
El nuevo libro de Pedro Ugarte, Un lugar mejor, es uno de los más destacados conjuntos de cuentos publicados en este último año. De una intensidad emocional extrema, Pedro Ugarte (Bilbao,1963) nos lleva por caminos terminales, instantes extremos y cariños disfuncionales en un carrusel de emociones estructurado como una sucesión de estaciones vitales que ejemplarizan la vida como un conjunto de estadios puntuales caracterizados unas veces por el extrañamiento y otras por la rutina. En 2016, Ugarte ya había publicado su inmenso volumen "Nuestra historia", también en Páginas de Espuma y, con él, obtuvo el prestigioso premio Setenil al mejor libro de cuentos. La exquisita editorial balear Sloper editó en 2024 su, hasta ahora, último poemario, "Las cosas de este mundo", dejando 2025 para este nuevo capítulo en la trayectoria del escritor vasco.
Cuentos como "Éramos tan felices" donde una familia se descompone ante sucesivas situaciones, enfermedades casi transitivas, hasta dejar al protagonista extrañamente feliz en su compendio de recuerdos, es uno de esos cuentos que nos provoca una enajenación emocional, ante el retrato de una experiencia genética, sanguínea, donde la fidelidad familiar, la ausencia filial, en un ajedrez de ciudades, donde todo son puzles descompuestos en piezas infinitas, es la metamorfosis cualitativa de unas personas que no distinguen la tragedia de lo cotidiano. Encontrarse con "No podría morirse ese animal" es vitriolo puro. La primera temática que recorrerá el libro: vidas con un origen común que se ramifican hasta convertir a los amigos, a los camaradas, en auténticos extraños. Por un lado la productividad y el sexo, el poder capitalino (aunque el autor deja caer una opinión desesperada: “No podría haber vidas felices debajo de aquel caparazón de de tejas encarnadas, en esa sucesión de sarcófagos de sucio cemento armado”), sábanas de sensualidad lujosa de los paradores y, por otro, la misma estepa de Castilla y León, el pueblo de Adraque del Molino, de escaso internet, una reducción arterial desde la autovía, a la nacional, llegando a la puerta por una comarcal donde los ladridos de los perros sueltos es el sonido con el que la naturaleza expresa su miseria. El protagonista y su antagonista, el ejecutivo frente a un kioskero, el atlético y el dejado. La amante y la mujer que no trabaja, cubierta de hijos. Las terribles dimensiones de las noches de invierno y la rabia que cristaliza en la frase que da título al cuento. Un perro, el asfalto, un volantazo, el reproche, quién vive y quién muere. En "Ulises y los mapaches" encontramos otro eslabón más en la ristra de perdedores y, como si fuera parte del esquema, un protagonista que intenta alejarse de esa decadencia social, pero no quiere abandonar al personaje en la desgracia. Intentan ser buenos, no son falsos, tampoco se esfuerzan demasiado. Hijos de matrimonios rotos, lejos geográfica y emocionalmente, que evitan a sus padres destrozados. Una vida de mierda. La vuestra y la mía. La de todos.
La segunda parte, "Estación de la soledad" comienza con una oficina, con su engañosa pátina de orden y paz aséptica que termina por ser un microclima tóxico. Mucho de Franz Kafka, pero también de la icónica "Las doce pruebas de Asterix", en ese arrebato descriptivo de la penúltima y abigarrada burocracia pública. Dinero, expedientes, papeles, miedo a tirar algo que sirva en el futuro, legajos frente a equipos informáticos, la capacidad de almacenamiento ha crecido de manera exponencial, pero está la duda de si no sabemos seleccionar lo necesario. No sucede con las fotos de los móviles, con los vídeos de nuestros hijos. Una balada, una broma de mal gusto, "Un plan estratégico", papel y más papel, satinado. Maravillosa la idea de la neo lengua de esta sociedad de fortalezas y debilidades. Un guiño a las adolescentes tísicas de los cuentos de Edgard Allan Poe como el retazo de luz y color en lo gris. El odio a los concejales de cultura y la socialdemocracia. Al final, el protagonista, en su revuelta frustrada, se queda solo en la oficina. Como en Un lugar mejor, donde Ugarte coloca a su personaje en dos estadios paralelos, uno en el metro, donde cada mañana vive una historia de amor subjetiva y soñadora y el otro, en su casa, con una mujer enferma, postrada, químicamente inválida. Pero, de nuevo, las oposiciones, el cine, los bollos, una viuda joven, dolor, sábanas, paranoia y más medicación. Un movimiento en el tablero, un intercambio de fichas, deja, por primera vez en el libro, que entre un poco de ilusión. Amarga e improbable, pero con algo de color: "Enamorarse en los vagones de metro, es aceptar, de puro improbable, que la vida ha terminado". Cuando leía "Niño jugando a la guerra con pistolas de verdad", me venía a la cabeza "Paquito", el tema de los Enemigos, con letra de Javier Corcobado: una resacosa ciudad castellana, con autobuses (quizá trenes), pero sin aeropuerto. El encuentro de un escritor de clase media con un seguidor de clase alta. Uno ungido, el otro mediocre en su estado de cabeza de ratón provincial. La detonación, un cuerpo y una última recompensa inesperada para un talento escaso. Plano, como la capital de provincia, como el círculo de la metaliteratura.
La siguiente parada es en "La estación de las mentiras", con un instante, "Arantxa", un punto de no retorno, como en "El adversario" de Emmanuel Carrère sin ser, lógicamente, tan trágico. Más incómodo que otra cosa. Dos parejas. Máscaras de clase alta. Incomodidad. La verdad, el pánico, la mentira, un final de cartón piedra, abierto, que nos aboca al abismo. El primero de una galería de personajes ajenos (muchas veces extranjeros), que nos van a acompañar en esta parte del libro. En "Una isla sucia y abandonada" volvemos a encontrar la penuria social transitiva entre el protagonista y un secundario, Fermín (también con hijos, también lejos, alguien a quien sus vástagos le piden que nos les escriba), sumido en un estado de apestado formal, y el protagonista, que se descubre como una península en su grupo de amigos: un simple comentario lo lleva al páramo alcohólico junto a un malecón en el Mediterráneo. Nombres violentos en pueblos levantinos, parejas bien llegadas desde Madrid, una sociedad sanguinaria donde la culpa se transmite señalándose con el dedo y provocando un terremoto estructural a través de la mentira del plural mayestático. Y con "Westerman Servicios Generales" nos queda la sensación de que el mentiroso, el falso personaje, se ha disfrazado, yendo desde "Arantxa" hasta aquí. Ahora convertido en un siniestro hombre de negocios, el futuro suegro del narrador. Impostor, turbio, el dinero abundante producido por la nada. En la plusvalía del pelotazo o del crimen, Pedro Ugarte define sus secundarios a través de una ramificación vital, un salto ínfimo, una mariposa moviendo las alas y, de pronto, los personajes se convierten en desconocidos por una transmisión, un desplazamiento. Inquietante final, de nuevo. La mentira siempre trae semillas de duda.
La última parte del manuscrito son los "Cuentos de la última estación": tres relatos muy distintos entre sí, que van de lo lírico a lo prosaico de manera natural y poseen un barniz emotivo que permite una cierta lectura esperanzadora: "Ermita de San Sebastián" que comienza casi como un proyecto de "folk horror" donde se lee <<Es como si la tierra se quejara de algo>>, para mutar a una historia de tristeza infinita, de desazón salvaje: flechas rotas, como las de los indios en los muñequitos del oeste, mujeres que hasta hace poco eran niñas, el cuento de la lechera... un pecho desnudo, un niño en camino, el arrepentimiento. Vera y Kevin, verrugas de un mundo en descomposición que sobreviven a base de brutalidad. "Dientes, caricias, agosto" es un instante en el estío de uno de esos derrotados divorciados que abundan en los cuentos de Ugarte, con una niña extraña y un hermano, que es uno de esos mínimos instantes en los que se les permite recibir algo de calor humano, antes de que, tras los mapaches y el malecón, lleguemos al animal, otro animal, el mismo destino. Mi favorito es "Viento inclemente", con el que termina el volumen. Nos es por la belleza formal del mismo, es la perspectiva diferente que le otorga Ugarte: un padre, un hijo, la separación emocional y geográfica, cuantitativa y cualitativa. Las pocas oportunidades de una intimidad paterno-filial, un tipo que, tras abandonar a su familia, no quiere reparar nada, no quiere dar consejos, que no se agarra al miedo a la soledad para chantajear a su hijo. Solo revelarle el secreto, la máxima, lo que ha guiado su vida: "Tienes que ser feliz aunque hagas sufrir a los demás". Una sensación de metal en la boca, un círculo vicioso, entre lo ético y lo literario, el muelle que se estira y no vuelve. Una infidelidad hacia uno mismo, por querer agradar a los que lo rodean. Es una magnífica manera de terminar un libro que, por otro lado, es estupendo en su conjunto. Uno de los grandes, Ugarte, con uno de sus mejores volúmenes de cuentos.
Pedro Ugarte, Un lugar mejor, Madrid, Páginas de Espuma, 2024.