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EL PRESTIGIOSO ESCRITOR Y PREMIO CERVANTES ASEGURA, A PROPÓSITO DE SU OBRA: “EN POESÍA TODO ES SÍMBOLO”

UNA DE LAS MEJORES ESCRITORAS MEXICANAS ACTUALES LO TIENE CLARO: “LA IMAGINACIÓN PERMITE QUE EL MUNDO SIGA EXISTIENDO”

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de noviembre, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con protagonistas de notable interés: Antonio Gamoneda y Brenda Navarro. Sin duda, Gamoneda es uno de nuestros escritores más carismáticos, habiéndose convertido en guía y modelo de muchos poetas más jóvenes. En él se valoran su sabiduría lingüística y su conciencia crítica, su apertura hacia las tradiciones de la modernidad y su clarividencia a la hora de enjuiciar el tiempo que vivimos. Puede decirse que, a sus 92 años y a pesar del inevitable desgaste físico, Gamoneda trabaja con intensidad y permanece al día de todo, dueño de su agenda y convertido en un referente de la autenticidad y el compromiso de la mejor poesía.

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“Que Robert Walser no pertenezca hoy a los escritores olvidados se lo debemos, en primer lugar, al hecho de que Carl Seelig, lo acogiera en su casa. Sin los relatos de Seelig sobre los paseos de Walser, sin sus preparativos biográficos, sin las antologías por él publicadas y la seguridad, gracias a sus esfuerzos, de un legado compuesto de millones de letras ilegibles, la rehabilitación de Walser no se habría producido y probablemente su recuerdo habría desaparecido”, diría el escritor W.G. Sebald en la bella monografía El paseante solitario. En recuerdo de Robert Walser, que le dedicara “a una figura y no explicada”, como él mantenía, que era Robert Walser. Por su parte, el inclasificable y admirable libro que Carl Seelig le dedicaría a su amigo y protegido llevaría el título de Paseos con Robert Walser. Un libro que bien podría haber llevado el subtítulo de “biografía de una amistad”.

Martin Walser lo definió como “el más solitario de los escritores solitarios”. El que más ferozmente, desde su humildad y atracción por lo ínfimo, rehuyó “la asfixia del poder”, como recordaría Elias Canetti: “Su obra literaria es un intento incansable por silenciar el miedo. Se escapa de todas partes antes de que haya en él demasiado miedo –su vida errante- y, para salvarse, se transforma a menudo en lo pequeño, en lo que sirve a los demás. Su profunda, instintiva, aversión ante todo lo “grande”, ante todo lo que tiene rango y pretensiones, hace de él un escritor esencial de nuestro tiempo, que se asfixia en el poder”.

Fue admirado, casi sin excepción, por todos los grandes escritores de su época: por Thomas Mann, Hesse, Canetti, Benjamin, Zweig, Kafka o Musil que, como joven crítico, saludó calurosamente el primer libro de relatos de Walser. Acerca de la rareza del cosmos humano del que podían provenir algunos de sus alucinados y recurrentes personajes, fuera de toda norma salvo la de unas estrictas obligaciones que se imponían, Walter Benjamin le dedicaría un bello comentario: “Sus personajes vienen de la noche, de allá donde es más negra, de una noche veneciana, iluminada por míseras candelas de esperanza, con algún que otro esplendor festivo en el ojo pero turbados y tristes por estar llorando. Lo que lloran es prosa”.

“Escritor de escritores”, como no pocas veces ha sido definido, W. G. Sebald, ya en nuestro tiempo y en muchos aspectos, podría ser calificado de hijo suyo natural y posterior. Un hijo que absorbería algunas de las más reconocibles características tanto vitales como literarias de aquel enigmático paseante solitario que fue Walser y que fueron tantos y tantos de sus personajes. ¿Quién no recuerda el arranque de Los anillos de Saturno de Sebald que sólo podría haber firmado un fiel seguidor del “espíritu” vagabundo walseriano?: “En agosto de 1992, cuando la canícula se acercaba a su fin, emprendí un viaje a pie a través del condado de Suffolk, al este de Inglaterra, con la esperanza de poder huir del vacío que se estaba propagando en mí […] Raras veces me he sentido tan independiente como entonces, caminando horas y días enteros por las comarcas, escasamente pobladas […] Ahora me parece que tiene razón la antigua creencia de que determinadas enfermedades del espíritu y del cuerpo arraigan en nosotros bajo el signo de Sirio preferentemente”.

La figura del vagabundo y la vida errante, en el siglo XX, también había tenido un famoso y genial “cantor”: el Premio Nobel de Literatura de 1920, el noruego Knut Hamsun (1859-1952), autor del brutal e indómito relato autobiográfico Hambre. Posteriormente, una serie de “héroes bajo las estrellas” serían retratados en su Trilogía del vagabundo (1927). Melancólicos, solitarios, escapando continuamente al amor en cuanto se insinúa, fanáticamente individualistas y neurasténicos, asqueados por la vida materialista y burguesa que han dejado atrás, despojados ascéticamente de todo, inasibles, conformaron un autóctono planeta nihilista, asocial, violentamente renegado y rebelde, que luego sería la perdición moral y política de su autor. Sus vagabundos metafísicos reclamaban, como lo hizo en vida su autor, Hamsun, la unión con un estado pretérito, original, perdido, que el hombre actual tendría que abrazar y reencontrar panteísticamente. Un paraíso perdido, de gran belleza, oscurecido por las ideas de ambición y de progreso social y material en las que habrían sucumbido fatalmente casi todos sus conciudadanos, y que coincidía en su caso exactamente con el paraíso de su infancia transcurrida en aquel Gran Norte de bosques y cielos infinitos.

Y un paseante, Robert Walser, en otro paraíso de parecida belleza hipnotizante, que igualmente no se cansaba nunca de recorrer, que contemplaba de repente, en estado casi de éxtasis, cualquier pequeño rincón o panorama que se cruzaba en su camino: “¡Qué hermoso… Qué encanto!”, dirá “como embriagado por la accidentada comarca, por el solemne silencio dominical”. Así lo reseñaría Carl Seelig en su insólito y emocionante libro. Y seguía diciendo Walser: “¡Cuán benéfico es que la gente repose en su regazo para dormir las manos torpes y pesadas y deje todo en manos de la naturaleza!”. En esas expediciones, a veces de más de diez y doce kilómetros que Walser emprendía a pie, como sucede también en muchos de sus relatos con muchos de sus personajes, el protagonista tenía que defenderse de algún gendarme que patrullaba aburrido por los límites de cualquier pequeña aldea, como si tuviera que demostrar que no era un vulgar vagabundo o delincuente. Así se narra en su relato Pequeña aventura en un camino comarcal, incluido en Vida de poeta: “En otra época y circunstancia me dirigí una vez en invierno –a pie, se entiende– a visitar a mi hermano que por aquel entonces vivía en una pequeña ciudad de provincia […] El viandante, vale decir yo mismo, avanzaba de excelente humor por el camino comarcal, sin cesar de elogiarlo. Lamentablemente le caí menos bien a un cauto y perspicaz gendarme con quien me topé […] Es muy probable que esté usted en un error si cree tener que vérselas con un vagabundo común y corriente, le dije […] Hubiera podido viajar en tren exactamente como cualquier otro. Pero como soy amigo declarado de vagabundear y recorrer leguas y leguas durante días enteros, he preferido ir andando, lo cual no tiene por qué ser ningún pecado ni, por consiguiente resultar nada sospechoso. ¿O acaso le parece sospechoso el placer de viajar a pie, algo tan bellamente unido al amor a la naturaleza?”.

Un caminante, un enamorado ferviente de la naturaleza, que ha escogido borrarse voluntariamente del mundo exterior y “visible”. Si Hölderlin pasó otros casi 30 años apartado de todo con su locura, “soñando en el último rincón” (”estoy convencido de que en los últimos treinta años de su vida Hölderlin –dirá Walser– no fue tan desdichado como lo pintan los profesores de literatura; poder soñar en un modesto rincón sin tener que responder a continuas pretensiones, no es ningún martirio. ¡Sólo la gente hace que lo sea!”), él mismo también, con su destino “de magnífico cero a la izquierda, redondo como una pelota”, como se decía en Jakob von Gunten, se verá acorde, y satisfecho en cierto modo, en el sanatorio de Herisau. Eso sí, con leves momentos de melancolía, que su extrema lucidez, siempre alerta, siempre en carne viva, no le ahorraba. Cuando en un momento determinado de sus paseos Seelig le diga “cuánta razón ha tenido en vivir, como Simon, en la pobreza, la sencillez y la libertad, y cuánto yerran los creadores cuando aceptan compromisos en favor de la existencia material”, Walser al principio, asiente “vivamente”. Pero, “tras un largo silencio” (esos silencios que se repiten en muchos de sus encuentros, antes de “arrancarse” a hablar con cualquier excusa y comentario) le contestará lacónicamente a Seelig: “Sí, pero la mayoría de las veces se trata de un viaje de derrota en derrota”.

Un genio de la literatura sin parangón, al nivel de Kafka y los más grandes de su siglo. Y como el mismo Kafka, Bruno Schulz, Joyce, Svevo, Pessoa y otros grandísimos escritores de ese mismo siglo, se mantuvo permanentemente en estado de exilio: “Una suerte benévola –en palabras de Claudio Magris– que los preservó de la posibilidad de convertirse en figuras oficiales de la sociedad literaria”. Esa sería la suerte no por momentos desgarradora, enloquecedora en su absoluta soledad, de alguien como Walser y tantos y tantos de sus personajes o desdoblamientos narrativos: “Había algo en su interior que le impulsaba al vagabundeo, despreocupándose por completo de la opinión pública […]. Era oficinista y menestral ambulante, poeta y mendigo, una persona sumamente formal y respetable y al mismo tiempo un trotamundos”, escribirá en el relato de 1918 Dos hombres. Escondido con tenacidad tras empleos ínfimos y modestos, finalmente llegaría al último de sus refugios: cerca de treinta años recluido en un sanatorio, a salvo de todo y de todos. Menos de su fiel amigo y visitante asiduo Carl Seelig.

Rico mecenas, admirador devoto de Walser, autor de numerosas antologías literarias y de los folklores alemán, ruso y eslavo, así como primer biógrafo de Albert Einstein, Carl Seelig (Zúrich, 1894–1962), ayudó no solo a Walser sino que fue el benefactor de otros muchos artistas, científicos y escritores, o simplemente “seres anónimos que necesitaban de su ayuda”, como dirá su amigo y albacea testamentario Elio Frölich, en un epílogo que escribiría para el libro de Carl Seelig, hoy considerado como mítico, y ejemplar en su género sobre sus paseos con Robert Walser. A Seelig –diría Frölich– sobre todo le importaba una causa: “La causa del otro”. Algo que, en cualquier época, nos tendría que hacer reflexionar a muchos.

Un protector que jugaría el papel de Max Brod en la vida de Kafka. Otro de los buenos conocedores de este singular benefactor, el biógrafo y amigo de Thomas Mann Ferdinand Lion, condensaría perfectamente la importancia trascendental de la ayuda de Seelig en concreto hacia una figura altamente frágil y desprotegida como Walser: “El destino ha querido que entre los muchos que consciente o inconscientemente apelaron a ese genio de la disponibilidad que era Seelig se encontrara aquel que más llamado estaba a aceptar esa ayuda. Era Robert Walser, que con su delicadeza y finura, unidas a su profundidad, tenía una obra entera a sus espaldas y ya era famoso para un gremio de iniciados, pero que precisamente debido a su delicadeza estaba al borde del derrumbamiento”. Por su parte, otro gran autor de aquellos días, el escritor judío Arnold Zweig, autor de una de las mejores obras literarias de la literatura alemana escritas sobre la Primera Guerra Mundial, El caso del sargento Grischa, y que a la subida de Hitler al poder, en 1933, emigraría a Palestina, dijo de Seelig que era “un caso único de filántropo que pone sus capacidades y su patrimonio de forma altruista al servicio de la creación literaria”.

Gracias a Seelig se constituyó un rico fondo de archivos de Walser depositado en Zurich, del que importantes y posteriores investigadores de su obra extrajeron la parte inédita y póstuma de los escritos de Walser. Entre ellos los famosos microgramas, escritos entre 1924 y 1932, justo antes de ingresar en el que fue su domicilio último y permanente, el sanatorio de Herisau. Microgramas que el propio Seelig calificaba, antes de ser descodificados y transcritos, de “escritura secreta e indescifrable”.

Pero el libro de Seelig no sería uno más. Su obra emocionante y sin género pasaría a la historia como uno de los más bellos homenajes a una amistad sincera, generosa y protectora, mantenida en el tiempo. Desde el 26 de julio de 1936 hasta la Navidad de 1955, reseñando minuciosamente algunos días escogidos y paseos llevados a cabo año tras año, las anotaciones de Carl Seelig darían cuenta de una gran compenetración y complicidad mutua. Una relajada complicidad entre dos amigos que caminaban y dialogaban comentando el “mundo exterior” del que Carl Seelig era el emisario, pero también un gran número de cuestiones éticas, familiares, editoriales, periodísticas, de crítica literaria y cultural acerca de otros escritores suizos o bien de lengua alemana en general, mientras de paso reseñaban algunos aspectos, monumentos y figuras del pasado histórico, con el trasfondo inquietante de una Europa muy pronto en guerra.

Un apoyo indesmayable, proporcionado por la fiel y devota amistad demostrada por Seelig, que muy probablemente tuvo que ver en que la vida de un Walser ya totalmente apartado del mundo y de la sociedad de su tiempo fuera más placentera y llevadera en su reclusión en aquellas bellas montañas. Las mismas montañas que un día de Navidad, el 25 de diciembre de 1956, en un último paseo solitario de despedida, le servirían de sudario inesperado. También sirvió para que Walser, para muchos tan solo un “niño”, alguien infantilizado, sin responsabilidades, que había cortado los lazos con la realidad (“la gente importante me tilda de niño, y sería descortés si por mi parte no creyera yo lo mismo; sin embargo, ésta es una creencia que a ratos me cansa”, dirá en uno de sus microgramas o pequeñas prosas póstumas) mantuviera, además, entusiásticamente intacta una de sus mayores pasiones, aparte de la literatura, sin la que no podía vivir: los paseos y caminatas. En este caso paseos acompañados. Pero sobre todo paseos nutridos estimulante e inteligentemente por un precioso intercambio de pareceres de dos amigos sobre lo más variado de la vida: desde libros y autores comentados a hechos cotidianos y anécdotas que iban surgiendo por el camino, aparentemente fútiles y sin gran trascendencia, pero observados siempre con gran sentido del humor y sutileza por parte de ambos excursionistas.

Ambos, tanto Walser a través de toda su obra, como Seelig con su libro, que se convertía sin proponérselo en una especie de exaltación del paseo como género literario, continuarían construyendo la celebración del flâneur a lo Baudelaire y Walter Benjamin. Pero en este caso sería en los medios rurales, ya fueran bosques, caminos comarcales, montañas o en los alrededores de pequeños pueblos y ciudades. Así lo definiría el americano Phillip Lopate, en el número extraordinario de The Review of Contemporary Fiction dedicado a Robert Walser en la primavera de 1992: “Un curioso fenómeno literario estaba en marcha: la narración del paseo. En más o menos la misma época, los surrealistas Louis Aragon, Philippe Soupault y André Breton con Nadja, así como el irlandés Joyce, el americano Henry Miller y el suizo Robert Walser, estaban todos ellos componiendo una épica del paseo”.

“Nuestras relaciones –comenzaba diciendo Carl Seelig en su libro Paseos con Robert Walser– las iniciaron unas pocas y sobrias cartas: preguntas y respuestas breves y concisas. Yo sabía que Robert Walser había ingresado en 1929, en calidad de enfermo mental, en el sanatorio y hogar cantonal de Appenzell-Ausserhoden, en Herisau. Sentía la necesidad de hacer algo por la publicación de sus obras y por él mismo. Entre todos los escritores contemporáneos de Suiza, me parecía el personaje más peculiar. Se mostró de acuerdo en que le visitara, así que ese domingo viajé, temprano, de Zurich a St. Gallen y callejeé por la ciudad […]. En Herisau me hice anunciar al médico jefe del sanatorio, quien me dio permiso para ir a pasear con Robert”.

La curiosa e inusual mezcla de biografía de un personaje y a la vez retrato de una amistad, ese híbrido de diario con anotaciones de pequeños viajes circulares adentrándose por el bello cantón de Appenzell y alrededores, pasaría a la historia junto a algunos de los más geniales homenajes literarios dedicados al hecho de la amistad. Ahí estaría el libro que Gershom Scholem escribió sobre su insustituible confidente y gran interlocutor intelectual, trágicamente desaparecido (Walter Benjamin. Historia de una amistad), o esa biografía “en movimiento”, como era también el caso de la de Seelig, tras los pasos de un personaje admirado y observado como sería la Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, igualmente única en su género y en su época, el siglo XVIII. O bien las muy célebres conversaciones de los últimos años de un genio que escribiría J. P. Eckermann (Conversaciones con Goethe).

El libro de Seelig se convertiría en un inapreciable documento, narrado con pasión, detalle y con un exquisito tacto y respeto. También con un decidido y discreto deseo de “anonimato”: desdibujándose sin cesar como autor de aquellas notas y dejando “hablar” y provocando a su amigo para que se explayara y opinara sobre los más variados temas. Astuto e intuitivo, conocedor en profundidad de la psicología terca y especial del escritor, Seelig sabía perfectamente del temperamento huidizo de Walser, de su humor cambiante, de sus repentinos antojos o rabietas por cualquier nadería que no había que contrariar o por cualquier recuerdo que no había que insistir en rememorar. Pero ahí estarán, en pequeños fragmentos deliciosos y en ocasiones deslumbrantes, en la forma de diálogos o pequeños debates, con una gran espontaneidad y naturalidad, fantásticamente sintetizado, muchas veces a través de fulminantes aforismos y sentencias contundentes, lo más revelador del pensamiento walseriano. Como en sus novelas y pequeñas prosas, todo, incluso las cosas más sencillas y cotidianas, adquiría en presencia de Walser un halo mágico, súbitamente iluminador, portador de cualidades enigmáticas, ocultas, y Seelig lo supo reflejar en todo momento con una enorme sensibilidad y sabiduría.

Observaciones sobre la naturaleza y su negativa a moverse (“No quiero ir a ninguna parte ¿Para qué viajan los escritores, mientras tengan imaginación? […] ¿Acaso la naturaleza viaja al extranjero? Miro los árboles y me digo que si ellos no se van ¿por qué no iba yo a poder quedarme?”); sobre la función de un escritor (“Ningún escritor está obligado a la perfección. ¡Se le quiere con todos sus humanos defectos y locuras!”; “los escritores sin ética merecerían ser apaleados, han pecado contra su profesión, su castigo ha sido que les soltaran a Hitler”, dirá en 1943); el análisis de algunos poetas, novelistas y dramaturgos contemporáneos (“¿Los habitantes de Zúrich? No llegaron a conocer mis poemas; por aquel entonces, todos estaban entusiasmados con Hesse, me dejaron resbalar sin ruido por su joroba”); la firme voluntad de permanecer al margen al que ha sido arrojado (“En mi entorno siempre ha habido complots para rechazar a bicharracos como yo. Siempre se rechazaba, con arrogancia y distinción, todo lo que no tenía cabida en el propio mundo. Jamás me atrevía a abrirme paso. Ni siquiera tuve el coraje de echar un vistazo. Así que viví mi propia vida, en la periferia […] ¿No tiene mi mundo derecho a existir, aunque en apariencia sea un mundo más pobre e impotente?”); detalles sobre la redacción de algunos de sus novelas (“la editorial Scherl me invitó a tomar parte en un concurso de novela; así que escribí y seguidamente pasé a limpio El ayudante, en seis semanas la tenía lista”); el éxito o la falta de éxito (“la falta de éxito era una peligrosa y encarnizada serpiente, que intentaba implacable asfixiar lo auténtico y lo original en el artista”) así como un buen número de lecturas y autores repasados, citados brevemente o con mayor extensión y detenimientos. La lista de autores mencionados por ambos a lo largo de sus caminatas, en los momentos de reposo en merenderos y cervecerías, o recalando en cafés y confiterías, es enorme: Goncharov, Dostoievski, Thoreau, Goethe, Hölderlin, Kleist, Kafka, Broch, Thomas Mann, Heinrich Mann, Gerhart Hauptmann, Büchner, Gottfried Keller, Hesse, Balzac, Flaubert, Max Brod, Jean Paul, Ramuz, Wedekind, Alfred Polgar… Muchos de ellos plasmados con agudos y pérfidos comentarios. Según Walser, Rilke tendría “su lugar en la mesilla de noche de las jovencitas”; Altenberg “es una amable salchicha vienesa pero no lo puedo calificar de poeta” y Mann “es el gerente de un negocio, parapeteado en sus dominios”. Él mismo no dejaría de hacerse duras críticas frente a Seelig en aquellos encuentros: “Si pudiera rebobinar el hilo del tiempo y volver a comenzar no me permitiría escribir como hice en la vaguedad absoluta, sacrificándolo todo a la rareza, a la despreocupación. Uno no puede negar la sociedad. Hay que vivir dentro o bien luchar por o contra ella. He aquí el defecto de mis novelas. Son demasiado fantasiosas e introspectivas, a menudo descuidadas desde el punto de vista de la composición”.

Convivir con la locura ocupó gran parte de su existencia. También fue la causa muchas veces de un sentimiento de desgracia y desolación, de soledad y aislamiento extremos, hasta llegar a la “calma” y las rutinas mecánicas y vigiladas, de los sanatorios de Waldau, brevemente, y luego, en el de Herisau. Así se lo contará el mismo Walser a Carl Seelig en uno de sus paseos: “En aquella época tuve algunos intentos fallidos de suicidio. Ni siquiera era capaz de hacer un nudo corredizo digno de su nombre. Al final, mi hermana Lisa me llevó al sanatorio de Waldau. Frente a la puerta del sanatorio le volví a preguntar: ¿Crees que es la solución? A modo de repuesta, ella permaneció en silencio. ¿Qué podía hacer yo sino entrar?”.

El 13 de junio de 1933, Walser sería trasladado, a su pesar, al sanatorio de Herisau donde se quedó hasta su muerte y donde recibiría las periódicas visitas de Carl Seelig. En 1940 le diría a su amigo y confidente: “Es absurdo y grosero, sabiéndome en un sanatorio, decirme que siga escribiendo libros”. Y en 1944 volverá a decir: “En Herisau no he escrito nada más. ¿Para qué? Mi mundo fue destruido por los nazis. Los periódicos para los que escribía han desaparecido; sus redactores fueron perseguidos o han muerto. Me he convertido casi en una estatua”. Como escribiría Peter Utz posteriormente en el prólogo de sus relatos: “La locura real del Tercer Reich es tan responsable del silencio literario de Walser como la pretendida locura, a menudo puesta en discusión, del mismo Robert Walser”.

Los últimos retratos de Walser realizados por Carl Seelig, en lo que fueron los últimos años de su vida, encogen el corazón de cualquier lector y tienen el sabor continuado de una triste y abatida despedida. El anuncio de un enorme vacío. Las palabras de Seelig recuerdan en cierto modo la carta inconsolable que escribe Montaigne a la muerte de su querido amigo La Boétie. Así lo escribirá Seelig el 30 de agosto de 1953: “Por primera vez, Robert me da la impresión de un hombre que envejece y lucha contra la desaparición de sus energías […]. A menudo, Robert se detiene al borde de los bosques, con la mano izquierda ahuecada sobre el oído y olfateando con la cabeza inclinada. Se alzan ante mí lejanos tiempos infantiles en los que jugábamos a los “indios”. A veces Robert habla consigo mismo, increpa a los desconsiderados automovilistas, de los que huye espantado cuando cruzamos una carretera […] Con la colilla de su cigarrillo apagada entre los labios y los ‘pantalones pesqueros’, parece un gastado campesino”.

Una triste despedida amortiguada eso sí, por un leve, mínimo consuelo. Un consuelo que pone el broche a una amistad de muchos años, de muchas felices caminatas y conversaciones, como dirá Seelig al final de sus anotaciones: “Es para mí un silencioso consuelo que nuestros paseos llevaran algo de variedad a la monotonía de sus décadas de vida en el sanatorio; no encontraré jamás un compañero de trayecto más apasionado que él”.  

Si con Descendimiento la poeta Ada Salas (Cáceres, 1965) compartía su particular oratorio ante el cuadro del mismo nombre de Van der Weyden, recogiendo el dolor y la belleza para sostener la mirada del poeta, con Arqueologías (Pre-Textos) realiza un ejercicio de memoria en el que los mitos y los pasajes bíblicos se enraízan con la figura del padre y —acaso en inconsciente desplazamiento—maestros de distintos ámbitos artísticos. No es casual que el yo poético discurra entre higueras y tacimientos. Ambos nos acercan al origen.


“El poema ha sido como un candil en el túnel de una mina”

- ¿Sobre qué asuntos conviene hacer una labor arqueológica?

- No sabría decirte si «conviene» hacer esa labor en ningún caso, salvo que se sea arqueólogo stricto sensu. Supongo que no diría lo mismo si fuera psicoanalista o si hubiera pasado por una experiencia psicoanalítica. El verbo «convenir» implica un sentido de obligación matizada junto al de necesidad. En el terreno personal, como me ha ocurrido durante la escritura de este libro, ha habido muy poco de voluntad, y desde luego nada de obligación. Si ha habido necesidad, no ha sido consciente. A posteriori, puedo decir que el «trabajo arqueológico», si no ha sido necesario, sí ha sido útil: he visto cosas que no podría haber visto más que a través del poema. El poema ha sido como un candil en el túnel de una mina.

 

- Hay un regreso hacia lo mítico y lo histórico. ¿Qué nos enseña cualquier tiempo pasado?

- Desviándome de la pregunta, me permito, Esther, contestar con una cita del maestro Phillipe Jaccottet, del libro, titulado, precisamente, Paisajes con figuras ausentes. Creo que sus palabras, que traduzco sobre la marcha, tienen mucho que ver con Arqueologías: “Así, sin que yo lo hubiera querido ni buscado, era una patria lo que reencontraba por momentos, y quizá la más legítima: un lugar que me abría la mágica profundidad del tiempo. […] Esas “aberturas” propuestas a la mirada interior […] señalaban por intermitencias, pero con obstinación, un nudo como inmóvil. Volverse hacia eso debía de ser aprehender el inmemorial aliento divino (fuera de toda referencia a una moral o a una religión); y, a la vez, permanecer fiel a la poesía, que parece ser una de sus emanaciones.”


“El regreso del pasado puede ser luminoso”

- Que se «enreden» varios tiempos, como anuncia el frontispicio de Zambrano, ¿es recomendable, necesario, un azar, algo funesto?

- Diría que es inevitable. Inevitablemente, el presente está enredado en la red de los sucesivos pasados. Son previos, claro, han dejado, por tanto, rastros, huellas. Poder vivir en plenitud el carpe diem entendido como vivir solo en el instante presente (en este caso disfrutándolo), es un desiderátum pero, en lo que mí respecta, un imposible. De ahí, quizá, cierta imposibilidad para la (absoluta) felicidad. El pasado acecha. Está ahí. A veces duele mirarlo; a veces, muchas, vuelve, como algo hermoso. Si conseguimos que esa convivencia (inevitable) con el pasado no sea, al menos exclusivamente, elegíaca, el regreso del pasado puede ser luminoso.

 

- ¿Qué importancia tiene el paisaje en nosotros?

- ¿En nosotros? ¿Los paisajes que vemos en cualquier situación? ¿Entendemos por paisaje solo lo que es naturaleza no intervenida? Creo que esta última es la idea más general y compartida de qué es un paisaje. Es la mía también. No una «vista», por ejemplo, urbana, sino una contemplación de lo natural en toda la extensión que puede abarcar la mirada. En ese caso, contemplar un paisaje es una liberación del propio peso. Es dejar de ser una misma.

Hay un paisaje especialmente resonante, creo: el que nos rodeó en la infancia. El paisaje reconocido y que nos reconoce. Ese paisaje es como un hermano. Es familia.

 

- Le devuelvo en forma de pregunta unos versos de su poemario: ¿”Es posible empezar como si todo/ —nada—/ hubiera sucedido”?

- Es posible. Cuesta ponerlo en práctica, pero es posible. Es, también, la única esperanza.

 

- "Es preciso cantar/ como si el mundo/ comenzara de nuevo". ¿Así con la escritura?

- El azar es increíble. Ayer mismo escribí un poema muy torpe. Quizá lo escribí para poder responder hoy a tu pregunta:

Olvida que has escrito.

Olvida que has vivido.

Olvida que viviste. Para empezar.

De nuevo.

 

- Preside el tono elegiaco en estos poemas, ¿es más fructífera, para la poesía, la melancolía que el deseo?

- ¿Elegía implica melancolía? Me hago esa pregunta. Creo que sí. Pero paradójicamente la melancolía nace de un deseo: el deseo de volver al pasado. ¿Es posible ser melancólico sin ser deseante? Creo, según lo pienso, que no. La melancolía y el deseo, entonces, necesitan un ingrediente común: la pasión. Un ingrediente común también, e imprescindible, de la escritura.

 

- Para «masticarse en el otro», ¿qué disposición de ánimo se requiere?

- No sabría contestar a esa pregunta. No sé qué quiere decir ese verso; al menos, no exactamente. Algo chungo, desde luego –permítaseme esta palabra–. Supongo que me refería a un amor destructivo, que es siempre autodestructivo. Así que se me ocurre que la disposición del ánimo es la ceguera.

 

- El poeta ¿escribe en el espacio que queda entre "la tumba más profunda" que resulta ser el corazón y "las heridas que conforman un humilde mapa"?

- Sí. Aunque no sé si hay distancia. El corazón contiene mapas de heridas. El poeta se enfrenta a ellas con humildad.

 

“El amor es una cuestión transitiva”

- ¿Es inútil "el amor/ que nadie quiere"?

- ¿Inútil? Pues sí. ¿Para qué sirve el amor si nadie lo recibe? El amor es una cuestión transitiva.

 

- Frente a la "claridad, que siempre viene del cielo", como escribió Claudio Rodríguez, usted propone otra claridad "que viene desde dentro". ¿Iluminan cuestiones diferentes ambas?

- Posiblemente iluminan las mismas cuestiones. Pero la diferencia estriba en la perspectiva, en el recorrido espacial. Lo que viene desde abajo trae más acarreo, es menos transparente. Lo que viene desde el cielo (la lluvia, por ejemplo), es más limpio. Los dos diferentes modos, condicionan desde dónde se escribe el poema y, por lo tanto, su resultado.

 

- ¿Por qué la palabra debe ser un instrumento cortante, incisivo?

- Bueno, si no se trata de hablar, sino de decir, la palabra es y debe ser incisiva. No es una cuestión de elección. Nombrar, no merodear, es algo incisivo. Las flechas son incisivas. Si llegan al corazón, matan.

 

Entre 1945 y 1946 tuvo lugar en Núremberg el largo proceso que sentó en el banquillo a una veintena de nazis implicados, en diferentes grados, en las matanzas y todo género de delitos de los que fue autor consciente un amplio elenco de alemanes encabezado, entre otros, por Adolf Hitler. En el banquillo se sentaba Hans Frank, abogado, ex ministro del recién derrocado régimen, y responsable, entre otras muchas acciones criminales, del asesinato de tres mil quinientos judíos, ejecutados al borde de una fosa donde se enterraron, amontonados, los cadáveres, en las cercanías de la ciudad entonces polaca conocida como Lwow, Lvov, Lviv o Lemberg. Así como de la deportación de muchos más a los campos de exterminio.

De Lemberg, y de sus proximidades, donde ejerció su letal dominio Frank como gobernador, provenían, y allí habían residido y llevado a cabo parte de sus estudios, Hersch Lauterpacht, catedrático de derecho internacional afincado en Inglaterra; Rafael Lemkin, fiscal y abogado, que ejerció la casi totalidad de su carrera profesional en Estados Unidos; y Leon Buchholz, abuelo por línea materna de Philippe Sands, autor de Calle Este-Oeste, un extraordinario trabajo que destaca por su cuidada y exhaustiva documentación, y por su habilidad narrativa.

Sands (Londres, 1960) es profesor de derecho internacional en el University College de su ciudad natal; y ha jugado un importante papel en los juicios llevados a cabo en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y en la Corte Penal Internacional de La Haya, referidos al más reciente conflicto yugoslavo, al genocidio ruandés, a la invasión de Irak, a Guantánamo, o al dictador chileno Pinochet. Ha escrito ensayos sobre la ilegalidad de la guerra de Irak o el uso de la tortura por parte del gobierno de Bush. Seis años de arduo trabajo, según explica al final de Calle Este-Oeste, le han llevado a elaborar una suerte de quest o de ensayo narrativo que tiene mucho de detectivesco, de thriller, de indagación sobre el horror del siglo XX, lo que facilita su lectura pese al acopio de datos –el listado de las fuentes utilizadas, las notas, los créditos de las más de setenta ilustraciones y mapas, y el índice analítico que acompañan la edición, ocupan casi un centenar de páginas.

Además de reproducir una buena parte de los debates internos del juicio de Núremberg –haciendo hincapié en las intervenciones de jueces, fiscales, abogados y de algunos de los acusados (Göring, Ribbentrop, Rosenberg, Speer o el propio Frank, entre otros)-, Sands recoge opiniones y testimonios de descendientes directos de algunos de aquellos personajes. Uno de los más interesantes es el de Niklas Frank, que no sólo abomina de su padre, sino que todavía hoy mira cada día la foto de su cadáver, efectuada instantes después de ser ahorcado en Núremberg: “Para acordarme, para asegurarme de que está muerto” (p. 493).

Pero sin duda hay tres componentes que colman el interés de este trabajo: la biografía y la descripción del quehacer intelectual y político de Lauterpacht y de Lemkin, y la indagación en el pasado familiar del autor, a medida que, tardíamente, lo va descubriendo. Todo ello relacionado con la raíz común en la región de la Galitzia polaca –hoy ucraniana- donde Frank –del que también se nos dan muchos detalles de su vida personal, militar y política- ejerció un poder destructivo. Lauterpacht y Lemkin, con sus seguidores en el campo de las ideas referentes a la aplicación de la justicia universal, fueron los “creadores”, respectivamente, del concepto de crímenes contra la humanidad y del de genocidio. Sands no elude cualquier aportación que explique el auge merecido de ambos términos y la importancia de su relevante aplicación en muchas de las acciones y de los análisis ejercidos con posterioridad a la fecha de Núremberg. Un solo ejemplo: la noción de genocidio tiene sus antecedentes en la de “Völkermord” (asesinato de pueblos), que ya formuló el poeta August Graf von Platen en 1831, y Friedrich Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, cuatro décadas más tarde (p. 253). Lauterpacht y Lemkin enfrentaron ambos conceptos, intentando imponer cada uno la supremacía del suyo, lo que hace que Sands concluya que en buena medida se complementan y revisten la misma vital importancia en la consecución de un mundo más justo.

A esas indagaciones sobre personajes fundamentales en la construcción de nuestro universo judicial contemporáneo, se une, como ya he dicho, el descubrimiento progresivo de unos antecedentes familiares semitas, del que los ascendientes han preferido ocultar los detalles en un intento por superar la marca indeleble grabada en sus vidas. Sands averigua que una buena parte de sus predecesores perecieron víctimas de la Shoah. En cuanto a los que escaparon de ella, han preferido, como su abuelo Leon, adoptar el silencio, en un singular rescate de sí mismos que resulta imposible: “Es solo que hace muchísimo tiempo decidí que esa era una época que no deseaba recordar. No he olvidado. He decidido no recordar” (p. 427), manifiesta el anciano, con delicada sutileza.

Sands ha viajado también a los lugares donde los hechos evocados tuvieron su desarrollo para constatar que, en muchos casos, se ha intentado cubrirlos de un velo que esconde la vergüenza o la ausencia de crítica, si no una ridícula parodia. Así, cuando, de visita en la actual Lviv ucraniana, el autor descubre, cercano a las ruinas de la sinagoga construida a finales del siglo XVI y destruida por los nazis en 1941, un restaurante judío llamado Golden Rose en una ciudad donde no sobrevivió ningún representante de esta nación. Los comensales, a los que observa, cenan ataviados como judíos de la década de los veinte: sombreros negros y toda “la parafernalia asociada a la comunidad judía ortodoxa. Nos quedamos horrorizados [le acompaña su hijo]; era un lugar para que se disfrazaran los turistas, que al entrar cogían las características prendas y sombreros negros de unos colgadores situados justo dentro de la entrada principal. El restaurante ofrecía comida judía tradicional –junto con salchichas de cerdo- en un menú en el que no figuraban los precios. Al final de la comida, el camarero invitaba a los comensales a regatear el precio” (p. 505).

La supuesta comicidad de la interesada parodia no puede ser más ofensiva ni infame.

 

Philippe Sands, Calle Este-Oeste. Sobre los orígenes de “genocidio” y “crímenes contra la humanidad”, traducción de Francisco J. Ramos Mena, Barcelona, Anagrama, 2017.

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    No hay que perderse la nutrida y plural sección de poesía que incluye textos de 20 autores, entre los podemos citar a Huang Fan, Juan Cobos Wilkins, Rafael Fombellida, Concha García, Almudena Guzmán, Enrique Juncosa, Javier Lostalé, César Antonio Molina, María Ángeles Pérez López y Javier Vela. Muy recomendable es el avance del nuevo libro de Emmanuel Carrère. Por último, una lectura atenta requieren las conversaciones exclusivas con Antonio Gamoneda y Brenda Navarro. TURIA celebra así sus ¡¡40 años de vida!! en este 2023.

     

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