría creer que exploto a una puta habiéndome mirado una vez el traje, la camisa, los zapatos . Todo esto es ridículo y aburrido. A vos, pienso, debe bastarte con mirarme la cara.

Miller tosió el humo y se puso a reír, nervioso, entornando los ojos, mostrando los blancos dientes de muchacho. Se puso de pie, rodeó la mesa y apoyó una mano en la espalda de Carner.

- Es la maldita coincidencia—dijo –Bendita, si preferís. Ya veremos.

- Sí. Y la coincidencia de que sea éste el primer viernes que vengo a visitarte pensando en los veinte pesos habituales, con un destino concreto para ellos.—La presión de la mano fue sustituida por una palmada; Miller caminó lentamente y acomodó una nalga en la esquina del escritorio. Encendió otro cigarrillo y estuvo mirando con una novedosa curiosidad la cara flaca y oscura de Carner.—Esta  coincidencia y la de que Lucía se esté muriendo. Con diez pesos iba a comprar un libro de posturas para mirarlo esta noche con Hilda. Los otros diez los iba a guardar, no por mucho tiempo, según me avisaron, para comprarle flores a Lucía. Esta es la coincidencia de hoy; no es plata el contraste del destino de los dos billetes de diez pesos que esperaba. Recién ahora pienso en eso y me resulta natural, gris, desprovisto de trascendencia.

Sonó un timbre en el escritorio y Miller dijo una palabra sucia.

- Esperá —Fue a ponerse el saco y la corbata, salió por la puerta del fondo, de madera pesada y brillosa, rodeada por el panel trabajado y profundo.

Entonces Carner se apoyó en la mesa y pensó sin amor en el viernes, en el reiterado, escondite idéntico y cambiante viernes que acababa de terminar para siempre.

 

NOTA:

El manuscrito está acompañado de unos apuntes de Onetti:

 

1)¿Fue el mismo día del entierro de S.- calor, humedad, y B. es allí, en la casa mortuoria, un desconocido- que B. Concurrió al departamento de Policía, donde lo habían citado para su empleo?

Si aceptamos esto tendremos:

a)...

 

2) Pastor y su mujer, (no ella; el capitalista, gentleman calvo en franela gris, suave) como primera tentación divina.

 

3) En el interrogatorio a la mujer fea, cuando ella está cansada, el placer de depositar en ella cualquier cosa, que ella acepta, el placer de construirla. Como en el amor. Su fealdad, ancha.

 

 

UN CUENTO INÉDITO DE ONETTI

 

María Isabel Onetti (“Litty”), hija del escritor Juan Carlos Onetti, entregó el pasado 21 de marzo un manuscrito inédito de su padre a la Biblioteca Nacional de Uruguay, donde se ha constituido un archivo personal donado hace dos años por su viuda, Dorotea Muhr. En una ceremonia en la que participaron la ministra de Educación y Cultura, María Simón; el director de Cultura, Hugo Achugar, y el director de la Biblioteca Nacional, Tomás de Mattos, "Litty" Onetti subrayó la importancia del cuento “El último viernes”, redactado alrededor de 1950, que se está deteriorando pues: "Está escrito a lápiz y se está diluyendo, se está deshaciendo mientras hablamos; por eso, qué bueno que tenga su refugio en esta casa". Por su parte, el Director de la Biblioteca afirmó que "no estamos ante un borrador de una obra importante del escritor, es el primer esbozo de una narración, que no fue publicada porque Onetti consideró que no tenía los valores requeridos para ser editada”.

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Onetti

PUBLICA TRES FRAGMENTOS DESCONOCIDOS DE “MADAME BOVARY”

El gran escritor francés Gustave Flaubert, clásico indiscutible de la literatura universal, será uno de los principales protagonistas del nuevo número de la revista cultural TURIA. Una entrega que va a ser distribuida este mes de marzo y que cuenta, entre sus contenidos más destacados, con la publicación de tres fragmentos inéditos en español de “Madame Bovary”, la obra más célebre de Flaubert.

Leer más
Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

26 de febrero de 2014

Se ha colgado del techo en un segundo

y extraña es todos los días esta vida:

Imágenes y dolor y tantas letras.

No va más, se dijo, y se colgó.

 

Pasa la tarde y esta muerte rebosa

y se oscurece y es más densa.

Qué lejos las playas de las tortugas

y los cantos de los indios en la sierra.

 

Árbol y flor bajo una capa parda,

miradas que cerraban los labios,

las piedras puntiagudas del camino

y ese sol azul que borraba el cielo.

 

Ahora todo es una habitación,

aislada, sin puerta a la calle,

el soplo aturdido del silencio,

unos ojos sin vida ya muy cerca.

 

Y, como cada cuerpo es un tesoro,

sólo el aire lo posee y lo alimenta:

no le deis tierra ni caja ni fuego

y dejad que se pudra donde quiso.

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Barreiro

Artículos 1151 a 1155 de 1353 en total

|

por página
Configurar sentido descendente