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UNO DE NUESTROS MEJORES FILÓSOFOS CONTEMPORÁNEOS LO TIENE CLARO: “NO SOY NI QUIERO SER NACIONALISTA, NI DE IZQUIERDAS NI DE DERECHAS” 

TURIA TAMBIÉN PUBLICA UN OPORTUNO ENSAYO SOBRE EL NEERLANDÉS ROB RIEMEN Y SU DEFENSA DEL HUMANISMO 

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de noviembre, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo y en exclusiva con dos protagonistas de evidente atractivo, por lo que dicen y por cómo lo dicen: Ida Vitale y Fernando Savater. Sin duda, y si tenemos en cuenta la proyección y el reconocimiento que sus respectivas obras y trayectorias han obtenido a nivel internacional, resulta acertado afirmar que son dos nombres propios de indiscutible relevancia dentro del mundo cultural de habla hispana.

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La luz aquieta el calor

aquieta el frío, si lo hubiera

aquieta a quienes esperan en el andén

aquieta a los cubos de papel prensado

en la planta de reciclaje

y a los barriles de cerveza

templándose bajo los últimos rayos del sol 

 

parece que va a llover

parece que la tarde se llena de luz

como lo haría yo

justo antes de la tormenta 

 

pero no va a llover porque aquí nunca llueve 

 

están quietas las palmeras

alineadas en la acera del centro comercial

quieta su sombra

quietas mis ganas

quietos los postes de la luz

de los que cuelgan cables muertos

quietas las vallas publicitarias

quietas y mudas

limpias del grito del cuerpo de una mujer

nunca la misma, nunca su cara

sólo su cuerpo desnudo, siempre otro

quietos los hombres sin pelo, antes y después

ahora con pelo y esa sonrisa

tan falsa

en cómodos plazos 

 

todo quieto y tranquilo

como si nunca más pudiera pasar algo malo

ni a las mujeres desnudas ni a los hombres sin pelo

ni a las palmeras

ni a los postes de la luz

 

porque el sol se está yendo tan despacio

que nadie puede pensar en una catástrofe 

 

miro esos postes de madera que antes fueron árboles

el reino de la luz entre sus ramas, una vez 

 

mientras, pasan los eucaliptos

quietos y erguidos

con ese gesto insomne de los árboles de hoja perenne

a la espera de algún viento que los agite

que los despierte de un sueño

en el que son incapaces de caer del todo 

 

a la espera todos nosotros

casi perennes, casi insomnes

sin ramas sin reino sin luz

nuestros brazos cables muertos

en cada despedida, a la espera

de otra despedida

En Los caballos azules, Juan Manuel Barrado —poeta extremeño que ha hecho de la frontera entre filosofía y lenguaje una trinchera de lucidez— entrega un libro que, más que leerse, se atraviesa. Publicado por Ediciones Trea en febrero de 2025, este poemario no solo continúa la senda de una obra profundamente personal y crítica, sino que despliega una intensidad verbal que roza, por momentos, la revelación ontológica. 

Este poemario dialoga con una tradición que une lo espiritual, lo poético y lo político. Lo hace sin solemnidad, pero con una gravedad tranquila que invita al recogimiento. El título, tomado del célebre cuadro de Franz Marc “Los grandes caballos azules”, que ilustra la cubierta, remite a una imagen poderosa y abierta: los caballos azules, criaturas de lo onírico, lo ancestral, lo libre. Algo indómito y bello que irrumpe en el lenguaje y desestabiliza lo previsible. 

Desde el inicio, la obra declara su programa: “Algo que brilla ante nosotros como existente. / Una forma inestable de verdad. / Quizá la ontología de la uva en el espacio entre dos números”. Esta afirmación —incluida en el primer texto del libro— establece el tono y el método: una búsqueda fragmentaria, entre lo visible y lo inasible, que remite tanto a la conciencia fracturada del presente como al asombro frente a lo más nimio. La poesía de Barrado propone así una especie de metafísica del fragmento, en la que cada imagen, cada secuencia, parece funcionar como una unidad de sentido independiente, aunque encadenada al resto por una lógica interna de extrañamiento. 

Los poemas, breves en general pero muy intensos, muy concentrados y enigmáticos, nos conducen a través de paisajes interiores donde lo natural y lo humano se funden. Hay en ellos una contención que no oculta la emoción, una mirada limpia que busca lo esencial sin caer en lo fácil. Se trata de una poesía que rehúye el efectismo y se entrega a lo esencial: la pregunta, el silencio, la perplejidad. 

Los caballos azules es un libro para leer despacio, para releer, y donde muchas veces las respuestas del poema solo las podemos encontrar fuera de él, en lo no dicho, en lo silenciado, en lo intuido. Esa dimensión abierta convierte al lector en cómplice, en intérprete, en testigo de una experiencia que no se agota en la lectura, sino que persiste como una vibración sutil. 

Junto a esa introspección, hay en el libro un impulso igualmente político, que analiza con ironía, desencanto y lucidez las estructuras sociales, culturales e ideológicas de nuestro tiempo. Una de las prosas poéticas del final del libro poema es especialmente reveladora; la voz poética observa el espectro político español desde una posición equidistante pero no neutral: “Observo la posición dialéctica de la Izquierda, la gauche divine, que defiende el sacramento de la libertad como un rito contra una administración monolítica... Pero observo no menos la posición dialéctica de la Derecha, cuya existencia se sustenta en la monarquía. ¿Y la clase obrera? ¿Ha heredado alguna finca rústica?”. Aquí, Barrado se mueve entre el humor ácido y el pensamiento incómodo. En lugar de ofrecer soluciones o dogmas, el poema se constituye como una interrogación que desarma las certidumbres heredadas. La poesía se vuelve entonces un lugar de resistencia, no en el sentido panfletario, sino como espacio de disidencia estética y moral. 

A lo largo del libro, el autor despliega un imaginario cultural amplio, cosmopolita y profundamente referencial. Poetas, filósofos, pintores y pensadores habitan sus páginas. Sylvia Plath aparece de pronto, interpelada desde una especie de realismo mágico mesetario: “¿Quién te lleva tequila y chicharrones, Sylvia Plath?”. Este tipo de imágenes, que podrían parecer en principio anecdóticas o irreverentes, tienen una función clave: insertan lo sublime en lo cotidiano, lo universal en lo doméstico, rompiendo con la jerarquía de los discursos y abriendo paso a una poética más libre, más híbrida, más cercana a lo que María Zambrano llamó “razón poética”. 

En definitiva, Los caballos azules es un libro poderoso, concentrado y profundo. Un libro que no da respuestas fáciles, pero que formula las preguntas adecuadas. Que no teme a lo oscuro, ni a lo inexacto, ni al silencio. Y que, por ello, permanece.

 

Juan Manuel Barrado, Los caballos azules, Asturias, Trea, 2025.

 

 

Hablaba Szymborska, en su discurso después de la concesión del premio Nobel, de la duda, de la necesidad de dudar para poder entender. Hablaba del no sé como respuesta inherente a la perpetua pregunta del poeta, en este caso. ¿Cómo resolver que no hay base firme, que el tal vez es más cierto que la certeza, que el vuelo se aproxima más a nuestra respiración que el paso?, ¿cuál es la reacción ante la perplejidad o la herida? Voy a responder sin demasiada rotundidad: el silencio. Hablar y callar acaso sean dos marabuntas igualmente violentas. Y esto, este impulso preparatorio para decir o no decir, genera lo extraño. Intuyo que la escritura de Arturo Borra es una escritura perpleja, esto es, hay extrañeza en el afuera y en el adentro, por tanto, la palabra se comporta como esa extraña que intenta ser vestigio y memoria.

 

     Desde lejos (Eolas ediciones, 2020), este inquietante y portentoso libro, nos embadurna de tiempo y de fisuras: el ser que se aleja —de sí y de sus lugares— y la acechanza de un desconcertante vacío: «late en mí / el desfiladero».

     El libro se inicia con dos acertadísimas citas de Simone Weil y René Char, que abren el orificio de dos irrevocables agujas que el poeta henderá en los versos: extranjería e incertidumbre. Estos topos son la lanzadera de las lesiones que se van apelmazando en los versos: la inconsistencia, el miedo, la distante cordura, la suciedad política y social, etc.; y también, cómo no nombrarlo, ese reducto que es el amor desde donde poder visitarse a uno mismo y mantener la dignidad —y la esperanza.

     No hay secciones; la lectura se ofrece en su desbordamiento como una fronda repleta de alegorías o de refuerzos sintácticos desmembrados por la barra interna de muchos de los versos. Así mismo, los poemas encierran en corchetes sus títulos —concisos, esenciales, en su gran mayoría una sola palabra—; visualmente actúan con tal rotundidad que la lectura que a continuación se inicia ya proviene de un cierre, de una extenuación. Cabría insinuar que los signos ortotipográficos son actantes, no solo especifican sino que explican y se comportan como verdaderos nutrientes del contenido.

     Intuyo, nuevamente, que de entre los bellos y perturbables hallazgos que podemos encontrar en la escritura de Arturo Borra está esa atmósfera reconocible e íntima que se ancla al grumo desnudo de la inocencia. ¿Cómo, si no, las incesantes preguntas, la infancia en carne viva —y su expulsión—, el no retorno a nada, la extranjería ubicua o el dolor por aquellos que pierden la vida durante las extenuantes travesías para, paradójicamente, poderla mantener?

     En el magnífico texto introductorio de Alfredo Saldaña se trazan sabiamente las constantes que permanecen en la poesía de Arturo Borra. Repasando alguno de los libros anteriores del poeta, leemos en Para trazar lo imposible: «[...]Hacer del tránsito / una patria oscura» o «Si no nos expusiéramos al viento, ¿cómo podríamos sentirnos acariciados por lo lejano?». El viento, efectivamente —y como también apunta Saldaña—, actuaba como un desfibrilador reactivando la andadura, aun a pesar de la liviandad del paso. En Desde lejos también cruza —el viento— los versos como habitante interno, pero es el vacío o el hueco la gran fosa que detona la palabra. «[...]Para no callar/, escribir la hendidura», nos encontramos en Todo tanto; «Que el vacío se convierta en lugar de lo naciente.», oímos en el primer poema de Desde lejos.

     La palabra, que nombra y vacía, su no lugar y sus ocultos desdoblamientos, ¿acaso puede deambular como un eco sorprendido en donde la sustancia —el es— pueda significarse?; ¿puede retener en su vastedad el preciso hematoma que produce lo extraño? La razón poética (María Zambrano), tal vez condensada en el intento, abre pozos en el pozo, hay en ella un «irse vaciando en el vacío» (Clara Janés).

    No es en balde que Arturo Borra incluya cuatro Poéticas en Desde lejos —hay que tener en cuenta sus ensayos publicados sobre el lenguaje poético y el exilio— y dos Sabidurías. Las primeras articulan, curiosamente, un posicionamiento vital que deja —¿al margen?— la reflexión sobre el lenguaje, de manera que el poeta, sabedor de su impostura pero también de la necesidad de este, la disemina, como si se tratase de perdigones, por todo el libro —así el título de muchos de los poemas: [Idioma], [Lengua muerta], [Palabra desamarrada], etc—. En las Sabidurías, volvemos a lo inicialmente apuntado, la duda: «yo no sé quién sabe qué / qué yo/ quién / decime vos que vas preguntando / sin voz», en la primera; «¿Y quién sabe morir?», en la segunda. Es inevitable entrar en los Libros Sapienciales y leer lo siguiente: «De improviso hemos sido engendrados, | y después de esto seremos como si no hubiéramos sido [...]» (Sabiduría 2,2). La muerte es ese paseante mudo que alumbra nuestro eco y del que no sabemos nada salvo su existencia cierta; así, la desaparición sucede como un desalojo callado. También la oscuridad —esa materia que se revela en el morir— es aliento en los versos de Arturo Borra: «No importa que la penumbra sea: / así se confunden los pasos / que llegan desde lejos / como un ritual de despedida». El poeta bordea el filo de la oquedad en la lengua e incesantemente pregunta, y se pregunta, cómo se regresa, y quién lo hace.

     Pongamos que vuela, la palabra, como el jazmín en noches lentas. Pongamos que, como apuntó Rilke, desemboca en silencio. Arturo Borra, extraño de sí mismo y de su voz, ausculta la naturaleza del ser, disecciona hábilmente las incisiones dolorosas que nos perforan, deambula lejos para comprender que el afuera también convierte la palabra en hueco —«[...]todo barranco es más real / que la cercanía.»—; de lejos delimita magistralmente los cercos de la memoria —lo expulsado que permanece— y, de lejos, da cuenta de los registros perdidos que le instan a reconocerse.

     También desde fuera urde el recuerdo de la infancia —modismos y giros de su tierra natal e imágenes devueltas al ahora—. Con el lenguaje busca la casa en silencio: «un solcito/ un árbol/ otra palabra / que abrazar/ manto verde / para cubrirse del desierto» y en esa distancia reconstruye la mirada: «aprendiendo a mirar / desde lejos». Extrañar lo vivido acaso retumbe como una onda en el agua que agranda su movimiento, pues allá están los sonidos irrompibles que siguen acuciando al rumor del presente (es inevitable recordar aquí aquellos matices consternados del Libro del desasosiego, de Pessoa).

     Esta escritura limada en el vínculo sobrecogedor de la propia imagen, que expone, apabullante y precisa, la carencia de abrigo, se refleja en el lector como si se tratara de un espejo. Solo cabe circunvalar los intensos poemas que nos brinda su autor y, acto seguido, estremecerse y asistir a un ritmo despiadado de lucidez, de belleza y, si acaso, de desazón.

     «¿Y quién no arrastra sus lechos secos, zonas baldías donde depositamos las pérdidas?», nos dice Arturo Borra.

     ¿Quién no lo hace?

 

 

 

                                                    

Arturo Borra, Desde lejos, León, Eolas Ediciones, 2020.

    

     

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