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LA ESCRITORA URUGUAYA Y PREMIO CERVANTES, ASEGURA, A SUS 101 AÑOS: “LO MEJOR QUE PODEMOS HACER ES NO SER COMEDIDOS NI PREVISIBLES” 

UNO DE NUESTROS MEJORES FILÓSOFOS CONTEMPORÁNEOS LO TIENE CLARO: “NO SOY NI QUIERO SER NACIONALISTA, NI DE IZQUIERDAS NI DE DERECHAS” 

TURIA TAMBIÉN PUBLICA UN OPORTUNO ENSAYO SOBRE EL NEERLANDÉS ROB RIEMEN Y SU DEFENSA DEL HUMANISMO 

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de noviembre, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo y en exclusiva con dos protagonistas de evidente atractivo, por lo que dicen y por cómo lo dicen: Ida Vitale y Fernando Savater. Sin duda, y si tenemos en cuenta la proyección y el reconocimiento que sus respectivas obras y trayectorias han obtenido a nivel internacional, resulta acertado afirmar que son dos nombres propios de indiscutible relevancia dentro del mundo cultural de habla hispana.

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Pocas obras dentro de la literatura española contemporánea poseen la singularidad de Nada de Carmen Laforet (1921-2004), ya sea por el aura de misterio que rodea a la autora o por  la excepcionalidad de una novela fulgurante, única, que descuella dentro del panorama narrativo tras la guerra civil. Desde su publicación en 1945 y con el espaldarazo que supuso el Premio Nadal, no ha dejado de publicarse (se explica convenientemente en la “Introducción”, que descarga así al texto de muchas notas a pie de página y agiliza la lectura), a la vez que ha ido aumentado la admiración hacia una novela que forma parte del canon literario moderno. Nada se convirtió muy pronto en un “fenómeno socioliterario”, que arrumbó al resto de la producción novelística de Laforet y que pareció convertir a su autora en la escritora de una sola obra, algo que, como bien se explica en la mencionada “Introducción”, no es tal. Sin embargo, para buena parte de la crítica y numerosos estudiantes de bachillerato, esta novela no es sino un epígrafe más dentro de la narrativa española de posguerra, aunque antes, cuando se leía bastante más que ahora en los cursos preuniversitarios, era una de las lecturas obligatorias, de esas que, como El árbol de la ciencia de Baroja, Las ratas de Delibes o Tiempo de silencio de Martín Santos, había que leer (y sobre todo descubrir y disfrutar). El recuerdo de las ediciones de Cátedra –colección “Letras Hispánicas”, color negro (y tipografía no muy grande)- está también asociado a parte de esas lecturas, a introducciones amplias, documentadas y rigurosas que debían acompañar al texto, convenientemente editado. Esa labor ecdótica, profunda y detallada, es la que vemos en esta nueva edición de Nada, a cargo de José Teruel, quien también ha editado con primor las obras completas de Carmen Martín Gaite en Círculo de Lectores (por cierto, en el número 124 de Turia aparece un extenso estudio en torno a la investigación que la autora de Usos amorosos de la posguerra llevó a cabo sobre los Torán) y a quien se deben unos cuantos estudios esenciales de la literatura española del siglo XX (como los de Luis Cernuda). Su “Introducción” resulta clara y amena, y sitúa a los lectores en el contexto de creación y recepción de la obra, tan importante para entender el porqué de su trascendencia.

Lo que tal vez más pueda sorprender a los lectores que se enfrentan por primera a la novela es el hecho de que la novela en sí posee una estructura lineal sencilla –un curso académico, con tres partes-, de pocas regresiones temporales, y en la que aparentemente a la protagonista no le suceden muchas cosas, sino que es más bien testigo de diversos acontecimientos relacionados con su familia y amistades. Es, por otro lado, y así se ha venido diciendo desde hace tiempo, una novela de aprendizaje, en la que a través de la voz de la narradora-protagonista, Andrea, vamos conociendo a su familia, el piso de la calle Aribau, la universidad y la ciudad de Barcelona en  ese curso de 1939-1940. También es una novela que muestra el “mito de la conciencia desorientada”, las cicatrices de la guerra y se convierte en la obra que representa a una generación, la de esos jóvenes de comienzos de los cuarenta que, en muchos casos, vivieron la guerra sin participación directa, pues eran apenas unos adolescentes. Quizás sea este último aspecto sobre el que más se incide cuando se analiza la novela, ya que se considera fundacional de un tipo de narrativa y representativa de un tiempo y una nueva forma de narrar, que tendrá su continuación en la novelística posterior.

Pero no solo hay que prestar atención al contexto histórico y social en el que transcurre la narración, que es la inmediata posguerra, con todas sus secuelas y heridas abiertas, sino a lo que se cuenta y cómo se hace. La familia de Andrea y el piso de la calle Aribau son sin duda dos de los principales elementos que van jalonando los diversos cuadros e impresiones –muchas de ellas negativas- con los que la protagonista intercala su narración, a modo de retratos que de algún modo anticipan procedimientos narrativos posteriores. Sus dos tíos, Juan y Román, su tutora Angustias, la misteriosa figura de Gloria, la presencia de la abuela y ese niño por el que sufrimos cada vez que aparece o se le menciona, son la familia de Andrea, y de ellos se ofrecen retazos de vida, secretos y miedos. De ellos, posiblemente sea la figura del tío Román la más enigmática y compleja, con muchas sombras e historias detrás de las que vamos obteniendo detalles. Su comportamiento y su aire mujeriego, algo canalla, lo convierten en heredero de la estirpe de personajes masculinos que aparecían en numerosas novelas del XIX. Y por la parte no familiar, la de las amistades y la universidad, sin duda será Ena, la amiga de Andrea, el personaje más importante, aquel que con sus idas y venidas, esté presente en la vida de nuestra protagonista durante ese curso escolar. Los amigos de la universidad, el pelma de Gerardo, el amigo Pons o el ambiente de la Barcelona de 1940 son otros de los elementos narrativos que son presentados a los lectores de un modo a veces fragmentario, con recuerdos e impresiones de ellos a través de sucesivos episodios.

Nada es la novela que, en un estilo nuevo y diferente, muestra de manera clara la deriva y el “desarraigo existencial” de una generación y de una joven que nace a la vida tras la guerra civil. Su familia, venida a menos, rota y desquiciada por momentos, será, junto a la opresiva y oscura casa familiar, una fuerza opresiva sobre Andrea. Tampoco las amistades y el mundo universitario ofrecerán, salvo algunos destellos, claridad y tranquilidad a la protagonista, que deberá ir adaptándose a las circunstancias de la mejor manera posible, aprendiendo a base de decepciones y pequeños fracasos (tal vez el episodio de la fiesta de Pons sea un ejemplo de ello). Esta novela es esencial dentro de la historia de la literatura española contemporánea, no solo por su singularidad y especiales circunstancias (¿qué jóvenes autores son capaces de escribir una obra como esta con poco más de 23 años?) o por todo lo que la ha rodeado y que todavía hoy nos seguimos preguntando. Las historias que se intuyen detrás de lo que se cuenta tienen también su influjo sobre los lectores, pues no menos importante es aquello que se omite y calla en la narración. Quizás en tiempos de zozobra como los que vivimos ahora deberíamos volver a las obras que sustentan nuestra formación literaria y personal, aunque sea para sentir la desazón y angustia de Andrea, esa “chica rara” que protagoniza Nada.

 

Carmen Laforet, Nada, edición de José Teruel, Madrid, Cátedra, 2020.

Isabel Bono (Málaga, 1964) vuelve a la poesía tras sus últimas tres novelas, Una casa en Bleturge de 2017 y las dos últimas, publicadas por Tusquets Editores: Diario del asco (2020) y Los secundarios (2022). Un libro, este Frío polar, homenaje a su amigo, el escritor Antonio Muñoz Quintana, cuya muerte prematura hace una década, dejó un abismo helador en el corazón de la poeta. Como una penitencia autoimpuesta, un homenaje catártico, una carta de amistad infinita, Isabel Bono, una de las mejores poetas españolas de las últimas tres décadas, comparte su soledad sustantiva a través de imágenes perennes que pivotan entre la luz, el sol, el frío y la nieve. Un diálogo unidireccional emocionante que posee, como la misma autora, un enorme poso de ternura.

El miedo a la pérdida se evita con una permutación: cambiando dolor por acidez: “vamos a decir adiós / como quien dice manzanas”, dejando la duda universal de quién es el que más sufre, el que marcha o el que queda atrás: “Hay quien muere sin hacer ruido / hay quien vive” y así, la poeta vuelve una y otra vez: “después se me olvida / y vuelvo a amarte como si siguieras vivo” o “Dormir ya no es importante / vivir ya no es importante". El desprecio a la vida incompleta, a la vida en ausencia. Isabel Bono, con su lirismo profundo, desentierra en lo cotidiano el alimento para el lector, con la saudade de sus versos, sus imágenes inquietantes: “Las sábanas rendidas al placer / de ser velas al pairo por unas horas”, el blanco lejía como oposición al ceniza de las lágrimas: “una mujer tiende / ves su ropa allá lejos / oxígeno allá lejos”. ¿Qué reparto se realiza entre vivos y muertos? ¿Tierra y cielo? En este libro el ausente es frío y la autora el calor que, en hoguera, sirve de recuerdo y guía, guía inútil para el que no va a volver: “Que la casa no está ardiendo/que es el frío / quien hace crujir mis articulaciones/que no son insectos devorados por el fuego”. Transmite, de algún modo, a todo lo que le rodea, una imagen de reparto y verdín, del que se marcha y permanece: “Si hasta las palomas más sucias / se han marchado / ¿qué nos queda?”. Una enumeración de lo que pertenece, de recuerdos sin gracia, una enumeración de aquello que hace innecesaria la separación, una maleta vacía que se contiene a sí misma, a ella y a la muerte. ¿Quién llega en la noche, quién con fuego, quién con barbitúricos? La poeta insiste en los símbolos, rueda sobre la que gira el libro: “Y tú / la luz de octubre / alejándonos de todas estas cosas / sin hacer ruido”. Imágenes de la naturaleza que atrapan el recuerdo, que lo hacen emerger, con toda su belleza, con toda su atemporalidad: “ignorantes de su belleza / del inmenso dolor que me provocan / ser árbol y no saberlo/ser fuente de dolor y no saberlo”. Atrapados en el hielo, el frío se extiende por el tuétano, venas y arterias de la vida: “Deseo que nieve toda la noche / dentro de mi cabeza”, y el frío atrae el silencio y el silencio es una manera como otra cualquiera de hablar de soledad. El dolor viene encapsulado, es el recuerdo, sed de charcos, púas y cactus. Cuando se marchan, otra vez, el silencio: “Aquellas tardes no existen/porque no existe aquella casa / ni aquella luz”. ¿Y cuándo vuelve la luz? “La vida sobre todo es eso / silencio, no aullidos”. El dolor está presente en el silencio. La escritora busca resquicios: “Sé que se han ido / he visto sus huellas en la nieve / si hubiera nevado”, en la calle, ella, la poeta, se ausenta, en el silencio es una más, una vida que es vida y espera a los que dejaron de serlo: “En silencio / espero una orden / pero / ¿de quién la orden? / ¿Y hacia dónde camina?”.

Así, Isabel Bono vence a la pereza de la voz que se ausenta, que sabemos que evita el mal morir, la muerte que no termina, el final que se niega a ser definitivo. Algo a lo que agarrarse: “Y tu dolor sigue ahí / y la vida sigue ahí / esperando”. La Bono busca la transmutación en objeto inanimado para evitar la consciencia, olvidar que ella existe y el otro se ha marchado. En esa ausencia de conocimiento busca la paz: “El árbol que no nunca he sido / los pájaros que nunca he sido”. No conocer, no saber, estar sin sentir, como la forma definitiva de escapar del dolor: “Imagina todas las cosas / imagina no sentir la necesidad de registrarlas / imagina ser libre”, como alternativa a un viaje infinito: “Deseo llegar a un lugar suficientemente lejos / donde todos sean viajes y nadie hable mi idioma”. Poder perder el tiempo, ausentarse de la realidad terrible que la rodea. No tener que dar explicaciones a nadie. Los cuatro sustantivos, convertidos en estadios: nieve, frío, luz y silencio. El silencio es un pozo para alguien que no tiene sed. La luz que no entorpece el camino, la ropa tendida, el árbol que crece, la tierra que gira y tú, él, enterrado, en el final del mundo, con ella. La luz enamorada del sol, que se marcha y, en su ausencia, Paul Klee se asoma desde la triste rúbrica de un San Sebastián atravesado. Y de esas cicatrices, que son recuerdos, son los mapas para encontrar el sol. Un libro de contrarios, de finales y comienzos, de presencias y ausencias, que funciona como un círculo que se niega a cerrarse: “Nunca le puse nombre al dolor / tampoco tus apellidos” o “La voz del amigo ahí, / sosteniendo una escalera / que nadie más sostiene”. Todos pensamos que la vida es antónimo de la muerte cuando, en realidad es su complemento, su compañía: “Me da igual vivir o morir / hay que vivir si estás vivo / y correr si está lloviendo”. Así, ¿quién llega? Solo lo que se ha marchado antes: “Y recuerdo cuando tu risa paraba el mundo / y todo parecía estar por hacer”. Un libro de lluvia en el sur, donde uno no pude ofuscarse por la ropa olvidada, porque el sol volverá rápido, pero no la palabra, solo el recuerdo. Así que en el extrañamiento la poeta que no las lágrimas son gotas que llueven por nadie, que si la ropa se salva, el frío se encargará de someterla a esquirlas afiladas, que no dejarán que celebremos juntos. Una ausencia que se llena con versos, un pozo insaciable.

 

Isabel Bono, Frío polar, Barcelona, Tusquets, 2024.

El libro He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes de Basilio Sánchez se alzó el pasado noviembre con el premio de la Fundación Loewe, sin duda uno de los más prestigiosos del actual abanico de concursos de poesía. Que un poeta tan discreto, tan poco dado a las alharacas y la exhibición como Basilio Sánchez se haya hecho con el codiciado galardón no deja de ser una buena noticia, al mismo tiempo que una saludable anomalía en tiempos mediáticos y revueltos como los nuestros. Que un libro tan sereno y plácido como el suyo haya llamado la atención del jurado habla también, en mi opinión, de la necesidad o el deseo de remansar las agitadas aguas de nuestro panorama poético: uno tiene la impresión de que optar por una apuesta tan clásica, comedida y equilibrada como esta es casi una declaración de intenciones.

La poesía de Basilio Sánchez ha ido decantándose con parsimonia y regularidad a lo largo de las tres últimas décadas. Autor de más de una decena de libros de poemas, Sánchez ha escrito sus versos con un espíritu totalmente ajeno a modas y camarillas, fiel a una austeridad verbal y unos presupuestos estéticos que le han venido acompañando sin desmayo hasta sus libros más recientes: el también espléndido Esperando las noticias del agua (Pre-Textos, 2018) y este que venimos a comentar. Es la suya una poesía tersa, pulida, hondamente arraigada en una tradición que Sánchez ha ido haciendo propia con los años y la experiencia, y que abarca desde el Antiguo Testamento (varios de sus modos de escritura arrancan de la poética hebrea, tan laboriosamente estudiada y documentada entre nosotros por Luis Alonso Schökel), pasando por nuestra Edad Media y nuestros Siglos de Oro, hasta llegar al simbolismo francés y el surrealismo, su heredero. Que tras ese extenso periplo de lecturas (a las que habría que sumar probablemente otras pertenecientes a la espiritualidad oriental) sigamos escuchando, nítida y sin impostar, la voz propia del poeta no es uno de los méritos menores de la obra de Sánchez.

He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes es un libro orgánico, distribuido en forma de tríptico y coda, cuyos poemas sin título (solo las tres partes lo tienen) parecen con frecuencia fragmentos, piezas de una unidad mayor: como teselas de un mosaico. Algo parecido sucede a menudo con las estrofas de los poemas: tomadas de una en una, aisladas del resto, muestran una cohesión que las hace brillar como aforismos o metáforas aisladas. Por contraste, la inserción de cada estrofa en el poema, como la de cada poema en la parte a la que pertenece, es frecuentemente problemática, misteriosa. Sánchez opera a menudo mediante la suma (la colección) de afirmaciones vibrantes con valor de máxima y deja al lector la libertad de elegir cuáles son las conexiones que se dan entre sus aserciones. Por ello abundan la impersonalidad y el presente gnómico, tan evidentemente encarnados en la abundancia de la forma Hay; por ello, también, el libro contiene varios poemas que adquieren el ritmo y el tono de la salmodia o que se acercan, tal vez de un modo no totalmente consciente, a la enumeración caótica y a la definición. Comentaré algunos ejemplos.

Son declaraciones con valor categórico que inciden en uno de los temas principales del libro: la naturaleza de la propia escritura poética: “Escribir un poema es andar sobre las aguas, / confiarnos a lo bueno del mundo”. (pg. 57). “Escribir un poema / supone, de algún modo, regresar / otra vez al principio, / al hervor silencioso de la nada, / al caldo primigenio / y a los cielos sin luna, a la inminencia / de las casualidades y los astros”. (pg. 63). “Uno escribe un poema para sentirse vivo. / Uno escribe un poema / para que otro descubra que estás vivo”. (pg. 62). Estas afirmaciones, a menudo vinculadas con un espacio de intimidad someramente descrito (una lámpara de cobre, una mesa de madera, una ventana), tienen el valor de un programa vital: la primera asocia la escritura poética al ámbito de la espiritualidad de raíz cristiana; la segunda, a la fuerza adánica de lo todavía nunca dicho, lo aún inexistente (con Huidobro, probablemente, guiñando un ojo al lector desde una esquina de la página) y, por ende, con la oscura voluntad de fundar un mundo verbal; la tercera, en fin, se lanza a la búsqueda de un interlocutor capaz de acoger estos versos como quien acepta a un huésped en su casa.

En cualquier caso, las tres desvelan también que más que el mundo natural, la inmediatez de lo vivo, el paisaje natural constantemente evocado en el libro es de naturaleza eminentemente verbal, mental, simbólica e icónica. No es que lo sensorial esté totalmente excluido, como tampoco lo está lo anecdótico. Es más bien que los sentidos se difuminan y aminoran tras una gruesa capa de reflexión estética y moral; y que la escasa anécdota, reducida a la mínima expresión, se ve sometida al quietismo que palpita en todas las definiciones, las afirmaciones en presente, los pensamientos que parecen tallados en la piedra: “La realidad es un relámpago que persiste”. (pg. 13); “Somos hijos de un árbol / Al que le falta sólo una manzana”. (pg. 16); “El que entiende de pájaros entiende de narcisos”. (pg.17); “No hay ningún escritor / que no se sienta abandonado por las estrellas”. (pg. 18); “El poeta no ha elegido el futuro. / El poeta ha elegido descalzarse en el umbral del desierto”. (pg.22). Son todos ejemplos de la primera parte del libro.

En su conjunto, la música de los versos (a menudo versículos) de Sánchez se fía principalmente al significado y el poder evocador de las palabras, prescindiendo con frecuencia tanto de la prosodia clásica como de la medida silábica. Es la suya una opción deliberadamente austera que a menudo aproxima el ritmo del texto a la prosa de ideas, y que va calando poco a poco en el lector. Y hay en ello una más que probable elección moral: en vez de deslumbrar, el poeta pretende sugerir; en vez de epatar, empapa. Él mismo afirma “que no nombra las cosas con grandeza, / sino con gratitud”. (pg.79), y un poco antes: “Yo creo en el poema / que es capaz de sumir al que lo lee / en el mismo silencio / que el ejercicio a solas de la propia escritura / consigue suscitar en torno a sí.” (pg. 74). Ese deseo de comunicación sincera, esencial, tan alejada de la frivolidad y el lugar común como de la grandilocuencia vacía, es uno de los rasgos más valiosos del libro: “La poesía es el oficio del espíritu”, llega a decir en la página 44, en uno de los más logrados momentos de la obra.

Y de ahí, de ese constante deseo de trascendencia, de ese valor adánico, convocatorio, que Sánchez otorga a la palabra poética, extraigo yo la afirmación con que abría esta reseña. Dice el poeta en la página 22: “Amo lo que se hace lentamente, / lo que exige atención, / lo que demanda esfuerzo.” ¿Acaso no es esta toda una declaración de intenciones, una aguja de marear en los actuales mares revueltos de la poesía nuestra de hoy? Basilio Sánchez ha escrito un libro deliberadamente austero, demorado y reflexivo que pretende regresar a la raíz, al fondo de lo poético, y al fondo de lo humano. Ya solo el esfuerzo, la atención puesta en ello, merecen la lectura. –AGUSTÍN PÉREZ LEAL

 

Basilio Sánchez, He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes, Madrid, Visor, 2019

Último número

  • Revista Cultural TURIA Número 152

    Revista Cultural TURIA Número 152

    El principal contenido de este número de TURIA es nuestro homenaje colectivo al escritor JOSÉ VERÓN GORMAZ (Calatayud, 1946-2021). Un total de 150 páginas de material inédito pretenden fomentar la lectura de un excelente poeta y una persona apreciada por todos. Muy reconocido en Aragón, donde obtuvo el favor de los lectores y el respaldo institucional a su trabajo, la obra de esta autor bilbilitano merece conquistar nuevos lectores. Por otra parte, dos Premios Nobel (Olga Tokarczuk y Jon Fosse) y tres Premios Cervantes (Luis Mateo Díez, Rafael Cadenas e Ida Vitale) protagonizan un sumario rebosante de textos originales de gran interés. También conviene no perderse la entrevista a fondo con Fernando Savater, en la que declara: “No soy ni quiero ser nacionalista, ni de izquierdas ni de derechas”. Sobresale, igualmente, el artículo sobre el filósofo neerlandés Rob Riemen y su defensa del humanismo en estos tiempos convulsos. Y, como es habitual, ofrecemos una selección de la mejor poesía española actual, con autores ya acreditados como Javier Lostalé o Andrés Neuman, junto a nuevas y valiosas voces emergentes. 

Artículos

por Silvia Bardelás

Que los libros de Jon Fosse circularan por el mundo antes de recibir el Nobel y que su nombre sonara durante años para el premio se lo debemos en gran parte a Daimon Searls, su traductor al inglés. Los traductores van teniendo cara y nombre en el siglo XXI.                                

Hace veinte años Daimon Searls tradujo al inglés un sample en alemán de Melancolía. Fascinado por su estilo decidió co-traducir el libro con una noruega nativa. Después de ese trabajo, ella decidió no seguir con Fosse y Searls aprendió noruego para continuar trabajando con la obra del que creía un genio.

 

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por Ana Belén Rubio Fernández

«Todo el mundo tiene experiencias poéticas —la vida ya es en sí una experiencia poética— y todos sienten la necesidad de comunicarlas a sus semejantes», pero solo unos pocos deciden hacerlo por medio de un lenguaje artístico. José Verón Gormaz (Calatayud, 1946-Calatayud, 2021) es uno de esos seres poetas que pertenecen al ámbito de lo poético, ese lugar donde surge el impulso de indagar en los fenómenos ocultos del universo y de expresar la experiencia más íntima a través de poemas o de fotografías.

 

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