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EL ARTISTA CONTEMPORÁNEO ESPAÑOL MÁS INTERNACIONAL ASEGURA QUE “MI VOLUNTAD HA SIDO SIEMPRE LA DE CREAR PUENTES, ENTRE PERSONAS, ENTRE CULTURAS, ENTRE ÉPOCAS” 

UNA DE NUESTRAS MEJORES ESCRITORAS ACTUALES LO TIENE CLARO: “MI VIDA, SIN LA LITERATURA, NO HUBIERA SIDO VIDA” 

JAUME PLENSA ES TAMBIÉN EL ILUSTRADOR DE ESTE NÚMERO DE TURIA

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de junio, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con protagonistas de indiscutible atractivo: Jaume Plensa y Carme Riera. Sin duda, y si tenemos en cuenta la proyección y el reconocimiento que su obra ha obtenido en diversos países, resulta indiscutible afirmar que Plensa es hoy uno de nuestros artistas contemporáneos más apreciados a nivel internacional. Su trabajo escultórico en el espacio público ha obtenido una valoración muy positiva, tanto a nivel popular como de la crítica. Valgan como ejemplos de ese notorio aprecio colectivo dos obras tan icónicas y reconocibles como la “Crown Fountain” de Chicago o la escultura denominada “Julia”, en la madrileña plaza de Colón. De ahí que, en la conversación exclusiva que publica TURIA y que ha realizado el periodista cultural Javier Díaz-Guardiola, este creador de proyección global declare: “Mi voluntad ha sido siempre la de crear puentes, entre personas, entre culturas, entre épocas”. Por eso, con su labor, siempre ha intentado demostrar la tesis que atraviesa toda su fértil trayectoria: “el arte tiene una capacidad enorme de regeneración y de futuro”.  

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Veo a  mi padre, vivo, un momento

tal como en la memoria lo recuerdo.

¿Firmamos con el tiempo un acuerdo

o la muerte nos pone en movimiento?

 

¿Es eso lo que ahora aquí intento:

fijar en mi memoria su recuerdo?

Una sombra de su lado izquierdo

lo va borrando con un breve viento.

 

Veo a mi padre fuera, si me adentro.

Es joven, es maduro, está ya viejo

sentado en su salón, donde es el centro.

 

Yo, niño, adolescente, joven, viejo,

es mi padre- me digo. Este reflejo

es lo único de él con que me encuentro.

 

 

El nuevo libro de Cristina Grande es uno de los mejores de su carrera. Cristina, costumbrista acelerada por la vida, escribe en Diario del asombro, un compendio de celebraciones, casualidades y situaciones que recorren los años anteriores y posteriores a la pandemia en forma de diario lírico y, sorprendentemente, atemporal. Digo que sorprendente por la misma naturaleza de la narración: parecería que las vivencias personales tendrían una fecha de caducidad para el lector, pero no es así en absoluto. Cristina Grande elabora una especie de bestiario de jornadas, donde tienen cabida desde su afición por el ciclismo, su ecléctica selección de pasiones literarias y cinéfilas o sus distintos viajes. Cristina Grande exhala el pulso de Natalia Ginzburg y la cotidianidad de Annie Ernaux, pero, por no circunscribirnos a literatura femenina, los ecos de Georges Perec y la pasión por la mutación del presente de Julio José Ordovás se recogen en las páginas de Diario del asombro. Leer el recorrido de una vida, aunque sea en un periodo de unos pocos meses, tiene una parte de voyeur y otra de cazador de disonancias. La plaza de Chodes, un té de Calmarza, una parada en Roda de Isábena, la belleza fronteriza de Valderrobres o un vino en Bodega Almau. Ferias del libro que marcan las estaciones, presentaciones que acaban siendo encuentros con amigos, un café en las Cinco Villas, compartir el Año Nuevo Chino con Ismael Grasa y, después, recordar el disco mágico de Lole y Manuel, de aquel año 1975 en el que todo parecía comenzar. 

Construir los años a partir de fragmentos enlazados por el anecdotario básico de la vida. Lo que lleva siendo, desde siempre, el cemento fundamental de la literatura. Canciones en El Frasno, cerezas de autovía, el apeadero de Sabiñán, la llegada del encierro, esa muerte vírica con apellido de número primo, encontrar frases como: Leer estos días a Rodrigo Fresán y Cristina Grande te hace coincidir en una cierta obsesión por La invasión de los ladrones de cuerpos. Y sus distintos remakes, claro. Cristina Grande, desbordante cuentista, vaporosa columnista, ha cultivado la cotidianidad de un paseo con su madre observando la marabunta de zaragozanos recuperando su libertad tras el encierro o la lectura de Miguel Mena, Fernando Sanmartín o Eva Puyó, con recuerdos de momentos claves en la historia reciente de la modernidad en Aragón (desde la fallida presentación de Vida ávida de Ángel Guinda en la sala Oasis el día del golpe de Estado de 1981 hasta la 'amputación' de las salas de cine en la ciudad de Zaragoza). Cristina Grande hace del alimento y la cocina nutritivos temas literarios, de los encuentros casuales un ejercicio de recuerdo, una especie de concatenación que parece encerrarnos en un mullido laberinto, una relación fraternal entre la autora y su lector, que se encuentra cómodo sumergiéndose en unas páginas familiares. El aliento de Francisco de Goya, la lectura de Mortal y rosa de Francisco Umbral, el SEPU que salta de las líneas escritas por Ana Alcolea a las de Cristina Grande. Toda una maraña de referencias y vivencias, un corazón que escupe cenizas después de haber ardido con fuerza durante décadas, un momento mágico, volcán en tierra plana. 

En Diario del asombro hay espacio para María Moliner y Vicky Calavia, para Eurovisión y Franco Battiato, el fallido concierto de Leonard Cohen en Binéfar en el año 1998, la cultura más pop con Sigourney Weaver en Alien 3, para Álvaro Cunqueiro e Ignacio Martínez de Pisón, para la Quitería Martín y el número Áureo y, también, el amor platónico de Sean Connery y su madre. Con una estructura construida a base de años, inequívoca sucesión de sensaciones, desde la monotonía previa a la distopía mundial, la asonancia social de los meses de encierro y la voracidad por la vida que trastorna el mundo en los meses de mascarillas, distancia social y hambre atrasada. Hambre por ejecutar los verbos copulativos como se hacía en los tiempos de las canciones pop. Ese mismo contraste nos acuna hacia la sensación dubitativa que emerge entre las páginas: Cristina fuma y deja de fumar, recuerda que es una urbanita implantada, habla de sus amigos, su familia, su pareja para, unas páginas más tarde, construir una bitácora de encastillamiento, de soledad elegida. La reina de África, una especie de presencia constante en la novela, provoca un estado de empatía hacia la autora, sedienta de grandes aventuras mientras habita la comodidad de los días sin demasiados tumbos. Quizá ese sea uno de los paralelismos más potentes de la narrativa de Cristina Grande, al menos en este libro, donde, por supuesto, se reflexiona sobre el acto de escribir. Sin pedantería ni saberes absolutos, deja al lector algunas pistas (me niego a usar la palabra 'instrucciones'): “Escribimos para no olvidar, ya que es muy frágil la memoria humana”. 

Este libro de Cristina Grande supone un momento magnífico en su trayectoria como autora. El lector termina seducido por las posibilidades que se abren, tanto durante su lectura como en una reflexión posterior. ¿Qué regusto deja Diario del asombro? ¿Somos capaces de discernir la naturaleza de lo leído? Un dietario, un diario, una novela autobiográfica... quizá eso sea algo demasiado evidente. Hay mucho más, tanto que uno siente necesaria una revisión puntillosa y visceral, porque la pasión que transmite la calma narrativa de Cristina Grande convierte Diario del asombro en la obra de un heterónimo, de un ausente, de una autora distinta, que escribe sobre Cristina Grande. Con o sin su permiso. 

 

Cristina Grande,  Diario del asombro, Libros del Gato Negro, Zaragoza, 2024.

 

 

El libro He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes de Basilio Sánchez se alzó el pasado noviembre con el premio de la Fundación Loewe, sin duda uno de los más prestigiosos del actual abanico de concursos de poesía. Que un poeta tan discreto, tan poco dado a las alharacas y la exhibición como Basilio Sánchez se haya hecho con el codiciado galardón no deja de ser una buena noticia, al mismo tiempo que una saludable anomalía en tiempos mediáticos y revueltos como los nuestros. Que un libro tan sereno y plácido como el suyo haya llamado la atención del jurado habla también, en mi opinión, de la necesidad o el deseo de remansar las agitadas aguas de nuestro panorama poético: uno tiene la impresión de que optar por una apuesta tan clásica, comedida y equilibrada como esta es casi una declaración de intenciones.

La poesía de Basilio Sánchez ha ido decantándose con parsimonia y regularidad a lo largo de las tres últimas décadas. Autor de más de una decena de libros de poemas, Sánchez ha escrito sus versos con un espíritu totalmente ajeno a modas y camarillas, fiel a una austeridad verbal y unos presupuestos estéticos que le han venido acompañando sin desmayo hasta sus libros más recientes: el también espléndido Esperando las noticias del agua (Pre-Textos, 2018) y este que venimos a comentar. Es la suya una poesía tersa, pulida, hondamente arraigada en una tradición que Sánchez ha ido haciendo propia con los años y la experiencia, y que abarca desde el Antiguo Testamento (varios de sus modos de escritura arrancan de la poética hebrea, tan laboriosamente estudiada y documentada entre nosotros por Luis Alonso Schökel), pasando por nuestra Edad Media y nuestros Siglos de Oro, hasta llegar al simbolismo francés y el surrealismo, su heredero. Que tras ese extenso periplo de lecturas (a las que habría que sumar probablemente otras pertenecientes a la espiritualidad oriental) sigamos escuchando, nítida y sin impostar, la voz propia del poeta no es uno de los méritos menores de la obra de Sánchez.

He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes es un libro orgánico, distribuido en forma de tríptico y coda, cuyos poemas sin título (solo las tres partes lo tienen) parecen con frecuencia fragmentos, piezas de una unidad mayor: como teselas de un mosaico. Algo parecido sucede a menudo con las estrofas de los poemas: tomadas de una en una, aisladas del resto, muestran una cohesión que las hace brillar como aforismos o metáforas aisladas. Por contraste, la inserción de cada estrofa en el poema, como la de cada poema en la parte a la que pertenece, es frecuentemente problemática, misteriosa. Sánchez opera a menudo mediante la suma (la colección) de afirmaciones vibrantes con valor de máxima y deja al lector la libertad de elegir cuáles son las conexiones que se dan entre sus aserciones. Por ello abundan la impersonalidad y el presente gnómico, tan evidentemente encarnados en la abundancia de la forma Hay; por ello, también, el libro contiene varios poemas que adquieren el ritmo y el tono de la salmodia o que se acercan, tal vez de un modo no totalmente consciente, a la enumeración caótica y a la definición. Comentaré algunos ejemplos.

Son declaraciones con valor categórico que inciden en uno de los temas principales del libro: la naturaleza de la propia escritura poética: “Escribir un poema es andar sobre las aguas, / confiarnos a lo bueno del mundo”. (pg. 57). “Escribir un poema / supone, de algún modo, regresar / otra vez al principio, / al hervor silencioso de la nada, / al caldo primigenio / y a los cielos sin luna, a la inminencia / de las casualidades y los astros”. (pg. 63). “Uno escribe un poema para sentirse vivo. / Uno escribe un poema / para que otro descubra que estás vivo”. (pg. 62). Estas afirmaciones, a menudo vinculadas con un espacio de intimidad someramente descrito (una lámpara de cobre, una mesa de madera, una ventana), tienen el valor de un programa vital: la primera asocia la escritura poética al ámbito de la espiritualidad de raíz cristiana; la segunda, a la fuerza adánica de lo todavía nunca dicho, lo aún inexistente (con Huidobro, probablemente, guiñando un ojo al lector desde una esquina de la página) y, por ende, con la oscura voluntad de fundar un mundo verbal; la tercera, en fin, se lanza a la búsqueda de un interlocutor capaz de acoger estos versos como quien acepta a un huésped en su casa.

En cualquier caso, las tres desvelan también que más que el mundo natural, la inmediatez de lo vivo, el paisaje natural constantemente evocado en el libro es de naturaleza eminentemente verbal, mental, simbólica e icónica. No es que lo sensorial esté totalmente excluido, como tampoco lo está lo anecdótico. Es más bien que los sentidos se difuminan y aminoran tras una gruesa capa de reflexión estética y moral; y que la escasa anécdota, reducida a la mínima expresión, se ve sometida al quietismo que palpita en todas las definiciones, las afirmaciones en presente, los pensamientos que parecen tallados en la piedra: “La realidad es un relámpago que persiste”. (pg. 13); “Somos hijos de un árbol / Al que le falta sólo una manzana”. (pg. 16); “El que entiende de pájaros entiende de narcisos”. (pg.17); “No hay ningún escritor / que no se sienta abandonado por las estrellas”. (pg. 18); “El poeta no ha elegido el futuro. / El poeta ha elegido descalzarse en el umbral del desierto”. (pg.22). Son todos ejemplos de la primera parte del libro.

En su conjunto, la música de los versos (a menudo versículos) de Sánchez se fía principalmente al significado y el poder evocador de las palabras, prescindiendo con frecuencia tanto de la prosodia clásica como de la medida silábica. Es la suya una opción deliberadamente austera que a menudo aproxima el ritmo del texto a la prosa de ideas, y que va calando poco a poco en el lector. Y hay en ello una más que probable elección moral: en vez de deslumbrar, el poeta pretende sugerir; en vez de epatar, empapa. Él mismo afirma “que no nombra las cosas con grandeza, / sino con gratitud”. (pg.79), y un poco antes: “Yo creo en el poema / que es capaz de sumir al que lo lee / en el mismo silencio / que el ejercicio a solas de la propia escritura / consigue suscitar en torno a sí.” (pg. 74). Ese deseo de comunicación sincera, esencial, tan alejada de la frivolidad y el lugar común como de la grandilocuencia vacía, es uno de los rasgos más valiosos del libro: “La poesía es el oficio del espíritu”, llega a decir en la página 44, en uno de los más logrados momentos de la obra.

Y de ahí, de ese constante deseo de trascendencia, de ese valor adánico, convocatorio, que Sánchez otorga a la palabra poética, extraigo yo la afirmación con que abría esta reseña. Dice el poeta en la página 22: “Amo lo que se hace lentamente, / lo que exige atención, / lo que demanda esfuerzo.” ¿Acaso no es esta toda una declaración de intenciones, una aguja de marear en los actuales mares revueltos de la poesía nuestra de hoy? Basilio Sánchez ha escrito un libro deliberadamente austero, demorado y reflexivo que pretende regresar a la raíz, al fondo de lo poético, y al fondo de lo humano. Ya solo el esfuerzo, la atención puesta en ello, merecen la lectura. –AGUSTÍN PÉREZ LEAL

 

Basilio Sánchez, He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes, Madrid, Visor, 2019

Último número

  • Revista Cultural TURIA Número 151

    Revista Cultural TURIA Número 151

    El principal contenido de este número de TURIA es nuestro homenaje colectivo al filósofo EUGENIO TRÍAS. Un total de trece autores reivindican al pensador español contemporáneo más global. Y, entre esas 150 páginas de material original, publicamos el texto inédito que Trías escribió poco antes de morir. El sumario también contiene narraciones de Sigrid Nunez, Laura Fernández, Juan José Flores, Rodrigo Fresán, Carlota Gurt, Use Lahoz y Gemma Pellicer. La mejor poesía en español la escriben 30 poetas y, entre, ellos citar a Jesús Aguado, Rafael Argullol, Juan Bufill, José Ángel Cilleruelo, Álex Chico, Sergio Gaspar, Sandro Luna, José María Micó, Eduardo Moga, Ángel Petisme, Miriam Reyes, Fernando Sanmartín y Carlos Zanón.

    No hay que perderse el artículo de Sergi Doria sobre “Nuccio Ordine, la rebelión del Humanismo”. Por último, recomendamos las conversaciones exclusivas con Jaume Plensa y Carme Riera.

Artículos

por Jesús Ferrer Solá

En su artículo titulado "Literatura y ciudad", publicado en la revista Clarín en 2006, Luis García Jambrina señalaba: "Como es bien sabido, la ciudad -cualquier ciudad- no es tan sólo un lugar geográfico, un territorio urbano. Es también un espacio literario, un ámbito en el que se funden el mito, la invención y la realidad. No en vano las ciudades las construyen también los escritores, los novelistas, los dramaturgos y, desde luego, los poetas

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por Fernando Pérez-Borbujo Álvarez

El pasado año celebramos los diez años de la muerte de Eugenio Trías, acaecida el 10 de febrero de 2013. Trías es, sin duda, uno de los grandes filósofos españoles de la segunda mitad del siglo XX, que viene a cerrar hasta la fecha esa rica tradición filosófica española, iniciada con Unamuno y Ortega y Gasset y que llega hasta María Zambrano, pasando por Zubiri. La conmemoración de los diez años de su muerte fue una buena ocasión para revisitar su obra y adentrarse en su aventura filosófica, que queremos ahora presentar.

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