Los significados parecen escritos en piedra. Luego va la poesía y rompe las palabras en mil y un pedazos. ‘Desvahar plantas’. Ella limpia y moldea. Es el ejército enemigo del Principio de no contradicción. Eso de que nos lleva a las fronteras del lenguaje suena manido; los lugares comunes, sin embargo, hay que sonarlos de vez en cuando: una campana sin tocar es poco más que un adorno del paisaje. ‘Muchas cosas se dan al margen de palabras / que hayan sabido detenerlas’. ¿Nace de la inteligencia?, ¿de la experiencia?, ¿de la inocencia?, ¿de la intuición? Tal vez sea una mezcla o una tirada de dados. La imaginación, ¿hasta qué punto trabaja? Ida Vitale, doctora en Poesía, prefiere la práctica. Divertida, camina como si acabara de tomar el desayuno, pero acaba de comer. Son las cuatro de la tarde. Mientras habla, lo hace poseída por el recuerdo. ‘La memoria su leve tela teje’. Está encantada de regresar, por no sabe ya qué vez, a la Residencia de Estudiantes, en Madrid. Disfruta de saberse viva y de compartir un rato con quien se le acerca. Parece eterna, también una niña; y los niños, en su libertad, abrazan la lógica más de lo que parece. Por eso dicen abrido, no abierto. La vida es una conjugación que se perfecciona con los años. Los niños, como los perros, son máquinas de repetición de cuanto les conviene. Ella es una niña-animal que improvisa y salta de la lógica a la fantasía como si fueran habitaciones separadas por un tabique que no le cuesta atravesar. Tiene memoria y no escribe. Será que esa no es condición suficiente.

            - ¿Para qué sirve la memoria a un escritor, si no escribe?

            - Para hablar con usted.

            Claro. Qué obsesión, la literatura. Como si ella fuera la única. Ida ha elegido vivir, no escribir, actividades que de repente se presentan contrapuestas. “Escribir es una opción que te ofrece la vida. Vida y literatura pueden ser lo mismo. Lo han sido. En estos momentos, pensar en hacerlo me resulta tan pesado como trasladar un bloque de ladrillos hasta allá”, y uno ignora si allá son los límites de la estancia, del recinto o de la ciudad. Leer es otra cosa. “Eso me hace volar. Ahí los ladrillos no pesan”. La ficción es ligera; no la realidad. Prefiere gastar el tiempo que le queda en la risa. Pospone hablar de sus libros. No se toma en serio, signo de lucidez. Sabe por diabla más que por vieja. Indiferente no quiere decir perezosa ni desganada. Las distinciones retoricas son fundamentales. Ella dota a todo de liviandad. Una pluma de ave. Extrae del ladrillo su masa de arcilla para transportarlo. Y sonríe con los ojos, que poseen un halo de inocencia traviesa. La risa es el punto con que termina sus frases. De tal modo, parece que impugna lo que acaba de decir. Si la respuesta es larga, mete dos o tres y la oración se subordina. Sonríe porque aunque la vida va en serio sabe también que no importa demasiado, que la vida, como nosotros, es un material de construcción que terminar por caer. Un ladrillo con el que se erigen casas de paja. Disponemos de cultura y raíces, no de cimientos. ‘Pero lo aun precioso será olvido, / ya lo sabemos la memoria y yo, / aunque intentemos seguir adelante / con el dibujo’. Pasa un tipo alto: “Sigámosle. A ver si da con la cabeza en el dintel”. El hombre atraviesa el umbral sin problema, y vuelve a reír, sin decepción. Risa y sonrisa no son lo mismo, pero en ella se confunden. Admite Víctor Erice que la aportación de Ana Torrent a El espíritu de la colmena resultó fundamental: su inocencia otorgó al personaje una verdad innegociable desde la inteligencia: no distinguía realidad de ficción, condición de la primera infancia. Parece que Vitale ha traspasado un umbral en el que tampoco. Es, al conquistar la razón, tan bajo cielo, cuando empieza el niño a estabularse. Ida se mantiene libre y hace lo que le da la gana, tarea a la que le ayuda su hija Amparo, a quien dedica Sueños de la constancia (1984). No han pasado más que seis meses de su anterior visita. Entonces presentó Tiempo sin claves (2021). Ahora la excusa es Donde vuela el camaleón. Salió en el 96 y llegó a España en 2023. Es relato. Un relato muy Vitale, pasado por la fábula, por la historia, por el mito, por la poesía, por la alegoría, por el humor, por la paradoja... La mezcla de géneros tal vez nos salva de la disolución. La realidad es contradictoria.

 

“No me gusta la posmodernidad, pero hay en ella un algo de vanguardia que sí”

            - ¿Reconstrucción o deconstrucción?

            - Pueden ser lo mismo [ríe].

            - ¿Clásica o moderna?

            - Pueden ser lo mismo también.

            - No la veo muy posmoderna.

            - No me gusta la posmodernidad, pero hay en ella un algo de vanguardia o de cambio, como de refutar lo anterior… que sí. Como cualquier época, tuvo sus cosas buenas y sus cosas malas. No hay ninguna buena o mala totalmente.

            Vamos, que quitó algún dique al mar, pero insuficiente para tomarla demasiado en serio, no es una constitución. ¿Usa, entonces, Vitale las armas del enemigo, su impulso, para derribarle? ¿Aplica técnicas de arte marcial a las letras?, ¿alguna prosa de Sun Tzu? Sí da la impresión de que fabrica cabañas con ramas que ha dejado la tormenta. De que le gusta construir a partir de la mezcla y del fragmento. Lo demuestra en su prosa, religando temas y registros, y también en su poesía. ‘Un lápiz, / una hoja, tan sólo de papel, que quisiera / como de árbol, vivaz y renaciente, / que destilase savia y no inútil tristeza / y no fragilidad, disoluciones’. Fragilidad, disoluciones. Pájaros de barro. Ladrillo.

            “Qué a gusto estoy”. Y cambia de postura y avisa, por tercera vez, de que oye mal. “A partir de los cien, el oído disminuyó”. Carcajada. La gravedad la transforma en despreocupación. En un alarde, señala que oye incluso mal ¡por el oído bueno! Los audífonos van cumpliendo su cometido y uno piensa que igual lo que quiere es tenerle más cerca. La proximidad facilita la confesión.

            - ¿Me va a preguntar por la tapa? [se refiere a la portada de Donde vuela el camaleón, próximo, en una mesa, junto a otros títulos]

            - Pues no tenía pensado.

            - Tiene que hacerlo.

            - ¿Por qué?

            - ¿No se ha dado cuenta?: Se titula Donde vuela el camaleón ¡y sale un pájaro! ¿Quién ha elegido la ilustración?, ¡qué disparate! [ríe]. No quiero pensar que alguien ve en esto un camaleón. Nunca me encontré con el responsable.

            - Habrá que mirar los créditos.

            - No dicen nada. Lo primero que debe tener una tapa es cierta relación con el título.

            - O no.

            - O no... [concede, educada, y regresa en seguida al ataque] Pero si citas un animal, ¿por qué meten otro? Siempre tiene que haber alguna originalidad.

            - Igual el camaleón es tan camaleón que elige disfrazarse de pájaro…

            - [carcajada] ¿Y va por el cielo?

            -Piense en el título. Usted lo dice.

            -Si el responsable me ofrece esa respuesta, se la acepto, pero me temo que la verdad no será tan poética. No hago más que mirar la tapa.

            -Usted arranca un relato, ahí, diciendo: “El gorrión, ¿era gris porque se sentía gris?”. Igual su camaleón se siente pájaro.

            -Una cosa es lo que el gorrión quiera sentirse y otra lo que sea [cambia el tono]. Últimamente están impugnando la biología. ¿Se ha dado cuenta? ¿No pensará que hago yo lo mismo?

            -Su relato es anterior a esa corriente, y en él no hay espacio para el relativismo.

            -Porque los de mi generación sabemos diferenciar la biología de la literatura. Yo, si hablo de algo ahí, que tampoco lo sé, habrá de ser del problema de creerse lo que no se es.

            -La identidad.

            -Un tema de moda. Hace mucho que escribí el libro. Lo olvidé. Tuve que releerlo para  la presentación. Ese pájaro no recuerdo si quería ser azul, pero se acostumbró a ser quien era. Quien era. Si damos por buena su tesis, el camaleón de la tapa no parece muy conforme con su identidad [más risa].

            -Lo mismo, igual que en el cine, hay que suspender la incredulidad.

            -Ah, yo estoy a favor de eso. Además, es un pájaro bastante especial… Al final me va a gustar. ¿A usted le gusta?

            -A mí sí, y le diré que no me había percatado del fallo -si lo es-.

            -No creo que sea un pájaro inventado. Parece una foto. Bueno… está bonito. Al menos dentro creo que no hay erratas...

            - Lo que no me va mucho es la foto que adorna varias solapas suyas: usted con un pájaro de papel, por muy de Mordzinski que sea, y por mucho que le haya dedicado un poema.

            - A mí tampoco me apetece verla tan repetida. Una vez, vale. Dos, vale. ¿Me hace muy niña?

 

“Lo mejor que podemos hacer es no ser comedidos ni previsibles”

            Vuelve a demostrar que es un animal adulto, una niña con candidez justa, al tiempo que una escritora que traspasa las paredes. Alterna razón e inocencia. Es caballo salvaje y brida.

            - Vaya forma de empezar.

            - ¿Por qué?

            - Un tanto incorrecta, ¿no?

            - Lo mejor que podemos hacer es no ser comedidos ni previsibles. Son tiempos muy sosos. Parece que estamos en el colegio. Una puede parecer una niña, pero no es tonta. ¿Usted no cree que nos tratan como a tontos?

            - ¿Quiénes?

            - Políticos, periodistas, qué sé yo, pedagogos. Las asociaciones de esto y de aquello... siempre hay alguien que defiende la última ocurrencia del universo.

 

“Soy vieja, no tonta”

            - ¿Usted lo nota?

            - Pero cómo no. Soy vieja, no tonta. Tengo mucha vida, puedo comparar [vuelve la risa].

            - En una respuesta se define como niña y a la siguiente, como vieja.

            - Las dos cosas son la misma.

            O sea, deconstruye y reconstruye, moderna y clásica, y niña y vieja. No serán los últimos dualismos. Ni los últimos vuelos de pájaro. Vieja, por cierto, una palabra que seguramente los que dictan el lenguaje en los despachos no aconsejan. En Ida Vitale cada acto de resistencia es un canto de libertad. En la última entrega de J. A. González Sáinz, Por así decirlo, tropezamos con el término retrasado, o retrasadillo. Los garantes del orden sugerirían ‘persona con discapacidad’. Menos mal que no se han metido, todavía, a correctores de estilo en las editoriales.

            - ¿Y cómo se enfrenta a esta situación “sosa y tonta”?

            - [tarda en contestar] Me da igual. Miro a otro lado.

            Y gira, literal, la cabeza y lanza su escepticismo lejos, obligándole a uno a dudar si lo deposita fuera de la estancia, fuera del recinto o fuera de la ciudad. Lo seguro es que descansa junto a unos ladrillos pesados, lejos del cielo por el que vuelan los camaleones.

            -¿Hemos entrado en un periodo de decadencia?

            - No [pone cara de susto]. Eso es muy serio. Supongo que hay decadencia en unas cosas y simple tiempo de nacimiento para otras.

            - El nacimiento de unas cosas -pongamos, la barbarie- puede significar el fin de lo opuesto -digamos, la ilustración-. No hay por qué celebrar todo cambio.

 

“Desde la cultura se tienen a veces percepciones de la realidad que no encajan con los acontecimientos propios del momento”

            - ¿Que lo que venga sea peor? No lo sé. En Uruguay no veo mucha decadencia. En Europa lo mismo es distinto. Les pasa que son viejos como yo. También le digo que desde la cultura se tienen a veces percepciones de la realidad que no encajan con los acontecimientos propios del momento. Si están en decadencia en Europa lo tienen que determinar ustedes. Sería muy atrevido que yo me pronunciase. Pero si están en periodo de decadencia, pobres personas las que les sucedan.

            - Respecto del identitarismo, parece que viene de Estados Unidos. De campus en los que retomaron viejas ideas minoritarias fracasadas. Luego la revisión, en tal caso, fue hecha por un país joven…

            - Al joven le engañan igual que al viejo.

            - En varios relatos se muestra crítica no sé si con el hombre o con el progreso.

            - Puede ser la misma cosa.

            - En uno dice: “Desde lo más alto se le está pidiendo a los hombres distraídos un esfuerzo por detener este desvencijamiento, este derrumbe del más puro y menos defendido bien que hayamos heredado”. A pesar del tono, quizá pretendidamente ambiguo, el texto tiene un espíritu inequívoco de reprobación.

            - Puedo estar hablando de la civilización, de la bondad, de algo bíblico, profético, tampoco lo sé. De la presencia del hombre en la tierra. De la noción misma de progreso. Son textos que escribí hace mucho… no sé qué me movió a ellos. Yo hablo de un cielo que se cae, hasta ahí. Y utilizo una primera persona masculina desde las alturas, que suena grande y que planea sobre el colectivo. ¿Indicios de un desastre? No lo sé.

 

“Aceptemos las cosas según vengan y la vida tal cual es”

            - Habla de ruidos que proceden de la tierra.

            - La culpa, la necesidad de estar en paz, de vivir en paz, la tradición… esos podrían ser otros temas. El hombre no es mi personaje favorito. Prefiero los minotauros [ríe]. Confío poco en el hombre, pero si hemos llegado hasta aquí es porque también tiene una parte positiva. Aceptemos las cosas según vengan y la vida tal cual es.

            Esa postura, entre el pesimismo y la aceptación, consta, disimulada, en muchas páginas de su obra. En el capítulo ‘La ecología’, del libro De plantas y animales (2019), refiere a Dorst: “El hombre apareció como un gusano en una fruta”. No cuesta imaginar a Vitale adscrita a ese enunciado. Las dudas emergen en forma de patada al tremendismo actual, esta vez con John Donne: “El cielo está perdido y la tierra también y nadie sabe dónde ir a buscarlos. / Y los hombres confiesan libremente que este mundo está agotado”. Dudas y patadas porque Donne nació en 1572. Murió en 1631. Desde siempre han habitado la sospecha y el pesimismo. Quizá sean un modo culto de estar en el mundo. Seguramente por eso avisa la autora de percepciones que no tienen que ver con los hechos. Vitale, para distanciarse, cuestiona: “¿Será tan malo vegetar?”. Pertenece a Tiempo sin claves, otro título sintomático. Critica el voluntarismo y afirma que para que existan brotes ha de haber antes una raíz mínima, y que ésta sólo se logra a base de quietud y de hundimiento. De hecho, De plantas y animales empieza con Alberto Caeiro: “Vi que no hay Naturaleza, / que la Naturaleza no existe, / que hay valles, montañas, planicies, / (…) / pero no un todo a lo que eso pertenezca”. El hombre crea. El hombre destruye. Y, mientras tanto, pinta y escribe versos. ¿Qué más podemos pedir?

 

“En todo momento histórico ha habido un sentimiento de fin. Por eso no sé si estamos en decadencia”

            - ¿Ejercer la autocrítica demasiado puede ser negativo? ¿Puede contribuir al colapso?

            - Sí, y hay que precaverse. En todo momento histórico ha habido un sentimiento de fin. Por eso no sé si estamos en decadencia. Yo creo que cada día hay gente más tonta y por eso es tratada como tal. Lo entiendo. Es difícil salir adelante en libertad. Al mismo tiempo, hay gente maravillosa. Me gusta la gente. Soy feliz entre ella. Algunas personas tienen un exceso de negatividad. Los dirigentes, no. Ellos piensan en los votos. Lo peligroso es la negatividad social y veo que se da en los jóvenes. Me gustaría que no fuera así y se dedicaran a disfrutar, a salir, a leer… La juventud es una etapa difícil. Yo fui feliz. ¿Usted?

            - También.

            - A los jóvenes parece que todo les acecha. Es peligroso para ellos demasiado discurso político. También demasiada apertura. Yo creo que todo tiene que ser equilibrado. Siento que, en general, habría que mandar algún mensaje de esperanza. Están preocupados por el trabajo, por la naturaleza...

            - Hay libros que hablan de ecoansiedad y de niños con pesadillas, que riñen a los padres si gastan agua en la ducha o si tiran la basura en el cubo equivocado.

            - A mí también me preocupa la naturaleza, pero no alarmemos: pensemos en la salud mental de los jóvenes. Se sacan las cosas de quicio. Parecería que algunos temen la civilización. Se puede retroceder frenando el progreso y también apelando a él. Qué sé yo. Supongo que el punto medio es el mejor. Eso se sabe desde hace mucho. Cambiar las cosas requiere un proceso lento. También es verdad que hay voces que indican que hay que darse prisa [se encoje de hombros]. No lo sé. Prefiero no pensar.

            - Pensar es atascarse, dice, textualmente, en una página del libro último.

            - ¿Ah, sí? Pues me gusta [ríe].

            - ¿Pecamos de excesivo racionalismo?

            -Puede ser [se queda callada. Dos veces hace ademán de hablar. No se decide. Un pájaro se posa cerca, parece que la mira. Ella no lo ve. Queda a su espalda].

            - Usted ofrece, en Donde vuela el camaleón, una imagen positiva de la ciudad. “La ciudad -todavía las hay- con la bendita cualidad de gozar de un cielo limpio”.

 

“Yo no he terminado de saber dónde se vive mejor. Me gusta el campo, pero vivo fuera de él”

            - La ciudad, en sí misma, no es mala. Parece un invento bueno, ¿no? Los pulmones pueden estar más limpios en el campo. Yo no he terminado de saber dónde se vive mejor. No lo sé. Podría resumir mis contradicciones en que me gusta el campo, pero vivo fuera de él.

            - En Montevideo.

            - Montevideo es todavía una ciudad-poco ciudad. Está al borde de un río que para nosotros es como un mar. Los que viven cerca de la desembocadura tienen esa impresión. Yo vivo en el medio. Del otro lado está Argentina. No se la ve.

            - Lo que no se ve, pero está.

            - Enseñanza que aportan la poesía y, según se ve, la geografía [echa a reír].

            - ¿Y la religión?

            - También [reconoce, sin entusiasmo]. El río de la Plata ofrece unas tormentas importantes. Yo viví siempre cerca del mar, a cuatro cuadras. La playa -hay mar por todos lados- es importante para el montevideano. El mar se vuelve una compañía, aunque es un peligro. Cuando yo era chica oí que alguien se ahogó. Una persona mayor. Le dio un mareo. Se ahogó, nadie se enteró. Algo así. Eso me infundió temor al agua. Terror casi.

            - ¿No aprendió a nadar?

            - No me apetecía arriesgarme [ríe]. ¡Y eso que lo tenía cerca! No es el caso de quien vive lejos y va al mar una vez cada muerte de obispo. No. Yo lo tenía ahí. Pero me inspiraba respeto.

            - Le inspiraba. Ahora es distinto.

            - Ahora terror no siento ante nada. Tampoco paso cerca. Me gusta tenerlo a distancia.

            - Montevideo ha titulado una novela Vila-Matas.

            - No sabía…

            - Usted le defendió para el Cervantes contra el criterio oficial, no sé si inductor, incluso.

            - ¿Quién ganó?

            - Joan Margarit.

            - Ah [y da la impresión de que no le ubica o se ha olvidado de él]. Cuando defendí a Vila-Matas, ¿había salido el libro? [pregunta, extrañada].

            - No. Ha salido hace poco.

            - Menos mal, podrían haber pensado que había implicancia [ríe]. ¡Qué raro que se le haya ocurrido titular así una novela! Él no ha estado en Montevideo. O sí, pero no le vi. ¿Qué contiene el libro?

            - Yo lo veo como un viaje por ciertos hitos, más o menos transformados, de su obra. A Montevideo le dedica un capítulo. La excusa es el cuento de Cortázar ‘La puerta condenada’, que transcurre en el hotel Cervantes. Ahora que lo pienso, no sé si existe realmente.

            - Sí, cambió de nombre: Hotel Esplendor.

            - Eso refiere él. Entonces es verdad. El caso es que proyecta un viaje para buscar la habitación del cuento. Pero no es monográfico: salen Barcelona, París, las Azores, Londres… hasta Reikiavik.

            - [asiente complacida] Lo conocí porque era íntimo de Álvaro [Mutis]. Yo siempre me cuidé de no llegar a los demás a través de Álvaro porque, entre novelistas, puede haber celitos. No era el caso: entre los dos se percibía camaradería.

            - No le votó por amistad.

            - Nunca la hubo. Coincidimos puntualmente hace mucho. Le voté por sus libros, obvio.

            - Mutis siempre habló en términos muy positivos de usted.

            - Con mi marido se dio una relación estrecha. Y con la mujer de Álvaro, qué persona tan bellísima. Con ellos hubo desde el principio muy buena relación. Son personas generosas y abiertas, como recuerdo a Vila-Matas. Han vivido mucho, también en los libros.

            - Y tienen sentido del humor.

            - Ni que hablar. Eso forma parte del hombre total.

            - “Hombre total”... Usted recurre al uso genérico del masculino en sus libros: “el hombre en su ceguera”; “los hombres tejían proyectos”...

            - Claro. Los hombres. La comunidad.

 

“El lenguaje inclusivo son guerras que se alejan de lo importante”

            - ¿Qué le parece el lenguaje inclusivo?

            - Son rachas. Me da igual. Las particiones las veo absurdas. Nos hace perder, eso pienso. Habrá quien lo vea de otra manera. Para mí son guerras que se alejan de lo importante.

            - Usted incurre en algo incluso que se prestaría a ser tachado como estereotipos de género: “Los guardabosques espiaban como vecinas chismosas”.

            - [encoge sus hombros] A veces la gente, por defender causas que considera justas, se inclina a los extremos. Una pena. Y piensa que los demás son esto y aquello simplemente porque tienen una opinión distinta.

            - ¿Con qué intensidad se da el fenómeno en su país?

            - Uruguay ha tenido muchos defectos, pero también algunas virtudes. No hay gente dando vueltas al lenguaje, no hay teorías de esas… Los dos sexos disfrutan de una enseñanza común. En la educación está la igualdad real. Las cosas en Uruguay se dan, creo, con naturalidad.

            -Hace un par de años, Buenos Aires, Argentina, sacó de la enseñanza el lenguaje inclusivo. Antes, Francia lo había retirado de los programas docentes.

            -En Uruguay hay un organismo llamado Administración Nacional de Educación Pública. Hace unos años emitió una circular para limitarlo. No son cosas que me preocupen. No veo que tengan que ver mucho con la literatura. Sí creo que es bueno que los niños y los adolescentes reciban una educación lo más neutra posible, sin sesgos ni ideologías. Hay que ir al colegio a recibir clase.

 

“Tendríamos que repensar la idea de progreso”

            - Reclama contenidos académicos.

            - Lo que pasa es que hay modas… [hace una pausa] Tendríamos que repensar la idea de progreso. Pero eso a mí no me toca. Les toca a ustedes, los que tienen años por delante. No hay que aceptar todo lo que viene por el hecho de que viene.

            - En su infancia [nació en 1923] ¿sí percibió un entorno machista?

            - Lo habría, como lo hay en todos lados, pero yo me crié en una casa en la que tenían más peso las mujeres que los hombres. Todas estudiaron y todas hicieron carreras, por cierto, más o menos culturales. Yo no sentí ninguna diferencia de trato con ningún hombre. Y si no la sentí entonces, ahora menos.

            - Su madre murió cuando era pequeña.

            - Por eso me crié con una tía a la que me confió mi padre. Era directora de un colegio con cierto prestigio. Mi padre no intervino para nada en mi educación, lo digo en el mejor de los sentidos.

            - ¿Un matriarcado?

            - Un matriarcado, si acaso muy especial. Estaba mi abuela, que ya había cuidado a un montón de hijos, y le tocaba descansar. Había tíos… ¿qué quiere que le diga?: a unos los quería… otros no me gustaban [risas]; vamos, una familia normal. Mi padre fue la persona más alejada que tuve. Me vino bien. Lo disfruté. Antes los hombres pasaban mucho tiempo fuera de casa. Y en mi caso se daba la circunstancia de que él confiaba en esa tía pedagoga.

            - ¿Tuvo una vida privilegiada o con facilidades?

            - No nos empujaron a trabajar, eso es cierto. Pero yo creo que todo fue normal.

 

“He sido inquieta, pero siempre he abogado por una vida tranquila”

            - En Donde vuela el camaleón dedica un relato a Zenón, discípulo de Parménides. ¿Cómo es su relación con los presocráticos?

            - No tengo una relación íntima [ríe]. Son nombres a los que visitaba cuando llevaba una vida intelectual activa. Ahora me dejo llevar. Me gusta mirar por la ventana, sentarme [ríe]. Eso siempre me ha gustado, ¿eh? He sido inquieta, pero siempre he abogado por una vida tranquila. Los presocráticos me pillan un poco lejos. No tengo inclinación manifiesta sobre ninguno, pero le diré que ya de chica distinguía entre Roma y su cultura, y Grecia.

            - Inclinándose por…

            - Por Grecia, evidentemente. Después, cuando estudié, estuve más cerca, por desgracia, del mundo del Derecho, o sea, del que puede venir directamente de Roma. De muy niña registré la presencia de mi abuelo [vuelve a desviar la mirada]. Evidentemente, fue una persona culta. Diría que no le conocí, que le registré… Fue abogado y tenía una biblioteca formidable que heredé, en parte, compuesta por textos legales. A mi abuelo le hacía representante de ese mundo latino que situaba al margen de mi interés. El mundo heleno era otra cosa. En casa también había mucho libro de esa otra parte. Y, gracias a la biblioteca de la tía pedagoga, novela.

            - ¿Qué me dice de la poesía?

            - Menos.

            - ¿Cuándo se zambulle en ella?

            -En la escuela de mi tía. No me faltaron libros prestados, pero entré de verdad en ella en la biblioteca de ese centro. Tenía que esperarla para volver a casa juntas. Entonces me entretenía con los libros. En mi recuerdo, todos eran de poesía.

 

“Desde luego, no me gusta la falta de libertad”

            - La griega parece una sociedad más libre que la romana. Usted también es libre.

            -Supongo. Desde luego, no me gusta la falta de libertad.

            - ¿Con la edad se va ganando?

            - La libertad se descubre sin esfuerzo. El hecho de que mi padre estuviera mucho tiempo fuera -y yo a cargo no sólo de mi abuela, también de un tío que tenía un problema cardiaco, y que permanecía muy quieto en casa-, favoreció que me criase de un modo independiente.

            - ¿Hasta qué punto?

            - Bueno, me dejaban hacer lo que yo quería. No me preguntaban en qué andaba o adónde iba. Lo harían, pero no se crea que tanto. Una vez mi tía llamó a casa preguntando por mí, y mi abuela le dijo: “¡Pero ella nunca está a esta hora!”. Serían las tres o las cuatro de la tarde. “¿Y adónde va?”. “Ah, no sé”.

            - ¿Y dónde iba?

            -Pues a otra biblioteca [ríe]. A una que había a tres cuadras. Un día entró una señora más o menos conocida y se acercó a mirar qué andaba leyendo. Era una novela, no buscaba allí libros de estudio, obvio. Hizo un gesto desaprobatorio: “Ah, yo te creía más seria” [ríe]. Yo leía lo que me daba la gana. “Los diccionarios los pido más tarde”, respondí [y ríe más]. ¡Esa idea tan primaria de lo que debe ser una biblioteca! Me sentía importante estando allí. Lo pasaba muy bien.

            - Le quiero preguntar por los pájaros. Salen en sus relatos, en sus poemas, en sus entrevistas –hace poco, en una, empleó la frase “gastar pólvora en chimango”-.

            - Un chimango es un pájaro pequeño que no cuenta para nada, una cosa muy uruguaya.

            Su poesía está marcada por la botánica y por los animales más que por la ciencia y la filosofía. En Tiempo sin claves salen golondrinas. En Procura de lo imposible (1998), mirlos, palomas, colibrís. En Sueños de la constancia, mariposas. En Léxico de afinidades (1994) vemos pájaros convertidos en alegoría. En Oidor andante (1972), hay alondras. Esto, en un recuento muy somero. En Mínimas de aguanieve (2015) llega a dedicar una sección entera a los pájaros. Qué decir del volumen De plantas y animales, encabezado por una cita de Niels Bohr: “El espacio es azul y en él pasan los pájaros”. Dentro, grajos, alondras, loros, palomas, urracas, mariposas… Y, cuando parece que en un sitio no los hay, aparecen mediante personaje interpuesto: “Viene el ángel de raso, replegadas las alas”, dice en ‘Anunciación’, perteneciente a Reducción del infinito, en el que hay otro titulado ‘Orden de ángeles’. Los ángeles, sabemos por Rilke, en Historias del buen dios, que bien pueden ser pájaros. ‘Dios Padre dijo: “Los pájaros tienen que permanecer en el lugar donde yo los he puesto”. Pero se acordó de que, a petición de los ángeles, los había dotado de alas para que en la Tierra hubiese también algo parecido a las criaturas angelicales’.

            - Hay toda una tradición poética con las aves.

            -Yo me desligo de ella [mueve las manos y resta importancia]. El interés en mí no es lírico ni simbólico. Se me llenaron los poemas de animales, yo no los metí. Debió de producirse por la presencia ausente de otra tía dedicada a la Historia Natural. Era muy niña cuando falleció. De ella sé lo que me contaron.

            - La menciona al comienzo de De plantas y animales: Ida.

            - Así es. De ella heredé el nombre. Efectivamente, ese libro, tan centrado en la naturaleza, se presta a mencionarla. Creo que ahí explico que no sólo le debo mi nombre, sino mi cuarto: recibí el suyo, con sus libros, sobre todo de ciencia. Total, en vez de novelas, me tocaba leer vidas de bichos [ríe]. Y los integré en mí.

 

“Supongo que a los pájaros les sucede como a las personas: cuando pierden la libertad se acostumbran”

           - Antes había pájaros enjaulados en las casas.

            - Sí, claro, en la mía también hubo. Pajaritos. Pobres. Recuerdo que mi abuela tenía uno libre, circulando por casa [lo dice seria, como si fuera normal o comprensible o recomendable]. Imagino [cambia la voz, que se vuelve socarrona] que le habrían recortado las alas para que no fuera lejos. No tengo ni idea [ríe], es un decir [sigue riendo]. Yo siempre tuve su ejemplo en mente, y me llevó, en otra época, a hacer lo mismo. Teníamos entonces un ejemplar cautivo. Yo atravesaba un corredor que daba a la cocina y, una vez en ella, bajaba la jaula a una mesa, y abría la puertecita. Y ¿sabe qué?: ¡el pájaro no salía! Tenía que meter la mano y obligarle. Aun así, se quedaba cerca del armazón. Cuando descubrían lo que había hecho, venían todos a chillarme: “¿¡No te das cuenta de que se puede meter en una olla!?” El pájaro nunca salía de la jaula. Era un canarito. Supongo que a los pájaros les sucede como a las personas: cuando pierden la libertad se acostumbran.

            - ¡Qué reflexión!

            - Es así. Llega un punto en que, si no ves las cadenas, las echas de menos. Tenía canarito. No perro.

            - ¿Gato?

            - Tampoco. Después sí. Cuando tuve independencia de elección siempre intenté tener bichos a mano. Y gatos. Bichos y libros.

 

“Escribir requiere dos contrarios: mucha tranquilidad y mucha actividad”

            - ¿Suele dejar dormir los libros?

            - En general, sí. Donde vuela el camaleón tuvo una composición prolongada. Empezó siendo una cosa y acabó otra. Nunca he tenido la sensación de que hubiera alguien esperando para quitarme de las manos lo que escribía. Además, es difícil que a la primera salga algo duradero. A mí, desde luego, no me pasa. Siempre hay algo que corregir.

            - En poesía, ¿trabaja la idea?

            -Sí, pero en la primera escritura. Luego corriges el estilo. Pero la idea debe estar al principio. Esa primera escritura ya lleva su trabajo.

            - Trabajo aparte, ¿le sale fácil? Me refiero a ese primer impulso.

            - Me salía fácil. Ahora no escribo. Me da igual. Escribir requiere dos contrarios: mucha tranquilidad y mucha actividad. Tranquilidad para disponer de tiempo y energía, que pierdes al escribir. Y luego, leer y tener inquietud ante la vida.

 

“Estoy al final de la última etapa. Es natural que tenga la sensación de haber dicho todo”

            - Escribir es cansado.

            - Aunque sea un párrafo. Pero lo hacemos porque queremos. Yo, aunque a veces no me dé cuenta, estoy al final de la última etapa. Es natural que tenga la sensación de haber dicho todo. Me llaman de sitios para leer mis poemas o para que hable, y me gusta moverme y atender a la gente. Creo que es una suerte que alguien le preste atención a tu poesía. Pero para escribir hay que tener la cabeza muy bien; yo no la tengo mal, pero no tengo ganas de agobios.

            - No está cansada pero tampoco se quiere cansar.

            - Algo así [ríe]. Leer, leo. Pero escribir -aunque un libro siempre ha sido una tentación- es algo que pasó, es algo que no volverá a suceder.

            - La muerte, ¿qué sensación le produce? Igual está cansada de oír esta pregunta.

            - Pues no. No se deben de atrever a hacérmela. Miedo, ninguno. Miedo me da perder gente. En general, está sana la que tengo a mi alrededor. Pero ha habido bajas. Y se cumple lo de pensar en tiempos muy lejanos: yo a diario recuerdo gente de atrás.

            - Normal.

            - Ahora se me viene una compañera de clase, un poco mayor, que entró al liceo tarde, por un episodio de tuberculosis. Una tía mía también estuvo tuberculosa.

            - Una enfermedad romántica.

            - Pues entonces en el siglo XX seguíamos siendo románticos [ríe]. En Uruguay era rara la familia que no tenía casos. No se sabría que era tan contagiosa y no se tomarían precauciones. Qué sé yo. Pero, seguir, seguía existiendo. Aquella compañera era muy inteligente, encantadora. Su familia, también.

            - ¿La enfermedad cortó su relación?

            - No. La madre, obviamente, quería que su hija tuviera amigas, y esa era una cosa difícil. Yo la visitaba, estudiaba con ella, y la madre venía cada poco a controlar que no me acercara mucho. Yo guardaba mis precauciones, por eso jamás comenté en casa que iba a la de ella [vuelve a salir su lado malévolo]. No quería que me privasen de ir. Además… ya se había medio curado... No corría demasiado peligro.

            - Muy audaz, usted.

            - No se crea. Me crié con cierto miedo. Al margen de esa tía que le he dicho, más de un tío mío contrajo la enfermedad. No pensaba en el cáncer, que puede ser más letal. Pensaba en la tuberculosis. El miedo a contagiarme fue uno de esos terrores secretos que tuve.

            - Antes salió el mar.

            - Ya van dos [ríe]. El del mar era fuerte también. Igual de íntimo, pero menos intenso. Mi abuela hablaba siempre de la tuberculosis. Era un tema recurrente. Y yo iba a escondidas con mi amiga. Por suerte no había demasiado control. En una familia promedio de hoy, habría sido una pesadilla.

            - Hay más límites.

            - Por todos lados. Todos piensan en ti, todos se preocupan por ti [ríe, sardónica]. La vida antes…

            - ¿Tenía más encanto?

            - Era más humana. Y no por ello, más peligrosa.

            - Aunque su familia le dejaba libre, incurría en mentirijillas y omisiones.

            - [ríe] Pero me portaba bien. Una vez a una tía le dio por controlarme. Me siguió. Cuando vio que iba a la biblioteca, no volvió a seguirme. En casa estaba medio sola y aburrida: había un tío, mi abuela y una empleada. Nadie más. Pues salía.

            Los que no salen, en su ángulo de visión, son los pájaros. Y los echa en falta. Ve la Residencia igual que siempre... salvo en eso. Recuerda que una vez permaneció tres meses seguidos aquí. “Es emocionante. Uno se va, pero las cosas siguen intactas a la espera de otros. Hay pocos pájaros. Eso sí me extraña. Esto debería estar lleno [señala un exterior ajardinado]. Nada les perturbaría. ¿Será que en la ciudad hay pocos?”.

            - Yo había oído que, al revés, vienen a comer, que los contenedores son un festín para ellos.

            - Acá no se oye uno ni por chiripa. En Montevideo, sí. Gorriones, no se crea: ningún pájaro prestigioso.

            De joven, coleccionó una revista íntegramente dedicada a los pájaros. Las revistas eran, entonces, un vehículo cultural de primer orden. Afirma que hubo buenas publicaciones en el Río de la Plata, sobre todo, argentinas, pero igualmente uruguayas. Tan presentes estaban que fundó una.

-       En el liceo-preparatoria creamos una que se llamaba Clinamen. ¡Qué mal elegimos el nombre!

            Tiene un poema así titulado en Procura de lo imposible.

            - Vaya memoria.

            - No se crea. Solamente es un título poco habitual.

            - Un poema se puede llamar así, una revista, no. Pusimos muchas ganas en ella. Había que hacer de todo, no sólo escribir, hasta conseguir fondos para la impresión. Íbamos por la ciudad, en busca de dinero. No tengo ni un ejemplar. En alguna mudanza se perdieron los números. Sacamos media docena, no más.

            - Habrá en bibliotecas.

            - Debería. No me ha dado por mirar. Sería curioso. A ver si a la vuelta busco. Me interesa ver los errores que pude cometer en aquella época. Aprendí a ser piadosa releyéndome. Publicar siempre es un problema. Me acuerdo de lo que sufría, pensando ‘y qué voy a hacer con todo esto’. Siempre hay gente compasiva; profesores, por ejemplo, que apoyan. ¿Le suena Carlos Sabat Ercasty?

            - No.

            - Nombre raro. Sabat hay pocos, Ercasty nadie. Ercasty suena como vasco. A mí me lo parece. Publicó mucho. Sobre todo, poesía. Se tiró décadas escribiendo. Era el padre de una compañera. Era muy conocido en los entornos de la escuela, me refiero a la que dirigía mi tía. Su titularidad era privada, pero el precio, bajo: cabía mucha gente. A un lado estaba la sección femenina; al otro, la masculina.

 

“Siempre me he sublevado ante la idea de que el italiano sea una lengua de segunda”

            - Qué importantes son los profesores.

            - Sí. Ahora se me viene a la cabeza una mujer mayor, tranquila, no precisamente simpática. Impartía italiano. La quise mucho. Estuvo sola en el Uruguay mientras duraba la guerra en Europa. Me parecía penoso que estuviera sola. Una profesora excelente. Recuerdo a otra, de sexto año, joven, extranjera. Vivía sola y le gustaba la historia natural. Había buen ambiente. La gente mandaba a sus hijos al liceo francés para que salieran con el idioma aprendido; luego había colegios ingleses y alemanes -cuando la guerra, Uruguay fue antialemán-. El colegio italiano fue perdiendo peso. Todos mis tíos y mi padre acudieron a él. Hoy no va nadie. Siempre me he sublevado ante la idea de que el italiano sea una lengua de segunda. Quizá se tenía esa visión porque había mucho descendiente de italiano que hablaba mal español. A mí me parece una lengua divina. La recibí un año.

            - ¿Lee en italiano?

            - Sí. Nunca lo he dejado. Tenía más facilidad con el francés, impartido por otra buena profesora. Lo que nunca aprendí bien fue inglés. La profesora ceceaba…

            - El centro de su tía, ¿era moderno para la época?

            - Durante el siglo XIX sólo tenía sección de varones y fue importante. Mi tía introdujo a las mujeres. ¿Moderna? Sí. Había dos tipos de educación: liceo normal, para los que querían hacer carrera; y liceo de la joven, donde enseñaban a tejer y ofrecían algo así como un barniz cultural. Era para las niñas casaderas [ríe]. Bordaban los ajuares. Nosotros, los que íbamos al normal, no teníamos contacto con las que iban a bordar. Eran dos mundos separados. Pero, sí, fue un centro avanzado. Y tener buenos profesores, efectivamente, es muy importante. A nivel humano y académico.

            - Sabiendo que su tía era la directora, se portarían bien con usted.

            - Me tenían terror. Sabían que, a través de mis cuadernos, mi tía las controlaba.

            - Al comienzo citó Derecho.

            - Es que pretendí hacer Derecho. Hice unos cuantos exámenes y planté bandera. Me aburrían las clases. No terminaba de entrar en la materia. Me recuerdo diciendo: “Nos envían aquí para que aprendamos a estafar” [ríe]. Un día, mi tía me oyó y casi me mata [estalla en risa]. De primeras se calló. Muy astuta. Fue por la noche, después de la cena, cuando me lo hizo saber: “¿Te puedo preguntar una cosa?”. Jamás usaba esa fórmula. “Sí”. “En tu lenguaje, ¿qué quiere decir estafar?”. Yo no era consciente de que me había oído, no tenía ni idea del por qué me preguntaba. “Pues qué sé yo, cobrar más de lo que se debe a alguien, o usar un cuento para sacarle dinero a una persona”. Se me quedó mirando: “¿Ese es el sentido que le das?”. “Supongo. Nunca la uso”. “¿Estás segura?” [ríe] Mi tía era de las que iba pasito a pasito. ¡Qué estupenda! Y luego estaba mi temor de que ella esperase que yo fuera, o quisiera ser, profesora. En la escuela, en el Uruguay, los que quieren ser maestros hacen prácticas mientras estudian. Y yo no daba el paso. Llegó un día en el que no pude más y le comenté mis temores. Me contestó: “Tranquila, ya sé que no estás capacitada”. Siempre iba un paso por delante.

            Lo que le habría gustado estudiar es música. No se vio dotada. “Nunca supe escribirla ni tocar un instrumento. El que quería estudiar música en Uruguay, podía”. En casa no eran muy aficionados. Sí llegó a cantar en un coro. “Luego, me planteé ir a clases de manera informal, pero lo fui retrasando -cualquier aprendizaje es absorbente- y al final, ya ve. Nada. No hay que posponer demasiado las cosas” [ríe]. Le gusta la clásica. El tango, no; aunque lo considera cercano, “una costumbre uruguaya”. Prefiere Mahler, prefiere Bach. De algún modo, ella trata las sílabas en su verso como notas en un pentagrama. Dice que en Uruguay hay una radio oficial, Sodre, Servicio Oficial de Difusión Radioeléctrica, con un buen repertorio, que escucha y que tiene una filial en la que se programa “la música de los pueblos”. No desprecia las músicas populares italiana y española: “No están tan separadas de la música culta, pero no me va nada lo que ahora suena como popular por la radio”.

            Los veredictos de la siesta siguen sin hacer mella. Hay en su cabeza tanta sangre como luz. Pero, desoyendo la advertencia de San Juan -trabaja mientras aún tengas luz-, Ida Vitale ha renunciado a escribir. Uno entiende su renuncia. Para qué más. Para qué más, también, en esta entrevista. Nos vamos a despedir y se interesa por la funda de mis libros. Su hija Amparo Rama, que nos ha dejado a solas todo el rato, acaba de llegar. Parece que no oye, pero oye. Atenta, me dice: “Ni se te ocurra dársela. El otro día, una chica se acercó a ella y mi madre le dijo: ‘Qué zapatos más bonitos’. Cuando nos quisimos dar cuenta, se los había dejado en una mesa y había marchado descalza”. Eso es campo magnético. Ella es Ida Vitale.